Gn 1, 1-2. La creación es el comienzo de la historia de la salvación y el fundamento de todos los designios salvíficos de Dios que culminan en Jesucristo. Los relatos bíblicos sobre la creación centran la atención en la acción de Dios, que crea el escenario y los protagonistas con los que El mismo va a comunicarse.
En el texto sagrado quedan recogidas antiguas tradiciones sobre los orígenes, que los estudiosos ven reflejadas en dos relatos unidos al comienzo del libro del Génesis. El primero, que destaca la trascendencia divina sobre todo lo creado y utiliza un estilo esquemático, se atribuye a la tradición sacerdotal (Gn 1, 1-2, 4a). El segundo, que incluye además la caída y expulsión del paraíso, habla de Dios en forma antropomórfica, y presenta un estilo más vivo y popular, se considera de tradición yahvista (Gn 2, 4b-Gn 4, 26). Son dos modos distintos en los que la Palabra de Dios, sin pretender una explicación científica de los comienzos del mundo y del hombre, ha expuesto, de modo adecuado para su comprensión, los hechos y verdades fundamentales de los orígenes, invitando a contemplar la grandeza y el amor divinos manifestados en la creacion y luego en la historia. Nuestra fe nos enseña -escribe San Josemaría Escriva- que la creación entera, el movimiento de la tierra y de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena (Es Cristo que pasa, 130).
En el primer relato, la Biblia ofrece una profunda enseñanza sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo. Sobre Dios, que es Uno y Único, Creador de todas las cosas y del hombre en particular, trascendente al mundo creado y su dueño supremo; sobre el hombre, que es imagen y semejanza de Dios, superior a todos los demás seres creados, y puesto en el mundo con el encargo de dominar la creación entera; sobre el mundo, que es bueno y está al servicio del hombre.
Gn 1, 1 Tres cosas se afirman en estas primeras palabras de la Escritura: el Dios eterno ha dado principio a todo lo que existe fuera de Él. Sólo Él es creador (el verbo “crear” -en hebreo bará- tiene siempre por sujeto a Dios). La totalidad de lo que existe (expresada por la fórmula “el cielo y la tierra”) depende de Aquel que le da el ser (Catecismo de la Iglesia Católica, 290).
En el principio significa que la creación es el punto de partida del correr del tiempo y de la historia. Éstos han tenido un comienzo y avanzan hacia una meta final, de la que la Biblia nos hablará especialmente en el último de sus libros, el Apocalipsis. Entonces -se dice- habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado (Ap 21, 1).
Dios Creador es el mismo que se manifestará a los patriarcas, a Moisés y a los profetas, y se nos dará a conocer por medio de Jesucristo. A la luz del Nuevo Testamento conocemos que Dios creó todo por el Verbo eterno, su Hijo amado (cfr Jn 1, 1; Col 1, 16-17). Dios Creador es Padre e Hijo, y, como relación de amor entre ambos, Espíritu Santo. La creación es obra de la Santísima Trinidad, y toda ella, pero especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, lleva impresa de alguna forma su huella. Algunos Padres de la Iglesia, como San Agustín, San Ambrosio y San Basilio, a la luz del Nuevo Testamento, vieron en la expresión en el principio un sentido más profundo: en el Hijo.
La acción de crear es propia y exclusiva de Dios, fuera del alcance de los hombres que sólo pueden transformar o desarrollar lo que ya existe. En las narraciones de otras religiones del antiguo Próximo Oriente sobre la creación se decía que el mundo y los dioses surgieron de una materia preexistente. La Biblia, en cambio, recogiendo la revelación progresiva del misterio de la creación a la luz de la elección de Israel y de la Alianza de Dios con los hombres, afirma rotundamente que todo fue creado por Dios. De ahí se concluirá más tarde que la creación fue a partir de la nada: Te ruego, hijo mío, que mires el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos, y sepas que a partir de la nada lo hizo Dios (2M 7, 28). Este poder creador de Dios es capaz, asimismo, de dar al hombre pecador un corazón puro (cfr Sal 51, 12), dar la vida del cuerpo a los que han muerto y la luz de la fe a los que le desconocen (cfr 2Co 4, 6).
Dios creó el mundo movido por su amor y sabiduría, para comunicar su bondad y manifestar su gloria. El mundo, por tanto, no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad (Catecismo de la Iglesia Católica, 295).
La expresión el cielo y la tierra significa todo lo que existe. La tierra es el mundo de los hombres, mientras que el cielo -o los cielos- puede designar tanto el firmamento como el mundo divino, el lugar propio de Dios, su gloria, y el conjunto de criaturas espirituales: los ángeles.
Gn 1, 2 La Biblia enseña no sólo que Dios ha creado todas las cosas, sino también que la separación y el orden de los elementos de la naturaleza han quedado definitivamente establecidos por la acción divina. La presencia del poder amoroso de Dios, simbolizado en un viento suave, o un soplo -el texto lo llama espíritu, en hebreo ruaj-, que se cierne velando sobre el mundo todavía en desorden, muestra que en el origen del ser y de la vida de toda criatura, tal como se va a narrar a continuación, están la Palabra de Dios y su Soplo. De ahí que muchos Santos Padres, como por ejemplo San Jerónimo y San Atanasio, hayan visto reflejada en este pasaje la presencia del Espíritu Santo como Persona divina, que actúa, junto con el Padre y con el Hijo, en la creación del mundo.
Este concepto bíblico de creación -explica Juan Pablo II- comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Dominum et Vivificantem, 12).
Gn 1, 3-5. Comienza aquí propiamente la descripción de la obra creadora que, según el esquema literario de este relato, se va a desarrollar en seis días. Con los seis días se quiere indicar el orden con el que Dios llevó a cabo su obra, y que existe un ritmo de trabajo y de descanso: la Ley judía establecía descansar en sábado y dedicar ese día al Señor. En la Iglesia cristiana ese día se cambió al domingo, porque fue en domingo cuando resucitó nuestro Señor Jesucristo, quedando entonces inaugurada la nueva creación y considerándose el domingo, por tanto, como dies dominica, es decir, día del Señor.
En el primer día, Dios crea la luz y la separa de la oscuridad que, por ser algo negativo -ausencia de luz-, no es objeto de la creación. La luz se considera como una realidad en sí misma, prescindiendo del hecho de que la luz del día se deba al sol que será creado más adelante, el día cuarto. El que Dios ponga nombre a las cosas o, en este caso, a las situaciones producidas por la separación de unos elementos de otros, indica su absoluto dominio sobre ellos. Dios manda en el día y en la noche.
Por vez primera encontramos una frase que se va a repetir siete veces a lo largo de la narración: Y vio Dios que era bueno. Significa que todo lo que Dios crea es bueno, porque tiene de alguna forma su huella y participa de su bondad, ya que ha salido de la bondad divina. El autor sagrado conoce ciertamente la existencia del mal y de realidades negativas; pero éstas, quiere afirmar ya, no proceden de Dios; más adelante explicará que su origen está en el desorden moral. La bondad del mundo proclamada aquí por la Sagrada Escritura tiene importantes consecuencias para el cristiano: Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciese esa paz (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 112).
Gn 1, 6-8. Los antiguos hebreos pensaban, según la cultura de su tiempo, que la lluvia procedía de unos grandes depósitos de agua situados encima de la bóveda del firmamento, y que caía al abrirse unas compuertas. Cuando aquí se dice que Dios separó las aguas de arriba de las aguas de debajo del firmamento, lo que realmente se está enseñando es que Dios estableció el orden en el mundo de la naturaleza, y, en concreto, en lo que se refiere al fenómeno de las lluvias. Además queda señalado ya que el firmamento no ha de confundirse con ninguna divinidad -como se creía en los pueblos vecinos de Israel-, pues pertenece al mundo creado.
Gn 1, 11 En el proceso del desarrollo de la obra creadora -tal como aquí lo presenta el autor inspirado- se distingue entre la acción de Dios que, al separar y ordenar los elementos, crea los grandes espacios como el firmamento, el mar y la tierra, y la acción de Dios que va a rellenar o a adornar esos espacios con diversas criaturas. Éstas son presentadas, a su vez, en un orden de dignidad creciente según la cultura de la época: primero el reino vegetal, luego el mundo estelar y, por último, el reino animal, para culminar con la creación del hombre. El conjunto de la creación aparece así perfectamente dispuesto, y nos invita a la contemplación del Creador.
Gn 1, 14-17. Frente a las religiones de su entorno, que consideraban los astros como divinidades que influían en la vida del hombre, el autor bíblico enseña, bajo la luz de la inspiración, que el sol, la luna y las estrellas son sencillamente realidades creadas, y que su fin es servir al hombre proporcionándole luz durante el día y durante la noche, y ser un medio para medir el tiempo. Situados en su verdadero ámbito natural, los astros -como la creación entera- mueven al hombre a reconocer la grandeza de Dios, y a alabarle por sus obras magníficas: Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos… (Sal 19, 1; cfr Sal 104). De ahí que la consulta de horóscopos y la astrología, como formas de adivinación o de dominio de poderes ocultos, deban rechazarse (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2116).
Gn 1, 26 El texto sagrado resalta la solemnidad de este momento, en el que parece que Dios se detiene para reflexionar y proyectar cuidadosamente lo que va a hacer a continuación: el hombre. La interpretación judía antigua, seguida también por algunos escritores cristianos, veía en la forma plural hagamos la deliberación de Dios con su corte celeste, con los ángeles, suponiendo que Dios los habría creado al comienzo de todo, cuando creó los cielos y la tierra. Pero esa forma plural se ha de entender más bien como reflejo de la grandeza y del poder de Dios. Gran parte de la tradición cristiana ha visto en el plural hagamos un reflejo de la Santísima Trinidad, ya que el lector cristiano, desde la revelación del Nuevo Testamento, conoce la insondable grandeza del misterio divino.
Hombre tiene aquí sentido colectivo: todo ser humano, por su misma naturaleza, es imagen y semejanza de Dios. El hombre ha de comprenderse, no en referencia a las demás criaturas del mundo, sino en referencia a Dios. El parecido entre Dios y el hombre no es un parecido físico, pues Dios no tiene cuerpo, sino espiritual, en cuanto que el ser humano es capaz de interioridad. Enseña el Concilio Vaticano II que no se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material, y al considerarse no ya como una partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero: a estas profundidades retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones (cfr 1R 16, 7; Jr 17, 10), y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, la espiritualidad e inmortalidad de su alma, el hombre no es juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad (Gaudium et spes, 14).
El que Dios cree al hombre a su imagen y semejanza significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como “yo” y “tú”, y por consiguiente, capacidad de alianza, que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al hombre (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 34). A la luz de esta comunicación, realizada en plenitud por Jesucristo, los Santos Padres entendieron que en las palabras imagen y semejanza se incluía, por un lado, la condición espiritual del hombre, y, por otro, su participación en la naturaleza divina mediante la gracia santificante. La imagen se conservó en el hombre tras la caída original; la semejanza, en cambio, perdida por el pecado, fue restaurada por la redención de Cristo.
En el proyecto de Dios entra también que los hombres dominen sobre las demás criaturas, representadas en este pasaje por los animales. Este dominio convierte al hombre en el representante de Dios -a quien todo pertenece realmente- frente al mundo creado. Por eso, aunque el hombre va a ser en la historia el dominador de la creación, ha de reconocer que sólo Dios es el Creador y, por tanto, ha de respetar y cuidar la creación como algo que se le ha confiado.
Estas palabras de la Escritura muestran, en efecto, que el hombre es la única criatura que Dios ha amado por sí misma, pues todas las demás fueron creadas para que estuviesen al servicio del hombre. Muestran también la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Para la Iglesia, esta igualdad, enraizada en el mismo ser del hombre, adquiere la dimensión de fraternidad especialísima mediante la Encarnación del Hijo de Dios. (…) Por ello, cualquier tipo de discriminación… es absolutamente inaceptable (Juan Pablo II, Alocución 7.VII.1984).
Gn 1, 27 El proyecto de Dios se hace realidad al crear al hombre sobre la tierra, culminando así la obra de la creación. Al presentar esta última acción creadora de Dios, el autor sagrado nos ofrece, en síntesis, los rasgos constitutivos del ser humano. Además de volver a subrayar que Dios creó al hombre a su imagen, según su semejanza, nos enseña que Dios los creó varón y mujer, es decir, seres corpóreos, dotados de sexualidad, y para vivir en sociedad. Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar (Catecismo de la Iglesia Católica, 357).
El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios, no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es imagen de Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como “unidad de dos” en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina. (…) Esta “unidad de los dos” que es signo de la comunión interpersonal, indica que en la creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina (communio). Esta semejanza se da como cualidad del ser personal de ambos, del hombre y de la mujer, y al mismo tiempo como una llamada y tarea (Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, 7).
El hecho de que en la Biblia y en el lenguaje usual hablemos de Dios en masculino se debe a influjos culturales y al enorme cuidado con el que en la Biblia se quiere evitar el mínimo rastro de politeísmo que pudiera surgir al hablar de la divinidad en femenino, como ocurría en otras religiones. Dios trasciende la corporeidad y la sexualidad, y por eso mismo, tanto el varón, masculino, como la mujer, femenino, reflejan por igual su imagen y semejanza. Con esta afirmación del Génesis se proclama por primera vez en la historia, y atendiendo a lo fundamental, la igual dignidad del hombre y la mujer, en contraste con la infravaloración de la mujer, común en el mundo antiguo.
En este versículo, tal como lo interpretó siempre la tradición judía y cristiana, se está aludiendo al matrimonio, como si Dios hubiese creado ya al primer hombre y a la primera mujer en esa forma de comunidad humana, que es la base de toda la sociedad. En el segundo relato de la creación del hombre y de la mujer que nos ofrece el libro del Génesis (cfr Gn 2, 18-24), esto mismo aparecerá de forma más clara todavía.
Gn 1, 28 Dios había bendecido también a los animales (cfr v. 22) otorgándoles la fecundidad. Ahora, a los hombres, creados a su imagen y semejanza, les habla en forma personal: les dijo; esto indica que en el hombre la capacidad generadora, y por tanto la sexualidad, son valores que ha de asumir responsablemente ante Dios, como medio de cooperar con el proyecto divino. En efecto, Dios, queriendo comunicar al hombre una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y de toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tiende a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ello aumenta y enriquece su propia familia (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 50).
Dios ordena también a los hombres que sometan la tierra a su servicio. La divina Revelación nos enseña con ello que el trabajo humano se ha de entender como cooperación propia del hombre en el proyecto que Dios tenía al crear el mundo: El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de la familia humana, y cuando conscientemente interviene en la vida de los grupos sociales, está siguiendo el plan mismo de Dios, manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra (cfr Gn 1, 28) y de perfeccionar la creación, al mismo tiempo que se perfecciona a sí mismo (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 57).
De esta disposición divina se deriva la relevancia que tiene el propio trabajo en la vida personal de cada hombre. Vuestra vocación humana -enseña San Josemaría Escrivá- es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Ésta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo; ese hogar, esa familia vuestra; y esa nación, en la que habéis nacido y a la que amáis. (…) El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la humanidad (Es Cristo que pasa, 46-47).
El hombre recibe el encargo divino de dominar la tierra, pero no a su capricho o de forma despótica, sino con el respeto debido a la obra del Creador. Así lo expresa Sb 9, 3: Oh Dios… formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, rigiese el mundo con santidad y justicia, y ejerciese su dominio con rectitud de espíritu. Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 34).
Gn 1, 31 Con estas palabras concluye la primera descripción de la obra creadora. Es como si Dios, tras crear al hombre, contemplara lo que ha hecho y estuviese satisfecho de todo ello. Frente a la frase anteriormente repetida Y vio Dios que era bueno, ahora el texto señala que Dios vio que era muy bueno. Se subraya así la bondad del mundo creado, indicando que esta bondad natural de las cosas temporales recibe una dignidad especial por su relación con la persona humana, para cuyo servicio fueron creadas (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, 7). De ahí que haya de valorarse la persona y su dignidad por encima de cualquier otra realidad creada, y todo el trabajo humano haya de orientarse a la promoción y defensa de aquellas.
Gn 2, 1-3. Desde ese momento, Dios ya no va a intervenir inmediatamente en la creación, a no ser de forma extraordinaria. Ahora corresponde al hombre actuar en el mundo creado mediante su trabajo. El descanso de Dios sirve de modelo al hombre. Éste, descansando, reconoce que la creación depende y pertenece en definitiva a Dios, y que Dios mismo cuida de ella. El descanso que aquí vemos como un ejemplo dado por el Creador, lo encontramos en forma de mandamiento en el Decálogo (cfr Ex 20, 8-18; Dt 5, 12-14). La institución del día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso y de solaz suficiente que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa (Catecismo de la Iglesia Católica, 2184).
A propósito del sábado no se dice, como en los otros días, que hubo tarde y hubo mañana. Es como si con el sábado se rompiese ese ritmo de tiempo, y se prefigurase la situación en la que el hombre, realizada su tarea de dominar el mundo, gozará de un descanso sin fin, de una fiesta eterna junto a Dios (cfr Hb 4, 1-10). Así la fiesta, entendida en sentido bíblico, tiene un triple significado: a) obligado descanso del trabajo de cada día; b) reconocimiento de Dios como Señor de la creación y contemplación gozosa de ésta; c) anticipo del descanso y alegría definitivos tras el paso del hombre por este mundo.
Gn 2, 4b-Gn 4, 26. Se inicia ahora una nueva narración de los comienzos que los investigadores consideran de tradición yahvista, y que tiene, en efecto, rasgos de ser más antigua que la anterior. Llega hasta el final del cap. 4 y narra la creación del hombre y de la mujer (cap. 2), la caída de nuestros primeros padres y su expulsión del paraíso (cap. 3), y la continuación de la vida humana marcada por el pecado (cap. 4). Todo ello viene descrito en un lenguaje simbólico y lleno de gran viveza expresiva, que, por una parte, nos sitúa ante verdades trascendentales de orden histórico, y, por otra, resalta aspectos de orden antropológico, psicológico y religioso, que pertenecen al hombre de todos los tiempos.
El libro sagrado se remonta de nuevo hasta los orígenes del hombre, de las cosas del mundo y también del mal. Quiere enseñar que sólo Yahwéh, el Dios de Israel, es el dueño de la vida porque Él la dio al hombre y a los animales; que Dios cuida al hombre con amor desde el principio y establece con él una alianza; que el hombre creado gozaba de libertad y quebrantó aquella alianza, por lo que vinieron el dolor, la muerte y el mal sobre la tierra; y, finalmente, que el Señor, a pesar de todo, siguió velando por el hombre y mantuvo la esperanza de éste con la promesa de una victoria sobre el mal.
Gn 2, 5-6. La intención de estos versículos es mostrar que lo primero y lo más importante sobre la tierra es el hombre, para quien fue creado todo lo demás. En el texto no se plantea si antes de la aparición del hombre existían en el planeta otros tipos de vida vegetal o animal, y, menos aún, si ha podido haber una evolución hacia formas de vida superiores.
La teología católica, valorando adecuadamente los datos de fe y los descubrimientos de la ciencia acerca de la evolución de las especies, no se opone a que Dios hubiera podido infundir el alma en un ser ya existente, preparando convenientemente su cuerpo, que se convirtió así en hombre. Esta explicación recibe el nombre de evolucionismo moderado; pero no pasa de ser una explicación desde los conocimientos que hoy se tienen en el ámbito de las ciencias naturales. Con todo, el interés por los orígenes va más allá: no se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser trascendente, inteligente y bueno, llamado Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 284).
Gn 2, 7 El hombre, en su corporeidad, pertenece a la tierra. Para afirmarlo así, el autor sagrado ha tenido seguramente presente el hecho de que el cuerpo humano al morir se convierte en polvo, como dirá más adelante en Gn 3, 19. O, quizá, este modo de narrar (peculiar, como todo el género literario de estos capítulos) se apoya en el parecido que existe entre la palabra adam, que designa al hombre en general, y la palabra adamah que significa tierra rojiza; y, puesto que las palabras se parecen, también para el autor debía haber relación entre las realidades que significan: es una forma popular de entender las etimologías de las palabras. Pero el que el hombre pertenezca a la tierra no es su peculiaridad más importante: también los animales, en la perspectiva del autor, serán formados de la tierra. Lo específico e importante en el hombre es que recibe la vida de Dios. La vida se representa en el aliento, pues es un hecho evidente que sólo los animales vivos respiran. Que Dios infunda de esa forma la vida al hombre significa que éste, aunque por su corporeidad participa de la materia, su existencia como ser vivo proviene directamente de Dios, es decir, está animado por un principio vital -el alma o espíritu- que no proviene de la tierra. Este principio de vida recibido de Dios hace que también el cuerpo del hombre adquiera una dignidad propia y se sitúe en un orden distinto al de los animales.
La representación de Dios como un alfarero que modela el cuerpo del hombre significa que éste está destinado a vivir según un principio de vida superior al que procede de la tierra. Por otra parte, la imagen de Dios alfarero indica que el hombre, todo él, está en las manos de Dios como el barro en manos del que lo modela, sin ofrecer resistencia ni oponerse a sus decisiones (cfr Is 29, 16; Jr 18, 6; Rm 9, 20-21).
Gn 2, 8-15. La escena refleja una situación de amistad entre Dios y el hombre en la que no existe ningún mal, ni siquiera la muerte. El jardín es descrito con los rasgos de un frondoso oasis, con la peculiaridad de que en el centro hay dos árboles, el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal, que simbolizan el poder de dar la vida y el ser punto último de referencia del actuar moral del hombre. Además, del jardín brotan los cuatro ríos más importantes conocidos por el autor, que riegan y fecundan toda la tierra. De esta forma la Biblia nos enseña que el hombre fue creado para ser feliz, gozando de la vida y del bien que proceden de Dios. La Iglesia, interpretando de manera auténtica el simbolismo del lenguaje bíblico a la luz del Nuevo Testamento y de la Tradición, enseña que nuestros primeros padres Adán y Eva fueron constituidos en un estado “de santidad y de justicia original” (Conc. de Trento, De peccato originali). Esta gracia de la santidad original era una “participación de la vida divina” (Lumen gentium, 2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 375).
El hombre recibe, desde el principio, el encargo de cuidar y trabajar el jardín, es decir, de protegerlo y hacerlo fructificar mediante su trabajo. El trabajo aparece de nuevo (cfr Gn 1, 28) como encargo divino dado al hombre desde el inicio. Desde el comienzo de su creación, el hombre -no me lo invento yo- ha tenido que trabajar. Basta abrir la Sagrada Biblia por las primeras páginas, y allí se lee que -antes de que entrara el pecado en la humanidad y, como consecuencia de esa ofensa, la muerte y las penalidades y miserias (cfr Rm 5, 12)- Dios formó a Adán con el barro de la tierra, y creó para él y para su descendencia este mundo tan hermoso, ut operaretur et custodiret illum (Gn 2, 15), con el fin de que lo trabajara y lo custodiase (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 57). Pero el hombre debe reconocer el señorío de Dios sobre la creación y sobre sí mismo, obedeciendo el mandato que Dios le da a modo de una alianza (v. 17). Si se perdió aquella felicidad originaria para la que el hombre fue creado, vendrá a decir el autor sagrado más adelante, es porque el hombre quebrantó la alianza.
Gn 2, 16-17. El posible acceso del hombre al árbol del conocimiento del bien y del mal significa que Dios ha dejado el camino abierto a la posibilidad del mal, precisamente en virtud de un bien mayor: la libertad de la que ha dotado al hombre. Éste, mediante su razón y a través de su conciencia, puede descubrir y discernir lo que es bueno y malo; pero no puede establecerlo con su decisión. En este sentido, el mandato de Dios a nuestros primeros padres implica el deber de reconocer su carácter de criaturas, y de acatar y respetar el bien, tal como se refleja en las leyes de la creación y en la dignidad propia de su ser personal. Querer el hombre decidir lo bueno y lo malo por su cuenta, independientemente de la bondad impresa por Dios al crear, sería pretender ser como Dios. La autonomía moral absoluta es una tentación que se presenta constantemente al hombre, y en la que sucumbe cuando olvida que existe un Dios Creador y Señor de todo, también del hombre. El árbol de la ciencia del bien y del mal, comenta Juan Pablo II, debía expresar y constantemente recordar al hombre el “límite” insuperable para un ser creado (Dominum et Vivificantem, 36).
Gn 2, 18-25. Dios sigue buscando el bien del hombre que ha creado. El hagiógrafo lo expresa, de forma antropomórfica, presentando a Dios como a un alfarero que se da cuenta de que su obra ha de ser perfeccionada. Todavía no está concluida la creación del ser humano: le falta poder vivir en profunda y completa unión con otro ser humano. En los animales, creados también por Dios, el hombre no encuentra compañía apropiada, de su mismo rango, por lo que Dios crea a la mujer del mismo cuerpo del hombre. Entonces sí que existe la posibilidad de comunicación personal para el ser humano. La creación de la mujer refleja, por tanto, la culminación del amor de Dios hacia el ser humano tal como lo creó.
Por otra parte, en este pasaje queda también reflejada la misma interioridad del hombre capaz de darse cuenta de su soledad. Aunque aquí esa soledad aparece como una posibilidad y un temor, más que como una situación real, se está indicando que es desde la conciencia de la propia soledad desde donde el hombre puede apreciar como un bien la comunión con los demás.
Gn 2, 19-20. Los animales son creados de la tierra, como el hombre, pero de ellos no se dice que Dios les infunda un soplo de vida. Este soplo pertenece únicamente al hombre que se diferencia así esencialmente de los animales: el hombre tiene una forma de vida que le viene directamente de Dios, es decir, está animado por un principio espiritual que le capacita para ser el interlocutor de Dios y para tener verdadera comunión con otros hombres. Es lo que llamamos el alma o el espíritu. Por ello el hombre se asemeja a Dios más que a los animales, aunque el cuerpo humano haya sido formado de la tierra y pertenezca a ella como el del animal (cfr notas a Gn 1, 26; Gn 2, 7).
La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar el alma como la “forma” del cuerpo (cfr Conc. de Vienne, Fidei catholicae); es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza (Catecismo de la Iglesia Católica, 365).
Gn 2, 21-22. Este sueño es como un reflejo de la muerte, como si Dios suspendiese la vida que ha infundido al hombre, para remodelarlo de nuevo y que comience a vivir a continuación de otra forma: siendo dos, varón y mujer, y no ya uno sólo. La manera de narrar la creación de la mujer, a partir de una costilla de Adán, quiere enseñar, en contraste con la mentalidad de su tiempo, que el varón y la mujer son de la misma naturaleza y tienen la misma dignidad, pues ambos proceden del mismo barro que Dios modeló y convirtió en un ser vivo. Por otra parte, la Biblia explica también así la atracción mutua que sienten el varón y la mujer.
Gn 2, 23 Cuando el hombre -ahora en sentido de varón- reconoce a la mujer como persona igual que él, de su misma naturaleza, descubre en ella la ayuda adecuada que Dios quería darle. Ahora sí está completa la creación del ser humano. Éste se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión (Juan Pablo II, Audiencia general, 14.XI.1979).
La exclamación del primer hombre ante la primera mujer refleja la capacidad de ambos de unirse íntimamente en matrimonio. La actitud del hombre que aquí aparece respecto de la mujer es la propia del marido hacia la esposa. Éste, en efecto, ve en la esposa la realización del designio divino “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”, y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: “Ésta sí que es hueso de mis huesos…” El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: “No eres su amo, escribe San Ambrosio (Hexaemeron 5, 7, 19), sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como esposa. (…) Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su amor” (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 25).
Gn 2, 24 Estas palabras son un comentario del autor inspirado que, tras narrar la creación de la mujer, presenta la institución matrimonial como establecida por Dios en el origen mismo del ser humano. En efecto, como explica Juan Pablo II, la comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso, tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana (Familiaris Consortio, 19).
Varón y mujer, al unirse en matrimonio, forman una nueva familia. Las primeras traducciones que se hicieron de la Biblia, al griego y al arameo, ya interpretaban el sentido del pasaje al decir serán los dos una sola carne, indicando así que el matrimonio querido por Dios era el matrimonio monogámico. Jesús apeló también a este pasaje sobre el principio para enseñar la indisolubilidad de la unión matrimonial, aduciendo que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre (Mt 19, 5 y par.). Así lo enseña también la Iglesia: Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor está establecida sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole, como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 48).
Gn 2, 25 Se expresa aquí la total armonía entre el hombre y su cuerpo, así como entre el varón y la mujer; armonía que va a quedar perturbada por el pecado narrado a continuación.
Gn 3, 1-24. El relato de la caída (Gn 3, 1-24) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre. La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres (Catecismo de la Iglesia Católica, 390). La Biblia nos enseña aquí el origen del mal, de todos los males que padece la humanidad, y especialmente de la muerte. El mal no viene de Dios, que creó al hombre para que viviese feliz y en amistad con Él, sino del pecado, es decir, del hecho de que el hombre quebrantó el mandamiento divino, destruyendo así la felicidad para la que fue creado y la armonía con Dios, consigo mismo, y con la creación. El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador (cfr Gn 3, 1-11), y, abusando de su libertad desobedeció el mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cfr Rm 5, 19). En adelante todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad (Catecismo de la Iglesia Católica, 397).
En la descripción de ese pecado de origen y de sus consecuencias el autor sagrado se sirve del lenguaje simbólico -así el jardín, el árbol, la serpiente- para expresar una gran verdad de orden histórico y religioso: que el hombre al comienzo de su andadura en la tierra desobedeció a Dios, y que ésa es la causa de que exista el mal. Se descubre, al mismo tiempo, el proceso y las consecuencias de todo pecado, en el que los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el “seréis como dioses” (Gn 3, 15) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 6).
Gn 3, 1 La serpiente representa al diablo, un ser personal que intenta torcer los designios de Dios y perder al hombre. En efecto, tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cfr Gn 3, 1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cfr Sb 2, 24). La Escritura y la tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satanás o diablo (cfr Jn 8, 44; Ap 12, 9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. “El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos” (Conc. de Letrán IV) (Catecismo de la Iglesia Católica, 391).
Gn 3, 2-5. Se presenta, con un realismo excepcional, la táctica del diablo en la tentación: falsea la verdad de lo que Dios ha dicho, introduce la sospecha sobre las intenciones y planes divinos, y, finalmente, presenta a Dios como enemigo del hombre.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del “padre de la mentira” se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: “Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios” como se expresa San Agustín (cfr De civitate Dei 14, 28). El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación, y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión basándose en el presupuesto de que determina la radical “alienación” del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y una praxis histórico–sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su “muerte”. Esto es un absurdo conceptual y verbal (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 38).
Gn 3, 6 De esta forma, ambos, el hombre y la mujer, desobedecieron el mandato de Dios. El Génesis no habla de una manzana, sino de un fruto misterioso que tiene un valor simbólico. El pecado de Adán y Eva fue de desobediencia.
El hagiógrafo nos va llevando al desenlace con una magistral descripción psicológica de la tentación: entretenimiento con el tentador, duda acerca de la veracidad de Dios, cesión ante las apetencias de los sentidos. Este pecado, comenta también Juan Pablo II, constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía de la salvación. (…) Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la palabra de Dios, que crea el mundo. (…) La desobediencia significa, precisamente, pasar aquel límite que permanece insuperable para la voluntad y la libertad del hombre como ser creado. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede “conocer el bien y el mal” como si fuera Dios. Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consustancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La “desobediencia” como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 33-36).
Gn 3, 7-13. Comienza aquí la descripción de los efectos del pecado de origen. El hombre y la mujer han conocido el mal y lo proyectan, antes que nada, a lo que les es más propio e inmediato: sus propios cuerpos. Se ha roto la armonía interior descrita en Gn 2, 25, y surge la concupiscencia. Se rompe al mismo tiempo la amistad con Dios, y el hombre rehúye su presencia para no ser visto en su desnuda realidad. ¡Como si su Creador no le conociese! Se rompe también la armonía entre el hombre y la mujer: él echa la culpa a ella, y ella a la serpiente. Pero los tres han tenido su parte de responsabilidad, por lo que a los tres se les va a anunciar el castigo.
La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cfr Gn 3, 7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cfr Gn 3, 11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cfr Gn 3, 16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cfr Gn 3, 17.19). A causa del hombre la creación es sometida a la “servidumbre de la corrupción” (Rm 8, 21). Por fin la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cfr Gn 2, 17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue tomado” (Gn 3, 19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cfr Rm 5, 12) (Catecismo de la Iglesia Católica, 400).
Gn 3, 14-15. El castigo que Dios impone a la serpiente incluye el enfrentamiento permanente entre la mujer y el diablo, entre la humanidad y el mal, con la promesa de la victoria por parte del hombre. Por eso se ha llamado a este pasaje el Protoevangelio: porque es el primer anuncio que recibe la humanidad de la buena noticia del Mesías redentor. Es obvio que herir en la cabeza es producir una herida mortal, mientras que la herida en el talón es curable.
Como enseña el Concilio Vaticano II, Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo (cfr Jn 1, 3), da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cfr Rm 1, 19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó además personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación (cfr Gn 3, 15) con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos cuantos buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras (cfr Rm 2, 6-7) (Dei verbum, 3).
La victoria contra el diablo la llevará a cabo un descendiente de la mujer, el Mesías. La Iglesia siempre ha entendido estos versículos en sentido mesiánico, referidos a Jesucristo; y ha visto en la mujer, madre del Salvador prometido, a la Virgen María como nueva Eva. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos a la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz, es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros Padres, caídos en pecado (cfr Gn 3, 15). (…) Por eso no pocos padres antiguos, en su predicación, gustosamente afirman: “El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe” (S. Ireneo, Adversus haereses 3, 22, 4); y, comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes” (S. Epifanio, Adversus haereses Panarium 78, 18), y afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino por Eva, por María la vida” (S. Jerónimo, Epistula 22, 21; etc.) (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 55-56).
En efecto, la mujer va a tener un papel importantísimo en esa victoria sobre el diablo, hasta el punto de que ya San Jerónimo, en su traducción de la Biblia al latín, la Vulgata, interpreta: ella (la mujer) te pisará la cabeza. Esa mujer es la Santísima Virgen, nueva Eva y madre del Redentor, que participa de forma anticipada y preeminente en la victoria de su Hijo. En ella nunca hizo mella el pecado y la Iglesia la proclama como la Inmaculada Concepción.
Si Dios no impidió que el primer hombre pecara fue, según explica Santo Tomás, porque Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Y el canto del Exultet: “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!” (S.Th. III, q. 1, a. 3 ad 3; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 412).
Gn 3, 16 Dirigiéndose a la mujer, Dios le comunica las consecuencias que para ella, como madre y esposa, van a seguirse del pecado. El dolor del parto significa además la presencia del dolor físico en la humanidad, como efecto del pecado. Asimismo, del pecado derivan los desórdenes en el ámbito familiar, y en especial en la relación entre marido y mujer, de los que se señala expresamente el dominio despótico del marido sobre la esposa. La discriminación de la mujer es aquí considerada como fruto del pecado, y, por tanto, vista por la Biblia como un mal. Del pecado deriva igualmente el oscurecimiento de la dignidad del matrimonio y de la familia que se difunde en muchas partes, como denuncia el Concilio Vaticano II: La dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el matrimonio queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Por otra parte, la actual situación económica, socio–psicológica y civil es origen de fuertes perturbaciones para la familia (Gaudium et spes, 47).
Gn 3, 17-19. Los efectos del pecado que se anuncian al varón están en estrecha relación con el encargo recibido de Dios: cultivar el jardín, o dicho de otro modo, dominar la tierra mediante su actividad, el trabajo. Por el pecado se ha roto la armonía entre el hombre y la naturaleza: el trabajo le resultará penoso, y será también ocasión de fuertes perturbaciones. En efecto, fruto del pecado son todas las formas de injusticia que se dan en el mundo laboral y en el dominio sobre los bienes de la tierra. Dios había destinado la tierra, y cuanto ella contiene, para uso de todo el género humano; pero sin embargo sucede que mientras numerosas muchedumbres carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia o malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras un pequeño número de hombres dispone de un amplísimo poder de decisión, otros están privados de toda iniciativa y toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y trabajo indignas de la persona humana (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 63).
Las consecuencias del pecado acompañarán al hombre hasta que vuelva a la tierra, es decir, hasta la muerte. Dios, sin embargo, no ha llevado a cabo de forma inmediata la amenaza anunciada en Gn 2, 17, y el hombre sigue viviendo sobre la tierra, aunque destinado a morir. Es, en este sentido, en el que San Pablo, a la luz de la obra de Cristo al que ve como el segundo Adán, explicará la realidad humana diciendo que por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo, y a través del pecado la muerte, y de esta forma la muerte llegó a todos los hombres, porque todos pecaron. (…) Si por el delito de uno solo la muerte reinó por medio de uno, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por medio de uno solo, Jesucristo (Rm 5, 12.17).
Gn 3, 21-24. Aun después de la caída, Dios cuida del hombre. Éste seguirá poblando la tierra, a pesar de la muerte, gracias a la maternidad de la mujer. Dios sigue cuidando al hombre y sale al paso de su estado de desnudez que le llenaba de temor y vergüenza. La situación histórica del hombre aparece con la expulsión del paraíso. Ahora el hombre conoce el bien y el mal; está privado de la felicidad para la que fue creado, y, destinado a la muerte, ansía la inmortalidad que, de hecho, sólo pertenece a Dios. Tal situación afecta a todos los hombres en virtud de aquel pecado. En efecto, sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cfr Conc. de Trento, De peccato originali). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto (Catecismo de la Iglesia Católica, 404).
Gn 4, 1-26. El autor sagrado continúa enseñando cómo se transmitió la vida humana a partir de los primeros padres, y cómo, al mismo tiempo, la vida del hombre sobre la tierra sigue marcada por el mal y el pecado. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes (Catecismo de la Iglesia Católica, 2259). Esto lo muestra la Escritura con el episodio de Caín y Abel que, recogiendo antiguas tradiciones, enseña cómo ya desde el comienzo de la humanidad el mal fue avanzando con la violencia y la injusticia: nada lo podría mostrar mejor que el asesinato del hermano inocente.
San Agustín ve un sentido más profundo en el hecho de que Caín naciese antes que Abel: He dividido la humanidad -escribe- en dos grandes grupos: uno, el de aquellos que viven según el hombre; y otro, el de los que viven según Dios. Místicamente damos a estos dos grupos el nombre de ciudades, que es decir sociedades de hombres. (…) El primer hijo de los dos primeros padres del género humano fue Caín, que pertenece a la ciudad de los hombres, y el segundo Abel, que forma parte de la ciudad de Dios.
En cada hombre comprobamos la verdad de estas palabras del Apóstol: “No es primero lo espiritual, sino lo natural; después lo espiritual” (1Co 15, 46). De donde se sigue que cada cual, por descender de un tronco dañado, necesariamente es primero malo y carnal, y será luego espiritual si, renaciendo en Cristo, adelantare en la virtud (De civitate Dei 15, 1).
Gn 4, 1 En el lenguaje bíblico, para designar la unión sexual del hombre y la mujer, se emplea el término conocer, indicándose así la profundidad humana de dicha relación, que, dándose a través del cuerpo, se sitúa al mismo tiempo en el ámbito de la inteligencia y de la voluntad.
El nombre de Caín encuentra su explicación en el texto bíblico por su parecido a la exclamación de Eva: He adquirido…, que en hebreo se dice qaniti. De esta forma se resalta la intervención de Dios en la generación del hijo. Una enseñanza constante en la Biblia será que los hijos son un don de Dios, y que es Dios quien otorga o niega la fecundidad. Consciente de esta verdad, la Iglesia recuerda a los esposos que en el deber de transmitir la vida humana y educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 50).
Gn 4, 3-8. Se refleja ya desde el principio la elección gratuita que Dios hace entre los hombres, prefiriendo a veces al más pequeño o al más débil, como en el caso de Isaac preferido a Ismael, Jacob preferido a Esaú, o David preferido a sus hermanos. El comienzo del pecado de Caín se manifiesta en no aceptar la preferencia divina por su hermano menor, y dejarse llevar por la ira, la envidia (cfr Sb 10, 3) y la tristeza. Esta actitud invalidaba sus ofrendas (v. 5). Aun así, Dios también ama a Caín y le invita a superar la tentación que le acecha (v. 7), obrando rectamente; pero Caín mató a su hermano Abel.
Caín es el prototipo del hombre perverso y homicida; Abel, el del hombre justo que sufre sin culpa la muerte violenta. De ahí que a Abel se le haya considerado como figura de Jesucristo, cuya sangre derramada en la cruz interpela a los hombres con más fuerza aún que la de Abel: Vosotros en cambio os habéis acercado a Jesús, mediador de la Nueva Alianza, y a la sangre derramada, que habla mejor que la de Abel (Hb 12, 24). Caín, en cambio, es tipo de todo hombre que odia a su prójimo, pues el odio supone el deseo de que el otro no exista. En este sentido escribe San Juan interpretando la historia de Caín: El mensaje que habéis oído desde el principio es éste: que nos amemos unos a otros. No como Caín que, siendo del Maligno, mató a su hermano. Y ¿por qué le mató? Porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran buenas… Todo el que aborrece a su hermano es un homicida; y sabéis que ningún homicida tiene en sí la vida eterna (1Jn 3, 11-12.15).
Suponiendo falta de rectitud de intención en las ofrendas de Caín, comenta San Beda el Venerable que los hombres a menudo se dejan aplacar por los dones de aquellos por quienes han sido ofendidos; Dios en cambio, que “descubre los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4, 12), no se deja aplacar por ningún otro don tanto como por la piadosa devoción del oferente. Una vez que haya comprobado la pureza de nuestro corazón, recibirá también nuestras oraciones y nuestras obras (Hexaemeron 2: in Gn 4, 4-5).
Gn 4, 9-16. La pregunta que Dios dirige a Caín resuena constantemente para cada hombre en relación con sus semejantes. Y la muerte por violencia de cualquier persona inocente es como un grito que está pidiendo justicia, y ante el que Dios no permanece indiferente: carga la conciencia de Caín con el peso de su culpa, si bien protege su vida marcándole con una señal para que nadie tome venganza. Se trata, en el contexto del relato, de una marca de protección más que de infamia. El que Caín, por su acción, sea alejado de la presencia de Dios y haya de caminar errante por la tierra significa la ruptura con Dios a causa del pecado.
La vida humana es sagrada -enseña la Iglesia- porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Catecismo de la Iglesia Católica, 2258).
Gn 4, 17-24. Al presentar la descendencia de Caín, el autor sagrado entiende que una parte de la humanidad, en concreto la que brota del primogénito de Adán, ha vivido separada de Dios. A ellos se les atribuye la construcción de ciudades y la invención de los oficios, así como también el inicio de la poligamia y la extralimitación en la venganza (v. 24). Aquel progreso material, impregnado al mismo tiempo de idolatría, fue siempre una tentación para los israelitas.
Los nombres de los descendientes de Caín se relacionan etimológicamente con el de las ciudades que construyen o los oficios que inventan. Pero conviene tener en cuenta que la Biblia no quiere darnos aquí una lección de la historia de los avances de la humanidad; sino más bien decirnos que la tierra se fue poblando según el mandamiento de Dios, y ofrecernos una visión del modo cómo, después de la creación del hombre, la humanidad se fue comportando en su relación con Dios.
Gn 4, 25-26. Ésta es la parte de la humanidad que mantuvo el conocimiento del verdadero Dios que, en su momento, se revelaría a Abrahán (cfr cap. Gn 12, 1-20) y a Moisés (cfr Ex 3, 14). El nombre de Set se explica etimológicamente; pero ahora no en relación con oficios o ciudades (cfr nota a Gn 4, 17-24), sino en relación con Dios: Set recibe este nombre, porque Dios lo ha otorgado a Eva en lugar de Abel. Ésta será la línea de los descendientes de Adán y Eva de la que surgirá el pueblo elegido, mediante la llamada de Abrahán. Si en relación a los descendientes de Set no se hace mención de que se dedicaran a ningún nuevo oficio, es quizá para mostrar que su aportación específica a la humanidad fue mantener el conocimiento del verdadero Dios, un valor superior a todo lo demás.
De manera figurada -explica San Beda- Enós, el hijo de Set, significa el pueblo cristiano que, por la fe y el sacramento de la pasión y resurrección del Señor, nace diariamente, en todo el orbe, del agua y del Espíritu Santo. Este pueblo (…) suele invocar, en todo lo que hace, el auxilio del nombre del Señor, diciendo: Padre nuestro que estás en el cielo; santificado sea tu nombre (Hexaemeron 2: in Gn 4, 25-26).
Gn 5, 1-32. En esta relación de los descendientes de Adán se recogen nombres y tradiciones de antepasados famosos que, según los estudiosos de la Biblia, han podido llegar al texto inspirado a través de la tradición sacerdotal. Quiere mostrar cómo se fue multiplicando la especie humana a partir del mandamiento de Dios recogido en Gn 1, 28. No se menciona a Caín, pues el texto ofrece solamente la descendencia de Set, de la que surgirá a la postre el pueblo elegido.
Los años de vida de los patriarcas tienen un valor simbólico, no matemático. En efecto, en el conjunto de la lista se aprecia que los años de la vida del hombre van descendiendo a medida que la humanidad se aleja del momento originario de la vida, es decir de Dios, y va degenerando con la presencia del mal. Responde en cierto modo a la mentalidad expresada en Pr 10, 27: El temor de Yahwéh acrece los días; mas los años de los impíos serán acortados. Por eso, cuando la humanidad se pervierte más, Dios rebaja la cifra de años a ciento veinte (cfr Gn 6, 3).
Esta genealogía, como las restantes que aparecen en la Biblia, nos hace percibir el valor de la generación humana. Mediante la generación, el hombre cumple el mandato originario de Dios de crecer, multiplicarse y dominar la tierra; además, coopera con los planes salvadores de Dios, ya que éstos se realizarán mediante la elección de un pueblo surgido de una de esas ramas genealógicas del que nacerá Jesucristo. En el Evangelio de San Lucas, para subrayar el alcance universal de la redención obrada por Cristo, se enlaza su genealogía con el mismo Adán, padre de judíos y de gentiles (cfr Lc 3, 23-38).
Gn 5, 3 La imagen y semejanza divinas con las que fue creado Adán, el primer hombre, se transmiten mediante la generación a todos sus descendientes. Éstos, en efecto, son imagen y semejanza del primer hombre, como éste lo es a su vez de Dios. La imagen y semejanza está impresa, por tanto, en todo ser humano, independientemente de su raza o de su comportamiento. De ahí que la primera actitud de cada uno frente a los demás debe ser respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 72). cfr nota a Gn 1, 2.
Gn 5, 21-24. Tres rasgos distinguen a Henoc de los demás patriarcas: sólo vive 365 años, cifra perfecta ya que coincide con el número de días que tiene el año solar; se dice de él que caminó con Dios, resaltando así su santidad; y, finalmente, que no murió, sino que Dios lo llevó consigo. Por todo esto, llegó a ser un personaje apreciado y venerado en la tradición judía (cfr Si 44, 16; Si 49, 14; Hb 11, 5), al que se atribuían libros de revelación. La Carta de San Judas le designa como un profeta que denuncia los pecados de la humanidad (cfr Judas 14-15).
Gn 5, 29 La tradición de la Iglesia ha considerado con frecuencia a Noé como figura de Cristo. Así Orígenes, al comentar este versículo, observa que estas palabras encontraron su verdadero cumplimiento en nuestro Salvador: Fijándote en nuestro Señor Jesucristo, de quien se dice: “he aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29) y que “nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros objeto de maldición” (Ga 3, 13), y que afirma de sí mismo: “venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29), te darás cuenta de que es Él quien realmente dio descanso a los hombres y liberó la tierra de la maldición con la que Dios la había maldecido (Homiliae in Genesim 2, 3).
Gn 5, 32 De Noé surgirán tres razas distintas, que son las que el autor considera existentes en la humanidad: semitas, camitas y jafetitas. La distribución de los pueblos según su raza y la procedencia de cada uno de estos antepasados se expone en Gn 10, 1-32.
Gn 6, 1-8. La propagación del mal y del pecado acompañó desde el principio a la expansión de la humanidad. Así lo reflejaba el episodio de Caín y Abel, y así se quiere resaltar en este relato un tanto oscuro que tiene rasgos de la antigua tradición yahvista.
Gn 6, 1-4. Aludiendo quizá a un mito que corrió en la antigüedad, según el cual los gigantes procedían de la unión de seres superiores con mujeres, el hagiógrafo resalta hasta qué punto había llegado el pecado y el desorden en la humanidad. En este pasaje se explica que la vida humana tiene un límite máximo como consecuencia del castigo divino por el pecado.
Se nos escapa el sentido preciso que tiene aquí la expresión hijos de Dios. La tradición judía y algunos escritores cristianos antiguos entendieron que se refería a los ángeles caídos; pero tal explicación no es conforme con la naturaleza espiritual de los ángeles. Por eso se les ha interpretado como los hombres justos, los descendientes de Set, que tomarían indiscriminadamente mujeres descendientes de Caín, llamadas hijas de los hombres. Así lo entendieron San Agustín (De civitate Dei 15, 23), San Juan Crisóstomo (Homiliae in Genesim 22, 4), San Cirilo de Alejandría (Glaphyra in Genesim 2, 2) y otros Santos Padres. La perversión de la humanidad por su soberbia y sus abusos en el matrimonio, prepara el posterior relato del diluvio.
Gn 6, 5-8. Con estas severas palabras el texto bíblico muestra hasta qué punto había llegado la corrupción de la humanidad. Enseña, asimismo, la absoluta soberanía de Dios, que tiene poder para hacer desaparecer a la raza humana de la faz de la tierra.
El proyecto divino al crear al hombre parece haber fracasado; de ahí esa decisión de Dios, expresada en términos tan humanos, de destruir su propia obra. Pero no va a suceder así: la humanidad se salvará por la fidelidad de un hombre, Noé; y la tierra volverá a repoblarse tras el diluvio. Se inician así dos temas importantes en la Biblia sobre la relación entre Dios y el hombre: primero, que Dios ama cuanto ha creado, y sus intervenciones, aunque sean en forma de castigo, se orientan a la salvación del hombre; segundo, que el hombre justo, o un pequeño resto de personas fieles, es causa de salvación para toda la humanidad. Es en este sentido en el que también los Santos Padres vieron en Noé una figura de Jesucristo, ya que por la obediencia de Éste, la misericordia de Dios llega a todos los hombres.
Jesucristo recuerda este episodio del Génesis para advertirnos de que hemos de estar siempre vigilantes y preparados para recibirle en su segunda venida: Lo mismo que en el tiempo de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Pues, como en los días que precedieron al diluvio comían y bebían, tomaban mujer o marido hasta el día mismo en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta sino cuando llegó el diluvio y los arrebató a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre (Mt 24, 37-39).
Gn 6, 9-Gn 8, 22. El diluvio es la consecuencia del rechazo de la ley de Dios por parte del hombre; rechazo que ya había comenzado con Adán y Eva. Dios castiga la desobediencia del hombre haciendo que se rompa el orden que había establecido en la naturaleza para bien del mismo hombre. Así, las aguas de arriba y las de abajo, que sabiamente Dios había separado de la tierra (cfr Gn 1, 7), irrumpen conjuntamente sobre ella con toda su fuerza (cfr Gn 7, 11). Se produce de nuevo el caos, y la humanidad está a punto de desaparecer. Se hace necesario como un nuevo comienzo tras una profunda purificación. La Biblia nos ofrece así una impresionante lección del destino de la humanidad, cuando ésta se aleja de Dios rechazando las leyes impresas en la misma creación.
En muchas religiones, no sólo del antiguo Próximo Oriente sino de otras partes del mundo, se encuentran relatos relacionados con una destrucción de la humanidad o gran parte de ella en tiempos inmemoriales, producida bien por el agua, o por el fuego, o por algún cataclismo. Responden por lo común a la creencia en divinidades maléficas, al miedo ante ellas, o al sentimiento de una necesaria purificación. En concreto, entre los sumerios y babilonios circulaban leyendas míticas con rasgos parecidos a los que encontramos en el relato bíblico. Pero hay una diferencia fundamental: la Biblia presenta el diluvio como consecuencia del pecado de la humanidad, y como un nuevo punto de partida para que el verdadero Dios, Creador del mundo y del hombre, lleve a cabo sus planes de salvación mediante un resto del que surgirá más adelante Abrahán, padre del pueblo elegido.
Gn 6, 19 El destino de los animales queda estrechamente asociado al del hombre, tanto en el castigo, como en la salvación. Es una forma de recordar que toda la creación está ordenada al hombre y participa del destino de éste. San Pablo, a la luz de la redención de Cristo, expresará esta misma verdad diciendo que la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rm 8, 20-21).
Gn 7, 4 Sobre los siete días que tardó en desencadenarse el diluvio, San Ambrosio, siguiendo a 1P 3, 20 que habla de la paciencia de Dios en aquellos momentos, explica que el Señor dio un tiempo para la penitencia, porque prefiere perdonar más que castigar (De Noe et arca 13, 42).
Gn 7, 5 Frente a la desobediencia de Adán, origen de toda maldad sobre la tierra, Noé cumplió con perfección exquisita las indicaciones del Señor hasta en sus más pequeños detalles (cfr Gn 6, 22). Por su obediencia Noé será exaltado como creyente que pone por obra su fe en Dios: Por la fe, Noé, prevenido por Dios acerca de lo que aún no se veía, construyó con religioso temor un arca para la salvación de su familia, y por esta fe condenó el mundo y fue hecho heredero de la justicia que es según la fe (Hb 11, 7).
Gn 7, 7 El arca, construida según el diseño dado por el mismo Dios a Noé (cfr Gn 6, 14-16), es el medio por el que se salvan cuantos entran en ella. Todo lo que quede fuera perecerá. En este sentido los Santos Padres vieron en el arca una figura de la Iglesia. El mandar Dios a Noé que construya un arca para escapar en ella con los suyos de la devastación del diluvio, es, sin duda -afirma San Agustín-, una figura de la ciudad de Dios que peregrina en este mundo, es decir, de la Iglesia, que se salva por el leño en que pendió el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús. Las medidas de su longitud, altura y anchura son un símbolo del cuerpo humano, en cuya realidad vino a los hombres.(…) La puerta abierta en un costado del arca significa, indudablemente, la herida que la lanza abrió al atravesar el costado del crucificado. Los que vienen a Él entran por ella, porque de ella manaron los sacramentos, con los que son iniciados los creyentes (De civitate Dei 15, 26).
Gn 8, 6-12. El envío del cuervo y de la paloma indican la ansiedad y la esperanza de los ocupantes del arca por alcanzar la salvación; además, pone de relieve la sabiduría de Noé y, una vez más, la armonía que debe reinar entre el hombre y los animales para conseguir efectos saludables. A partir de este memorable episodio, tanto la paloma como la rama de olivo han adquirido el simbolismo de paz y de colaboración que hoy tienen en la civilización moderna.
En la tradición cristiana, la paloma vino a ser una figura del Espíritu Santo. Apoyándose en esta imagen, Ruperto de Deutz ofrece una aplicación espiritual de todo este pasaje: La paloma que Noé envió del arca, significa al Espíritu Santo. Y la envió tres veces, porque cada alma fiel saca de los sacramentos de Cristo o de la Iglesia una triple gracia del Espíritu Santo. La primera gracia es la remisión de los pecados; la segunda, la distribución de los diversos dones; la tercera, la remuneración en la resurrección de los muertos. (…) Por tanto, el primer envío de la paloma significa la remisión de los pecados que Cristo, el verdadero Noé, envió inmediatamente después de su resurrección, cuando sopló y dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, le son retenidos” (Jn 20, 23). (…) Enviada por segunda vez, la paloma regresó al atardecer, trayendo en su pico una hoja verde de olivo, porque por segunda vez fue dado el Espíritu Santo a los apóstoles el día de Pentecostés, el cual, al final de la vida de cada uno de ellos, les llamó al descanso de la Iglesia celestial con el eterno premio de la paz perfecta. Enviada la paloma por vez tercera, ya no volvió, porque después de la resurrección de los muertos -que será la tercera efusión del Espíritu Santo- ya no serán enviados para volver otra vez, porque saldrán no para trabajar, sino para reinar eternamente. Así también a los elegidos esta misma paloma les llega tres veces: primero, cuando son bautizados para la remisión de los pecados; segundo, al recibir la imposición de manos del obispo; tercero -como ya he dicho- en la resurrección de los muertos. (Commentarium in Genesim 4, 23).
