Hoy celebramos una de las fiestas de la santísima Virgen más bellas y populares: la Inmaculada Concepción. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
Lc 1, 28). "Llena de gracia" -en el original griego kecharitoméne- es el nombre más hermoso de María, un nombre que le dio Dios mismo para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, "el amor encarnado de Dios" (Deus caritas est, 12).
Lc 1, 46. 48). Sí, Dios quedó prendado de la humildad de María, que encontró gracia a sus ojos (cf. Lc 1, 30). Así llegó a ser la Madre de Dios, imagen y modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla a toda la familia humana.
Jn 3, 17).
Queridos hermanos y hermanas, la fiesta de la Inmaculada ilumina como un faro el período de Adviento, que es un tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador. Mientras salimos al encuentro de Dios que viene, miramos a María que "brilla como signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios en camino" (Lumen gentium, 68). Con esta certeza os invito a uniros a mí cuando, por la tarde, renueve en la plaza de España el tradicional homenaje a esta dulce Madre por gracia y de la gracia. A ella nos dirigimos ahora con la oración que recuerda el anuncio del ángel.