Introducción
I. Biografía de San Pablo
1. El fariseo perseguidor de la Iglesia
2. Conversión y primeras actividades del convertido
3. Los tres grandes viajes misionales
4. El prisionero de Cristo
5. Últimos años
6. Cronología de la vida de Pablo
II. Las cartas
1. Pablo, escritor
2. Las cartas paulinas en el conjunto de la epistolografía antigua
3. El orden cronológico de las cartas
4. Riqueza doctrinal
5. Fuentes de la doctrina de Pablo
6. Autenticidad

Introducción

Cuando los corintios, desorbitando las cosas, toman a Pablo, o. a Apolo, o a Gefas, por maestros y como fundadores de sectas religiosas, Pablo protesta con vehemencia y dice que esa prerrogativa es de Cristo, único "fundamento" sobre el que es lícito edificar (cf. 1Co 1, 11-17; 1Co 3, 5-11.21-23). Pero, salvada esta diferencia fundamental, es un hecho que nadie como Pablo ha logrado imprimir en el cristianismo rasgos tan marcados y característicos. Para todo pensador cristiano, el estudio de sus cartas se hace insustituible.

I. Biografía de San Pablo

No pretendemos aquí escribir una vida de San Pablo, sino dar sólo las líneas maestras que nos sirvan de ayuda para entender mejor sus epístolas.
Actualmente, entre los que se dedican a estudiar a San Pablo, hay una marcada tendencia a mirar casi exclusivamente al Pablo teólogo, sin atender gran cosa a perfilar y concretar los hechos de su vida. Pero no olvidemos el estudio del Pablo histórico, pues toda su teología está encerrada en escritos ocasionales, que responden a situaciones muy concretas de su vida, sin cuyo conocimiento y estudio previo no será fácil medir el alcance de muchas de las frases y expresiones paulinas.
Nos valdremos para nuestro trabajo no sólo del libro de los Hechos y de algunos datos de la tradición, sino también de esas mismas epístolas, que, además de su gran riqueza doctrinal, tienen un extraordinario valor autobiográfico. Hoy son bastantes los críticos que rebajan mucho el valor histórico del libro de los Hechos, con lo que se hace más difícil componer una biografía de Pablo; sin embargo, como ya expusimos en la introducción al libro de los Hechos, nada hay que nos autorice a suponer que Lucas en su libro desfigura sustancialmente los acontecimientos, no obstante reconocer que su intención no es puramente histórica, sino más bien apologético doctrinal.

1. El fariseo perseguidor de la Iglesia

Pablo nace en Tarso de Cilicia (Hch 9, 11; Hch 21, 39; Hch 22, 3) de familia judía allí residente, adicta al fariseísmo (Hch 23, 6; Rm 11, 1; Flp 3, 5). Es probable que sus antepasados procedieran de Císcala, en Galilea, a juzgar por algunas noticias, aunque no muy seguras, de la tradición.
En el libro de los Hechos aparece en un principio con el nombre de Saulo, nombre que es cambiado por el de Pablo a raíz de su primer gran viaje misional, después de la conversión del procónsul de Chipre, Sergio Pablo (Hch 13, 7-12). En las epístolas aparece siempre con el nombre de Pablo. Desde tiempos antiguos se ha venido discutiendo si fue en esa ocasión de la evangelización de Chipre cuando tomó el nombre de Pablo, en recuerdo de la conversión del procónsul, o tenía ya ambos nombres desde los días de su nacimiento. San Jerónimo y San Agustín se inclinaban a lo primero; Orígenes, en cambio, y con él la inmensa mayoría de los autores modernos, sostienen lo último. Esta opinión de Orígenes la juzgamos mucho más probable, como ya explicamos al comentar Hch 13, 9.
Otra cosa que llama la atención es que Saulo-Pablo, un judío de Tarso, poseyera desde su nacimiento la condición de "ciudadano romano." Sin embargo, del hecho no cabe dudar (Hch 22, 25-28; cf. Hch 16, 37-39; Hch 23, 27; Hch 25, 10-12); lo que ya no está claro, conforme indicamos al comentar Hch 22, 28, es cómo los antepasados de Pablo habían adquirido ese derecho de "ciudadanía."
Sobre la educación de Pablo, en sus grados, como hoy diríamos, de enseñanza elemental y media, no tenemos datos precisos. Es de creer, si es que en Tarso había sinagoga judía y la consiguiente escuela aneja, que fuera en esa escuela donde recibiera su primera formación cultural. Ni parece probable, contra lo que opinan muchos, que asistiera a las escuelas públicas de la ciudad, de retórica o filosofía, entonces muy florecientes; se oponía a ello el acendrado fariseísmo de su familia, del que él mismo se jacta (Hch 22, 3; Hch 23, 6; Ga 1, 14; Flp 3, 5). Es interesante a este respecto la respuesta que se da en el Talmud a un judío que preguntaba si, una vez estudiada la Ley, podía estudiar la sabiduría griega. Se comienza por recordarle el mandato de Dios a Josué de que "el libro de la Ley no se apartara nunca de su boca y lo tuviera presente día y noche" (Jos 1, 8), y luego se añade: "Vete y busca qué hora no sea ni de día ni de noche, y conságrala al estudio de la cultura griega". La razón que suele alegarse, de que Pablo sabe escribir bien en griego, cita autores griegos (Hch 17, 28; 1Co 15, 33; Tt 1, 12) y conoce las costumbres e ideas griegas (Hch 17, 22-31; 1Co 9, 24-27; 1Co 12, 14-26; Ef 6, 14-17), no prueba gran cosa; pues, de inteligencia despierta, toda esa cultura podía adquirirla perfectamente con la observación y trato social, sin necesidad de suponer que frecuentó las escuelas paganas.
Al mismo tiempo que recibía esta su primera formación cultural, Pablo aprendió también, quizás en casa de su propio padre, un trabajo manual, el de "fabricante de tiendas" (cf. Hch 18, 3). Era norma rabínica que el padre debía enseñar a su hijo algún oficio, y que "quien no enseñaba a su hijo un oficio, le enseñaba a ser ladrón". Es natural, pues, que el padre de Pablo, celoso fariseo, quisiera seguir estas normas. A lo largo de su ministerio apostólico, después de convertido, Pablo hubo de ejercer con frecuencia este oficio a fin de ganarse el sustento y no ser una carga para sus fieles (cf. Hch 20, 34; 1Co 4, 12; 2Co 11, 7-12; 1Ts 2, 9; 2Ts 3, 8).
Por lo que respecta a la formación cultural, que podríamos llamar superior, Pablo se traslada a Jerusalén, teniendo por maestro al célebre Rabbán Gamaliel (Hch 22, 3), de cuya fuerte personalidad ya hablamos al comentar Hch 5, 34. Esta época de la vida de Pablo debe tenerse muy en cuenta, pues probablemente su formación rabínica influyó bastante en su modo de investigar la Escritura, a veces un poco desconcertante para nosotros (cf. Rm 10, 6-9; 1Co 9, 9; 2Co 3, 7-18; Ga 4, 21-31). No sabemos cuánto tiempo pasó en Jerusalén escuchando las lecciones de Gamaliel, ni a qué edad llegó a la ciudad santa. La manera de hablar del Apóstol, al aludir a esta época de su vida, da la impresión de que fue a Jerusalén todavía muy joven, pues dice que allí creció y se educó.., y que en ella vivió desde la juventud (Hch 22, 3; Hch 26, 4). Lo que sí parece claro es que estos años de estancia de Pablo en Jerusalén no coincidieron con los de la vida pública de Jesucristo, pues, de lo contrario, apenas es concebible que la noticia de las nuevas doctrinas no llegara hasta Pablo y que a ello no se aludiera alguna vez en sus epístolas. Esto nos obliga a establecer una de estas dos suposiciones: o la estadia de Pablo en Jerusalén para sus estudios fue anterior a los años de la vida pública de Jesucristo, habiendo abandonado luego la ciudad y volviendo de nuevo a ella años más tarde, puesto que allí se halla cuando la lapidación de Esteban (Hch 7, 58-60); o no fue a cursar sus estudios a Jerusalén sino después de haber muerto ya Jesucristo.
La primera hipótesis es la tradicional y, también hoy, la más corriente entre los autores; sin embargo, todo bien pensado, más bien nos inclinamos a la segunda, que es también la de A. Wikenhauser, J. Cambier y otros. El texto de los Hechos da la impresión de que efectivamente la vida de Pablo transcurrió ya de modo estable en Jerusalén a partir de la época de sus estudios (cf. Hch 22, 3-5; Hch 26, 4-5), ni hay el más leve indicio de lo contrario. Tampoco creemos sea insuperable la dificultad cronológica. Pudo ir a Jerusalén hacia los dieciséis-dieciocho años, inmediatamente después de morir Jesucristo, y cuando la muerte de Esteban (Hch 7, 58), apenas terminados sus estudios, tener entre los veintidós y veinticinco años. Ahí, en Jerusalén, parece que tenía una hermana casada (cf. Hch 23, 16).
Pero sea de todo eso lo que fuere, lo que sí sabemos cierto es que, estando en Jerusalén, su fervor y entusiasmo por la Ley era apasionado, interviniendo cuando la muerte de Esteban (Hch 7, 58-60) y aventajando a sus compatriotas en el celo persecutorio contra la naciente comunidad cristiana (Hch 8, 3; Hch 9, 1-2; Hch 22, 4-5; Hch 26, 9-12; Ga 1, 13-14). Algunos autores han supuesto incluso que Pablo llegó a formar parte del sanedrín; cosa, sin embargo, que no juzgamos probable, como ya explicamos al comentar Hch 7, 58.

