Introducción
Título y lugar en el canon
Contenido
Forma poética
Autenticidad
Doctrina religiosa
Primera Lamentación: Jerusalén, Desolada
Segunda Lamentación: Jerusalén, destruida
Tercera Lamentación: Jerusalén, Asolada
Cuarta Lamentación: Jerusalén, Asediada
Quinta Lamentación: Oración del Profeta

Introducción

Título y lugar en el canon

En la versión de la Vulgata, al libro de Jeremías siguen estas Lamentaciones con el título de Threni, id est, Lamentationes lere-miae prophetae. Threni es la transcripción latina del ?????? de los LXX, en el sentido de canto fúnebre o lamentación por la ruina de Jerusalén.
En el Talmud se llama a estas composiciones fúnebres Qinot, palabra que no aparece en los manuscritos hebreos. En la Biblia hebrea se designa a estas composiciones poéticas fúnebres con el nombre de tekah que literalmente significa ¿Cómo? que es la primera palabra que abre la serie de las Lamentaciones, y que caracteriza el género elegiaco.
En el TM, las Lamentaciones están incluidas entre los Hagiógrafos o Megillót (lit. "rollos"), mientras que en las versiones de los LXX, Vg y Siríaca van a continuación de los escritos proféticos de Jeremías. Flavio Josefo las consideraba también como formando parte de los escritos de Jeremías. En las sinagogas se solían leer en el aniversario de la toma de Jerusalén por los babilonios (en el 9 de Ab: jul.-ag.), formando parte del duelo general que con ayunos se practicaba desde tiempos muy remotos por los judíos. Así, por razones de tipo litúrgico, las Lamentaciones fueron separadas del libro de Jeremías para unirlas a los Hagiógrafos, como Rut, Cantar de los Cantares, Eclesiastés y Ester, los cuales se leían, respectivamente, los días de Pentecostés, Pascua, Tabernáculos y Purim.

Contenido

Este precioso libro poético-elegíaco consta de cinco cánticos, en los que se hace duelo por la destrucción del reino de Judá y, sobre todo, de la ciudad de Jerusalén por el ejército de Nabucodonosor en 586 a.C. Sin pretender dar una exposición narrativa de hechos que da por conocidos, el autor de estos admirables cantos elegiacos desahoga su dolor a la vista de las ruinas humeantes de lo que era más querido a su alma de israelita fiel a la tradición. En sus efusiones íntimas alude a detalles que reflejan la situación triste del país y de la Ciudad Santa. Y, sobre todo, da un sentido teológico profundo a la catástrofe al decir que todo lo acontecido es en castigo de las transgresiones de Judá y de sus infidelidades para con Yahvé. Pero confía en la misericordia divina, y espera confiadamente que, después que pase la hora de la justicia, llegue la hora de la restauración; por eso en sus descripciones entremezcla constantemente súplicas ardientes por su pueblo, arruinado y disperso. De ahí que, más que un nexo lógico, existe un nexo psicológico en el desarrollo de las ideas, que suelen sucederse por asociación de escenas e imágenes que han impresionado particularmente al profeta. Son meditaciones dolorosas en las que predomina el sentimiento y el desahogo espontáneo, de forma que, mezcladas con súplicas por su pueblo, van imprecaciones para los enemigos que han causado tanta ruina y se alegran de la catástrofe.
Pudiéramos sintetizar el contenido ideológico de los cinco cánticos del modo siguiente:
1.- Profundo dolor por la desolación total de la ciudad destruida (Lm 1, 1 -22);
2.- El verdadero autor de la catástrofe es Dios, porque en definitiva todo ha sido efecto de la intervención punitiva y vengadora de su justicia (Lm 2, 1-22).
3.-Con carácter más personal describe las tribulaciones y angustias de los justos (Lm 3, 1-66).
4.-El poeta detalla la triste suerte de las diversas categorías sociales, cargando la responsabilidad de la catástrofe a los dirigentes políticos del pueblo (Lm 4, 1-22).
5.- Con todo patetismo se describen las consecuencias de la toma de la ciudad, y, finalmente, se implora de la misericordia divina que acelere su restauración (Lm 5, 1-22).

Forma poética

Estas composiciones poéticas han sido redactadas según el metro llamado qinah o elegiaco, que se caracteriza por el empleo de versos con dos cadencias, que los que el segundo es más breve que el primero. Este metro aparece ya en composiciones muy antiguas de la Biblia, como en el canto de Débora y en la elegía de David sobre Saúl y Jonatán. Otra característica literaria de las Lamentaciones es que los cuatro primeros cánticos están compuestos según el orden alfabético. Así, cada uno de éstos tiene veintidós secciones, según el número del alefato hebreo. Los tres primeros están dispuestos en estrofas de tres versos, mientras que el cuarto en estrofas de dos.
En los cánticos primero, segundo y cuarto, la palabra inicial de cada estrofa comienza en su respectiva letra del alefato, mientras que en el cántico tercero la letra del alefato varía en cada verso de la estrofa. No obstante, respecto del carácter acróstico o alfabético de la composición tenemos que notar la anomalía de que en los cánticos segundo, tercero y cuarto, la letra phe precede al 'ain, lo que hasta ahora parece inexplicable. El quinto cántico no es acróstico, sino que únicamente consta de veintidós versos, conforme al número de letras del alefato, pero sin orden alfabético en las iniciales de versos o estrofas.
Seguramente que este sistema artificial alfabético obedece a razones sociales para facilitar la transmisión del texto en la memoria de los lectores u oyentes. No es un signo de decadencia literaria, como algunos autores modernos han querido insinuar, sino un procedimiento poético que sirve para revelar la ingeniosidad del autor, como otros procedimientos metrológicos de la poesía occidental, ahora despreciados porque coartan la libertad de expresión del poeta y porque parecen demasiado férreos y artificiales.
Característica literaria de estas admirables Lamentaciones es el estilo confidencial. Dios es interpelado e invocado, usando el pronombre de segunda persona, estableciéndose un íntimo coloquio entre el afligido, o comunidad dolorida, y Dios, que constituye el único objeto de confianza y esperanza. Por eso se prefiere el uso frecuente del pronombre en primera persona, para acentuar el carácter trágico del dolor y de la miseria, y de ahí, para mover a Dios a la misericordia. Esto contribuye a dar colorido, vivacidad y dramatismo al cántico. Otras características son la representación con imágenes atrevidas, que indican horror y peligro, de los enemigos, de la miseria. No faltan pensamientos de venganza y de consuelo." No debe, pues, buscarse un desarrollo sistemático de ideas, ya que lo sentimental prevalece en ellas sobre lo ideológico.

Autenticidad

La tradición judía atribuye comúnmente las Lamentaciones al profeta Jeremías. En la versión de los LXX leemos el siguiente prólogo: "Y sucedió después que Israel fue hecho cautivo, y Jerusalén devastada, que Jeremías se sentó a llorar y a lamentar con esta lamentación sobre Jerusalén, y dijo." En la Vg leemos un prólogo semejante. Por otra parte, sabemos que las Lamentaciones se ponían en el canon a continuación de los escritos de Jeremías. La tradición cristiana es unánime en este sentido, y sólo en el siglo XVIII se empezó a poner en duda la tesis jeremiana.
Los sostenedores de la autenticidad jeremiana de las Lamentaciones insisten en ciertas semejanzas de estilo entre éstas y los escritos de Jeremías. Así las expresiones "virgen hija de Sión oprimida" H, "las lágrimas en las mejillas", "cadena al cuello", quejas contra los pecados de los sacerdotes y profetas, matanza de los propios hijos, pecados del pueblo, vana confianza en los aliados, tendencia a aludir al Deuteronomio. A esto se añade que parece necesario un testigo ocular de los hechos para describirlos con la viveza con que están las Lamentaciones, y nadie mejor que Jeremías para que, llevado de su profundo afecto a su pueblo, cantase la elegía sobre su ruina.
En primer lugar se urge el hecho de por qué en la Biblia hebraica figuran entre los Hagiografos (o Ketubim), y 110 se insertaron en el libro de Jeremías, como formando una parte o apéndice del mismo. Por otra parte, extraña que no aparezca el nombre de Jeremías en el título de las Lamentaciones, lo que sería normal caso de que se reconociera su paternidad en los primeros tiempos que siguieron a su composición. Además, hay ciertas dificultades para atribuir a un mismo autor los cinco cánticos de las Lamentaciones. Así, en el primero, el orden de las letras que inician las estrofas es perfecto, mientras que en los cánticos segundo, tercero y cuarto, la phe viene antes del ‘ain.
En Lm 2, 9 se dice de los profetas de Jerusalén que "no han hallado visión de parte del Señor," lo que no es aplicable al propio Jeremías, que fue favorecido con tantas visiones y comunicaciones divinas. Y en Lm 4, 17 se dice de la esperada ayuda egipcia: "se consumían nuestros ojos esperando vanamente el socorro, iban esperanzadas nuestras miradas hacia un pueblo que pudo librarnos." Y sabemos que Jeremías fue siempre contrario a pedir ayuda a los egipcios. En Lm 4, 20 se alude al rey Sedecías: "el que era nuestro aliento, el ungido de Yahvé, fue cogido en la trampa, aquel de quien decíamos: A su sombra viviremos entre las naciones." Y sabemos que Jeremías despreciaba a Sedecías por su ineptitud. Finalmente, los lexicólogos insisten en que la fraseología de Lm y Jer tiene más puntos de divergencia que de convergencia; y no faltan quienes ven coincidencias de lenguaje entre Lam y Ezequiel y otros escritos bíblicos. Por todas estas razones, hoy día muchos autores se inclinan por la tesis de que las Lamentaciones sólo en parte pueden atribuirse a Jeremías. Al menos los cánticos 1 y 5 parecen de época posterior al profeta.