Gn 8, 13 El año seiscientos uno de la vida de Noé.
Gn 8, 15-19. Con la orden dada por Dios (v. 15) de salir del arca queda claro que no es el hombre quien toma la iniciativa, sino Dios mismo quien hace donación al hombre y a los animales de una tierra rejuvenecida y renovada. A partir de ahora el Señor no abandonará a los hombres. La tierra ha sido purificada de la humanidad pecadora y comienza un período nuevo al ser poblada por Noé y sus hijos. El elemento de purificación han sido las aguas del diluvio, a través de las cuales también se ha salvado Noé en el arca. El agua adquiere aquí un doble simbolismo: de destrucción y purificación del mal por una parte, y de medio de salvación y comienzo de una etapa nueva por otra. Este simbolismo del agua se acentuará aún más en el paso del Mar Rojo, cuyas aguas fueron causa de muerte para los egipcios, y de salvación para los israelitas (cfr Ex 14, 15-31). Este mismo simbolismo está presente en el sacramento del Bautismo en el cual, mediante el agua, Dios borra el pecado y hace renacer al hombre a una nueva vida. La analogía entre el diluvio y el Bautismo la encontramos ya en el Nuevo Testamento, cuando se dice que en el arca unos pocos -ocho personas- fueron salvados a través del agua. Esto era figura del bautismo, que ahora os salva, no por quitar la suciedad del cuerpo, sino por pedir firmemente a Dios una conciencia buena, en virtud de la resurrección de Jesucristo (1P 3, 20-21).
La tradición cristiana profundizó la tipología del diluvio y del arca siguiendo esa misma línea. Escribe San Beda: El arca significa la Iglesia; el diluvio, el agua del bautismo, por la que la Iglesia, en todos sus miembros, es lavada y santificada (Hexaemeron 2: in Gn 6, 13-14). En la bendición del agua bautismal durante la Vigilia Pascual, la liturgia invoca a Dios recordando el diluvio: Oh Dios que, incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad (Misal Romano, Vigilia Pascual, 42). cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1219.
Gn 8, 20-22. El autor sagrado resalta este primer sacrificio ofrecido a Dios por la humanidad surgida del diluvio. De esta forma se expresa tanto el reconocimiento de Dios por parte del hombre, como la aceptación y complacencia divinas ante este gesto de la humanidad. Descrita en forma antropomórfica, esa complacencia divina se manifiesta especialmente en el propósito, por parte de Dios, de no castigar al hombre en el futuro, pues está inclinado al mal por su propia naturaleza heredada de Adán. Por eso, ante la debilidad del hombre, Dios se compromete a mantener por siempre el orden cósmico impuesto en la creación.
Dar a Dios el culto debido -tanto interno, como externo- forma parte de las obligaciones que el hombre lleva inscritas en su naturaleza. En efecto, mediante el culto y, en concreto, mediante alguna forma de sacrificio, el hombre reconoce a Dios como su Creador y Señor, a quien debe todo lo que es y tiene, incluso la propia vida. Ese reconocimiento de Dios es una forma de oración, pues la oración -enseña el Catecismo de la Iglesia Católica- se vive primeramente a partir de las realidades de la creación. Los nueve primeros capítulos del Génesis describen esta relación con Dios como ofrenda hecha por Abel de los primogénitos de su rebaño (cfr Gn 4, 4), como invocación del nombre divino por Enós (cfr Gn 4, 26), como “caminar con Dios” (cfr Gn 5, 24). La ofrenda de Noé es “agradable” a Dios que le bendice y, a través de él, bendice a toda la creación (cfr Gn 8, 20-Gn 9, 17), porque su corazón es justo e íntegro; también él “camina con Dios” (cfr Gn 6, 9). Este carácter de la oración ha sido vivido en todas las religiones, por una muchedumbre de hombres piadosos. En su alianza indefectible con todos los seres vivientes (cfr Gn 9, 8-16), Dios llama siempre a los hombres a orar. Pero, en el Antiguo Testamento, la oración se revela sobre todo a partir de nuestro padre Abrahán (n. 2569).
Por otra parte, desde una perspectiva cristiana, los diferentes sacrificios que se mencionan a lo largo de la historia de la salvación, tal como viene narrada en el Antiguo Testamento, son figuras proféticas que apuntan hacia el sacrificio perfecto y definitivo que Cristo ofreció en la Cruz, y que se perpetúa, a través de los siglos, en el santo Sacrificio de la Misa. Comentando nuestro pasaje, San Beda observa: Como Abel consagró el inicio de la primera edad del mundo mediante un sacrificio a Dios, así Noé el inicio de la segunda; y -después de recordar los sacrificios ofrecidos por Abrahán, Melquisedec, los patriarcas, reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento- continúa diciendo: Todos estos sacrificios eran figuras de nuestro supremo Rey y verdadero sacerdote que en el altar de la santa cruz ofreció a Dios la hostia de su cuerpo y su sangre (Hexaemeron 2: in Gn 8, 21).
Gn 9, 1-7. En el texto sagrado, se describe ahora el nuevo orden de cosas surgido del diluvio. Noé y sus hijos reciben de Dios, en primer lugar, las mismas bendiciones que Adán y Eva después de ser creados: la fecundidad y el dominio sobre la tierra; a continuación reciben una nueva disposición divina: que los animales les sirvan de alimento, pues, según el hilo de la narración bíblica, antes de la caída, en el paraíso (cfr Gn 1, 29) sólo disponían de las plantas. Ahora, en la nueva situación de la humanidad, después del pecado original, se ha roto la paz de los orígenes y ha aparecido la violencia en la creación. Por último, Dios les prohíbe dos cosas: comer carne con sangre, y el homicidio. La primera de ellas refleja la cultura de una época en la que se consideraba la sangre sede de la vida; por tanto, incluso cuando se trata de animales, esa vida se ha de respetar de algún modo, cuidando de no comer carne que tenga sangre y reconociendo así que la vida es de Dios. La segunda prohibición hace referencia a la vida humana, que siempre es sagrada porque todo hombre -vuelve a recordarse- es imagen y semejanza de Dios. Como en el caso de Caín y Abel, Dios no permanece indiferente cuando se arrebata la vida a un ser humano, cualquiera que sea.
Gn 9, 8-17. La promesa que Dios había hecho, al mostrar su agrado ante el sacrificio de Noé, de no enviar más un diluvio sobre la tierra (cfr Gn 8, 20-22), la renueva ahora en el marco de una alianza que afecta a toda la creación, y que se ratifica mediante una señal: el arco iris.
Comienza así la historia de las diversas alianzas que Dios libremente va estableciendo con los hombres. Esta primera alianza con Noé se extiende a toda la creación purificada y renovada por el diluvio. Después vendrá la alianza con Abrahán, que afectará sólo a él y a sus descendientes (cfr Gn 17, 1-27). Finalmente, bajo Moisés, establecerá la alianza del Sinaí (cfr Ex 19, 1-25), también limitada al pueblo de Israel. Pero como los hombres no fueron capaces de guardar estas sucesivas alianzas, Dios prometió, por boca de los profetas, establecer en los tiempos mesiánicos una nueva alianza: Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos mi pueblo (Jr 31, 33). Esta promesa se cumplió en Cristo, como él mismo dijo al instituir el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros (Lc 22, 20).
De ahí que los padres y escritores eclesiásticos hayan visto en el arco iris el primer anuncio de esta nueva alianza. Así, por ejemplo, Ruperto de Deutz escribe: En él Dios estableció con los hombres una alianza por medio de su Hijo Jesucristo; muriendo Éste en la cruz, Dios nos reconcilió consigo, lavándonos de nuestros pecados en su sangre, y nos dio por medio de Él el Espíritu Santo de su amor, instituyendo el bautismo de agua y del Espíritu Santo por el que renacemos. Por tanto, aquel arco que aparece en las nubes es signo del Hijo de Dios. (…) Es signo de que Dios no volverá a destruir toda carne mediante las aguas del diluvio; el Hijo de Dios mismo, a quien una nube recubrió, y el que está elevado más allá de las nubes, por encima de todos los cielos, es para siempre un signo recordatorio a los ojos de Dios Padre, un memorial eterno de nuestra paz: después de que Él en su carne destruyó la enemistad, está firme la amistad entre Dios y los hombres, que ya no son siervos, sino amigos e hijos de Dios (Commentarium in Genesim 4, 36).
Gn 9, 18-28. De los hijos de Noé surgirán de nuevo pueblos y naciones, tal como se describe con detalle en el capítulo siguiente. Ahora, se ofrece una visión general de lo que será el destino y las relaciones entre esos pueblos, mediante el relato de las bendiciones proféticas que Noé había dirigido a sus hijos.
Además, dos rasgos han de destacarse en este pasaje. Primero la confirmación de que, tras el diluvio, el hombre sigue inclinado al mal que aflora nuevamente en la humanidad. Así, el abuso del vino por parte de Noé y la perturbación en las relaciones familiares: la falta de respeto de Cam hacia su padre, y la división entre los hermanos. Con esta división comienzan las luchas entre los pueblos, que culminarán con la soberbia que precede a la construcción de la torre de Babel. El segundo rasgo que hay que destacar es la explicación del predominio de los israelitas, descendientes de Sem, sobre los cananeos. Estos últimos recibieron en su antepasado (Cam o Canaán) la maldición de estar sometidos a sus hermanos: a Sem y a Jafet, es decir, a los israelitas y a los pueblos descendientes de Jafet.
Gn 10, 1-32. Todos los pueblos proceden, según esta lista genealógica, de los hijos de Noé, y así, de nuevo, la Biblia enseña la unidad de todo el género humano. Los pueblos de Mesopotamia y Asiria se consideran, como los hebreos, descendientes de Sem; los pueblos del sur, como Egipto (Misraim) y Etiopía (Cus), descendientes de Cam; entre ellos se sitúa a los cananeos porque, aunque son ciertamente de raza semita, su nombre se parece al de Cam, y se les ve, además, como enemigos de Israel; y, finalmente, los pueblos de Asia Menor y del Mediterráneo se consideran descendientes de Jafet. Queda así presentado el mapa etnográfico más completo de la antigüedad. Las relaciones familiares, así como las relaciones entre los pueblos, reflejan la convicción de que todos han de convivir pacíficamente como miembros de una misma familia.
En la elaboración de estas genealogías se tiene en cuenta la vecindad geográfica de los diversos pueblos, la semejanza de los nombres, y las tradiciones populares sobre algunos héroes como el caso de Nimrod en el v. 8. Lo más importante, sin embargo, es que esta lista sirve para presentar el cumplimiento de la bendición de Dios a Noé y sus hijos: Creced, multiplicaos y llenad la tierra (Gn 9, 1), y la gratuidad de la elección de Israel por parte del Señor entre tantos y tantos pueblos existentes en la tierra.
Gn 11, 1-9. Este texto continúa presentando el crecimiento del mal entre la humanidad (cfr Gn 8, 21; Gn 9, 20-27), y, como una de sus consecuencias, la dispersión y la ruptura de la unidad establecida originariamente por Dios. En efecto, el texto sagrado habla primero de la humanidad todavía bien unida, como viniendo de Oriente, donde habría tenido lugar su origen, y estableciéndose en las llanuras de Mesopotamia, llamadas Sinar (cfr Gn 10, 10). Pero es una humanidad llena de orgullo y de soberbia, que quiere ser famosa y tener garantizada su seguridad por sí misma, llegando hasta el cielo. Tal actitud queda reflejada en la construcción de aquella imponente torre, de la que pueden dar idea las torres–templo de Mesopotamia, los zigurats, en cuyas altas terrazas los babilonios creían tener acceso a la divinidad, dominándola.
Al mismo tiempo, el texto viene a explicar por qué existen tantas lenguas, considerando este hecho como un signo de la división e incomprensión entre los hombres y los pueblos. Se apoya en el significado popular de la palabra Babel, en relación con la hebrea balbalah, confusión; pues, en realidad, Babel significa puerta de Dios. Son procedimientos literarios empleados para exponer convicciones profundas: en este caso, que la desunión de la humanidad es fruto de su soberbia y de su pecado.
Babel se convierte así en lo contrario a Jerusalén, ciudad a la que según los profetas confluirán todos los pueblos (cfr Is 2, 2-3). Y será en la Iglesia, nueva Jerusalén, donde los hombres de todos los pueblos, razas y lenguas se unirán en la fe y en el amor, tal como queda reflejado en el acontecimiento de Pentecostés (cfr Hch 2, 1-13). Aquí, al revés que en Babel, todos comprenderán la misma lengua. En la historia de la humanidad, en efecto, la Iglesia es como signo o sacramento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano (cfr Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 1).
Gn 11, 4 La frustración de los planes del hombre contra Dios la explica así San Agustín: Mas, ¿qué iba a hacer la vana presunción de los hombres? Por más que levantaran una mole de piedra hacia el cielo y contra Dios, ¿cuándo transcendería los montes? ¿Cuándo escaparía al espacio de este aire terrestre? ¿En qué puede dañar a Dios cualquier elevación de cuerpo o espíritu por grande que sea? El camino verdadero y seguro para llegar al cielo es la humildad. Ella levanta el corazón en alto hacia el Señor, no contra el Señor (De civitate Dei 16, 4).
Este nuevo pecado de la humanidad es, en el fondo, del mismo género que el cometido en el Paraíso, y como una continuación de aquél. Es el pecado de soberbia que asalta constantemente al hombre y que queda magníficamente descrito en las siguientes palabras de San Josemaría Escrivá cuando comenta el pasaje de 1Jn 2, 16: Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos. La lucha contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente que esa pasión muere un día después de que cada persona muera. Es la altivez del fariseo, a quien Dios se resiste a justificar, porque encuentra en él una barrera de autosuficiencia. Es la arrogancia, que conduce a despreciar a los demás hombres, a dominarlos, a maltratarlos: porque donde hay soberbia allí hay ofensa y deshonra (Pr 11, 2) (Es Cristo que pasa, 6).
Gn 11, 10-26. Con esta nueva lista de los descendientes de Sem se prepara de forma inmediata la narración de la llamada de Abrahán por parte de Dios, situando el origen del pueblo de Israel, descendiente de Abrahán, en el contexto de la historia universal. Algunos de los nombres que ahí aparecen son idénticos, según la arqueología, a los de ciudades o regiones de Mesopotamia a comienzos del segundo milenio a.C.
Estos patriarcas son diez, el mismo número que los presentados antes del diluvio (cfr cap. 5); y vuelve a llamar la atención el número de años que viven, aunque sea inferior al de aquellos. No parece que el autor sagrado encuentre contradicción con el dato de Gn 6, 3 donde se limitaba la edad del hombre a ciento veinte años; quizá se está queriendo decir que sobre estos patriarcas no recayó aquella sentencia divina, porque, como descendientes de Noé, no fueron partícipes de los pecados que la produjeron.
Gn 11, 27-Gn 50, 26. Comienza la historia de los patriarcas, los padres del pueblo de Israel, presentada como una historia de clanes y de tribus, en el marco de una sucesión cronológica y con referencia a unos lugares geográficos de medio Oriente: Mesopotamia, Palestina y Egipto, que, mirados en un mapa, forman como una media luna creciente, por lo que a estos países se les llama el creciente fértil. Abrahán aparece como el padre de Ismael y de Isaac. De Ismael surgirán los ismaelitas (o árabes); de Isaac, el pueblo elegido. Isaac es el padre de Esaú y de Jacob. Esaú se identifica con Edom; Jacob (o Israel) será el padre de doce hijos, que bajaron a Egipto y cuyos descendientes subieron de allí formando las doce tribus, el pueblo de Israel. Esto último pertenece ya al libro del Éxodo.
Las tradiciones sobre los patriarcas debieron de ser conservadas durante largo tiempo en forma oral, como historias de familia y de clanes, o vinculadas a lugares sagrados de Canaán. Con tales historias se enseñaba el origen de las doce tribus y de otros pueblos vecinos, sus rasgos característicos, su relación con Dios y con el lugar en que habitaban. Al ser recogidas más tarde por el texto bíblico, tales tradiciones son presentadas fundamentalmente con una dimensión religiosa, e integradas en una visión de conjunto de la historia de Israel; pero conservan, al mismo tiempo, rasgos peculiares del momento en que surgieron y de la forma que dichas tradiciones fueron adquiriendo al ser transmitidas. Esto puede verse en el hecho de que en ellas se encuentran trazos de las costumbres y situaciones propias de aquellas antiguas épocas, tal como muestra la arqueología, si bien sólo en Gn 14 se dan nombres concretos de reyes de la zona de Canaán con quienes estuvieron en relación los patriarcas.
En la redacción final del libro del Génesis las tradiciones sobre los patriarcas vienen agrupadas según los personajes a que se refieren, y así se distingue el ciclo de Abrahán (caps. 12-25); el ciclo de Isaac (cap. 26); el ciclo de Jacob (caps. 27-35) y la historia de José (caps. 37-50).
Con la historia patriarcal, la Biblia quiere enseñar ante todo cómo se lleva a cabo el designio de Dios de elegirse un pueblo para realizar con él una alianza, la del Sinaí, que viene preparada a su vez mediante las alianzas hechas por el mismo Dios con los patriarcas. Con Abrahán comienza a realizarse concretamente el proyecto salvador de Dios. Como enseña el Concilio Vaticano II en su tiempo, Dios llamó a Abrahán para hacerlo padre de un gran pueblo (cfr Gn 12, 2-3), al que luego instruyó por los patriarcas, por Moisés y por los profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperaran al Salvador prometido; y de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio (Dei verbum, 3).
Gn 11, 27-30. Las demás ramas de los descendientes de Sem se han ido dejando de lado, y la atención se centra aquí en la familia de Téraj, de la que saldrá Abrahán, que será el protagonista de la narración. Así el texto da a conocer los nombres originarios de los antepasados de Israel, Abrahán y Sara, la familia a la que éstos pertenecían, su lugar de procedencia y las circunstancias que contribuyeron a su instalación en Canaán. Todo ello pasará a formar parte de la historia y la fe del pueblo de Israel, como leemos en Jos 24, 2-4: Esto dice el Señor, Dios de Israel: al otro lado del río habitaban antiguamente vuestros antepasados, Téraj, padre de Abrahán y de Najor, y servían a otros dioses. Yo tomé a vuestro padre Abrahán del otro lado del río… (cfr Dt 26, 5).
Al presentar la figura de Abrahán, la Biblia entronca realmente con la historia concreta de los pueblos y de los acontecimientos del antiguo Próximo Oriente. En lo narrado hasta aquí (caps. 1-11) presenta más bien la prehistoria, llenando un período inmenso de tiempo: el que va desde la creación del mundo y del hombre hasta los comienzos del segundo milenio antes de Cristo, época en que hay que situar a los patriarcas. Por otra parte, en ese contexto histórico es en el que realmente podemos decir que la humanidad ha alcanzado verdadero desarrollo cultural, tal como se refleja en las grandes civilizaciones de Mesopotamia y Egipto. Es entonces cuando, mediante la llamada de Dios a Abrahán, comienza a realizarse el proyecto de salvación que Dios tenía sobre la humanidad.
Gn 11, 31 La ciudad de Ur, de donde procedían los antepasados de Abrahán, se encontraba al sur de Mesopotamia, a orillas del Éufrates, cerca del Golfo Pérsico. Jarán, punto de llegada de la primera migración, estaba situada al noroeste, entre los cursos superiores del Tigris y el Éufrates. Es de aquí de donde parte Abrahán. No sabemos exactamente ni el tiempo ni el grupo semita al que pertenecía. La designación de arameo errante en Dt 26, 5 se refiere propiamente a Jacob, y es demasiado genérica para identificar a los patriarcas. A Abrahán se le suele situar entre los amurru (amorritas) o semitas noroccidentales, de los que algunos grupos seminómadas recorrían Siria y Palestina, llegando incluso a Egipto (cfr nota a Gn 14, 13).
La época más probable de la bajada de Abrahán a tierra de Canaán parece ser entre 1800 y 1600 a.C., quizá coincidiendo con la instalación de los hurritas, un pueblo de raza indoeuropea procedente del norte, en la zona de Jarán. Algunos estudiosos retrasan la migración de Abrahán un par de siglos uniéndola a los movimientos de los hiksos, pueblo de raza semita que llegó a instalarse en Egipto (cfr nota a Gn 37, 2-Gn 50, 26).
Gn 12, 1-6. La llamada de Dios a Abrahán (nombre que Dios le dará en lugar de Abrán; cfr Gn 17, 5) significa el comienzo de una nueva etapa en la relación de Dios con la humanidad, pues la alianza con Abrahán redundará en bendición para todos los pueblos. Conlleva la exigencia de romper con los vínculos terrenos, familiares y locales, apoyándose exclusivamente en la promesa de Dios: una tierra desconocida, una descendencia numerosa -siendo su esposa estéril (cfr Gn 11, 30)-, y la protección constante de parte de Dios. Esa llamada divina significa también la ruptura con el culto idolátrico practicado por la familia de Abrahán en la ciudad de Jarán -según parece, el culto lunar-, para adorar al verdadero Dios.
A la llamada de Dios le sigue la respuesta de Abrahán que, creyendo y fiándose totalmente de la palabra divina, abandona su tierra y se dirige a Canaán. La actitud de Abrahán contrasta con la soberbia humana descrita anteriormente a propósito de la torre de Babel (cfr Gn 11, 1-9), y, más aún, con la desobediencia de Adán y Eva por la que la humanidad comenzó a separarse de Dios.
El proyecto divino de salvación se empieza a realizar exigiendo al hombre un acto de obediencia: para Abrahán ponerse en camino. Ese proyecto culminará con la obediencia perfecta de Jesucristo hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 8), por la que todos los hombres alcanzarán la misericordia de Dios (cfr Rm 5, 19). Todos los hombres que escuchan y obedecen la voz del Señor, todos los creyentes, pueden considerarse, por tanto, hijos de Abrahán. Así, Abrahán creyó a Dios, y le fue contado como justicia. Por tanto, daos cuenta de que los que viven de la fe, ésos son hijos de Abrahán. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano a Abrahán: En ti serán bendecidas todas las naciones. Así pues, los que viven de la fe son bendecidos con el fiel Abrahán (Ga 3, 6-9).
Las exigencias de la fe se han visto reflejadas por la tradición judía y cristiana en las tres realidades que Dios ordena abandonar a Abrahán: Mediante las tres salidas, de la tierra, de la parentela y de la casa paterna, se significa -según la interpretación de Alcuino- que hemos de salir del hombre terreno, de la parentela de nuestros vicios, y del mundo dominado por el Diablo (Interrogationes in Genesim 154).
La respuesta de Abrahán conlleva al mismo tiempo una actitud de oración, de trato íntimo con Dios. La oración, aunque ya aparece desde el principio en el Antiguo Testamento (cfr Gn 4, 4.26; Gn 5, 24; etc.) se revela sobre todo a partir de nuestro padre Abrahán, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: Cuando Dios lo llama, Abrahán se pone en camino “como se lo había dicho el Señor” (Gn 12, 4): todo su corazón se somete a la Palabra y obedece. La obediencia del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen un valor relativo. Por eso, la oración de Abrahán se expresa primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor. Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una queja velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cfr Gn 15, 2-3). De este modo surge desde el principio uno de los aspectos de la tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en Dios que es fiel (Catecismo de la Iglesia Católica, 2570).
Abrahán llega a la parte central de Palestina, desde donde se irá desplazando hacia el sur, al tiempo que va edificando altares al Señor, al verdadero Dios, en los lugares que habían de ser santuarios importantes en épocas posteriores. El texto bíblico resalta que el Señor acompaña a Abrahán, y que éste le tributa un culto agradable, en oposición al culto idolátrico que practicaban los habitantes del país, denominados genéricamente cananeos. Dios, por otra parte, en todas sus manifestaciones al patriarca promete esa tierra a sus descendientes (cfr Gn 13, 15; Gn 15, 18; Gn 17, 8; Gn 26, 4). De esta forma, el texto enseña de dónde provenía radicalmente la legitimidad de la posesión de la tierra de Canaán por parte de los israelitas. De todos modos, la promesa de una tierra a la descendencia de Abrahán, trasciende la realidad empírica de un territorio, y se convierte en símbolo de la bendición y de los dones divinos destinados a todos los hombres.
Hablando de la fe de Abrahán a la palabra de Dios, San Pablo interpretará que la descendencia de Abrahán, en singular, no son muchos sino uno solo, Jesucristo, ya que únicamente Él, siendo el Hijo de Dios, y haciéndose obediente hasta la muerte, posee todos los bienes divinos y los comunica al hombre: Cristo nos rescató (…) para que la bendición de Abrahán llegase a los gentiles en Cristo Jesús, a fin de que por medio de la fe recibiésemos la promesa del Espíritu. (…) Pues bien, las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendencia. No dice: “y a los descendientes”, como si hablara de muchos, sino de uno solo: “y a tu descendencia”, que es Cristo (Ga 3, 13-16).
Gn 12, 10-20. Un episodio similar, con ligeras variaciones, se vuelve a contar otra vez de Abrahán (cfr Gn 20, 1-18) y más tarde de Isaac (cfr Gn 26, 1-13). Con estos relatos se resalta la belleza de sus mujeres (madres del pueblo elegido), las dificultades por las que pasaron y su habilidad para solucionarlas, así como, sobre todo, la protección divina sobre ellos.
La bajada de Abrahán a Egipto está en consonancia con el tipo de vida seminómada que se le atribuye, y con los desplazamientos propios de aquella gente. En el libro del Génesis adquiere, sin embargo, un significado particular. El hambre en el país de Canaán es como la primera prueba que Abrahán debe soportar, y por ello busca otra tierra, Egipto, cuya riqueza era legendaria (cfr Gn 13, 10). Pero no es allí donde debe permanecer, sino que volverá al lugar donde había construido un altar e invocado el nombre del Señor (cfr Gn 13, 4).
Es importante observar cómo Dios sale en Egipto en defensa de Abrahán y en defensa de su matrimonio con Sara, a pesar de la actitud del patriarca, que, por miedo, está a punto de abandonar a su esposa, a la elegida por Dios para ser madre de su descendencia. Se quiere resaltar que el Señor no es como un Dios local, vinculado a un santuario, sino un Dios personal, que protege a su siervo en cualquier parte que se encuentre. Este pasaje nos enseña, por tanto, a confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso cuando la debilidad y el miedo nos inducen a abandonar los planes de Dios sobre nosotros: Confía siempre en tu Dios. Él no pierde batallas (S. Josemaría Escrivá, Camino, 733). En la siguiente versión del suceso (cfr Gn 20, 1-18), se justifican las palabras del patriarca, señalando que Sara, su esposa, era al mismo tiempo su hermana por parte de padre.
Gn 13, 1-18. Abrahán prospera en la tierra que Dios le ha prometido, lo cual es ya un signo de la bendición divina. Pero todavía ha de superar otra prueba: las discordias en la propia familia por causa de los pastos. Sobresale ahora la actitud pacificadora del patriarca, que permite a Lot elegir la parte del territorio que quiera. La conducta de Abrahán es como un nuevo acto de fe en la promesa divina, aceptando que Dios da la tierra a quien quiere. Tras la separación de Lot, en efecto, Dios vuelve a reafirmar con fuerza la promesa de la descendencia y de la tierra, y Abrahán la recorrerá, por orden divina, como señal de toma de posesión. Por fin se establece en Hebrón, al sur de Palestina, en los límites del desierto del Négueb.
Lot ha elegido la parte más rica, la vega del Jordán; pero también, señala el hagiógrafo, la cercanía de la ciudad del pecado, Sodoma. Lot lamentará más tarde esta decisión (cfr cap. Gn 19, 1-38). La narración parece reflejar una configuración geográfica sin la existencia del Mar Muerto, al menos tal como se encuentra ahora.
San Juan Crisóstomo observa, a propósito de este pasaje, cómo la paz familiar fue turbada por causa de las riquezas: Aumentaron los ganados, se multiplicaron los rebaños, obtuvieron grandes riquezas y en seguida se rompió la concordia. Antes había paz y unión en el amor, ahora riñas y peleas. Porque cuando existe lo mío y lo tuyo, surgen toda clase de litigios; cuando esto no existe, se da la concordia y la paz verdadera (Homiliae in Genesim 33, 3).
Gn 14, 1-16. Este episodio en su conjunto encaja en el revuelto contexto histórico de Siria y Palestina durante los siglos XIX-XVII a.C., en los que eran frecuentes las guerras locales de unos reyezuelos contra otros. Aquí parece que se trata de una incursión de reyes del norte que asolan Transjordania y el valle del Jordán. Sus nombres no son identificables en lo que se conoce de la historia de aquella época, aunque presentan parecidos con nombres jurritas (o hurritas) y elamitas. Al ser recogido este recuerdo en el texto del Génesis, se destaca la valentía de Abrahán, al mismo tiempo que su fidelidad familiar, su lealtad y su magnanimidad, saliendo en ayuda de Lot. Éste, por su parte, sufre las consecuencias de haber ido a habitar junto a Sodoma, y es salvado, él y sus posesiones, gracias a la intervención de Abrahán. Por otra parte, el episodio manifiesta que, aún después de la llamada divina a Abrahán, siguen existiendo la violencia y la guerra sobre la tierra.
Contemplando la figura de Abrahán, y especialmente este pasaje, aprendemos de la Sagrada Escritura que la respuesta al designio divino lleva consigo la preocupación magnánima por los demás: Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus últimas fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 80).
Gn 14, 13 El hebreo. Es la primera vez que encontramos esta denominación en el Antiguo Testamento. Según la traducción griega, tal nombre significa el del otro lado, es decir, el que pasó del otro lado del río Éufrates. Pero actualmente se tiende a relacionar el nombre de hebreo con el de hapiru que aparece en las cartas de Tell–el-Amarna (Egipto, siglo XIV a.C.), en documentos babilónicos de tiempos de Hammurabi (siglo XVIII a.C.), y en otros testimonios de aquellas épocas. Los hapiru parece que fueron una clase social, gentes dedicadas a una actividad caravanera muy intensa. El nombre de hebreo se puede relacionar también con Heber, descendiente de Sem según 11, 16.
Gn 14, 18-20. Como un pequeño inciso al terminar el relato de la victoria de Abrahán sobre los reyes del norte, se recoge esta escueta tradición, que muestra la relación de Abrahán con Jerusalén y su rey. En el contexto de la historia patriarcal, este episodio refleja el reconocimiento por parte de los pueblos (Salem, Sodoma) de la bendición que les llega por medio de Abrahán (cfr Gn 12, 3). En el caso concreto de Salem, se deja entrever también que allí se adoraba al verdadero Dios, creador del cielo y de la tierra, con el nombre de El-Elyón, o Dios Altísimo, y que es reconocido por Abrahán como el mismo Señor, creador de cielo y tierra (cfr Gn 14, 22). El pan y el vino son ofrecidos entre las primicias de la tierra como sacrificios en señal de reconocimiento al Creador. En nombre de El-Elyón Abrahán recibe la bendición de Melquisedec, apareciendo así Jerusalén como el lugar donde El Señor imparte su bendición (Sal 134, 3). Es también significativo que Abrahán entregue al rey de Jerusalén el diezmo de todo, como reconociendo su derecho a recibirlo.
Tanto la ciudad de Salem, como la figura de Melquisedec, adquirieron en la tradición judía un sentido peculiar. A Salem se la identifica con Jerusalén o Sión, donde está presente el Señor: su tienda está en Salem, su morada en Sión canta el Sal 76, 3. A Melquisedec se le atribuye un carácter sacerdotal anterior y más excelso que el de la familia de Aarón, cuando se canta al Rey Mesías Tu eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Sal 110, 4). En el Nuevo Testamento, la misteriosa figura sacerdotal de Melquisedec es presentada como tipo del sacerdocio de Cristo, ya que éste, sin pertenecer a la familia de Aarón, es realmente sacerdote eterno: En efecto, Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, salió al encuentro de Abrahán que volvía de la victoria sobre los reyes y le bendijo; y Abrahán le dio el diezmo de todo. Su nombre significa, en primer lugar, rey de justicia y además, rey de Salem, es decir, rey de paz: Al no tener ni padre, ni madre, ni genealogía, ni comienzo de días ni fin de vida, es asemejado al Hijo de Dios y permanece sacerdote para siempre (Hb 7, 1-3).
La liturgia cristiana, a la luz de todo lo anterior, ha visto prefigurada la Eucaristía en el pan y el vino presentados por Melquisedec (cfr Misal Romano, Plegaria Eucarística I): éste es contemplado por la Tradición como figura de los sacerdotes de la nueva ley.
Gn 15, 1-21. Dios recompensa a Abrahán su generosidad con Melquisedec y su renuncia a los bienes que le ofrecía el rey de Sodoma. Se le aparece en una visión y le promete su ayuda, una numerosa descendencia y la tierra de Canaán. Aquí únicamente se pide a Abrahán la fe en la promesa, que Dios mismo, mediante un rito de alianza, se compromete a cumplir. En este pasaje resalta la gratuidad de la promesa divina y se anuncia la fidelidad de Dios que hará realidad lo que promete.
Gn 15, 2-3. Abrahán no comprende cómo se va a cumplir la promesa que Dios le hizo al salir de Jarán (cfr Gn 12, 1-20). El no tener hijos supone una gran prueba para su fe; y todo lo demás que Dios pueda darle pierde relieve para él ante tal situación. Es la primera vez que Abrahán habla a Dios, reflejándose en la conversación una profunda intimidad. Expone a Dios sus inquietudes: puesto que Lot se ha marchado de su lado, y él no tiene un hijo, ha de nombrar un heredero que se haga cargo del clan, a cambio de servir a Abrahán mientras viva. Este diálogo entre Dios y un hombre es el primero que aparece en la Biblia, después del que Dios mantuvo con Adán en el paraíso (cfr Gn 3, 9-12). Se trata de una conversación de amistad entre el hombre y Dios, y constituye, por tanto, el primer ejemplo de oración de amistad y filiación, pues orar es hablar con Dios.
De Damasco: Es la traducción más frecuente de un término ininteligible en un texto parcialmente mal conservado. No parece que denote lugar de origen, ya que se trata de un siervo nacido en la casa de Abrahán (v. 3); por tanto, ha de tratarse de un título de otro tipo cuyo significado se nos escapa.
Gn 15, 4-6. De nuevo se le pidió a Abrahán un acto de fe en la palabra de Dios, y Abrahán creyó lo que Dios le decía. Por eso agradó a Dios y fue considerado justo. De ahí que Abrahán quede constituido como el padre de todos aquellos que creen en Dios y en su palabra de salvación.
A la luz de este pasaje, San Pablo verá en la figura de Abrahán el modelo de cómo el hombre llega a ser justo ante Dios: por la fe en su palabra, siendo la palabra definitiva el anuncio de que Dios nos salva mediante la muerte y la resurrección de Jesucristo. De este modo, Abrahán no sólo llega a ser el padre del pueblo hebreo según la carne, sino también el padre de quienes sin ser hebreos han venido a formar parte del nuevo pueblo de Dios mediante la fe en Jesucristo: Pues decimos: a Abrahán la fe se le contó como justicia. ¿Cuándo, pues, le fue tenida en cuenta?, ¿cuando era circunciso o cuando era incircunciso? No cuando era circunciso, sino cuando era incircunciso. Y recibió la señal de la circuncisión como sello de justicia de aquella fe que había recibido cuando era incircunciso, a fin de que él fuera padre de todos los creyentes incircuncisos, para que también a éstos la fe se les cuente como justicia; y padre de la circuncisión, para aquellos que no sólo están circuncisos, sino que también siguen las huellas de la fe de nuestro padre Abrahán, cuando aún era incircunciso (Rm 4, 9-12).
La fe de Abrahán se manifiesta en su obediencia a Dios: cuando salió de su tierra (cfr Gn 12, 4) y cuando más tarde estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo (cfr Gn 22, 1-4). Este aspecto de la obediencia de Abrahán es el que pondrá especialmente de relieve la Epístola de Santiago, invitando a los cristianos a dar pruebas de la autenticidad de la fe mediante la obediencia a Dios y las buenas obras: Abrahán, nuestro padre, ¿acaso no fue justificado por las obras, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y cómo la fe alcanzó su perfección por las obras? Y así se cumplió la Escritura que dice: “Creyó Abrahán a Dios y le fue contado como justicia”, y fue llamado amigo de Dios (St 2, 21-23).
Gn 15, 7-21. Se pone de relieve con extraordinaria fuerza la firmeza de la promesa divina de la tierra. Para ello Dios ordena hacer un rito de alianza en el que se escenifica el compromiso adquirido por ambas partes. Según ese antiguo rito (cfr Jr 34, 18), el paso de los que hacían el pacto entre las víctimas divididas en dos mitades significaba que también debería ser descuartizado quien lo quebrantase. El texto muestra, precisamente, que Dios, representado en la antorcha de fuego, pasó entre las mitades ensangrentadas de las víctimas, rubricando de este modo su promesa.
Así presenta el libro del Génesis el derecho que el pueblo de Israel tiene a la tierra de Canaán, dando razón, al mismo tiempo, de por qué sólo había llegado a pertenecerles en época reciente, después de la salida de Egipto. En el mismo acto de la promesa entra ya, en forma de una oscura premonición a Abrahán, el anuncio de las tribulaciones que el pueblo habría de sufrir hasta su cumplimiento. Se da explicación también de por qué Dios ha quitado la tierra a los cananeos, designados aquí como amorreos: porque se ha colmado su maldad. Dios aparece de este modo como Señor de la tierra y de la historia. Sobre el tiempo de permanencia en Egipto cfr nota a Gn 37, 2-Gn 50, 26.
Gn 16, 1-6. También Sara parece impacientarse ante el retraso del cumplimiento de la promesa divina de dar descendencia a Abrahán. Por eso recurre a una costumbre de aquel tiempo que tenía como finalidad acrecentar el número de hijos. No se trataba propiamente de poligamia, sino de un medio buscado por la esposa legítima de dar hijos al marido. Según conocemos por la legislación babilónica de aquella época, si la esclava, al verse encinta, despreciaba a su señora, podía ser castigada y tratada de nuevo como esclava. Es lo que teme Agar y por eso huye.
Los patriarcas viven según las costumbres de su tiempo, que, en casos como éste, reflejan una moral imperfecta. A la luz del conjunto de la enseñanza bíblica, podemos entender tales comportamientos como consecuencia del pecado de origen, y podemos ver cómo, en efecto, Dios va llevando progresivamente a la humanidad hacia una moral en consonancia plena con la dignidad del hombre reflejada en el relato de la creación. Así será la propuesta por Jesucristo y recogida en el Nuevo Testamento, por ejemplo en Mt 5, 31-32, a propósito del matrimonio. Pero hasta ese momento Dios tolera, con extraordinaria pedagogía, aquellas costumbres y formas de conducta imperfectas, en orden precisamente a conducir a la humanidad a metas más elevadas. Los libros del Antiguo Testamento -enseña el Concilio Vaticano II- manifiestan a todos el conocimiento de Dios y del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y misericordioso con los hombres, según la condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación establecida por Cristo. Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos, demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina (Dei verbum, 15).
Gn 16, 7-16. Por vez primera aparece en la Biblia el ángel del Señor, que aquí significa Dios mismo en cuanto que sale al encuentro del hombre, haciéndosele de algún modo visible. El pasaje recoge, por otro lado, una tradición que explica el nombre de algún lugar del desierto del Négueb, unido a los recuerdos sobre los patriarcas. De hecho allí se situará el establecimiento de Isaac según Gn 25, 11. Como el nombre del lugar (Lajay-Roy en hebreo suena como el viviente que me ve), también el de Ismael se explica según su etimología: Dios escuchó.
Ismael es el antepasado de los árabes del desierto que viven al margen de las tierras cultivables. Mediante la manifestación del vínculo existente entre Abrahán e Ismael se quieren evidenciar las relaciones, a veces tensas, pero familiares, entre los hebreos y aquel pueblo. El relato bíblico nos muestra sobre todo cómo Dios ama y protege también a ese pueblo, y cómo se compadece de cualquier individuo que sufre: en este caso, la esclava egipcia.
Gn 17, 1-27. Si antes, en el cap. 15, el texto sagrado resaltaba el aspecto de la promesa vinculado a la alianza de Dios con Abrahán, ahora muestra las obligaciones que afectan al patriarca y a su futura descendencia: ser santos, reconocer al único Dios y guardar la práctica de la circuncisión. La alianza, que tiene su origen como hemos visto en una iniciativa divina, compromete también al hombre. En el caso de Abrahán este compromiso consiste en aceptar la circuncisión, como mandato de Dios, para él y sus descendientes.
Gn 17, 1 El-Saday es el nombre con el que los patriarcas designan frecuentemente a Dios (cfr Gn 28, 3; Gn 35, 11; Gn 43, 14; Gn 48, 3; Gn 49, 25), pues todavía no se había revelado el nombre de Yahwéh (cfr Ex 3, 13-14). Siguiendo la antiquísima versión griega llamada de los Setenta, se suele traducir por Dios omnipotente, aunque también pudiera significar Dios de las montañas, o Dios de la abundancia. Al recordar los nombres con que los patriarcas se referían e invocaban a Dios, la Biblia está presentando, por una parte, la identidad del Dios que adoraron los patriarcas con Yahwéh, el Dios de la alianza del Sinaí; y, por otra, el progreso en la revelación que Dios hace de sí mismo a lo largo de la historia.
A Abrahán se le pide vivir en la presencia de Dios y ser perfecto. Ambas realidades van íntimamente unidas: Ésta es la única manera de mantenerse sin tropiezo -señala Clemente de Alejandría-: tener presente que Dios está siempre a nuestro lado (Paedagogus 3, 33, 3). Por primera vez aparece en la Biblia el imperativo divino sé perfecto dirigido a un hombre, Abrahán. Esta llamada se hará extensiva a través de Jesucristo a todos los hombres (cfr Mt 5, 48).
Gn 17, 5 Abrahán es el primero en la historia bíblica al que Dios cambia el nombre. De esta forma se indica que Dios confiere al patriarca una personalidad nueva y una misión, que quedan reflejadas en el significado del nuevo nombre: padre de multitud de pueblos. Este nombre, por tanto, está en relación con la promesa que acompaña a la alianza; a partir de ahora, la figura del patriarca, toda su personalidad, depende de la alianza con Dios y está al servicio de la misma. Abrahán es el hombre de la alianza; a la luz de la revelación plena del Nuevo Testamento, San Pablo interpretará ese nuevo nombre de Abrahán en relación con los gentiles convertidos al cristianismo (cfr Rm 4, 17). Ese nombre, padre de multitud de pueblos, se convierte así en anuncio profético de la futura incorporación del mundo no judío al pueblo de la nueva alianza, que es la Iglesia.
Gn 17, 10-14. La circuncisión, que consiste en cortar circularmente una porción del prepucio, pudo ser originariamente un rito de iniciación al ejercicio de la sexualidad y al matrimonio, común en diversos pueblos del antiguo Próximo Oriente. En su práctica también pudieron influir razones de orden higiénico. El pueblo de Israel lo consideró como un mandato divino en el contexto de la alianza y como signo distintivo de la pertenencia al pueblo de Dios. En este sentido se puede entender en la tradición cristiana que la circuncisión prefiguraba el Bautismo. La circuncisión de Jesús, al octavo día de su nacimiento (cfr Lc 2, 21) es señal de su inserción en la descendencia de Abrahán, en el pueblo de la Alianza, de su sometimiento a la Ley (cfr Ga 4, 4) y de su consagración al culto de Israel en el que participará durante toda su vida. Este signo prefigura “la circuncisión en Cristo” que es el Bautismo (Col 2, 11-13) (Catecismo de la Iglesia Católica, 527). En la nueva economía de la salvación aquel signo ha dejado de tener vigencia: Porque en Cristo Jesús no tienen valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la fe que actúa por la caridad (Ga 5, 6).
Gn 17, 15-22. La realización del plan de Dios, manifestado en la promesa del cap. 15, va a sobrepasar las expectativas de Abrahán. Éste, ciertamente, tiene ya un hijo, Ismael, obtenido mediante la esclava Agar según las costumbres de su tiempo, es decir, según las leyes y los recursos humanos. Pero no es a través de ese hijo como Dios va a cumplir su promesa, sino a través de un hijo que nacerá de Sara, y en cuyo nacimiento se manifestará el poder de Dios de tal modo que se vea claramente su intervención en dicho cumplimiento.
También Sara, la mujer de Abrahán, va a tener una participación directa en el modo de cumplirse la promesa. De ahí que también a ella se le cambie el nombre para indicar la nueva personalidad que adquiere al hacerla participar directamente en el proyecto divino mediante su maternidad. Es lo que ahora se anuncia a Abrahán.
La sonrisa de Abrahán, así como la risa de Sara en el capítulo siguiente (cfr Gn 18, 12-14), al tiempo que resalta lo asombroso del anuncio -tanto que parece increíble- está relacionada ya con el nombre del hijo que nacerá: Isaac (cfr Gn 21, 6). Abrahán, sin embargo, sigue pensando en el hijo que ya tiene, Ismael. También sobre éste recaerán las bendiciones divinas, y se convertirá en un gran pueblo, el pueblo de los ismaelitas, o árabes. Pero al patriarca se le pide ahora un nuevo acto de fe en Dios: esperar, a pesar de la vejez de ambos, que Sara le dé un hijo, que será el protagonista de la alianza con Dios, como lo había sido Abrahán. Y es que la acción de Dios, en efecto, sobrepasa las expectativas del hombre.
Gn 17, 23-27. La prontitud y rigor con que Abrahán cumple el mandato que Dios le ha dado, representa una invitación dirigida a los israelitas a practicar la circuncisión, y a sentirse, de esta forma, partícipes de aquella Alianza. Pero al mismo tiempo, esta obediencia de Abrahán se convierte en un ejemplo de fidelidad a Dios en el cumplimiento con prontitud de sus mandamientos. El que obedece con fidelidad -escribe San Bernardo- no conoce demoras, evita dejarlo para mañana, no sabe qué es el retraso, antepone a todo al que manda. Tiene puestos los ojos para ver, los oídos para escuchar, la lengua para hablar, las manos para trabajar, los pies para caminar. Todo se pone en acto para cumplir la voluntad del que manda (Sermones de diversis 41, 7).
Gn 18, 1-Gn 19, 38. Los episodios de la aparición de Dios a Abrahán en Mambré y la destrucción de Sodoma forman una unidad narrativa. En ella se nos presenta de nuevo la relación entre Dios y Abrahán, destacando, esta vez, no sólo la promesa de que Sara le dará un hijo, sino también la intercesión del patriarca en favor de Sodoma y Gomorra. Por esa intercesión se salvan Lot y su familia (cfr Gn 19, 29). Así Abrahán es ya bendición para los pueblos representados en los descendientes de Lot. El colorido de la narración y los curiosos detalles que recoge, han convertido a este pasaje en uno de los más populares de la historia patriarcal.
Gn 18, 1-15. Esta nueva aparición de Dios a Abrahán está revestida de un carácter misterioso: los tres hombres representan a Dios. Cuando Abrahán les habla, a veces lo hace en singular, como si fuese uno solo (cfr v. 3), a veces lo hace en plural como si fuesen tres (cfr v. 4). De ahí que algunos Santos Padres hayan interpretado esta aparición como un anuncio anticipado del misterio de la Santísima Trinidad; otros, siguiendo la tradición judía (cfr Hb 13, 2), entendieron que aquellos personajes eran ángeles. Así se desprende, en efecto, del texto sagrado ya que narra que uno de aquellos tres hombres, al parecer Yahwéh, queda con Abrahán (cfr v. 22), mientras los otros dos, a los que se llama ángeles, van a Sodoma (cfr Gn 19, 1). Aunque los primeros capítulos del Génesis no narrasen expresamente la creación de los ángeles, ésta puede estar incluida en el término cielo de Gn 1, 1: Dios, al comienzo del tiempo, creó a la vez de la nada una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana -afirma el IV Concilio de Letrán (De fide catholica)-. En la Sagrada Escritura, los ángeles son mencionados como servidores y mensajeros de Dios, y, por encima de algunas representaciones como la de este pasaje, se han de entender como criaturas puramente espirituales, personales, inmortales, con inteligencia y voluntad. Desde la creación (cfr Jb 38, 7, donde los ángeles son llamados “hijos de Dios”) y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos anunciando, de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (cfr Gn 3, 24), protegen a Lot (cfr Gn 19, 1-23), salvan a Agar y a su hijo (cfr Gn 21, 17), detienen la mano de Abrahán (cfr Gn 22, 11), la ley es comunicada por su ministerio (cfr Hch 7, 53), conducen el pueblo de Dios (cfr Ex 23, 20-23), anuncian nacimientos (cfr Jc 13) y vocaciones (cfr Jc 6, 11-24; Is 6, 6), asisten a los profetas (cfr 1R 19, 5), por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús (cfr Lc 1, 11-26) (Catecismo de la Iglesia Católica, 332).
En el conjunto de la narración del Génesis, este episodio manifiesta que en la nueva situación creada por la Alianza, Dios habla con Abrahán directamente, como lo hiciera con Adán antes del pecado. Abrahán, por su parte, acoge a Dios mediante la hospitalidad, y Dios le promete de nuevo un hijo de Sara, concretándole, esta vez, el tiempo en el que habría de nacer. Habiendo creído en Dios (cfr Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza con él (cfr Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su tienda al Huésped misterioso: es la admirable hospitalidad de Mambré, preludio de la anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cfr Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios su plan, el corazón de Abrahán está en consonancia con la compasión del Señor hacia los hombres y se atreve a interceder por ellos con una audaz confianza (cfr Gn 18, 16-33) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2571).
Gn 18, 6 El seah (plural, seim) es una medida de áridos (cfr 1S 25, 18; 2R 7, 1.16.18) que correspondía probablemente a una tercera parte del efah, es decir, a unos 7 litros.
Gn 18, 10 La próxima primavera. También puede traducirse como el próximo año. Literalmente dice el tiempo de la vida, que algunos interpretan como el tiempo del embarazo de la mujer, es decir, nueve meses.
Gn 18, 16-33. En su intercesión por Sodoma y Gomorra, Abrahán argumenta desde una visión de responsabilidad colectiva, tal como era entendida antiguamente en Israel: todo el pueblo participaba de la misma suerte, aunque no todos hubiesen pecado, pues el pecado de unos afectaba a todos. Según aquella antigua mentalidad, si en la ciudad hubiese habido suficiente número de justos -Abrahán no se atreve a bajar de diez- Dios no la habría destruido. Tal forma de pensar refleja, al mismo tiempo, cómo la salvación de muchos, incluso pecadores, puede venir por la fidelidad de unos pocos justos, y prepara así el camino para comprender cómo la salvación de toda la humanidad se realiza por la obediencia de uno solo, Jesucristo.
El desenlace del episodio de Sodoma y Gomorra muestra que Dios, aunque destruye esas ciudades, salva a los justos que vivían en ellas. Dios no castiga al justo con el pecador, como pensaba Abrahán, sino que hace perecer o salva a cada uno según su conducta. Esta verdad, que aparece en la Biblia desde el principio, se pondrá especialmente de relieve en la enseñanza de los profetas, sobre todo en Jeremías y Ezequiel (cfr Jr 31, 29-30; Ez 18), que destacan la responsabilidad individual y personal ante Dios.
Gn 19, 1-38. Contrasta la suerte de Lot que, habiéndose separado de Abrahán, se aposenta en una ciudad de gente pecadora, con la de Abrahán que sigue llevando una vida nómada y planta su tienda en Mambré. Lot es víctima de su propia decisión de ir a habitar en una tierra fecunda, que, sin embargo, resultó estar poblada por hombres impíos (cfr Gn 13, 10-13). Lot actúa como un hombre justo practicando la hospitalidad igual que había hecho antes Abrahán (cfr Gn 18, 1-8); pero, por la perversión de los habitantes de aquella región, se va a encontrar en una situación trágica, de la que se salva gracias a la compasión del Señor y la intercesión de Abrahán (cfr v. 29).
Gn 19, 4-5. A raíz de este pasaje bíblico, las relaciones homosexuales reciben también el nombre de sodomía. Aquí se pone de relieve la gravedad de tal pecado, aumentada además, en este caso, por constituir una violencia contra el derecho de asilo que acompañaba la hospitalidad. En la Sagrada Escritura, los pecados de homosexualidad son presentados como depravaciones graves: la Ley de Moisés lo castigaba con la muerte (cfr Lv 20, 13), y, en el Nuevo Testamento, se consideran punto culminante de la degradación humana cuando los hombres no quieren vivir según la ley de Dios (cfr Rm 1, 26-27; 1Co 6, 9; 1Tm 1, 10). Apoyándose en la Sagrada Escritura, la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente malos (Congregación para la doctrina de la Fe, Persona humana, 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una complementariedad afectiva y sexual verdadera. No pueden recibir aprobación en ningún caso (Catecismo de la Iglesia Católica, 2357).
En nuestro tiempo -enseña este mismo Catecismo de la Iglesia Católica- un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales instintivas. No eligen su condición homosexual; ésta constituye para la mayoría de ellos una prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianos, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición (Catecismo de la Iglesia Católica, 2358).
Gn 19, 24 Probablemente las ruinas de Sodoma y Gomorra se encuentran bajo las aguas del Mar Muerto, en la parte sur. El relato bíblico interpreta la desaparición de dichas ciudades por algún cataclismo pavoroso, como castigo de Dios por los pecados de sus habitantes.
A lo largo de la Biblia se alude con frecuencia a la imponente destrucción de estas dos ciudades, así como al territorio en que se asentaban, ahora desolado, como testimonio y ejemplo del rigor del castigo divino (cfr Dt 29, 22; Is 13, 19; Jr 49, 18; etc.) del que Israel es preservado, a pesar de sus pecados, gracias a la fidelidad de un pequeño resto (cfr Is 1, 9), y del que se salvarán asimismo los justos (cfr Sb 10, 6-7). Nuestro Señor Jesucristo compara el castigo de Sodoma y Gomorra con el que sobrevendrá el día del Juicio, que será mucho mayor que aquél (cfr Mt 10, 15; Mt 11, 23-24), y nos invita a recordar aquel cataclismo para estar siempre vigilantes (cfr Lc 17, 28-30).
Como ya había sucedido en el diluvio del que fue preservado Noé (cfr Gn 6, 8-12), Dios a las ciudades de Sodoma y Gomorra las condenó a la destrucción, reduciéndolas a cenizas para escarmiento de lo que habrá de suceder a los impíos; y libró en cambio al justo Lot -angustiado por la conducta licenciosa de aquellos hombres inicuos-; pues este justo, al vivir entre ellos, sentía atormentada su alma por las obras inicuas que un día y otro veía y oía: porque el Señor sabe cómo librar de la prueba a los piadosos y retener a los impíos para castigarlos en el día del juicio, sobre todo a los que van detrás de la carne, arrastrados por deseos impuros, y menosprecian la autoridad del Señor. (2P 2, 6-10).
Gn 19, 26 El suceso de la mujer de Lot viene a ser una advertencia de no volverse atrás en el camino emprendido. En este sentido lo recuerda el Señor aplicándolo a la imprevisibilidad del día del Juicio (cfr Lc 17, 32). La tradición cristiana lo ha aplicado a la perseverancia en el buen propósito emprendido. Así escribe, por ejemplo, un antiguo autor: La mujer de Lot, convertida en estatua de sal, propone con su ejemplo a los simples, que no deben mirar atrás con curiosidad enfermiza, cuando avanzan hacia un propósito santo (Quodvultdeus, De promissionibus 1). Y, empleando la misma imagen respecto a la vocación cristiana, exhorta San Josemaría Escrivá: Tú, que has visto clara tu condición de hijo de Dios, aunque ya no lo volvieras a ver -¡no sucederá!-, debes continuar adelante en tu camino, para siempre, por sentido de fidelidad, sin volver la cara atrás (Forja, 420).
Gn 19, 30-38. Moab y Amón eran dos pueblos vecinos de Israel, en la parte oriental del Jordán (cfr Nm 21, 11.24). Tal vez, con este breve relato, el autor sagrado haya querido indicar la superioridad del pueblo de Israel, pueblo nacido por designio especialísimo de Dios, sobre los demás pueblos de alrededor. Los moabitas y amonitas son presentados con cierto desprecio por su origen incestuoso.