2. Conversión y primeras actividades del convertido

La conversión de Pablo es narrada tres veces en los Hechos (Hch 9, 1-19; Hch 22, 4-16; Hch 26, 10-18), y una en Ga 1, 13-17. No necesitamos recordar aquí las circunstancias de este acontecimiento, de tanta trascendencia en la historia del cristianismo, pues son de todos conocidas y ya tratamos de ello al comentar los pasajes bíblicos respectivos. Notemos únicamente, en descargo del perseguidor convertido en apóstol, que Pablo procedía de buena fe en su celo persecutorio contra los cristianos, a los que consideraban apóstatas de la auténtica Ley divina y, por consiguiente, culpables. Lo dice él mismo de varias maneras (Hch 26, 9; Flp 3, 6; 1Tm 1, 13; cf. Hch 3, 17). No era, pues, su pecado un pecado contra el Espíritu Santo (cf. Mt 12, 31).
Una vez convertido, de temperamento fogoso como era, no pudo permanecer inactivo. Durante "algunos días," en las reuniones sinagogales de los judíos de Damasco, comenzó a predicar la nueva fe, con gran asombro de sus antiguos correligionarios (Hch 9, 19-21). Sin embargo, este primer ensayo de apostolado fue muy breve, y enseguida "se retiró a la Arabia" (Ga 1, 17), sin duda, para rehacer su espíritu sobre la base de los nuevos principios que la fe en Jesucristo había traído a su alma; una especie de "ejercicios espirituales," algo parecido a lo de San Ignacio en Manresa y San Francisco en el monte Alvernía. No sabemos cuánto tiempo duró la estancia en Arabia; es posible que un año entero, o quizás más. Sólo sabemos que, después de este retiro en Arabia, volvió a Damasco (Ga 1, 17), donde prosiguió su predicación de la nueva fe (Hch 9, 22-25), y que entre las tres etapas: primera predicación en Damasco retiro en Arabia, segunda predicación en Damasco, forman un total de tres años (Ga 1, 18).
De Damasco, perseguido por los judíos, que trataban de quitarle la vida (Hch 9, 23-25; 2Co 11, 32-33), subió a Jerusalén (Ga 1, 18). En la ciudad santa se encontró con gran desconfianza hacia él por parte de los fieles, que no creían en su conversión, siendo Bernabé quien logró aclarar las cosas e introducirle hasta los apóstoles (Hch 9, 26-27). Muy pronto comenzó a predicar con valentía la nueva fe a los judíos, siendo también aquí perseguido por éstos, y habiendo de retirarse a Tarso, su patria, en espera de la hora de Dios (Hch 9, 28-30).
La actividad de Pablo en Tarso nos es totalmente desconocida. Es posible, conforme opinan muchos, que se dedicara a la predicación, no solamente en Tarso, sino también en sus alrededores e incluso en la zona de Antioquía (cf. Ga 1, 21; Hch 15, 41); pero no parece caber duda de que su actividad principal debió de ser por entonces todavía interna. Y así, en esta etapa de espera, pasó Pablo en Tarso varios años, probablemente no menos de cuatro, hasta que un día Bernabé, su antiguo introductor ante los apóstoles, que le conocía bien, fue a buscarlo para que le ayudara en la evangelización de Antioquía (Hch 11, 25-26). Juntos trabajaron allí "por espacio de un año," y juntos suben luego a Jerusalén para llevar a los fieles de aquella iglesia una colecta de los fieles antioquenos (Hch 11, 29-30).

3. Los tres grandes viajes misionales

Llegaba la hora señalada por Dios. A Pablo se le había dicho, en la fecha misma de su conversión, que había sido elegido para llevar la luz del Evangelio sobre todo a los gentiles (Hch 9, 15; Hch 26, 17-18); pero hasta este momento la cosa apenas pasaba de una promesa. Es ahora, a la vuelta del viaje a Jerusalén (Hch 12, 25), cuando la promesa se va a convertir en realidad. El punto de partida es una orden del Espíritu Santo a la iglesia de Antioquía reunida en un acto litúrgico, mandando que separasen a Bernabé y a Saulo "para la obra a que los había destinado," es decir, como aparece claro del contexto, para la evangelización de los gentiles (Hch 13, 1-3). Vemos que, al igual que en otras ocasiones de importancia excepcional para el desarrollo de la Iglesia (cf. Hch 2, 1-4; Hch 8, 29; Hch 10, 19), también aquí es el Espíritu Santo quien señala el momento oportuno.
Con esto comienza el primero de los tres grandes viajes misionales de Pablo, cuya descripción encontramos bastante detallada en Hch 13, 4-Hch 14, 28, con el siguiente recorrido: Antioquía-Chipre (Salamina-Pafos)-Perge-Antioquía de Pisidia-Iconio-Listra-Derbe = Listra-Iconio-Antioquía de Pisidia-Perge-Atalia-Antioquía. Pablo iba acompañado de Bernabé y, hasta Perge, también de Juan Marcos. No nos detenemos a referir los incidentes de este viaje, pues ya lo hicimos en su lugar respectivo al comentar el libro de los Hechos. Diremos únicamente que el recorrido, incluyendo ida y regreso, abarca más de 1000 kilómetros y que, a juzgar por lo que puede, deducirse del texto bíblico, los misioneros emplearon no menos de cuatro años.
El resultado fue consolador; y cuando los misioneros, de vuelta en Antioquía, reunieron a la comunidad cristiana para "contar cuánto habían hecho Dios con ellos y cómo habían abierto a los gentiles la puerta de la fe" (Hch 14, 27), produjeron en aquella comunidad gran alegría. Pero no todos, entre los seguidores de la nueva fe, participaban del mismo entusiasmo: un fuerte movimiento judaizante, que partía de Jerusalén, pretendía exigir a los cristianos procedentes del gentilismo la aceptación de la circuncisión y la observancia de la Ley mosaica (Hch 15, 1; cf. Hch 11, 1-2). Pablo y Bernabé se resistían, y la cuestión, evidentemente gravísima, hubo de ser llevada a los apóstoles. En Jerusalén se discutió ampliamente el asunto, con especial intervención de Santiago, dando la razón a Pablo y a Bernabé, aunque imponiendo ciertas limitaciones en la práctica sugeridas por Santiago (Hch 15, 2-31; Ga 2, 1-10). Es lo que suele denominarse "el concilio de Jerusalén." No se calmaron, sin embargo, los de la corriente judaizante con este decreto de los apóstoles, sino que seguirán oponiéndose a la libertad predicada por Pablo; y, ya que no puedan exigir a los gentiles que se convierten la observancia de la Ley mosaica, pretenderán que, al menos a los convertidos judíos, se les exija que sigan observándola estrictamente (cf. Hch 21, 20-26). Ello motivará un serio incidente entre Pedro y Pablo, conocido con el nombre de incidente de Antioquía (cf. Ga 2, 11-15), que comentamos en su lugar correspondiente.
Poco después de este incidente de Antioquía, Pablo emprende su segundo gran viaje misional, descrito en Hch 15, 40-Hch 18, 22. Esta vez va acompañado de Silas, y, desde Listra, también de Timoteo, habiéndose separado de Bernabé por ciertas diferencias respecto de Juan Marcos (Hch 15, 36-40). El recorrido es mucho más largo que el del primer viaje: Antioquía-Derbe-Listra ( Iconio-Antioquia de Pisidia)-Frigia y Galacia-Tróade-Filipos-Tesalónica-Berea-Atenas-Corinto = Efeso-Cesárea-Jerusalén-Antioquía. Los resultados, no obstante las inmensas dificultades y a veces fracasos, como en Atenas, fueron, en general, espléndidos, surgiendo las florecientes cristiandades de Filipos, Tesalónica, Corinto, etc., a las que más tarde Pablo dirigirá algunas de sus cartas. A juzgar por los datos que nos suministra el texto bíblico, podemos calcular que este viaje debió de durar alrededor de los tres años.
De vuelta en Antioquía permanece allí sólo muy poco tiempo, emprendiendo enseguida su tercer gran viaje misional. Este viaje está descrito en Hch 18, 23-21, y, a grandes líneas, tiene un recorrido que casi coincide con el del viaje anterior, sin tocar apenas ciudades nuevas; aunque con la diferencia de que en el viaje anterior Pablo prolonga su estancia sobre todo en Corinto (Hch 18, 11), mientras que ahora será Efeso el centro de sus actividades, deteniéndose en ella por espacio de tres años (Hch 19, 8.10.22; Hch 20, 31). Las principales etapas de este viaje son: Antioquía-Galacia y Frigia-Efeso-Macedonia-Corinto -Macedonia-Tróade-Mileto-Pátara-Tiro-Cesárea-Jerusalén. Parece que, en total, Pablo debió de emplear en este su tercer viaje misional unos cinco años. 