Doctrina religiosa

A través del lirismo de expresión y el sentimentalismo, característicos de estos bellísimos fragmentos poéticos, encontramos las grandes líneas teológicas proféticas. En los acontecimientos trágicos, el poeta sorprende los designios divinos sobre Judá pecador. Yahvé es el verdadero autor de la catástrofe, en cuanto que ha desencadenado su ira, largo tiempo contenida, sobre un pueblo que le ha sido infiel. La ruina de Jerusalén no es casual ni mera consecuencia de una mala política humana, sino que es la culminación de un proceso de alejamiento de la Ley divina. Yahvé es el que ha guiado a los enemigos de Judá para que sean instrumentos de su justicia, y ha descargado sobre una generación el castigo merecido por los pecados que se fueron acumulando a través de los siglos.
A pesar de la crisis terrible que esto representa para la nación judaica, el poeta tiene grandes esperanzas de restauración, y por ello ora confiadamente a su Dios. Sabe que, si Yahvé es justo, es también misericordioso, y que, como llegó la hora del castigo, llegará la hora de la rehabilitación para Israel y del castigo para sus enemigos. El dolor es un medio de purificar a los individuos y a los pueblos; es la solución que encontramos en el libro de Job. Por ello, en estos admirables desahogos lírico-dramáticos hay un altísimo nivel espiritual, reflejo de un alma que vive de la fe y de la esperanza en Dios.