Gn 20, 1-18. Según los viajes propios de una tribu seminómada, Abrahán llega hasta Guerar, en la parte norte del desierto del Négueb. De este viaje, el texto bíblico recuerda un episodio similar en cierto modo al que se narra en el cap. 12, pero con algunas diferencias: por una parte, se justifica la conducta del patriarca haciendo notar que Sara era verdaderamente su hermana por parte de padre (cfr v. 12); por otra, vuelve a aparecer el poder de intercesión de la oración de Abrahán (cfr v. 7), y la providencia de Dios que guarda a Abimélec, que había actuado de buena fe, de cometer un gran pecado. El conjunto del relato muestra cómo Dios protege el matrimonio de Abrahán, ante el peligro de que le sea arrebatada su esposa. Una vez más la intervención divina hace posible la descendencia de Abrahán y de Sara.
Gn 21, 1-7. La promesa narrada en los cap. 15, 18 y 17, 19-21 comienza ahora a cumplirse. La edad del patriarca viene a resaltar la intervención especial de Dios en el nacimiento de Isaac; y lo mismo la explicación etimológica del nombre, se echó a reír, que ahora se interpreta como Dios me ha hecho reír, es decir, me ha hecho feliz (cfr Gn 18, 15). Sobresale al mismo tiempo el ejemplo de Abrahán en cumplir estrictamente el mandamiento de la circuncisión.
Éste es quizá el momento más gozoso en la vida del patriarca, que hasta aquí ha transcurrido en su mayor parte en medio de pruebas y tribulaciones. Con el nacimiento de Isaac se acrecienta la confianza de Abrahán en Dios, que se expresa ahora mediante la obediencia inmediata a su Ley. El Señor prepara de este modo al patriarca fortaleciéndole para la prueba definitiva que se le pedirá más adelante. Contemplando este acontecimiento de la vida de Abrahán, entendemos que en los momentos de oscuridad a lo largo de la vida hemos de confiar en el Señor: Es la hora de clamar: acuérdate de las promesas que me has hecho, para llenarme de esperanza; esto me consuela en mi nada, y llena mi vivir de fortaleza (cfr Sal 119, 49-50). Nuestro Señor quiere que contemos con Él, para todo: vemos con evidencia que sin Él nada podemos (cfr Jn 15, 5), y que con Él podemos todas las cosas (cfr Flp 4, 13). Se confirma nuestra decisión de andar siempre en su presencia (cfr Sal 119, 168) (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 305).
Gn 21, 8-21. Esta nueva expulsión de Agar e Ismael de casa de Abrahán completa la historia recogida en el Gn 16, 1-16. Ahora se explica el motivo de la expulsión de la esclava y de su hijo -expulsión que iba contra el derecho establecido-. La actitud de Sara contribuye decisivamente a que sólo Isaac sea el heredero de Abrahán, a pesar de no ser el primogénito. Por encima de las leyes de sucesión de su tiempo, Sara secunda el proyecto de Dios de que la verdadera descendencia de Abrahán venga por Isaac, el hijo según la promesa, y no por Ismael, el hijo según las leyes naturales. De esta forma se va destacando el papel de la mujer, y especialmente de la madre, en el cumplimiento de los designios divinos. Las figuras de Agar y Sara, junto con las circunstancias que las rodean en este pasaje bíblico, son para San Pablo tipo de dos Alianzas (cfr Ga 4, 21-31): la primera, la del monte Sinaí, representada en la esclava Agar que da a luz según la carne; la segunda, referida a la nueva Alianza en Cristo, representada en Sara, la esposa libre, que da a luz según la promesa. Escribiendo a los cristianos de Galacia, y a la luz de esta tipología, San Pablo exclamará: Por tanto, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre (Ga 4, 31).
La escena de Agar en el desierto es, por su parte, un ejemplo de la misericordia de Dios, pues, como enseña San Juan Crisóstomo, cuando Dios lo permita, aunque estemos en el mayor abandono, y en aflicción extrema, y no tengamos ninguna esperanza de salvación, de nada tendremos necesidad si todo lo supeditamos a la gracia divina. Pues si hemos renacido por su gracia, nadie prevalecerá contra nosotros, sino que seremos más fuertes que todo (Homiliae in Genesim 46, 2).
Gn 21, 22-33. El episodio describe un conflicto propio entre pastores del desierto, a propósito de los derechos sobre un pozo de agua. El nombre del lugar, Berseba, se explica aquí según dos etimologías distintas: por alusión a las siete ovejas (vv. 28-30) y por referencia al pozo del juramento (vv. 23-31). Quizá este episodio haya podido servir para la justificación de los derechos de los israelitas sobre la zona del desierto y la franja ocupada por los filisteos.
Destaca la actitud benevolente de Abrahán y la forma pacífica de solucionar un conflicto, primero mediante el diálogo y finalmente con un pacto que es cumplido por ambas partes, especialmente por parte del patriarca que actúa con evidente generosidad. Es posible que la tradición de este recuerdo quiera resaltar precisamente esa forma pacífica de resolver las discrepancias entre pastores, frente a las riñas violentas que imperaban en la época (cfr Gn 26, 19-22). En cualquier caso esta escena de la Biblia tiene carácter ejemplar de gran actualidad en todo tiempo: No podemos dejar de alabar -dice el Concilio Vaticano II- a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa que, por otra parte, están incluso al alcance de los más débiles, siempre que esto sea posible sin lesionar los derechos u obligaciones de otros o de la sociedad (Gaudium et spes, 78).
Gn 22, 1-19. Dios ha sido fiel a su promesa concediendo a Abrahán un hijo de Sara. Ahora es Abrahán quien debe mostrar su fidelidad a Dios, estando dispuesto a sacrificar al hijo, como reconocimiento de que éste pertenece a Dios. El mandato divino parece un contrasentido: Abrahán ya había perdido a Ismael al marchar Agar de su lado; ahora se le pide la inmolación del hijo que le queda. Desprenderse del hijo significaba desprenderse incluso del cumplimiento de la promesa que veía realizado en Isaac. A pesar de todo, Abrahán obedece.
Como última purificación de su fe se le pide al “que había recibido las promesas” (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el cordero para el sacrificio” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos” (Hb 11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su Hijo, sino que lo entregará por todos nosotros (cfr Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cfr Rm 4, 16-21) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2572).
Abrahán tras superar la prueba a la que Dios le somete, alcanza la perfección (cfr St 2, 21) y está en condiciones de que Dios reafirme sobre él, de manera solemne, la promesa que ya le había hecho antes (cfr Gn 12, 3).
La escena del sacrificio de Isaac presenta unos rasgos peculiares que la constituyen en modelo anticipado del sacrificio redentor de Cristo. En efecto, aparece el padre que entrega al hijo; el hijo que se entrega voluntariamente a la muerte secundando el querer del padre; y los instrumentos del sacrificio como la leña, el cuchillo y el altar. El relato culmina además señalando que por la obediencia de Abrahán y la no resistencia de Isaac al sacrificio, la bendición de Dios llegará a todas las naciones de la tierra (cfr v. 18). No es pues extraño que la tradición judía atribuyese un cierto valor redentor al sometimiento de Isaac, y que los Santos Padres hayan visto ahí prefigurada la Pasión de Cristo, el Hijo Único del Padre.
Gn 22, 2 La región de Moria. Según la versión siríaca la región de los amorreos. En realidad no se conoce el lugar al que aquí se hace referencia, si bien en 2Cro 3, 1 se identifica con el monte en que fue construido el templo de Jerusalén, para resaltar la santidad del lugar.
Gn 22, 12 A Dios le basta ver la intención sincera de Abrahán de cumplir lo que se le pedía. Con ello es ya como si lo hubiera realizado. El patriarca -destaca San Juan Crisóstomo- se hizo sacerdote del niño y, ciertamente, con el propósito ensangrentó su derecha y ofreció el sacrificio. Pero por la inefable misericordia de Dios, volvió habiendo recibido al hijo sano y salvo; se le atribuye (el sacrificio) a causa de la voluntad, fue rescatado (el hijo) con una fúlgida corona, luchó el combate decisivo, y manifestó en todo la piedad de su intención (Homiliae in Genesim Gn 48, 1).
Haciendo una comparación implícita entre Isaac y Jesucristo, San Pablo ve la culminación del amor de Dios en la muerte de Cristo, cuando escribe: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (Rm 8, 32). Si el detener la mano de Abrahán representaba ya una manifestación del amor de Dios, mayor aún es esa manifestación cuando permite la muerte de Jesús como sacrificio expiatorio por todos los hombres. Entonces, porque Dios es amor (1Jn 4, 8), el abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios divinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida, no bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre que fuera Dios (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 95).
Gn 22, 13-14. También en aquel carnero vieron algunos Padres de la Iglesia una representación anticipada de Jesucristo, en cuanto que, como Cristo, aquel cordero fue inmolado para salvar al hombre. En este sentido escribía San Ambrosio: ¿A quién representa el carnero, sino a aquél de quien está escrito: “Exaltó el cuerno de su pueblo” (Sal 148, 14)? (…) Cristo: Él es a quien vio Abrahán en aquel sacrificio, y su pasión lo que contempló. Así pues el mismo Señor dijo de él: “Abrahán quiso ver mi día, lo vio y se alegró” (cfr Jn 8, 56).
Por eso dice la Escritura: “Abrahán llamó a aquel lugar, El Señor provee”, para que hoy pueda decirse: el Señor se apareció en el monte, es decir, que se apareció a Abrahán revelando su futura pasión en su cuerpo, por la que redimió al mundo; y mostrando, al mismo tiempo, el género de su pasión cuando le hizo ver al cordero suspendido por los cuernos. Aquella zarza significa el patíbulo de la cruz (De Abraham 1, 8, 77-78).
Gn 22, 20-24. Se introduce aquí la descendencia de Najor, hermano de Abrahán, que representa el conjunto de las tribus arameas de Siria. De esta forma se muestra el parentesco de éstas con los israelitas, y se prepara el episodio, que vendrá más adelante, del casamiento de Isaac con Rebeca. Como los descendientes de Ismael (cfr Gn 25, 12-16) y los de Jacob (cfr Gn 35, 22-26), son doce los descendientes de Najor. En el Nuevo Testamento también se significará con el número doce la constitución del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.
Gn 23, 1-20. La historia de Abrahán termina propiamente con este episodio que muestra el cumplimiento inicial de la promesa de la tierra hecha por Dios al patriarca. En efecto, al adquirir en propiedad un sepulcro y una tierra deja de ser un mero forastero residente y adquiere derechos sobre este país.
El estilo de la narración y las fórmulas de cortesía empleadas, así como la forma en que se desarrolla la compraventa, indican, por su parecido a las costumbres hititas, la antigüedad de la tradición de este suceso. Los hititas, o hijos de Het, formaron un gran imperio en Asia Menor durante el segundo milenio a.C. No se explica fácilmente su presencia en Canaán durante la época de Abrahán, a no ser que se piense en que fueran a residir allí algunos grupos aislados. También puede suponerse que la denominación hititas responde a una forma genérica de indicar que los habitantes del país no eran semitas. En cualquier caso, lo que quiere resaltar el texto es que ya durante la vida de Abrahán comienza a cumplirse aquella promesa, aunque sea mediante un procedimiento de compra, y de forma casi meramente simbólica. Con esto contrastará la posterior donación gratuita de toda la tierra a los descendientes de Abrahán por parte de Dios.
Gn 23, 11 Abrahán sólo quería comprar la cueva para el sepulcro, pero Efrón le hace comprar la cueva y todo el campo. Esto conllevaba, al parecer, la prestación de algún tipo de servicios feudales. Teniendo en cuenta que Abrahán, por su condición de residente seminómada, no tenía derecho a adquirir propiedad alguna, se comprende mejor la importancia que para él tenía la compra, y que por eso sea él quien ceda, aviniéndose a comprar todo el campo.
Gn 23, 19 Aquí mismo fueron enterrados también Abrahán, Isaac, Rebeca, Lía y Jacob, viniendo a ser este lugar para los israelitas como un signo de que ésta era su tierra, incluso durante su permanencia en Egipto. Actualmente una mezquita ocupa el lugar que la tradición asigna a la tumba de los patriarcas, venerada por judíos, cristianos y musulmanes.
Gn 24, 1-67. El episodio de la boda de Isaac se narra antes de la muerte de Abrahán para subrayar la continuidad entre la historia de Isaac y la de Abrahán. En lo sucesivo se centrará en los hijos nacidos de Rebeca: Esaú y Jacob (cfr Gn 25, 19ss.). La residencia de Isaac y de Abrahán no parece que sea ya Mambré (cfr Gn 23, 19), sino más al sur, en el desierto del Négueb (cfr Gn 24, 62).
El relato refleja ciertamente el contexto y las costumbres de la época patriarcal; pero, al mismo tiempo, se distingue de los otros relatos sobre los patriarcas por su refinada construcción artística, y por la manera tan discreta de presentar la intervención de Dios. En efecto, la historia está narrada en cinco escenas sucesivas, con otros tantos diálogos, empalmados por breves notas narrativas. En la primera escena aparece Abrahán y su criado (vv. 1-9); en la segunda, el criado con Rebeca (vv. 10-28); en la tercera, en casa de Rebeca, el criado y Labán (vv. 29-53); en la cuarta, en el momento de la partida, Rebeca y su familia (vv. 54-61); y en la quinta, Rebeca, el criado e Isaac (vv. 62-67). El narrador parece saborear las escenas y los diálogos. En cuanto a la intervención de Dios, hay que notar que si bien no aparece directamente en ningún momento, sin embargo, Él es el verdadero protagonista de cuanto ocurre, pues está guiando providencialmente todos los acontecimientos.
Gn 24, 1-9. El tono del pasaje deja entrever que Abrahán ve cercano el final de su vida y cumplida la promesa de Dios en cuanto a la descendencia y a la tierra. Por ello el patriarca se preocupa de buscar entre su propia familia una esposa para su hijo, según las costumbres de las gentes seminómadas en aquella época. Al mismo tiempo, Abrahán muestra su voluntad incondicional de que Isaac no abandone aquella tierra. La forma de juramento, con la mano bajo el muslo (cfr Gn 47, 29), que Abrahán impone a su siervo, reviste una fuerza extraordinaria que obliga al siervo, cuya fidelidad se resalta, a cumplir rigurosamente lo jurado. Una vez más, aparece la fe de Abrahán por encima de las dificultades que le presenta su siervo. Abrahán confía plenamente en que Dios, con su providencia, eliminará tales obstáculos, como de hecho se concluye del final del relato.
La decisión de Abrahán con respecto a la esposa que había de tomar Isaac pone también de relieve la importancia de la esposa para mantener la fe del marido y del hogar. Comenta San Ambrosio que con frecuencia, las seducciones de la mujer engañan incluso a los maridos más fuertes y les hacen alejarse de la religión. (…) Pues lo primero que se debe buscar en la unión conyugal es la religión. (…) Aprende, por tanto, lo que ha de buscarse en la mujer: Abrahán no buscó oro, ni plata, ni posesiones, sino el don de un buen corazón (De Abraham 1, 9, 84-85).
Gn 24, 10 Aram-Naharaim o Siria de los dos ríos indica la región de la Alta Mesopotamia -allí estaba la ciudad de Jarán-, donde según Gn 11, 31 vivía la familia de Abrahán. La mención de diez camellos sirve para resaltar la riqueza de Abrahán, ya que las tribus seminómadas empleaban una raza de asnos de gran resistencia y fortaleza.
Se resalta en este episodio la fidelidad del siervo de Abrahán en el cumplimiento de la misión que le ha sido encomendada.
Gn 24, 57-58. Rebeca es consultada en lo concerniente a la partida, no en orden al matrimonio que, según las costumbres de la época, correspondía establecerlo al cabeza de familia (cfr vv. 50-51). Sin embargo, según aquel antiguo derecho, parece que la joven podía permanecer algún tiempo en la casa paterna. La firme decisión de Rebeca deja entrever que ya Dios ha puesto en ella el amor por su futuro esposo Isaac.
Gn 24, 66-67. En la hermosa conclusión del relato -Isaac la amó, y así se consoló de la muerte de su madre-, parecen cumplirse realmente las palabras de Gn 2, 24 a propósito de la creación de Eva: Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán una sola carne. El matrimonio de Isaac y Rebeca figura en la tradición judía y cristiana como modelo de amor conyugal.
Gn 25, 1-18. Antes de pasar a narrar la historia de la descendencia de Isaac (cfr Gn 25, 19), quedan aquí recogidas tres breves narraciones relativas a Abrahán: la restante descendencia del patriarca, distinta de la del hijo de la promesa, Isaac (cfr vv. 1-6); su muerte (vv. 7-11); y la descendencia de Ismael (vv. 12-18). De esta forma queda cumplida la promesa de que Abrahán sería padre de innumerables naciones (cfr Gn 17, 4).
Gn 25, 1-6. Se mencionan unos pueblos árabes con los que Israel tuvo relación en algún momento de su historia. De algunos de ellos aparecen más noticias en la Biblia, como los madianitas (cfr Gn 37, 28; Ex 2, 15-22), los sebeos (cfr Gn 10, 7; 1R 10, 1; Jr 6, 20) y los dedanitas (cfr Gn 10, 7; Is 21, 13). De otros no se sabe apenas nada. La breve lista genealógica tiene por finalidad mostrar la relación histórica de tales pueblos con Israel, señalando a Abrahán como ascendiente común; pero, al mismo tiempo, resalta la singularidad de Isaac y, en consecuencia, del pueblo elegido entre todos los restantes pueblos de la misma raza. De ahí que se señale claramente en el v. 5 que Isaac quedó como el verdadero heredero de Abrahán, y que los restantes hijos ya habían recibido anteriormente lo que les correspondía.
Gn 25, 7-11. Al decir que Abrahán fue a reunirse con su pueblo (v. 8), es decir, con sus antepasados, se está aludiendo de alguna forma a la vida tras la muerte, aunque todavía no aparezca como momento de premio o castigo. El premio a la fidelidad de Abrahán se expresa aquí en su longevidad, y en el hecho de morir rodeado de sus hijos: Isaac que vivía con él, e Ismael que aparece de improviso en escena. La bendición divina, que incluía la promesa de una numerosa descendencia y de la tierra, pasa ahora a Isaac por decisión libre del mismo Dios.
Gn 25, 12-18. La narración sobre los doce descendientes de Ismael recoge, sin duda, antiguas tradiciones sobre los ismaelitas, y con ella se confirma -por el mismo simbolismo del número doce- la promesa de Dios de hacer también de Ismael un gran pueblo (cfr Gn 17, 20). No es fácil identificar los grupos representados en cada uno de estos nombres. Es posible que Nebayot haga referencia a los nabateos, cuya capital, en la época romana, fue Petra. Del resto poco o nada se sabe. En cualquier caso, el pasaje viene a establecer los límites en que habitan esos pueblos: desde el noroeste de Arabia, donde está Javilá, hasta la frontera con Egipto, que en aquel tiempo estaba protegida por una gran muralla al borde del desierto.
Una vez mostrado el cumplimiento de la promesa de Dios sobre Ismael, la Biblia ya no se ocupa más de él y centra la atención en Isaac y sus descendientes.
Gn 25, 19-Gn 37, 1Gn 37, 1. Aquí comienza propiamente la historia de Isaac que continuará hasta Gn 35, 29 donde se narra su muerte. Sin embargo, el patriarca protagonista de estos capítulos —excepto del cap. 26— es Jacob. Lo referente a Isaac se ha unido a la historia de Jacob, o antes a la de Abrahán, de forma que sirve prácticamente para hacer pasar la promesa de Abrahán a Jacob. Isaac cobra relieve únicamente como el eslabón entre aquellos.
La historia de Jacob está elaborada recogiendo dos ciclos de tradiciones: uno relativo a Jacob y Esaú; otro a Jacob y Labán. Es el primero el que marca en cierto modo el esquema de la historia de Jacob que se desarrolla de la siguiente forma: 1) relatos en torno a la adquisición de la primogenitura (cfr Gn 25, 19-34; Gn 27, 1-45); 2) huida lejos de su hermano y de la tierra prometida (cfr Gn 27, 46-Gn 32, 3)) vuelta y encuentro con su hermano, y asentamiento de Jacob en Canaán, y de Esaú en Edom (cfr Gn 32, 4-Gn 37, 1).
Jacob (Israel) y Esaú (Edom) representan a la vez a los dos pueblos nacidos de ellos: israelitas y edomitas (cfr Gn 36, 8). En las relaciones entre los dos hermanos se perciben a grandes rasgos las relaciones entre Israel y Edom. En efecto, Edom ya estaba en la tierra de Canaán al llegar los israelitas (cfr Nm 20, 14-21), por lo que podría considerarse que los edomitas tenían derecho a aquella tierra, de modo análogo a como Esaú fue el primogénito y, por tanto, el heredero natural de los derechos de primogenitura. Sin embargo, fue Israel quien habitó en la tierra de Canaán y llegó incluso a dominar a Edom en tiempos de la monarquía (cfr 2S 8, 13-14), tal como se refleja en el proyecto de Dios sobre los dos niños (cfr Gn 25, 23). En las personas de ambos antepasados a cada pueblo se asigna su territorio: a Israel Canaán, a Edom la zona de las montañas de Seír, en la región del desierto al sur del Mar Muerto. De este modo se muestra el cumplimiento de las promesas divinas en la historia de Israel. En efecto, los relatos en torno a la primogenitura dejan entrever que la tierra es una donación gratuita por parte de Dios; y que Dios elige al menor, a aquél que según las leyes humanas no tenía posibilidades de ser el heredero.
Gn 25, 21-23. De nuevo, como ocurriera ya con Sara (cfr Gn 16, 1), se resalta la esterilidad de Rebeca, para mostrar que la promesa se va a ir cumpliendo gracias a la intervención de Dios. Se pone asimismo de relieve cuál va a ser el destino de los hijos engendrados por Rebeca: dos pueblos que lucharán uno contra el otro, imponiéndose al final el menor. La historia de Israel y Edom responde al destino previsto por Dios en el origen mismo de esos dos pueblos.
La palabra del Señor tiene aquí la forma de un oráculo que predice lo que va a ocurrir, y, por tanto, el camino por el que Dios llevará a cabo su proyecto de salvación. Ese camino es distinto del que preveía Isaac, quien consideraba al hijo mayor, el primogénito, heredero de la bendición y, en consecuencia, de la promesa divina. Pero Dios elige a quien quiere con absoluta libertad, y, en este caso, como ya hiciese con Abel y con el mismo Isaac, la elección recae sobre el hijo menor. El apóstol San Pablo -observa San Agustín- trata de colegir de aquí un gran testimonio en pro de la gracia. Y se funda en que antes de nacer y sin haber obrado ni bien ni mal, sin méritos buenos de ninguna clase, es elegido el menor y reprobado el mayor (cfr Rm 9, 11-12), cuando en realidad, respecto al pecado original, ambos eran iguales, y, respecto al pecado personal, ambos carecían de él (De civitate Dei 16, 35).
Esa forma de actuación de Dios se descubre también en la vocación cristiana. Considerando la llamada de los discípulos elegidos por el Señor, comenta San Josemaría Escrivá: Algo semejante ha sucedido con nosotros. Sin gran dificultad podríamos encontrar en nuestra familia, entre nuestros amigos y compañeros, por no referirme al inmenso panorama del mundo, tantas otras personas más dignas que nosotros para recibir la llamada de Cristo. Más sencillos, más sabios, más influyentes, más importantes, más agradecidos, más generosos. (…) Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya (Es Cristo que pasa, 3).
Gn 25, 24-26. Como es frecuente en los relatos de nacimientos, los nombres de los niños se explican mediante el recurso a etimologías populares. Aquí el nombre de Esaú se asocia al color rojo —asociación que responde más bien al nombre de Edom—, y a la zamarra de piel con pelo significada en el nombre de Seír, lugar donde habitaría Esaú. El nombre de Jacob se asocia al de talón, por las circunstancias de su nacimiento.
En el v. 26 leemos que Isaac tenía 60 años cuando nacieron Esaú y Jacob, mientras que el v. 20 dice que tenía 40 cuando se casó y empezó a rezar por su esposa que era estéril. Fueron, por tanto, 20 años de oración. Este detalle da pie a San Juan Crisóstomo para comentar que también nosotros, imitando a aquel justo, hemos de ser constantes en nuestras oraciones, cuando pedimos algo a Dios. Pues si aquel justo, dotado de gran virtud y teniendo tanta gracia ante Dios, se comportó con tal constancia y esfuerzo, orando continuamente a Dios para que remediara la esterilidad de Rebeca, ¿qué decir de nosotros que estamos oprimidos por el gran peso de nuestros pecados? En cambio, si ponemos esfuerzo y diligencia durante poco tiempo, nos desanimamos y abandonamos a no ser que seamos escuchados enseguida (Homiliae in Genesim 49, 1).
Gn 25, 27-34. De nuevo se recurre a la etimología para explicar el nombre de Edom (Esaú), pero esta vez asociándolo al color del guiso preparado por Jacob. El texto sagrado resalta, por un lado, la astucia de Jacob y su adquisición de los derechos de primogenitura; por otro, recrimina la conducta de Esaú por no apreciar suficientemente el valor de sus derechos. Al oír esto -comenta San Juan Crisóstomo- aprendamos a no descuidar nunca los dones que Dios nos ha dado, ni perder las cosas grandes a causa de las pequeñas y sin valor. Pues dime, ¿por qué, una vez decididos por el reino de los cielos y aquellos bienes inefables, de tal manera nos entontecemos en el deseo de las riquezas que preferimos lo momentáneo y lo que no permanece hasta la tarde, a lo eterno que ha de durar para siempre? (Homiliae in Genesim Gn 50, 2).
Gn 26, 1-35. En este capítulo se recogen diversos episodios relacionados únicamente con Isaac, muy semejantes a los que se han contado antes sobre Abrahán: el hacer pasar a su mujer por hermana (cfr Gn 12, 11-20; Gn 20, 2-18); las contiendas sobre los pozos del desierto (cfr Gn 21, 25-34); las apariciones de Yahwéh y el levantar un altar (cfr Gn 12, 8; Gn 15, 1-21; etc.). Isaac se comporta de una manera semejante a como lo había hecho Abrahán. En el conjunto, Isaac es presentado como el portador de la promesa divina entre Abrahán y Jacob. De hecho, Dios reitera la promesa a Isaac en atención al juramento que había hecho a Abrahán (cfr v. 3) y a la fidelidad de éste (cfr v. 5). Isaac representa -y ésta es su grandeza en la historia de la salvación- la continuidad de la promesa y de la bendición que Dios había otorgado a Abrahán. En este sentido, la figura de Isaac nos enseña que cada persona, siendo heredera de los dones que Dios ha otorgado a generaciones anteriores, coopera, con su fidelidad, a que Dios lleve adelante sus proyectos salvíficos. Ninguna vida humana -escribe San Josemaría Escrivá- es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad (Es Cristo que pasa, 111).
Gn 26, 7-11. Este episodio es muy parecido a los que se narran en los caps. 12 y 20 respecto a Abrahán. Aquí queda resaltada una vez más la prudencia del patriarca en aquella difícil situación, y la magnitud del pecado de adulterio, caso de haberse producido.
Gn 26, 12-14. Dios bendice el trabajo de Isaac en la tierra de Canaán, concediéndole abundantes cosechas y una gran riqueza, como le había concedido también a Abrahán (cfr Gn 13, 2). Las riquezas son, en este caso, fruto del trabajo del patriarca y, al mismo tiempo, signo de la bendición divina. La Sagrada Escritura no condena las riquezas en sí mismas, ni el poseerlas legítimamente; sí condena, en cambio, el apego a las mismas y el poner en ellas la confianza (cfr Lc 12, 13-21). La Iglesia, en relación a los bienes temporales, enseña que el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 69).
Gn 26, 15-33. Isaac pasa por problemas similares a los que había tenido Abrahán (cfr Gn 21, 25-34), y mantiene, como su padre, una actitud pacífica hacia los habitantes de aquella tierra. Primero se va retirando hacia el sur aun a costa de ceder en sus derechos; más tarde aceptando el pacto que le ofrece Abimélec (cfr vv. 26-30). Dios premia tal actitud concediendo al patriarca nuevos hallazgos de agua, y prosperidad (cfr vv. 22 y 32); pero, sobre todo, revelándosele en Berseba.
Los nombres de los pozos recuerdan algún episodio del tiempo en que se excavaron. Sobre la etimología de Berseba, cfr Gn 21, 28-31.
Dios se revela a Isaac como el Dios de su padre Abrahán (v. 24) y, por tanto, como un Dios personal que quiere definirse por su relación de amistad con el hombre. Más tarde Dios se revelará a Moisés diciéndole Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob (Ex 3, 6). De esta forma queda patente la identidad entre el Dios al que adoraron los patriarcas y el que hizo la Alianza en el Sinaí; y, al mismo tiempo, su cercanía y vinculación con el pueblo de Israel. La designación de Dios como Dios de una persona y, en concreto, como Dios de los patriarcas, y más tarde de nuestro Señor Jesucristo (cfr Ef 1, 3), nos lleva a considerarle también como nuestro Dios personal, en cuanto que estamos unidos a aquella persona con la que Dios entró en una relación especial.
Yo estoy contigo dice el Señor a Isaac, y lo dice a todos aquellos que creen en Él como Abrahán. Es preciso convencerse -enseña San Josemaría Escrivá- de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando. (…) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos (Camino, 267).
Gn 27, 1-45. Jacob había conseguido ya el derecho de primogenitura; ahora va a conseguir la bendición del padre al hijo mayor. Esa bendición implicaba, al parecer, el derecho a la herencia que ya antes había comprado Jacob a Esaú, y el representar a la familia adquiriendo así la primacía sobre los hermanos (cfr v. 29). Además, a través de la bendición del padre se trasmite también la bendición de Dios. La Biblia no enjuicia los medios de los que Jacob se vale para hacerse con la bendición paterna; pero sí pone de relieve, una vez más, que Jacob no tenía derecho a ella según las leyes humanas, sino que recibió ambas cosas, primogenitura y bendición, como un don gratuito de Dios, que eligió al menor (cfr Gn 25, 23). También aquí, como en el caso de Isaac (cfr Gn 21, 8-13), se resalta la intervención de la madre, por encima de las leyes establecidas, en la realización de los proyectos divinos. El pasaje quiere poner en evidencia, al mismo tiempo, la sagacidad del patriarca, superior a la de Esaú. La acción de Jacob queda justificada en el conjunto del relato, puesto que había comprado antes los derechos de primogenitura a su hermano. Sin embargo, el profeta Oseas considerará la conducta de Jacob como algo negativo de lo que tendrá que arrepentirse, y, en este sentido, Jacob prefigura al pueblo de Israel al que el profeta pide conversión (cfr Os 12, 3-7).
Este relato presenta un estilo similar al que veíamos en el cap. 24. En efecto, la acción se desarrolla en cinco escenas, cada una incluyendo un diálogo entre dos personajes, cuya psicología queda magníficamente descrita; se combina la tensión dramática sobre quien será el receptor final de la bendición, con la forma, en cierto modo graciosa, en que se desarrolla la acción.
Gn 27, 5-17. Rebeca actúa aparentemente por motivos humanos, impulsada por su amor de predilección hacia su hijo menor (cfr Gn 25, 28). De ese amor interesado de la madre se va a servir Dios para guiar los acontecimientos, de tal forma que se cumplan sus designios sobre el futuro de los dos hijos (cfr Gn 25, 23). De la actuación de Rebeca, que aquí la Sagrada Escritura no enjuicia, Dios va a sacar un gran bien: que las promesas hechas a Abrahán pasen, a través de Jacob, al pueblo de Israel que desciende de él.
Gn 27, 20 La respuesta de Jacob, invocando el nombre de Dios, no carece de astucia: no aclara cómo Dios le ha proporcionado los animales, pero el lector entiende que ha sido por medio de Rebeca.
Gn 27, 26-29. La bendición de Isaac a Jacob evoca la excelencia de este hijo, la fecundidad de la tierra y el señorío sobre los pueblos. Las tres cosas están relacionadas con la llamada a Abrahán y la promesa de una tierra y una descendencia numerosa, como se señalará explícitamente un poco más adelante, cuando Isaac reafirma su bendición sobre Jacob después de haber conocido el engaño (cfr Gn 28, 3-4). La Carta a los Hebreos (cfr Hb 11, 20) enseña que tanto esta bendición, como la recibida por Esaú (cfr Gn 27, 39-40), Isaac las pronunció movido por la fe y en orden al futuro, es decir, en orden a Cristo en la plenitud de los tiempos. De ahí que San Agustín interprete que la bendición de Jacob significa la predicación del nombre de Cristo en todas las naciones. (…) Isaac es figura de la Ley y de los Profetas. La Ley bendice a Cristo por boca de los judíos, como sin conocerle, porque también ella es desconocida. El mundo, como un campo, es perfumado por el nombre de Cristo. De él es la bendición del rocío y del cielo, es decir, de esa lluvia de la palabra divina, y de la fertilidad de la tierra, o sea, de la vocación de los pueblos. Suya es la abundancia de vino y de trigo, es decir, la multitud que en el sacramento de su cuerpo y de su sangre recibe el pan y el vino. (…) Los hijos de su padre, es decir, los hijos de Abrahán según la fe, le adoran, porque él es también hijo de Abrahán según la carne. Quien le maldijere es maldito y el que le bendijere es bendito. Este Cristo nuestro, repito, es bendecido, o sea, es verazmente predicado por boca de los judíos, depositarios de la Ley y de los Profetas, aunque no comprenden y piensan que bendicen a otro que en su error esperan (De civitate Dei 16, 37).
Gn 27, 33 Procediendo de Dios directamente o de quien con autoridad le representaba, las bendiciones, como también la maldiciones, una vez pronunciadas eran irrevocables y tenían eficacia por sí mismas, al margen de las circunstancias que las provocasen. Esta convicción que se refleja en la Biblia no responde a una concepción mágica de tales ritos, sino a la seriedad con que se entiende la fuerza y el poder de la palabra, cuando ésta procede de quien tiene autoridad para pronunciarla.
Tal es el caso de las bendiciones de los patriarcas. Éstas, como comenta San Ambrosio, muestran cuánta reverencia hemos de tener a los padres, ya que, como aquí leemos, quien es bendecido por el padre, bendecido queda. Por tanto Dios da a los padres esta gracia para suscitar la piedad de los hijos pues (la bendición) es prerrogativa de los padres, la obediencia, de los hijos (De benedictionibus Patriarcharum 1, 1).
Gn 27, 45 La intervención de Rebeca no sólo salva a Jacob, sino también a Esaú, ya que si éste hubiese dado muerte al primero se hubiese tenido que convertir en un fugitivo o morir también bajo la ley de la venganza de sangre. Rebeca da muestras de buen sentido pensando que con paciencia y el paso del tiempo podría arreglarse aquella situación dramática. Sin embargo, según continuará después la narración, Rebeca no volvió a ver a Jacob.
Aprendamos, pues, de Rebeca, cómo se ha de procurar que la envidia no suscite la ira, y la ira desemboque en parricidio. Acérquese Rebeca, es decir, la paciencia, el buen guardián de la inocencia; persuádanos para no dar un cauce a la ira. Alejémonos un poco de quien sea, hasta que con el tiempo aminore la indignación, y llegue poco a poco el olvido de la ofensa (S. Ambrosio, De Iacob et vita beata 2, 4, 14).
Gn 27, 46-Gn 28, 9. Tras haber presentado cómo Jacob llegó a ser el receptor de los derechos de primogenitura, incluida la bendición paterna, y las consecuencias que esto le acarreó frente a Esaú, el libro del Génesis ofrece una especie de resumen en el que, dejando de lado la tensión en las relaciones familiares, se fija en los matrimonios de Jacob y Esaú. El de aquél, según las costumbres de sus antepasados (cfr cap. 24); el de éste en contra de ellas.
Dos cosas resalta ahora el texto sagrado: una, la obediencia de Jacob a sus padres en cuestión tan importante como la elección de esposa; otra, la transmisión a Jacob de la bendición y promesas que Dios había hecho a Abrahán. La causa de que Jacob haya de salir de la tierra prometida es ahora la aversión de Rebeca hacia las mujeres de aquel lugar, motivada por el mal comportamiento de éstas hacia ella (cfr Gn 26, 34-35). Isaac, secundando los deseos de su esposa, envía a Jacob al país de sus antepasados de donde procedía también Rebeca; pero antes transmite la bendición que Dios había pronunciado sobre Abrahán. El motivo que aquí se da implícitamente para que tal bendición recaiga sobre Jacob y no sobre Esaú, es que éste ha contraído matrimonios con mujeres de Canaán, en contra de lo que Abrahán había dispuesto para Isaac (cfr Gn 24, 1-67). Los matrimonios con mujeres cananeas serán siempre mal aceptados en Israel porque traían consigo la idolatría y el culto a los Baales.
De esta forma culmina la intervención de Rebeca, tras haber conseguido que sobre su hijo predilecto, Jacob, recayese el derecho de primogenitura, la bendición paterna y, ahora, la bendición y promesas divinas dirigidas antes a Abrahán y a su descendencia.
El gesto de Esaú de tomar una mujer de la familia de Abrahán (cfr v. 9) además de las que ya poseía, parece llegar demasiado tarde, y no responde satisfactoriamente al deseo de Isaac. Este detalle del texto bíblico manifiesta al mismo tiempo la relación entre los edomitas, descendientes de Esaú, y los árabes, descendientes de Ismael, distinguiendo a ambos con más claridad de lo que será el pueblo elegido. Sobre Het y los hititas cfr nota a Gn 23, 1-20.
Gn 28, 10-22. La narración continúa con esta escena en la que se recoge la primera aparición de Dios a Jacob confirmándole la promesa hecha anteriormente a Abrahán, y se recuerda, al mismo tiempo, la fundación del santuario de Betel. Es significativo que los sucesos ocurran en tierra de Canaán, pues ésta es la tierra que Dios promete, y a la que Jacob y sus hijos habrán de volver más tarde. Tras la subida de Egipto y la conquista de la tierra, los israelitas consultaron a Yahwéh en Betel (cfr Jc 20, 18.26-28); y tras la separación de los dos reinos, a la muerte de Salomón, Betel se convirtió en uno de los centros religiosos más importantes del Reino del Norte (cfr 1R 12, 26-33).
En el contexto en que está insertado, el relato del sueño de Jacob muestra cómo el patriarca, fortalecido por Dios que le ha mostrado sus designios, podrá afrontar los largos años que le tendrán alejado de la tierra prometida. Solamente al volver Jacob de nuevo a ella, el Señor se le aparecerá por segunda vez (cfr Gn 32, 22-32). Entretanto, mientras busca esposa en casa de Labán, no tendrá ninguna manifestación similar de parte de Dios. Así actúa el Señor también con nosotros, permitiendo que, a veces, durante un tiempo, no sintamos con claridad su presencia. Me confiabas -escribe San Josemaría Escrivá- que Dios, a ratos, te llena de luz; en otros, no. Te recordaré, con firmeza, que el Señor es siempre infinitamente bueno. Por eso, para seguir adelante, te bastan esos tiempos luminosos; aunque los otros también te aprovechan, para hacerte más fiel (Surco, 341).
Gn 28, 12 La escala que Jacob ve en su sueño -que podría reflejar las escaleras de los templos mesopotámicos o egipcios, copiadas en los santuarios de Canaán-, tal como aparece en el texto bíblico está llena de un profundo simbolismo: es el medio por el que se unen el cielo y la tierra. Algunos Padres de la Iglesia interpretaron esa escala como la providencia divina que llega a la tierra mediante el ministerio de los ángeles; otros, en cambio, vieron en la escala un signo de la Encarnación de Cristo en la estirpe de Jacob, pues es entonces, efectivamente, cuando se unen lo divino y lo humano, al ser Cristo verdadero Dios y verdadero hombre. En el Evangelio de San Juan, el sueño de Jacob se ve cumplido en la glorificación de Jesucristo a través de su muerte en la Cruz: En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre (Jn 1, 51). De ahí que otros importantes intérpretes consideran que la escala que vio Jacob representa la cruz por la que Cristo, y los cristianos, alcanzan la gloria del cielo. San Bernardo aplicaba el simbolismo de la escala a la Santísima Virgen: Ésta (la Virgen) es la escala de Jacob, que tiene doce peldaños, entre los dos lados. El lado derecho es el desprecio de sí mismo por el amor a Dios, el lado izquierdo es el desprecio del mundo por amor al Reino. La subida por sus doce peldaños son los grados de humildad. (…) Por estos peldaños suben los ángeles y son elevados los hombres… (Sermo ad Beatam Virginem 4).
Gn 28, 14 Una vez más la revelación divina pone de manifiesto que la elección del pueblo de Israel -ahora confirmada a Jacob- tenía como finalidad que la bendición de Dios llegase a todos los pueblos (cfr Gn 12, 3), y que todos los hombres, creados por Dios a su imagen y semejanza (cfr Gn 1, 26), fuesen beneficiarios de la elección. Que Dios elija a un pueblo no significa una limitación de su bondad, sino el medio previsto por Él mismo, Creador de todos, para que a todos llegue su llamada paternal. Con el misterio de la creación -enseña Juan Pablo II- está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de una manera particular la historia del pueblo cuyo padre espiritual es Abrahán en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, este misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda la familia humana: “Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor” (Jr 31, 3) (Dives in Misericordia, 31).
Gn 28, 20 Comenta San Juan Crisóstomo que las palabras de Jacob "me proporciona pan para comer" fueron sancionadas por Jesucristo en la oración del Padrenuestro: Danos hoy nuestro pan de cada día. Pidámosle el alimento diario y no otros bienes temporales. Pues es indigno pedir, a quien da con tanta liberalidad y poder, cosas que desaparecen en la vida presente y cambian constantemente. Así son todas las cosas humanas como las riquezas, el poder y la gloria. Pidamos en cambio las cosas que permanecen siempre, las necesarias y las imprevistas (Homiliae in Genesim 54, 5).
Gn 29, 1-Gn 32, 3. En esta sección se narra la estancia de Jacob fuera de la tierra prometida, en casa de Labán que representa en este caso la continuidad con los antepasados de Abrahán (cfr cap. 24). Allí Jacob contraerá matrimonio (cfr Gn 29, 1-30), tendrá hijos (cfr Gn 29, 31-Gn 30, 24) y se enriquecerá (cfr Gn 30, 25-43); y, de modo semejante a como había hecho Abrahán, desde allí volverá para asentarse en la tierra de Canaán (cfr Gn 31, 1-32, 3).
El texto sagrado muestra cómo Dios va dirigiendo los acontecimientos en orden a que se haga realidad su plan salvífico, que incluía la numerosa descendencia de Abrahán y la formación del pueblo a partir de Jacob-Israel. En el conjunto de las relaciones entre Jacob y Labán contrastan el éxito progresivo del patriarca y el empobrecimiento de su pariente. El primero es constantemente bendecido por Dios que le otorga gran prosperidad; el segundo ve al final debilitado su ganado y ha de aceptar, por orden de Dios, que Jacob y sus hijas se alejen de él.
Gn 29, 1-14. La llegada de Jacob a casa de Labán y su encuentro con Raquel tienen un cierto parecido con la llegada del siervo de Abrahán y su encuentro con Rebeca (cfr. Gn 24, 1-67). Difieren, sin embargo, en cuanto a la designación del lugar: aquí sólo se da una referencia genérica al país de los orientales, que indicaría propiamente la región del noroeste del desierto arábigo, amplia zona recorrida por los pastores seminómadas. La distinta designación respecto a la procedencia de los antepasados de Israel (Aram-Naharaim en el caso de Abrahán o el país de los orientales en el caso de Jacob) se puede explicar por la movilidad que tenían estos grupos de pastores seminómadas, que iban con sus ganados de una parte a otra, y a veces hacían vida sedentaria. De ahí que sea diversa la referencia al lugar en que se encontraban en uno u otro momento, dependiendo del origen de las tradiciones, que, por otra parte, siempre se mueven en un marco muy amplio.
Aunque el desarrollo de los acontecimientos parece casual, el contexto deja entrever que así empieza a manifestarse la providencia divina, tal como Jacob la había implorado cuando Dios se le apareció en Betel (cfr Gn 28, 20).
Gn 29, 12 El texto dice literalmente hermano de su padre; pero hay que entender pariente, y, en concreto, primo segundo a tenor de lo narrado en Gn 24: Labán era hermano de Rebeca e hijo de Betuel, hijo de Najor, hermano de Abrahán que era el abuelo de Jacob. En este contexto, sin embargo, se habla de Labán como hijo de Najor (cfr v. 5), saltándose el eslabón de Betuel, que no parece tener gran significación ni siquiera en la historia anterior sobre el matrimonio de Rebeca (cfr Gn 24).
Gn 29, 15-30. El matrimonio de Jacob tiene especial relevancia porque de él provienen las doce tribus de Israel; el autor sagrado presenta quién es cada una de las madres en un relato cargado de detalles significativos, de trazos irónicos y de matices curiosos.
Labán, que parecía un hombre acogedor y hospitalario (vv. 13-14), se perfila ahora como defensor de sus intereses económicos (v. 15) y del porvenir de sus hijas. Pasa de ser un amigo a ser contrincante de Jacob, a quien pretende superar en astucia.
Jacob va mostrando sus cualidades y sus limitaciones: apasionado por Raquel acepta dos períodos de siete años de servidumbre para pagar la dote (el mohar) a Labán, prefigurando los grandes períodos de servidumbre que Israel tendrá que soportar a lo largo de su historia. Con resignación asume el engaño del cambio de esposa porque sabe que los derechos legales favorecen a la mayor de las hermanas (v. 26), a pesar de que él, siendo el menor, había alcanzado los privilegios que correspondían a Esaú. Aceptando el engaño, es capaz de compaginar su amor por Raquel con la responsabilidad adquirida con Lía. Para las dos será un buen esposo y, a la vez, las dos tendrán un importante protagonismo.
Lía, que será madre de Judá y, por tanto, ascendiente de David, es presentada con enorme dignidad: no goza de grandes encantos naturales, pero tiene todos los derechos, como primogénita de Labán y como primera esposa de Jacob.
Raquel, por su parte, que dará origen a las tribus de José y Benjamín, es la predilecta de Jacob, la más atractiva y también la que más sufrimientos acarreará al patriarca.
Y, por encima de todos estos personajes, el protagonista es Dios que utiliza las circunstancias, los valores, y las limitaciones de cada uno, para llevar adelante su plan de formar un pueblo que vendrá a ser depositario de la salvación. Él, que ha elegido al patriarca Jacob, elige también y, por caminos distintos, a las que van a ser progenitoras del pueblo.
En esta hermosa historia no puede extrañar que algunas deficiencias morales, como engaños, pasiones o poligamia, pasen a segundo plano; el autor sagrado no pretende basar la eficacia del plan divino en la perfección de sus protagonistas humanos, sino en la iniciativa permanente de Dios. De este modo el lector de entonces y el de hoy comprenden que, aun con limitaciones y hasta con defectos, cada uno ha sido llamado a colaborar eficazmente en el plan de salvación de los hombres.
Gn 29, 31-Gn 30, 24. En este contexto, la narración del nacimiento de los hijos de Jacob viene a mostrar la relación entre los antiguos patriarcas y las tribus que constituirían más tarde el pueblo de Israel. Falta Benjamín, que nacerá en tierra de Canaán (cfr Gn 35, 16); los demás llegan a la tierra prometida desde fuera. Los nombres de cada uno de los hijos vienen explicados según su etimología aparente, de manera más popular que científica. Tales explicaciones resaltan las circunstancias en que nace cada hijo, bajo la providencia divina, en el contexto de la rivalidad entre las dos esposas de Jacob. De esta forma se quiere enseñar que el nacimiento de cada uno de ellos y, en consecuencia, la existencia de cada tribu, responde a los planes de Dios.
Gn 29, 31 El amor de Jacob por Raquel hacía que Lía se encontrase en situación de inferioridad respecto a su marido. Pero Dios acude en ayuda del más débil -esto es lo que resalta el texto- y otorga la fecundidad a Lía y no a Raquel. De este modo Lía obtendría el favor de Jacob. A lo largo del pasaje se va subrayando la rivalidad entre las dos esposas por ganarse el favor del marido dándole hijos, y el reconocimiento de que en definitiva es Dios quien los otorga (cfr nota a Gn 4, 1).
Gn 30, 1-13. Para dar hijos al marido, Raquel recurre al mismo medio que vimos en el caso de Sara (cfr Gn 16, 1-2). Tal costumbre se explica en un contexto social en el que la esclava pertenecía a su señora y, por tanto, ésta podía utilizarla en beneficio propio, incluso en la función de la maternidad. Así el hijo que la esclava tenía del marido de la señora era considerado hijo de ésta cuando ella misma había dado la esclava al marido con tal fin, y recogía al niño, al nacer, sobre sus rodillas. Al igual que otras costumbres de la época patriarcal, como la misma poligamia, la utilización de la esclava en la función de la maternidad no corresponde a la dignidad de la persona, y en concreto, de la mujer, tal como esa dignidad es presentada al describir el proyecto creador de Dios en caps. 1-2. La Biblia, en efecto, afirma con claridad la igual dignidad de cada ser humano, varón o mujer, creados a imagen y semejanza de Dios (cfr Gn 1, 26), así como la naturaleza monogámica del matrimonio según los designios divinos (cfr Gn 2, 24; Mt 19, 5).
El hecho de que los patriarcas viviesen según unas costumbres no conformes al proyecto de Dios en la creación, indica, en el conjunto de la Biblia, la presencia en la humanidad del desorden introducido por el pecado (cfr cap. 3), y la condescendencia y pedagogía divinas que, a partir de aquellas situaciones históricas, va formando el pueblo de Israel y desvelando progresivamente la verdadera grandeza de la dignidad humana, así como del matrimonio y de la familia (cfr nota a Gn 16, 1-6).
Gn 30, 14-24. En hebreo la palabra para decir mandrágora viene de la misma raíz que la que significa amado, y es sabido que entre los antiguos se atribuía a esta planta el efecto de suscitar el amor y dar fecundidad. Sin embargo, en el texto se percibe una falta de ilación en su desarrollo, ya que la fecundidad de Raquel no se debe a las mandrágoras, sino a la voluntad del Señor que la hizo fecunda (v. 22). Se refleja la preferencia de Jacob por Raquel a pesar de no darle hijos, y cómo ésta recurre a todos los medios humanos que conoce para poder llegar a ser madre; pero en definitiva -tal es el sentido del pasaje- la maternidad es un don de Dios.
El nombre de José, de manera similar a como sucede con los nombres anteriores, se relaciona con dos acciones divinas: quitar -Dios ha quitado mi afrenta-, y añadir -el Señor me añada otro hijo-. Las expresiones de Raquel manifiestan el gran oprobio que para una mujer casada significaba, en aquella época, el no tener hijos. Jacob, sin embargo, sigue enamorado de Raquel con amor preferencial. Esto es reflejo de que aun dentro de la imperfección de aquel matrimonio polígamo, la institución matrimonial no era considerada solamente para la procreación, sino que incluía la comunión de vida y amor entre los cónyuges. En efecto, hoy comprendemos mejor que el matrimonio, aunque falte la descendencia, sigue en pie, como intimidad y participación de la vida toda, y conserva su valor fundamental y su indisolubilidad (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 50). Los esposos que no tienen hijos contra su voluntad, están también llamados a vivir su vocación matrimonial y a dar a su paternidad y maternidad una proyección más amplia que la de la propia prole. Ciertamente hay matrimonios a los que el Señor no concede hijos: es señal entonces de que les pide que se sigan queriendo con igual cariño, y que dediquen sus energías -si pueden- a servicios y tareas en beneficio de otras almas (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 27).
Gn 30, 25-43. El pasaje muestra cómo Dios bendice a Jacob dándole prosperidad y riqueza. Primero se resalta, en una especie de trato entre Labán y Jacob, que Dios ha bendecido a Labán enriqueciéndole a causa de Jacob; a continuación se explica cómo el propio Jacob se enriquece, a causa de su habilidad. El procedimiento utilizado por Jacob responde sin duda a prácticas de sabiduría popular de los pastores, y muestra la antigüedad de la historia. Presupone el hecho normal en aquellas latitudes de que las ovejas sean blancas y las cabras negras u oscuras; lo que no está de acuerdo con esto se considera un fenómeno raro. De ahí que Labán piense que juega con gran ventaja, pero le gana la sagacidad y los conocimientos del rebaño que tiene Jacob.
Gn 31, 1-Gn 32, 3. Jacob se ha hecho suficientemente rico y fuerte como para suscitar la envidia en el clan de Labán y sentirse él mismo, por su parte, capaz de volver a Canaán y encontrarse con su hermano Esaú. Así es como se ha ido cumpliendo la bendición que Isaac pronunció sobre Jacob (cfr Gn 28, 1-5), y que constituye el trasfondo de todo este relato. Pero la salida de la casa de Labán no va a ser fácil y el autor sagrado la va a narrar ahora descubriendo en ella la voluntad expresa y la ayuda directa de Dios, que estaba como velada en los capítulos anteriores. El enriquecimiento de Jacob, que antes se había presentado desde una óptica humana y natural, ahora se contempla como una intervención directa de Dios en favor del patriarca (cfr v. 9) y no tanto como fruto de su astucia.
En el desarrollo de la historia se mencionan, primero, los preparativos para la marcha de Jacob (cfr Gn 31, 1-16); después, su huida (cfr Gn 31, 17-21), y la persecución por parte de Labán (cfr Gn 31, 22-25), y, por último, la discusión y el pacto final entre Jacob y Labán (cfr Gn 31, 26-Gn 32, 3).
Gn 31, 1-16. En primer lugar, Jacob explica a sus esposas que Dios ha intervenido en su favor, para que, de esa forma, ellas acepten voluntariamente marcharse con él (cfr v. 16). Con ese recurso el texto da a conocer las verdaderas causas de los acontecimientos: los medios puestos por Jacob habían tenido éxito porque Dios, que se le había aparecido al emprender el viaje hacia casa de Labán (cfr Gn 28, 10-22), estaba con él y le ayudaba frente a las trampas que le ponía Labán.
En los vv. 11-13, el ángel de Dios es decir, su mensajero o enviado, se identifica de alguna manera con Dios mismo. Pero a pesar de tal identificación, se deja entrever cierta diferencia entre el ángel de Dios y el Dios de Betel, que podría entenderse como una distinción entre una presencia divina -aunque sea en sueños- y el mismo Dios en su misterio inaccesible. A lo largo de la Biblia, la distinción entre Dios y sus mensajeros celestes, los ángeles, se hará más explícita. Aquí todavía no queda aclarada esa diferenciación, sino que más bien el autor sagrado parece querer evitar un modo de hablar de Dios demasiado antropomórfico, como sería el afirmar que Dios mismo se aparece a alguien de manera sensible.
Gn 31, 13 De modo semejante a como Dios había llamado a Abrahán (cfr Gn 12, 1), ahora habla a Jacob: Sal de esta tierra…; pero en el caso de Jacob se trata de volver a su tierra, puesto que había sido dada por Dios a Abrahán y en ella había nacido Jacob. En el trasfondo late la idea de que los dos grandes patriarcas, Abrahán como el receptor primero de las promesas y Jacob como el padre del pueblo de las doce tribus, han de ponerse en camino, dejando el lugar en que se encontraban, para llegar a la tierra prometida. Hay, sin embargo, una diferencia importante: Abrahán recibe la tierra como un don totalmente gratuito, mientras que Jacob, que representa más estrechamente al pueblo, la ha de recuperar como algo propio que le pertenece en virtud del don ya otorgado. Jacob, llamado por Dios a volver a su país natal, puede simbolizar la actitud del cristiano que una y otra vez es llamado a conversión, a volver al don originario de la gracia, a la casa del Padre. La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver, mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que -por tanto- se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 64).