4. El prisionero de Cristo

Poco después de su llegada a Jerusalén, Pablo es hecho prisionero por los judíos, que le acusan de ir enseñando por todas partes doctrinas contra la Ley y contra el templo y de haberse atrevido incluso a introducir en éste a un incircunciso (Hch 21, 28). El alboroto del pueblo fue tal que, de no haber llegado el tribuno romano con sus tropas, allí mismo, en los atrios del templo, le hubieran linchado. Pablo quiso defenderse, pero su discurso, aludiendo al mandato del Señor de que predicase a los gentiles, todavía excitó más los ánimos (Hch 22, 21-23).
El tribuno romano, no logrando aclarar el porqué de tanto odio contra aquel detenido, manda reunir el sanedrín, llevando allí a Pablo; mas tampoco logró aclarar nada (Hch 23, 10). Al fin, decide enviarlo a Cesárea, sede del procurador romano, a la sazón un tal Antonio Félix. En Cesárea se celebra juicio delante del procurador, pero éste da largas al asunto, y Pablo hubo de permanecer preso en Cesárea dos años, que fue el tiempo que todavía duró Félix en el cargo (Hch 24, 22-27). El nuevo procurador, Porcio Festo, manda celebrar nuevo juicio; pero, por miramiento hacia los judíos, con los que no quería enemistarse, tampoco se decide a soltar a Pablo. Entonces éste, cansado de tantas dilaciones, hace uso de su derecho de ciudadano romano y apela al César (Hch 25, 11).
A partir del momento de la apelación al César quedaban en suspenso todas las jurisdicciones subalternas y no había más tribunal competente que el del emperador. El juez debía interrumpir el proceso, sin poder ya sentenciar ni en favor ni en contra; su misión se reducía a dar curso a la apelación y preparar el viaje del acusado a Roma. Es lo que hizo Festo. Durante los días que precedieron al viaje tuvo lugar la visita del rey Agripa a Festo y, más por entretener a su huésped que por otra cosa (cf. Hch 25, 22), Festo ordena tener un solemne acto público en que Pablo exponga su causa. Al final, Agripa, resume así su opinión ante Festo: "Podría ponérsele en libertad si no hubiera apelado al César" (Hch 26, 32). Mas, como antes dijimos, después de la apelación, eso ya no era factible. No quedaba más que el viaje a Roma; viaje que efectivamente se realizó, y que está descrito en los Hechos con todo detalle (Hch 27, 1-Hch 28, 15).
En Roma Pablo siguió detenido otros dos años, esperando la solución de su causa (Hch 28, 30). Fue, sin embargo, una detención bastante ligera, permitiéndole vivir en casa particular y recibir libremente visitas, aunque siempre bajo la vigilancia de un soldado.

5. Últimos años

El libro de los Hechos termina su narración con la prisión romana de Pablo, sin que nos diga nada de los años posteriores. Sin embargo, conforme explicamos al comentar Hch 28, 30, claramente da a entender que Pablo fue puesto en libertad. ¿Qué sucedió, pues, en esos años posteriores a la prisión romana? Para responder hemos de valemos de otras fuentes. Serán éstas, además de la tradición, los datos suministrados por las epístolas pastorales.
En primer lugar, recordemos que Pablo había expresado claramente su deseo de visitar España (Rm 15, 24-28), siendo obvio suponer que, una vez conseguida la libertad, pusiera en práctica ese deseo. De hecho, así lo afirman testimonios antiguos. El primer testimonio claro que poseemos es el del Fragmento Muratoriano, de mediados del siglo II, que dice: "Lucas refiere al óptimo Teófilo lo que ha sucedido en su presencia, como lo declara evidentemente y el viaje de Pablo desde Roma a España." Ya antes, a fines del siglo I, escribe San Clemente Romano en su famosa carta a la iglesia de Corinto: "Pongamos ante nuestros ojos a los santos apóstoles. Por la envidia y la rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia.., hecho heraldo de Cristo en Oriente y Occidente; después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite del Occidente, salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto dechado de paciencia." Esa expresión "hasta el límite del Occidente" (ep? t? t??µa t?? d?se??), en boca de quien escribe desde Roma, no parece pueda tener otro sentido que España. También hablan de este viaje de Pablo a España los Hechos de Pablo, dos apócrifos del siglo II. Posteriormente, a partir del siglo IV, los testimonios son innumerables. Nada concreto sabemos, sin embargo, acerca de este viaje ni de sus resultados.
De España es probable que Pablo regresara a Roma, pues no es fácil que desde España embarcara directamente para Oriente, donde le suponen actuando las epístolas pastorales. Parece ser, aunque también sería posible organizar el recorrido de otra manera, que Pablo desembarcó en Éfeso, donde dejó a Timoteo, partiendo él para Macedonia (1Tm 1, 3); de allí pasó a Creta, donde dejó a Tito (Tt 1, 5). Estuvo también en Tróade, Mileto y Corinto (2Tm 4, 13.20), y parece que pasó un invierno en Nicópolis del Epiro (Tt 3, 12).
Imprevistamente Pablo aparece de nuevo preso en Roma, desde donde envía su segunda carta a Timoteo, último de sus escritos (2Tm 1, 15-18; 2Tm 2, 9; 2Tm 4, 16-18). Cómo y dónde le cogieron prisionero, no es posible determinarlo con los datos que poseemos. Hay quienes suponen que fue hecho prisionero en Oriente, y de allí conducido a Roma; otros, en cambio, apoyados en un testimonio de San Dionisio de Corinto, creen que volvió a Roma de propia iniciativa y que, estando en Roma, fue hecho prisionero. Una antigua tradición recogida por Eusebio, y que también hace suya San Jerónimo, pone su martirio en el "año 14 de Nerón," es decir, año 67 de nuestra era.

6. Cronología de la vida de Pablo

Los tres datos fundamentales en orden a establecer la cronología de la vida de San Pablo son: muerte de Herodes Agripa (Hch 12, 23), encuentro de Pablo con el procónsul Galión (Hch 18, 12), sustitución del procurador Félix por el procurador Festo (Hch 24, 27). También puede tener interés la mención de Aretas en 2Co 11, 32, al referirse San Pablo a su huida de Damasco y primera subida a Jerusalén después de convertido.
Conforme explicamos en los lugares respectivos, al comentar dichos textos, hay sólidas razones para creer que la muerte de Herodes Agripa tuvo lugar en la primavera-verano del año 44; el encuentro de Pablo con Galión en la primavera-verano del año 52; la sustitución de Félix por Festo en el verano del año 6o, y el comienzo del dominio de Aretas en Damasco no antes del año 37, fecha de la muerte de Tiberio.
Esto supuesto, teniendo también en cuenta Ga 1, 18 y Ga 2, 1, podemos dar como sólidamente fundada la siguiente ordenación cronológica:
36 de la era cristiana.
39 Conversión. Huida de Damasco y subida a Jerusalén.
Estancia en Tarso. 39-43
Predicación en Antioquía con Bernabé y subida a Jerusalén. 44
Primer viaje misional... 45-49
Concilio de Jerusalén... 49
Segundo viaje misional... 50-53
Tercer viaje misional... 53-58
Cautividad en Cesárea... 58-60
Cautividad romana... 61-63
Viaje a España. 63-64?
De nuevo en Oriente… 64-66?
Martirio en Roma. 67
Para la etapa de la vida de Pablo anterior a su conversión apenas disponemos de datos. Suelen alegarse Hch 7, 58, donde a Pablo, que asiste a la lapidación de Esteban, se le llama "joven" (?ea??a?), y Flm 9, carta escrita hacia el año 62, donde Pablo se dice "viejo" (p?esß?t??). Sin embargo, los t?rminos son demasiado vagos para que podamos deducir nada concreto en orden al año de nacimiento del Apóstol.
Si, como juzgamos más probable, Pablo, todavía muy joven (Hch 22, 3; Hch 26, 4), no fue a cursar sus estudios a Jerusalén hasta después de la muerte de Jesucristo (a. 30), hemos de suponer que el nacimiento del Apóstol debió de tener lugar entre los años 10-15 de la era cristiana. Cuando la muerte de Esteban, hacia el año 36, Pablo tendría entre veintidós y veinticinco años.