Primera Lamentación: Jerusalén, Desolada

Podíamos resumir el contenido ideológico de las Lamentaciones en tres facetas: desolación de la Ciudad Santa, reconocimiento de la justicia divina y oración implorando misericordia al Señor. Estas ideas se repiten machaconamente, pero las expresiones son bellísimas y variadas. Por todo esto, las Lamentaciones pueden considerarse como una de las mejores composiciones de la Biblia desde el punto de vista lírico-afectivo. El metro poético suele ser el característico de las "elegías" o qinah, a base de tres dísticos cada letra del alefato. El carácter especial de las Lamentaciones excluye un desarrollo estrictamente lógico de ideas; por eso las consideraciones se repiten entrecortadas, como expresión de un alma lacerada que por encima de las leyes lógicas de la inteligencia tiene las del corazón.
Se suele dividir esta primera lamentación en dos partes: a) Lm 1, 1-11, en que habla el poeta (excepto en el v.8 y 11); b) Lm 1, 12-22: habla Sión (excepto el v.17).
El profeta contrapone dos situaciones de la Ciudad Santa, que es presentada como una dama o princesa que ha quedado viuda. En una medalla acuñada por Tito después de la toma de Jerusalén en el año 70 d.C. aparece una mujer llorando debajo de una palmera con esta inscripción: "ludaea capta." Es el mejor comentario de estos primeros versos de las Lamentaciones. El autor puede comprender el cambio de situación de la que era señora de provincias, y se ha convertido en viuda y tributaria. La primera palabra, ¡Cómo! es característica del verso elegiaco llamado qinah. Sión se sienta en soledad como madre que ha quedado sin hijos, como doncella que ha quedado sin amantes y como viuda que ha quedado sin marido, expuesta a la penuria sin sombra protectora. La ciudad populosa y la señora de provincias son dos frases que han de entenderse en el horizonte relativo del hagiógrafo. Sión era la capital más poblada de Judá, y también, como capital, señora de provincias, no sólo de las tribus de Judá y de Simeón, que constituían el reino del sur, sino que en tiempos de Jeremías era aún señora de amplias zonas de Transjordania, como Edom y Moab. Pero ahora ha sido hecha tributaria, formando sólo parte de un distrito del inmenso imperio babilónico.
En las horas nocturnas siente más su soledad e infortunio, porque nada le distrae de su dolor. El día con su luz trae siempre impresiones optimistas y alegres, pero en la noche, el ambiente de vacío, de soledad, pesa como una fría losa sobre el alma del desgraciado; por eso, en esas horas de intimidad y de sinceridad corre el llanto por sus mejillas. Sólo el desahogo de las lágrimas puede compensar algo la tremenda tragedia interior de la dama desolada. Por otra parte, en la hora trágica del infortunio, en la hora de la verdad, le fallaron todos sus amigos. Sión había confiado en Egipto y en la alianza de otros pueblos; pero, cuando la ciudad ha sido convertida en un montón de ruinas, no tiene quién la consuele. Es el patrimonio de todo el que ha sido visitado por el infortunio: los que antes creía sus amigos, se le volvieron enemigos.
Asolada la ciudad, los habitantes que quedaron sin ser llevados al destierro emigraron voluntariamente a causa de la aflicción y de la gran servidumbre. El yugo babilónico era demasiado pesado. Pero Judá tampoco encontró reposo en el exilio, sentada entre las gentes. Sus enemigos siguieron persiguiéndola "en desfiladeros estrechos," según dice el texto hebreo.
El estado de la ciudad no puede ser más triste: los caminos que conducían a Sión, antes rebosantes de peregrinos, ahora están en luto, desiertos: no hay quien venga a las solemnidades. Por la mente del profeta pasa el gozoso recuerdo de los millares de peregrinos que avanzaban hacia la Ciudad Santa con cantos alegres de acción de gracias por las cosechas. Ya no hay solemnidades o fiestas litúrgicas tradicionales, hitos durante el año de la vida religiosa: las tradicionales fiestas de Pascua, de Pentecostés y de Tabernáculos, en las que se presentaban las primicias de los cereales y de los frutos impetrando protección para el próximo año agrícola. Ya no salen a recibir a los peregrinos los sacerdotes, que ahora están gimiendo. Las mismas vírgenes, que en alegres danzas amenizaban la presencia de los peregrinos en estas fiestas, están ahora escuálidas o encorvadas por el dolor. Y las puertas de la ciudad, en otro tiempo lugar de concentración de la vida social de la ciudad, están desoladas. Ya no están allí los ancianos para juzgar, ni los mercaderes para recibir las caravanas con las mercancías, ni los niños alegrando con sus juegos la vida de la ciudad. Todo es atmósfera de tristeza y amargura. 
En la lucha han vencido los enemigos de Judá. Pero, en realidad, todos los sufrimientos de Judá vienen enviados por el mismo Dios: pues la afligió Yahvé por la muchedumbre de sus rebeldías. La conducta pecadora de Judá es la causa de su desventura. Y ni siquiera sus pequeñuelos se ven libres de la deportación.
En la catástrofe ha perdido la hija de Sión, es decir, Jerusalén, toda su gloria, a saber, lo que constituía su orgullo: sus príncipes y su rey, como puntualiza a continuación. Sus príncipes, debilitados por el hambre y la miseria, andan vagando como ciervos que no hallan pastos. Y huyeron agotados ante el perseguidor. En efecto, el rey Sedecías, con sus magnates, se dio a la fuga, siendo vergonzosamente capturado.
En los días de la prueba comprendió Jerusalén los bienes que de antiguo tuvo. Pero ahora nada le queda de su antigua gloria y riqueza, y sus enemigos se alegran, burlones, ante su ruina.
Jerusalén es presentada ahora como una cortesana que por sus pecados es convertida en objeto de aversión, despreciada de los que antes le hacían el amor, porque vieron su desnudez. Jerusalén, humillada por su Dios, ha descubierto sus pecados, presentándose como una mujer pública que ha mostrado impudentemente sus atractivos sexuales. Y Jerusalén misma se avergüenza de su estado menstrual y vuelve el rostro.
Sigue la misma imagen. Jerusalén se halla como mujer pública en período menstrual, su inmundicia se nota en sus vestiduras. Aquí inmundicia tiene un sentido religioso. Sus pecados la hacen inmunda a los ojos de los demás pueblos, y son tantos, que no puede disimularlos. Y está tan ciega en sus extravíos, que no se cuida de su fin, es decir, del castigo que le espera. De repente, ante tanta perversidad, se escapa un grito de auxilio de Jerusalén: Mira mi aflicción. Ella es ciertamente pecadora ante los ojos de Yahvé, pero sus enemigos no lo son menos y se muestran insolentes con arrogancia insoportable.
El pensamiento del profeta se vuelve a la depredación del templo de Jerusalén. Esto era el mayor crimen que debía Dios castigar, pues, aparte de la expoliación, penetraron en el santuario gentes a quienes estaba prohibido entrar en el sagrado recinto. En el templo construido por Herodes se puso una placa de bronce, que ahora está en el museo de Estambul, en la que se conminaba con la pena de muerte a todo gentil que osara pasar del atrio de los gentiles al de los israelitas. El allanamiento, pues, de la morada de Yahvé por los gentiles era para el profeta la mayor enormidad que pudiera cometerse.