Gn 31, 14-16. Raquel y Lía coinciden en reconocer la avaricia de Labán. Éste había exigido a Jacob un alto precio por sus hijas, y no sólo regalos como en el caso de Rebeca (cfr Gn 24, 22). Además, se había quedado para él el mohar, o paga que se hacía al adquirir una mujer como esposa -en este caso el fruto del servicio de Jacob-, en vez de retribuirlo de nuevo a las hijas y su descendencia, como parece que exigían las costumbres vigentes. En este sentido las hijas de Labán pueden acusar a su padre de haberse comido el dinero de ellas, y en este mismo sentido el texto destaca que Dios ha hecho justicia, pues lo que Jacob ha tomado del ganado de Labán, pertenecía en realidad a sus esposas. La conducta de Jacob queda por tanto plenamente justificada ante las esposas y ante el lector.
Gn 31, 19 Los terafim robados por Raquel parecen ser estatuillas con forma humana (cfr 1S 19, 13-16) de dioses protectores de la casa y la familia. Pudiera ser que la posesión de tales ídolos llevase consigo algún derecho de herencia; pero a Raquel parece que la mueve más bien el apego supersticioso que les tiene. En cualquier caso, el pasaje denota que en casa de Labán se practicaba un culto politeísta. La afección a este tipo de ídolos duró mucho tiempo entre los israelitas, dando lugar a duras amonestaciones por parte de los profetas (cfr Os 2, 7-15; Jr 2, 5-13.27-28; Is 40, 19-20; Is 44, 9-20).
Gn 31, 22-54. La escena de la última confrontación entre Jacob y Labán presenta primero una disputa legal entre ellos (cfr Gn 31, 26-30), interrumpida por el registro en los enseres de Jacob por parte de Labán (cfr Gn 31, 31-42), y concluida por un pacto entre ambos (cfr Gn 31, 43-54). El texto deja claro que si todo quedó en palabras fue por la intervención de Dios a favor de Jacob, esta vez manifestándose a Labán (cfr v. 24). Es Dios, en definitiva, quien sentencia entre ambos dando la razón a Jacob (cfr v. 42).
Gn 31, 26-30. Aunque aduce hábilmente un pretexto que justifique su persecución, el tono en que Labán se dirige a Jacob denota que ha habido un cambio en su actitud debido a una intervención de Dios. En efecto, Dios sigue cuidando de Jacob y, como comenta San Juan Crisóstomo, la mano de Dios es más fuerte que todos los demás, y nos protege y nos hace invencibles en cualquier circunstancia. Es lo que queda patente en el caso de este justo (Jacob). Pues aquel que lo perseguía con tanto ímpetu, y quería infligirle el castigo de la huida, no sólo no le recrimina nada hiriente, sino que le habla con suavidad como un padre a un hijo, diciéndole: “¿Qué has hecho? ¿Por qué te marchaste ocultamente?” ¡Ved qué cambio!, ved cómo aquel que estaba fuera de sí como una bestia, imita la mansedumbre de una oveja (Homiliae in Genesim 57, 5).
Gn 31, 35 Estoy indispuesta. Raquel se refiere a la menstruación. La mujer durante ese tiempo se consideraba en un estado de impureza tal que contaminaba todo lo que tocaba (cfr Lv 15, 19-20). Esta mentalidad, en el fondo, respondía probablemente a un sentimiento de temor ante la presencia de la sangre cuando no se conocían con precisión sus causas. El hecho de sentarse una mujer en tal estado encima de unos objetos sagrados como los Terafim, no sólo no era concebible para Labán, sino que deja entrever una cierta burla irónica del hagiógrafo hacia tales objetos.
Gn 31, 42 Jacob, y antes Labán (cfr Gn 31, 29), declaran que el Dios que ha intervenido en favor de Jacob es el Dios de su padre, es decir, el Dios de Abrahán y el Dios de Isaac. Este mismo Dios es reconocido y puesto como testigo en el pacto posterior, tanto por Labán como por Jacob (cfr Gn 31, 53). Sin embargo, Jacob le invoca en ambos casos con un título peculiar, bastante misterioso, que podría significar pariente o padrino, y que normalmente se traduce por terror, terrible, aludiendo a su poder y a su justicia en el castigo (cfr Sal 76). En el presente contexto queda reflejado que los diversos nombres aluden a la misma realidad del Dios Único, el que se manifestó a Abrahán; pero, al mismo tiempo, se deja entrever que los patriarcas le adoraban sobre todo como el Dios del padre, es decir, un Dios personal que se había comunicado con sus antepasados y ahora lo hacía con ellos. Los patriarcas, por tanto, no comprendían a Dios como reflejo de fuerzas de la naturaleza, o vinculado sin más a lugares sagrados, sino que se referían a Él principalmente como un Dios personal, que se manifestaba a personas de distintas generaciones, en cualquier lugar en que se encontrasen (cfr nota a Gn 26, 15-33).
Gn 31, 43-54. El pacto entre Jacob y Labán incluye dos aspectos: el primero, acerca del comportamiento de Jacob con las hijas de Labán (vv. 49-50); el segundo, en orden a delimitar la frontera entre el territorio en que habitarían uno y otro (cfr vv. 51-52). El primer aspecto se relaciona con el nombre de Mispá que significa atalaya o lugar de vigilancia; el segundo, con el nombre arameo Yegar-Sehadutá o el hebreo Galed, pues los dos significan lo mismo: testimonio. De esta forma, el relato del pacto explica los nombres dados a aquel lugar; y, al mismo tiempo, el nombre de aquel monte fronterizo servirá para recordar y reconstruir la historia y el fundamento de las relaciones entre Israel y los arameos.
El pacto se narra con las características comunes a los tratados de alianza en la antigüedad: una señal duradera como las piedras levantadas, un banquete, unas cláusulas y la invocación a los dioses de los pactantes. La seriedad y el valor de estas alianzas humanas será el contexto para expresar asimismo la relación de Dios con su pueblo como una Alianza bilateral.
Gn 32, 2-3. La presencia de Dios sigue acompañando a Jacob tras separarse de Labán. Es lo que se quiere expresar al decir que le salieron al encuentro ángeles de Dios. Por otra parte, también ahora se relaciona esta convicción con el nombre de un lugar: Majanaim, que significa campamentos. Jacob no camina solo; junto a su campamento está el campamento de los ángeles de Dios. Este relato, y otros sobre los patriarcas (cfr Gn 19, 15; Gn 21, 17; etc.) inspiraron sin duda las palabras del Sal 91, 11 porque a sus ángeles ha dado órdenes, para que te guarden en tus caminos; palabras que se cumplen perfectamente en la vida de nuestro Señor Jesucristo, cuando los ángeles le sirven tras las tentaciones del desierto (cfr Mt 4, 11) y cuando llega un ángel a consolarle en el momento de la Pasión (cfr Lc 22, 43). A la luz de estos datos podemos comprender la función que los ángeles tienen también en en la vida de la Iglesia que se beneficia de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (cfr Hch 5, 18-20; Hch 8, 26-29; Hch 10, 3-8; Hch 12, 6-11; Hch 27, 23-25) (Catecismo de la Iglesia Católica, 334), y en nuestra propia vida, como nos exhorta a considerar San Josemaría Escrivá: Contemplemos un poco esta intervención de los ángeles en la vida de Jesús, porque así entenderemos mejor su papel -la misión angélica- en toda vida humana. La tradición cristiana describe a los Angeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos (Es Cristo que pasa, 63).
Gn 32, 4-Gn 33, 20. La relación entre Esaú y Jacob, interrumpida por la estancia de este último con Labán, vuelve a retomarse al narrar el encuentro entre los dos hermanos. Esaú, antepasado de Edom (cfr Gn 25, 19-30), es presentado ahora habitando su propio territorio, la montaña de Seír, es decir, la zona montañosa que se extiende desde el sureste del Mar Muerto hasta el golfo de Ácaba.
La narración bíblica de estos episodios contiene un aspecto importante de la historia de la salvación: la formación del pueblo de Israel como cumplimiento de la promesa que Dios hizo a Abrahán. En este sentido la figura de Jacob, volviendo con sus hijos a la tierra prometida, revela la voluntad divina de otorgar esta tierra a su pueblo, Israel. Es significativo que la vuelta de Jacob a Canaán venga narrada con trazos que recuerdan el éxodo de Egipto: la salida, cargados de riquezas, de un país pagano y enemigo; el paso del río; la persecución; la noche como momento en el que Dios pasa; y el encaminarse hacia la tierra prometida.
Jacob es ahora el destinatario y el portador de la promesa divina, y él, personalmente, ha de recorrer un camino de fe y de relación con Dios similar al que recorrió Abrahán. Salta a la vista, sin embargo, la distinta forma en que Dios va modelando la personalidad de ambos patriarcas: a Abrahán mediante unas pruebas que acepta con fe y obediencia radical a la voluntad divina; a Jacob, en cambio, mediante unos acontecimientos naturales de la historia, que el patriarca ha de cambiar o superar, luchando constantemente. Baste recordar en este sentido cómo se hace Jacob con la primogenitura, o cómo llega a casarse con Raquel y a poseer una gran riqueza. En Jacob sobresale el espíritu de lucha para conseguir lo que, por otra parte, es don de Dios. Aspecto que culminará en la lucha descrita en Gn 32, 23-30, por la que Jacob consigue la bendición divina. Si el momento más relevante de la historia de Abrahán es su obediencia a Dios al disponerse a sacrificar a Isaac, el de la historia de Jacob es su lucha con Dios para obtener la bendición. Tras este episodio, Jacob, cuyo nombre se habrá cambiado significativamente por el de Israel, estará en disposición de entrar en la tierra prometida.
Gn 32, 4-21. Jacob sospecha la hostilidad de Esaú que viene a su encuentro con cuatrocientos hombres, a pesar de la embajada enviada. Por ello prepara cuidadosamente el encuentro con su hermano: primero, disponiendo con prudencia a su gente; segundo, mediante la oración en la que da gracias a Dios y al mismo tiempo le pide ayuda; y tercero, enviando, como en oleadas, regalos que aplaquen la ira de Esaú. Así muestra Jacob sus buenas intenciones de paz y reconciliación con su hermano.
El detalle señalado en el texto (v. 14) de que Jacob pasó aquella noche en el campamento, lo comenta así San Ambrosio: La virtud perfecta tiene la tranquilidad y estabilidad del descanso. Por eso el Señor reserva su don a los perfectos diciendo: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”. Es propio de los perfectos no dejarse inquietar fácilmente por las cosas mundanas, ni turbarse por el temor, ni estremecerse por las sospechas, ni dejarse dominar por el terror, ni ceder por el miedo; sino mantener en paz un espíritu sereno, en actitud confiada, como en una playa amplísima frente a las corrientes de las inquietudes mundanas. (…) Por el contrario, el impío se aflige más por sus sospechas que por los golpes de fuera, y tiene muchas más heridas en su ánimo que los que son golpeados por otros en su cuerpo (De Iacob et vita beata 2, 6, 28).
Gn 32, 22-30. A pesar del peligro y del temor que siente, Jacob toma una decisión importante en su camino hacia la tierra de Canaán: cruzar el río llevando consigo lo que le era más propio y querido. Del texto no puede deducirse a qué lado del río se encontraba Jacob personalmente tras aquella decisión; pero sí queda resaltado que está solo. Y ahí, en la soledad, Dios le sale misteriosamente al encuentro y transforma su personalidad. El relato muestra cómo Dios se reveló a Jacob constituyéndole en Israel, y otorgándole una bendición que se extiende a cuantos pertenecen a ese pueblo. Son evidentes los rasgos antropomórficos en la concepción de Dios. En ese lenguaje antropomórfico se destaca la fuerza de Jacob, a quien Dios, no pudiendo vencerle en la lucha, le disloca el fémur. Este hecho, y el que quiera retirarse antes del alba, hacen que Jacob reconozca a Dios en aquel con quien está luchando, y, aprovechando su fuerza y las circunstancias, quiera obtener la bendición. Antes, sin embargo, Jacob ha de identificarse, y Dios cambia su nombre: ahora es Israel.
El autor sagrado da la explicación del nombre de Israel en el contexto de la narración: El que ha luchado con Dios. Así se resalta uno de los rasgos más relevantes de la personalidad del padre del pueblo elegido: su lucha para retener consigo a Dios, intentando conocer su nombre, y conseguir su bendición. Rasgo que definirá al mismo tiempo el carácter religioso del pueblo de Israel. Destaquemos la significación del intento de Jacob de conocer el nombre de su rival, con lo que esto suponía en orden a tener un dominio sobre él. Pero Dios no se identifica. Permanece en el misterio, aunque otorga a Jacob su bendición. También éste será un rasgo que debe definir a Israel: la búsqueda continua del nombre de Dios, es decir, de su Ser más íntimo y su Misterio, sabiendo que a Dios nunca se le puede encerrar en la significación de ningún nombre.
Los rasgos con que aparece descrito el patriarca Jacob-Israel pesan efectivamente sobre el pueblo que lleva su nombre. El profeta Oseas hará una aplicación de este episodio a la resistencia ofrecida a Dios por Israel a lo largo de su historia (cfr Os 12, 4-6). Aspecto que se puede ver reflejado también en la vida del patriarca: a pesar de su resistencia, Dios llevó a cabo, en él y mediante su vida, los proyectos de salvación que tenía para su pueblo. En este sentido habla el profeta Oseas del pueblo de Israel y del patriarca Jacob.
El carácter misterioso del personaje que lucha con Jacob ha hecho que se le hayan dado diversas interpretaciones en la tradición cristiana. Algunos Santos Padres, como San Jerónimo y San Agustín, entendieron que se trataba de un ángel bueno, ya que ésta es la forma más frecuente de revelarse Dios en el Antiguo Testamento. Orígenes, por el contrario, pensó que se trataba de un ángel malo, el demonio. Otros, como San Justino o San Ambrosio, sugieren que era el Hijo de Dios, el Verbo, que más tarde se haría hombre; o un ángel que prefiguraba a Cristo.
También ha sido entendida aquella lucha en un sentido espiritual, como tipo de la lucha interior y de la eficacia de la oración, que vence al mismo Dios (cfr Sb 10, 12). La tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia (cfr Gn 32, 25-31; Lc 18, 1-8) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2573). En este sentido explicaba San Ambrosio: ¿Qué es luchar con Dios sino emprender el combate de la virtud, y aspirar a lo más alto, haciéndose, por encima de todo, imitador de Dios? Y puesto que no podían ser vencidas su fe y su devoción, el Señor le reveló los misterios secretos (De Iacob et vita beata 2, 7, 30).
Gn 32, 32 A la explicación del nombre del lugar -Penuel-, y del nombre de la persona o del pueblo -Israel-, se añade ahora la del origen de una prohibición alimenticia. El hagiógrafo se sirve de esta tradición como para ratificar la veracidad de la historia que narra, aduciendo una prueba entresacada de las costumbres del pueblo, al tiempo que da una explicación de tal costumbre. Aunque ciertamente este procedimiento entra en el género propio de las explicaciones populares, no por ello pierde fuerza la intención del autor sagrado: mostrar la verdad de lo que enseña.
Gn 33, 1-20. Jacob, que no conoce las intenciones de Esaú, recurre a un último medio para ganar su favor: inclinarse a tierra siete veces, que equivale a reconocerle rey o emperador. Luego, al ver la actitud benevolente del rostro de su hermano, reconoce que así se le muestra la benevolencia del rostro de Dios que se le ha aparecido la noche anterior. A pesar de todo ello, Jacob sigue tomando precauciones y consigue convencer a Esaú de que vaya por delante, para tomar él luego otro camino. Así llega, a través del valle del Jordán, donde estaría situada Sucot, a la tierra prometida, a la ciudad de Siquem a la que había llegado también Abrahán al entrar en Canaán (cfr Gn 12, 6). Allí Jacob adquiere una propiedad y edifica un altar. Esto representa una toma de posesión en cierto modo solemne de la tierra, antes incluso de llegar a Betel que será el lugar propio donde se desenvuelve a continuación la vida del patriarca. El nombre del altar, El-Elohé-Israel, es como una confesión de fe: Dios es el Dios de Israel.
Frente a Esaú, Jacob muestra, además de un profundo sentido de la fraternidad reflejado en el abrazo emocionado del v. 4, un comportamiento orientado por una gran prudencia. Es esta una virtud que brilla junto a otras en la vida del patriarca, ya que ha de actuar constantemente sopesando sus posibilidades en las difíciles situaciones que atraviesa. La prudencia -nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica- es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). (…) La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe Santo Tomás (S. th. 2-2, 47, 2), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada “auriga virtutum”: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de la conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar (n. 1806).
Así comenta San Juan Crisóstomo la actitud de Jacob ante Esaú: Nada hay más fuerte que la mansedumbre. Pues, lo mismo que se apaga el fuego al echarle agua, aunque arda mucho, así se calma el ánimo más ardiente que un horno, cuando se le habla con mansedumbre. De este modo obtenemos un doble beneficio: por una parte practicamos la mansedumbre, por otra, hacemos cesar la indignación del hermano y libramos su pensamiento de la turbación. El fuego no se puede apagar con fuego, y el furor no se apacigua con furor, sino que lo que el agua es para el fuego, son la mansedumbre y la humildad para la ira (Homiliae in Genesim 58, 5).
Gn 34, 1-31. Siquem es por una parte el nombre de la ciudad frente a la que había acampado Jacob, y, por otra, el nombre de una persona individual. Igualmente Jamor representa por un lado el pueblo al que pertenecen los habitantes de Siquem, y por otro, un individuo concreto, el padre de Siquem. En la presente narración se entremezclan ambos planos.
Dado el lugar que esta historia ocupa en el conjunto del Génesis, parece evidente que el autor sagrado quiere mostrar con ella un cierto paralelismo entre Jacob y Abrahán. Éste también estuvo en Siquem y allí recibió la promesa de poseer aquella tierra (cfr Gn 12, 6-7). Con la llegada de Jacob parece cumplirse en cierto modo aquella promesa; pero el cumplimiento queda truncado por la conducta violenta de sus hijos. Por eso Jacob, como Abrahán, se dirigirá a Betel, a la montaña. La historia también dará razón en época posterior del estado de las tribus de Simeón y Leví: la primera prácticamente absorbida por la de Judá, la segunda sin derecho a un territorio propio. Es la situación que se describirá asimismo en el cap. 49, y que viene ya preparada en este relato.
Hay que destacar la repulsa explícita que aquí encontramos del abuso sexual, agravado en el contexto por tratarse de una joven judía forzada por un no judío; y, al mismo tiempo, la condena implícita de la venganza sangrienta y a traición por parte de los hijos de Jacob (v. 30).
Gn 34, 2 El jeveo: Los jeveos eran un pueblo que habitaba en Canaán antes de la llegada de los israelitas (cfr Nm 13, 29; Jos 11, 3; Jc 3, 3), y cuyo origen y características son poco conocidos. La antigua traducción griega de los Setenta en vez de jeveo lee jorreo o hurrita, otro pueblo distinto, de origen no semita, que se extendió por el Medio Oriente. El hecho de que los habitantes de Siquem no practicasen la circuncisión inclina a pensar que su población era hurrita.
Gn 35, 1-15. La marcha de Jacob de Siquem a Betel adquiere aquí los rasgos de una peregrinación religiosa: mandato divino, purificación antes de la partida, misteriosa protección de Dios, llegada al lugar y construcción de un altar, y aparición divina confirmando la nueva personalidad de Jacob como Israel y reafirmando las promesas hechas a Abrahán e Isaac. Alón Bacut significa encina del llanto. El cambio de nombre Jacob-Israel (v. 10) que ya se había narrado en 32, 23-32 refleja la utilización de varias tradiciones. Llama la atención la frecuencia con que Dios habla ahora a Jacob (cfr vv. 1.9.11). Sin duda el autor sagrado quiere resaltar con ese dato la presencia y familiaridad de Dios con el patriarca, una vez que éste está de nuevo en la tierra prometida; aunque, como hemos visto, la providencia divina tampoco lo abandonó cuando estaba lejos de ella. Esta forma de actuar Dios con Jacob nos enseña cómo interviene también con cada uno de nosotros, a quienes, mediante el bautismo, nos ha introducido en su Iglesia. Considerad conmigo esta maravilla del amor de Dios: El Señor que sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio que verle. Y nos llama personalmente, hablándonos de nuestras cosas, que son también las suyas, moviendo nuestra conciencia a la compunción, abriéndola a la generosidad, imprimiendo en nuestras almas la ilusión de ser fieles, de podernos llamar sus discípulos. Basta percibir esas íntimas palabras de la gracia, que son como un reproche tantas veces afectuoso, para que nos demos cuenta de que no nos ha olvidado en todo el tiempo en el que, por nuestra culpa, no lo hemos visto (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 59).
Gn 35, 16-29. El término del viaje de Jacob es Hebrón, donde habían vivido Abrahán e Isaac. La narración de esta última etapa pierde el tono de una peregrinación religiosa que tenía la anterior, y recoge diversas tradiciones: la del nacimiento de Benjamín, dando una explicación de su nombre; la del pecado de Rubén, que le hace perder su protagonismo de primogénito entre las tribus, pasando esta prerrogativa a Judá (cfr cap. 49); la lista de los hijos de Jacob; y la muerte de Isaac.
Gn 35, 17-18. El nombre de Benjamín significa hijo de la derecha, es decir, de la buena suerte, y viene como contrapuesto a Benoní, hijo de mi dolor.
Gn 36, 1-43. Recogiendo distintos materiales de carácter genealógico, quizá procedentes de una tradición de Edom o del mismo Israel, el autor sagrado quiere mostrar cómo se cumple, en efecto, la promesa: el hijo mayor cede al menor el derecho sobre la tierra. El texto sagrado no menciona ahora las discordias entre los dos hermanos, sino que reproduce más bien el esquema de separación pacífica que ya vimos en el caso de Abrahán y Lot (cfr cap. 13). Además, la descendencia abundante de Esaú confirma la bendición recibida por Isaac (cfr Gn 26, 4).
Gn 36, 1-5. Las diferencias de los nombres de las esposas de Esaú según consignan Gn 36, 1-5 y Gn 26, 34-35, pueden ser debidas al uso de diversas tradiciones que encontró el último redactor y que no intentó armonizar. Lo mismo puede decirse al comparar las listas de los descendientes de Esaú (vv. 9-14) y la siguiente de los jefes de la tribu de Edom (vv. 15-18).
Gn 37, 2-Gn 50, 26. Desde aquí hasta el final del libro del Génesis, con excepción de los caps. 38 y 49, leemos la historia de José. Con ella termina la historia de los patriarcas, dejándolos no precisamente en la tierra prometida, en Canaán, sino en Egipto. Se prepara así la narración del gran acontecimiento del Éxodo. La historia de José representa así la conexión entre la historia patriarcal y la salida de Egipto, y constituye, por tanto, un hito importante en el desarrollo de la historia de la salvación según el conjunto de la narración bíblica.
En la historia de José podemos apreciar, por una parte, el testimonio de antiguos recuerdos sobre la bajada de los israelitas a Egipto; y, por otra, el arte del narrador que va presentando en diversos actos un drama lleno de emoción, que acaba felizmente, y del que el lector puede sacar una enseñanza fundamental: Dios orienta todos los acontecimientos, incluso los que parecen más negativos, al bien y a la salvación. Omnia in bonum, podría ser el título de la historia de José (cfr Gn 50, 20).
La fuente originaria de esta sección pudiera ser, en su origen, independiente de las tradiciones patriarcales que hemos visto: no hay referencias a lugares de culto, ni explicaciones etimológicas, ni intervenciones directas de Dios (excepto a Jacob en 46, 2-4); considera que todavía vive la madre de José (cfr Gn 37, 10), y que Jacob tenía varias hijas (cfr Gn 37, 35).
A partir de los datos que nos ofrece la historia de José y de otras tradiciones bíblicas (comparar por ej. Gn 15, 16; Ex 12, 40-41) no es posible precisar la fecha en que se produjo la bajada a Egipto. El periodo más probable es cuando el poder sobre Egipto estuvo en manos de los hiksos (1720-1580 a.C.), un grupo invasor en el que había elementos de raza semita. Éstos tuvieron su capital en Avaris, en el Delta del Nilo, y así se refleja en el relato bíblico. El relato rememora el pasado y su significación. El conjunto de la historia de José representa, tal como está en la Biblia, la explicación magistral desde el punto de vista pedagógico de cómo Dios condujo los pasos de los antepasados del pueblo de Israel para obrar maravillas en ellos, rescatándolos de la esclavitud y haciendo de ellos un pueblo, el pueblo elegido de Dios. El arte literario con el que está presentada finalmente esta historia, no sólo no merma su valor histórico, sino que ayuda precisamente a comprender el verdadero significado de los acontecimientos que vivieron los padres de Israel, y nos muestra cómo la Palabra de Dios se expresa en un lenguaje que sabe cautivar la atención del lector.
Gn 37, 2 Ésta es la historia de…. Diez veces a lo largo del Génesis hemos encontrado esta misma frase debida al redactor final del libro para poner un orden en su contenido, distribuyéndolo en diversos cuadros genealógicos (ver Introducción, § 1). Ahora la emplea por última vez, situando al lector ante la parte final, la historia de la bajada de Jacob-Israel a Egipto: uno de sus hijos, José, fue vendido por sus hermanos y llevado a Egipto (cap. 37); en aquel país José prosperó y llegó a ser muy importante (cfr caps. 39-41); Jacob y el resto de sus hijos bajaron a Egipto donde encontraron a José, y, por él, recibieron un trato de favor de parte del faraón (cfr caps. 42-48); finalmente, en Egipto murió el patriarca Jacob, pero fue llevado a enterrar a tierra de Canaán (cfr caps. 49-50).
Gn 37, 3-4. La túnica de mangas largas asemejaba a José a un príncipe, preanunciando de alguna manera su futuro glorioso. Aunque el amor de predilección de Jacob por José se explica por causas humanas, tras ello se descubre algo que aparece en toda la Biblia: cómo hay personas que gozan, por pura gracia, de una predilección de amor, también del amor divino, sin que esto signifique que el amor a los otros quede mermado. José, predilecto en el amor de Jacob, comienza así a ser figura de Jesucristo, el Predilecto del amor del Padre (cfr Mc 1, 11). El pecado de los hijos de Jacob, como en cierto modo el de Caín (cfr Gn 4, 5), comienza por no aceptar tal predilección en el amor; desde ahí se convertirá en odio y envidia (cfr vv. 8.11), y, finalmente, culminará con el acto de deshacerse del hermano (cfr v. 20).
Gn 37, 5-11. En la historia de José, los sueños tienen gran importancia (cfr caps. 40-41). Éstos no son, como en los capítulos anteriores, vehículo de revelaciones divinas, sino simple medio de adivinación del futuro. Sin embargo, a través de ellos se descubre la providencia de Dios que guía los acontecimientos.
El mismo Jacob queda sorprendido al darse cuenta del significado de los sueños de su hijo, y reprende a José pensando que aquello puede ser una pretensión infundada. Sin embargo, el patriarca permanece en actitud reflexiva, abierto a lo que pueda suceder aunque no lo comprenda todavía. Muy distinta es la reacción de los hermanos de José, quienes, pretendiendo hacer fracasar el anuncio contenido en los sueños, actúan perversamente. Pero Dios sabrá sacar de aquel mal un gran bien para todos ellos, y llevar a cabo su plan providencial precisamente a través de aquel comportamiento injusto.
Bajo los sueños narrados en este pasaje, San Ambrosio ve reflejada la futura resurrección de Cristo, a quien, cuando le vieron en Jerusalén, lo adoraron los once discípulos, y a quien adorarán todos los Santos cuando resuciten llevando los frutos de las buenas obras, como está escrito: “Vienen con alegría llevando sus gavillas” (Sal 126, 6) (De Ioseph 2, 7).
Gn 37, 12-36. Este episodio muestra el horrible crimen que representa matar al hermano, y la sucesión providencial de los acontecimientos para que José llegue a Egipto. En el relato se reflejan dos fuentes distintas: en una se resalta la intervención de Judá (v. 26), en la otra, la de Rubén. La verdadera clave de los acontecimientos viene al final de la historia: Vosotros -dice José a sus hermanos- planeasteis el mal contra mí, Dios lo planeó para el bien (Gn 50, 20). A la luz de todo el conjunto se ve cómo se cumple el plan de Dios: José, comenta San Gregorio, fue vendido por sus hermanos porque no querían adorarlo; pero así precisamente llegaron a adorarle, porque fue vendido. (…) De igual forma, cuando se quiere evitar la voluntad divina, entonces se cumple (S. Gregorio Magno, Moralia 6, 18, 29).
Gn 37, 36 Putifar es el mismo nombre que aparece en Gn 41, 45.50 y Gn 46, 20 como sacerdote del dios solar en Heliópolis, y con cuya hija se casaría José. Se trata ciertamente de un nombre egipcio que se encuentra atestiguado en una estela del siglo XI a.C. (dinastía XXI).
Gn 38, 1-30. Tras narrar el pecado de los hijos de Jacob contra José, el texto sagrado ofrece una nueva pincelada sobre la vida de éstos en Canaán, y, en concreto, sobre Judá y su descendencia. Aunque se trate de un episodio concerniente a la persona de Judá, con él se alude a los orígenes de la tribu a la que daría inicio.
Es posible que la inserción de la historia de Judá en este contexto se deba a un cierto paralelismo con la historia de José, en cuanto que las tribus provenientes de ambos patriarcas llegarían a ser las más importantes. También es posible que se quiera señalar el contraste entre la conducta de Judá que se une a Tamar creyéndola una prostituta, y la castidad de José ante la tentación por parte de la mujer de Putifar, que se narra en el capítulo siguiente. En cualquier caso, el relato en su conjunto tiene especial interés porque trata de la tribu de la que había de nacer primero el rey David, y después el Mesías. Una tribu, la de Judá, que en un momento de su historia se hallaba separada del resto de las tribus, pero que en los planes divinos había de jugar un papel extraordinario para la vida del pueblo elegido.
La protagonista del relato es Tamar, una pobre viuda que defiende sus derechos con extraordinaria decisión e inteligencia. En cambio, Judá, que se había separado de sus hermanos y actúa con parcialidad en contra de la ley establecida, es atrapado en su falta y tiene que reconocer finalmente el derecho de aquella mujer. Ésta consigue su propósito de tener descendencia de la sangre del marido difunto, y nada menos que directamente del padre de éste. Tamar se convierte así en el instrumento decisivo en aquel momento para que continúe la línea de la descendencia de Judá de la que nacería David. En este sentido Tamar influye en el desarrollo de la historia de la salvación de manera parecida a como lo habían hecho antes Sara y Rebeca, y lo harán posteriormente otras mujeres. A la luz del conjunto de la Sagrada Escritura, el lector de este pasaje puede descubrir cómo, mediante las circunstancias tan humanas que se narran, llenas de temores y engaños, pero sobre todo mediante la valentía de aquella mujer, Tamar, Dios guía la historia para que se cumplan sus designios en orden a la realeza de David y al nacimiento del Mesías. A Tamar la encontramos mencionada en la genealogía de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo (cfr Mt 1, 3).
Gn 38, 8-10. Según la ley del levirato (cfr Dt 25, 5), si uno moría estando casado y sin tener descendencia, su hermano o el pariente más próximo estaba obligado a casarse con la viuda para dar así descendencia al difunto, puesto que el primer hijo varón de este matrimonio se consideraba legalmente hijo y heredero del hermano difunto, de forma que pudiesen pasar a él sus bienes. Pero al tomar a la mujer, se adquiría también la administración de los bienes del difunto. Esta misma ley está en la base de la trama argumental del libro de Rut (cfr Rt 1, 11-13) y de las hipótesis planteadas por los saduceos a Jesús sobre la resurrección (cfr Mt 22, 24).
El pecado de Onán de donde viene el nombre onanismo, consiste en interrumpir el acto sexual para evitar la procreación. En el caso concreto de Onán manifiesta su actitud egoísta, ya que evitando aquella descendencia tras haber tomado a su cuñada, se apropiaba de los bienes de su hermano para él y sus propios hijos. La gravedad del pecado de Onán está, por tanto, en que distorsiona así el sentido del matrimonio y de la unión conyugal, lo que se condena en el pasaje. La Iglesia ha visto en este texto de la Biblia el carácter gravemente pecaminoso de tal acto y su oposición a la ley natural y a la voluntad de Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica, recogiendo el Magisterio anterior, enseña que es intrínsecamente mala “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (Humanae vitae, 14) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2370).
Gn 38, 14 La conducta de Tamar que, en parte no es del todo recta, es sin embargo alabada, no sólo aquí sino también en Rt 4, 12, en cuanto que lo que en realidad quiere no es prostituirse, sino adquirir con sagacidad lo que Judá le estaba negando engañándola con sus dilaciones, y, de esa forma tan peligrosa -está a punto de ser condenada-, obtener su derecho a tener descendencia de la familia de Judá. Por el texto no puede asegurarse si Tamar se disfrazó de prostituta sagrada, de las que ejercían en lugares de cultos cananeos, o simplemente de prostituta como oficio que practicaban a veces en Israel mujeres extranjeras. La atención del relato recae en la audacia de Tamar y en la ingenuidad de Judá, más que en una valoración moral de la prostitución que, por otra parte, el Antiguo Testamento condena frecuentemente, sobre todo en los libros proféticos y sapienciales.
Gn 38, 24 La dura sentencia que pronuncia Judá se aplica al pecado de adulterio que él supone ha cometido Tamar, ya que se considera ligada por la ley del levirato al hijo de Judá, Selá, aunque no estuviesen aún casados. Como cabeza de familia toca a Judá dictar sentencia. Según la Ley, únicamente era condenada a las llamas cuando se trataba de la hija del sacerdote (cfr Lv 21, 9). En los demás casos, los que cometían adulterio, el varón y la mujer, eran castigados con la pena capital (cfr Lv 20, 10), pero lapidados, no quemados.
Gn 38, 27-30. Los nombres se explican una vez más por las circunstancias del nacimiento. Peres será el antecesor de David, y en la graciosa anécdota del parto, se deja traslucir que Peres iba a ser el primogénito no por el ritmo natural de los acontecimientos, sino por una curiosa coincidencia, en la que el lector puede apreciar la providencia de Dios en elegir al heredero de las promesas.
Gn 39, 1-23. Se reanuda la historia de José, interrumpida al final del cap. 37. Es como el segundo episodio. En él se resalta, por una parte, la presencia del Señor junto a José; y, por otra, su carácter de hombre sabio. Con su sabiduría, José administra rectamente los asuntos de su señor, es fuerte frente a la tentación apreciando el cumplimiento de la ley más que su propia vida, y es modelo de castidad.
El tema de la tentación por parte de la mujer de aquél a quien se aprecia pertenece a la literatura sapiencial egipcia y se encuentra también en un relato llamado Historia de los dos hermanos, contenido en un manuscrito de la dinastía XIX (siglo XIII a.C.). Pero, en realidad, aunque haya una cierta coincidencia temática entre el relato egipcio y la historia de José, ésta tiene su originalidad propia: viene a resaltar la gran sabiduría de José y la providencia de Dios que sigue estando con él hasta conducirle al éxito.
A lo largo del libro del Génesis, cada uno de los patriarcas representa un modelo de virtud. Aquí encontramos un rasgo propio de la ejemplaridad de José. Comenta San Ambrosio: Aprended de Abrahán la obediencia firme de la fe; de Isaac la autenticidad de un corazón sincero; de Jacob la perseverancia en los trabajos. (…) De ahí que el santo José haya sido puesto como ejemplo de castidad (De Ioseph 1, 1).
Gn 39, 12 Así comenta San Cesáreo de Arlés el ejemplo de José en este pasaje: José huye para poder escapar de aquella mujer indecente. Aprende, por tanto, a huir si quieres obtener la victoria contra el ataque de la lujuria. No te avergüences de huir si deseas alcanzar la palma de la castidad. (…) Entre todos los combates del cristiano, los más difíciles son los de la castidad, en la que la lucha es diaria y la victoria difícil. En esto no pueden faltar al cristiano actos diarios de martirio. Pues si Cristo es la castidad, la verdad y la justicia, quien obstaculiza estas virtudes es un perseguidor (de Cristo), quien las intenta defender en otros o guardarlas en sí mismo, será un mártir (Sermones 41, 1-3). En el mismo sentido podemos recordar las certeras palabras de Camino: No tengas la cobardía de ser “valiente”: ¡huye! (S. Josemaría Escrivá, Camino, 132).
Gn 39, 21-23. A partir del convencimiento de que las realidades, instituciones y personajes del Antiguo Testamento prefiguran y anuncian a los del Nuevo, no sólo se descubre en José un anuncio anticipado de Cristo, sino que, quizá por razón del nombre, se le ha comparado también con San José, el esposo de la Virgen María. Así comenta San Bernardo: Aquel José vendido a causa de la envidia de sus hermanos y conducido a Egipto, prefiguraba que Cristo sería vendido: este otro José, huyendo de la envidia de Herodes, llevó a Cristo a Egipto. Aquél por fidelidad a su señor no quiso unirse a la mujer; éste, reconociendo virgen a su esposa, madre de su Señor, y guardando continencia, la custodió fielmente. A aquél se le dio el entender los misterios de los sueños; a éste se le ha concedido ser conocedor y partícipe de los sacramentos celestiales. Aquél guardó trigo, no para sí, sino para todo el pueblo; éste recibió el encargo de cuidar el pan vivo que baja del cielo, tanto para sí mismo, como para todo el mundo (Homiliae super Missus est 2, 16).
Gn 40, 1-23. La narración de la estancia de José en la cárcel muestra que el Señor estaba con él (cfr Gn 39, 21). Frente a las prácticas de magia egipcias para interpretar los sueños, la enseñanza del relato reflejada al final del v. 8 es que tal interpretación se debe a un don de Dios, que ha sido otorgado precisamente a José, cuya situación no sólo es la de un preso extranjero, sino peor aún: la de servidor, esclavo, de dos presos ilustres.
Gn 41, 1-57. El copero mayor olvidó a José; pero Dios no: Él va dirigiendo los acontecimientos para encumbrarle en Egipto. El tono de los sueños, así como el de la interpretación y el conjunto del relato, refleja exactamente la vida de aquel país, tierra de sabios y magos (cfr cap. Ex 7-8). Pero lo que el autor quiere mostrar al respecto es que toda aquella sabiduría egipcia era nada comparada con la que Dios da a José. Éste proclama abiertamente que no es mérito suyo, sino don de Dios (cfr v. 16).
Largas épocas de abundancia, seguidas de otras de carestía, están atestiguadas en la historia de Egipto; incluso una de ellas, de época muy posterior (alrededor del siglo III a.C.), también es descrita como un hambre de siete años.
Gn 41, 33-36. José no sólo responde a la petición del faraón de interpretar los sueños, sino que pasa a dar consejos prácticos para afrontar la situación que se avecina. Con ello está indicando que, si bien un aspecto del futuro está ya determinado en el sueño, Dios, al mismo tiempo que lo da a conocer, pide la iniciativa y la previsión humanas para controlar el porvenir en lo posible. Es más, Dios cuenta con esa actividad de los hombres para que se realicen sus proyectos de salvación que, en el contexto de la historia de José, incluyen la bajada a Egipto y la supervivencia de Jacob y sus hijos.
La actividad humana para controlar los bienes de la tierra entra, en efecto, en los planes divinos, y responde, al mismo tiempo, a la propia naturaleza del hombre. A la luz de lo revelado en la Sagrada Escritura desde el principio, el Concilio Vaticano II afirma que una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad (cfr Gn 1, 26-27; Sb 2, 23), sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo (cfr Sal 8, 7.10) (Gaudium et spes, 34).
Gn 41, 37-45. En la narración aparecen datos correspondientes a usos egipcios, pero empleados de forma muy genérica, para resaltar la dignidad que adquirió José; se le presenta como visir, o segundo en autoridad después del faraón. La enseñanza religiosa de fondo es, por una parte, que Dios estaba con José y mediante él iba a salvar del hambre a Israel y, por otra, que los sueños de José en Canaán respecto a sus hermanos y su padre se iban a cumplir según se narra en los capítulos siguientes.
Gn 41, 50-52. Al éxito administrativo se une la deseada descendencia, clara señal de la bendición de Dios sobre José, aunque no se diga expresamente. Los nombres de los hijos son hebreos, no egipcios, y corresponden a los de las tribus que ocuparon posteriormente la parte central de Palestina. La descendencia de José, por tanto, está ligada desde su mismo origen con la tierra prometida, aunque haya nacido fuera de ella.
Gn 41, 53-57. Tradicionalmente, Egipto, con su sistema de regadíos, era una fuente de recursos en períodos de hambre ocasionados, sin duda, por sequías en el Medio Oriente. Gracias a la gestión de José en aquellos momentos, Egipto no sólo es capaz de remediar el hambre de sus habitantes, sino que aparece como el proveedor de todos los países, azotados por aquella terrible plaga. En ello podemos ver ya un indicio de cómo la providencia divina llega en aquellos momentos a todos los pueblos a través de un descendiente de Abrahán (cfr Gn 12, 3). Pero, a pesar de todo el progreso que ha experimentado la humanidad, la plaga del hambre sigue causando terribles estragos también en nuestro tiempo. Nadie, y menos un cristiano, puede permanecer insensible ante este hecho. De ahí que habiendo como hay tantos hombres oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: “Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo asesinas”, según las propias posibilidades, comuniquen y ofrezcan sus bienes, ayudando principalmente a los pobres, tanto individuos como pueblos, para que puedan ayudarse por sí mismos y desarrollarse posteriormente (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 69).
El mismo faraón indica a los egipcios cómo pueden encontrar alimento: acudiendo a José. Él es el hombre providencial, puesto por Dios, para salvar en aquel momento no sólo a los egipcios, sino también a Jacob y a sus hijos, los antepasados del pueblo elegido del Antiguo Testamento. Puede verse una profunda analogía entre este José que proporciona alimento a Egipto e Israel, y aquel otro José, San José, el esposo de María, instrumento elegido por Dios para cuidar y alimentar a la Sagrada Familia, que también hubo de trasladarse a Egipto (cfr nota a Gn 39, 21-23). De ahí que aquellas palabras del faraón Id a José puedan ser aplicadas también a la invitación de recurrir a San José como intercesor para llegar a Jesús: Si queréis un consejo que repito incansablemente desde hace muchos años, Ite ad Joseph, acudid a San José: él os enseñará caminos concretos y modos humanos de acercarnos a Jesús (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 38).
Gn 42, 1-Gn 47, 12. Comienza aquí lo que podríamos llamar la segunda parte de la historia de José. Ésta no acaba con su encumbramiento y felicidad tras las penalidades sufridas, sino que se abre a la salvación de todo su pueblo, cumpliéndose así el designio de Dios. Esta parte culmina con la bajada de Jacob y toda su familia a Egipto y con su asentamiento allí. Dos veces bajan los hijos de Jacob a comprar trigo: la primera narrada en el cap. 42, la segunda en los caps. 44 y 45. Quizá corresponden a dos tradiciones diversas; pero, en cualquier caso, el relato sigue teniendo una extraordinaria unidad en su desarrollo reflejando el fino arte literario del redactor. Éste consigue dar a la historia una emoción creciente, centrada en el ritmo que van tomando los acontecimientos y en los sentimientos de los personajes. Sucesos y emociones van progresando paralelamente hasta la culminación final: todos los hijos de Jacob reunidos en torno al padre en Egipto.
En efecto, a lo largo del desarrollo de la historia se da un proceso por el que se hacen realidad los sueños de José en Canáan respecto a sus hermanos y a su padre: unos primero, y todos después, se inclinan ante él. Al mismo tiempo, mediante las estratagemas utilizadas por José, sus hermanos, aunque sin comprender lo que ocurre, van reconociendo y enfrentándose poco a poco al pecado que habían cometido contra él, hasta llegar al arrepentimiento sincero. Van adquiriendo, además, el sentido de fraternidad y solidaridad entre todos ellos, hasta el punto de que prefieren ser todos esclavos antes que abandonar a Benjamín (cfr Gn 44, 16); y uno de ellos, Judá, incluso está dispuesto a entregarse por su hermano. ¡Cuán distinta es esta nueva situación de la que habían mostrado al vender a José! Sólo en ese momento, el de la unidad fraterna, es cuando están preparados para reencontrar al hermano perdido, a José, y recomponer la familia de Jacob. Cada detalle de la historia adquiere su significación en ese proceso de conversión por el que Dios va llevando, casi sin aparecer, a los hijos de Jacob.
Gn 42, 1-7. Jacob actúa con la responsabilidad propia de un padre de familia preocupado por los suyos. No se resigna a ver morir de hambre a su familia; reflexiona sobre la situación y toma una decisión arriesgada, pero necesaria: enviar a sus hijos a Egipto a proveerse de alimentos. Los hijos de Jacob se unirían probablemente a alguna caravana que bajaba con el mismo fin. Con esta acción de Jacob, el relato comienza a dar la explicación de por qué los israelitas bajaron a Egipto, abandonando la tierra que Dios había prometido a Abrahán. Esta explicación se completará al final, cuando se cuenta la bajada a Egipto del mismo Jacob y de toda su familia por indicación divina (cfr Gn 46, 1-5).
Comienzan a cumplirse los sueños que José contó a sus hermanos (cfr Gn 37, 5-9). La dureza que José muestra hacia ellos no es por espíritu de venganza, sino que está orientada a dar más dramatismo al relato y a preparar el reencuentro final, cuando sus hermanos hayan reconocido su culpa.
Gn 42, 8-17. La acusación de José a sus hermanos aparece como una treta para que éstos se identifiquen hablando de la familia a la que pertenecen. Queda resaltado que para ellos José sencillamente no existe. Quizá José teme por la suerte de su hermano de madre, Benjamín, y por ello pone como condición que lo traigan hasta él. Es posible que José piense en el dolor de su padre y por eso no retenga al primogénito, Rubén, sino a Simeón; o que al enterarse ahora de la conducta de Rubén cuando los demás querían matarle (cfr Gn 37, 21) su decisión de no retener a éste sea como un reconocimiento de su comportamiento anterior. En todo caso la historia está narrada con maestría literaria y mantiene el interés creciente del lector. El verse privados por la fuerza de uno de los hermanos les lleva a reflexionar sobre lo que ellos mismos habían hecho: anular voluntariamente -ellos creen que ha muerto- a un hermano. Reconocen su culpabilidad, y que merecen tal castigo de Dios. Comienza el proceso de conversión: se despierta su conciencia. Como el borracho, que cuando bebe mucho vino no siente ningún daño, pero después se da cuenta de cuán grande ha sido el mal, así, el pecado, mientras se comete, oscurece la mente y como una densa nube la corrompe; pero después surge la conciencia y acusa al entendimiento con más fuerza, mostrándole lo absurdo de tal hecho (S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Genesim 54, 2).
Gn 42, 25-28. A la pena de haber tenido que dejar a Simeón en Egipto se une ahora esta sorpresa que les deja desconcertados. Imposible para ellos imaginar que el hombre que los ha tratado con tanta dureza les haga ese regalo por generosidad. En aquel suceso no pueden menos de ver algo misterioso, sin duda la mano de Dios, que, debido a la conciencia de su culpa, interpretan como premonición de algún nuevo castigo: quizá que los egipcios pudieran perseguirles y acusarles no sólo de espías, sino también de ladrones. Así, el gesto benevolente de José se convierte para ellos en un motivo más de temor (cfr v. 35), que, por otra parte, contribuye a dar más emoción al relato, en el que se quieren poner en contraste la bondad de José y el perverso comportamiento anterior de sus hermanos con él.
Gn 43, 1-10. Tras los tristes resultados del primer viaje, Jacob, que piensa haber perdido a otro de sus hijos, resiste todo lo posible; pero el hambre vuelve a colocarle en una situación angustiosa, peor incluso que la vez anterior, ya que ahora está en juego ineludiblemente la seguridad del hijo que le queda de Raquel, la mujer que amaba. Tanto aquí como a lo largo de este viaje, es Judá, en vez del primogénito Rubén, quien interviene y lleva la iniciativa; se destaca de esta forma entre sus hermanos, como se destacará siglos más tarde la tribu que procede de él, de la que surgirán el rey David y el Mesías. Judá sale garante por Benjamín, para salvar así de la muerte por hambre a toda la familia de Jacob.
Gn 43, 11-14. Jacob tiene que ceder al fin y aceptar el dolor de separarse de Benjamín y del resto de sus hijos. Pero no desespera. Actúa con plena responsabilidad paterna: da instrucciones precisas poniendo los medios para que el viaje tenga éxito; invoca a Dios pidiéndole que mueva el corazón de aquel hombre de Egipto; y acepta con resignación la suerte que puedan correr sus hijos y él mismo.
El hecho de que el lector de este pasaje conozca la causa por la que el patriarca ha sido puesto en esta situación atribulada, no merma su dramatismo, ni la grandeza de alma que Jacob presenta a lo largo de toda la historia; es más, sirve para resaltar esos aspectos. Jacob es aquí ejemplo de fortaleza en la tribulación.
Gn 43, 18-23. En el desarrollo de los acontecimientos -tales como encontrar el dinero en la talega y ser conducidos a casa de José- contrasta la interpretación negativa que ellos hacen desde su situación de culpa, y la realidad de las intenciones de José, que el lector conoce muy bien. La realidad es que tales acontecimientos son dones que vienen de Dios, y así los interpreta para ellos el mayordomo de José en 43, 23; pero, entretanto, ellos lo desconocen y malinterpretan los sucesos.
Gn 43, 26-27. Dos veces repite el texto que los hermanos de José se inclinaron ante él hasta el suelo (cfr Gn 42, 6), indicando de esta forma que se están cumpliendo los sueños que tuvo en Canaán.
Gn 43, 30-31. A José no le resulta fácil llevar adelante la tarea de corregir a sus hermanos. Comenta San Gregorio Magno: La piedad vencía el entendimiento de José al ver al hermano inocente; pero continuaba con la apariencia dura para que sus hermanos se purificaran del mal. Esconde la copa en el saco del más joven. (…) Benjamín es apresado, y todos los hermanos le siguen afligidos. ¡Cuántos sufrimientos lleva la misericordia! Castiga y ama. Aquel hombre santo perdona y castiga el crimen de los hermanos: en el castigo tuvo clemencia de modo que, siendo piadoso, no quedasen impunes los hermanos que habían pecado, y siendo justo no quedasen sin piedad. He aquí un ejemplo de autoridad: aprender a perdonar las culpas, y al mismo tiempo castigarlas con piedad (Homiliae in Ezechielem 2, 9, 19).
Gn 44, 1-34. El dramatismo de la última prueba a la que José somete a sus hermanos está acentuado por las cordiales relaciones, como de familia, con que han sido tratados antes. La escena culmina con la confesión de que son pecadores ante Dios (cfr v. 16) y con el emotivo e irresistible discurso de Judá (vv. 18-34). El pecado que reconocen no ha sido robar la copa, pues no lo han hecho, sino el comportamiento anterior con José, que, aunque ellos lo silencian, sienten que Dios está juzgándolos por ello. Por eso se confiesan pecadores. El discurso último de Judá exponiendo los sentimientos del padre y manifestando su disposición a expiar él el pecado de todos, pone en evidencia la fuerza del amor fraterno ahora recuperado. De esta forma Judá salva a todos, de manera similar a como la tribu que llevará su nombre salvará, mediante el rey David, a todo el pueblo de Israel.
Gn 44, 5 Se trataba de una copa sagrada por la que se adivinaba el futuro, al parecer observando el sonido, la forma y el movimiento del líquido, quizá al introducir en ella algún objeto o unas gotas de aceite.
Gn 44, 9-17. Los hijos de Jacob vuelven a hablar precipitadamente, como ya ocurriera en el primer viaje (cfr cap. 42), y han de cargar con las consecuencias de su falta de reflexión: sus palabras han condenado, sin querer, precisamente a Benjamín. Pero al mismo tiempo todos están dispuestos a pagar solidariamente quedando como esclavos. José, sin embargo, dicta una sentencia mucho más benigna, pero que es a la vez una nueva prueba para conocer hasta qué punto llega su lealtad a Benjamín y a su padre. La respuesta la obtendrá José de labios de Judá que se ofrece a sí mismo para salvar a los hermanos y al padre. Ante tal respuesta José no podrá guardar por más tiempo su secreto.
Gn 45, 1-28. El desenlace sigue manteniendo el tono emocional que la historia de José y sus hermanos presenta desde el principio. Ahora aparece además expresamente la interpretación correcta de los acontecimientos hecha por José, el hombre sabio. Al darse a conocer a sus hermanos, éstos interpretan los hechos desde su punto de vista humano: el temor a la venganza (cfr v. 3 y más adelante Gn 50, 15). José explica que todo respondía al plan de Dios (cfr vv. 5-13). La generosidad del faraón es también reflejo de la misericordia divina, pero, sobre todo, lo es el hecho de que Jacob haya encontrado al hijo que creía perdido (cfr v. 28).
Junto a la misericordia de Dios, en esta historia sobresale la grandeza de alma de José que, lejos de guardar rencor o de pensar siquiera en la venganza, orienta todas sus acciones a recuperar a sus hermanos, llevándoles poco a poco al arrepentimiento del pecado cometido, perdonándolos desde el principio y tratándolos como lo que eran, hermanos suyos. Tal actitud de José es en este sentido modelo de cómo deben ser las relaciones humanas, en las que el perdón ha de estar siempre presente. Escribe el Papa Juan Pablo II que el mundo de los hombres puede hacerse “cada vez más humano”, solamente si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el hombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes, o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros (Dives in Misericordia, 14).
Gn 45, 7 Una velada alusión, según el contexto del relato, a la salida de Egipto narrada en el libro del Éxodo.
Gn 45, 10 Región de Gosen. Aunque el nombre de Gosen parece ser semita, y no egipcio (cfr Jos 15, 51; Jos 10, 41; Jos 11, 16), a la luz de otros pasajes bíblicos como Gn 47, 11 y Ex 1, 11, así como por otros indicios, es posible situar la región en que se asentaron los hebreos en Wadi Tumilat al noreste de Egipto, en la parte oriental del delta del Nilo.
Gn 45, 14-15. El gesto de José da a entender que todo el mal anterior ha sido superado por el amor que siente hacia sus hermanos. San Cesáreo de Arlés comenta: Besaba a cada uno y lloraba por cada uno, de modo que el derramar sus lágrimas allanaba los montes de los temores, y con las lágrimas del amor limpiaba el odio de los hermanos (Sermones 90, 5).
Gn 46, 1-Gn 47, 12. El relato vuelve a centrar la atención de nuevo en la familia de Jacob en Canaán. La figura y la posición de José sirven como telón de fondo para dar cuenta de la instalación de Israel en Egipto, según un mandato divino.
Jacob baja a Egipto obligado por el hambre que se cernía en la tierra de Canaán (cfr Gn 47, 4). El Señor le ha preparado el camino mediante unos acontecimientos dolorosos, y una serie de pruebas cuyo sentido se desvela ahora. Cuántas veces ocurre lo mismo en la vida de los hombres: La prueba, no lo niego, resulta demasiado dura: tienes que ir cuesta arriba, a “contrapelo”. -¿Qué te aconsejo? -Repite: “omnia in bonum!”, todo lo que sucede, “todo lo que me sucede”, es para mi bien… Por tanto -ésta es la conclusión acertada-: acepta eso, que te parece tan costoso, como una dulce realidad (S. Josemaría Escrivá, Surco, 127).
Gn 46, 1-5. La bajada a Egipto podía poner en duda la promesa divina de dar la tierra de Canaán a los descendientes de Abrahán e Isaac. La intervención de Dios asegura a Jacob que esto entra también dentro de sus planes providenciales. En definitiva, Jacob desciende a Egipto por un mandato expreso de Dios. En Gn 26, 2 Dios había prohibido a Isaac bajar a Egipto, como signo de que su tierra era Canaán. Ahora se requiere un mandato similar para abandonar la tierra. Como en todo el contexto de la época patriarcal, ese mandato se da en una visión nocturna, la última otorgada a los patriarcas. Tal mandato, sin embargo, no anula la promesa de la tierra: Dios mismo acompañará a Jacob a Egipto, y lo sacará de allí. La alusión va más allá de la referencia al entierro de Jacob en Canaán (cfr Gn 50, 1-14), pues apunta a la liberación del Éxodo.