II. Las cartas

Son catorce las cartas que tradicionalmente se han venido atribuyendo a San Pablo; del problema de su autenticidad trataremos después. Pero es evidente que, aparte esas cartas, Pablo escribió otras, hoy perdidas. Así se deduce de algunas afirmaciones suyas (cf. 1Co 5, 9; 2Co 2, 4; Flp 3, 1; Ga 4, 16). Sin embargo, ciertamente son apócrifas las cartas entre Pablo y Séneca, conocidas ya de San Jerónimo. Sobre si las cartas auténticas de Pablo, hoy perdidas, estarían o no inspiradas, no es fácil dar una respuesta taxativa. Los que consideran el "apostolado" como criterio válido de inspiración, habrán de responder afirmativamente. Pero, aun en el caso de ser inspiradas, ciertamente no habían sido entregadas a la Iglesia para su custodia, es decir, no eran canónicas; y, por consiguiente, ninguna dificultad teológica en que hayan desaparecido, una vez conseguido el fin para que fueron inspiradas.

1. Pablo, escritor

La actividad apostólica de Pablo, igual que la de Jesucristo, se ejerció sobre todo de viva voz; pero Pablo, como acabamos de indicar, hizo también uso, no pocas veces, de la escritura para comunicarse con sus fieles, dejando a la posteridad algunas valiosísimas cartas, que hacen podamos hablar de él como escritor.
Son estas cartas escritos ocasionales, que responden a situaciones concretas de una comunidad determinada (Tesalónica, Corinto, Filipos..) o de una persona (Filemón, Timoteo, Tito); pero, por razón de los temas tratados, encierran casi siempre, aparte la cosa de saludos, valor universal; de ahí que el mismo Pablo mande a veces que se lean también en otras iglesias (cf. Col 4, 16), señal evidente de que, no obstante el encabezamiento de la carta, pensaba, además, en un sector de lectores mucho más amplio. Así lo entendió desde un principio el pueblo cristiano, recogiéndolas cuidadosamente y formando esa riquísima colección que constituye el epistolario paulino, agregado a los Evangelios y a los demás escritos canónicos.
La disposición o plan general de estas cartas es bastante uniforme: Después de un encabezamiento de saludo, seguido de una introducción más o menos larga en forma de acción de gracias, sigue una exposición doctrinal del tema que se quiere tratar, luego una exhortación a la práctica de la doctrina y vida cristianas, para acabar con saludos a particulares y la bendición final. Naturalmente, no en todas las cartas están señaladas estas cuatro partes con la misma claridad; depende mucho del tema que se trate. Es evidente que, sobre todo por lo que se refiere a las dos partes centrales (exposición doctrinal y exhortación moral), que son las que constituyen el cuerpo de la carta, ha de haber diferencia entre la carta a Filemón, por ejemplo, o incluso a los Filipenses, y la carta a los Romanos o a los Gálatas. Pero, en líneas generales, se cumple ese esquema de las cuatro partes. Sólo en la carta a los Hebreos falta el encabezamiento o saludo.
Todas las cartas, incluso la escrita a los fieles de Roma, fueron redactadas por San Pablo en griego; no en el griego clásico de Demóstenes o Platón, que también muchos contemporáneos de Pablo procuraban imitar (aticistas), sino en el griego popular o koiné, el que hablaba la gran masa del pueblo, de que tantas muestras nos han quedado en los papiros descubiertos. Pablo sabe expresarse bien en esta lengua (cf. Hch 21, 37), como lo prueban el amplio vocabulario empleado y algunos pasajes realmente sublimes, incluso bajo el aspecto literario, de sus cartas (cf. Rm 8, 35-39; 1Co 13, 1-13; 2Co 11, 21-29; Flp 2, 6-11; 2Tm 4, 6-8). De fuerte personalidad, no tiene reparo en formar a veces palabras nuevas (te?d?da?t?t, ??a?a???s??, ?f?e???a, s????p??e??..) ? en revestir de nueva significacisn a las antiguas (áyiot, ap???t??s?, d??a???? ..), adaptando la lengua griega a las nuevas ideas cristianas y formando as? el primer bloque de expresiones técnicas al servicio de la teología.
Pablo, sin embargo, no es un escritor elocuente, si bajo ese término entendemos al literato de frases perfiladas y períodos bien construidos. Su estilo es, en general, descuidado, como ya de antiguo notaron los Santos Padres. El mismo Pablo dice de sí mismo que es "rudo de palabra" (2Co 11, 6). Y es que su atención va simplemente a la idea, sin preocuparse gran cosa de los preceptos de la retórica y a veces ni de las reglas de la gramática (cf. 1Co 2, 1-5). Si mientras dicta o escribe, una idea le sugiere otra y otra, no tiene inconveniente en ir insertando frases complementarias, aunque resulte un período gramaticalmente incorrecto y a veces incompleto (cf. Rm 1, 1-7; Rm 5, 12-14; Ga 2, 3-9). Por la misma razón, con la vista puesta únicamente en la idea a la que quiere llegar enseguida, a veces salta frases y expresiones, que quedan implícitas, y el lector tiene que suplir (cf. Rm 11, 18). Esto hace, aparte de otras causas, como la profundidad de doctrina y nuestro imperfecto conocimiento de las condiciones en que se desenvolvía la vida de entonces, que las cartas de San Pablo no siempre sean de fácil inteligencia. Sin embargo, esas que pudiéramos llamar deficiencias de Pablo como escritor, constituyen, en cierto sentido, también su grandeza, pues, aun sin pretenderlo, consigue a veces en sus modos de expresión metas difícilmente superables. Hermosamente lo decía ya San Agustín: "Así como no afirmamos que el Apóstol haya seguido los preceptos de la elocuencia, así tampoco negamos que la elocuencia haya ido en pos de su sabiduría."
Algunos han querido ver en determinados razonamientos de Pablo, con su forma más o menos dialogada (cf. Rm 2, 1-25; Rm 3, 1-20; 1Co 6, 12-15), vestigios de educación estoica, donde era corriente sustituir la simple exposición de conceptos por la diatriba, introduciendo personajes ficticios que interrogaban y daban a la exposición un interés y viveza especiales. Sin embargo, parece que esos razonamientos de Pablo, más o menos semejantes a la "diatriba" de los estoicos, pueden explicarse simplemente por su educación rabínica y por la espontaneidad con que surgían en su propia mente, atenta a dar interés a la exposición.
De ordinario San Pablo no escribía personalmente sus cartas, sino que las dictaba a algún asistente, añadiendo luego de su puño y letra un saludo al final (cf. 1Co 16, 21; Ga 6, 11; Col 4, 18; 2Ts 3, 17). Para la carta a los Romanos sabemos incluso el nombre del escribiente (Rm 16, 22). La breve carta a Filemón, dado su carácter íntimo y personal, es probable que la escribiera íntegramente de su propia mano el Apóstol.