La ruina política de la ciudad ha traído la catástrofe económica. Es tal la carestía de alimentos, que los habitantes tienen que dar sus objetos más preciados para subvenir a las necesidades más elementales. Ante los ojos del profeta está el espectro del pueblo macilento en busca de pan.
Sión pide comprensión para la tragedia de su pueblo, de su capital destruida, y por eso interpela a los viandantes que indiferentes contemplan las ruinas de la ciudad, sin preocuparse de su situación, siguiendo su marcha conforme a las exigencias comerciales. Cerca de la Ciudad Santa pasaba el camino hacia Egipto para unirse a la vía maris, o ruta caravanera comercial entre el país del Nilo y Mesopotamia. Podemos, pues, considerar la exclamación angustiada del profeta, puesta en boca de Jerusalén, como una llamada a la piedad de estos comerciantes despreocupados de su malhadada suerte. No hay dolor comparable al de la Ciudad Santa, arrasada y deshabitada. Sus ruinas son un recuerdo perenne del paso asolador de la ardiente cólera de Yahvé. La frase es un humilde reconocimiento de los pecados de Jerusalén, presa ahora de las exigencias de la justicia airada de Dios.
La mano pesada de la justicia divina se hace sentir como un fuego que consume los huesos de Jerusalén. La metáfora puede aludir simplemente a un castigo enviado por Dios desde lo alto, el cielo donde Yahvé habita, o quizá aluda concretamente a una epidemia que siguió normalmente a la ruina política y económica de la nación, la cual se hace sentir de modo especial con manifestaciones de intensas fiebres. En este caso, la frase fuego que consume los huesos adquiere más realismo. Pero parece más lógico tomar fuego como instrumento de castigo en general. La imagen siguiente tiene también un sentido general: Jerusalén ha caído en la red que le ha tendido Yahvé. La Ciudad Santa era como una avecilla descarriada que andaba volando libremente separada de su Dios, pero Yahvé, en su amor, le ha tendido una red y ha caído en ella. Esa red que hará recapitular a Jerusalén sobre sus caminos es la desgracia y la ruina. Yahvé ha actuado como hábil cazador, buscando atraerla por la vía de la expiación: me arrojó en la desolación. Por todo ello se siente como consumida y agotada. 
Jerusalén reconoce, humillada, sus transgresiones, que pesan sobre ella como yugo insoportable. Los crímenes de la Ciudad Santa son como las partes diversas del yugo con sus cuerdas, que han sido entretejidas por el mismo Yahvé, obligado a enviarle un castigo purificador por exigencia de su justicia. Ante el castigo enviado por Dios, Jerusalén está impotente, presa de la justicia divina, y no puede levantarse. Es la imagen de la bestia con el yugo al cuello, sin poder levantar la cabeza. 
Yahvé mismo ha convocado a los enemigos de Judá a una asamblea o concentración para que se abalancen contra sus guerreros, que iban a ser sacrificados. Los escritores bíblicos prescinden en sus descripciones de las causas segundas, y lo atribuyen todo directamente a Dios. En toda la tragedia de Judá ha estado la mano justiciera de Yahvé como causa total. El hagiógrafo tiene una visión teológica de la historia, y lo considera todo a través de las leyes de la justicia divina ultrajada: Como en lagar ha pisado Yahvé a la virgen hija de Judá. La metáfora es atrevida y muy expresiva; ninguna mejor para indicar el rigor de la inexorable justicia divina. La hija de Judá es Jerusalén, concebida como una virgen hermosa y atractiva que ha sido mancillada y despreciada. Algunos autores creen que aquí se alude a un "banquete" sacrificial: Yahvé ha convocado a los enemigos de Judá a una asamblea litúrgica en la que no falta el banquete de ritual ni el vino. Este vino aquí es la sangre de la virgen de Judá, exprimida como en un lagar. La metáfora es posible, pero quizá el contexto no exija tanto.
De nuevo la tragedia se apodera de la desconsolada Judá. Ese triunfo de sus enemigos la ha sumido en la mayor amargura. No le queda sino derramar lagrimas; se siente sola: sus amigos la han abandonado, y Yahvé no le sirve sino para mostrarle sus transgresiones, haciendo pesar sobre ella su mano vengadora.
Ahora habla el profeta para contar la tragedia íntima de Sión: su soledad en la hora de la prueba es total. Jerusalén tiende sus manos en busca de auxilio, pero en vano. Todo lo que pasa está "decretado" por Yahvé, que para castigar a su pueblo convoca a sus enemigos circunvecinos, de forma que sean testigos de la humillación de Judá. Para ellos, la Ciudad Santa se ha convertido en cosa inmunda, objeto de abominación y desprecio, pues en su catástrofe parece llevar la maldición de su Dios.
La confesión de los pecados por parte de Jerusalén es sincera, y en ella se reconoce la justicia del castigo enviado por Yahvé. Pero, como antes se había dirigido a los viandantes para que contemplaran sus ruinas y su tragedia, ahora se dirige a los pueblos todos para que piensen en la mayor tragedia de una madre: mis doncellas y mancebos han ido al cautiverio. Lejos de imprecar a las naciones que sarcásticamente contemplan su ruina, les pide compasión, apelando a los elementales sentimientos de piedad y de conmiseración.
 De nuevo el corazón lacerado de Jerusalén piensa en la traición de los que creía sus amigos, pero que le fallaron en la hora de la prueba. Todo esto le infunde profunda amargura. Por otra parte, no puede olvidar a sus sacerdotes y ancianos, antes la clase directora de la sociedad y ahora muertos de hambre y de necesidad. Los conceptos
En medio de tanta desolación y angustia no le queda a Jerusalén sino implorar a Yahvé el fin de tantos dolores. Las entrañas y el corazón -centro de las emociones- la desazonan sobremanera al contemplar en su vida tanta prevaricación y rebeldía. Sólo la misericordia divina puede llevar tranquilidad a su alma. Por otra parte, la tragedia ha sido inmensa y suficiente para calmar la justicia divina; todos sus hijos han desaparecido: los que estaban fuera de los muros, por la espada, y los que estaban asediados, por la epidemia y mortandad.
Jerusalén se vuelve a Yahvé implorando su justicia también para los que se alegran de su miseria y de su ruina y tienen una especial satisfacción en constatar que Yahvé, el Dios de que se gloriaba Judá como su protector, la ha castigado de esta manera. Esto hace despertar en la ciudad destruida un sentimiento de revancha y de venganza: Haz venir el anunciado día y sean como yo. Según las esperanzas populares, Dios se manifestaría un día (el día de Yahvé) sobre los enemigos de Israel, castigándolos por su conducta para con él. Contra esta esperanza se había levantado el profeta Amos, anunciando que el día de Yahvé sería de tinieblas, no de luz; es decir, de castigo y no de victoria para Israel, si ésta no cambiaba su mala conducta. Jerusalén, ahora humillada, clama a la omnipotencia divina para que descargue también su ira sobre los pueblos vecinos que hacen befa de ella.
Desarrolla los sentimientos del verso anterior: también sus enemigos deben tener una debida retribución. Aun reconociendo sus propios pecados, cree que ya es bastante lo que ha sufrido hasta ahora para aplacar las exigencias de la justicia divina. Es hora ya de que Yahvé la descargue sobre sus enemigos, tan culpables como ella. 