La grandeza de Jacob no queda mermada por su bajada a Egipto, sino que, por el contrario, en este hecho queda reflejada la imponente dignidad del patriarca: Pues ¿qué le falta a aquél a quien Dios acompaña? (…) ¿Quién es tan poderoso en su patria, como lo fue Jacob en un país extraño? ¿Quién tuvo tanta abundancia en la riqueza, como tuvo él en tiempo de hambre? ¿Quién fue tan fuerte en su juventud, como lo fue éste en su vejez? (…) ¿Quién tan rico en un reino, como éste siendo peregrino? Incluso él bendecía a los reyes (…) y ¿quién llamará pobre a aquél de cuyo trato no era digno el mundo? Pues su compañía estaba en el cielo (S. Ambrosio, De Iacob et vita beata 2, 9, 38).
Gn 46, 8-27. Interrumpiendo el hilo de la historia, el autor sagrado introduce aquí la lista detallada de los que bajaron a Egipto, organizándola por grupos según las madres. Se trata de una lista de los descendientes de Jacob, entre los que se cuentan también José y sus hijos que no bajaron a Egipto. Sin embargo, la expresión entrar en Egipto se puede aplicar ciertamente al conjunto de los descendientes de Jacob. Las cifras que recogen el número total son diversas en los vv. 26 y 27. Pero esto puede explicarse desde las cuentas que haría el redactor final. En efecto, si de la lista se excluye a Er y a Onán, hijos de Judá muertos en Canaán (cfr v. 12), y a José y a sus dos hijos que ya están en Egipto, y si, por otra parte, se incluye a Dina (cfr v. 15) que no se había contado en el número total de los hijos de Lía (cfr v. 15), resulta la cifra global de sesenta y seis que aparece en el v. 26. Pero si, en cambio, se cuenta también a Jacob y se consideran del grupo a José y sus dos hijos, resulta la cifra de setenta, un número tradicional y simbólico. La versión griega afirma un total de setenta y cinco porque en la lista anterior ha añadido cinco descendientes de Efraím y Manasés. En este caso, como en otros tantos pasajes de la Biblia percibimos con claridad que la Palabra de Dios se expresa en lenguaje humano y con las formas y recursos que suelen emplear los hombres, a veces, pasando por alto las exactitudes numéricas.
Gn 46, 28-34. José no espera a que Jacob vaya a visitarle como correspondería a su alta posición social y a la condición de inmigrante de patriarca. Por encima de eso está su sentido de filiación, y, consciente del honor que debe a su padre, él mismo sale a su encuentro en seguida y se arroja en sus brazos.
Jacob ve a todos sus hijos reunidos, y que su misión como Israel, padre del pueblo, está cumplida. Por eso ya puede morir en paz. La condición de pastores que tienen los israelitas les mantiene alejados de los egipcios, de forma que tampoco allí pierden su identidad propia que les configuraría como pueblo. Respecto a Gosen cfr nota a Gn 45, 10.
Gn 47, 5-12. La bendición de Jacob al faraón pone de relieve la dignidad del patriarca. Tal dignidad le corresponde no sólo por su edad avanzada, como señala el texto, sino por su condición de elegido por Dios para ser el padre del pueblo de Israel, y depositario de la bendición y promesas divinas que Dios hiciera ya a Abrahán. Esto le ha acarreado sin duda múltiples pruebas y sufrimientos; pero ha hecho de él una persona digna de veneración, que ahora ve realizada su misión. Jacob bajó a Egipto como una familia unida; de Egipto saldrá como un pueblo.
Gn 47, 13-26. Se describe ahora la forma en que se desarrolló la administración de José sobre Egipto al servicio del faraón. El pasaje reitera en cierto modo lo que se ha dicho en el cap. 41. Se sabe que, en efecto, las condiciones sociales de Egipto, sobre todo a partir del siglo XVI a.C. tras ser expulsados los hiksos, responden en líneas generales a las descritas en este pasaje: toda la tierra pertenece al faraón, excepto algunas posesiones de los sacerdotes. No hay constancia, en cambio, de unos tributos equivalentes a la quinta parte.
La finalidad del relato es exaltar la figura de José por su sabia administración en favor del faraón, y, quizá, mostrar también el contraste entre la vida libre de los hijos de Jacob, dedicados al pastoreo, y la vida de servidumbre (cfr v. 21) a la que son sometidos los egipcios.
Gn 47, 27-31. La avanzada edad de Jacob viene a resaltar que fue bendecido por Dios con una larga ancianidad. Respecto a la forma de juramento cfr Gn 24, 3. La frase final cambia en la versión griega donde se dice sobre su bastón, quizá por una confusión de lectura.
En los relatos sobre los patriarcas se habla de la muerte como acostarse con los padres o ir a reunirse con su pueblo (Gn 25, 8; Gn 35, 29). Estas expresiones reflejan la convicción de alguna forma de supervivencia del hombre tras la muerte, aunque todavía no se haya revelado claramente la verdad de la inmortalidad del alma y de la resurrección futura. La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza de la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquel que mantiene fielmente su Alianza con Abrahán y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a manifestarse la fe en la resurrección (Catecismo de la Iglesia Católica, 992).
Gn 48, 1-22. Ahora la atención se desplaza de la historia de José a la historia de sus hijos, antepasados de las tribus de Efraím y Manasés que ocuparon la parte central de Palestina. El relato viene a dar explicación de la existencia de aquellas dos tribus cuyos nombres no figuraban entre los hijos de Jacob, ahora Israel, y del hecho de que correspondiesen dos tribus a los descendientes de José. Al mismo tiempo, se refleja la superioridad que tendrá en el futuro la tribu de Efraím sobre la de Manasés, a pesar de ser éste el primogénito. El tema, por tanto, enlaza con la posesión de la tierra y, en consecuencia, con el cumplimiento de la promesa que Dios hiciera a los patriarcas; de ahí que esos aspectos de la historia anterior aparecen ahora con detalle.
Gn 48, 5-6. Efraím y Manasés son equiparados a los dos hijos mayores de Jacob. La grandeza de las tribus que surgirán de ellos se explica porque fueron adoptados por Jacob, poniéndolos al mismo nivel que sus dos hijos mayores. Los demás hijos de José no llegan a formar tribu, y el autor sagrado sólo señala su existencia para dejar constancia de que José también fue bendecido con una prole numerosa. El hecho de que tradicionalmente se hable de doce tribus, cuando en realidad son trece, se debe a que doce eran los hijos de Jacob y doce las tribus a las que se les asignó un territorio (a Leví no se le asignó ninguno).
Gn 48, 12-20. Parece aludirse a un rito de adopción consistente en poner los niños sobre o entre las rodillas del adoptante. José los retira para que reciban con él la bendición del padre, colocándolos de forma que, al alargar Jacob los brazos, pusiera la mano derecha sobre la cabeza de Manasés, el primogénito, y la izquierda sobre la de Efraím. Pero Jacob cruza los brazos e impone la derecha sobre la cabeza de Efraím, recibiendo éste, por tanto, una bendición superior: de ahí la superioridad de la tribu de Efraím sobre la de Manasés. El relato muestra cómo una vez más se da la preferencia por el menor. Bajo la actuación de Jacob, el lector puede descubrir cómo Dios se sirve de intermediarios humanos, en este caso Jacob que obra contra la voluntad de José, para manifestar su voluntad y sus designios.
Gn 48, 15 Al pronunciar su bendición sobre José y sus hijos Jacob invoca solemnemente a Dios, designándole como el Dios al que adoraron y fueron fieles sus antepasados Abrahán e Isaac; y, al mismo tiempo, como su Dios personal que le ha guiado y protegido durante toda su vida. Por primera vez en la Biblia se contempla a Dios bajo la imagen de Pastor, que tantas resonancias tendrá más adelante en el Antiguo Testamento (cfr por ej. Sal 23, 1) y en el Nuevo (cfr Jn 10, 11). Junto a Dios Jacob invoca también al Angel que ha sido su defensor y libertador, el que ha salido por él en los peligros concretos: Dios ha custodiado a Jacob mediante el Ángel.
El Ángel tiene aquí los rasgos personales propios del Ángel Custodio de Jacob; y el hecho de que éste le invoque en tan solemne e importante bendición nos invita a considerar el papel del Angel Custodio en la vida de cada hombre. El Ángel Custodio nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción. Él será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Más: cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel presentará aquellas corazonadas internas —quizá olvidadas por ti mismo—, aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el momento decisivo (S. Josemaría Escrivá, Surco, 693).
Gn 49, 1-28. Aunque tradicionalmente se designa este pasaje con el nombre de Bendiciones de Jacob atendiendo al v. 28, en realidad se trata más bien de una serie de oráculos proféticos (cfr v. 1), en los que se condensa y enjuicia la historia de cada una de las tribus en forma de predicciones de cara al futuro. Una comparación con otros pasajes que presentan también resúmenes histórico–proféticos sobre las tribus, como las Bendiciones de Moisés en Dt 33, y el canto de Débora en Jc 5, hace ver que aquí se refleja la situación de las tribus de Israel tras la conquista de la tierra. Las Bendiciones de Jacob muestran la preeminencia de la tribu de Judá, aluden a su vínculo con el Mesías, y reflejan la grandeza que corresponderá a las tribus nacidas de José.
Gn 49, 3-4. En cuanto a Rubén se recuerda el episodio narrado en Gn 35, 22, y a ello se atribuye que pierda la primacía que entre las tribus le correspondería por ser el primogénito. En Dt 33, 6 se dice que cuenta ya con poca gente.
Gn 49, 5-7. La tribu de Simeón fue prácticamente absorbida por la de Judá, y la tribu de Leví no llegará a tener un territorio propio. Aquí, donde no se menciona aún el carácter sacerdotal de la tribu de Leví, tal como aparecerá en cambio en Dt 33, 8-11, se destaca la maldición de ambas tribus a causa de su carácter violento, recordando Gn 34, 25-30, y las consecuencias de todo ello: han sido dispersadas en el conjunto de Israel.
Gn 49, 8-12. Con la descalificación anterior de las tres primeras tribus se prepara la exaltación de la tribu de Judá. Aunque Judá no era el primogénito, va a tener, sin embargo, la preeminencia, porque los tres hijos mayores la han perdido por sus pecados. El oráculo sobre Judá no sólo exalta la fuerza de Judá como la de un león, sino que anuncia que el cetro real se mantendrá en esa tribu hasta que llegue alguien a quien reconozcan las naciones y traiga la paz y la prosperidad. En ese alguien puede haber una referencia inmediata a David y a sus sucesores, pero el texto mismo apunta a un descendiente de Judá en el que culmine la realeza universal.
El término hebreo con el que se designa tal descendiente -siloh- ha sido interpretado por la tradición judía y cristiana en sentido mesiánico, uniéndolo a otros oráculos sobre la dinastía de David (cfr 2S 7, 14; Is 9, 5ss.; Mi 5, 1-3; Za 9, 9). A la luz del Nuevo Testamento entendemos efectivamente el oráculo: la realeza en Israel surgirá de esa tribu con David, y se prolongará hasta el advenimiento del Hijo de David, Jesucristo, en quien se cumplen todas las profecías (cfr Mt 21, 9).
En las palabras del v. 11, lava en vino su vestido, y en sangre de uvas su manto, algunos Santos Padres han visto aludida la pasión de Cristo. San Ambrosio, por ejemplo, interpreta el vino como la sangre de Cristo y el vestido como su Santísima Humanidad: El buen vestido es la carne de Cristo, que descubre los pecados de todos, que asume los delitos de todos, que recoge los errores de todos. El buen vestido que viste a todos con el traje de la alegría. Lavó este vestido con vino cuando al ser bautizado en el Jordán, descendió el Espíritu Santo en forma de paloma y permaneció sobre él. (…) Pues Jesús lavó su vestido no para limpiar su suciedad que no tenía, sino la nuestra. Y en sangre de uva su sayo, es decir, limpió a los hombres con su sangre en la pasión de su cuerpo. (…) Y con razón habla de la uva, pues como una uva estuvo colgado del madero. Él es la vid y él es la uva: la vid porque se une al madero; la uva porque al ser traspasado su costado con la lanza fluyó sangre y agua. Agua como purificación, sangre como precio de rescate. Por el agua nos limpió; por la sangre nos redimió (De benedictionibus Patriarcharum 4, 24).
Gn 49, 13 Se refiere al establecimiento de la tribu de Zabulón junto al mar, cerca de Sidón (Fenicia).
Gn 49, 14-15. La tribu de Isacar ocupará la rica llanura de Esdrelón en el valle de Yizrael. Las aguaderas parecen aludir al aspecto geográfico de esa zona entre los montes de Galilea y los de Guilboa. El oráculo puede referirse al vasallaje que al parecer esta tribu prestó a los cananeos antes de la conquista, prefiriendo trabajar para ellos en la rica llanura a ser pastores en la zona montañosa.
La comparación con un borrico no tiene nada de despectivo, sino que, por el contrario, viene a destacar su fortaleza y constancia en el trabajo. En este sentido, y apoyándose en que el nombre de Isacar se relaciona con el significado de recompensa en 30, 18, algunos Santos Padres ven en este patriarca prefigurado a Cristo; otros verán representados en él a los buenos cristianos. Isacar significa recompensa, comenta San Ambrosio, y así se refiere a Cristo que es nuestra recompensa, a quien merecemos para la esperanza de vida eterna no con oro ni plata, sino con la fe y la piedad. (…) (Cristo) para llamar a todas las gentes a la gracia de su resurrección (representada en la tierra fértil y rica) sometió sus hombros al trabajo, sometiéndose a la cruz para cargar con nuestros pecados (De benedictionibus Patriarcharum 6, 30-31).
Gn 49, 16-21. La peculiaridad de cada una de estas tribus se presenta haciendo juegos de palabras con los nombres de los antepasados. También en ellos los Santos Padres han descubierto rasgos que los asemejan a Cristo: Gad, por ser atacado, recuerda a Cristo en su pasión; Aser, por abundar en pan, prefigura a Cristo en la Eucaristía; Neftalí, por dar frutos hermosos, representa a Cristo predicando el evangelio.
Gn 49, 22-26. Llama la atención la amplitud del oráculo sobre José, debida sin duda al contexto precedente y a la relevancia de las dos tribus, Efraím y Manasés, que ocuparon la parte central de Palestina. Sobre el nombre de Dios como El-Saday cfr nota a Gn 17, 1. Sobre José figura de Jesucristo cfr nota a Gn 37, 5-11.
Gn 49, 27 El carácter guerrero y feroz, como un lobo, de la tribu de Benjamín se desprende de la historia de esta tribu narrada en Jc 3, 15ss.; Jc 5, 14; cap. 19-20.
Gn 49, 29-32. Repite, de otra forma, lo expuesto en Gn 47, 29-31, pero ahora haciendo referencia expresa a la vida y sepultura de los patriarcas anteriores, Abrahán (cfr Gn 23, 1-20; Gn 25, 9) e Isaac (cfr Gn 35, 27-29). Es la única noticia que se tiene del entierro de Abrahán, Rebeca y Lía en ese lugar. El pasaje vuelve a recordar que es Canaán la tierra a la que ellos pertenecen, donde están sus antepasados, y a la que tendrán que volver. Se deja, de esta forma, preparado el argumento del libro del Éxodo. El v. 32 falta en la versión latina Vulgata.
Gn 50, 1-26. En este capítulo final se resalta la grandeza de la figura de Jacob, mediante la narración de aquel gran duelo (vv. 1-14); y se desvela con claridad el sentido de toda la historia de José y de sus hermanos en los planes de Dios (vv. 15-26).
Gn 50, 1-14. La descripción del entierro de Jacob recoge aspectos de las costumbres egipcias como la momificación -necesaria para el traslado del cadáver-, y explica al mismo tiempo el nombre de algunos lugares que no son hoy por hoy localizables, como el de Abel-Misraim que significa duelo de Egipto. El pasaje prefigura ya la posterior subida de Israel, como pueblo, desde Egipto a la tierra prometida.
José, y con él sus hermanos, aparece aquí como modelo de obediencia y de piedad filial hacia su padre. Ya antes se había mostrado como un hijo lleno de amor y de reverencia hacia Jacob, y de preocupación por sus hermanos. Ahora no ahorra esfuerzos ni medios para cumplir la última voluntad de su progenitor y tributarle los honores que merece como padre suyo y de todo el pueblo de Israel. Tal conducta de José anticipa, de forma natural, lo que más tarde prescribirá en forma positiva el cuarto mandamiento de la Ley de Dios. Así nos lo recuerda San Josemaría Escrivá: El mandamiento de amor a los padres es de derecho natural y de derecho divino positivo, y yo lo he llamado siempre “dulcísimo precepto”. -No descuides tu obligación de querer más cada día a los tuyos, de mortificarte por ellos, de encomendarles, y de agradecerles todo el bien que les debes (Forja, 21).
Gn 50, 15-21. A pesar de las muestras de fraternidad que José había dado a sus hermanos, éstos, al perder al padre común, parecen perder también el sentido de fraternidad. Siguen viendo los acontecimientos con visión humana; José les lleva a una visión sobrenatural, que incluye también la esperanza en el futuro (cfr v. 24). De esta forma el libro del Génesis concluye la exposición de los orígenes del mundo, del hombre y del pueblo de Israel, dejando el camino abierto a una nueva y decisiva intervención de Dios: la gran liberación de Egipto que narrará el libro del Éxodo.
Gn 50, 22-26. El Señor ha bendecido a José con una larga vida y la alegría de ver a su descendencia. En el momento de la muerte, José sigue pensando en su pueblo, cuyo destino -les recuerda- es que se cumpla en él la promesa que Dios hizo a sus padres. José reafirma que tal promesa se cumplirá, y él mismo se siente partícipe de ella. Por eso les hace jurar que sus huesos serán subidos desde Egipto a la tierra prometida. Así termina el libro del Génesis, mostrando la fe de José en las promesas divinas e invitando al lector a que, cualquiera que sea la situación en que se encuentre, mantenga viva la esperanza en la intervención de Dios.
Ex 1, 1-7. El libro del Génesis (cfr Gn 46, 8-27) había ya enumerado a los descendientes de Jacob que bajaron a Egipto, los mismos que ahora se recuerdan en esta lista resumida. De esta forma en los versículos introductorios el autor sagrado pone de manifiesto que los acontecimientos del Éxodo son continuación de los narrados en el Génesis, y que los miembros del pueblo de Israel que va a constituirse descienden en línea directa de los patriarcas. El número de setenta (cfr Gn 46, 27) indica, por una parte, plenitud, es decir, todos los descendientes de Jacob bajaron a Egipto. Pero, por otra, es un número pequeño, dando a entender que sólo a Dios se debe que tan pocos dieran origen al numeroso pueblo de Israel.
Crecieron, se multiplicaron y se hicieron muy fuertes (v. 7). Términos idénticos a los usados en el primer relato de la creación. Es un recuerdo claro de la bendición divina que garantizó la fecundidad de la primera pareja (cfr Gn 1, 27) y la de quienes ahora son el primer eslabón del pueblo de Israel.
Ex 1, 8-14. Con estilo dramático se presenta la situación de los hijos de Israel: cuanta más opresión padecen mayor fortaleza consiguen (v. 12). Los frecuentes contrastes del relato y el anonimato de los protagonistas acrecientan la sensación de que es Dios mismo, todavía no nombrado, el que favorece a los israelitas y contra el que se oponen el faraón y su pueblo. Se vislumbra desde el comienzo que, por encima de los avatares concretos de unos hombres, está el acontecimiento religioso de la acción divina.
Por vez primera en la Biblia se habla del pueblo de los hijos de Israel (v. 9). El libro sagrado contrapone dos pueblos: el pueblo del Faraón, opresor y cruel, y el pueblo de Israel que es oprimido. A lo largo de su lucha para salir de Egipto, los hijos de Israel tomarán conciencia precisamente de esto: de que forman un pueblo elegido por Dios y liberado de la esclavitud de Egipto para cumplir una importante misión en la historia. No es solamente una multitud de tribus o familias, sino un pueblo. Deseando Dios con su gran amor preparar la salvación de toda la humanidad, escogió a un pueblo en particular a quien confiar sus promesas (Conc. Vaticano II, Dei verbum, 14). Al mismo tiempo queda trazado también el marco religioso del libro inspirado: por un lado están los enemigos de Dios, por el otro el pueblo de los hijos de la Alianza (cfr Hch 3, 25; Catecismo de la Iglesia Católica, 527).
Ex 1, 8 No sabemos con exactitud quién es este nuevo rey. Es probable que se trate de Ramsés II (comienzos del siglo XIII a.C.), que perteneció a la dinastía XIX. Este faraón quería restablecer el poder imperial frente a los extranjeros e invasores. La frase no había conocido a José, refleja el desamparo de los hijos de Israel ante el concierto de las naciones. A lo largo de su historia el pueblo de Israel contará poco en lo político, pero por querer divino será imprescindible en los planes de Dios.
Muchos Padres han visto en este faraón la personificación de los que se oponen al establecimiento del Reino de Cristo. San Beda, por ejemplo, recuerda al cristiano que si, después de haber sido bautizado y haber escuchado las enseñanzas de la fe vuelve a vivir según el mundo, nacerá en él otro rey que no conoce a José, es decir, el egoísmo que se opone a los planes de Dios (cfr Commentaria in Pentateuchum 2, 1).
Ex 1, 11 Pitón y Ramsés son llamadas ciudades de almacenaje porque en los silos de sus templos se guardaban las provisiones militares para las guarniciones de frontera. Los estudios arqueológicos más fiables identifican Pitón, que en egipcio quiere decir morada de Atón, con unas ruinas situadas a pocos kilómetros de la actual Ismailía, no lejos del canal de Suez. Se ha encontrado allí un templo de Atón y grandes almacenes de ladrillo. Más complicada resulta la identificación de Ramsés. La opinión más probable considera que esta ciudad correspondería a la anterior ciudad de Avaris, capital de las dinastías de los faraones invasores. En época más tardía recibió el nombre de Tanis y actualmente, después de haber sido abandonada, está reducida a unas grandes ruinas cerca de un poblado de pescadores, San el-Hagar, próximo a Puerto Saíd, en la parte oriental del Delta del Nilo. Los arqueólogos han descubierto los restos de un grandioso templo construido por Ramsés II (1279-1212 a.C.), el probable faraón opresor.
Ex 1, 14 En el antiguo Egipto era normal que los súbditos, especialmente los extranjeros, trabajaran a las ordenes del faraón. Esto no era considerado una esclavitud o una opresión; sabemos, por ejemplo, que hubo ciudades o aldeas enteras que alojaban a los obreros que trabajaban para construir las tumbas o los templos de los faraones. La opresión que el autor sagrado destaca consistía en que los egipcios impusieron a los israelitas tipos de trabajos muy duros, como los de la fabricación de ladrillos, construcción de edificios y faenas del campo, en condiciones particularmente crueles.
San Isidoro de Sevilla comentando este texto considera la situación de los hombres que, después del pecado original, se encuentran sometidos a la tiranía del demonio que ha conseguido convertir muchas veces el trabajo en esclavitud. Así como el faraón impuso como pesadísimo yugo el trabajo de la arcilla y de los ladrillos, del mismo modo, el diablo obliga al hombre pecador a tener que ocuparse de obras terrenales y polvorientas, mezcladas además con la paja, esto es, con actos livianos e irracionales (cfr Quaestiones in Exodum 3).
Ex 1, 15-21. La situación de los israelitas no sólo era de esclavitud. Lo verdaderamente grave era que estaban sin esperanza de continuidad y de futuro porque el faraón había mandado dar muerte a todos los niños. Como eco de esta orden los evangelistas señalan que también Herodes mandó matar a todos los niños de dos años para abajo (Mt 2, 16).
Dios manifiesta su repulsa hacia el infanticidio favoreciendo a las comadronas y concediendo al pueblo elegido el don de la fecundidad. La actuación valiente de estas mujeres ha sido alabada por los comentaristas de todos los tiempos. El Targum, versión divulgativa en arameo que refleja antiguas tradiciones orales hebreas, traduce el v. 21 señalando que Dios les concedió casas (descendencia), la casa real y la casa del sumo sacerdote. Los autores cristianos comentan, a propósito de este episodio, que Dios siempre premia las buenas acciones. Santo Tomás insiste en que las parteras fueron recompensadas no por mentir al faraón, sino por haber reverenciado a Dios (cfr S.Th. II-II, q. 110, a. 3 ad 2).
Ex 1, 16 El texto hebreo dice literalmente mirad las dos piedras en vez de y llegue el momento del parto. Parece que las mujeres hebreas, para dar a luz, solían apoyarse en dos piedras. Así, por ejemplo, lo entiende el Targum que traduce: los asientos. En cualquier caso indica que las comadronas estarían atentas en el momento del parto para saber si era niño o niña. Hemos preferido seguir el texto griego y el de la Neovulgata, que es más genérico y mantiene la idea.
Ex 1, 20 A pesar de las dificultades y de las persecuciones, el pueblo de Israel se multiplica y se hace poderoso gracias al favor de Dios. La presencia benéfica de las comadronas, probablemente egipcias, realza el amor grande del Señor. La mujer, israelita y egipcia, tiene un papel de primera magnitud en el inicio de la salvación de Israel.
San Cirilo de Alejandría, refiriendo este episodio a todos los hombres, comenta que nuestra situación era parecida a la de los israelitas: Nosotros estábamos abatidos por el pecado desde el comienzo y a partir de nuestros primeros padres; estábamos oprimidos por la falta de las cosas buenas, e, infelices, nos veíamos también, contra nuestra voluntad, sometidos al yugo de Satanás, príncipe de todo mal. (…) No faltaba ya ningún dolor ni sufrimiento que añadir, cuando Dios tuvo misericordia, nos libró de nuestra situación y nos salvó (Glaphyra in Exodum 1, 3).
Ex 1, 22 El texto original habla siempre de el Río porque toda la vida del antiguo Egipto dependía de él. Lógicamente se refiere al Nilo.
Ex 2, 1-10. El texto sagrado narra con finura psicológica y profusión de detalles el nacimiento y la educación de Moisés, el hombre que la Providencia divina había escogido para ser el libertador y guía del pueblo elegido. Más que datos cronológicos o topográficos se recogen aquellos que perfilan la personalidad religiosa del que era, a la vez, guía y prototipo del pueblo.
En efecto, el autor sagrado destaca con especial maestría aquellos aspectos que más asemejan a Moisés con el pueblo y que con mayor claridad descubren la intervención divina. Nace en tiempo de persecución severa, pero gracias a la delicadeza de tres mujeres, su madre, su hermana y la hija del faraón, es acogido en el palacio egipcio con todos los honores de cortesano. Allí pasará su infancia sin sobresaltos, reflejando la plácida estancia de los descendientes de José en Egipto, hasta que desembocó en la opresión y persecución.
En todo este relato hay más preocupación religiosa que histórica: no aparecen ni los nombres de los padres de Moisés (Amram según Ex 6, 20 y Yoquébed, según Nm 26, 59), ni los de su hermana María (Ex 15, 20). El autor sagrado prefiere centrarse en Moisés, destacando que Dios cuida de su nacimiento y de su infancia como lo hará con el pueblo. Incluso la etimología popular del nombre Moisés -sacado de las aguas- refleja la intervención divina. Poco importa que sea un nombre egipcio que significa hijo o nacido, como se deduce del nombre de algunos faraones como Tut–mosis (hijo del dios Tot) o Ra–mses (hijo del dios Ra). Lo importante es que Moisés es el primer salvado, como lo es el pueblo hebreo, y que Dios lo cuida de modo extraordinario para la misión excepcional que le tiene reservada.
Ex 2, 1-3. El término hebreo que hemos traducido por cesta, es el mismo que en el relato del diluvio designa el arca de Noé (cfr Gn 6, 14-Gn 9, 18, donde sale 27 veces). Estos detalles ponen en relación a Moisés con Noé y su salvación de las aguas del diluvio, realizada mucho antes y más prodigiosamente. Allí nació una nueva humanidad; aquí nace un nuevo pueblo.
Ex 2, 10 Según la ley egipcia el hijo adoptivo gozaba de la misma condición que cualquier otro hijo. El texto subraya que la hija del faraón tuvo a Moisés como hijo. Así, una vez más, en esta paradoja resplandece la providencia divina: el niño que los egipcios hubieran debido matar es elevado a la más alta dignidad, recibe la más esmerada educación y consigue la mejor preparación para su misión futura. Documentos extrabíblicos constatan que en esta época los faraones hacían instruir a jóvenes extranjeros para conferirles cargos administrativos. Por otro lado, aunque Moisés pasó sus primeros años en el palacio del faraón, es evidente que de su madre verdadera recibió no sólo el alimento material, sino también la fe de sus antepasados y el amor a los de su pueblo.
Orígenes, a quien siguen numerosos Padres, interpreta este maravilloso relato en sentido alegórico: Moisés es la ley del Antiguo Testamento, la hija del faraón es la Iglesia que viene de los gentiles, porque su padre es impío e injusto; el agua del Nilo es el Bautismo. La Iglesia de los paganos sale de la casa de su padre, es decir, del pecado, para recibir el baño, o sea, el Bautismo, y en el agua encuentra la ley de Moisés, es decir, los Mandamientos. Sólo en la Iglesia, en el palacio real de la Sabiduría, la Ley adquiere plena madurez. También nosotros -concluye el antiguo escritor cristiano-, aunque hayamos tenido por padre al faraón, aunque el príncipe de este mundo nos haya engendrado en las obras del mal, al venir a las aguas, recibimos la ley divina. (…) Poseemos un Moisés grande y fuerte. No pensemos de él nada rastrero y mezquino, sino que todo en él es grandeza, altura y belleza. (…) Y pidamos a Nuestro Señor Jesucristo que nos descubra y nos dé a conocer esta grandeza y sublimidad de Moisés (Homiliae in Exodum 2, 4).
Ex 2, 11-15. Es el primer acto de la vocación de Moisés que, siguiendo el querer de Dios, tiene que salir del palacio del faraón, donde estaba tranquilo y cómodo, y marchar hacia lo desconocido. Imita así a los patriarcas que, como Abrahán, tuvieron que salir de su ambiente y de su casa (cfr Gn 12, 1ss.). El que había de ser gran caudillo de Israel mata al enemigo, al egipcio que estaba golpeando a un hebreo; más adelante intenta poner paz entre dos de sus hermanos. Librar a su pueblo de la esclavitud y de la opresión, y alcanzar la paz y la unidad fueron dos de los fines de la misión de Moisés. Una vez más, el autor sagrado, por encima de las acciones concretas que no se detiene en justificar o valorar moralmente, realza el perfil teológico de Moisés y el alcance de su misión. Lo mismo harán quienes en el Nuevo Testamento aluden a él.
Así, según la reconstrucción de San Esteban en el libro de los Hechos de los Apóstoles, Moisés tenía entonces cuarenta años y se encontraba en la plenitud de su poder en palabras y obras; además, su intervención en favor de uno de su pueblo se debió, sin duda, a que tenía unos grandes ideales: Pensaba él que sus hermanos entenderían que Dios les iba a salvar por medio de él (Hch 7, 25). La Epístola a los Hebreos añade que por la fe (…) se negó a ser llamado hijo de la hija del Faraón, y prefirió verse maltratado con el pueblo de Dios que disfrutar el goce terreno del pecado, estimando que el oprobio de Cristo era riqueza mayor que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la recompensa (Hb 11, 24-26). Sin embargo, su mismo pueblo le rechazó y el faraón indignado por el asesinato de uno de sus inspectores de obras y temeroso de una sublevación de los hebreos esclavos le condenó a muerte. Deberían transcurrir otros cuarenta años antes de que Moisés pudiera recibir su misión (cfr Hch 7, 30). Por todos estos testimonios, San Cirilo de Alejandría no duda en comparar este episodio de la vida de Moisés con la Encarnación de Cristo: ¿No es cierto acaso que decimos que el Verbo de Dios Padre, que se hizo de nuestra condición, es decir, hombre, en cierto modo salió de sí mismo y casi se alejó de la gloria divina? Porque, en verdad, siendo rico se hizo pobre y llegó al anonadamiento. (…) Salió por tanto a ver a sus hermanos, esto es, a los hijos de Israel. Porque de ellos son las promesas y los patriarcas a quienes fueron dirigidas las promesas. Por esto dijo: “No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel”. Pero, al ver que estaban sometidos a una tiranía pesada e insoportable, quiso liberarlos y hacerles ver que podían esperar la liberación de todo dolor (Glaphyra in Exodum 1, 7).
Ex 2, 15 Es difícil situar geográficamente la región de Madián. La Biblia habla con frecuencia de los madianitas, descendientes de Abrahán (Gn 25, 1-4) y emparentados, por tanto, con los israelitas; aparecen como comerciantes que se trasladan de un lugar a otro (Gn 37, 36; Nm 10, 29-32); que entablan batalla con los hebreos (Nm 25, 6-18; Nm 31, 1-9) y que son derrotados ampliamente por Gedeón (Jc 6-8). Al final de los tiempos, como se anuncia en la tercera parte del libro de Isaías, vendrán a rendir homenaje al Señor (Is 60, 6). Todos estos datos, sin embargo, no facilitan la localización de la región a donde se dirigió Moisés. Los investigadores modernos se inclinan a situarla en algún lugar de la península del Sinaí, zona desértica donde solían refugiarse los que querían burlar el control de las autoridades egipcias.
La huida de Moisés hacia el desierto es también parte de la misión que había recibido de Dios; así lo interpretará más tarde la carta a los Hebreos: Por la fe salió de Egipto sin temer la cólera del rey, y se mantuvo firme como quien ve al invisible (Hb 11, 27).
Ex 2, 16-22. La posesión de los pozos y el derecho de utilizar su agua provocaba frecuentes peleas. Moisés, dotado de un claro sentido de justicia, interviene defendiendo el derecho del más débil, mostrándose una vez más como el libertador que defiende (= salva, según la etimología del término hebreo) (v. 17) y libra (v. 19) a las hijas del sacerdote de Madián. El autor sagrado enfatiza el matiz religioso del incidente: son siete las hijas de Reuel, éste es sacerdote, y Moisés es el que las libera. Moisés termina formando una familia, de la cual los textos apenas hablarán posteriormente.
Durante los años que Moisés vivió entre los madianitas, debió de aprender muchas de sus costumbres y la solución a las tremendas dificultades que plantea la vida en el desierto, si bien ningún dato serio induce a pensar que aquel sacerdote madianita le enseñara el culto.
Ex 2, 18 El sacerdote de Madián (v. 16) y suegro de Moisés tiene diferentes nombres en el texto bíblico: en este versículo se llama Reuel, mientras que en Nm 10, 29 el suegro de Moisés es el hijo de Reuel, llamado Jobab. En Jc 1, 16 y Jc 4, 11 este mismo personaje no se considera madianita, sino que se menciona como Jobab el Quenita. En el libro del Éxodo, a partir del cap. 3, se llama Jetró (cfr Ex 3, 1; Ex 4, 18; Ex 18, 1s.). Posiblemente están reflejadas diversas tradiciones muy antiguas que el autor sagrado ha querido respetar.
Ex 2, 22 Llamó a su hijo Guersom para manifestar su agradecimiento por haber sido acogido en una tierra extranjera de la cual llega a ser huésped y residente (ger). Esta etimología popular dada aquí a tal nombre, como en Ex 18, 3, pone en relación a Moisés con Abrahán y Jacob que también vivieron como emigrantes en tierra extranjera (Dt 26, 5: Mi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto, donde moró con unos pocos hombres; cfr Gn 12, 10). El término residente es frecuente para designar aquel que se instala en un país que no es el suyo con la intención de vivir allí siempre o por un largo periodo.
El autor sagrado suele expresar el significado de algunos nombres propios, bien porque son personajes importantes en la historia de la salvación (Eva, Abrahán, Jacob, Moisés, etc.), bien porque el nombre es significativo de un hecho que se quiere resaltar, como en este caso. De todas formas, se trata siempre de etimologías populares, no científicas. Aquí el texto refleja la conciencia que tiene Moisés de su situación de extranjero y de su misión de llevar a su pueblo a la tierra propia; el pueblo también pasará como extranjero hasta su instalación definitiva en Canaán.
Ex 2, 23-25. El final del capítulo resume la situación y el ambiente en que tuvo lugar el nacimiento y juventud de Moisés, enlazando con el inicio del libro (Ex 1, 1-5). Probablemente ambos pasajes provienen de la misma tradición sacerdotal que suele presentar la lógica de los acontecimientos por encima de las anécdotas o hechos concretos. En efecto, estos versículos relatan telegráficamente la historia de aquellos años: muerte del faraón infanticida, que podría augurar esperanza de mejora, la esclavitud que, sin embargo, continúa igual, el clamor angustioso del pueblo y la intervención de Dios que no permanece indiferente.
La acción divina está resumida con cuatro verbos característicos: oyó su lamento, se acordó de la Alianza, los miró y cuidó de ellos (vv. 24-25). Es un esquema espléndido de la providencia divina, que sirve de obertura para los capítulos siguientes donde se va a narrar la intervención directa de Dios. El Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió librarlo. En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individuar su amor y compasión (cfr Is 63, 9). Es aquí donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 4).
Ex 2, 25 El texto original hebreo deja este versículo inacabado: Y miró Dios a los hijos de Israel y conoció…. La versión griega y la Neovulgata entienden que el verbo final está en pasiva: Y miró Dios a los hijos de Israel y se les apareció (se dio a conocer a ellos). Puesto que son variaciones de matiz cabe mantener el texto original, teniendo en cuenta que la acción de conocer implica en Dios atención y cuidado de las personas conocidas, como pone de manifiesto Sal 31, 8-9.
Ex 3, 1-Ex 4, 17. El relato de la vocación de Moisés está cargado de contenido teológico puesto que en él quedan recogidas las características de los protagonistas -Dios y Moisés- y las bases de la liberación del pueblo mediante la intervención prodigiosa del Señor.
En el diálogo que entablan Dios y Moisés tras la teofanía de la zarza encendida (vv. 1-10), el Señor le concede, uno tras otro, los dones con los que Moisés podrá llevar a cabo su misión: le promete asistencia y protección (vv. 11-12), le descubre su nombre (vv. 13-22), le concede el poder de obrar prodigios (Ex 4, 1-9) y le asigna a su hermano Aarón como colaborador que le facilite expresarse correctamente (Ex 4, 10-17).
Esta sección muestra cómo Dios lleva a cabo la salvación contando con la docilidad de un mediador a quien llama y prepara. Pero en todo momento es Él quien lleva la iniciativa. Así, Dios mismo diseña los más pequeños detalles de la gesta más trascendental que emprendieron los israelitas: su constitución como pueblo y su paso de la esclavitud a la libertad y a la posesión de la tierra prometida.
Ex 3, 1-3. El monte de Dios, el Horeb, llamado en otras tradiciones el Sinaí, está situado probablemente al sudeste de la península del Sinaí. Todavía hoy los pastores de aquellas latitudes abandonan los valles requemados por el sol y buscan pastos más frescos en las montañas. Aunque su localización exacta sigue siendo problemática, tuvo una importancia primordial en la historia de la salvación. En ese mismo monte se promulgará más tarde la Ley (cap. 19), dentro de otra impresionante teofanía. Allí volverá Elías a encontrarse con Dios (1R 19, 8-19). Es el monte de Dios por antonomasia.
El ángel del Señor es probablemente una expresión que indica la presencia de Dios. En los relatos más antiguos (cfr, p.ej., Gn 16, 7; Gn 22, 11.14; Gn 31, 11.13) inmediatamente después de presentarse el ángel, es Dios mismo quien habla: siendo Dios invisible se encuentra presente y actúa en el ángel del Señor que no suele aparecer con figura humana. Será en la época de los reyes cuando comience a reconocerse la existencia de mensajeros celestiales distintos de Dios (cfr 2S 19, 28; 2S 24, 16; 1R 19, 5.7, etc.).
El fuego acompaña frecuentemente las teofanías (cfr, p.ej., Ex 19, 18; Ex 24, 17; Lv 9, 23-24; Ez 1, 17), posiblemente porque es un símbolo muy apropiado de la espiritualidad y de la trascendencia divina. Las zarzas aquí mencionadas aluden a uno de los muchos arbustos espinosos que brotan en las montañas desérticas de aquella región. Algunos escritores cristianos han visto en la zarza ardiendo una imagen de la Iglesia que no perecerá a pesar de las persecuciones y de las dificultades. También la refieren a Santa María, en la cual ardió siempre la divinidad (cfr S. Beda, Commentaria in Pentateuchum 2, 3).
Todos los detalles del pasaje realzan el carácter sencillo y a la vez prodigioso del actuar divino: las circunstancias son ordinarias: pastoreo, monte, zarza…; pero los fenómenos que ocurren son extraordinarios: ángel del Señor, llama incombustible, voz perceptible.
Ex 3, 4-10. La vocación de Moisés está descrita en este magnífico diálogo en cuatro momentos: Dios le llama por su nombre (v. 4), se presenta como el Dios de sus antepasados (v. 6), le descubre con términos entrañables el proyecto de liberación (vv. 7-9) y, por último, le transmite imperiosamente su misión (v. 10).
La repetición del nombre de Moisés acentúa la importancia del acontecimiento (cfr Gn 22, 11; Lc 22, 31). El gesto de descalzarse refleja la veneración ante un lugar santo. En algunas comunidades bizantinas se mantuvo durante mucho tiempo la costumbre de celebrar la liturgia descalzos o con un calzado distinto del ordinario. Los autores cristianos han visto en este gesto un acto de humildad y de desprendimiento ante la presencia de Dios: Nadie puede acceder a Dios o verlo -menciona la Glosa ordinaria-, si previamente no se ha despojado de todo apego terreno (Glossa in Exodum 3, 4).
El autor sagrado constata que el Dios del Sinaí es el mismo de los antepasados; Moisés no es, por tanto, fundador de una religión nueva, sino que asume la tradición religiosa de los patriarcas, subrayando la elección de Israel como pueblo de Dios. Con cuatro verbos muy expresivos se describe tal elección: he observado…, he escuchado…, he comprendido…, he bajado para librarlos. No hay en esta secuencia ninguna acción humana, sólo su opresión, su clamor, su desgracia. En cambio, Dios se ha marcado un objetivo claro: librarlos y hacerlos subir… a la tierra (v. 8). Estos dos términos han de hacerse característicos de la acción salvadora de Dios. Subir a la tierra prometida va a significar, además de una ascensión geográfica, un caminar hacia la plenitud. El Evangelio de San Lucas recogerá esta misma idea (cfr Facultad de Teología, Universidad de Navarra, Santos Evangelios, pp. 700s.). El mandato imperativo es claro en el texto original (v. 10): Para que saques (hagas salir) a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto. Es otra fórmula de la hazaña salvífica que da nombre al libro: según las tradiciones griega y latina éxodo significa salida.
Ex 3, 8 La descripción de la tierra prometida es también intencionada al señalar su fertilidad y su extensión. La fertilidad se refleja en sus productos básicos: leche y miel (Lv 20, 24; Nm 13, 27; Dt 26, 9.15; Jr 11, 5; Jr 32, 22; Ez 20, 15). Ése era el alimento ideal del desierto, de ahí que el país donde abunda, sea un país paradisíaco.
La cantidad de pueblos que habitan y se disputan la tierra prometida da una idea de su extensión y su atractivo. La lista de pueblos pre–israelitas es frecuente en el Pentateuco, con pequeñas variantes (cfr Gn 15, 19-20; Ex 3, 17; Ex 13, 5; Ex 23, 23.28; Ex 33, 2; Ex 34, 11). Probablemente evoca también la dificultad que va a entrañar el asentamiento en aquella zona y las innumerables intervenciones divinas que tal empresa va a requerir.
Ex 3, 11-12. Ante la primera dificultad de Moisés, su propia incapacidad, Dios le asegura su presencia y protección: la misma que recibirán los llamados a cumplir una misión salvadora difícil (Gn 28, 15; Jos 1, 5; Jr 1, 8). La Virgen María escuchará en la Anunciación la misma fórmula: El Señor es contigo (Lc 2, 27).
La señal que Dios da a Moisés va unida a su fe, puesto que abarca una promesa y un mandamiento: a la salida de Egipto Moisés y el pueblo darán culto en este mismo lugar. Cuando esto se lleve a cabo, Moisés reconocerá el carácter sobrenatural de su misión, pero hasta entonces ha de obedecer confiadamente el encargo que recibe de Dios.
El diálogo de Moisés con el Señor es una hermosa oración, digna de ser imitada. De ahí que siguiendo su ejemplo el cristiano pueda dialogar personal e íntimamente con el Señor: Debemos estar comprometidos seriamente en una actividad de trato con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana. Admitir la rutina, en nuestra conducta ascética, equivale a firmar la partida de defunción del alma contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos de responderle uno a uno: “aquí estoy, Señor, porque me has llamado” (1R 3, 5) (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 174; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2574-2575).
Ex 3, 13-15. Moisés expone una nueva dificultad para su misión: no conoce el nombre de Dios, que le envía. Surge así la manifestación del nombre, Yahwéh, y la explicación de su significado: Soy el que soy.
Según la tradición que recoge Gn 4, 26 un nieto de Adán, Enós, fue el primero en invocar el nombre del Señor (de Yahwéh). De este modo, el texto bíblico deja constancia de que una parte de la humanidad conoció al verdadero Dios, cuyo nombre será solemnemente manifestado a Moisés (Ex 3, 15 y Ex 6, 2). Los Patriarcas invocaban a Dios con otros nombres, que provenían de atributos divinos, como el Omnipotente (El-Saday, Gn 17, 1; Ex 6, 2-3). Algunos nombres propios que aparecen en documentos muy antiguos, dan pie a suponer que el nombre de Yahwéh era conocido desde hace mucho tiempo. El relato de la revelación del nombre divino es importante en la historia de la salvación, porque con él Dios será invocado a lo largo de los siglos.
Sobre el significado de Yahwéh se han propuesto muchísimas soluciones que quizá no se excluyan unas a otras. Las más importantes son las siguientes: a) Dios en este episodio contesta con una evasiva, para evitar que aquellos antiguos, contagiados de ritos mágicos, pensaran que conociendo el sentido del nombre tenían poder sobre la divinidad. Según esta hipótesis Soy el que soy equivaldría a Soy el que no podéis conocer, el innombrable. Esta solución subraya la trascendencia de Dios. b) Dios manifestó más bien su propia naturaleza de ser subsistente. Soy el que soy significa el que es por sí mismo, el ser absoluto. El nombre divino indica al que es por esencia, a aquel cuya esencia es ser. Dios dice que Él es y con qué nombre se le ha de llamar. Dicha explicación aparece frecuentemente en la interpretación cristiana. c) Basándose en que Yahwéh es una forma causativa del antiguo verbo hebreo hwh (ser), Dios se mostraría como el que hace ser, el creador. No tanto en su sentido más amplio, como creador del universo, sino sobre todo, en concreto: el que da el ser al pueblo y está siempre con él. Así invocar a Yahwéh traerá siempre a la memoria del buen israelita la razón de ser de su existencia, como individuo y como miembro de un pueblo elegido. Ninguna explicación es del todo satisfactoria. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es a la vez un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el “Dios escondido” (Is 45, 15), su nombre es inefable (cfr Jc 13, 18), y es el Dios que se acerca a los hombres (Catecismo de la Iglesia Católica, 206).
En época tardía, hacia el siglo IV a.C., por reverencia al nombre de Yahwéh se evitó pronunciarlo, sustituyéndolo en la lectura del texto sagrado por Adonay (mi Señor). La versión griega lo traduce por Kyrios y la latina por Dominus. Con este título será aclamada la divinidad de Jesús: “Jesús es Señor” (Catecismo de la Iglesia Católica, 209). También en nuestra traducción hemos preferido respetar la tradición judía y utilizar siempre el Señor. La forma medieval Jehovah es el resultado de leer equivocadamente el texto hebreo vocalizado por los masoretas; es un error injustificable en nuestro días (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 446).
Ex 3, 16-22. Este discurso del Señor resume de nuevo la misión que Moisés ha de llevar a cabo con éxito, a pesar de los obstáculos. Los ancianos de Israel, es decir, los jefes de clanes, representantes de la comunidad entera, acogerán con gusto el mensaje. La expresión os he visitado es significativa porque indica primordialmente la presencia benéfica de Dios, pero es también presencia exigente que pide cuentas del don recibido (cfr Ex 32, 34; Jr 9, 24; Os 4, 14). Los tres días de camino (v. 18) no bastaban para llegar al Sinaí, pero sí para alejarse de Egipto. Con el tiempo, los tres días serán un número simbólico de la acción divina.
El faraón, en contraste con los ancianos, se negará a dejarlos marchar; de esta forma será más evidente que sólo por la actuación divina los israelitas alcanzarán la libertad.
El despojo de los egipcios (v. 22) tiene carácter de compensación por los años que sirvieron de balde (cfr Gn 15, 14; Sb 10, 17) y también carácter de botín de guerra (cfr Ex 11, 2-3; Ex 12, 35-36): Dios sale vencedor de la lucha entablada con el faraón y hace partícipes del botín a los hijos de Israel. Puede ser también señal de alegría festiva: los israelitas han de vestirse con las mejores galas para celebrar la libertad que Dios les ha concedido.
Ex 4, 1-9. La respuesta a una nueva objeción de Moisés viene a ser la prueba de que es Dios quien actúa, puesto que el valor de estos milagros está más en confirmar la intervención divina que en la espectacularidad del prodigio: Con esto creerán que se te ha manifestado el Señor (v. 5).
Conviene señalar que los tres prodigios están en función de los egipcios, acostumbrados a los encantamientos de serpientes o a presumir de que sólo sus sabios conocían el secreto para curar la lepra. Si Moisés puede más que los sabios egipcios es porque goza del poder divino.
Ex 4, 10-17. La última objeción de Moisés termina irritando al Señor. El autor sagrado con un hermoso antropomorfismo pone de relieve la paciencia y el empeño de Dios en liberar al pueblo.
Él hablará por ti al pueblo; él será como tu boca y tú serás como su dios (v. 16). Hablar en nombre de Dios es función propia del profeta, independientemente de sus cualidades, incluso oratorias (cfr Jr 1, 6). Moisés es el prototipo de profeta (cfr Dt 18, 9-22), al que deberán asemejarse los profetas posteriores (cfr Hch 7, 22).
Al ser asociado Aarón como portavoz de Moisés, el texto sagrado indica que nunca deberá haber disputas entre los sacerdotes del templo y los profetas, puesto que también los encargados del culto tendrán la misión de enseñar al pueblo (cfr Lv 10, 11; Dt 33, 10).
Ex 4, 18-20. La decisión de volver de inmediato a Egipto está redactada de dos maneras diferentes: como permitida por Jetró, cabeza del clan familiar (v. 18), y como ordenada por Dios (vv. 19-20). Quizá es señal de que hay dos fuentes redaccionales, elohísta y yahvista respectivamente, aunque también cabe suponer que el autor sagrado quiere dejar constancia de que Moisés cumple el mandato divino sin contravenir las costumbres familiares de entonces, que exigían el permiso del jefe de la tribu antes de abandonarla. Conviene señalar que Moisés oculta a Jetró los verdaderos motivos de la vuelta a Egipto; esto es un indicio de que Moisés no aprendió de los madianitas el culto a Yahwéh sino de que en toda esta historia resplandece la iniciativa divina.
Ex 4, 21-23. Yo endureceré su corazón (v. 21). Esta expresión que se repite frecuentemente (Ex 7, 3; Ex 9, 12; Ex 10, 1.20.27; Ex 9, 12; Ex 14, 4.8.17) no disminuye la responsabilidad del faraón, expresamente afirmada en el mismo contexto (Ex 8, 11.28; Ex 9, 34), sino que enfatiza la obstinación y ceguera de aquel hombre. Hay que tener en cuenta que en la mentalidad semita se atribuyen directamente a Dios (causa primera) las acciones de las criaturas (causas segundas). Además, en contraste con la intransigencia del rey egipcio, el amor de Dios destaca con más fuerza; es decir, Dios cuenta con el progresivo endurecimiento del faraón para ir mostrando con prodigios cada vez más claros la predilección por el pueblo de Israel.
Israel es mi hijo, mi primogénito (v. 22). El enfrentamiento de Dios con el faraón culminará con la muerte de los primogénitos egipcios. Dios, en cambio, tiene por Israel un amor superior al del faraón por su primogénito. La paternidad divina es uno de los puntos más consoladores que Dios ha revelado (cfr Os 11, 1-4) como señal de elección (cfr Is 63, 16; Is 64, 8). En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (cfr Dt 32, 6; Ml 2, 10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su “primogénito” (Ex 4, 22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cfr 2S 7, 14). Es muy especialmente “el Padre de los pobres”, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cfr Sal 68, 6) (Catecismo de la Iglesia Católica, 238). La paternidad divina, que significaba en el Antiguo Testamento sólo unas relaciones particularmente íntimas entre Dios y su pueblo, preparaba la realidad consoladora que Jesucristo manifestó. En efecto, Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador, es eternamente Padre en relación a su Hijo Único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27) (Catecismo de la Iglesia Católica, 240; cfrCatecismo de la Iglesia Católica, 2778-2782).
Ex 4, 24-26. Es un episodio enigmático porque recoge unas prácticas supersticiosas de curación que hoy se desconocen: ante una enfermedad grave de Moisés -esto podría significar que el Señor salió a su encuentro para darle muerte- Séfora interpretó que Moisés había cometido alguna falta. Por eso procedió a circuncidar al niño y simular la del propio Moisés (la mención de los pies parece un claro eufemismo). La circuncisión aparece así como un rito religioso, con carácter propiciatorio y relacionado con el matrimonio, puesto que la mujer le llama esposo de sangre. Para explicar esta expresión y todo el ceremonial se han aventurado múltiples hipótesis basadas en el sentido que la circuncisión tenía entre los madianitas; pero hasta hoy ninguna es satisfactoria. Los Santos Padres suelen comentar alegóricamente el pasaje, interpretando que Moisés santificó con este rito a su mujer y a sus hijos, haciéndoles partícipes de los frutos de su misión salvadora. De cualquier manera, parece claro que el autor sagrado recogió este relato para poner de relieve que Moisés, guía y legislador del pueblo, se sometió, antes que nadie, a la circuncisión, como habrían de someterse todos los hijos de Israel.
Ex 4, 27-31. Ninguna dificultad encontró Moisés con su hermano Aarón, con los ancianos del pueblo ni con los hijos de Israel. Contrasta fuertemente esta actitud de docilidad con la oposición del faraón (v. 21). Frente a la obstinación de los egipcios, el pueblo creyó (v. 31): el proyecto divino de salvación sólo puede llevarse a cabo contando con la fe de los hombres, si bien este primer acto de fe del pueblo va a sufrir altibajos muy notables.
El monte de Dios (v. 27) es el Horeb. La mención del monte santo en este encuentro pone de relieve el carácter sagrado de la misión de Aarón (cfr nota a Ex 3, 1-3). Con frecuencia en la Biblia se señala que muchos hechos importantes han tenido lugar en un monte; de ahí que muchos escritores hayan reflexionado sobre el sentido espiritual de la montaña, como hace Orígenes: También Pedro, Santiago y Juan subieron al monte de Dios para merecer la visión de Jesús transfigurado y para ver con Él a Moisés y Elías gloriosos. Lo mismo tú, si no subes a la montaña de Dios, es decir, si no alcanzas el sentido de la Ley, si no llegas a la cima del conocimiento espiritual, el Señor no podrá abrir tu boca (Homiliae in Exodum 3, 2).
Ex 5, 1-5. El primer enfrentamiento con el faraón pone de relieve cómo los planes divinos de salvación contrastan con los proyectos grandiosos del faraón, que sólo busca inmortalizar su nombre. El faraón todavía no va directamente contra el Señor, a quien no conoce (v. 2), ni aduce motivos antirreligiosos. El obstáculo y las excusas que pone son de tipo social y económico al decir que no puede interrumpir los trabajos emprendidos (v. 5). Pero las consecuencias son muy graves, pues los hijos de Israel deberán soportar mayor dureza en la esclavitud y verán alejarse las posibilidades de liberación.
Celebre una fiesta (v. 1). Con el término fiesta se designaba una peregrinación religiosa que terminaba en una celebración popular. Así se llamaban las tres grandes peregrinaciones a Jerusalén que obligaban a los israelitas en tiempo más tardío (cfr Ex 23, 14-17). Los israelitas posteriores entendían la importancia de aquel mandato divino y, a la vez, la obligación que ellos tenían de participar en las fiestas prescritas.