2. Las cartas paulinas en el conjunto de la epistolografía antigua

Son varios miles las cartas de la antigüedad greco-romana que han llegado hasta nosotros. Sólo de Cicerón se conservan más de 700. Algunas de estas cartas antiguas, como las encontradas en papiros recientemente descubiertos, las poseemos en su mismo texto original. Todas estas cartas, dentro de la variedad que el tema y las circunstancias llevan necesariamente consigo, siguen un módulo al que, en líneas generales, siempre se ajustan, y que San Pablo, como vamos a ver, modifica ligeramente bajo el influjo de la idea cristiana.
En efecto, tienen estas cartas antiguas, igual que nuestras cartas actuales, tres partes distintas bien marcadas: encabezamiento o saludo, cuerpo de la carta y conclusión o despedida. Veamos cuál es el módulo y cuáles las variantes que encontramos en San Pablo.
Por lo que se refiere al encabezamiento de la carta (praescriptum), existía una fórmula más o menos estereotipada: Fulano (remitente) a Zutano (destinatario), salud. Esta fórmula la encontramos también en la carta del apóstol Santiago (St 1, 1), así como en el decreto apostólico (Hch 15, 23) y en la carta de Lisias al procurador Félix (Hch 23, 26). En San Pablo, sin embargo, no se encuentra nunca, sino sólo bastante modificada. Y así, vemos que comienza por nombrar junto a sí, en la mayoría de sus cartas, cosa que es muy rara en las cartas profanas, a uno o varios de sus colaboradores (cf. 1Co y 2Co, 1 y 2Ts, Ga, Flp, Col, Flm); además, no tiene reparo en ampliar grandemente la extensión de la fórmula basándose en títulos personales y explicaciones complementarias (cf. Rm 1, 1-7; Ga 1, 1-5). Añádase que nunca emplea el usual ?a??e?? como fórmula de saludo, sino que, sustituyendo el infinitivo ?a??e?? por el sustantivo ?????, completa la expresión con el shalon = paz) del saludo semítico, surgiendo así la fórmula "gracia y paz" (????? ?a? e?????), que, a lo que parece, es de creación de San Pablo. A esta fórmula da el Apóstol un profundo sentido cristiano, deseando con ese "gracia y paz," no el bienestar material, como en el saludo griego o semita, sino un bienestar de orden más elevado, con referencia al agrado o benevolencia divina, traducido en gracia santificante con su cortejo de dones y virtudes, y a la paz que trae consigo la reconciliación con Dios operada por Jesucristo. Las riquezas y consuelos humanos no tienen importancia para el cristiano (cf. 1Co 7, 31; 1Ts 3, 3). No importa que los destinatarios de la carta poseyeran ya esa "gracia y paz"; siempre era laudable pedir la perseverancia en ellas, y aun el aumento, siempre posible.
También parece que es creación suya la idea de comenzar la carta con una acción de gracias a Dios, a continuación del saludo: la costumbre judía de comenzar el discurso por una acción de gracias la pasó a su correspondencia.
En cuanto a la conclusión o despedida, última parte de las cartas, también procede San Pablo con bastante libertad respecto del módulo antiguo. La fórmula usual en las cartas antiguas, después de las noticias personales y saludos, era: "vale" o "salve" (en griego: e???s? ? e?t??e?). Es la fsrmula que encontramos en el decreto apostólico (Hch 15, 29) y en la carta de Lisias a Félix (Hch 23, 30). Esta despedida final tenía gran importancia en las cartas antiguas, pues no existía entonces la costumbre de firmar de propia mano, y era ese saludo final, escrito de puño y letra del remitente, el que daba a la carta garantía de autenticidad. En muchas cartas, de las que poseemos el texto original en los papiros, se nota perfectamente que el saludo final está escrito por distinta mano, señal evidente de que la carta había sido dictada. Pues bien, San Pablo también se vale de esta norma para autenticar sus cartas (cf. 2Ts 3, 17), pero nunca emplea la fórmula usual "vale," sino que la cambia en una bendición final, más o menos extensa, pidiendo para sus lectores la "gracia de Jesucristo" (cf. Rm 16, 24-27; 1Co 16, 21-24; Flp 4, 23; 1Ts 5, 28).
Por lo que respecta al cuerpo de la carta, es más difícil señalar semejanzas y diferencias, pues no puede haber un módulo preciso, dependiendo mucho de los temas que se traten. Muchos autores, siguiendo a Deissmann, dividen las cartas antiguas en dos grandes grupos: cartas privadas, sin observaciones literarias, dirigidas a personas o grupos de personas con una ocasión determinada, y cartas literarias (epístolas), destinadas al público en general, auténticos tratados en forma epistolar sobre determinadas materias. De este último tipo son, v.gr., las Cartas morales, de Séneca, y la famosa carta de Horacio A los Pisones sobre el arte poético; del primer tipo son la inmensa mayoría de las cartas que se han conservado en los papiros. Pues bien, ¿a cuál de los dos tipos pertenecen las cartas de Pablo? Es evidente que, propuesta así la cuestión, tenemos que responder que a ninguno. Las cartas de Pablo, como ya indicamos más arriba, tienen de lo uno y de lo otro: están dirigidas a personas o grupos de personas determinadas, con noticias y saludos que sólo interesan a esas personas; pero, de otra parte, tratan temas de valor universal, y Pablo mismo, al redactarlas, piensa en un círculo de lectores más amplio que el indicado en el encabezamiento. Son, pues, de forma mixta. Más no creemos que esto sea una característica exclusiva de las cartas de Pablo; más o menos, estas formas mixtas se encuentran también en otros autores.
Añadamos una última observación. De ordinario, las cartas antiguas solían escribirse sobre papiro, especie de junco muy abundante en Egipto, que se cortaba de arriba abajo en tiras finísimas, entrelazándolas luego y formando algo así como nuestras hojas de papel. Para cartas breves bastaba con una sola hoja; cuando se trataba de cartas largas, se iban pegando al primer folio otros y otros, hasta obtener espacio suficiente, enrollándolos luego sobre sí mismos y formando el volumen. El trabajo de la escritura era pesado y lento, dado lo imperfecto del instrumental con que se contaba; de ahí que fuese necesario largo tiempo de aprendizaje y que se considerase más bien como trabajo de esclavos, sin que fuera bochornoso para una persona culta no saber o apenas saber escribir. Nos consta, como ya indicamos más arriba, que Pablo usó también de amanuense para escribir sus cartas. Lo que ya no está claro es si ese amanuense fue siempre simple amanuense, que se reducía a copiar al dictado, o a veces se le permitió extender más lejos su actividad, corriendo de su cuenta la redacción del texto. Sabemos, en efecto, que esto último no era infrecuente en la antigüedad, confiando al escriba la elaboración y fijación del texto de las cartas, después de haberle señalado los puntos que tenía que tocar. Ni por eso dejaba de ser auténtica la carta, máxime cuando con la fórmula final de saludo ("vale"), escrita de propia mano del remitente, éste la reconocía expresamente por suya. ¿Habrá también algo de esto en las cartas de Pablo? Así lo creen muchos, no ya sólo respecto de la carta a los Hebreos, que ciertamente parece de algún modo vinculada a Pablo, aunque no haya sido escrita por él, sino también respecto de otras cartas, como las Pastorales y quizás los Efesios.

3. El orden cronológico de las cartas

Desde fines del siglo ni se fue haciendo general la costumbre de disponer las cartas paulinas por el orden con que de ordinario se leen hoy en nuestras Biblias, que es el orden con que están en la Vulgata latina, y el mismo que siguió el concilio Tridentino al hacer la enumeración de los libros de la Sagrada Escritura. Este orden es: Romanos-1 y 2Corintios-Gálatas-Efesios-Filipenses-Colosenses-1 y 2 Tesalonicenses-1 y 2 Timoteo-Tito-Filemón-Hebreos. Anteriormente al siglo IV no siempre encontramos el mismo orden; y así el Fragmento Muratoriano, v.gr., pone en primer lugar las cartas a los Corintios y, a continuación, Efesios, mientras que el papiro Chester Beatty comienza con la carta a los Romanos y sigue con Hebreos.
Desde luego, este orden en que las cartas de San Pablo se suelen poner en nuestras Biblias, en uso ya durante tantos siglos, no es el cronológico. Parece que se debe sobre todo a la intención de colocar primero las cartas dirigidas a comunidades que las dirigidas a individuos; y dentro de cada uno de los dos grupos, primero las de mayor extensión e importancia doctrinal. Si se hace excepción con la carta a los Hebreos, colocada en último lugar, ello parece ser debido a las dudas que sobre su autenticidad existieron durante los siglos II y ni, motivo por el que en muchos lugares, sólo más tarde, cuando para las otras había ya un orden fijo, fue añadida al canon.
El orden cronológico en que deben ser colocadas las cartas de San Pablo no siempre es fácil de determinar. Hay algunas, como la carta a los Gálatas, de cuya fecha de composición se discute seriamente. El orden que juzgamos más probable, conforme trataremos de ir probando en los lugares respectivos, es el siguiente:
a) Primera y segunda a los Tesalonicenses, escritas con pocos meses de intervalo durante el segundo viaje misional, probablemente poco después de la llegada del Apóstol a Corinto, hacia el año 51. El tema candente de estas cartas es el escatologismo.
b) Primera y segunda a los Corintios, Gálatas y Romanos, escrita durante el tercer viaje misional, entre los años 56-58. La primera a los Corintios está escrita desde Éfeso; algunos meses más tarde, desde Macedonia, la segunda a los Corintios; luego, desde Corinto, están escritas las de los Gálatas y Romanos. Son éstas las cuatro cartas más extensas de San Pablo, denominadas vulgarmente epístolas mayores, que encabezan la colección en el orden de enumeración tradicional. Las dos a los Corintios son en gran parte apologéticas y disciplinares; las otras dos exponen el dogma de la justificación. En unas y otras se deja traslucir constantemente el tema que durante esa época traía preocupado a San Pablo, la lucha contra las doctrinas judaizantes.
c) Colosenses, Efesios, Filemón y Filipenses, escritas desde Roma durante la primera cautividad romana de Pablo, hacia el año 62. Son llamadas epístolas de la cautividad, El tema central de estas cartas es la persona de Cristo y su obra; en ninguna otra parte, como en estas cartas, desarrolla San Pablo tan ampliamente su maravillosa cristología.
A este grupo podemos agregar la carta a los Hebreos, cristológica y sacerdotal, escrita probablemente desde Roma, hacia el año 63-64, libre ya Pablo de la prisión, y quizá después de haber realizado incluso su viaje a España.
d) Primera a Timoteo, Tito y segunda a Timoteo, escritas entre los años 65-67. Las dos primeras están escritas en Oriente, quizá desde Macedonia, cuando San Pablo, después de su primera prisión romana, volvió a pasar por aquellas regiones; la tercera está escrita desde Roma, poco antes de su muerte, cuando el Apóstol se hallaba de nuevo preso en esta ciudad. Las tres cartas son muy parecidas entre sí por su fondo y por su forma, y contienen principalmente avisos acerca del ejercicio del ministerio pastoral; de ahí el nombre de epístolas pastorales, conque son vulgarmente conocidas.
No hay duda que, para una mejor inteligencia de las cartas, es útil atender a la fecha de su composición y a las ideas que por aquella época más preocupaban al Apóstol. No que admitamos en Pablo verdadera evolución doctrinal en el sentido que lo hacen a veces algunos críticos; pero sí admitimos cierto cambio en el centro de gravedad de su pensamiento, no siempre fijo con la misma fuerza en las mismas verdades a lo largo de las distintas etapas de su vida. Por eso, ya San Juan Crisóstomo, gran conocedor de San Pablo, recomendaba el orden cronológico para la lectura de las cartas del Apóstol, y por eso también muchos comentaristas siguen este orden en sus comentarios.
Con todo, nosotros seguiremos el orden tradicional, para evitar dificultades de manejo del comentario a nuestros lectores. Bastará con que al leer cada una de las cartas no olviden de situarla en su marco cronológico, conforme a lo dicho anteriormente. 