Segunda Lamentación: Jerusalén, destruida

Jerusalén se ha visto de pronto oscurecida como por una nube, la nube de la ira divina. En un momento ha sido precipitada la magnificencia de Israel, es decir, su esplendor entre los otros pueblos. Y de nada le sirvió para evitar la catástrofe la presencia del templo de Jerusalén, morada de Yahvé, escabel de sus pies, porque vino el día de su ira, es decir, de la reivindicación de los derechos de la justicia divina ultrajada. Por encima de las predilecciones que pueda tener Yahvé para con su pueblo están las exigencias de justicia y santidad inherentes a su mismo ser.
En el turbión de la guerra enviada por Yahvé desaparecieron los puntos vitales de la vida nacional: primero, los pastizales de Jacob o Israel, fuente de su obra, y después las fortalezas de Judá, o fortificaciones que se escalonaban a través del país como primera defensa de Jerusalén, la hija de Judá. Y, por fin, la suerte fatídica llegó al rey y a sus príncipes. El representante de la teocracia israelita fue profanado, por permisión divina, al ser maltratado por sus enemigos. El profeta piensa en la trágica suerte del desgraciado rey Sedecías, al que le fueron arrancados los ojos en Ribla (Alta Siria), por mandato de Nabucodonosor, después de haber asistido a la muerte de sus hijos. 
Israel, con su presunta potencia humana, sucumbió ante el embate del furor de la ira de Yahvé. La única garantía de seguridad del pueblo elegido era la protección de Dios, pero El retiro su diestra frente al enemigo. El escudo de Israel era Yahvé, pero, en vez de protegerle, le entregó al enemigo, y la guerra se encendió con ardorosas llamas, que todo lo consumieron. 
Es más, no sólo Yahvé negó su protección a Israel, sino que la atacó positivamente como arquero que tiende su arco como enemigo y "afirma su diestra," destruyendo cuanto es agradable a su vista, alusión probable a la destrucción total de los palacios y templos que constituían el legítimo orgullo de los judíos. O quizá con esta frase se refiera el autor a la juventud florida de Judá caída en el combate. La ira divina prendió como fuego devastador en la tienda de la hija de Sión, e.d., en la ciudad de Jerusalén, concebida como tienda de campaña atacada por una razzia enemiga.
 De nuevo se insiste en el carácter hostil de Yahvé para con su pueblo. Antes había sido su protector, pero ahora es su encarnizado adversario, y, en calidad de tal, ha devorado a Israel. Como hemos notado antes, el autor prescinde de las causas segundas, y lo atribuye todo directamente a Dios. Está tan convencido de que la causa de la ruina de Judá son sus pecados, que no considera más causa destructora que el mismo Dios ofendido. El fue, pues, el que en definitiva llenó a la hija de Judá de llantos y gemidos.
 Yahvé ha entrado en Jerusalén, su tienda, desmantelándola como el ladrón que derriba la cerca de un jardín. Si la traducción dada es exacta, el sentido pudiera ser que Yahvé ha tratado a su tienda, o templo de Jerusalén, como si fuera una vulgar cabaña de viña. Con la destrucción del santuario ha desaparecido la vida litúrgica, las festividades y los sábados, días de regocijo general en el pueblo. Por otra parte, con la guerra ha desaparecido la autoridad civil y religiosa de la nación. No ha quedado nada en pie ante el ardor de la cólera de Yahvé. 
En toda esta tragedia predomina el desamparo de Yahvé para con su pueblo. En otro tiempo había estado unido a él como a una esposa amada, pero repudió su altar, lo más sagrado de Judá. El templo de Jerusalén ha sido profanado, y entre sus ruinas se oyen gritos de la soldadesca enemiga en vez de los cantos alegres de los días de fiesta. Las antiguas solemnidades litúrgicas han sido sustituidas por las blasfemias de los vencedores, embriagados por el señuelo del botín seguro.
El profeta presenta a Dios trazando funestos designios y tomando medidas para destruir las fortalezas de la hija de Sión, Jerusalén. Con el cuidado del mampostero, que traza líneas para construir un muro, está ahora Yahvé midiendo las murallas para destruirlas totalmente, de forma que nada quede en pie por imprevisión. Como efecto de su intervención destructora, nada ha quedado en pie, ni los muros ni los antemurales, o bastiones de refuerzo exterior. En la mente del autor, nada han hecho los soldados de Nabucodonosor por sí solos, sino que han sido unos meros instrumentos de los planes vengadores de Yahvé. Es de notar en todo esto el alto concepto que tenía el profeta de la intervención de Dios en la vida de los hombres y de los pueblos.
 Con la destrucción total de la ciudad desapareció la vida oficial civil y religiosa: el rey y sus príncipes están entre las gentes cautivos. En consecuencia, no hay administración de justicia ni control oficial de la ley, y en la tragedia de desamparo por parte de Yahvé parece que hasta los profetas no reciben de Yahvé visión. Dios, que antes tan a menudo se comunicaba a sus fieles servidores los profetas, ahora se ha alejado de ellos, sin comunicarles oráculos de confortamiento y de salvación. El profeta piensa en la tragedia de su soledad ante las ruinas de la Ciudad Santa, sin sentir la presencia particular de Yahvé, que otras veces había compartido. 
El duelo por la ruina de la ciudad se manifiesta en todos los estamentos sociales más sensibles y venerables: los ancianos, encargados de dirigir a las nuevas generaciones con sus consejos, están mudos de estupor y de dolor, y las vírgenes, esperanza de las nuevas generaciones, también están muy lejos de su natural expresión de alegría y optimismo: inclinan a tierra sus cabezas, apesadumbradas de tanto dolor, y como ancianas prematuras sin esperanza. Sólo les queda hacer penitencia y duelo por la tragedia de su pueblo.
El profeta se siente asociado íntimamente al desastre social de Jerusalén (la hija de mi pueblo). Se conmueve en todo su ser, y sus ojos se arrasan en lágrimas al contemplar a los niños famélicos por las calles.
 La escena es gráfica y espeluznante: los niños reclaman sustento, simbolizados en el pan y el vino en aquellas regiones de viñas y de trigales. Todo esto, el profeta, con alto sentido poético de la situación, lo dramatiza con colores muy subidos para dar idea de su estado de ánimo.
 Con este verso comienza la segunda parte de la lamentación, que se abre con este bello apostrofe para dar idea de la magnitud del desastre de Jerusalén. El profeta quiere consolar a la hija de Jerusalén y a la virgen hija de Sión, buscando otra ciudad en la que se haya dado una tragedia parecida. Pero no hay nada comparable a la situación de ruina de la Ciudad Santa, porque su quebranto es como el mar y no tiene remedio. No hay mayor dolor que sentirse solo en la desgracia, sin que nadie pueda comprender la situación del desgraciado. Jerusalén se halla sola, sin palabra alentadora que le ayude a llevar su desgracia. El profeta se siente impotente para dar unas palabras de consolación, porque no encuentra nada parecido,
La raíz de la catástrofe está en los desvaríos de Judá por seguir a los falsos profetas, que le anunciaron oráculos falsos en consonancia con sus inclinaciones materialistas, en contra de las exigencias de la Ley divina: no pusieron al desnudo tus iniquidades. Israel se desvió de los preceptos de su Dios y se labró su desdicha a través de los siglos. Los profetas falsos, en vez de recriminarle su conducta, la halagaron con oráculos vanos y falaces, apoyando su política de alianza con el extranjero y permitiéndole mantener un culto sincretista, incompatible con la tradición yahvista verdadera. Si hubieran hablado claro a Judá, hubiera cambiado su suerte, gozando de la protección de Yahvé, como había prometido tantas veces. 
El profeta cambia bruscamente de tema: después de haber insistido en las causas de la catástrofe, refleja el desprecio sarcástico de las gentes que pasan al contemplar las humeantes ruinas. Tanto habían oído ponderar la belleza de Jerusalén, que no pueden comprender que todo aquello haya ido a parar a un montón informe de ruinas.
 Ante las ruinas de la Ciudad Santa entonan, burlones, un canto de triunfo. Tantas veces habían deseado que llegara esta hora. Es la manifestación vindicativa de gentes que se sentían humilladas por la situación privilegiada de Jerusalén. 
El profeta constata en todo esto el cumplimiento de antiguos designios de Dios, ya que muchas veces les había amenazado con la ruina total. Pero Israel no se preocupó de las advertencias antiguas, y se ha convertido por su culpa en objetivo y burla de sus enemigos; pero todo ha estado previsto y anunciado por Dios. 
Invitación a Jerusalén a deshacerse en llanto por su destrucción total. Su llanto ha de ser el primer movimiento hacia la compunción del corazón y a la penitencia. Jerusalén es comparada a una virgen desolada, que no encuentra reposo hasta que desahoga sus angustias más íntimas. 
El llanto de Jerusalén debe ser continuo en los tres períodos o vigilias en que los israelitas dividían la noche, y debe tener siempre presente su tragedia para mover a Yahvé a la misericordia para con ella. Ese llanto no debe ser un mero desahogo desesperado, sino una especie de oración en presencia del Señor, como signo de contrición, pues están en juego las vidas de sus pequeñuelos. Antes el profeta había reflejado la situación famélica de los niños, ahora invita a Jerusalén a orar con remordimiento a Yahvé para que aligere esta situación tan trágica para los pequeñuelos. 
Jerusalén, desolada, responde a la invitación anterior implorando perdón a Yahvé: la tragedia ha sido demasiado grande, y, por otra parte, Jerusalén es la ciudad de Yahvé, su morada en la tierra: considera a quién has tratado así.
El castigo ha sido demasiado duro, pues se ha llegado a los mayores extremos de indigencia: ¿Habrán de comer las madres a los hijos? La frase es dramática y pretende mover el corazón de Dios. Se han agotado todos los medios, y no queda a las madres sino comerse a sus propios hijos. Por otra parte, la matanza de las personas consagradas a Dios, como los sacerdotes y profetas, debe mover a piedad al Dios airado. 
Jerusalén se presenta ahora acusando a Dios de haberse excedido en su ira vengadora. El profeta dramatiza el diálogo para dar una idea de la tragedia íntima de la Ciudad Santa. En la guerra han caído gentes inocentes, como los ancianos y niños. Todo esto parece mostrar que el castigo ya ha rebasado la medida y que es hora de compasión y de misericordia por parte de Yahvé. 
Sigue Jerusalén quejándose por su desgraciada suerte: la matanza ha sido tan general, que parece como si Dios hubiera convocado a los sembradores de terror a una solemnidad o concentración. Los enemigos han sido tantos, que no ha habido evadido ni fugitivo. La mano de Yahvé ha pesado demasiado sobre los hijos de Sión, a los que con tanto cuidado había criado. La ley del exterminio ha caído sobre ellos; por eso ya es hora de que Yahvé levante su mano vengadora.