El pueblo de la tierra (v. 5). Se refiere en este contexto a los israelitas en cuanto población de clase baja. En otros lugares del Antiguo Testamento tiene otros sentidos diferentes, bien como población autóctona, bien incluso como personas libres con capacidad para elegir rey (cfr 2R 11, 14.18.20).
Ex 5, 6-9. Capataces y responsables (v. 6). Los primeros debían de ser funcionarios egipcios encargados de las construcciones, mientras que los segundos eran israelitas responsables de grupos de trabajadores de su misma etnia.
Los ladrillos (v. 7). Son el elemento común de las construcciones en una zona donde escasea la piedra; sus habitantes usaban el barro procedente de las crecidas del Nilo y lo mezclaban con paja, dejándolo secar al sol tórrido que lo endurecía.
Ex 5, 10-18. Narración detallada de las penalidades crecientes que han de soportar los hijos de Israel. A la aflicción material se añade la acusación de perezosos por parte del faraón. Esta acumulación de datos parece señalar que los elegidos de Dios normalmente han de soportar incomprensiones y vejaciones de todo tipo, pero han de poner su confianza sólo en Él.
La historia, como señala Orígenes, atestigua que con frecuencia a los que cedieron a las exigencias del “príncipe de este mundo”, todo les va bien desde su punto de vista, mientras que los servidores de Dios no disponen de los más modestos medios de subsistencia (Homiliae in Exodum 3, 3).
Ex 5, 19-23. Moisés es el intermediario entre Dios y el pueblo. En este diálogo sencillo y tenso quedan reflejados los sentimientos del pueblo y los obstáculos que Moisés encuentra para llevar adelante su misión. El autor sagrado, al realzar las dificultades de la salida, va preparando al lector para reconocer la grandeza de la intervención de Dios. La obstinación del pueblo es una de las mayores pruebas de la fe de Moisés.
La oración de Moisés es sincera y sin retórica; no refleja rebeldía, pero sí inquietud (cfr Ex 17, 4; Ex 32, 11-13; Dt 9, 26-29) porque no llega a conocer los caminos de Dios. Pero es confiada, porque sabe que sólo Dios puede aportar una solución definitiva, como así será (cfr Ex 6, 1). El trato de Moisés con el Señor es ejemplo admirable de la oración del mediador.
Ex 6, 2-9. Se vuelve a narrar la revelación del nombre divino y la vocación de Moisés, que había sido relatada con amplitud en el capítulo tercero (cfr Ex 3, 1-Ex 4, 17). Esta “tradición sacerdotal”, de donde probablemente está tomado el relato, suele fijarse más en los aspectos doctrinales que en los detalles episódicos. En este caso, es fácil señalar los temas en los que se pone el acento: el nombre de Yahwéh (v. 2); la identidad con el Dios de los Patriarcas (v. 3); la Alianza establecida desde antiguo (v. 4); el sentido teológico del éxodo (os sacaré, os redimiré: v. 6); la fórmula profunda de la Alianza (os constituiré en pueblo mío y seré vuestro Dios: v. 7); la donación de la tierra prometida bajo juramento a los Patriarcas (v. 8).
El centro doctrinal de la tradición sacerdotal es la Alianza, que Dios hizo ya con Noé (Gn 9, 8ss.) al final del diluvio, que ratificó después con Abrahán (Gn 17, 1ss.) y que inauguró definitivamente con todo el pueblo elegido (Ex 19-24). Los pactos entre los hombres aseguran una convivencia pacífica cuando es entre iguales, como quizá ocurría entre los clanes nómadas del desierto; o formalizan un trato de favor, cuando se establecían, al terminar una guerra, entre el pueblo vencedor y el vencido, como atestiguan varios documentos hititas. En ambos casos las partes contratantes salen beneficiadas. En la Alianza divina las cosas son diferentes: Dios es el único que toma la iniciativa, el pueblo es el único que recibe el beneficio; Dios siempre cumple los compromisos que el pacto comporta, incluso cuando el pueblo quebrante el mandato principal de seguirle. La Alianza es, por tanto, el acto que mejor refleja el amor incondicional de Dios, primero al pueblo elegido, después a todos los hombres que en Cristo participan de la Nueva y eterna Alianza.
Ex 6, 6 Os redimiré con brazo extendido. Aparece por primera vez un término clave en la historia de la salvación: la redención. El redentor (en hebreo, goel) era la persona o la familia que por razones de parentesco estaba obligado a reivindicar los derechos conculcados de un familiar ofendido, sea sacándolo de la esclavitud, recobrando un campo o una posesión injustamente arrebatada, o exigiendo represalias ante un asesinato. Al asumir Dios esta función de redentor, se compromete a borrar las injusticias de las que sea objeto el pueblo; en primer lugar a liberarlo de la esclavitud egipcia, como símbolo de una liberación más profunda, del pecado, del demonio y de la muerte.
El antropomorfismo del brazo extendido es muy frecuente en la Biblia para expresar el poderío de la acción de Dios. Es una imagen gráfica fácilmente comprensible por los más sencillos; nuestra cultura lo ha heredado, cuando habla del brazo judicial, el brazo secular, etc.
Ex 6, 10-13. De modo más esquemático se repite el diálogo de Moisés con el Señor sobre la falta de elocuencia (cfr Ex 3, 11; Ex 4, 10). Según la tradición sacerdotal de este relato Moisés ha de conseguir la liberación total del pueblo, no sólo la peregrinación de tres días (cfr Ex 3, 18; Ex 5, 1).
Torpe de palabra (v. 12). Literalmente dice de labios incircuncisos, utilizando una imagen religiosa para poner de manifiesto que su escasa facilidad de palabra se acentúa cuando se trata de cosas de Dios.
Ex 6, 14-27. Las genealogías, transmitidas ordinariamente por la tradición sacerdotal, no pretenden un rigor histórico sino ante todo muestran la continuidad en la misión que Dios ha encomendado a cada una de las tribus de Israel. Esta genealogía, importante porque culmina en Aarón, de donde proviene la clase sacerdotal, se repite casi con exactitud en Nm 3, 1-10 y Nm 26, 57-61.
Ex 6, 28-Ex 7, 7. En este nuevo discurso del Señor hay un uso enfático de la primera persona (yo te hago como un dios, lo que yo te ordene, yo endureceré el corazón del faraón) reflejando el carácter religioso del éxodo; no es una empresa humana, sino el inicio de una etapa fundamental de la historia de la salvación, en la que Dios lleva siempre la iniciativa.
Aarón, tu hermano, será tu profeta (v. 1). Si Moisés como líder del pueblo goza de un poder recibido de Dios, Aarón es depositario de la misión de hablar en nombre de Moisés, que equivale a hablar en nombre de Dios. El profeta es el hombre elegido por Dios para anunciar la voluntad de Dios y sus proyectos de salvación. Por tanto, la predicción del futuro no es lo más característico del profeta, excepto cuando el futuro forma parte del proyecto divino de salvación.
Ex 7, 7 La edad de ambos dirigentes del pueblo es más simbólica que matemáticamente exacta. Probablemente el autor sagrado quiere reflejar las tres etapas de la vida de Moisés basándose en el número cuarenta, que simboliza una generación: la primera etapa la pasó en la corte de Egipto (cfr Hch 7, 23), la segunda en Madián, y la tercera, la más importante y de madurez, conduciendo al pueblo hasta la tierra prometida; la muerte le llega, por tanto, al cumplir los ciento veinte años. Así Moisés aparece, hasta en su cronología, como cuidado por Dios de un modo particular y perfecto.
Ex 7, 8-Ex 11, 10. Las diez plagas son otras tantas acciones que Dios fue realizando hasta preparar la mente del faraón y el corazón del pueblo para iniciar el éxodo masivo del país egipcio.
La falta de precisión histórica no empaña el mensaje de fe que encierra el relato de las plagas, que estaban grabadas en la memoria del pueblo de Israel. El escritor sagrado ha conjugado los datos recogidos de las antiguas tradiciones, dando unidad al conjunto del relato, pero manteniendo y subrayando el significado teológico de cada una. Así, da importancia al orden: son diez, mientras que los Sal 78, 45-51 y Sal 105, 27-36 señalan solamente siete. Los magos aparecen hasta la tercera en que son vencidos definitivamente por Moisés. La séptima, la tormenta, tiene un cierto carácter teofánico, puesto que es descrita más detalladamente y culmina en el reconocimiento de culpabilidad por parte del faraón (Ex 9, 27-28). En las tres últimas el faraón va cediendo poco a poco hasta que con la muerte de los primogénitos cede definitivamente.
Por otra parte, la gravedad de los daños va en progreso: las cuatro primeras causan únicamente molestias, aunque severas; las cuatro siguientes afectan ya a las personas y sus posesiones; la novena aterra a los egipcios con las misteriosas tinieblas que les impiden la comunicación; la décima causa la gran aflicción en las familias y obliga al faraón a dejar salir a los hijos de Israel.
El colorido épico de la narración hace más patente la victoria de Dios en su confrontación con el rey egipcio: Dios comienza actuando con la mediación de Moisés y Aarón que utilizan el bastón como instrumento taumatúrgico, pero poco a poco va prescindiendo de ellos hasta quedarse solo en la gran catástrofe final de los primogénitos. Algunas de las plagas recuerdan los fenómenos naturales que acaecen de vez en cuando en Egipto; pero el carácter prodigioso con que se narran pone de relieve la enseñanza profunda y fundamental: que Dios, el Señor de la naturaleza y de la historia, interviene sobrenaturalmente para salvar a su pueblo de la esclavitud y conducirlo a un nuevo estado de libertad y bienestar.
Ex 7, 8-13. El prodigio del bastón, muy relacionado con lo narrado en Ex 4, 1-5, vuelve a subrayar la categoría de Aarón que es quien goza del poder taumatúrgico.
Los sabios, magos y hechiceros (v. 11) formaban el círculo de consejeros del faraón. En la vida cultural y religiosa de Egipto los ritos mágicos tenían una alta consideración (cfr Gn 41, 8), así como los encantamientos de serpientes.
Se pone de manifiesto que Dios es más poderoso que el faraón con sus magos, no tanto por la capacidad de obrar prodigios, cuanto por el dominio soberano: Dios es el Señor, el único Señor al que le están sometidos todos los demás poderes. Los Santos Padres han visto en el bastón la figura de la Cruz, puesto que como dice San Pablo (1Co 1, 24), desde la Cruz, Cristo es la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios (cfr Orígenes, Homiliae in Exodum 4, 6).
La tradición judía ha conservado los nombres de dos de los magos de Egipto, Yannes y Yambrés. San Pablo, al hacerse eco de esta tradición, los menciona como prototipo de los hombres obstinados en no aceptar la verdad más evidente; Lo mismo que Yannes y Yambrés se opusieron a Moisés, también éstos se oponen a la verdad; son hombres de mente pervertida, incapaces para creer (2Tm 3, 8).
Ex 7, 13 La obstinación del faraón es un estribillo que se repite al final de las plagas (cfr Ex 7, 14; Ex 8, 11.15.28; Ex 9, 7.12.35). La insistencia en este dato lleva al lector a reconocer una y otra vez que solamente Dios podría superar los grandes obstáculos que se oponían a la liberación de los hijos de Israel, como se señala en la fórmula clave del relato de las plagas: En esto conocerás que yo soy el Señor (cfr Ex 7, 17; Ex 8, 6.18; Ex 9, 14; Ex 10, 2).
Ex 7, 14-24. El agua convertida en sangre es el primer azote contra el faraón. Tratándose de un relato épico, no es extraño que pueda reflejar un fenómeno habitual y conocido por los egipcios: el Nilo en primavera adquiere un color rojizo, sanguinolento, debido al limo que arrastra desde Abisinia; los nativos lo denominan el Nilo rojo. Tampoco debe extrañar que en el relato haya pequeñas incongruencias: el bastón lo lleva unas veces Moisés, otras Aarón; los magos egipcios hicieron lo mismo a pesar de que toda el agua de Egipto ya se había convertido en sangre. La intención del autor sagrado al recoger tradiciones antiguas es relatar el enfrentamiento directo del faraón con Dios, precisamente en el Nilo tantas veces mitificado en la literatura egipcia como fuente de riqueza y de vida del país; Dios es Señor del Nilo. El libro de la Sabiduría interpreta esta primera plaga como justa respuesta de Dios a la matanza de los niños hebreos en el Nilo: como pena de su decreto infanticida (Sb 11, 7).
Ex 7, 25-Ex 8, 11. La segunda plaga viene descrita como una invasión de ranas y, probablemente, de otros tipos de batracios. El carácter extraordinario y significativo de la intervención divina queda de manifiesto en la inmensa cantidad de estos animales y, sobre todo, en que aparecen y desaparecen siguiendo las indicaciones de Moisés. La finalidad de este hecho prodigioso es dar a conocer que no hay otro como el Señor, nuestro Dios (v. 6). Además, la autoridad de Moisés queda fortalecida, puesto que es el intercesor válido ante Dios (v. 9). Conviene notar también que el faraón se plantea por primera vez la posibilidad de dejarles marchar, aunque sea una decisión pasajera y egoísta (v. 4).
Ex 8, 12-15. Esta narración suele atribuirse a la tradición sacerdotal por el protagonismo de Aarón. El punto culminante de este prodigio es que los magos egipcios no pueden repetirlo y han de reconocer que está presente el dedo de Dios, cuyo poder supera con creces las artes mágicas (v. 15). De esta manera, la narración de las plagas pone de relieve el reconocimiento progresivo del dominio del Señor. Con la avalancha de mosquitos, la victoria sobre los magos es definitiva; y ya no volverán a enfrentar sus artes mágicas. Pero el faraón continúa obstinado en su negativa.
Ex 8, 16-28. La descripción de la plaga de los tábanos quizá proviene de la tradición yahvista por su colorido y riqueza de detalles; incluso algunos autores piensan que podría ser una variante del prodigio anterior de los mosquitos.
Moisés ha de encontrarse de nuevo con el faraón cuando éste vaya de madrugada al Nilo (cfr Ex 7, 15), bien para bañarse o para dar culto al dios del Río. Los insectos, como en la plaga anterior, obedecen a Moisés, en esta ocasión para circunscribirse a los barrios egipcios. La predilección por el pueblo de Israel queda especialmente subrayada.
El diálogo entre Moisés y el faraón es importante: Moisés no puede condicionar los planes de Dios; por eso, no cede a la exigencia de ofrecer el sacrificio dentro de los límites de Egipto. La excusa muestra la sabiduría de Moisés, que aduce el rechazo de los egipcios ante los sacrificios de corderos. En todo el relato el autor sagrado hace hincapié en separar al pueblo de Israel; no es como los demás pueblos porque Dios lo ha segregado, lo ha escogido para una misión especial (cfr Ex 19, 1-5). El faraón continúa negándose, pero su obstinación se va debilitando.
Ex 9, 1-7. La epidemia del ganado es mucho más grave que las plagas anteriores porque afecta a bienes concretos e imprescindibles para la vida de las personas. El relato, dentro de la brevedad, contiene detalles que denotan la tradición yahvista, como son la enumeración de animales domésticos (v. 3) o la hipérbole de que todos los ganados sucumben. Se insiste en que Dios hará distinción entre los egipcios y los israelitas, y en que el poder divino señala plazos al brote y a la desaparición de la peste.
Ex 9, 8-12. También esta plaga está narrada de modo conciso; quizá pertenece a la tradición sacerdotal. Supone un paso más en la dureza de los azotes divinos: ahora son afectados, además de los ganados, las mismas personas. Más aún, los magos que se mantenían mudos e inactivos desde el relato de la invasión de los mosquitos no pueden evitar ser víctimas de la infección. Al destacar la severidad de la plaga, el escritor sagrado consigue transmitir al lector un progresivo sentimiento de animosidad hacia el faraón, obstinado y necio, y de identificación con el Señor, que no se impone despóticamente, sino que interviene poco a poco hasta doblegar la voluntad del tirano.
Ex 9, 13-35. La séptima plaga, la tormenta, tiene carácter de universalidad, en cuanto que recoge los datos de las anteriores y en cuanto que afecta a todo el país de Egipto, plantas, animales y hombres.
La tormenta acompañada de granizo, truenos y relámpagos es en la Biblia señal de la manifestación de Dios (cfr Ex 19, 18; Sal 18, 10-15; Sal 29, 3-9); la finalidad de esta teofanía es mostrar que no hay nadie superior a Dios (vv. 14-16). San Pablo alude a este pasaje del Éxodo (cfr Rm 9, 17) señalando que también el faraón cumplía un papel importante en los designios de Dios: su obcecación puso más de manifiesto la sabiduría y el poder divino.
Todos los que residían en Egipto fueron testigos de la intervención de Dios y reaccionaron reconociendo más o menos al Señor: los israelitas que vivían en el territorio de Gosen se supone que entendieron su privilegio, al comprobar que no sufrieron daño (v. 26); los ministros del faraón por primera vez temieron la palabra del Señor (v. 20); el mismo faraón comenzó a reconocerse culpable en este pleito planteado con Dios: El Señor es justo, pero mi pueblo y yo somos impíos (v. 27).
El autor sagrado ha visto en el azote del pedrisco una manifestación más clara del designio salvador de Dios; esta plaga es recordada enfáticamente en Sal 78, 47s y Sal 105, 32 y más tarde el Apocalipsis alude a ella como señal escatológica (Ap 16, 21).
Ex 10, 1-20. Las plagas de langostas son frecuentes en el norte de África y afectan también a Egipto; cuando, arrastradas por el viento, invaden una región en grandes cantidades suelen dejar los campos completamente arrasados. Sin embargo, aquí se mencionan como exponente de un severo castigo divino (cfr Jl 1, 2-10). El autor sagrado repite algunos detalles que fundamentan el sentido profundo de los prodigios que precedieron al éxodo: ante todo, el sentido religioso de las plagas, que tienen como objetivo principal dar a conocer que yo soy el Señor (v. 2); la intervención de los ministros del faraón, que, si bien no reconocen al Señor, al menos se muestran favorables a dejar marchar a los israelitas (v. 7); la disposición del faraón a dejar que salgan los varones, aunque manteniendo como rehenes a mujeres y niños (vv. 8-11); el reconocimiento de su pecado por parte del faraón (vv. 16-17).
Ex 10, 21-29. En primavera sopla a veces en Egipto un viento cálido del desierto que lleva en suspensión gran cantidad de partículas de arena hasta producir una niebla que impide la visibilidad. Ahora bien, a pesar del fundamento climático esta novena plaga es especialmente grave por su significado. Ya el libro de la Sabiduría interpretó las tinieblas como terrible abandono por parte de Dios; el autor sagrado señala que el diálogo con el faraón se ha roto: no hay, como era habitual en otras plagas, ni anuncio ni amenaza y, tras una tensa entrevista, el faraón y Moisés dan por terminadas sus conversaciones.
A la vez, en este relato se vislumbra el final: el faraón estaría dispuesto a dejar marchar a los hijos de Israel, si dejan en Egipto sus ganados. Pero Moisés tampoco acepta esta condición, hablando ya abiertamente de que han de ofrecer a Dios sacrificios y holocaustos, en una clara alusión al sacrificio pascual.
La mención de Aarón en el v. 24 aparece en muy pocos manuscritos hebreos, pero es recogida en las versiones griega y latina. Su presencia junto a Moisés da mayor relieve al carácter de recapitulación que tiene esta plaga.
Ex 11, 1-10. El relato de las plagas termina con el anuncio de la última, la muerte de los primogénitos, cuyo cumplimiento forma parte de la institución del sacrificio pascual descrita en los dos capítulos siguientes. En este capítulo se resume de nuevo la razón de ser de los fenómenos narrados hasta aquí como preparación para los prodigios que van a ocurrir en la Pascua y en la salida de Egipto: esa será la intervención más maravillosa del Señor.
En primer lugar, se dice que falta una plaga (v. 1) -la única vez que aparece este término-, indicando que las anteriores eran como preludio del castigo definitivo. Luego se señala que Moisés y el pueblo se granjearon la estima de los egipcios (v. 3), lo cual pone de relieve que la disputa estaba planteada sólo entre el faraón, que se tenía por dios, y el Señor, el único Dios verdadero. Finalmente, el anuncio de la matanza de los primogénitos (vv. 5-8) tiene un significado profundo: sólo Israel es el primogénito y el heredero del designio divino (cfr Ex 4, 23). Además, si faltan los primogénitos en Egipto, peligra su subsistencia; por el contrario a Israel se le asegura la pervivencia y la identidad. En Cristo Jesús, primogénito de toda criatura, ha quedado asegurada para siempre la vida de todos los creyentes (cfr Col 1, 18-20).
Ex 12, 1-14. En este discurso del Señor están contenidas una serie de normas para celebrar la Pascua y los acontecimientos que en ella se conmemoran; viene a ser un texto catequético–litúrgico que resume de modo admirable el sentido profundo de aquella fiesta.
La Pascua probablemente era en su origen una fiesta de pastores que en primavera, cuando nacen los corderos y se inicia la trashumancia hacia los pastos de verano, ofrecían el sacrificio de una res recién nacida, y con su sangre realizaban un rito especial para impetrar la preservación y fecundidad de los rebaños. Pero al quedar esta fiesta conectada con la historia de la salida de Egipto, como en este texto se indica, adquiere una significación muy profunda y cada uno de los ritos se carga de sentido.
Así, la comunidad (v. 3) comprende a todos los israelitas organizados como comunidad religiosa para conmemorar el acontecimiento de mayor relieve de su historia, la liberación de la esclavitud.
La víctima será una res de ganado menor, sin defecto (v. 5) puesto que ha de ofrecerse a Dios. Untar las jambas y el dintel de la puerta con la sangre de la víctima (vv. 7.13) es parte esencial del rito y significa protección ante los peligros. El carácter sacrificial de la Pascua es esencial desde su origen.
El banquete (v. 11) es también imprescindible y el modo de llevarlo a cabo es muy apropiado para reflejar la urgencia que imponían las circunstancias: no se condimenta por falta de tiempo (v. 9); no se añaden más alimentos que el pan y las hierbas del desierto en señal de carencia; el atuendo y postura de los participantes, de pie y con sandalias y bastón, indica que están de camino. En la conmemoración litúrgica posterior estos detalles significan el paso del Señor entre los suyos.
Las normas prescritas sobre la Pascua conservan reminiscencias de antiquísimos ritos nómadas del desierto, donde no había sacerdote, ni templo ni altar. Cuando los israelitas estaban ya asentados en Palestina, continuó celebrándose en familia, manteniendo siempre el carácter de sacrificio, de banquete familiar y, muy especialmente, de memorial de la liberación llevada a cabo por el Señor aquella noche.
Nuestro Señor eligió el contexto de la Cena Pascual para instituir la Eucaristía: Al celebrar la última cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio un sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa el paso final de la Iglesia en la gloria del Reino (Catecismo de la Iglesia Católica, 1340).
Ex 12, 2 Este acontecimiento es tan importante que va a marcar el inicio del cómputo del tiempo. En la historia de Israel aparecen dos tipos de calendario, ambos lunares: uno que comienza el año en otoño, después de la fiesta de las Semanas (cfr Ex 23, 16; Ex 34, 22), y otro que lo comienza en primavera, entre marzo y abril. Probablemente este segundo calendario prevaleció por mucho tiempo, pues sabemos que el primer mes, llamado Abib (primavera) (cfr Ex 13, 4; Ex 23, 18; Ex 34, 18), en la época post–exílica (a partir del siglo VI a.C.) se le denomina con el nombre babilónico de Nisán (Ne 2, 1; Est 3, 7). De todas maneras, señalar este mes como el primero es un modo de dar realce al acontecimiento que se va a conmemorar.
Ex 12, 11 Todavía hoy es difícil determinar con exactitud el sentido etimológico del término Pascua.
En otras lenguas semitas significa alegría o alegría festiva o también salto ritual y festivo. En la Biblia la misma raíz equivale a danzar, saltar en un rito idolátrico condenable (cfr 1R 18, 21.26) y proteger (cfr Is 31, 5), de ahí que pueda significar, a la vez, castigo, azote y también salvación, protección. En este texto no se pretende exponer una etimología científica, sino popular, y se interpreta como el paso del Señor, que será exterminio para los egipcios y salvación para los hebreos.
En el Nuevo Testamento se aplicará al paso de Cristo al Padre por medio de la muerte y resurrección, y al paso de la Iglesia al Reino eterno: La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (Catecismo de la Iglesia Católica, 677).
Ex 12, 14 La solemnidad de estas palabras da idea de la importancia que tuvo siempre la Pascua. Si los libros históricos (Josué, Jueces, Samuel y Reyes) apenas la mencionan es porque sólo aluden a los sacrificios del templo, y la Pascua se celebró siempre en familia. Cuando faltó el templo (siglo VI a.C.) la fiesta adquirió más relieve, como está atestiguado en textos bíblicos post–exílicos (cfr Esd 6, 19-22; 2Cro 30, 1-27; 2Cro 35, 1-19) y en textos extrabíblicos como el famoso Papiro pascual de Elefantina (Egipto) del siglo V a.C. En tiempos de Jesús se celebraba un sacrificio pascual solemne en el Templo y el banquete pascual en familia.
Ex 12, 15-20. La fiesta de los Ácimos, o pan sin levadura, parece que era muy antigua en Canaán. Refleja un ambiente agrícola (Dt 26, 9) y señalaba el comienzo de la recolección de la cebada. Como queda recogido en este texto, se celebraba desde muy antiguo con la Pascua. De este modo, la fiesta de los Ácimos que tendría en su origen solamente carácter de ofrenda de las primicias de la cosecha, adquirió el mismo sentido que la Pascua, es decir, conmemoración de la liberación del pueblo de Dios, que venía a ser primicia entre las naciones.
El pan ácimo era, y aún hoy sigue siendo entre los beduinos, el habitual en el desierto. Cuando el pueblo se asienta definitivamente en la tierra prometida, sigue conservando la idea de que toda fermentación supone una cierta impureza; de ahí que en la oblación de los sacrificios (cfr Lv 2, 11; Lv 6, 10), y más en la cena pascual, solamente se utilizara pan ácimo. Jesucristo aprovecha este modo de pensar cuando aconseja a sus discípulos librarse de la levadura de los fariseos (Mc 8, 15) es decir, de sus malas disposiciones. Por otra parte, si tradicionalmente la Iglesia en el rito latino utiliza pan ácimo en la Eucaristía, es para imitar, también en este pequeño detalle, a Jesucristo que celebró la Última Cena con este tipo de pan.
Ex 12, 21-28. Esta sección es paralela a Ex 12, 1-14, pero quizá por tener su origen en una tradición diferente, omite muchos ritos prescritos allí, y, en cambio, añade, detalles desconocidos como el hisopo, el plato para recoger la sangre, y la indicación de permanecer inmóviles dentro de casa. Pero lo más significativo es la insistencia y minuciosidad en el rito de la sangre, como si fuera más importante que la comida pascual propiamente dicha. Es un detalle más de que la Pascua en sus inicios pudo haber sido un sacrificio nómada con un marcado carácter de protección de todo mal.
La mención del exterminador (v. 23) parece ser una reminiscencia antigua del relato, pues se atribuye a Dios o a un ángel este apelativo desfavorable para hacer más patético el drama de aquella noche: Dios será la causa del exterminio para los egipcios, y de la liberación para los hebreos.
La pregunta de los hijos sobre el significado del rito (v. 26) muestra la importancia que siempre tuvo la transmisión oral de la Tradición. Las generaciones sucesivas conocerán el sentido profundo de la Pascua no por documentos escritos, sino por lo que de palabra aprendían de los mayores. (cfr Rm 10, 17).
Ex 12, 29-36. Después de describir pausadamente la Pascua, se reanuda la narración viva y rápida de la muerte de los primogénitos de Egipto. El texto sagrado apenas se detiene en detallar aquella tragedia de los egipcios, mientras que aporta más pormenores sobre el esperado permiso del faraón para dejar salir a los israelitas, dejando la impresión de que la salida–liberación es mucho más importante que la última plaga, por severa que pueda parecer hoy. La salida es apresurada pero victoriosa. Los mismos egipcios dan gustosamente regalos a los fugitivos, en señal de reconocimiento de la dignidad de Israel y de Dios que les protege. Se cumple así a la letra la promesa que Dios había hecho a Moisés al anunciarle su misión (cfr Ex 3, 21-22 y nota).
Ex 12, 37-42. Hay aquí datos concretos sobre la salida de Egipto. Se dirigieron hacia Sucot, ciudad que las modernas excavaciones sitúan a unos 51 km al sudeste de Ramsés, en el delta del Nilo. Parece lógico que evitaran las rutas comerciales, más rápidas, pero más concurridas y vigiladas por los ejércitos faraónicos: tanto la ruta costera del país de los filisteos (cfr Ex 13, 17) como el camino del desierto del Sur, que conducía a Berseba, o la vía comercial que unía Egipto con Arabia. Hasta en este pequeño detalle se vislumbra la especial providencia de Dios, que no necesita caminos trillados para conducir a su pueblo.
El número de 600.000 israelitas que abandonaron Egipto está idealizado (cfr Nm 1, 46; Nm 26, 51), pues supondría una población de unos tres millones de personas, contando mujeres y niños. Quizá para los contemporáneos del hagiógrafo esta cifra tenía un significado que hoy desconocemos; o quizá es simplemente un modo de indicar que eran muchísimos, dado el carácter épico del relato: así el poderío de Dios queda más de manifiesto.
La cifra de 430 años de estancia en Egipto (v. 40) difiere un poco de otra de 400 años que aparece con más frecuencia en la Biblia (cfr Gn 15, 13; Hch 7, 6; Ga 3, 16-17). En el Pentateuco, los números tienen a menudo un carácter más simbólico que cronológico (cfr nota a Gn 5, 1-32). Los 400 años indicarían la estancia del pueblo elegido en Egipto durante diez generaciones (cuarenta años por generación; cfr nota a Ex 7, 7), es decir, un período completo de la historia de Israel.
Noche de vela (v. 42). Si la oscuridad suscita miedo como si fuera el tiempo de desgracias, Dios la transforma en tiempo de salvación. Puesto que Dios permanece en vela, los israelitas recordarán también en vela la noche de su liberación. La liturgia cristiana celebra en una solemne vigilia la resurrección del Señor, conmemorando simultáneamente la liberación de los israelitas, la redención de los cristianos y la victoria de Cristo sobre la muerte. Son tres momentos de la intervención divina salvando a los suyos que canta la Iglesia: Ésta es la noche en que sacaste de Egipto a los israelitas, nuestros padres. (…) Ésta es la noche en la que, por toda la tierra, los que empiezan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo. (…) Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo (Misal Romano, Exultet).
Ex 12, 43-51. Nuevas normas sobre la Pascua que precisan aun más su sentido. Solamente podrán comerla los miembros del pueblo, porque será el rito que marque la unidad y la especificidad de los hijos de Israel. Es, además, el rito realizado con mayor pureza, pues se exige la circuncisión de los participantes y ni siquiera podrá romperse un hueso de la víctima (v. 46). Este detalle servirá a San Juan para señalar que el cordero pascual es figura de Cristo inmolado en la Cruz (cfr Jn 19, 36; cfr también 1Co 5, 7).
Ex 13, 1-2. El texto sagrado relaciona la antigua costumbre de consagrar a Dios todos los primogénitos con los acontecimientos del Éxodo. Entre los fenicios se solía inmolar incluso a los niños primogénitos; en Israel, en cambio, nunca estuvo permitido el sacrificio de niños, como puede comprobarse en el relato del sacrificio de Isaac (Gn 22, 1-14), sustituido al final por un cordero. La legislación transmitida en todas las tradiciones del Pentateuco (Ex 22, 28-29; Nm 3, 11-13; Nm 3, 40-45; Dt 15, 19-23), ordenaba la ofrenda de todo primer nacido, pero los niños debían ser rescatados (Ex 13, 13; Ex 34, 19-20; Nm 18, 15). Tampoco debían ser sacrificados los animales impuros; de entre los animales domésticos, sólo el asno es considerado impuro y, por tanto, no debe ser derramada su sangre (que equivaldría a sacrificarlo), sino que debe ser desnucado o sustituido por el sacrificio de un cordero. Pero el niño primogénito siempre debe ser rescatado. Con el paso de los años, surgieron leyes y ritos sobre la consagración de los primeros nacidos al Señor y sobre su rescate, mediante un animal o incluso por unas monedas (Ex 34, 20; Nm 3, 40-51). Se sabe también que más tarde los levitas eran consagrados a Dios como sustitutos de los primogénitos (Nm 3, 12-13; Nm 8, 16-18).
Esta ley que refleja el reconocimiento de que los hijos son un don de Dios y le pertenecen, llegó con pequeñas variantes hasta el tiempo del Nuevo Testamento: Jesucristo mismo se sometió a ella en un profundo acto de humildad (cfr Lc 2, 22-24), en el que el evangelista vislumbra la condición mesiánica de Jesús.
Ex 13, 3-16. Así como se han recogido normas más precisas sobre la celebración de la Pascua (Ex 12, 44-51), ahora se hace lo mismo sobre la fiesta de los Ácimos (vv. 3-10) y sobre la consagración de los primogénitos (vv. 11-16). Son los tres ritos con los que los israelitas conmemorarán perpetuamente la liberación de Egipto.
Lo más específico de esta nueva normativa es su carácter litúrgico–catequético, que conlleva la obligación de explicar su significado al hijo que pregunta (Ex 12, 26; Ex 13, 8.14), manteniendo así vivo el recuerdo de la intervención divina. En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cfr Ex 13, 3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos (Catecismo de la Iglesia Católica, 1363).
Los vv. 9 y 16 reflejan de modo gráfico que ambos ritos serán el distintivo del pueblo israelita. No podemos saber si lo interpretaron como un signo externo y si de aquí surgió la costumbre tardía de las filacterias, es decir, los pequeños rollos de pergamino, sujetos a la frente y al brazo, que contienen escritas las palabras de Dt 6, 4-9 y Dt 11, 13-21.
Ex 13, 17-18. Los datos geográficos del libro del Éxodo no son suficientes para descubrir con exactitud el itinerario de los israelitas por la península del Sinaí. Probablemente el autor sagrado pretende, más que una crónica detallada, describir los lugares que ayudan a presentar la actuación constante de Dios dentro del pueblo. Sabemos que no utilizaron ninguna de las rutas habituales, sino que dieron un rodeo por el desierto (v. 18), en dirección al Mar Rojo. Este mar circunda la península del Sinaí formando el golfo de Ácaba en la parte oriental y el golfo de Suez en la occidental. La construcción del canal de Suez ha modificado sensiblemente la topografía, pero se sabe que, entre el golfo de Suez y el Mediterráneo, había una serie de lagos y marismas que recibían los efectos de las mareas dando a esas aguas un tono rojizo; de ahí que por extensión al mar en esa zona también se le denominara Mar Rojo; ya la versión griega de los Setenta, y con ella el Nuevo Testamento (Hch 7, 36 y Hb 11, 29), hablarán aquí de Mar Eritreo (erythrós significa rojo). En cambio, el texto hebreo lo llama Mar de las Cañas por la cantidad de papiros que crecen en sus orillas. Es muy probable, por tanto, que los israelitas acaudillados por Moisés atravesaran una de esas zonas pantanosas, y no el mar propiamente dicho.
Ex 13, 19 Este detalle tiene importancia para señalar la identidad de los israelitas que salen de Egipto con los de la época patriarcal.
José hizo jurar a sus hijos que no dejarían sus huesos en Egipto (cfr Gn 50, 25). En el momento de la salida los israelitas se los llevan consigo y, según el testimonio del libro de Josué (Jos 24, 32), los que se asientan en la tierra prometida a los patriarcas, los sepultarán en Siquem. De esta forma, el recuerdo de José es un hito más para enlazar las tradiciones patriarcales, las del éxodo y las de la posesión de la Tierra.
Ex 13, 21-22. La nube y el fuego son la señal de la presencia de Dios. Al mencionarlas con tanto detalle, el autor sagrado quiere subrayar que todo el pueblo percibía sensiblemente que el mismo Dios que los había sacado de Egipto, los iba guiando, los protegía y se les manifestaba.
Ex 14, 1-31. El paso del Mar Rojo, como gesta grandiosa de Dios con su pueblo frente al faraón y los suyos, es frecuentemente recordado en el Antiguo Testamento. Así como la muerte de los primogénitos es el último de los prodigios antes de iniciar el éxodo, el paso del mar es el primero en el peregrinaje del pueblo por el desierto. Pero es de tal relevancia que viene a ser considerado como punto culminante y de referencia obligada en la manifestación del poder divino y de su amor al pueblo. Mencionar el paso del Mar Rojo, es hablar de la liberación del pueblo por parte de Dios. Cuando los israelitas entran en la tierra prometida, el paso del Jordán se narrará de modo semejante (cfr Jos 3-4), y ambos acontecimientos serán cantados como reconocimiento del poder liberador de Dios (cfr p.ej. Sal 66, 6; Sal 74, 13-15; Sal 78, 15.53; Sal 114, 1-4).
En el relato hay huellas de las grandes tradiciones, lo cual indica que en cada una estaba muy vivo el recuerdo de la liberación prodigiosa que Dios llevó a cabo. Una tradición presenta el paso del mar como un acontecimiento grandioso en el que se combinan de modo extraordinario una serie de elementos naturales (fuerte viento, el trabarse las ruedas en el lodo, etc.). Otra acentúa más aún lo milagroso: interviene el ángel de Dios, las aguas se dividen formando dos murallas entre las que pasan los israelitas, las mismas aguas al juntarse de nuevo anegan los carros del faraón y sus jinetes, etc. Ambas tradiciones reflejan la intervención portentosa del Señor. Con todos estos datos la narración es coherente y conjuga con maestría los elementos de una magnífica epopeya: señala el escenario geográfico concreto (v. 2); recoge los discursos de Dios que contienen un mandamiento y un oráculo (vv. 3-4.15-18.26); intercala diálogos vivos entre Moisés y el pueblo (vv. 11-12) o entre Moisés y Dios (v. 15); y, sobre todo, subraya lo prodigioso del acontecimiento: el Faraón sale con toda su guarnición (v. 7); el Señor interviene directamente en favor de los suyos (v. 14); con sólo su mirada aterroriza a los egipcios (v. 24), etc. El resultado final es la experiencia viva de que Dios ha conseguido la salvación de su pueblo. Por ello, en la historia del pueblo se volverán los ojos hacia este acontecimiento cuando sea preciso fortalecer la esperanza de una nueva intervención divina en momentos de desgracia, o cuando haya que cantar la grandeza de Dios en momentos de prosperidad. San Pablo ve en el paso del Mar Rojo una figura del Bautismo cristiano, en cuanto inicio de salvación, que exige en quien lo recibe una correspondencia perseverante (cfr 1Co 10, 1-5).
Ex 14, 1-4. No se han localizado todavía con exactitud estas ciudades; parece seguro que estaban situadas, en la región pantanosa, al norte de los Lagos Amargos. Quizá eran núcleos pequeños o incluso santuarios conocidos cuando fue redactado el libro.
La iniciativa en esta gesta de salvación parte del Señor: Él planifica, Él da órdenes, Él consigue que los egipcios salgan huyendo (v. 25) y que los israelitas vean la mano poderosa de Dios (v. 31). Todas estas maravillas tienen una finalidad teológica: dar a conocer no sólo a los propios israelitas, sino incluso a los gentiles, a los egipcios, el mensaje fundamental: Él es el Señor (vv. 4.18).
Ex 14, 10-14. La proximidad de los egipcios aterra a los israelitas y provoca la primera crisis de fe: la libertad que buscan comporta abandonar la tranquilidad que tenían en Egipto. Moisés comienza a mostrarse no sólo como guía carismático, sino como intercesor entre el pueblo y Dios. Las palabras del v. 13 están en la base de la esperanza, virtud teologal: Dios es quien actúa, el hombre debe mantenerse firme en su fe, sin ningún temor. Jesús, como enseña la Carta a los Hebreos, es el modelo de fidelidad y de esperanza: Por consiguiente, (…) continuemos corriendo con perseverancia la carrera emprendida: fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe, el cual, despreciando la ignominia, soportó la cruz en lugar del gozo que se le ofrecía, y está sentado a la diestra del trono de Dios (Hb 12, 1-2).
Ex 14, 17-18. No ha de sorprender el lenguaje militar y la presencia de Dios como guerrero; es un antropomorfismo atrevido que pone de manifiesto el poder supremo del Señor para librar de los peligros a los elegidos: Tú también, si te apartas de los egipcios y huyes lejos del poder de los demonios -comenta Orígenes-, verás cuán grandes auxilios te estarán preparados cada día y cuánta protección tendrás en tu apoyo. Únicamente se te pide que permanezcas fuerte en la fe y que no te aterren ni la caballería egipcia ni el ruido de sus carros (Homiliae in Exodum 5, 4).
Ex 14, 19-22. En el momento sublime de cruzar el mar se acentúa el protagonismo de Dios, de los hombres e incluso de los seres creados. En primer lugar, Dios mismo se hace más presente en el ángel del Señor, dirige las operaciones, interviene directamente; Moisés, por su parte, cumple las órdenes del Señor y actúa como su vicario; los hijos de Israel colaboran dócilmente como beneficiarios del prodigio. Pero también los elementos cósmicos intervienen: la columna de humo que era guía diurna oscurece ahora el camino a los egipcios; la noche, símbolo del mal, se convierte, como en la Pascua, en tiempo de la intervención divina; el viento cálido del este, siempre temido por sus efectos nocivos, resulta ser enormemente benéfico; y las aguas del mar, símbolo tantas veces del abismo y del mal, facilitan el paso glorioso de los hijos de Israel.
Los profetas contemplan en este acontecimiento el poder creador de Dios (cfr Is 43, 1-3) y los escritores cristianos lo comentan en el mismo sentido. Así, Orígenes dirá: Comprende la bondad de Dios creador: si te sometes a su voluntad y sigues su Ley, Él hará que las criaturas cooperen contigo incluso en contra de su naturaleza si fuera preciso (Homiliae in Exodum 5, 5).
El libro de la Sabiduría convierte el relato del paso del mar en un canto de alabanza al Señor que libró a Israel (cfr Sb 19, 6-9) y San Pablo ve en las aguas del Mar Rojo la imagen de las aguas bautismales: Bajo el mando de Moisés todos fueron bautizados en la nube y en el mar (1Co 10, 2).
Ex 14, 31 El efecto fundamental que el paso portentoso del mar produjo en los israelitas fue la fe en el poder de Dios y en la autoridad de Moisés. Se cierra así esta sección de la salida de Egipto como se había iniciado, es decir, mostrando que la fe que el pueblo tuvo al inicio de la salida de Egipto (cfr Ex 4, 31), queda fortalecida y confirmada con los prodigios del mar Rojo. También hoy la fe del cristiano se fortalece al seguir los deseos del Señor: Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 198).
Ex 15, 1-21. Este canto de victoria es uno de los más antiguos himnos de Israel. Probablemente existía mucho antes de que el redactor del libro decidiera insertarlo como colofón del relato del éxodo. Se denomina cántico de Myriam o de María (v. 21) porque, según está atestiguado en poemas ugaríticos, en aquella época (siglos XIII-XI a.C.) solían poner, no al principio, sino como aparece aquí, al final, el motivo del poema, el autor y el título (vv. 19-21). Es probable que fuera recitado en la liturgia y que todo el pueblo repitiera el estribillo (vv. 1.21) después de cada estrofa recitada o cantada por el coro.
Es un himno de alabanza y de acción de gracias en el que se cantan las tres etapas de la liberación de Israel: los prodigios del Mar Rojo (vv. 4-10); el peregrinaje triunfal por el desierto (vv. 14-16) y la posesión de la tierra de Canaán (vv. 17-18).
En la recreación poética de estos acontecimientos hay una gloriosa enumeración de atributos divinos: fuerza, poder guerrero, victorias, redención, etc., que reflejan el alcance teológico del éxodo, del desierto y de la tierra: Dios es quien ha llevado a cabo tantas maravillas; las ha realizado porque ha elegido al pueblo como propiedad suya; Dios mismo exige en correspondencia que se le reconozca como Dios, como Señor supremo, como único liberador.
Ex 15, 1-3. La gloria y el poder de Dios se han puesto de manifiesto en la victoria sobre los egipcios. Fuerza, poder, salvación, pueden considerarse como sinónimos, puesto que el autor sagrado no considera los atributos como categorías abstractas, sino como acciones concretas: sólo Dios ha sido capaz de salvar eficazmente al pueblo.
El Señor es un fuerte guerrero. Esta denominación atrevida del poeta indica la antigüedad del poema. Algunas versiones, quizá porque consideran que puede entenderse mal, suavizan la expresión: Poderoso en el combate, según el Pentateuco samaritano, o el que rompe las batallas, según los Setenta. Nosotros, con la Neovulgata, hemos mantenido en su pureza la imagen castrense, que expresa con vigor el poder universal de Dios: Él es el Señor del universo; (…) es el Señor de la historia: gobierna los corazones y los acontecimientos según su voluntad (Catecismo de la Iglesia Católica, 269).
Su nombre es el Señor. Literalmente su nombre es Yah, utilizando una abreviatura de Yahwéh, que quizá se usó en tiempos más antiguos. Es posible que una reminiscencia de este nombre haya quedado en la alabanza de los Salmos, Aleluyah.
Ex 15, 4-12. La contemplación del paso del Mar Rojo aparece en una especie de díptico en paralelo: en primer lugar, la derrota de los egipcios (vv. 4-5) da pie a cantar que Dios (tu diestra, tu majestad, tu soplo) es el autor de la victoria (vv. 6-8); como contraste, las maquinaciones del enemigo y la intervención divina castigándoles (vv. 9-10) son la ocasión del reconocimiento de Dios: ¿Quién como tú, Señor? (vv. 11-13).
La fe en Dios, según la Biblia, no es teórica ni basada en razonamientos filosóficos, sino práctica y fundamentada en la experiencia; se cree en Dios porque se ha vivido su protección poderosa, se ha experimentado que sólo Él salva con amor.
Ex 15, 8 En el fondo del mar se cuajaron los abismos. Es decir, los abismos del fondo del mar se llenaron de los cuerpos muertos de los enemigos.
Ex 15, 13-18. La conquista de Canaán es contemplada poéticamente bajo la imagen del Mar Rojo; los pueblos atemorizados se comportan como las aguas del mar, se quedan inmóviles, petrificados, mientras los israelitas atraviesan triunfalmente sus territorios.
Siendo una recreación poética, el autor no pretende ceñirse al modo como de hecho ocurrió la conquista de la tierra; le bastan unas pinceladas generales sobre los pueblos que van a encontrar, sobre el monte de la heredad donde va a levantarse el santuario del Señor. Y no es necesario que esta parte fuera compuesta después de finalizada la conquista de Palestina; puede ocurrir que el compositor sagrado vislumbrara la posesión de la tierra de este modo portentoso, como muestra evidente de que ha sido obra del Señor, y como reconocimiento del dominio absoluto del Señor sobre todas las cosas, como se expresa en la última exclamación de fe: El Señor reinará por siempre jamás (v. 18). Las palabras finales tal como las tradujo la Vulgata Dios reina en toda la eternidad y más, fueron utilizadas por algunos filósofos medievales para argumentar que no era exacto decir que Dios es eterno, pues parece que algunas cosas creadas también son para siempre. Habría que decir, por tanto, que Dios está por encima de la eternidad. Santo Tomás responde con su precisión característica que, por una parte, Dios supera en su existencia cualquier duración imaginable; y, por otra, aun en el supuesto de que algo existiera siempre, como algunos filósofos afirman del movimiento de los cielos, sin embargo el reino de Dios se extiende más allá, en cuanto que su reino es total siempre y en cada instante (S.Th. I, q. 1, a. 2 ad 2).
Ex 15, 19-21. Era costumbre entre los israelitas que las mujeres festejaran la victoria con danzas y cánticos (Jc 11, 34; 1S 18, 6-7). Este epílogo recuerda de nuevo la gesta del paso del Mar Rojo, la fiesta de danzas y el estribillo del himno.
María o, en hebreo, Miryam, es denominada profetisa (v. 20), porque, junto con Aarón, es presentada como portadora de la palabra de Dios (cfr Nm 12, 2) y, en concreto, como compositora de este himno. También Débora es llamada profetisa (cfr Jc 4, 4) y se le atribuye otro de los cantos más antiguos (cfr Jc 5, 1-31). Los profetas aducen como señal de la era mesiánica el hecho de que vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán (Jl 3, 1).
Ex 15, 22-Ex 18, 27. Durante la primera etapa en el desierto, los hijos de Israel van tomando conciencia de su identidad como pueblo, como elegidos por Dios para cumplir una misión peculiar. Los acontecimientos importantes del desierto (caps. 16-18) y la promulgación de las leyes (caps. 19-24) consolidarán a los israelitas con una estructura jerárquica clara y con la experiencia de la especial providencia de Dios sobre ellos.
En esta etapa de consolidación en primer lugar Dios les pone a prueba con las deficiencias propias del desierto: falta de alimentos variados (cap. 16) y falta de agua (Ex 17, 1-7). Después, el liderazgo de Moisés, que estaba claro desde la salida de Egipto, queda reafirmado y ampliado en su función de intercesor (Ex 17, 8-16) y en su misión de juez junto a los ancianos (cap. 18).
Ex 15, 22-27. Al iniciar la marcha por el desierto surge la primera dificultad: la falta de agua, que va a repetirse en otras ocasiones (cfr Ex 17, 5-6; Nm 20, 7-11). También en este caso es difícil localizar Mará y Elim; suele admitirse que Mará es Ayun Mûsa (Fuentes de Moisés) a unos cuarenta km. de donde tuvo lugar el paso del Mar Rojo; Elim podría ser el actual Wadi Garandel, a unos 80 km. de Mará. Las caravanas del desierto acampaban lógicamente junto a los pozos o manantiales naturales que daban vida a pequeños pero frondosos oasis.
En este episodio hay varios elementos evocadores de episodios o de verdades importantes: el hallazgo de agua no potable (la etimología popular de Mará es amarga o amargura), que recuerda la primera plaga de Egipto (v. 26); la murmuración del pueblo tantas veces repetida (cfr Ex 16, 2; Ex 17, 3; Nm 14, 2; Nm 20, 3 etc.); la intercesión de Moisés; la primera vez que se mencionan las normas y leyes dadas por Dios; la promesa de protección divina, con el atributo de Dios-Sanador; y la llegada a una zona, Elim, con abundante agua potable y árboles. Todo ello para dar a conocer una enseñanza esencial: como consecuencia de la predilección que Dios ha mostrado con su pueblo, éste alcanzará seguridad y bienestar en la medida en que vivan en la obediencia al Señor.
Los primeros comentaristas cristianos encontraron en este relato símbolos de realidades de la Nueva Alianza: en el leño que arrojó Moisés para sanar las aguas vieron prefigurada la Cruz por la que todos hemos sido sanados (San Justino, Orígenes, San Cirilo de Alejandría); en las doce fuentes y setenta palmeras de Elim vieron anunciados los setenta discípulos enviados por el Señor y los doce Apóstoles (Orígenes, San Gregorio de Nisa).
Ex 16, 1-36. El prodigio del maná y de las codornices tuvo enorme importancia como manifestación de la especial providencia de Dios para con su pueblo durante su peregrinación por el desierto. Está narrado aquí y en Nm 11, pero en ambos relatos están combinados los hechos con su significado y su proyección cultual y ética.
No faltan los que han querido identificar el maná con una secreción dulce que brota del tamarisco (tamarix mannifera) al ser picado por unos insectos que abundan en las montañas del Sinaí. Las gotas destiladas se solidifican con el frescor de la noche y algunas llegan a caer al suelo. Son de color blanco, como de cera virgen. Hay que recogerlas temprano porque se derriten a los veintiún grados centígrados. Los árabes actuales lo siguen recogiendo y apreciando como golosina y como ingrediente para endulzar parte de su repostería.
Las codornices, como es sabido, cruzan la península del Sinaí en sus vuelos migratorios de ida y vuelta entre África y Europa o Asia. En mayo o junio, cuando retornan de África, suelen posarse en la península del Sinaí, exhaustas después de un larguísimo viaje sobre el mar. Entonces resulta fácil atraparlas.
Ahora bien, aunque estos fenómenos pueden ilustrar la aparición del maná y de las codornices lo importante es que son entendidos por los israelitas como acciones prodigiosas de Dios. El autor sagrado se detiene sobre todo en el impacto que el maná produjo en los hijos de Israel. Incluso el nombre refleja la perplejidad de aquellos hombres, que exclaman al verlo: ¿Qué es esto?, que en hebreo suena man hû, es decir, maná (v. 15), como tradujo la versión griega. Más aún, la necesidad de recolectarlo a diario da pie a recriminar la avaricia de algunos (v. 20) que no entendían el alcance del don de Dios (v. 15). Y así como el maná es una donación divina para remediar la necesidad más perentoria de alimentarse, también los preceptos divinos, en concreto, el precepto del sábado son un don gratuito del Señor (v. 28). De esta forma, la obediencia no es una carga pesada, sino el ejercicio de la propia capacidad para recibir los beneficios que Dios otorga a los que obedecen.
El prodigio del maná tendrá una resonancia constante a lo largo de la Biblia: en la tradición deuteronomista es una prueba que Dios pone al pueblo para que comprenda que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra (mandamiento) que sale de la boca de Dios (Dt 8, 3). El salmista descubre en el maná el pan de los fuertes (de los ángeles, traduce la Vulgata), dado en abundancia, como corresponde a Dios (Sal 78, 23ss.; cfr Sal 105, 40). El libro de la Sabiduría desarrolla las características de este pan del cielo que contiene en sí todo deleite (Sb 16, 20-29). Y el Nuevo Testamento revela toda la profundidad de este alimento espiritual (1Co 10, 3), pues, como enseña el Catecismo, el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía, “el verdadero Pan del Cielo” (Jn 6, 32) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1094).
Ex 16, 1 Desde la época bizantina, la tradición cristiana ha identificado el Sinaí con la cordillera que hay en el centro sur de la península del Sinaí; esas montañas alcanzan los 2.500 m. sobre el nivel del mar. Las más importantes son Djébel Serbal, Djébel Katerina y Djébel Mûsa, que la tradición considera como el Sinaí o el Horeb. Al pie de este monte está el monasterio de Santa Catalina. El desierto de Sin, distinto del desierto del mismo nombre situado junto al Mar Muerto (cfr nota a Nm 20, 1-19), está muy próximo a esta zona, donde acampaban temporalmente grupos de personas que explotaban las minas de cobre y de turquesa que hay allí.
Ex 16, 2-3. La protesta de los israelitas que suele preceder a los prodigios del desierto (cfr Ex 14, 11; Ex 15, 24; Ex 17, 3; Nm 11, 1.4; Nm 14, 2; Nm 20, 2; Nm 21, 4-5) pone de relieve la falta de fe y de esperanza del pueblo elegido, y, en contraste, subraya la fidelidad de Dios que, una y otra vez, socorre sus necesidades aun sin merecerlo. Por otra parte, así como Moisés y Aarón escuchan pacientemente las murmuraciones, del mismo modo Dios siempre está dispuesto a mantener un diálogo con el hombre que peca, unas veces atendiendo sus quejas, otras ofreciéndole la oportunidad de convertirse: Aunque Dios podría infligir el castigo a los que condena sin decir nada, no lo hace; al contrario, hasta cuando condena, habla con el culpable y le hace hablar, como medio para evitar la condenación (Orígenes, Homiliae in Ieremiam 1, 1).
Ex 16, 6-7. El maná y las codornices son para el pueblo no sólo alivio para el hambre, sino, sobre todo, una señal de la presencia divina en un triple sentido: el Señor que los sacó de Egipto no los abandona; Él manifiesta la majestad de su gloria dominando sobre las criaturas (v. 7); no los ha sacado para hacerlos morir, sino para que sigan viviendo a pesar de las dificultades.