4. Riqueza doctrinal

Es éste un punto bastante difícil de desarrollar. No por falta de cosas que decir, tratándose de escritos tan densos de doctrina, sino porque lo que sobre todo se pretende no es hacer un recuento de verdades doctrinales afirmadas por Pablo, sino sistematizar esas verdades en un todo orgánico, tal como es de creer estarían sistematizadas en la mente del Apóstol. La tarea no es fácil.
Ante todo, recordemos que las cartas de San Pablo son escritos ocasionales, y que sería fuera de lugar buscar en ellos al teólogo sistemático, que desde un principio procede con un plan preconcebido de ideas concatenadas. San Pablo escribe, no para darnos un tratado completo sobre la doctrina cristiana, sino con miras a situaciones y casos determinados, a los que intenta dar solución; ni es necesario que hayamos de encontrar en sus escritos todas y cada una de las verdades del dogma cristiano. Con todo, fue tal la variedad de temas que se vio obligado a tocar, y tal la abundancia de pensamientos y afectos que fluyen de su pluma, que bien puede afirmarse que toda la sustancia de la doctrina y moral cristianas queda reflejada en sus cartas. Su espíritu, lleno de Cristo y de la verdad cristiana, derramaba ésta a torrentes, aun sin proponérselo, en las más insignificantes ocasiones. El misterio de la Trinidad, la encarnación del Hijo de Dios, la redención de los hombres, la acción eficaz de la gracia, la eficacia de los sacramentos, el sacrificio eucarístico, la unidad de la Iglesia, la importancia de la fe, de la esperanza y de la caridad.., son verdades a las que innumerables veces alude expresamente en sus cartas, donde se encuentra, pudiéramos decir, la primera expresión teológica importante del mensaje cristiano.
Esto es claro, ni hay nadie que lo discuta. También es claro que en la mente de San Pablo todas esas verdades no eran un montón informe de cosas, sino que formaban un todo orgánico, que debe tener su idea madre fundamental o principio generador. Pero ¿cuál es esa idea madre? Es ahí precisamente donde está la discusión, organizando unos de una manera y otros de otra ese todo "orgánico" que suponemos en la mente de San Pablo. Algunos, como el P. Prat, examinan la doctrina en sí misma para descubrir su estructura interna y objetiva, presentando el siguiente esquema: Prehistoria de la redención (la humanidad antes de Cristo y plan misericordioso de Dios en orden a la bendición de los hombres), la persona del Redentor (antes y después de la encarnación), la obra de la redención (misión redentora de Cristo y efectos inmediatos de la redención), los canales de la redención (fe, sacramentos, iglesia), los frutos de la redención (vida cristiana, novísimos). Parecido al del P. Prat es el esquema que presenta el P. Bover en su también Teología de San Pablo. He aquí el orden de capítulos: Antecedentes de la redención (p.163-268), la persona del Redentor (v.269-319), la obra de la redención (p.321-431), derivaciones mariológicas (p.433-524), eclesiología (p.525-651), misteriología (v.652-730), justificación y gracia (p.731-839), virtudes teologales (p.841-866), escatología (p.862-923). Ni son muy diferentes los que presentan M. Meinertz, F. Amiot y E. Whiteley en sus tratados respectivos.
A todas estas divisiones con que es presentada la teología paulina se ha achacado el que parece suponerse una sistematización doctrinal que, más que al pensamiento de Pablo, responde a estructuras de una dogmática ya evolucionada. De ahí que muchos prefieran hoy seguir otros derroteros, tratando de escapar de esa sistematización y fijándose más bien en el aspecto que pudiéramos decir genético y psicológico. Es la línea que sigue el P. Bonsirven, presentando la doctrina de Pablo como un conjunto de intuiciones vitales, pendientes orgánicamente de una intuición central, que es la de "Cristo mediador." Reduce su obra a siete capítulos, que serían otras tantas intuiciones vitales de Pablo: Encuentro con Cristo glorioso viviente en sus fieles; la persona de Cristo, Hijo de Dios encarnado, que revela al Padre y al Espíritu; preparación a la obra mediadora de Cristo (creación y predestinación en él, Adán y el pecado, la Promesa y la Ley, Israel y las naciones); la obra de Cristo en sí misma (redención "objetiva" por su muerte y resurrección); la obra de Cristo en el cristiano, que por la fe y el bautismo recibe la justicia; la obra de Cristo en la colectividad de los salvados (la Iglesia, cuerpo de Cristo; vida litúrgica y sacramental, carismas, jerarquías); consumación final (resurrección, juicio, nueva creación). No muy distinto es el camino que propone J. Cambier, afirmando que toda la teología de Pablo parte de un hecho fundamental: la revelación de Jesucristo, Hijo de Dios (cf. Gal; 1Co 15, 3). Es esta revelación la que le ha hecho ver en Dios al Padre de nuestro Señor Jesucristo, que no ha perdonado a su Hijo y lo ha entregado para darnos la vida (cf. Rm 5, 8-10; Ga 4, 4-5), vida que viven en el Espíritu del Padre y del Hijo, todos los fieles reunidos en la Iglesia de Dios (cf. Rm 8, 1; 1Co 6, 11-19; Ef 2, 11-22), en espera de la fase final de la historia de la salud (cf. Rm 8, 18-23; 2Co 4, 7-2Co 5, 10; Col 3, 1-4). Según esto, podríamos organizar la teología de Pablo a base de cinco temas o capítulos: Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo; Jesucristo Señor, don del Padre y salud de los creyentes; el Espíritu del Padre y del Hijo; la Iglesia de Dios; la escatología. Por su parte, L. Cerfaux trata de salir del problema organizando el pensamiento doctrinal del Apóstol en torno a tres grandes temas (Cristo, la Iglesia, el Cristiano), cuidando al mismo tiempo de hacer notar su desarrollo o progreso dentro de la mente misma de Pablo.
Desde luego, tratar de concretar cuál era la concepción doctrinal orgánica latente en la mente de Pablo no es tarea fácil. Una cosa juzgamos cierta, y es que cuanto más se leen las cartas de San Pablo, más se afirma el convencimiento de que al centro de toda su doctrina o de sus intuiciones vitales está Jesucristo muerto y resucitado, es decir, Jesucristo en su condición de Redentor de los hombres. En este su concentrar y como encarnar en Cristo toda la revelación divina es donde podemos ver el sello inconfundible del genio de Pablo y lo que distingue su "evangelio" del resto de los escritos del Nuevo Testamento. Su teología es una teología esencialmente cristológica o, mejor aún, soteriológica.
Sin embargo, no debemos olvidar que Pablo ve siempre a Dios Padre en el fondo de toda consideración sobre la obra de la salud. Ello quiere decir que su pensamiento teológico, en última instancia, es teocéntrico, pues aunque no quiere conocer sino a Cristo crucificado (1Co 2, 2; Flp 3, 8), convertido para nosotros en "sabiduría, justicia, santificación y redención" (1Co 1, 30), todo eso lo contempla partiendo de Dios, cuya alabanza y glorificación pone siempre en primer término (cf. 1Co 1, 30; 1Co 15, 28; Rm 11, 36; Flp 1, 11; Ef 1, 6). Estos dos aspectos, el cristocéntrico y el teocéntrico no están yuxtapuestos, sino que, como recientemente ha hecho resaltar W. Thüsing, están estricta y orgánicamente unidos: por el Espíritu de Cristo comunicado a los creyentes, éstos reproducen en ellos la imagen del Hijo de Dios, y participan por ello de su condición de Imagen y de Hijo, en total dependencia de Dios y en total entrega a El.