Tercera Lamentación: Jerusalén, Asolada

Se suele dividir esta lamentación en tres partes: a) Lm 2, 1-24: de carácter personal, habla el profeta en primera persona; b) Lm 2, 25-39: de carácter gnómico o sentencioso, habla en tercera persona o impersonal; c) Lm 2, 40-47: de carácter colectivo. Característica de esta lamentación es que el sistema acróstico se acentúa, repitiéndose tres veces en cada verso la misma letra. Muchos autores han creído ver en este capítulo varias piezas independientes ensambladas por un redactor posterior, pero otros creen que se puede mantener la unidad sustancial. Los conceptos se repiten menos, pero las exigencias del alfabetismo, o disposición acróstica, repetida tres veces en cada verso, liga mucho la agilidad del pensamiento del poeta. No se menciona a Jerusalén ni tampoco el templo, sino que es un puro desahogo personal. De ahí que, para muchos críticos, este fragmento es una oración elegiaca individual de datación posterior, unida a las otras lamentaciones tradicionales por exigencias litúrgicas. En los v.1-24, el orante describe sus sufrimientos al estilo de muchos salmos, y no se vinculan esos sufrimientos personales a la catástrofe nacional. Es como un soliloquio con muchas semejanzas a fragmentos del libro de Job. Como la forma monologada no es ajena al estilo de Jeremías, muchos autores creen que es realmente del profeta de Anatot, y así lo ha mantenido la tradición judeocristiana. 
El profeta Jeremías se nos presenta a veces como un "varón de dolores," sin tener acceso alguno al banquete alegre de la vida. Bien, pues, puede ser el autor de la tercera lamentación, en la que se nos presenta bajo el peso del infortunio y de la miseria. La descripción tiene mucho de paralelo con ciertos pasajes del libro de Job. En ambos se trata de la íntima tragedia de un ser inocente visitado por el látigo del furor de Yahvé. Las frases del desventurado varón de Hus son arrebatadoras y lacerantes: 
Esta lamentación, en vez de tener un carácter dramático, es un soliloquio con aire de explosión lírico-elegiaca: Dios es el que directamente envía el castigo, y trata al profeta como simple objeto de su ira. El paciente se halla en una atmósfera de tinieblas por efecto del furor del Omnipotente.
El profeta detalla su miseria y, con ciertas imágenes convencionales, similares a las que encontramos en Job y los Salmos, expresa su máxima postración física y moral. Apesadumbrado bajo el peso del dolor, se siente ya habitando en el seol, o morada tenebrosa de los muertos. Yahvé parece perseguirle y acosarle con veneno y dolor, como si estuviera juramentado contra él y no tuviera compasión del paciente, cuya carne y piel están agotadas y sin vigor. Las metáforas son vigorosas y expresivas, según el característico realismo oriental. A nuestra sensibilidad resultan duras y casi blasfemas; pero no debemos olvidar la tendencia a las frases radicales y paradójicas en los escritores orientales. 
El profeta pasa ahora a otra metáfora: su situación es la de un encarcelado cargado de pesadas cadenas, sin que pueda disfrutar de la tan ansiada libertad. En su angustia ha buscado ayuda en Yahvé, pero se ha cerrado a admitir toda súplica. Es el tema de muchos salmos y del libro de Job. Todos los caminos le están cerrados, pues Dios se ha encargado de hacerle impracticables con sillares de piedra todos los senderos. 
En la Biblia es corriente la metáfora del león en acecho para asaltar al desprevenido; la metáfora del oso con el mismo sentido está exigida por el alfabetismo, que requería una letra que comenzara por Dálet (dob: oso). Dios está al acecho del profeta, el cual, nervioso por miedo a caer en una emboscada, ha descarriado el camino. Durante los últimos años, Jerusalén ha querido seguir una política fuera de los planes de Yahvé, y por eso ha tanteado diversos caminos tortuosos, por miedo a caer en manos de Yahvé. Si el profeta simboliza aquí a la comunidad israelita, el sentido alegórico es claro. Al fin tuvo que rendirse a la realidad del castigo, ya que Yahvé tendió su arco y le puso por blanco de sus saetas. La mano vengadora de Dios cayó inexorablemente sobre la Ciudad Santa. 
Sigue la metáfora anterior: el paciente -símbolo de la ciudad castigada por Yahvé- ha sido el blanco certero de su ira. Con ello se ha convertido en escarnio de los pueblos, como ciudad maldita de su Dios. Todo el que ha sido castigado por Dios -en la mentalidad primitiva antigua- era culpable de secretos crímenes ante El, y, por tanto, digno de ser despreciado de todos. La prueba enviada por Yahvé le ha embriagado de ajenjo, símbolo literario de la amargura. Todos los menosprecios fueron para el paciente como hierbas amargas. 
Dios le ha tratado con dureza. La metáfora es muy gráfica: le rompió los dientes con un casquijo, dejándole revolcarse en la ceniza en desahogo de dolor. Como consecuencia ha desaparecido la paz y la ilusión en el paciente, el cual parece que ha perdido toda esperanza: se acabó mi porvenir, pues le falta Yahvé, que es quien pudiera ayudarle. 
No obstante, la impresión de desesperación que aparece en el verso anterior, aquí parece atenuarse con un rayo de esperanza. Pensando en su tragedia íntima, todo es ajenjo y veneno para el paciente; pero, con todo, levanta la mente hacia algo que pueda darle esperanza. Es el constante contraste de esperanza y desesperación que encontramos en el libro de Job y aun en Jeremías. Por encima de todas las tribulaciones, la fe en un Dios benigno le hacía sentir una íntima esperanza de salvación. Las expresiones, debidas a la imaginación ardiente poética, son muchas veces atrevidas e hiperbólicas; por eso no han de tomarse al pie de la letra. 
En medio de tanta desolación, el profeta siente una secreta e íntima confianza en Yahvé, porque sabe que su misericordia es infinita, y grande su fidelidad a, las promesas. Por otra parte, Yahvé es la porción o heredad del paciente. Estas frases tienen un aire claramente salmódico 16. Las expresiones son recargadas, para destacar lo profundo de la aflicción del profeta, sea que hable en nombre propio o de la comunidad desolada. 
Estos tres versos tienen un carácter gnómico o proverbial, muy en consonancia con la literatura sapiencial. Se exalta la sumisión humilde a la voluntad divina. En el libro de Job se da la solución al problema del dolor del justo apelando a los misteriosos caminos de la Providencia. Por ellos ha de buscarse el abandono total a sus designios secretos, esperando callado el socorro de Yahvé (v.26). Por otra parte, es conveniente que el hombre se acostumbre al yugo de la Ley o del sufrimiento desde sus tiempos mozos. 
Como consecuencia de este confiar en los secretos caminos de Dios, lo mejor es mantener un espíritu de resignación ante la adversidad, humillándose con la boca en el polvo, manteniendo siempre la luz de la esperanza, y, por otra parte, conservar un completo espíritu de mansedumbre para con los demás, sin reacciones violentas ante la injuria. Este ideal parece ya del ?. ?. y refleja el profundo sentido religioso del justo en el A.T. En plena vigencia de la ley del talión, no faltan espíritus con especial sensibilidad religiosa que se acercan al ideal evangélico movidos por un secreto instinto divino. 
Estos tres versos tienen un marcado carácter didáctico sapiencial al estilo del libro del Eclesiástico. En ellos se enseña la doctrina tradicional combatida en el libro de Job: el hombre sufre por sus pecados. Dios en sus acciones no se mueve arbitrariamente, sino que acomoda sus premios y castigos a la conducta humana. 
El hagiógrafo enumera varias violaciones del derecho natural que Dios no puede dejar impunes: la opresión de los pobres cautivos, la violación de la justicia social y la irregularidad en los juicios con testimonios falsos. Todo esto clama justicia a Dios. Por eso no es de extrañar que de cuando en cuando castigue severamente, pues no en vano se acumulan los pecados ante El. 
Existe una providencia divina sobre todo lo de este mundo, y nada pasa sin que lo haya dispuesto Dios. El hombre, por su parte, debe pensar en que los males que le sobrevienen es en castigo de sus pecados. En realidad, todo viene de Yahvé: bienes y males. El autor no especifica entre voluntad permisiva o positiva eficiente. 
Ahora la lamentación tiene un carácter colectivo. El poeta ha pasado del campo individual al de la nación pecadora. Ante los secretos y justos caminos de la Providencia, no cabe sino hacer un claro examen de conciencia sobre las transgresiones pasadas para iniciar un retorno a Dios. Lo primero que se exige es una confesión de los pecados y el reconocimiento de que los desastres sobrevenidos a la nación fueron por estas transgresiones: no nos perdonaste.
Como consecuencia de los pecados de Israel, Yahvé ha desencadenado su ira, que se ha manifestado sin piedad. Por otra parte, en su justicia vengadora no ha querido escuchar las plegarias de su pueblo, ocultando su faz como tras de una nube. Por ello vino la ruina total, y el pueblo antes predilecto de Dios ha sido convertido en oprobio y escarnio en medio de todos los pueblos. 
Sigue la descripción de la tragedia de Judá: todos los enemigos les desprecian y amenazan, abriendo la boca como leones hambrientos dispuestos a saltar sobre la presa. Por todas partes no hay más que terror y fosa, es decir, peligro de muerte. La metáfora de la fosa, corriente en la Biblia, está tomada de la caza: a las bestias del campo se les cavan fosas para que caigan en ellas. Así el pueblo israelita se halla amenazado por doquier de muerte. Por eso, el profeta se deshace en lágrimas por la ruina de su pueblo. 
El profeta, ante tanto dolor, se constituye en un estado permanente de duelo en espera de que Yahvé, al fin, admita sus súplicas. La ruina de la Ciudad Santa le ha afectado en extremo y no puede pensar en otra cosa. 
Sigue la metáfora de la caza para expresar el estado de persecución del profeta. Ahora parece hablar en sentido personal, pero el profeta puede ser un símbolo o tipo de la colectividad judía destruida. Algunos autores creen ver en la frase Han hundido mi vida en una fosa, arrojando piedras sobre mí, una alusión a su reclusión en una cisterna. Pero parece explicarse mejor en sentido metafórico. La situación del profeta angustiado es como la del que ha sido encerrado en una fosa, apedreado de sus enemigos. Lo mismo parece significar el v.54: Subieron las aguas por encima de mi cabeza., muerto soy. Parece una continuación de la metáfora anterior: al ser entregado a una fosa o cisterna, ha sentido las aguas sobre él, y entonces se ha creído perdido. Es frecuente en la Biblia la metáfora de las aguas inundantes para indicar una gran angustia. 
Al fin la plegaria del profeta, en el colmo de la tribulación, es oída por Dios, recibiendo palabras de confortamiento: No temas. En medio de la casi total desesperación siempre hay un horizonte de esperanza en Yahvé, y, finalmente, Dios termina por oír a los que humildemente le buscan. 
Una vez pasado el peligro, el hagiógrafo reconoce la protección de Yahvé sobre su persona, que había estado en peligro de muerte: has rescatado mi alma (v.58). Y pide venganza para sus perseguidores. Las expresiones son similares a las de muchos salmos, pero se encuentran también en el libro de Jeremías. En medio de su tribulación sale un íntimo grito de su alma: hazme justicia. 
Ante Yahvé están todas las maquinaciones contra el profeta. Muchas frases tienen un aire salmódico y parecen inspirarse en la literatura sapiencial posterior. En todo caso, el vigor de expresión ha bajado de tono y las reflexiones tienen un carácter más discursivo y menos afectivo. Yahvé conoce la conducta de sus enemigos: cuando se sientan y cuando se levantan, y cómo el desventurado es objeto de la befa constante de ellos. 
El profeta, doliente, reclama y espera la intervención de la justicia divina. Yahvé no puede pasar impune los ultrajes de sus enemigos, y el hagiógrafo está seguro de que un día la venganza divina impondrá sus fueros, dejando las cosas en su debido punto.