Ex 16, 16-20. El pueblo de Dios se configura sobre la igualdad de derechos de cada uno de sus miembros. Ya en el inicio de la constitución del pueblo hay un sentimiento de preocupación social al poner límites a la posesión de bienes. La avaricia supone una grave falta de confianza en el Señor que cada día concede los bienes suficientes. El episodio del maná confirma la necesidad de confiar sólo en Dios; así, cuando alguien pretendía acaparar más de lo necesario, se le pudría (vv. 20-21). La Biblia y después la Iglesia han estado atentas para iluminar las cuestiones sociales y, en concreto, el derecho y limitaciones de la propiedad privada: La tradición cristiana, escribe Juan Pablo II, no ha sostenido nunca este derecho como absoluto e inviolable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como subordinada al uso común, al destino universal de los bienes (Laborem exercens, n.14).
Ex 16, 22-30. El sábado es el día consagrado al Señor por entero; por tanto, no está permitido dedicarse a las faenas habituales de los demás días. El descanso del día séptimo tiene, por una parte, un carácter social, puesto que es reflejo de la organización del calendario por semanas, y fundamenta la organización laboral con la obligación de dar un día de descanso a todos los de la casa, incluidos los animales. Pero es, ante todo, el carácter religioso lo que destaca la Sagrada Escritura, y esto en su doble razonamiento: como imitación de Dios y como conmemoración del don de la libertad–salvación obtenida en el Éxodo. Para fundamentar que la observancia del sábado supone imitar a Dios (cfr el Decálogo en Ex 20, 11), la tradición sacerdotal narra la creación en seis días de tal modo que Dios descansó y bendijo el séptimo (Gn 2, 1-3). Para enseñar que cada sábado conmemoraba la liberación del Éxodo (cfr el Decálogo en Dt 5, 15), la misma tradición sacerdotal subraya en el prodigio del maná, recogido en este texto, la observancia del descanso sabático.
En el fondo de la narración laten tres ideas básicas: ante todo, que siendo el maná el primer prodigio que Dios realiza con su pueblo constituido como tal en el desierto, también el sábado es el primer beneficio y mandamiento que Dios entrega. Su cumplimiento es lo más específico del buen israelita. Por otra parte, el precepto determina que el sábado debe celebrarse en el día séptimo. Y no menos importante, su origen se remonta al mismo Moisés, quien como portavoz de Dios explica el sentido de los acontecimientos (vv. 17.23-25.28-29). Históricamente, los hijos de Israel irán tomando conciencia del carácter sagrado del sábado, y, especialmente durante el destierro de Babilonia, ese día tendrá todo el relieve que encontramos reflejado en los distintos textos bíblicos.
En tiempos del Nuevo Testamento algunos fariseos y otros movimientos religiosos recargaron de minuciosas prescripciones la observancia del sábado, con riesgo de olvidar su alcance religioso de don benéfico. Nuestro Señor recupera su verdadero sentido cuando dice: El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado (Mc 2, 27).
Los cristianos, desde muy pronto, comprendieron que el sábado, conmemoración de la intervención divina en la creación y en la salida de Egipto, era figura de la suprema intervención divina en la resurrección de Jesús. Y comenzaron a celebrar el día en que Jesucristo resucitó como dies dominica, día del Señor. Así, el domingo no es un desplazamiento del sábado bíblico, sino el gran día que conmemora la Redención definitiva realizada por Cristo, asumiendo el sentido religioso que tenía el sábado en el Antiguo Testamento (cfr Hch 20, 7; 1Co 16, 2; Ap 1, 10). El Domingo realiza plenamente, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 2175).
Ex 16, 32-36. Las generaciones posteriores deberían recordar el alcance de este acontecimiento, contemplando junto con las tablas de piedra del Decálogo (el Testimonio, v. 34) una urna que probablemente era de oro (cfr Hb 9, 4) con una porción de maná. La tradición del maná conservado dentro del Arca podría ser tardía porque cuando ésta fue entronizada solemnemente en el Templo de Salomón (cfr 1R 8, 9) sólo contenía las tablas de la Ley. De todas formas, el sentido religioso del maná se mantuvo siempre vivo, como alimento con el que Dios sostuvo al pueblo durante los cuarenta años del desierto (cfr Jos 5, 10-11; Sal 78, 24-25; Sb 16, 20-21).
El ómer significa literalmente gavilla. Únicamente aparece en este texto señalando que es igual a una décima parte de un efah. El efah designaba a la vez un recipiente y el contenido del mismo. De ahí que viniera a ser una medida de capacidad. Ésta equivalía a 21 litros.
Ex 17, 1-7. La dureza de la vida del desierto, cuyo máximo exponente es el hambre y la sed, se presta a nuevas intervenciones divinas, cargadas de sentido teológico. El prodigio del maná, que estaba precedido por el episodio del agua salobre convertida por Moisés en potable (Ex 15, 22-25), va seguido de un nuevo prodigio con el agua: Moisés la hace brotar de una roca. Esto ocurrió en Refidim, probablemente el actual Wadi Refayid, a unos 13 km. del Djébel Mûsa.
Los hijos de Israel van fortaleciendo poco a poco su fe en Dios y en su ministro, Moisés. Pero con frecuencia les asalta la duda de la presencia de Dios en medio de ellos (v. 7). Surgen las murmuraciones y la búsqueda de pruebas de esa presencia: ¿habrán salido de Egipto para morir o para alcanzar la salvación? El agua que Moisés hace brotar es una señal más que da seguridad a la fe de los israelitas.
El episodio da nombre a dos ciudades: Meribá, que en la etimología popular significa litigio, disputa, pleito; y Masá, que equivale a prueba, tentación. Muchos textos bíblicos recordaron este pecado (cfr Dt 6, 16; Dt 9, 22-24; Dt 33, 8; Sal 95, 8-9), añadiendo incluso que al propio Moisés le faltó fe y golpeó por dos veces la roca (cfr Nm 20, 1-13; Dt 32, 51; Sal 106, 32). La falta de confianza en la bondad y en la omnipotencia divina es tentar a Dios y supone un grave pecado contra la fe. Mucho más en el caso de Moisés que había experimentado la predilección divina y había de ser ejemplo para el pueblo. Ante una contrariedad o ante una dificultad que no se resuelve de inmediato, el hombre puede llegar a sentir una cierta vacilación, pero nunca dudar, porque si la duda se alimenta deliberadamente, puede conducir a la ceguera de espíritu. (Catecismo de la Iglesia Católica, 2008). Un cristiano, acostumbrado a contemplar la Cruz del Señor, debe aceptar que el dolor forma parte de los planes de Dios.
Hay una tradición rabínica que cuenta que la roca acompañó a los israelitas en todo su viaje por el desierto; San Pablo se refiere a esa leyenda en su carta a los Corintios, cuando dice que la piedra era Cristo (1Co 10, 4). Los Santos Padres, apoyados en recuerdos bíblicos sobre el carácter prodigioso de las aguas (cfr Sal 78, 15-16; Sal 105, 41; Sb 11, 4-14), explicaban que este episodio prefigura los prodigios del bautismo: Contempla el misterio: Moisés es el profeta, el báculo es la palabra de Dios; el sacerdote toca la piedra y fluye el agua para que pueda beber el pueblo de Dios que consigue así la gracia (S. Ambrosio, De sacramentis 5, 1, 3).
Ex 17, 8-16. Junto a la falta de alimento y de agua, los israelitas tendrían que afrontar en el desierto los ataques de otros grupos que les disputarían los pozos o los pastos. La confrontación con los amalecitas enseña que el mismo Dios que les socorrió en las necesidades más perentorias, hambre y sed, les protege de los asaltos enemigos.
Los amalecitas eran un pueblo antiguo (cfr Nm 24, 20; Gn 14, 7; Gn 36, 12.16; Jc 1, 16), que estaba diseminado por el norte de la península del Sinaí, el Négueb, Seír y el sur de Canaán, y controlaba las rutas de caravanas entre Arabia y Egipto. En la Biblia aparece como enemigo perenne de Israel (cfr Dt 25, 17-18; Dt 1S 15, 3; Dt 27, 8), hasta que en tiempo de Ezequías (1Cro 4, 41-43) se consigna como cumplido este oráculo de borrar su memoria (v. 14). La mención de Josué como caudillo en la batalla, y de Aarón y Jur ayudando a Moisés en su oración, refleja que después de Moisés se diversificarán los poderes, el político–militar y el religioso, este último encomendado a los sacerdotes.
Moisés, con el bastón en la mano, dirige las operaciones de la batalla, pero, sobre todo, intercede por su pueblo para que Dios intervenga hasta conseguir la victoria. Los Santos Padres han explicado este episodio como figura de la acción de Cristo que con la Cruz, figurada en el bastón, ha conseguido vencer al demonio y a la muerte (cfr Tertuliano, Adversus Marcionem 3, 18; S. Cipriano, Testimonia 2, 21).
Ex 17, 14 Este mandato que Moisés recibió de escribir la batalla en un libro es uno de los motivos que ha tenido la tradición para atribuirle todo el Pentateuco. Sin embargo, hay poderosas razones para suponer que Moisés no escribió materialmente los cinco libros (cfr Introducción al Pentateuco, § 2).
Ex 18, 1-27. El encuentro de Moisés con su suegro Jetró y la institución de los jueces son los dos últimos acontecimientos que ocurrieron en el desierto antes de la teofanía del Sinaí (caps. 19-24). Por una parte, Jetró y los madianitas, que representan aquí a los gentiles, celebran con Israel la liberación, y participan en un mismo sacrificio de comunión. Por otra, Moisés, que actúa en nombre de Dios, instituye el sistema judicial. El libro del Deuteronomio vuelve a relatar la institución de los jueces al abandonar el Sinaí (Dt 1, 9-18). El autor sagrado, al situarlos en este momento, pretende enseñar que Dios mismo quiso que los israelitas tuvieran la estructura de pueblo, antes de llevar a cabo la revelación sinaítica. El hecho de que los israelitas que salieron de Egipto formaran un pueblo con todas las características -autoridad, leyes, bien común, etc.- es muy importante para descubrir cómo el Señor quiso llevar a cabo la salvación de los hombres: Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello, eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una Alianza, y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 9).
Ex 18, 1-12. En la primera parte del libro se mencionaron tanto al suegro de Moisés, bajo el nombre de Reuel (Ex 2, 18), como a su mujer Séfora (Ex 4, 20.24-26). El narrador sagrado parece encontrar en este episodio muchos detalles cargados de significado: los nombres de los dos hijos resumen las dos últimas etapas de la vida de Moisés, primero como extranjero entre los madianitas -Guersom significa huesped (v. 3)-, y finalmente experimentando la protección divina en su liderazgo del pueblo -Eliézer significa Dios es mi protección (v. 4)-. Dentro de la solemnidad del encuentro (vv. 5-7), es Jetró el visitante, reconociendo así la dignidad superior de Moisés. El centro del diálogo es la liberación obrada por el Señor que llena de gozo a quienes la escuchan (vv. 8-11). Los madianitas, y en ellos todos los pueblos gentiles, llegarán a conocer al Señor como Dios verdadero y participarán en el culto en la medida que lleguen a reconocer las maravillas que el Señor ha realizado (v. 12). Finalmente la participación de los principales de Israel en el banquete sacrificial de Jetró quiere significar que todos los sacrificios y ritos que se celebren tendrán una clara referencia a los acontecimientos del Éxodo.
Ex 18, 13-27. Moisés, como dirigente del pueblo, ejercía personalmente todo poder, religioso, legislativo y judicial. Pero la historia del pueblo atestigua que, aun manteniendo que toda potestad es sagrada, hay una progresiva separación entre lo estrictamente religioso y lo político. La Biblia conserva en distintos lugares huellas de que la organización jurídica de Israel fue casi siempre tomada de los pueblos circundantes. Según este texto, la institución de los jueces la aprendieron de los madianitas, que se gobernaban como los pueblos de Tiro, Cartago y tantos otros. En la época de Samuel nacerá la monarquía, cuando los mismos israelitas pidan un rey que nos gobierne como en las demás naciones (1S 8, 5). La originalidad del pueblo de Israel no radica en su organización política o en su estructura, sino en su misión religiosa y en su carácter de pueblo elegido, en cuyo seno habrá siempre quien inculque al pueblo los decretos y las leyes y les dé a conocer el camino que deben seguir y las obras que deben realizar (v. 20).
Este relato ilumina el alcance humano y, a la vez, trascendente de la autoridad pública en la sociedad: Es evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre elección de los ciudadanos (cfr Rm 13, 1-5) (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 74).
Ex 19, 1-Ex 24, 18. Estos capítulos recogen los acontecimientos centrales del libro del Éxodo: el encuentro con el Señor y la Alianza establecida entre Dios y su pueblo. En ellos se resume de modo admirable el mensaje teológico del Antiguo Testamento. Por una parte, la revelación de Dios que en su plan de salvación de los hombres elige a un pueblo entre todos y entabla con él una relación íntima, la Alianza: Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la Alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (Catecismo de la Iglesia Católica, 62). Por otra parte, los acontecimientos del Sinaí marcan con claridad el destino de Israel como pueblo elegido: Por su elección, Israel debe ser el signo de la reunión futura de todas las naciones (ibidem, 762). De esta forma viene a ser figura del nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia.
Toda la sección forma una cierta unidad literaria en la que se mezclan elementos narrativos y normas, presentados ambos con toda solemnidad, porque el autor sagrado pretende hacer hincapié en que en la teofanía del Sinaí Dios brindó a Israel la Alianza y la Ley. Puede distribuirse de la manera siguiente: a) prólogo y teofanía (cap.19); b) parte legislativa, que comprende el Decálogo (Ex 20, 1-21) y el documento de la Alianza (Ex 20, 22-Ex 23, 19); c) apéndice exhortativo (Ex 23, 20-33); d) rito de la Alianza (Ex 24, 1-18).
Ex 19, 1-25. Este capítulo, está redactado como parte de una magnífica liturgia en la que se actualizan los acontecimientos del Sinaí. El autor sagrado no pretende, por tanto, dar una información científica y rigurosa de lo que allí ocurrió, sino que más bien hace una interpretación teológica del contacto real entre Dios y el pueblo.
Como ocurre en otras secciones importantes del Éxodo, están recogidas las grandes tradiciones literarias, pero de tal manera combinadas y unidas que resultan inseparables; únicamente cabe descubrir vestigios de una u otra. El texto final, tal como ha pasado al canon bíblico, presenta un relato unificado. Así, en el capítulo hay dos partes bien delimitadas: un prólogo, que resume lo que se va a narrar a continuación (vv. 1-9), y la teofanía propiamente dicha (vv. 10-25).
Ex 19, 1-2. La determinación cronológica (v. 1) es uno de los vestigios de la tradición sacerdotal, siempre pendiente de fijar las fechas con una connotación simbólica (cfr Ex 16, 1 y Ex 17, 1). Los tres meses marcan una primera etapa muy breve al compararlo con la estancia prolongada en el Sinaí: de esta forma también el tiempo es signo de la importancia religiosa de los acontecimientos.
Ex 19, 3-9. En estos versículos se reúne el sentido de la Alianza que va a llevarse a cabo. En efecto, el texto contiene la idea de elección, aunque no se use el término técnico, y la de exigencia. Más aún, refleja la nueva condición del pueblo, como propiedad particular de Dios; y, a la vez, fundamenta la esperanza, porque tal dignidad sólo la alcanza el pueblo en la medida en que es fiel a la voluntad divina.
He aquí las enseñanzas básicas: a) El fundamento de la Alianza es la liberación de Israel realizada en Egipto (v. 4): el pueblo ha sido elegido con predilección, es decir, ha sido creado como tal al sacarlo de la esclavitud. b) El pueblo está destinado a adquirir un nuevo modo de ser muy peculiar, si cumple las exigencias del pacto. Esta oferta especialísima se va a llevar a cabo en el momento en que acepten los compromisos; pero se irá haciendo realidad en la medida en que escuchen–obedezcan la voluntad de Dios. Es decir, el pueblo adquiere la plenitud de su ser con la condición de vivir con fidelidad. c) La oferta divina se concreta en tres expresiones complementarias entre sí: propiedad exclusiva, nación santa, reino de sacerdotes.
El primero de estos términos significa posesión privada, personalmente adquirida y cuidadosamente conservada. Israel es entre todas las naciones de la tierra propiedad de Dios, porque Él lo ha escogido y lo protege con especial esmero. Esta nueva condición del pueblo será recordada con frecuencia (cfr Dt 7, 6; Dt 26, 17-19; Sal 135, 4; Ml 3, 17).
Siendo posesión de Dios, Israel participa de su santidad, es una nación santa, es decir, separada de las demás para mantener con Él una íntima relación; en otros textos se aclara que es una relación de hijo de Dios (cfr Ex 4, 22; Dt 14, 1). De este nuevo modo de ser se deriva para los miembros del pueblo la exigencia moral de reflejar en su vida lo que son por elección: Sed santos, porque yo, el Señor vuestro, soy santo (Lv 19, 2).
Finalmente, la expresión reino de sacerdotes no significa que han de ser gobernados por sacerdotes, ni que todo el pueblo ejercerá la función sacerdotal, reservada a la tribu de Leví; más bien refleja la dignidad que Dios concede a Israel de ser, en medio de las naciones, el único pueblo a su servicio. Sólo Israel ha sido elegido como reino para el Señor, es decir, para ser el ámbito en que Él reina y es reconocido como único Soberano. Este reconocimiento se manifiesta mediante el servicio que Israel entero tributa al Señor.
Termina esta sección (vv. 7-8) con la propuesta que hace Moisés al pueblo de los planes de Dios y la aceptación solemne de ellos por parte de los ancianos y del pueblo entero: Haremos cuanto ha dicho el Señor (v. 8). Esta misma fórmula la repetirán dos veces más en la ceremonia de ratificación de la Alianza (cfr Ex 24, 3.7).
En el Nuevo Testamento (1P 2, 5; Ap 1, 6; Ap 5, 9-10) se recogerá hasta con las mismas palabras lo aquí acaecido, aplicándolo a la nueva situación del cristiano en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios y verdadero Israel (cfr Ga 3, 29): cada cristiano participa por su incorporación a Cristo de su sacerdocio y está llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que -siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial- capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 120).
Ex 19, 10-25. La descripción de la teofanía del Sinaí contiene los elementos de una solemne liturgia para poner de relieve la majestad y trascendencia de Dios. Puede distinguirse la preparación (vv. 10-15) y el gran acontecimiento (vv. 16-20).
La preparación es minuciosa: purificaciones rituales durante los días previos, abluciones y todo aquello que fomente las disposiciones de los participantes; incluso la prohibición de las relaciones sexuales (cfr Lv 15, 16ss.) como signo de acogida exclusiva a Dios que les visita. Por otra parte, la delimitación de espacios para el pueblo es un modo plástico de enseñar la trascendencia de Dios; con la venida de Jesucristo, el Dios hecho hombre, ya no habrá límites de separación.
La manifestación de Dios tuvo lugar al tercer día. El humo, el fuego, el temblor de la montaña son señales externas de la presencia de Dios, como dueño de la naturaleza. El sonido de la trompeta por dos veces (vv. 16.19), la marcha del pueblo hacia el pie de la montaña y su actitud firme son elementos que dan realce litúrgico al reconocimiento del Señor como único Soberano. Todos estos datos, y hasta la voz de Dios en el trueno, dan idea de que aquella tormenta sobrecogedora era única, porque lo que estaba ocurriendo, la presencia especial de Dios sobre el Sinaí, era también irrepetible.
Israel no olvidará jamás esta experiencia religiosa, como queda plasmado en el Salterio (cfr Sal 18, 8-9; Sal 29, 3-4; Sal 77, 17-18; Sal 97, 2ss.). En el Nuevo Testamento, las manifestaciones divinas extraordinarias también conservarán los ecos de esta teofanía (cfr Mt 27, 45.51; Hch 2, 2-4).
Ex 19, 21-25. Estos versículos, que repiten las instrucciones sobre la fijación de límites que el pueblo no puede traspasar, provienen de otra tradición, probablemente de la sacerdotal puesto que se habla de los sacerdotes y de su obligación de purificarse con esmero (cfr Ex 28, 41). El v. 25 queda sin terminar (literalmente: Moisés bajó al pueblo y les dijo…); es probable que el redactor dejara la frase pendiente para dar más énfasis a la lectura del Decálogo, que aparece así como parte del mensaje que Moisés recibió en la cima del Sinaí.
Ex 20, 1-21. Decálogo es palabra griega que significa diez palabras, a tenor de Dt 4, 13. Comprende los Diez Mandamientos o código moral, recogidos en esta sección y en Dt 5, 6-21. El Decálogo tiene aquí un tratamiento muy especial: por una parte, se halla incrustado en la narración de la teofanía, que se interrumpe en Ex 19, 19 pero continúa en Ex 20, 18. Por otra parte, junto a mandamientos breves formulados con dos palabras: no matarás, no robarás, idénticos en Ex y Dt, hay otros más desarrollados con motivaciones y explicaciones diferentes en ambas redacciones. El hecho de que el Decálogo (y no otro cuerpo legal del Pentateuco) se repita prácticamente igual en Ex y Dt, y que desde antiguo se haya reproducido separadamente (como lo prueba el papiro Nash del siglo II a.C.), da idea de la importancia que siempre tuvo como norma moral en el pueblo de Israel.
Suponiendo que las formulaciones de Ex y Dt pueden reducirse a un único texto original, las variantes entre ellas pueden explicarse por la aplicación de los mandamientos a las circunstancias de cada época antes de la redacción última que es la recibida como inspirada. La formulación apodíctica (negación más futuro en segunda persona: no matarás) es propia de los mandamientos bíblicos y difiere de la formulación casuística, común a todos los pueblos semitas, como puede comprobarse en el Código de la Alianza (caps. 21-23).
Los diez mandamientos son el núcleo de la ética del Antiguo Testamento y mantienen su valor en el Nuevo Testamento: Jesucristo los recuerda frecuentemente (cfr Lc 18, 20) y los completa (cfr Mt 5, 17ss.). Los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia los han comentado con profusión pues, como señala Santo Tomás, todos los preceptos de la ley natural están incluidos en el Decálogo: los universales, p.ej. hacer el bien y evitar el mal, están contenidos como los principios en sus próximas conclusiones, y los particulares que se deducen por raciocinio, se hallan contenidos como conclusiones en sus principios (S.Th. I-II, q. 10, a. 3).
En la división de los mandamientos hay dos corrientes: por una parte la de los judíos y muchas confesiones cristianas que desdoblan en el segundo mandamiento el precepto de adorar a un solo Dios (vv. 2-3) y el de no fabricar imágenes (vv. 3-6); por otra, la de los católicos y luteranos que, siguiendo a San Agustín, engloban esos dos mandamientos en uno y dividen en dos el último: no desear la mujer ajena (el noveno) y no codiciar los bienes ajenos (el décimo). Estas divisiones son, ante todo, pedagógicas, porque unas y otras pretenden recoger todo lo mandado en el Decálogo. En nuestro comentario seguiremos la enumeración de San Agustín, con referencias a la doctrina de la Iglesia, puesto que los Diez Mandamientos recogen los elementos centrales de la moral cristiana (cfr notas de Dt 5, 1-22).
Ex 20, 2 Los pueblos hititas, de los que se conservan varios documentos políticos y sociales, solían comenzar los pactos tras una guerra con un prólogo histórico, es decir, relatando la victoria de un rey sobre el vasallo al que le imponían unas obligaciones concretas. El Decálogo, de modo análogo, recuerda el acontecimiento del éxodo. Sin embargo, difiere radicalmente de los pactos hititas, puesto que la obligación de los mandamientos no se fundamenta en una derrota, sino en una liberación. Dios brinda los mandamientos al pueblo que ha librado de la esclavitud, mientras que los príncipes humanos hacían cumplir sus códigos a los pueblos que habían reducido a esclavitud. Los mandamientos son, por tanto, expresión de la Alianza. De ahí que el aceptarlos responsablemente es signo de que el hombre ha adquirido la madurez en su libertad. El hombre llega a ser libre cuando entra en la Alianza de Dios (Afraates, Demonstrationes 12). Jesucristo insistirá en la misma idea: Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11, 30).
Ex 20, 3-6. Amarás a Dios sobre todas las cosas es la formulación del primer mandamiento que recogen los catecismos (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2083) siguiendo la enseñanza de Jesús (cfr Mc 12, 28-31 que cita el texto de Dt 6, 4-5). En el Decálogo bíblico este precepto abarca dos aspectos: el monoteísmo (v. 3) y la obligación de no adorar ídolos ni imágenes del Señor (vv. 4-6).
La fe en la existencia de un único Dios vertebra el mensaje de toda la Biblia. Los profetas enseñarán abiertamente el monoteísmo, considerando a Dios como único soberano del universo y de la historia; pero esta prohibición de admitir otros dioses ya implica la certeza de que sólo hay un Dios verdadero. La expresión: no tendrás otros dioses aunque directamente prohíbe el culto idolátrico, supone una fe monoteísta.
La prohibición de las imágenes, tanto fundidas como labradas, diferenciaba a Israel de los otros pueblos. No sólo se prohíben los ídolos o imágenes de dioses falsos, sino también las representaciones del Señor.
El único Dios verdadero es espiritual y trascendente; no puede ser controlado ni manipulado, como hacían los pueblos vecinos con sus ídolos. Los cristianos, fundándose en el misterio del Verbo encarnado, comienzan a representar las escenas evangélicas conscientes de que con ello ni contradicen la espiritualidad de Dios ni contribuyen a la idolatría. La Iglesia venera las imágenes porque son representaciones o de Jesús que, como hombre verdadero, tenía un cuerpo, o de los santos, cuya figura puede ser representada y venerada. Por otra parte, las imágenes no se prestan a confusión, más bien ayudan a comprender mejor los misterios de nuestra fe. El último Concilio ha vuelto a recomendar el culto de las imágenes sagradas, a la vez que recuerda el consejo de sobriedad y belleza: Manténgase la práctica firme de exponer imágenes sagradas a la veneración de los fieles; con todo, que sean pocas en número y guarden entre ellas el orden debido, a fin de que no causen extrañeza al pueblo cristiano ni favorezcan una devoción menos ortodoxa (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 125).
Ex 20, 5-6. Dios celoso: Es un antropomorfismo que subraya la unicidad de Dios. Siendo el único verdadero, no puede tolerar ni el culto a otros dioses (cfr Ex 34, 14) ni la adoración idolátrica a las imágenes. La idolatría es el pecado más grave y el más condenado en la Biblia (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2113). Los encargados del culto en el Templo de Israel se denominan celadores del Señor (cfr Nm 25, 13; 1R 19, 10.14), porque han de velar para que no se introduzcan desviaciones impropias. Jesucristo, al expulsar a los vendedores del Templo (Jn 2, 17), alude a esta responsabilidad: El celo de tu casa me devora (Sal 69, 10).
Sobre la retribución misericordiosa del Señor, cfr nota a Ex 34, 6-7.
Ex 20, 7 El respeto al nombre de Dios es el respeto a Dios mismo. De ahí que esté prohibido invocar el nombre del Señor para dar consistencia al mal, sea en un proceso judicial si se comete perjurio, sea en el juramento de hacer algo mal, sea incluso en la blasfemia (cfr Si 23, 7-12). En la antigüedad, los pueblos vecinos de Israel utilizaban los nombres de sus dioses en sesiones de magia; en este caso, la invocación del nombre de Dios es idolatría. En general, este mandamiento prohíbe cualquier abuso, cualquier falta de respeto, cualquier invocación irreverente del nombre de Dios. Y, diciéndolo en forma positiva, el segundo mandamiento prescribe respetar el nombre del Señor. Pertenece, como el primer mandamiento, a la virtud de la religión y regula más particularmente nuestro uso de la palabra en las cosas santas (Catecismo de la Iglesia Católica, 2142).
Ex 20, 8-11. En la formulación del precepto del sábado ha influido la historia misma de Israel, puesto que no se utiliza la expresión apodíctica habitual, y, por otra parte, las prescripciones sobre ese día están muy desarrolladas. En el mandamiento hay recogidas tres ideas: el sábado es un día santo, dedicado al Señor; en él están prohibidos los trabajos; se aduce como motivo el imitar a Dios, que descansó de la creación el día séptimo.
El sábado es un día santo, es decir, diferente de los días ordinarios (cfr Lv 23, 3), porque está dedicado a Dios. No se prescriben ritos especiales, pero el término recuerda (distinto de Dt 5, 12) es de ámbito cultual. Sea cual fuere el origen etimológico o social del sábado, en la Biblia siempre tiene carácter religioso (cfr Ex 16, 22-30).
El descanso sabático supone la obligación del trabajo en los seis días anteriores (v. 9). Sólo el trabajo justifica el descanso. La misma palabra hebrea sabat significa sábado y descanso. Pero en este día el descanso mismo adquiere valor de culto, puesto que para el sábado no hay prescritos sacrificios o ritos especiales propios: toda la comunidad, y hasta los mismos animales, rinden homenaje a Dios, cesando de sus labores ordinarias.
Ex 20, 12 Este mandamiento es el primero de los que regulan las relaciones entre los hombres, los de la segunda tabla, como solían denominarlos los antiguos escritores cristianos (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2197). Tiene, como el del sábado, una formulación positiva y se refiere directamente a los miembros de la familia. El lugar que ocupa en el orden del Decálogo, inmediatamente después de los preceptos que se refieren a Dios, da idea de su importancia. Los padres, en efecto, representan a Dios dentro de la familia.
El mandamiento no afecta sólo a los hijos más jóvenes (cfr Pr 19, 26; Pr 20, 20; Pr 23, 22; Pr 30, 17), que tienen obligación de someterse a los padres, (Dt 21, 18-21) sino a todos, puesto que las ofensas de los hijos mayores son las que merecen el grave castigo de la maldición (cfr Dt 27, 16).
La promesa de una vida larga a los que cumplen este mandamiento indica su importancia para el individuo y la trascendencia que tiene la familia para la sociedad. El Concilio Vaticano II ha acuñado una expresión que condensa el valor de la familia, al denominarla iglesia doméstica (Lumen gentium, 11; cfr Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 21).
Ex 20, 13 El quinto mandamiento prohíbe directamente la muerte por venganza del enemigo personal, es decir, el asesinato. Así se protege la sacralidad de la vida humana. La prohibición del homicidio se supone ya en el relato de la muerte de Abel (cfr Gn 4, 10) y en los preceptos noáquicos (cfr Gn 9, 6): la vida sólo es de Dios.
La revelación y la enseñanza de la Iglesia irán profundizando en el alcance de este precepto, indicando que sólo en circunstancias muy concretas como la legítima defensa individual o social puede llegarse a privar de la vida a una persona. Por otra parte, es evidente que la muerte de los más débiles (aborto, eutanasia directa…) implica mayor gravedad.
La encíclica Evangelium vitae expresa con rigor la doctrina de la Iglesia acerca de este mandamiento que tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente. (…) Con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 57).
Nuestro Señor ahondará en el sentido positivo de este mandamiento, explicando la obligación de practicar la caridad (cfr Mt 5, 21-26): En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: “No matarás” (Mt 5, 21), y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cfr Mt 5, 22-39), amar a los enemigos (cfr Mt 5, 44). Él mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cfr Mt 26, 52) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2262).
Ex 20, 14 El sexto mandamiento del decálogo moral está orientado a salvaguardar la santidad del matrimonio. En el Antiguo Testamento había prescritas penas muy severas para quienes cometían adulterio (cfr Dt 22, 23ss.; Lv 20, 10). Con el progreso de la revelación se irá aclarando que no sólo el adulterio es grave, al lesionar los derechos del otro cónyuge, sino que todo desorden sexual degrada la dignidad de la persona y es una ofensa contra Dios (cfr, por ejemplo, Pr 7, 8-27;Pr 23, 27-28). Jesucristo, con su vida y su enseñanza, marcó la orientación positiva de este precepto (cfr Mt 5, 27-32): Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: “Habéis oído que se dijo: no cometerás adulterio. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido (cfr Mt 19, 6). La Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como una regulación completa de la sexualidad humana (Catecismo de la Iglesia Católica, 2336).
Ex 20, 15 Puesto que el Decálogo regula las relaciones entre personas, este mandamiento condena en primer lugar el rapto de personas para después venderlas como esclavos (cfr Dt 24, 7); pero es indudable que abarca toda apropiación injusta de bienes ajenos. La Iglesia continúa recordando que toda violación del derecho de propiedad es injusta (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2409); pero lo es más, si tales actuaciones conducen a esclavizar a seres humanos, o a quitarles su dignidad, como ocurre con el tráfico de niños, el comercio de embriones humanos, la toma de rehenes, arrestos o encarcelamientos arbitrarios, la segregación racial, los campos de concentración, etc. El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a un objeto de consumo o a una fuente de beneficio. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano “no como esclavo, sino… como un hermano… en el Señor” (Flm 1, 16) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2414).
Ex 20, 16 El falso testimonio en el proceso judicial llega a causar daños irreparables al prójimo, que puede ser condenado siendo inocente. Pero, puesto que la verdad y la fidelidad en las relaciones humanas son el fundamento de la vida social (cfr Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 26), este mandamiento prohíbe la mentira, la difamación (cfr Si 7, 12-13), la calumnia y toda palabra que puede dañar la dignidad del prójimo (cfr St 3, 1-12). Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza (Catecismo de la Iglesia Católica, 2464).
Ex 20, 17 La redacción de este precepto difiere de la del Deuteronomio: allí se distingue entre el deseo de la mujer del prójimo y la codicia de sus bienes (cfr Dt 5, 21). San Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cfr 1Jn 2, 16). Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno mandamiento proscribe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno (Catecismo de la Iglesia Católica, 2514).
Ex 20, 18-21. Se reanuda la narración de la teofanía (cfr Ex 19, 25) interrumpida por el Decálogo. Se vuelve a insistir en la trascendencia divina, hasta el punto de que el pueblo tiene miedo no sólo de la presencia sensible de Dios, sino incluso de sus palabras. Piden que Moisés sea el transmisor del mensaje divino.
No temáis (v. 20). Moisés aclara que no es a la tormenta que ha provocado la teofanía a la que deben temer, sino sólo a Dios. En efecto, el santo temor de Dios es el reconocimiento de su trascendencia así como la acogida de la oferta de su Alianza concretada en los Mandamientos. Temer a Dios supone aceptar el reto de participar con Él en la obra de salvación, sabiendo que quizá nuestra debilidad impida alcanzar lo que Dios espera. Así se entiende el proverbio bíblico: El principio de la sabiduría es el temor de Dios (Pr 9, 10). En el ámbito del temor a Dios cabe el amor a Dios no sólo afectivo, sino sobre todo efectivo, evitando todo pecado (v. 20).
Ex 20, 22-Ex 23, 19. Esta colección de normas suele denominarse Libro de la Alianza por la mención que se hace en Ex 24, 7, o Código de la Alianza, porque muchas de estas leyes son semejantes a las contenidas en códigos legales de pueblos semitas, tales como el sumerio de Ur-Nammu (hacia el 2.050 a.C.), el de Esnunna (hacia el 1.950 a.C.), el de Lipit-Istar (hacia el 1.850 a.C.) y, el más conocido, el Código de Hammurabi (hacia el 1.700 a.C.), que se conserva en una pieza de diorita en el Museo del Louvre.
Las leyes aquí reunidas probablemente existían antes con una formulación parecida o incluso idéntica, pero al quedar incorporadas en el Libro de la Alianza en el contexto de los acontecimientos del Sinaí adquieren mayor realce y autoridad. Vienen a ser como las leyes fundamentales del pueblo, sancionadas por el mismo Dios.
Dentro del cuerpo legal hay leyes específicas de Israel, como son las absolutas o apodícticas (p.ej., Ex 22, 17.27.28), mientras que otras, las casuísticas, son comunes en todos los códigos mencionados: admiten supuestos diferentes y reflejan propiamente una jurisprudencia sobre casos concretos (p. ej., Ex 21, 2-11.18-36). Por otra parte, el Código de la Alianza abarca los distintos ámbitos de la vida social: contiene leyes sobre el culto (Ex 20, 22-26; Ex 22, 28-30; Ex 23, 10-19), leyes morales (Ex 22, 16-27; Ex 23, 1-9) y, en su mayor parte, leyes civiles y penales (Ex 21, 1-Ex 22, 14). Unas reflejan más claramente la vida nómada en el desierto donde importa más el ganado que la tierra; otras suponen una sociedad sedentarizada en la que tiene más relieve la agricultura.
El texto sagrado presenta estas prescripciones como sancionadas por Dios mismo y como parte de las exigencias de la Alianza. Se pone así de manifiesto que el pueblo de Israel ha de reflejar su peculiaridad de escogido en todos los ámbitos de su vida. La política, la vida social y familiar, el culto y las instituciones tienen carácter religioso.
Ex 20, 22-26. Son prescripciones cultuales muy antiguas, puesto que todavía no mencionan ni templo (v. 25), ni altar (v. 24), ni sacerdotes, ni vestiduras sagradas (v. 26). Sin embargo, ya aquí se vislumbra el trasfondo teológico: el Señor es el único Dios verdadero, que no puede confundirse con imágenes humanas; el culto divino requiere un especial esmero, tanto en los objetos utilizados como en las personas que intervienen en él.
El v. 23 está traducido siguiendo la versión griega y latina. El texto hebreo concreta con más claridad la prohibición de imágenes del Dios verdadero y de cualquier tipo de ídolos; dice literalmente: No haréis conmigo dioses de plata ni dioses de oro; no os los haréis.
El altar sagrado debe ser simple y natural, pues cualquier manipulación puede acarrear impureza. Posteriormente (cfr Ex 27, 1-8) se indicará que el altar de los sacrificios deberá ser de madera de acacia. Pero en todo tiempo la sencillez y sobriedad impregnarán el culto.
Únicamente se mencionan dos tipos de sacrificio (v. 24): el holocausto en el que se quema toda la víctima en reconocimiento de la soberanía de Dios, y el sacrificio de comunión, más específico de Israel, en el que se quema la parte considerada más noble (sangre y grasa), mientras que el resto sirve para un banquete sacrificial. En este último se subraya más la unión de los oferentes entre sí y con Dios. El Levítico (cfr Lv 1-7) desarrollará ampliamente el ritual de los sacrificios.
Al no mencionar a los sacerdotes, se supone que era el padre de familia quien sacrificaba; pero se señala su carácter religioso, pues actúa en una función sagrada, como refleja la prescripción de que deberá cuidar el pudor (cfr 2S 6, 20). En aquella época los hombres sólo vestían un paño corto, al estilo egipcio; con las normas sobre las vestiduras sacerdotales (Ex 28, 40-42) cambiará esta práctica.
Ex 21, 1-11. La esclavitud formaba parte de la organización social de la época. Las normas aquí recogidas tienen como objetivo evitar abusos con los esclavos. En el texto paralelo de Dt 15, 12-18, se recuerda la esclavitud en Egipto como razón para tratar con benignidad a estas personas.
Hebreo (v. 2). Este término que aparece aquí por vez primera en la Biblia, podría referirse a una clase social concreta, los desheredados; pero es casi seguro que equivale a los miembros del pueblo de Israel, los hermanos, como lee Dt 15, 12.
El rito de horadar la oreja, que hoy puede parecer un tanto cruel, era la señal de que se entraba a participar de todas las prerrogativas de la familia. Hay que tener en cuenta que la esclavitud en Israel siempre tuvo presente la dignidad de la persona; no es equiparable a la esclavitud romana o a la africanos en América.
Como a una hija suya (v. 9). Literalmente, según el estatuto de las hijas. Parece ser que las mujeres tenían dentro de la familia algunos derechos de herencia y de honor. Está claro que las normas contenidas en los vv. 7-11 tienden a favorecer la condición de las mujeres, expuestas en aquellos pueblos a frecuentes vejaciones.
En el Nuevo Testamento hay claves claras para abolir la esclavitud, como es el consejo de San Pablo a Filemón de tratar a su esclavo como a hermano muy querido (Flm 1, 16).
Ex 21, 12-17. Los gravísimos delitos aquí condenados, crimen, rapto y maldición de los padres, debían ser castigados con la muerte sin remisión. La formulación de estas leyes que suelen denominarse apodícticas, es específica de Israel y refleja una especial gravedad: consta de la descripción del delincuente (el que hiera…), y de la indicación de la condena con una expresión semítica propia (al pie de la letra: morir morirá).
Al repetir con tanta severidad los preceptos cuarto, quinto y séptimo del Decálogo moral (cfr Ex 20, 12.13.15) se confirma la importancia que éstos siempre tuvieron en la vida social y religiosa de Israel.
El homicida podía acudir a los lugares de asilo únicamente cuando había provocado la muerte sin intención, por accidente y sin culpa (cfr Nm 35, 11-34; Dt 4, 41-43; Dt 19, 1-3; Jos 20, 1-9).
Ex 21, 18-32. Los delitos menos graves contra las personas están regulados por la clásica ley del talión (tal delito, tal pena), enunciada formalmente en los vv. 23-25 (cfr Lv 24, 19-20; Dt 19, 21). En la historia del derecho de los pueblos nómadas supone un notable progreso, pues mitiga los frecuentes abusos a que conducía la exigencia de vengar un delito por parte de los familiares (cfr Gn 4, 23-24): nadie podrá excederse, cobrándose el doble, o siete o diez veces más, sino que el castigo será igual a la ofensa. Jesucristo corregirá esta ruda ley a la luz del precepto de la caridad (cfr Mt 5, 38-42).
En esta normativa hay una distinción entre la persona libre y el esclavo. La ley del talión se aplicaba con más exactitud a los primeros; de ahí que la casuística sea más abundante respecto de los esclavos, puesto que eran con mayor frecuencia objeto de abusos. En la Biblia, más que en los códigos de los pueblos vecinos, se defienden los derechos de los esclavos, subrayando su condición de personas. Dentro de la pedagogía divina, no cabe esperar en aquella época mucho más; habrá que esperar hasta el Nuevo Testamento para encontrar claras condenas de la explotación o marginación (cfr Ga 3, 28; Col 3, 11) y la defensa abierta de la dignidad de la persona (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1929-1933).
El pago de treinta monedas por un esclavo (v. 32) será el que abonarán por la entrega de Jesús (cfr Mt 26, 15).
Ex 21, 22-23. Es el único texto bíblico que menciona el aborto causado indirectamente. Siendo una formulación legal muy escueta, cabría interpretar que hay que pagar con la vida cuando se ha causado un daño (mortal) al feto o a la madre (v. 23). Sin embargo, parece que únicamente cuando la madre moría el castigo era la muerte; si el dañado era el feto, el castigo era sólo monetario. Ahora bien, aunque de este texto no pueda deducirse que el feto fuera considerado como persona humana con todos sus derechos, también es cierto que se castigaba con severidad si un golpe provocaba el aborto. Más bien parece deducirse que, ya que ninguna norma bíblica contempla el aborto directamente provocado, éste nunca se daba, puesto que el hijo era valorado como tal desde el momento de la concepción. Más aún, el aborto espontáneo es considerado como una desgracia (cfr Ex 23, 26).
Ex 21, 33-36. Las prescripciones sobre daños contra la propiedad están formuladas como leyes casuísticas, es decir, casos concretos que solían darse con frecuencia. Normalmente son aplicaciones concretas de la ley del talión, determinando cuál debería ser la compensación que el causante del daño estaba obligado a dar. Hay obligación de resarcir aunque la desgracia sea fortuita; pero si además hay imprudencia o negligencia, la compensación es mayor.
Ex 21, 37-Ex 22, 3. En estos casos de robo se aplica también la ley del talión al ladrón y al que intentara matarlo. En efecto, el ladrón debe siempre indemnizar, o con sus bienes (Ex 21, 37) o con su libertad (Ex 22, 2b). Por otra parte, la muerte del ladrón nocturno queda impune, quizá porque es difícil saber si el agresor tenía intención sólo de robar, o también de asesinar. En esta norma subyace el principio de legítima defensa. En cambio, no queda impune la muerte del ladrón que roba a la luz del día, porque entonces se ve que sólo intentaba robar; no hay proporción entre los bienes robados y la vida de la persona. Con esta norma se sale al paso de los excesos que puede producir la venganza.
Ex 22, 4-14. En todos los casos aquí mencionados, el causante de los daños debe compensar a su dueño. Ya en aquella época era habitual la práctica de dejar en depósito dinero u objetos de valor. Era también frecuente que los pleitos se solucionaran con procedimientos religiosos (v. 8), aunque aquí no se determina si era mediante juramentos, oráculos o ritos de ordalía, o por las suertes sagradas de los urim–tummim, que el sumo sacerdote utilizaba para consultar al Señor (cfr Ex 28, 30, Nm 27, 21).
Ex 22, 15-16. La joven no desposada pertenece a la familia del padre. El caso descrito podía ser un procedimiento legítimo, aunque no habitual para contraer matrimonio. Pero el padre conservaba el derecho de negar su consentimiento. De esta forma se defendía el derecho de las jóvenes y el de sus familias. El pago del mohar, dinero que percibía el padre de la esposa (cfr Gn 34, 12; 1S 18, 25), refleja la costumbre común entre los pueblos semitas según la cual se llevaban a cabo los matrimonios; sería un anacronismo suponer que el matrimonio era entonces una especie de contrato de compraventa en el que la mujer era tratada como un objeto. Más bien, parece claro que los desposorios eran un compromiso entre familias, y que la beneficiaria de una nueva pareja compensaba de algún modo a la que se privaba de ella.
Ex 22, 17-30. Se recogen aquí un conjunto de leyes sociales sin orden estricto: unas son apodícticas, otras casuísticas; unas son religiosas; otras de relaciones interprofesionales; pero todas regulan delitos especialmente graves.
La hechicería, que solían ejercer sólo las mujeres (v. 17), era castigada con la muerte (cfr Lv 20, 6.27; Dt 18, 10-14), como una forma de idolatría (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2117). También estaba prohibida en las leyes asirias y en el Código de Hammurabi.
La bestialidad era una perversión que se daba con más frecuencia en una sociedad pastoril y nómada (cfr Lv 18, 23-25); era castigada también con la muerte.
El sacrificio a dioses falsos era una tentación permanente de los israelitas que estaban rodeados de pueblos ricos y poderosos, pero politeístas, como Egipto, Babilonia, Asiria y, sobre todo, Canaán. El anatema como sanción equivale a la exclusión de la comunidad cultual y era una pena tan severa o más que la misma muerte. Sobre el sentido del anatema en la guerra santa cfr nota a Dt 2, 34. El extranjero que -por guerra, peste o hambre- se había visto obligado a emigrar de su patria, la viuda sin familia y el huérfano desheredado eran los prototipos de personas marginadas y pobres en aquella sociedad tribal. La Biblia, en la normativa (p.ej., Dt 10, 17-18; Dt 24, 17) y en el mensaje profético (p.ej., Is 1, 17; Jr 7, 6), aboga constantemente a favor de estas personas más necesitadas (cfr St 1, 27). La opresión de estos marginados y débiles es uno de los pecados que claman al cielo (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1867).
La blasfemia contra Dios era castigada con la muerte (cfr Lv 24, 15); no menos grave era la blasfemia contra la suprema autoridad del pueblo, por ser representante de Dios. En tiempos de San Pablo se aplicaba este texto para condenar las injurias contra el Sumo Sacerdote (cfr Hch 23, 5).
Sobre la ley de los primogénitos, cfr nota a 13, 12. Los primogénitos humanos debían ser rescatados mediante una ofrenda. Por tanto, la norma concisa del v. 28 hay que interpretarla a la luz de otras que explican el modo de consagrar los primeros niños varones, puesto que nunca estuvo permitido en Israel el sacrificio de seres humanos.
Ex 23, 1-3. Los delitos contra la justicia, especialmente en los procesos judiciales, formulados como leyes apodícticas, eran castigados con severidad. La equidad debe regular las acciones en los pleitos, que solían celebrarse junto a las puertas de las murallas de las ciudades. El v. 3 resulta sorprendente, pero reafirma la exigencia de imparcialidad en los jueces, que no deberán inclinarse al rico por soborno, ni tampoco al pobre por compasión (cfr Dt 16, 19). Algunos comentaristas suponen que el texto original decía gadol (poderoso) en vez de dal (pobre), es decir, tampoco con el poderoso te mostrarás parcial, semejante a Lv 19, 15. Pero ningún texto ni versión avala ese cambio, por lo que hay que seguir manteniendo la lectura recibida, aunque resulte más difícil de explicar.
San Agustín comenta que con esta norma no se aminora el valor de la misericordia: la misericordia es buena, pero nunca en contra de la justicia (Quaestiones in Heptateuchum 2, 88).
Ex 23, 4-9. El amor a los enemigos es una de las novedades del mensaje de Jesucristo (Mt 5, 43-48), pero ya en el Antiguo Testamento se iba preparando el gran precepto con normas que suavizaban los excesos de la enemistad (cfr Dt 22, 1-4).
En el v. 7 la Neovulgata traduce: aléjate de la mentira. Pero el contexto procesal supone que equivale a la falsedad en los pleitos. También en el v. 8 la Neovulgata aduce una traducción muy pegada a la letra: el soborno… pervierte las palabras de los justos. Pero, puesto que todo el conjunto trata de los procesos judiciales, también aquí se refiere a ellos.
Ex 23, 10-13. El Código de la Alianza, que había comenzado con un grupo de leyes religiosas (Ex 20, 22-26), termina también con leyes cultuales sobre el sábado y las fiestas de peregrinación.
Sobre el año sabático hay una normativa más desarrollada en Lv 25, 2-7 y Dt 15, 1-3. Por encima de los motivos humanitarios hay una razón religiosa.
Ex 23, 14-17. Este ciclo de las grandes fiestas es de los más antiguos; es semejante al que recoge el Código Ritual (Ex 34, 18-23) y al del Código Deutoronómico (Dt 16, 1-6); también el Levítico describe su propio ritual (cfr Lv 23). La palabra hebrea que indica estas fiestas significa danza o baile en corro, que eran los modos procesionales de celebrar las peregrinaciones a los santuarios.
Las tres grandes fiestas de peregrinación están descritas en este texto con sobriedad y precisión: la de los Ácimos se celebraba en primavera, al día siguiente de la Pascua, aunque originariamente era independiente. Se prolongaba a lo largo de una semana durante la cual no se tomaba pan con levadura para indicar la bendición divina en los primeros frutos; en Israel significaba el nacimiento del pueblo, liberado de Egipto.
La fiesta de la Siega, llamada en otros lugares de las Semanas (Ex 34, 22) se celebraba a los cincuenta días de la Pascua (siete semanas desde los Ácimos); de ahí su nombre griego de Pentecostés (cfr Tb 2, 1). Con ella se festejaba el final de la recolección de los cereales. Más tarde, probablemente ya en el siglo I a.C., se conmemoraba también la donación de la ley en el Sinaí.
La fiesta de la Recolección, celebrada en otoño a finales de septiembre, se denominaba también de las Tiendas o de los Tabernáculos (cfr Dt 16, 13; Lv 23, 34), por las cabañas que se construían, semejantes a las que se preparaban en los campos durante la vendimia y la recolección de los últimos frutos. Era ante todo una fiesta de acción de gracias y llegó a adquirir una gran popularidad hasta el punto de ser llamada por el simple apelativo de la fiesta (cfr 1R 8, 2; Ez 45, 25). En Israel se conmemoraban los años de peregrinaje en el desierto cuando tuvieron que habitar en tiendas porque no tenían tierra ni casa propia (cfr Lv 23, 43).
Además de éstas hubo otras celebraciones menos importantes, de las cuales muchas llegaron a desaparecer. Las que más perduraron son el Día de la Expiación (cfr Lv 16, 1 y Lv 23, 27) y las surgidas después del destierro, como los Purim para celebrar la libertad de los judíos en Persia (cfr Est 9, 24) y la Dedicación del Templo o de las Luminarias (cfr 1M 4, 59). El Año Nuevo no consta que se celebrara con solemnidad, a pesar de la posible alusión de Lv 23, 24.
Las fiestas prescritas en la Biblia y especialmente las tres fiestas de peregrinación, conmemoraban acciones salvíficas de Dios con su pueblo, aunque entre los cananeos estuvieron ligadas a festejar el ciclo agrícola. De esta forma también quedaba de manifiesto que la historia de salvación y las acciones divinas del pasado volvían a hacerse realidad en su conmemoración litúrgica.
Ex 23, 19 El trasfondo religioso de la última prohibición, no cocerás el cabrito en la leche de su madre, es hoy más conocido. Según un escrito cananeo titulado El nacimiento de los dioses, era frecuente ese guiso como rito de fecundidad, de manera que la leche en la que se había cocido un cabrito, se esparcía por el campo o sobre los animales para obtener mejores frutos. Por ser una práctica mágica o de hechicería, estaba prohibida en Israel (cfr Ex 34, 26).
Ex 23, 20-33. Yo enviaré un ángel delante de ti (v. 20). El nombre de ángel, como enseña San Agustín, indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel (Enarrationes in Psalmos Sal 103, 1, 15). La expresión ángel del Señor equivale a la presencia de Dios mismo o su intervención directa (cfr Ex 3, 2; Ex 14, 19 y también Gn 16, 7; Gn 22, 11.14). En cambio, cuando la Escritura habla de ángel o mi ángel (cfr Ex 33, 2; Nm 20, 16) parece referirse más bien a los seres espirituales atentos a las órdenes del Señor y fieles ejecutores de su palabra (cfr Sal 103, 20). La función que se les asigna es la de proteger al pueblo en nombre del Señor hasta llegar a la tierra prometida, lo mismo que habían protegido a Lot (cfr Gn 19) o a Agar y a su hijo (cfr Gn 21, 17). La Iglesia, basada en esta enseñanza bíblica, mantiene que los ángeles siguen prestando la misma ayuda misteriosa y poderosa a los hombres: Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida (S. Basilio, Adversus Eunomium 3, 1; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 334-336).
En contraste con el envío del ángel, Dios manda contra los enemigos de Israel dos fuerzas maléficas: el terror (v. 27) y la peste de avispas (v. 28). Como es habitual en la Biblia, no se pretende decir que Dios es perverso, sino más bien que, siendo Dios el único Ser Supremo, a Él se le atribuyen los beneficios y las desgracias. Más aún, por el juego de contrastes tan frecuente en la literatura semita, las desgracias de los enemigos son el modo de expresar la predilección y los beneficios propios.
Ex 23, 24-25. Destrozarás sus estelas. En general las estelas (en hebreo, massebot) eran piedras conmemorativas de alguna gesta importante a modo de columnas u obeliscos (cfr Ex 24, 4; 2S 18, 18). Pero en la religión cananea eran símbolo de los dioses masculinos (cfr Ex 34, 13 y nota). Tanto los profetas (cfr Os 4, 10; Os 10, 1; Mi 5, 12-13) como otros libros de la Biblia (cfr Dt 16, 22; 2R 17, 10, etc.) condenan severamente la idolatría que supone construirlas o mantenerlas en pie dentro de la tierra santa de Israel.
Él bendecirá (v. 25). La versión de los Setenta y la Vulgata ponen estas palabras en boca del Señor: Yo bendeciré.
Ex 23, 27-30. El anuncio de la lentitud en la conquista pretende ser una explicación de lo que ocurrió en realidad. Por una parte, había que dar tiempo a que los miembros del pueblo fueran asentándose y cultivando la tierra: ésta es la explicación más obvia. Pero hay otra más teológica que insinúa el libro de la Sabiduría (cfr Sb 12, 3-10): Dios dispuso enviar plagas de avispas y otros castigos previos para dar tiempo a los paganos habitantes de aquel país a que se arrepintieran y aceptaran al verdadero Dios.
Ex 23, 31 Las fronteras aquí señaladas son las del reino de Salomón (cfr 1R 5, 1; Jc 20, 1) que van del Mar Rojo al Mediterráneo, y del desierto arábigo al Éufrates.
Ex 24, 1-18. Era frecuente entre aquellos pueblos ratificar los pactos mediante un rito o un banquete. En esta sección se narra un rito con banquete mediante el cual queda sellada la Alianza. Es éste un acontecimiento trascendental para la historia de la salvación que prefigura el sacrificio de Jesucristo y con el que se inaugurará la Nueva Alianza.
Suelen considerarse dos tiempos en esta ratificación: primero, con Moisés y los ancianos, los responsables del pueblo (vv. 1-2.9-11), y a continuación, con todo el pueblo (vv. 3-8). Otros comentaristas piensan que se trata de un único rito, transmitido por dos tradiciones diferentes. En ambos casos, el autor último ha intentado reflejar que tanto los dirigentes como el pueblo entero participaron y aceptaron solemnemente la Alianza divina y sus exigencias.