5. Fuentes de la doctrina de Pablo

Si se nos pregunta por las fuentes de la doctrina de Pablo, la respuesta, así en general, no es difícil. Aparte lo recibido de la catequesis apostólica común (cf. 1Co 15, 3-7), hay que poner las revelaciones sobrenaturales hechas directamente a él (cf. Hch 26, 16-18; Ga 1, 12). Sobre esta doble base, ahondando, además, en lo ya revelado en el Antiguo Testamento, Pablo cimienta sus enseñanzas, valiéndose de sus dotes naturales de ingenio, de su formación rabínica y de los conocimientos que su continuo contacto con el mundo helenístico le proporcionaba.
La dificultad viene luego, al tratar de precisar la mayor o menor amplitud de cada uno de estos elementos en el pensamiento y doctrina de Pablo. Hasta no hace muchos años era casi un axioma entre los críticos afirmar que Pablo estaba fuertemente influenciado por el helenismo. La figura de Cristo presentada por Pablo, más que estar en línea de continuidad con el Jesús histórico, sería en gran parte creación suya bajo el influjo de diversas corrientes de la época. Todavía hoy, por Bultmann y otros, se sigue insistiendo en esos influjos helenísticos, particularmente el del mito gnóstico del Urmensch u nombre primordial, que habría servido de base a Pablo para su figura de Cristo.
Sin embargo, en la actualidad prevalece más bien la tendencia de hacer a Pablo tributario del judaísmo. A ello ha contribuido no poco el descubrimiento de los escritos de Qumrán, con cuyas expresiones teológicas ofrecen cierto parentesco bastantes pasajes paulinos. Se ha visto que los términos mismos de yvcoats, d??a, µ?st?????, t??e???.., tan en uso en el mundo helenístico y empleados también por San Pablo, tienen en éste de ordinario un matiz de significado que es de influjo semítico. En resumen, todo da la impresión de que Pablo sigue siendo un pensador "judío," aunque hecho cristiano. Si, en ocasiones, ciertos idiotismos y formas de pensar nos descubren al griego, en el fondo aparece siempre el judío, que piensa con la ayuda del Antiguo Testamento y no ajeno a los métodos rabínicos.
Dentro de lo recibido de la catequesis apostólica, un campo en el que hoy se trabaja intensamente, tratando de hallar lo prepaulino, es el relativo a las llamadas profesiones o fórmulas de fe, que el Apóstol utiliza frecuentemente en sus cartas (cf. Rm 1, 3-5; Ef 5, 14; 1Tm 3, 16). Se da por supuesto que eran fórmulas ya en uso en las comunidades cristianas, y Pablo, celoso en guardar las "tradiciones" (cf. 2Ts 2, 15; 1Co 11, 2; 1Co 15, 1-3; 1Tm 6, 20), se habría valido de ellas, aunque con libertad para adaptarlas y matizarlas a su manera. En distinguir esos matices estrictamente paulinos se esfuerzan hoy mucho los exegetas.
En principio, todos estos influjos en Pablo son posibles, y en mayor o menor medida es seguro que han tenido lugar. Lo único que necesitamos es proceder en cada caso con prudencia y no ir más allá de lo que dan los textos. Ciertamente es fácil hablar de "prepaulinismo," ideas y formas literarias que Pablo habría recogido de la tradición y del medio ambiente, pero no es tan fácil llegar a conclusiones ciertas, pues la apreciación del peso de las razones para afirmar ese "prepaulinismo" está muy sujeta a los presupuestos, conscientes o no, del crítico.