Cuarta Lamentación: Jerusalén, Asediada

De nuevo aparece el canto elegiaco dedicado expresamente a la ciudad profanada por el enemigo invasor. El acento vuelve a ser el de las primeras lamentaciones. Desaparece el carácter salmódico y sapiencial para imponerse el elegíaco-afectivo, hablando, más que la reflexión, el corazón punzante del profeta, testigo de la ruina de su patria. Vuelve el sistema acróstico sencillo, desapareciendo el triple amanerado del capítulo anterior. Este fragmento es muy similar al de la segunda lamentación (en el orden alfabético de letras, también aquí la Pe se pone antes del Ayin). Ambas elegías parecen completarse: en la segunda se destaca el desastre material de la ciudad, aquí la situación mísera de sus habitantes asediados. El motivo de la catástrofe es el mismo: los pecados de la clase dirigente, particularmente de los falsos profetas, que sedujeron al pueblo por caminos extraviados. Se suele dividir en tres partes: a) Lm 3, 1-10: situación triste de los asediados; b) Lm 3, 13-20: causa de la catástrofe; c) Lm 3, 21-22: invocación contra Edom. Los v. 11-12 son como un intermedio. 
El poeta contrapone dos situaciones: la esplendente vida de Judá, con su templo antes de la catástrofe, y la mísera situación después de la derrota. Jerusalén, ciudad santa, era como oro fino que se ha ennegrecido y desnaturalizado. Las cosas más sagradas están profanadas, dispersas como pedruscos inútiles por los rincones de las calles. Estas piedras sagradas lo mismo pueden ser las piedras del templo demolido que los ciudadanos dispersos y abandonados; se han convertido en escoria. En Za 9, 15 se llama a los israelitas "piedras de diadema." El pueblo israelita, en cuanto consagrado a Yahvé, era como una piedra preciosa de inestimable valor en comparación de los otros pueblos. 
Aquí parece concretarse el sentido de piedras sagradas del verso anterior. Los hijos de Sión han sido tratados como vasijas inmundas y profanas, obra de alfarero. Los vencedores no han sabido calibrar el valor del pueblo vencido, escogido por Yahvé para desempeñar una misión excepcional entre los pueblos. 
Es tanta la miseria de los habitantes de la ciudad, que las madres niegan a sus pequeñuelos darles el pecho, mostrando así más crueldad que las fieras del campo, los chacales; como los mismos avestruces, que, según la opinión popular, se despreocupan de sus hijos. En Jb 39, 15-16 se dice de ellos que dejan sus huevos en la arena sin preocuparse más de la suerte que les puede sobrevenir al poder ser pisados por los viandantes. La situación de tragedia de la ciudad asediada ha privado a las madres de los sentimientos maternales y humanitarios más elementales. 
La escasez es tal, que no hay para dar el alimento indispensable a los pequeñuelos. Los niños de pecho mueren de inanición por no haber quien les dé la leche. Como hemos hecho notar, el poeta dramatiza la situación para resaltar las preocupaciones angustiosas de los habitantes de Jerusalén, los cuales, en su obsesión de salvar su vida, se olvidan hasta de sus instintos más enraizados en la naturaleza, como el cuidado de las madres por sus hijitos. 
El cuadro de miseria se recarga incesantemente. Nadie ha podido librarse de la general penuria: los que en la vida social tenían un lugar privilegiado, se han visto obligados a vagabundear por las calles mendigando algo para su sustento, y tienen que andar por los lugares donde se echaban los residuos de las ciudades en busca de algún alimento. El contraste es radical y expresivo de la situación de miseria de los ciudadanos de Jerusalén. 
Por la magnitud del castigo de Jerusalén se puede colegir la calidad de su culpa. Sodoma, en este sentido, fue menos culpable, ya que desapareció en un instante, mientras que Jerusalén fue agonizando lentamente a manos de hombres enemigos; por otra parte, aquélla murió a manos de Dios (sin que nadie pusiera en ella la mano), lo que es menos humillante. Los enemigos de Judá, despreciados por el pueblo elegido, han sido los ejecutores de la ira divina. Hubiera sido preferible (supuesta la mentalidad arrogante de los israelitas frente a los otros pueblos) que el propio Dios hubiera aniquilado directamente a su pueblo. Las ideas son radicales, con fuerte carga poética, y no han de ser interpretadas al pie de la letra. 
La juventud de Israel era de una belleza desbordante, y entre ellos destacaban los nazareos. El poeta se recrea en la descripción de aquella juventud florida, que por su apostura era la encarnación de la belleza. Todo en ellos era gallardía y optimismo: un zafiro era su cuerpo. En su figura externa se adivinaba la esperanza de la nación futura. 
Es la antítesis de la descripción radiante anterior. La ruina de Jerusalén ha cambiado hasta el mismo aire de la juventud, que está desconocida. Ha desaparecido el color sonrosado, rebosante de salud, y ha sido sustituido por el cetrino-amarillento, característico del que ha sufrido los envites del hambre y de la angustia. 
La muerte lenta por hambre es más trágica y deshonrosa que la del que muere en el campo de batalla luchando con el enemigo. 
La culminación de la miseria del asedio está representada por escenas de canibalismo, atestiguadas en otros pasajes de la Biblia y repetidas en el asedio de Jerusalén por Tito. Tan grande ha sido el quebranto de la hija de mi pueblo, es decir, la ruina de Jerusalén, capital de la nación del profeta. 
Toda la catástrofe de Judá ha sido un castigo enviado por la ira vengadora de Yahvé, que se ha ensañado con el pueblo escogido por sus infidelidades. Consecuencia de ello es que hasta los cimientos de la nación han desaparecido. El exilio babilónico representa el fin de Judá como nación.
Con frase hiperbólica, el poeta destaca la segura convicción de inviolabilidad de Jerusalén, como ciudad sagrada, en la que estaba la morada de Yahvé, el escabel de sus pies en la tierra. Esta convicción, participada por sus habitantes, era también compartida por los reyes de la tierra. La frase tiene un tono de arrogancia muy judío. La especial protección que Yahvé había dispensado a su pueblo habría hecho creer a sus reinos enemigos que era inexpugnable. El recuerdo del levantamiento inesperado del asedio del ejército de Senaquerib dio origen a esta creencia. 
Pero aquello que parecía increíble (la toma de Jerusalén) se ha hecho posible en virtud de la intervención punitiva de Yahvé por los pecados de los profetas y sacerdotes, que derramaron la sangre de los justos. Aquí el profeta parece aludir a ejecuciones de enemigos de la política mundana seguida por las clases directoras durante el asedio. 
El profeta aquí parece hacerse eco de determinadas escenas sangrientas durante el asedio de Jerusalén. La ley de la espada y de la opresión de los ciudadanos inocentes estaba a la orden del día. Después andaban errantes, despreciados de todos, pues nadie quería contaminarse con sus vestiduras, teñidas en sangre inocente. 
Ante la presencia de estos culpables, errantes como ciegos por las calles, las gentes darán un grito de alerta como ante un leproso: ¡Apartaos! ¡Un inmundo! Una profunda execración por parte del pueblo les acompaña por doquier como culpables de tantos crímenes y como cubiertos de la maldición divina. Naturalmente, todas éstas son escenas creadas, con fuerte dramatismo, por la imaginación del poeta para resaltar la culpabilidad de los sacerdotes y profetas falsos, que no cumplieron debidamente con su misión. Después de la catástrofe eran despreciados por su pueblo y aun por las naciones cuya amistad habían antes fomentado. Parece el profeta aludir con estas frases al desprecio general con que fueron recibidos en los pueblos circunvecinos los jefes judíos, que huyeron, después de la toma de Jerusalén por Nabucodonosor, a Egipto y otras naciones antiguas aliadas de Judá. 
En realidad, ha sido el mismo Yahvé quien los dispersó entre las naciones para ser prófugos entre pueblos extraños. Los ha echado de la tierra de Yahvé, y allá lejos no sentirán la mirada protectora de su Dios. Al aparecer como malditos de Yahvé, el pueblo no tuvo respeto ni consideración para los que constituían la jerarquía normal de la nación: los sacerdotes y los ancianos. Como prófugos, huyendo de la faz de su Dios, llevan un estigma por doquier que los hace abominables a todos. La maldición y persecución de Yahvé los seguirá aun en tierras extranjeras. 
El profeta se traslada mentalmente a las horas trágicas del asedio de Jerusalén, cuando había grandes esperanzas en la ayuda de potencias amigas que pudieran liberarlos del acoso de las tropas de Nabucodonosor. Sin duda que alude a las esperanzas puestas en las tropas del faraón egipcio Hofra, que les había prometido rápida ayuda militar. Jeremías siempre se opuso a estos cálculos humanos. Para él, la única política viable era la de Dios, único que podía salvarlos. 
Se recuerdan escenas trágicas del asedio: por las calles no se podía transitar, porque los asediantes babilónicos espiaban los pasos de los ciudadanos de Jerusalén cercados, teniéndolos al alcance de sus flechas. El fin trágico se acercaba por momentos. La prometida ayuda egipcia no llegaba. 
Ahora pasa el poeta a describir las escenas de los fugitivos que habían logrado escapar del cerco de Jerusalén: por los montes eran cazados como alimañas, sin esperanza de salvación, ya que los enemigos eran velocísimos y maestros en poner emboscadas por los montes. y el desierto. 
Esta despiadada persecución culminó en la captura del rey Se-decías, que era como el aliento de sus súbditos. Es una frase expresiva para indicar la dependencia que de él tenían los judíos. Frases análogas aparecen aplicadas en las cartas de Tell-Amarna en Egipto. El poeta se siente conmovido ante la suerte desesperada del que colmaba sus ilusiones nacionales, el ungido de Yahvé, llamado así porque al ser consagrado rey se le ungía solemnemente en nombre de Yahvé. En la concepción teocrática de los israelitas, el rey era el representante vivo de Yahvé en la tierra, que debía empalmar un día con el Mesías o Ungido por excelencia. De ahí la profunda veneración por él. Con la desaparición del ungido de Yahvé, el rey Sedecías, se deshicieron las antiguas esperanzas de permanecer con dignidad como nación entre los pueblos: de quien decíamos: A su sombra viviremos entre las naciones. El rey, pues, es comparado a un árbol frondoso, bajo el cual pueden buscar sombra y protección sus súbditos. 
El canto cambia de destinatario y de acento. Ha cesado el tono elegiaco y empieza la sátira. Edom era el pueblo que más se había regocijado con la destrucción de Jerusalén. Irónicamente el poeta la invita a desahogar sus últimas alegrías, porque se le acerca la hora de beber el cáliz de la amargura, como Judá. Yahvé da a beber a todos los pueblos la copa de su ira vengadora, y ahora la va a poner ante los labios voluptuosos de Edom para que se embriague y quede desnuda, siendo por ello objeto de desprecio de las demás naciones. 
Llega la hora de la rehabilitación de Sión, que con sus sufrimientos ha conseguido que ante Dios queden expiados sus pecados. No volverán las pruebas del exilio. Al contrario, llega la hora de la justicia divina para Edom, que se ha alegrado por la ruina de Judá. Yahvé no puede dejar impune su iniquidad, y, castigándolo, pondrá al desnudo sus pecados, ya que el castigo es la medida de las transgresiones.

Quinta Lamentación: Oración del Profeta

Esta lamentación tiene unas características muy diferentes de las anteriores, ya que le falta el tono elegiaco, propio de aquéllas, y el metro alfabético; es más bien una plegaria con una descripción de la situación: el pueblo está sometido a una dominación extranjera, y el templo, desolado. El desastre de la nación es efecto de un castigo divino por las transgresiones que se acumularon a través de las generaciones. Se describen los sufrimientos del pueblo para mover a compasión a Yahvé. No hay indicios de rencor contra los enemigos. En este sentido, la plegaria tiene un elevado sentido espiritual. Algunos autores quieren ver en esta oración un reflejo de los tiempos calamitosos de la época de la persecución de Antíoco IV Epifanes en los tiempos de los Macabeos (s.II), pero en realidad no hay ninguna prueba definitiva que permita rebajar tanto la época de composición. Por otra parte, los tiempos ruinosos que siguieron a la destrucción por Nabucodonosor pueden bien dar pie a esta bellísima composición poética. La Vulgata la atribuye a Jeremías, pero su título, Oración de Jeremías, falta en el texto hebreo y griego. Sólo aparece en algunos códices griegos, siríacos y árabes. Parece, pues, una adición redaccional posterior. En la liturgia romana esta Oración de Jeremías constituye una de las piezas más emotivas de Semana Santa. 

Lm 5, 1-3. Invocación suplicante a Yahvé

Yahvé está enojado por los pecados de su pueblo, pero los sufrimientos pasados son tantos, que bien pueden calmar su ira justamente derramada. Debe tener, pues, presente la tristísima situación de su pueblo, convertido en objeto de oprobio y baldón para todos. La nación ha desaparecido como unidad política, y la tierra de Yahvé, la heredad recibida de los antepasados, ha pasado a manos extrañas. Los enemigos andan libres por el país. Los judíos se sienten extraños en su propia tierra, pues sus casas han pasado a poder de desconocidos. Se sienten huérfanos al ser privados de la protección divina, y las madres, separadas de sus maridos, deportados, son como viudas. 

Lm 5, 4-10. Situación económica precaria

Despojados de sus propiedades, los israelitas se ven obligados a pagar con dinero agua que en realidad les pertenece por derecho (v.4). La opresión del invasor es insoportable. La situación puede ser muy bien la inmediata a la destrucción de Jerusalén, cuando el pueblo que no había sido deportado se esforzaba por organizar su vida económica y social bajo la dirección del gobernador impuesto por los babilonios, Godolías. El profeta empieza a continuación a exponer teológicamente las causas de la gran catástrofe: Israel, en vez de buscar el auxilio divino, ha requerido la ayuda extranjera, unas veces en Egipto y otras en Asiría, los dos colosos que pugnaron siempre por dominar en el Próximo Oriente (v.6). Esto era desconfiar de Yahvé y exponerse a influencias religiosas extranjeras; por eso los profetas siempre se opusieron a estas relaciones políticas. El profeta reconoce este gran error de sus antepasados, pero, por otra parte, protesta por tener su generación que hacerse cargo con todas las culpas de sus padres. Jeremías había prometido que en adelante no se diría más "nuestros padres comieron las agraces y nosotros sufrimos la dentera". Tanto él como Ezequiel se presentan ¡como los campeones del individualismo y de la responsabilidad personal.
Yahvé, pues, debe considerar que también la generación de la -desgracia tiene derecho a algún alivio, ya que no fue peor que la anterior. Sin embargo, han llegado a una situación jamás soñada por sus antepasados. Los israelitas, que por su elección eran el pueblo de Dios, y, por tanto, señores de los otros pueblos, ahora se ven dominados por los que legítimamente debían ser sus esclavos (v.8); y no hay esperanza de salir de esta situación. La vida es un constante riesgo, ya que tienen que aventurarse en busca de pan, afrontando la espada del desierto, probable alusión a las razzias de los beduinos que merodeaban por los contornos del desierto de Judá y caían sobre los que, desprevenidos, caminaban por rutas extraviadas, buscando ayuda en pequeños oasis olvidados. Como consecuencia del hambre prolongada, han venido las enfermedades y la fiebre, a causa de la cual su piel abrasa como un horno.

Lm 5, 11-14. Atropellos de los vencedores

Bellísima descripción de la opresión de los habitantes de Judá bajo el yugo enemigo. Ningún estrato social se ha visto libre del peso del invasor. Las mujeres son presa de la voluptuosidad de la soldadesca; es la secuela de todas las invasiones. Los príncipes han sido ahorcados, y los ancianos, tratados sin consideración. Los mancebos han sido puestos, como asnos, a mover la pesada muela, y sobre los niños se imponen cargas desproporcionadas. Además, ya no funcionan los tribunales o consejos de ancianos en la puerta, lugar tradicional de reunión de la ciudad.

Lm 5, 15-18. Duelo general en la población vencida

Todo lo que constituía motivo de alegría ha desaparecido de la vida de la nación. Las tradicionales danzas de la juventud han dado paso al duelo general, y la humillación total es la consecuencia de la catástrofe: cayó de nuestra cabeza la corona. El pueblo israelita era el pueblo rey entre las naciones, pero ha perdido sus prerrogativas regias, castigado por su mismo Dios, y todo porque hemos pecado. La confesión es sincera y humilde. Y, sobre todo, la gran tragedia para todos es la asolación del monte de Sión, orgullo de la raza. Todo es un montón de ruinas, guarida de raposas. El templo, morada de Yahvé, se ha convertido en acervo informe de escombros. 

Lm 5, 19-22. Súplica angustiosa a Yahvé

La plegaria se abre con una doxología para captar la benevolencia divina. Dios es eterno e inmutable, en contraposición a los destinos de los pueblos. Por eso, la confianza del profeta es suma. Sabe que puede cambiar la trágica situación actual. Los pecados han sido muchos, y el castigo merecido; pero Israel es su pueblo elegido. ¿Cómo, pues, los va a olvidar para siempre? Por eso, en un supremo arranque, suplica a Yahvé que los restablezca como pueblo para después vivir vinculados a Él: Conviértenos a ti, y nos convertiremos (v.21). Suplica la restauración nacional como en los tiempos gloriosos de la monarquía davídica: danos todavía días como los antiguos. La nueva teocracia debe distinguirse por una mayor fidelidad a Yahvé. Se trata, pues, en esta súplica del retorno de la nación como colectividad nacional a su estado primitivo, sin que esto excluya un retorno de los individuos como tales a Dios, centro de los corazones. Los teólogos se han basado, entre otros, en este texto para estructurar la teoría de las gracias prevenientes; no obstante, el contexto parece favorecer una súplica de rehabilitación de la nación judía, postrada como condición para después establecer una sociedad más vinculada a Yahvé. Así lo parece insinuar la segunda parte del v.21: danos todavía días como los antiguos; es decir, restaura nuestra nación en su plenitud política, como en tiempos anteriores, para favorecer la conversión de los corazones a Yahvé.
Y termina el profeta con una consideración que debe mover el corazón de Dios: Porque nos has rechazado enteramente, te has irritado contra nosotros hasta el extremo (v.22). La prueba ha sido demasiado dura, y ya es hora que llegue la misericordia divina. Algunos autores prefieren entender la frase en sentido interrogativo: "¿Nos vas a rechazar enteramente? ¿Te irritarás contra nosotros hasta el extremo?" Lo que acentuaría el sentido de súplica del fragmento.