6. Autenticidad

Lo que escribimos hablando de la autenticidad del libro de los Hechos hay casi que volver a repetirlo respecto de las cartas de San Pablo. Puede decirse que las dudas sobre su autenticidad, si prescindimos de la carta a los Hebreos, no comienzan, igual que para el libro de los Hechos, hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Las dudas comienzan por las cartas pastorales, apoyándose en lo diferentes que resultan del resto del epistolario paulino, lo mismo en el estilo que en las materias tratadas. Así, con ligeras variantes, J. E. G. Schmidt (1804), F. Schleiermacher (1807), J. G. Eichorn (1814) y W. de Wette (1826). Poco después F. Gh. Baur (1835), siguiendo en la misma línea, concreta más y dice que los herejes aludidos en las pastorales llevan ya todos los rasgos del gnosticismo avanzado del siglo II, especialmente de la secta de Marción, y, por consiguiente, que dichas cartas no pueden ser anteriores a la segunda mitad del siglo II. Ni paró aquí la cosa. Años más tarde, en 1845, el mismo F. Ch. Baur extiende la negación al resto de las cartas paulinas, a excepción de Galatas, Romanos, 1 y 2Corintios, fundándose en que únicamente en esas cuatro cartas aparecía el Pablo polémico contra la corriente judío-cristiana, representada por Santiago. A Baur siguieron muchos otros críticos, adictos a la que muy pronto comenzó a llamarse escuela de Tubinga, y de la que el mismo Baur se consideraba como fundador. Y aún se siguió más adelante. A algunos pareció ilógico ese detenerse a medio camino de los de Tubinga, y rechazaron también las cuatro cartas admitidas por aquéllos, apoyándose en que también en éstas había cosas que favorecían a los judíos y, además, su estilo no era diferente del de las otras. Todo el epistolario paulino, según ellos, habría sido formado en el siglo II basándose en fragmentos de escritos cuyos verdaderos autores era imposible discernir. Así B. Bauer (1859), en Alemania, y los de la llamada escuela holandesa (A. Pierson, S. A. Naber, A. Loman, W. C. van Manen, D. Volter, L. G. Rylands, etc.) a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX.
Claro es que contra esta crítica tan demoledora, a todas luces carente de base objetiva, se levantaron pronto muchas voces, incluso en el campo acatólico. El examen sereno de los documentos demostraba, claramente que esa supuesta rivalidad entre petrinismo y paulinismo, considerada como piedra de toque para admitir o rechazar documentos, tenía muchísimo de fantasía. Por eso, la mayoría de los críticos, a partir ya de fines del pasado siglo, consideró extremada la posición de los de la escuela de Tubinga, y mucho más la de los de la escuela holandesa, sosteniendo que no había motivo alguno para poner en duda la autenticidad de Romanos, Galatas, 1 y 2Corintios, Filipenses, 1 Tesalonicenses y Filemón.
En cuanto a las otras siete cartas que la tradición considera como paulinas, no ha habido ni hay uniformidad de pareceres entre los críticos del campo acatólico. Puede decirse que, a excepción de muy pocos de tendencia conservadora (B. Weis, Th. Zahn, W Michaelis, J. Jeremías, etc.), unánimemente es negada la autenticidad de las pastorales y de Hebreos. Por lo que respecta a las pastorales, se insiste particularmente en tres razones: 1) fuertes diferencias de lenguaje y estilo con el resto de las cartas paulinas; 2) los errores combatidos (1Tm 6, 20; 2Tm 2, 16) pertenecen a tiempos posteriores a San Pablo; 3) la organización eclesiástica que reflejan, con obispos, presbíteros y diáconos, es ya de época avanzada y no de tiempos de San Pablo. Así H. J. Holtzmann (1880), M. Dibelius (1931), H. Von Campenhausen (1951), que las suponen escritas en la primera mitad del siglo n. Otros críticos, aunque niegan que tal como se conservan actualmente sean de San Pablo, admiten que hay en ellas fragmentos de cartas paulinas (A. von Harnack, H. von Soden, P. Feine, P. N. Harrison, R. Falconer, etc.). Por lo que respecta a la carta a los Hebreos, no insistimos en señalar las razones de por qué se niega la autenticidad, pues esta carta presenta problemas especiales, y trataremos de ella por separado en su lugar correspondiente.
Además de pastorales y Hebreos, es negada también por muchos la autenticidad de Efesios (H. J. Holtzmann, A. von Soden, J. Moffatt, M. Dibelius, E. J. Goodspeed, W. L. Knox, M. Goguel, C. L. Mitton, R. Bultmann, H. Conzelmann, etc.). Algunos de estos autores admiten en ella, sin embargo, amplia base de fondo paulino, en el sentido de que el redactor habría aprovechado materiales de cartas auténticas paulinas, particularmente de Colosenses, dándonos un breve resumen de las doctrinas más características de Pablo. Contra la autenticidad se alegan sobre todo estas razones: 1) diferencia de estilo y vocabulario con las otras nueve cartas paulinas, empleándose un estilo mucho más prolijo y nada menos que 83 vocablos nuevos; 2) doctrina referente a la Iglesia, como una y universal, mucho más desarrollada que en las otras cartas (cf. Ef 2, 11-22; Ef 3, 5-12; Ef 5, 23-32); 3) tal semejanza con Colosenses, en fondo y forma, que claramente se ve que Efesios no es sino un comentario o ampliación de aquélla, hecho posteriormente.
Quedan otras dos cartas, Colosenses y 2 Tesalonicenses, cuya autenticidad es también puesta en duda por algunos críticos, aunque en bastante ya menor número. Respecto de Colosenses, se insiste sobre todo en ciertas particularidades lingüísticas, con 34 hapaxlegomena neotestamentarios (P. Wendland, E. Schwartz, R. Bultmann, E. Kásemann, G. Bornkamm, H. Conzelmann, etc.); y, por lo que se refiere a la segunda a los Tesalonicenses, insisten unos en que hay contradicción con la primera en lo que se dice sobre la parusía (Ch. Masson, H. Braun, etc.), mientras que otros se fijan en la sorprendente afinidad de las dos cartas, incluso en las palabras, lo que supone que la segunda es obra de uno que trató de imitar a Pablo, pues el Apóstol nunca se repite de esa manera (W. Wrede, P. Wendland, Jülicher-Fascher, R. Knopf, etc.).
Tal es, en visión de conjunto, el sentir del mundo acatólico respecto del epistolario paulino. Como fácilmente puede observarse, las únicas razones a que se atiende son de carácter interno, basadas en el examen de los escritos en cuestión. Pues bien, no negamos que los criterios internos sean también muy de considerar, pero tratándose de averiguar un hecho histórico, como es el de saber quién sea el autor de un determinado escrito, ante todo y sobre todo debemos atender a los criterios externos. Un solo testimonio contemporáneo de algún autor fidedigno tiene más fuerza que centenares de hipótesis construidas a base de sutiles comparaciones, en las que, queramos o no, hay mucho de subjetivismo. Necesitamos, pues, ante todo examinar los testimonios externos. De hecho es así como ha procedido la Iglesia en sus decisiones sobre quiénes sean los autores de los Evangelios, Hechos y Epístolas.
Naturalmente, no es posible dar aquí una lista, ni siquiera resumida, de los testimonios externos que, en cadena ininterrumpida de casi veinte siglos, en documentos conciliares y en escritos privados, han venido señalando a San Pablo como autor de las catorce cartas en cuestión. Tampoco es necesario, pues a partir del siglo IV hay tal abundancia de testimonios y tal unanimidad en ellos, que resultaría inútil cualquier enumeración. Nos bastará fijarnos en los primeros anillos de la cadena.
Puede servirnos de punto de partida, para comenzar nuestro camino hacia atrás, el testimonio de Eusebio de Cesárea (f 339), el gran historiador de la antigüedad cristiana, que trató de recoger en sus escritos todo el fruto de los siglos pasados: Las cartas clara y manifiestamente de San Pablo son catorce, aunque justo es añadir que algunos rechazan la carta a los Hebreos, diciendo que la Iglesia romana niega que sea de San Pablo. Nada diremos de esta última observación de Eusebio, pues, como ya indicamos más arriba, la carta a los Hebreos, aunque ciertamente es inspirada y canónica, presenta problemas especiales respecto a autenticidad paulina, por lo que parece mejor tratar de ella separadamente.
Dice Eusebio, "clara y manifiestamente de San Pablo." En efecto, también de época anterior a Eusebio tenemos claros y explícitos testimonios. Citemos a Orígenes (f 253-54), quien a lo largo de su extensísima producción literaria cita repetidas veces como del Apóstol las catorce cartas paulinas, incluso la brevísima dirigida a Filemón, y de alguna de ellas, como la de los Romanos, escribió amplios comentarios. Anteriormente a Orígenes, al frente de la misma iglesia de Alejandría, tenemos a Clemente Alejandrino (f c. 214), quien incidentalmente, con una u otra ocasión, alude varias veces en sus obras a las cartas todas de Pablo, a excepción de la de Filemón, sin duda porque, dada su brevedad y escaso contenido doctrinal, no hubo ocasión de citarla. Pasando a otra iglesia, la de Cartago, encontramos a Tertuliano (f c. 220), quien cita también como de San Pablo las catorce cartas, a excepción de Hebreos, que él atribuye a Bernabé. Otro testimonio de extraordinario valor es el de San Ireneo (f c. 202), oriundo de Asia Menor, donde fue discípulo de San Policarpo, que, a su vez, lo había sido del apóstol San Juan 37, viviendo luego en Occidente y llegando a ser obispo de Lyón; con una u otra ocasión, cita también todas las cartas de Pablo, a excepción de Hebreos y de Filemón.
Añadamos aún otro testimonio, el del llamado Fragmento Muratoriano (c.170), documento el más antiguo que poseemos sobre la fe de la Iglesia primitiva acerca del canon del Nuevo Testamento. Referente a San Pablo dice: "En cuanto a las epístolas de Pablo (no) necesitamos discutir sobre cada una de ellas, ya que el mismo bienaventurado Apóstol Pablo, siguiendo el orden de su predecesor Juan, sólo escribió nominalmente a siete iglesias, por este orden: la primera, a los Corintios; la segunda, a los Efesios; la tercera, a los Filipenses; la cuarta, a los Colosenses; la quinta, a los Gálatas; la sexta, a los Tesalonicenses; la séptima, a los Romanos. Y aunque a los Corintios y Tesalonicenses escriba dos veces para su corrección, sin embargo, se reconoce una sola Iglesia difundida por todo el mundo; pues también Juan en el Apocalipsis, aunque escribe a siete iglesias, habla para todos. Asimismo son tenidas por sagradas una carta a Filemón, una a Tito y dos a Timoteo, que, aunque hijas de un afecto y amor personal, sirven al honor de la Iglesia católica y a la ordenación de la disciplina eclesiástica." Como se ve, falta la carta a los Hebreos.
Anteriormente al Fragmento Muratoriano encontramos las alusiones y citas que de las cartas paulinas hacen los Padres apostólicos, quienes, aunque no las atribuyen explícitamente a Pablo, sí que lo hacen implícitamente, pues esas cartas, de las que se citan determinados textos, aparecían en todos los códices y manuscritos bajo el nombre de Pablo. Si no nombran a Pablo es porque era entonces norma, al citar la Sagrada Escritura, dar sencillamente las palabras del texto inspirado, sin mencionar para nada al autor humano. Así hacen también con los Evangelios. Con ello resaltaba más la autoridad divina que atribuían a estos libros. El que fueran escritos por Mateo, Marcos o Pablo importaba poco. Fue sólo más tarde, al surgir los evangelios apócrifos, cuando hubo necesidad de insistir también en el autor humano, para distinguir mejor los escritos auténticos de los considerados apócrifos.
A vista de estos testimonios externos, muy graves han de ser las razones que obliguen a poner en duda afirmación tan sólidamente fundada. ¿Se dan esas razones? Evidentemente, no. Las peculiaridades de algunas cartas señaladas por los críticos, en lo que tienen de objetivo, pueden explicarse perfectamente sin renunciar a la tesis de su origen paulino. A veces, como en el caso de la segunda carta a los Tesalonicenses sobre la parusía, se trata simplemente de nuevos puntos de vista, no de contradicción con la primera; lo mismo se diga de la doctrina sobre la Iglesia en la carta a los Efesios, o ¿es que Pablo no va a poder añadir nunca nada nuevo a lo ya dicho una vez? Si, de otra parte, encontramos sorprendentes afinidades entre la primera y la segunda a los Tesalonicenses, y lo mismo entre Colosenses y Efesios, ¿qué tiene ello de extraño, siendo así que se trata de cartas escritas por las mismas fechas y cuyos destinatarios corrían más o menos los mismos peligros?
En cuanto a las razones alegadas contra la autenticidad de las pastorales, negamos que los errores combatidos en ellas sean las doctrinas gnósticas del siglo II; se trata más bien de doctrinas difundidas por elementos judaizantes en orden a conseguir una ciencia superior (abstención de ciertos alimentos, prohibición del matrimonio, mitos y genealogías), doctrinas que ya encontramos también combatidas en la carta a los Colosenses (Col 2, 4-8.16-23), y que no hay inconveniente en considerar como primeros gérmenes de esa doctrina gnóstica que luego alcanzará su pleno desarrollo en el siglo II Estas tendencias gnósticas aparecen muy pronto en el judaísmo, como han demostrado los documentos de Qumrán. Por tanto, hoy apenas si tiene ya sentido alegar el carácter gnóstico de los herejes combatidos en las Pastorales como argumento contra su autenticidad paulina. También negamos que la organización eclesiástica que reflejan las pastorales exija una fecha de composición posterior a San Pablo; al contrario, más bien es indicio de autenticidad, pues reflejan la situación histórica del siglo I, y los términos "presbítero" y "obispo" siguen aún siendo más o menos sinónimos e intercambiables, igual que en las anteriores cartas del Apóstol y en los Hechos, sin esa diferencia tan marcada con que aparecen ya a principios del siglo II en las cartas de San Ignacio de Antioquía (cf. Hch 11, 30).
Queda, finalmente, la cuestión de lengua y estilo, con más o menos número de hapaxlegomena en las pastorales, en Efesios y también en Colosenses. A esto respondemos que los términos y expresiones nuevas no arguyen necesariamente diversidad de autor; los años transcurridos, los temas tratados, la condición de los destinatarios, etc., pueden hacer que un autor emplee términos no usados anteriormente y hasta introduzca ciertas diferencias de estilo. En último término, si las diferencias de estilo son realmente sustanciales, queda siempre la posible explicación, conforme indicamos más arriba al hablar de la epistolografía antigua, de atribuirlo a la parte que en la redacción de la carta pudiera tener el asistente o secretario.