Ex 24, 1-11. Nadab y Abihú son sacerdotes descendientes de Aarón (cfr Ex 6, 23; Ex 28, 1; Lv 10, 1-2); los ancianos, por su parte, detentan la representación del pueblo en asuntos trascendentales. La acción se desarrolla en la cima del monte adonde suben los dirigentes: Moisés, como líder; los sacerdotes, como portadores de la potestad religiosa; y los ancianos, como portadores de la potestad jurídica y civil (cfr Ex 18, 21-26).
Sólo Moisés tiene acceso directo a Dios (v. 2), pero todos pueden contemplarlo sin morir: el espectáculo supera la brillantez y riqueza de los grandes palacios y templos orientales (cfr la visión de Isaías, en Is 6, 1-10). Más aún, todos ellos participan con Dios en la misma mesa (v. 11): la descripción recuerda un banquete regio, en el que los comensales son tratados con la dignidad del anfitrión: así participará el rey Joaquín, prisionero, en la mesa del rey de Babilonia, como señal de benevolencia (cfr 2R 25, 27-30). Pero es, ante todo, un banquete ritual en el que la participación en la misma mesa significa la íntima relación entre Dios y los dirigentes del pueblo, y la mutua responsabilidad en la Alianza que queda así sellada.
Ex 24, 3-8. El rito tiene lugar en la falda del monte; sólo Moisés es el intermediario, pero los protagonistas son Dios y su pueblo. La ceremonia tiene dos partes: la lectura y aceptación de las cláusulas de la Alianza (vv. 3-4), es decir, las palabras (Decálogo) y las normas (el denominado Código de la Alianza); y, por otra parte, el sacrificio que sella el pacto.
La aceptación de las cláusulas se hace con toda solemnidad, usando la fórmula ritual: Haremos todo lo que ha dicho el Señor. El pueblo, que ya había pronunciado este compromiso (Ex 19, 8), lo repite al escuchar el discurso de Moisés (v. 3) y en el momento previo a ser rociado con la sangre del sacrificio. Queda así asegurado el carácter vinculante del pacto.
El sacrificio conserva rasgos muy arcaicos: el altar construido para la ocasión (v. 4; cfr Ex 20, 25); las doce estelas colocadas probablemente alrededor del altar; los jóvenes, y no los sacerdotes, que inmolan las víctimas; y, sobre todo, el rito con la sangre que centra toda la ceremonia.
Al distribuir la sangre a partes iguales entre el altar, que representa a Dios, y el pueblo, se quiere significar que ambos se comprometen a las exigencias de la Alianza. Hay datos de que los pueblos nómadas sellaban sus pactos con sangre de animales sacrificados. Pero en la Biblia no hay vestigios de este uso de la sangre. El significado de este rito es probablemente más profundo: puesto que la sangre, que significa la vida (cfr Gn 9, 4), pertenece sólo a Dios, únicamente debía derramarse sobre el altar, o usarse para ungir a las personas consagradas al Señor, como los sacerdotes (cfr Ex 29, 19-22). Cuando Moisés rocía con la sangre del sacrificio al pueblo entero, lo está consagrando, haciendo de él propiedad divina y reino de sacerdotes (cfr Ex 19, 3-6). La Alianza, por tanto, no es únicamente el compromiso de cumplir los preceptos, sino, ante todo, el derecho a pertenecer a la nación santa, posesión de Dios. Jesucristo, en la Última Cena, al instituir la Eucaristía, utiliza los mismos términos, sangre de la Nueva Alianza, indicando la naturaleza del nuevo pueblo de Dios, que, habiendo sido redimido, es en plenitud pueblo santo de Dios (cfr Mt 26, 27 y par.; 1Co 11, 23-25).
El Concilio Vaticano II enseña la relación de esta Alianza con la Nueva, precisando el carácter del verdadero pueblo de Dios que es la Iglesia: (Dios) eligió como suyo al pueblo de Israel, pactó con él una Alianza y le instruyó gradualmente revelándose en Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la Alianza nueva y perfecta que había de pactarse con Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. (…) Este pacto nuevo, a saber, el nuevo Testamento en su sangre (cfr 1Co 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se uniera no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios (Lumen gentium, 4 y 9).
Ex 24, 12-18. Nueva subida de Moisés a la montaña, esta vez relacionada con el trágico episodio del becerro de oro (Ex 32). Sobre piedra, y no sobre arcilla, se grababan normalmente las leyes -como sucede con el Código de Hammurabi, grabado sobre una enorme piedra de diorita-, quizá para indicar la estabilidad de las mismas. San Pablo, en cambio, queriendo enseñar más la interioridad de la ley, recordará que el mensaje evangélico está inscrito en el corazón (cfr 2Co 3, 3). Las tablas de piedra van a ser en esta narración el símbolo de la fidelidad quebrantada por el pueblo y recompuesta por la misericordia divina (cfr nota a 32, 1-6).
Los vv. 15-18, provenientes probablemente de la tradición sacerdotal, describen la teofanía, en términos cultuales, hablando de la gloria del Señor. Es la manifestación sensible de la presencia divina en forma de nube luminosa y, a la vez, opaca (v. 16); la misma que más tarde impregnará el Arca (cfr Ex 40, 34-35), y posteriormente el Templo (cfr 1R 8, 10-11). Es también un fuego devorador, ante el cual nada ni nadie puede resistir (cfr Dt 4, 36). Ambas imágenes expresan la trascendencia de Dios. También el Espíritu Santo vendrá en forma de lenguas de fuego (cfr Hch 2, 3-4). Sobre el sentido profundo de la nube, ver Catecismo de la Iglesia Católica, 697.
Dios exigió a Moisés una semana de preparación antes de presentársele el día séptimo; luego, Moisés permaneció cuarenta días en íntima comunicación. Estos períodos de tiempo, más que un detalle cronológico, reflejan la intensidad del trato con el Señor, y serán evocados en episodios importantes: así Elías caminó cuarenta días en su búsqueda de Dios (cfr 1R 19, 8) y también Jesucristo pasará cuarenta días en el desierto, antes de comenzar su vida pública (cfr Mt 4, 2).
Ex 25, 1-Ex 31, 18. Estos capítulos recogen las normas detalladas y minuciosas sobre la construcción del Arca y del Tabernáculo, cuya ejecución será narrada al final del libro, después de que el Señor haya restablecido el orden que los israelitas quebrantaron con la adoración del becerro de oro (caps. 35-40). La tradición sacerdotal, a quien se atribuye la composición de ambas secciones, ha unido elementos antiquísimos del culto en el desierto con otros más recientes en una norma que orientaría la construcción del templo de Zorobabel (cfr caps. Ez 40-48).
En efecto, es históricamente probable que las caravanas israelitas del desierto montaran una tienda especialmente dedicada al culto -el Tabernáculo- en el que depositarían el Arca, objeto portátil especialmente venerado en el que guardaban los tres símbolos de la liberación de Egipto: el báculo de Moisés, la urna con el maná (cfr Ex 16, 33) y las tablas de la Ley. Los detalles sobre medidas, materiales a emplear, y el modo concreto de combinarlos, reflejan construcciones posteriores, como el templo de Silo y, sobre todo, el templo de Salomón en Jerusalén.
El autor sagrado deja entrever en esta descripción diversos temas doctrinales: en primer lugar, la legitimación del culto en el Templo, puesto que su construcción y su normativa se remontan al propio Moisés; por otra parte, la existencia misma de un Templo y su significado: el Tabernáculo del desierto, y más tarde el Templo, son un signo sensible de la presencia de Dios en medio del pueblo; por eso, el culto será siempre la manifestación del reconocimiento de la presencia activa de Dios entre los hombres. Finalmente, la construcción del Tabernáculo evoca en muchos momentos el relato de la creación (Gn 1, 1-Gn 2, 4): hay un orden directamente buscado, pues Dios mismo ordena cómo hay que hacer los elementos del santuario y los objetos de culto; y, al final, Moisés termina toda su obra (Ex 40, 33; cfr Gn 2, 2) y bendice aquel día a los artífices (Ex 39, 43; cfr Gn 2, 3). De esta forma se enseña que el templo y el culto reflejan un mundo nuevo.
La liturgia cristiana fomenta con mayor razón la dignidad de los elementos que utiliza porque celebra la novedad del misterio de Cristo y prefigura la liturgia celestial: En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra Vida, y nosotros nos manifestemos con Él en la gloria (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 8).
Ex 25, 1-9. La construcción del Santuario y del Arca se hará con los materiales que voluntariamente aportarán los hijos de Israel. El término hebreo terumah, que hemos traducido por ofrenda (v. 2), tiene carácter de tributo, en cuanto que cada cual tendría obligación de aportarlo en conciencia; pero tiene fundamentalmente un sentido religioso, como parte de un sacrificio (cfr Lv 7, 14; Nm 15, 19-21).
La dignidad del culto exige que se utilicen únicamente metales preciosos o elementos muy apreciados; algunos términos resultan hoy desconocidos, como pieles selectas (v. 5), literalmente pieles de marsopa o de tejón, o de un animal hoy desaparecido, quizá una especie de delfín que se criaba en el Mar Rojo. También la Iglesia se ha esmerado en el valor artístico de los lugares y elementos del culto. La santa madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, buscó constantemente su noble servicio y apoyó a los artistas, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 122).
El Santuario o Tabernáculo (vv. 8-9) son dos términos sinónimos que indican la tienda sagrada, es decir, la que se utilizaba para guardar el Arca, y en la que Dios se hacía presente a los hebreos. La nomenclatura refleja a la vez la trascendencia divina y su proximidad a los suyos: Dios habita en el Cielo, pero se comunica con su pueblo en la sekinah (morada). San Esteban recuerda el verdadero sentido del Santuario citando palabras de Isaías (Is 66, 1-2) para señalar que el Altísimo no habita en casas construidas por manos de hombres (Hch 7, 48; cfr Hb 8, 2; Ap 15, 5).
Ex 25, 10-22. El Arca era un cofre rectangular, de madera de acacia y recubierto de oro por dentro y por fuera. El codo hebreo era la distancia del codo hasta el extremo del dedo medio, unos 45 cm.; por tanto las medidas del Arca serían aproximadamente 1, 25 m., por 0, 70, por 0, 70 m. Los accesorios del Arca, anillas y varales, van encaminados a facilitar su traslado durante las diversas etapas del desierto. El Arca tuvo una importancia enorme en la historia antigua de Israel y, por tanto, adquirió distintos apelativos según los lugares o las tradiciones que la mencionan. Así, se la llama Arca de Dios (en Josué), Arca del Señor (en 1Samuel), Arca de la Ley (en el libro del Deuteronomio), Arca del Testimonio. Era memorial del pacto entre Dios y su pueblo por contener las tablas de la Alianza; pero era, sobre todo, símbolo de la presencia de Dios (v. 22; cfr 1S 4, 4; 2S 6, 2).
El Arca estaba tapada por una gruesa placa de oro, denominada el Propiciatorio, porque el día de la Expiación (cfr Lv 16, 15-16) el sacerdote rociaba sobre él la sangre de las víctimas implorando el perdón de los pecados del pueblo. San Pablo llama a Jesucristo Propiciatorio, por cuanto en su sangre alcanza el hombre la remisión de los pecados (cfr Rm 3, 25).
En los dos extremos del Propiciatorio había dos querubines, probablemente dos figuras de animales alados, que representaban a los seres espirituales o ángeles que sirven de cerca a Dios. Estas figuras, junto con el Propiciatorio, formaban una especie de trono majestuoso desde donde el Señor hablaba (v. 22; cfr Nm 7, 89). De ahí la fórmula el Señor que se asienta sobre querubines (1S 4, 4; 2R 19, 15; Sal 99, 1).
Ex 25, 23-30. La mesa del pan de la proposición (cfr Ex 37, 10-16) era también de madera de acacia, recubierta de oro. Sobre ella debían colocarse cada sábado doce tortas de pan, intercaladas con recipientes de incienso (cfr Lv 24, 5-9). Significaban que el pan de cada día tiene su origen en la bondad de Dios (cfr el Padrenuestro). Por estar colocada la mesa delante del Arca, se llaman panes de la presencia (1S 21, 7), pero también panes consagrados (cfr 1S 21, 4-6) o panes perpetuos (Nm 4, 7). Solamente podían comerlos los sacerdotes, aunque David en momento de persecución no dudó en alimentarse con ellos (1S 21, 4-7), hecho que aprovechó nuestro Señor para hablar de la libertad de espíritu frente a la letra de la ley (cfr Mc 2, 23-28).
Ex 25, 31-40. El candelabro de siete brazos o menorah (cfr Ex 37, 17-24) debía ser de oro y debía pesar un talento, es decir unos 32 kg. Su descripción es bastante confusa, pero da idea de ser el elemento más artísticamente elaborado. No se conoce con exactitud el simbolismo de los siete brazos, pero quizá por representar un hermoso árbol, podría ser un signo más de que el Santuario era el lugar de la presencia de Dios, que da vida, luz y cobijo a los fieles. Ver también nota a Nm 8, 1-4.
Ex 26, 1-14. La descripción del Santuario (cfr Ex 36, 8-19) es minuciosa hasta en los más pequeños detalles, aunque no resulta fácil hacerse una idea exacta, dado que utiliza una serie de tecnicismos que hoy se desconocen. Constaba de cuatro cobertores: el primero, de unos 17 por 12 metros era de lino, formado de diez tapices. El segundo, de 19 por 13 metros era de pelo de cabra. Sobre ellos se ponían otros dos cobertores, uno de piel de cabra, teñida de rojo, y otro de cuero fino, probablemente de piel de carnero. Aunque el Santuario tenía la apariencia de las tiendas que los israelitas utilizaban, es indudable su majestuosidad; la riqueza de sus elementos ponía de relieve la dignidad del culto y el convencimiento de que a Dios hay que entregarle siempre lo mejor.
Ex 26, 15-30. El armazón del Santuario (cfr Ex 36, 20-34) lo formaban grandes tablones de unos 4, 20 por 0, 60 metros. El conjunto resultante medía unos doce metros de largo por unos cinco de ancho; la altura sería de unos cuatro metros. Se conseguía así una estructura sólida similar al templo que se habría de construir en Jerusalén, pero con la diferencia de que todos los elementos del desierto eran desmontables y transportables.
Ex 26, 31-37. El Sancta sanctorum y el Sanctum eran las dos partes en que se dividía el recinto formado por los tablones. El primero, una habitación cuadrada de cuatro por cuatro metros, era el lugar más sagrado; en él se conservaba el Arca y era considerado como la morada del Señor. Allí sólo podía entrar el Sumo Sacerdote una vez al año para el rito de la expiación (cfr Lv 16, 1-34); la carta a los Hebreos presenta a Cristo como único sacerdote, que alcanza la redención universal, de una vez para siempre, con su sacrificio en la Cruz y con su entrada gloriosa en el Cielo (cfr Hb 9, 1-14). Tal modo de aislar el recinto sacratísimo reflejaba la trascendencia de Dios. Este velo (v. 31) se mantuvo en el Templo de Salomón (cfr 1R 6, 15-16) y en el de Herodes; fue el que se partió en dos en el momento de expirar Jesucristo, como señal de que comenzaba una nueva era de salvación (cfr Mt 27, 51), en la que todos los hombres tienen acceso directo a Dios.
En el recinto del Santo (hekal) se hallaban la mesa de los panes y, enfrente, el candelabro de los siete brazos. Tampoco aquí podían entrar los simples fieles, como lo indicaba el velo de la entrada. Pero era mucho más importante el velo ricamente bordado que aislaba el recinto del Santo de los Santos (debir).
Ex 27, 1-8. El altar de los sacrificios (cfr Ex 38, 1-7) es una especie de mesa de madera de acacia de 2 metros de ancho, 2 de largo y 1, 20 de alto. En los cuatro extremos había cuatro cuernos, que serían untados con la sangre de las víctimas sacrificadas (cfr Ex 29, 12); al agarrarse a ellos, los fugitivos conseguían el derecho de asilo (cfr 1R 1, 50; 1R 2, 28).
No parece que la combustión de las víctimas se realizara sobre el altar, puesto que sus materiales no resistirían el calor de las brasas; es más probable que las víctimas se quemaran en otro lugar, según la normativa de Ex 20, 24, y que sobre el altar se hiciera una combustión simbólica.
Ex 27, 9-21. El atrio del santuario (cfr Ex 38, 9-20) era un rectángulo amplio de unos 42 metros de largo por 21 de ancho. Las cortinas apoyadas en los postes separaban este lugar sagrado del resto del campamento. En la construcción del Templo de Salomón y en el Segundo Templo construido después del destierro, este recinto formaba los atrios (cfr 1R 6, 36) de donde Jesús habría de expulsar a los vendedores por profanar el lugar sagrado (Mt 21, 12-17).
El uso de aceite puro de oliva (vv. 20-21) es un detalle más del valor y de la prestancia de todos los elementos del culto.
Ex 28, 1-5. Después de las normas sobre el Santuario y todos sus elementos se recoge la normativa sobre los sacerdotes. El sacerdocio en Israel era hereditario, lo ejercieron los descendientes de Aarón, y mucho más tarde los miembros de la tribu de Leví; pero éstos siempre tuvieron como modelo a Aarón, constituido sacerdote por el mismo Dios (cfr Ex 29, 4-7). La clase sacerdotal desempeñará un importante papel no sólo como sustentadores del culto, sino también como defensores de la fe y transmisores de la doctrina, especialmente a partir del destierro de Babilonia. Y desde la época de los Macabeos, tendrán un gran protagonismo también en asuntos políticos.
Los ornamentos sacerdotales reflejaban la dignidad del culto: debían ser elaborados con materiales preciosos y a cargo de los artesanos más hábiles.
Ex 28, 6-30. El efod (cfr Ex 39, 2-7) es la vestidura específica de los sacerdotes (cfr 1S 2, 18) y de los que participaban directamente en el culto (por ejemplo, David: cfr 2S 6, 14). El mismo nombre se aplicaba a un instrumento utilizado en los antiguos santuarios del norte que contenía las suertes con que se consultaba al Señor (cfr 1S 2, 28; 1S 14, 18-20); llegó incluso a designar un objeto idolátrico (cfr Jc 8, 26-27). Como ornamento sacerdotal, es distintivo del Sumo Sacerdote, una especie de delantal que se sujetaba con un ceñidor y dos hombreras; en éstas llevaba dos piedras de ónice con los nombres grabados de las tribus de Israel.
El pectoral del juicio era un paño rectangular artísticamente bordado, colocado sobre el pecho y sujeto por la parte superior a las hombreras del efod y por la inferior al cinturón. Cuando el autor sagrado escribe, las vestiduras sacerdotales habían sufrido múltiples modificaciones; de ahí la dificultad para saber con exactitud cómo eran en su origen. Con todo, parece claro que el pectoral tenía una especie de bolsa interior donde se guardaban los urim y tummim, instrumentos para descubrir la voluntad del Señor y la suerte de los hijos de Israel (v. 30). Llevaba también engarzadas las doce piedras con los nombres de las doce tribus de Israel, mostrando así que la función principal del Sumo Sacerdote era representar al pueblo ante Dios en las funciones litúrgicas más solemnes.
Ex 28, 31-35. El manto del efod (cfr Ex 39, 22-26) era una amplia vestidura a modo de dalmática que llegaba hasta la rodilla, de una sola pieza y con una abertura para la cabeza. Era de gran prestancia con las granadas bordadas y las campanillas en la orla. El tintineo de estas campanillas, cuyo sentido originario no se conoce, vino a ser más tarde memorial para los hijos de Israel (Si 45, 9) del esplendor de la gloria del Señor.
Ex 28, 36-39. El tocado de la cabeza (cfr Ex 39, 27-31) constaba de un magnífico turbante o tiara en cuyo centro llevaba una lámina de oro que probablemente tenía forma de flor (como así parece sugerirlo su raíz hebrea: cfr Nm 17, 23) -símbolo de vida y salud- con las palabras consagrado al Señor, es decir, separado de los demás para dedicarse a las cosas de Dios. Este lema vino a significar ante el pueblo que en la persona del Sumo Sacerdote se reparaban los pecados rituales involuntarios. La función expiatoria del sacerdote se irá subrayando con el paso del tiempo, de modo que llegue a ser el objeto principal de su misión: El Sumo Sacerdote… debe ofrecer expiación por los pecados, tanto por los del pueblo como por los suyos (Hb 5, 3).
Ex 28, 40-43. Los demás sacerdotes vestirán también ornamentos artísticamente confeccionados, aunque menos solemnes. La última disposición (vv. 42-43) está relacionada con el precepto de Ex 20, 26 y tiende a realzar el culto hasta en los más pequeños detalles evitando cualquier inmodestia (cfr 2S 6, 20-23).
Sobre el sentido de la investidura (v. 41) véase nota a Ex 29, 9.
Ex 29, 1-9. El rito de consagración de los sacerdotes está descrito con toda minuciosidad. Algunos detalles se completan con la normativa del cap. Lv 8. Este ceremonial supone que el sacerdocio era ejercido únicamente por los miembros de la tribu de Leví, hecho que ocurrió a partir del destierro de Babilonia. Anteriormente ejercieron funciones sacerdotales algunos no levitas como Micá (cfr Jc 17, 5), Eleazar (cfr 1S 7, 1), y el mismo David (cfr 2S 8, 18). En este ritual hay, por tanto, elementos antiguos junto a otros que sólo tuvieron vigencia en el templo de Zorobabel.
La consagración tenía dos partes: la unción y los sacrificios. La unción con aceite significaba la dedicación exclusiva al servicio de Dios. Parece que sólo el Sumo Sacerdote debía ser ungido (cfr Lv 16, 32; Ex 34, 14; Lv 1, 10), a pesar de las alusiones a la unción de todos los sacerdotes (cfr Ex 28, 41; Ex 30, 30; Ex 40, 15). Antes de la unción el Sumo Sacerdote debía bañarse totalmente y revestirse cuidadosamente con las vestiduras sacerdotales. Todos estos detalles reflejaban el estado de pureza ritual plena exigido al Sumo Sacerdote (cfr nota a Ex 30, 22-33).
Ex 29, 4 Los baños rituales significaban la pureza interior de los oficiantes. Siempre que se acercaban al altar debían hacer las abluciones de pies y manos (cfr Ex 30, 18-21); pero el día de la consagración debían lavarse todo el cuerpo. En la liturgia cristiana las abluciones son muy sobrias para significar la contrición interior; por ejemplo, el lavabo de la Misa es, ante todo, un signo de arrepentimiento acompañado de unas palabras tomadas del Salmo 51.
Ex 29, 9 Así investirás. Literalmente les llenarás las manos (cfr Ex 28, 41; Lv 8, 22-29; Jc 17, 5.12). Es un término técnico que probablemente alude a que se les entregaba por primera vez la parte de las víctimas que habían de ofrecer en los sacrificios. En la ordenación de sacerdotes cristianos, el Obispo entrega el cáliz y la patena como signo del ministerio que se les confiere.
Ex 29, 10-37. Los sacrificios de consagración son tres: uno expiatorio (vv. 10-14), según el ritual recogido en Lv 4, 1-12; el segundo como holocausto (vv. 14-18), en alabanza y acción de gracias a Dios (cfr Lv 1); el último es un sacrificio de consagración (vv. 19-37), que tiene carácter de ofrenda, al que se le unen los panes ácimos (v. 32); además de sus peculiares detalles, es un sacrificio de comunión (vv. 31-37).
La importancia de la consagración del Sumo Sacerdote queda reflejada en la celebración de los tres sacrificios más solemnes. En el Antiguo Testamento los sacrificios son los actos específicos de culto, porque en ellos se expresa sensiblemente la unión con Dios, la soberanía del Señor sobre la creación y su misericordia al perdonar los pecados. La unión con Dios se hace patente sobre todo en los sacrificios de comunión, que son probablemente los más antiguos, en los cuales Dios acepta la víctima y recibe una parte en el altar, mientras que los oferentes comen el resto en un banquete sagrado. La soberanía de Dios queda reflejada más claramente en el holocausto, en el que Dios acepta la víctima completa en señal de donación del oferente, que reconoce el dominio supremo del Señor: Todo proviene de ti y lo que te hemos dado es de tu misma mano (1Cro 29, 14). Los sacrificios expiatorios expresan la fe en la misericordia divina: en ellos el rito con la sangre es imprescindible, en cuanto que refleja la purificación que Dios lleva a cabo. Ahora bien, los sacrificios nunca fueron ritos mágicos que alcanzasen su objetivo al margen de la actitud de los oferentes. De ahí la condena constante de los profetas contra quienes pretendían justificar su conducta depravada, multiplicando los sacrificios rituales (cfr Os 2, 3-15; Am 4, 4-5, etc.).
Estos tres sacrificios son, como la Pascua, figura del único y verdadero sacrificio de Jesucristo en la Cruz, que es a la vez expiación, holocausto y comunión.
Ex 29, 10 La imposición de manos sobre la víctima es un rito frecuente en los sacrificios. Este gesto no significa propiamente transmisión de los propios pecados a la víctima, ni sustitución del oferente, sino un signo de propiedad para indicar que la víctima es suya. Por tanto, este gesto indica que es el oferente quien hace el sacrificio, aunque sean otros, los ministros que realizan las diversas ceremonias.
Ex 29, 18 Es frecuente en la Biblia el antropomorfismo de que los sacrificios son aroma agradable para el Señor. Lejos de suponer un craso materialismo como si Dios se alimentara de las víctimas (cfr Dn 14, 1-22), expresa que es voluntad divina que se le ofrezcan sacrificios; por eso, se dice, se complace en ellos.
Ex 29, 19-20. El sacrificio de consagración tiene como característica más propia el ritual de la sangre. Con ella, se unta no sólo el altar, sino también los lóbulos de las orejas, las manos y los pies del sacerdote, que debe estar tan separado de sus conciudadanos como lo está el altar de los objetos profanos. La triple unción concreta las exigencias de su oficio, pues el sacerdote debe escuchar siempre la voz de Dios, debe dedicarse a los trabajos del Templo, y debe caminar santamente. Tal es el sentido de la consagración de los sacerdotes.
Ex 29, 26-28. Esta ceremonia consistía en balancear de delante hacia atrás la porción de la víctima que, una vez ofrecida, quedaba en posesión de los sacerdotes para su sustento. El término tenufah que significa este balanceo ritual pasó al lenguaje ordinario para referirse o bien al sacrificio del que participaban los sacerdotes, o, incluso, a la parte de la ofrenda que les correspondía.
Otra parte de la víctima -hoy no conocemos cuál sería- se elevaba ritualmente y quedaba también como estipendio para los sacerdotes. El término técnico terumah vino a ser en el lenguaje ordinario sinónimo de ofrenda o tributo religioso (cfr Ex 25, 1).
Ex 29, 31-37. La comida que sigue a la consagración formaba parte del sacrificio y tenía carácter sagrado, ningún laico podía participar en ella. Además, los restos que quedaran debían quemarse. Todos los detalles del sacrificio de consagración reflejan insistentemente la trascendencia y santidad de Dios. Todo lo que formaba parte del rito, tanto instrumentos como personas, debían reflejar la idea de que a Dios se le sirve en exclusiva.
Las ceremonias de consagración se prolongaban durante siete días (vv. 35-37) porque abarcaban también la consagración del altar y de los demás objetos de culto. Eran celebraciones festivas poniendo así de relieve la alegría de quienes sirven al Señor: Servid al Señor con alegría, acercaos a él entre gritos de júbilo (Sal 100, 2).
Ex 29, 38-46. Los sacrificios diarios se ofrecían desde muy antiguo en Israel, como lo atestigua el relato de Elías (cfr 1R 18, 29) y la ofrenda de Ajaz, rey de Israel (2R 16, 13). Pero con la minuciosa normativa que aquí se recoge (cfr Ez 46, 13-15; Lv 6, 2-6) parece que no se practicaron hasta después del destierro.
En lenguaje cultual un décimo de flor de harina equivale a un décimo de efah de flor de harina (cfr Lv 5, 11; Lv 6, 13), es decir, a un décimo de la capacidad de un recipiente de unos 21 litros (cfr nota a Ex 16, 32-36). Un hin, utilizado para el aceite, el vino o el agua, equivale aproximadamente a 3, 5 litros.
El culto en Israel sufriría con el paso de los años muchas modificaciones, pero a pesar del peligro permanente de caer en un formalismo externo siempre mantuvo la idea de que los hombres pueden acceder a Dios, presente entre los suyos. Los vv. 44-46 reflejan con claridad que el culto es expresión de la fe en Dios, salvador de la esclavitud de Egipto. En la nueva Liturgia que nace de la obra redentora de Cristo, cada uno de los ritos forma parte de la acción sublime de Cristo Sacerdote, especialmente presente en su Iglesia, que tributa el culto debido a Dios Padre y alcanza la gracia a los fieles: En esta obra tan grande (la Liturgia) por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 7).
Ex 29, 45-46. Las prescripciones sobre la consagración de los sacerdotes y del altar terminan con esta enseñanza teológica, propia de la tradición sacerdotal: los prodigios del éxodo tienen como finalidad hacer presente a Dios entre su pueblo; pero también el Templo y el culto, que son memorial de aquel acontecimiento, han de ser expresión de que Dios está entre los suyos y es accesible a ellos. La liturgia cristiana hace realidad lo que entonces era figura y símbolo: Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz” (Conc. de Trento, sess. XIII), sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20) (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 7).
Ex 30, 1-10. El altar para el incienso (cfr Ex 37, 25-28; Ex 40, 26) estaba colocado en el Templo de Salomón delante del Santo de los Santos (cfr 1R 6, 20-22; 1R 7, 48). Desde tiempo muy antiguo el uso del incienso era común dentro del culto tanto en Mesopotamia como en Canaán. Siendo una sustancia aromática es muy apropiada no sólo para ambientar y perfumar los locales en las grandes aglomeraciones profanas o religiosas, sino sobre todo para significar la alabanza que sube olorosamente hasta el Cielo.
Ex 30, 11-16. El tributo en Israel tiene un marcado carácter religioso (cfr Ex 38, 24-31). En efecto, puesto que los israelitas, todos y cada uno, son posesión divina, los dirigentes no podían utilizarlos en provecho propio ni exigirles aportaciones económicas. Por tanto, el censo era una evidente ocasión de pecado (cfr 2S 24) porque quienes lo hacían tenían el riesgo de inscribir como propiedad propia lo que sólo es de Dios; todo censo podía acarrear una plaga o cualquier otro castigo (v. 12). Para evitar esa intención torcida, se concedía a cada individuo mayor de edad el derecho de participar en el sostenimiento del culto; pobres y ricos son iguales ante Dios y tienen idénticos derechos: tal es el sentido de que el tributo personal sea el mismo para todos (v. 15).
Ex 30, 17-21. La pila de bronce para las abluciones (cfr Ex 38, 8; Ex 40, 30) facilitaba las purificaciones constantes de los sacerdotes. En contraste con los demás elementos del Santuario, no se detallan con la misma minuciosidad sus medidas. Tampoco se conocen las dimensiones exactas, aunque en el Templo de Salomón está atestiguada la existencia de un enorme recipiente (el mar de bronce: cfr 1R 7, 23-26), sostenido por doce figuras de toros, y de otras diez pilas más pequeñas (cfr 1R 7, 38-39).
Ex 30, 22-33. El óleo de la unción (cfr Ex 37, 29) era una mezcla de aceite de oliva con otras sustancias aromáticas, muchas de ellas importadas y de alto precio. Puesto que el aceite se usaba tanto para el embellecimiento corporal (cfr Rt 3, 3; 2S 12, 20; Mt 6, 17) como para curar las heridas (cfr Is 1, 6; Mc 6, 13; Lc 10, 34, etc.), la mezcla complicada del óleo de la unción reflejaba una vez más la dignidad del culto y la trascendencia de Dios, que exige la máxima perfección moral a sus servidores.
Con este óleo se ungían, además de los objetos más importantes del culto, a las personas consagradas, en concreto, a los sacerdotes, a los profetas y, muy especialmente, al rey (vv. 25-30; 1S 10, 1). Al rey se le aplicaba el título de Ungido (cfr 1S 26, 9.11.23; 2S 1, 14.16; 2S 19, 22). De ahí que este título es el más específico del futuro Rey-Mesías que el Nuevo Testamento aplica a Jesús, Señor Nuestro. Cristo viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido” (…). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey (Catecismo de la Iglesia Católica, 436).
Ex 30, 34-38. La fórmula para elaborar el incienso (cfr Ex 37, 29) era bastante complicada; algunos tratados rabínicos tardíos describen una composición más refinada aún, con dieciséis ingredientes distintos. Únicamente podemos saber que muchas de las sustancias empleadas no eran oriundas de Palestina y que el uso del incienso suponía un refinamiento en el culto. Es, por tanto, una señal más de que no se escatimaba ni el valor material ni el esfuerzo humano en los elementos destinados al culto divino.
Ex 31, 1-11. Para asegurar que las obras del Santuario se van a realizar con toda perfección, siguiendo las indicaciones divinas, Dios transmite su espíritu de sabiduría, es decir, una extraordinaria habilidad, a los artesanos que Él mismo elige.
La sabiduría, tan apreciada en los pueblos orientales, es, según la Biblia, participación de la sabiduría divina: Dios es el único Sabio que ha llevado a cabo la creación del universo con habilidad y destreza únicas. Por tanto, los más sabios son los que mejor imitan a Dios; no lo son sólo los que gozan de unos conocimientos teóricos ni de una filosofía o capacidad intelectual superior, sino sobre todo los que están dotados de una pericia especial en la realización de lo que Dios quiere. Los artesanos del Santuario poseen la sabiduría para construirlo según el querer de Dios. Más adelante, los libros sapienciales enseñarán que los sabios no son los que más conocimiento poseen, aun cuando éste sea un conocimiento religioso, sino los que viven conforme a él. Es decir, el sabio es el piadoso.
La Sabiduría divina es el atributo que más ampliamente se explica en el Antiguo Testamento, hasta el punto de que llega a personificarse (cfr Pr 8, 22-31). En el Nuevo Testamento, por ejemplo en el prólogo del Evangelio de San Juan (Jn 1), se atribuyen al Verbo rasgos de la Sabiduría creadora de Dios.
Ex 31, 12-17. Al introducir en este contexto las prescripciones sobre el sábado, el texto sagrado quiere significar que su observancia es el acto de culto más importante del pueblo de Israel. Quizá porque las normas de estos dos capítulos (30-31) son tardías y minuciosas, también esta sección suele considerarse como la más completa sobre el significado del sábado.
En efecto, aquí se indican tres razones, ninguna de ellas de tipo social, por las que el descanso sabático tiene carácter religioso: la soberanía de Dios (v. 13), la Alianza (vv. 16-17) y la pertenencia al pueblo de Dios (vv. 14-15). El descanso dominical cristiano tiene también este triple significado, al conmemorar la resurrección del Señor en la que se hace realidad la nueva creación, la nueva Alianza y el nuevo pueblo de Dios.
Ex 32, 1-Ex 34, 35. Terminada la relación de prescripciones sobre la construcción del Santuario, se reanuda el relato interrumpido al final del cap. 24. En esta última sección narrativa se relata el grave pecado de apostasía en el desierto (cap. 32) y la renovación de la Alianza (caps. 33-34).
Ante el amor de Dios que han supuesto los acontecimientos del Sinaí, la primera acción del pueblo como tal vuelve a ser un pecado, esta vez un gravísimo pecado de idolatría, merecedor de castigo severo. Pero, por intercesión de Moisés, Dios se mantiene fiel a su Alianza y continúa dirigiendo la historia del pueblo. En los acontecimientos que aquí se relatan, el pueblo toma conciencia de su propio pecado, del alcance del castigo y, sobre todo, del perdón de Dios lento a la cólera y rico en misericordia (Ex 34, 6).
De esta forma, vuelven a aparecer las grandes enseñanzas del Éxodo: la unidad de Dios que exige un culto exclusivo; la elección del pueblo, liberado de los peligros externos, pero sobre todo de las perversiones interiores; la Alianza ratificada una y otra vez; y, en definitiva, la manifestación de Dios, justo y misericordioso, que entabla un trato íntimo con los hombres.
Ex 32, 1-6. El toro o becerro era en el antiguo Oriente uno de los símbolos de la divinidad, en cuanto que, por su fortaleza, simbolizaba la omnipotencia divina. El rey Jeroboam mandó poner sendos becerros en los templos de Dan y Betel (cfr 1R 12, 28) al producirse la escisión del Reino del Norte. Puesto que con la imagen del becerro se pretendía representar al verdadero Dios, no se trata propiamente de un pecado de idolatría sino de la transgresión del precepto de hacer imágenes del Señor; bien es verdad que este mandamiento tenía por finalidad evitar toda ocasión de idolatría (cfr Hch 7, 40-41).
Mientras Moisés estaba lejos en el monte (cfr Ex 24, 18) Aarón no fue capaz de negarse a las exigencias del pueblo que le pide un dios sensible y palpable, como lo tenían otros pueblos. El contraste entre Moisés y Aarón es intencionado en este relato: el primero está en el monte en diálogo íntimo con el Señor para poder transmitir al pueblo lo que Dios quiere de ellos (cfr nota a Ex 24, 12-18); Aarón, en cambio, toma estas decisiones por sí mismo, sin contar con el querer de Dios. La enseñanza que el relato deja entrever es que el pueblo ha de tener siempre en cuenta la palabra de Dios, por encima de intereses o conveniencias humanas. No quieras que te llene nada que no sea Dios. (…) La fe y el amor serán los lazarillos que te llevarán a Dios por donde tú no sabes ir. La fe son los pies que llevan a Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina (S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 1, 11).
El autor sagrado hace hincapié en que el becerro era hechura de manos humanas, de plata y oro, y fabricado con técnicas conocidas; así vino a ser como cualquiera de los ídolos que tienen boca y no hablan, ojos y no ven (cfr Sal 106, 19-20; Sal 115, 5ss.). La mención de la fiesta (v. 5) posiblemente incluía ritos idolátricos y orgiásticos, imitando a otros pueblos. Con todos estos detalles queda claro que el pecado de Israel es muy grave, al abandonar radicalmente el camino marcado por el Señor (v. 8). Han roto la Alianza antes de estrenarla.
Ex 32, 7-14. Este diálogo del Señor con Moisés contiene las bases doctrinales de la historia de la salvación: alianza, pecado, misericordia. Sólo el Señor conoce la gravedad del pecado: con la adoración del becerro de oro, el pueblo se ha apartado del camino y ha pervertido el sentido del éxodo; pero, sobre todo, se ha rebelado contra Dios y le ha abandonado, quebrantando la Alianza (cfr Dt 9, 7-14). Dios ya no le llama mi pueblo (cfr Os 2, 8), sino tu pueblo (de Moisés) (v. 7). Es decir, le hace ver que se ha hecho como los demás, guiado por líderes humanos.
El castigo merecido es la destrucción (v. 10), porque aquél es un pueblo de dura cerviz (cfr Ex 33, 3; Ex 34, 9; Dt 9, 13). El pecado merece la muerte: así ocurre con el primer pecado narrado en Gn 3, 19 y con el pecado que dio origen al diluvio (cfr Gn 6, 6-7). Ahora bien, por encima del delito prevaleció siempre la misericordia.
Moisés, como en otro tiempo Abrahán en favor de la ciudad de Sodoma (Gn 18, 22-23), intercede ante el Señor. Pero esta vez la intercesión tiene éxito, porque Israel es el pueblo a quien el Señor ha hecho suyo: lo eligió, sacándolo de Egipto con poderío; por eso, ahora no puede volverse atrás; más aún, lo había elegido desde el juramento hecho a Abrahán (cfr Gn 15, 5; Gn 22, 16-17; Gn 35, 11-12). Estableció con él la Alianza que Moisés rememora al referirse a tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto (v. 11). De esta forma, promesa, elección y Alianza forman la base que garantiza el perdón divino, aun de los pecados más graves.
Dios, en efecto, perdona a su pueblo (v. 14), no porque lo merezca, sino por pura misericordia y movido por la intercesión de Moisés. Así el perdón y la conversión son igualmente iniciativa divina. Se juega con los pronombres (tu pueblo, v. 7; su pueblo, v. 14) para poner de relieve el proceso que va del pecado a través de la conversión hasta llegar al perdón.
Ex 32, 15-24. También el castigo narrado en estos versículos está cargado de significación. En primer lugar, Moisés rompe las tablas escritas por Dios (vv. 16.19), indicando que el pecado ha quebrantado la Alianza, y que la principal consecuencia y castigo del pecado es la falta de Ley (cfr Am 8, 11-12), es decir, lo que hoy llamaríamos la pérdida de conciencia de pecado.
Moisés destruye el becerro porque no tiene en sí ninguna fortaleza. Las tablas eran obra de Dios (v. 16), mientras que el becerro lo habían hecho los hombres (v. 20). Y les da a beber los residuos (v. 20) en un gesto que recuerda las ordalías (cfr Nm 5, 23-24), pero que tiene por finalidad enseñar que el pecado es personal: sólo quienes pecaron recibieron el castigo. Finalmente, el reproche a Aarón, que recuerda el que Dios dirigió a Adán (cfr Gn 3, 11), descubre al verdadero culpable.
El misterio del pecado afecta también a los grandes personajes elegidos por Dios, y la Biblia no lo oculta. En otro lugar a Moisés se le recuerda su pecado (cfr Nm 20, 12; Dt 32, 51) y más tarde a David el suyo (1S 12, 7-9); en el Nuevo Testamento se narran también con detalle las negaciones de Pedro (Mt 26, 69-75). La historia de la salvación la realiza Dios mismo, a pesar de las infidelidades de los hombres.
Ex 32, 25-29. La intervención de los levitas resulta un tanto extraña para la mentalidad moderna. Quizá es un relato que quiere realizar la función que los levitas habían de ejercer en el futuro: en efecto, los descendientes de Leví son alabados como guardianes de la palabra y de la Alianza (cfr Dt 33, 9); aquí permanecen fieles a Moisés y son capaces de distinguir entre culpables e inocentes. Toda la sección del castigo muestra que el pecado, aun siendo perdonado, no por eso queda impune. La Iglesia enseña que el pecado, además de ser ofensa a Dios, hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes causados. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados. (…) Esta satisfacción se llama también penitencia (Catecismo de la Iglesia Católica, 1459).
Ex 32, 30-35. El nuevo diálogo de Moisés con el Señor resume lo narrado en todo el capítulo. Moisés actúa una vez más como intercesor; el Señor se muestra misericordioso y perdona. De esta intimidad con el Dios fiel, tardo a la cólera y rico en amor (cfr Ex 34, 6), Moisés ha sacado la fuerza y la tenacidad de su intercesión. No pide por él, sino por el pueblo que Dios ha adquirido. Moisés intercede ya durante el combate con los amalecitas (cfr Ex 17, 8-13) o para obtener la curación de María (cfr Nm 12, 13-14). Pero es sobre todo después de la apostasía del pueblo cuando “se mantiene en la brecha” ante Dios (Sal 106, 23) para salvar al pueblo (cfr Ex 32, 1-Ex 34, 9). Los argumentos de su oración (la intercesión es también un combate misterioso) inspirarán la audacia de los grandes orantes tanto del pueblo judío como de la Iglesia. Dios es amor, por tanto es justo y fiel; no puede contradecirse, debe acordarse de sus acciones maravillosas, su Gloria está en juego, no puede abandonar al pueblo que lleva su Nombre (Catecismo de la Iglesia Católica, 2577).
Pero el pueblo habrá de soportar una pena en el tiempo oportuno (v. 34). A lo largo de la historia bíblica, Israel tiene conciencia de merecer un severo castigo por éste y otros pecados que irá acumulando. Los profetas identificarán el destierro a Babilonia con el pago de esta deuda.
La mención del libro en el que Dios escribe los nombres de los que Él ha elegido, como en un empadronamiento (cfr Is 4, 3; Ap 3, 5.12; Ap 17, 8), es un modo gráfico de reflejar la predilección divina por aquellos que tienen una misión que cumplir en la obra de la salvación.
Ex 33, 1-23. Después del pecado, el autor sagrado explica cómo va a comportarse Dios de ahora en adelante con su pueblo, cómo va a ser su presencia en medio de ellos: no podrá ser como antes del pecado (vv. 1-6) cuando los prodigios divinos llenaban de gozo al pueblo; a partir de ahora habrá más llanto (v. 6); solamente con Moisés mantendrá sus diálogos cara a cara (vv. 7-11). Pero Moisés intercede para obtener una presencia más activa de Dios (vv. 12-17) e incluso consigue ver la gloria de Dios (vv. 18-23).
Ex 33, 1-6. La orden de partida del Sinaí se fundamenta no tanto en la salida–alianza, que se adjudica a Moisés sino en el juramento–promesa que Dios hizo a los Patriarcas. Esto significa que la situación ha variado radicalmente después del episodio del becerro de oro.
El Señor mantiene la promesa de conducir al pueblo hasta la tierra prometida, pero no con su asistencia inmediata. La presencia del ángel (v. 2) que se había entendido como señal de protección (cfr Ex 23, 20; Nm 20, 16), es interpretada ahora como castigo, porque significa que el Señor ha decidido quedarse lejos y enviar un intermediario. Esta decisión provocó una gran tristeza en el pueblo y sólo tras una nueva intercesión de Moisés será revocada (vv. 15-17).
El castigo que Dios inflige al pueblo negándole su presencia sensible recuerda el castigo del pecado de Adán (cfr Gn 3, 24). Si aquél era el primer pecado del hombre, después de su creación, éste es el primero del pueblo, después de su constitución por la Alianza del Sinaí. Allí les expulsó de su presencia; ahora se niega a acompañarles. Allí ordenó al ángel que se interpusiera y les obligó a abandonar los bienes del paraíso; ahora también encomienda a su ángel una función de intermediario y obliga a los israelitas a despojarse de las joyas que probablemente habían utilizado en la fiesta del becerro de oro (vv. 5-6); más aún, Dios exige que se desprendan de ellas para mostrar de esta forma una actitud de conversión que deberán mantener durante el resto de su peregrinación en el desierto.
Ex 33, 7-11. La Tienda de la Reunión o del Encuentro, llamada en otras ocasiones del Testimonio o también Santuario, se refiere normalmente a la tienda principal del recinto sagrado, que se prescribe en los caps. 25-27. Aquí, sin embargo, aparece como distinta del Santuario, ya que éste se encontraba en el centro del campamento y era lugar de culto, mientras que ahora la Tienda está fuera y es un lugar de consulta (v. 7). Tal discrepancia probablemente es debida a que este texto pertenecería a una tradición más antigua que la sacerdotal. Mientras que ésta insistiría en los elementos cultuales, la anterior se fijaría más en los aspectos sociales.
El autor sagrado muestra con este relato que Dios continúa presente, pero a más distancia, y que sólo Moisés tiene el privilegio de conversar cara a cara con Él (cfr el contraste con Ex 33, 20). El pueblo es únicamente testigo mudo de los diálogos Dios-Moisés, aunque sigue siendo objeto de la predilección divina.
Ex 33, 12-17. Ésta es una entrañable oración de Moisés con dos peticiones: que Dios le enseñe el camino y que acompañe a su pueblo. El camino no es sólo la ruta material por el desierto, de la que Moisés y los suyos eran expertos, sino más bien las pautas de conducta. Este mismo sentido tiene en otros textos bíblicos, especialmente en los Salmos y como tal se ha usado en la ascética cristiana. “Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas” (Sal 25, 4). Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 1).
El Señor accede también a la segunda petición de acompañar al pueblo (vv. 15-17), con lo cual queda sin efecto el castigo que Dios mismo había anunciado antes (v. 3). De esta forma la presencia protectora de Dios seguirá siendo la señal distintiva de Israel. Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cfr Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cfr Ex 33, 12-17) (Catecismo de la Iglesia Católica, 210).
Nuestro Señor manifiesta su amor a su pueblo, aproximándose a él. Lo mismo hace con cada alma: Tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío (S. Agustín, Confesiones, 3, 6-11). Al llegar la plenitud de la Revelación, el Evangelio de San Juan enseña que en la Encarnación culmina la presencia de Dios entre los hombres: Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1, 14).
Ex 33, 18-23. Moisés pide un conocimiento más íntimo de Dios: ver su gloria, es decir, su naturaleza, su misma realidad divina. Pero, siendo Dios infinito, es imposible que el hombre, por su limitación de criatura, pueda comprenderlo o abarcarlo plenamente. Con frecuencia se lee que nadie puede ver el rostro de Dios y permanecer con vida (cfr v. 20; Gn 32, 30; Ex 19, 21; Dt 4, 33; Jc 6, 22-23). Para indicar la excelsa grandeza de Dios, la Escritura dice que incluso los Serafines ocultan su rostro ante la presencia del Señor (cfr Is 6, 2).
La visión de Dios que aquí se narra de modo misterioso, es señal de un favor singular a Moisés, amigo de Dios (cfr Nm 12, 7-8; Dt 34, 10). Pero ni siquiera es una visión clara, sino sólo de espaldas, como indicando que el hombre sólo puede llegar a descubrir a Dios en las huellas que deja. Esta visión fue un privilegio muy especial, que volverá a repetirse con el profeta Elías (cfr 1R 19, 9-13). Precisamente estos dos personajes aparecerán en la Transfiguración en el Tabor (cfr Mt 17, 1-7); allí se hizo patente la divinidad de Jesucristo. Sólo Él ha visto a Dios y lo ha dado a conocer (cfr Jn 1, 18). La visión más plena de Dios la alcanzan los bienaventurados en el Cielo (cfr 1Co 13, 12; 1Jn 3, 2).
Ex 34, 1-28. La renovación de la Alianza es narrada en este capítulo siguiendo el mismo esquema del relato que narra el establecimiento de la misma (cfr Ex 19-24), pero con más brevedad y mencionando los dos protagonistas principales, Dios y Moisés.
En efecto, comienza con los preparativos para la teofanía y el encuentro con el Señor (vv. 1-5); sigue la revelación de Dios y la súplica de Moisés (vv. 6-9); y culmina con la renovación de la Alianza y el llamado Código Ritual (vv. 10-28). Las tablas de piedra reconstruidas tras el pecado del becerro de oro son el eje de la narración y simbolizan la oferta de Dios a mantener los lazos del pacto sellado de una vez para siempre.
Ex 34, 1-5. La teofanía está aquí descrita con sobriedad, pero contiene los mismos elementos señalados en el capítulo 19: preparación esmerada de Moisés (v. 2; cfr Ex 19, 10-11); prohibición de que se aproximen a la montaña los miembros del pueblo (v. 3; cfr Ex 19, 12-13); aparición de Dios dentro de la nube (v. 5; cfr Ex 19, 16-20).
Comparando ambos relatos, éste destaca menos la trascendencia divina y hace más hincapié en la familiaridad de Dios: se colocó junto a él (v 5). La iniciativa divina de aproximarse al hombre es patente y fundamenta la Alianza.
E invocó el nombre del Señor (v. 5). Por el contexto es Moisés quien invoca, aunque el texto hebreo admite que fuera Dios el sujeto del verbo, en cuyo caso el sentido debe ser: Y proclamó su nombre, Señor. Es ésta la misma expresión del v. 6, que resulta más comprensible, suponiendo que es el Señor quien proclama y quien da la definición de Sí mismo cumpliendo así lo prometido (cfr Ex 33, 19). Cabe pensar que el autor sagrado ha dejado estas frases con el doble sentido intencionadamente porque tienen el mismo valor de revelación puestas en boca de Moisés o como pronunciadas directamente por Dios.
Ex 34, 6-7. A la invocación de Moisés, el Señor responde manifestándose a Sí mismo. La repetición solemne del nombre de Yahwéh (Señor) enfatiza la presentación litúrgica de Sí mismo ante la asamblea israelita. En la descripción que sigue y que viene a ser un estribillo en muchos otros lugares (cfr Ex 20, 5-6; Nm 14, 18; Dt 5, 9-18, etc.) se subrayan dos atributos fundamentales de Dios: la justicia y la misericordia. Dios no puede dejar impune el pecado y lo castiga siempre; los profetas enseñarán también que el castigo es, ante todo, personal (cfr Jr 31, 29; Ez 18, 2 ss.). Pero en este antiguo texto únicamente se señala de modo general que Dios es justo, para poner más de relieve que es misericordioso. El hombre que tiene conciencia de su propio pecado sólo tiene acceso a Dios, desde la certeza de que Dios puede y quiere perdonarlo. El concepto de misericordia, comenta Juan Pablo II, tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. (…) La miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la Alianza, triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como “Dios de ternura y de gracia, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él había revelado de sí mismo y para implorar su perdón (Dives in Misericordia, 4). Sobre el celo de Dios véase nota a Ex 20, 5-6.
Ex 34, 8-9. Moisés vuelve a implorar al Señor en favor de su pueblo formulando tres peticiones que resumen otras muchas oraciones previas: su presencia y protección en la aventura del desierto (cfr Ex 33, 15-17), el perdón del gravísimo pecado cometido (cfr Ex 32, 11-14), y finalmente la decisión de tomarlos como heredad propia, distinguiéndolos así de todos los pueblos de la tierra (cfr Ex 33, 16) y haciéndoles volver al estado originario que Dios había anunciado como posesión suya (cfr Ex 19, 5). Estas tres peticiones serán constantes, en la vida del pueblo y de cada hombre que reconoce a Dios (cfr Sal 86, 1-15; Sal 103, 8-10, etc.).
Ex 34, 10-28. Esta sección, considerada de tradición yahvista, tiene un origen muy antiguo, probablemente anterior a las narraciones que lo enmarcan, como ocurre con otros textos legislativos de este libro. Del mismo modo que en la redacción del Decálogo moral (cfr Ex 20, 1-21), el recuerdo de las acciones divinas precede y fundamenta los preceptos y normas que vienen a continuación. De modo solemne comienza un discurso del Señor en el que se decide a establecer una Alianza con su pueblo.
La introducción histórica (v. 10) no se limita a enumerar los prodigios del éxodo, sino que abarca todas las maravillas que Dios va a realizar constantemente. La iniciativa divina en la Alianza es originaria y fundante para que el pueblo sea testigo permanente de la presencia protectora de Dios.
Hacer pactos y alianzas con los pueblos politeístas sería reconocer a sus dioses y exponerse al peligro de idolatría (vv. 12-13) o de sincretismo.
Al establecimiento de la Alianza sigue el denominado Código Ritual (vv. 14-28). Aunque en el v. 28 se denominan diez mandamientos, es difícil reducir a diez todas estas prescripciones. Suele aceptarse que también este código o codificación de normas (cfr nota a Ex 20, 1-17), tuvo su origen y sus modificaciones independientemente del libro del Éxodo. Las prescripciones son fundamentalmente cultuales y suponen un pueblo ya sedentarizado, capaz de celebrar las fiestas de peregrinación, Ácimos, Pentecostés y Tabernáculos, aunque aquí aparecen en su normativa más embrionaria.
Derribaréis sus estelas y destrozaréis sus aserás (v. 13). Las estelas eran piedras conmemorativas a modo de obeliscos (cfr nota a Ex 23, 24-25). Las aserás o cipos eran monumentos de madera erigidos en forma de tocón de árbol más o menos adornados en honor de la diosa de la fertilidad Aserá, Astarté en griego.
Ex 34, 14-17. El contenido de los vv. 14 y17 puede considerarse como una nueva formulación de los dos primeros mandamientos (cfr Ex 20, 3-5), centrados en prohibir la idolatría y la construcción de imágenes. Los vv. 15 y 16 son prescripciones encaminadas a prevenir la idolatría; en ellos aparece la imagen esponsal, frecuente en los profetas a partir de Oseas (cfr Os 2, 4-25), para reflejar la fidelidad exclusiva a Dios. Todo acto idolátrico es considerado como prostitución o adulterio contra el Señor porque la Alianza une al hombre con Dios con la fuerza del vínculo matrimonial. La imagen del amor matrimonial llega hasta el Nuevo Testamento que la aplica al amor de Cristo por su Iglesia: Varones, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia (Ef 5, 25). El Concilio Vaticano II recoge esta doctrina en una frase sencilla y breve: Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cfr Ef 5, 25-28) (Lumen gentium, 7).
Ex 34, 18-20. La guarda de los Ácimos podría ser el tercer precepto de este Decálogo ritual y la norma sobre los primogénitos, el cuarto. Aquí se señala el mes de Abib, como el de la salida de Egipto, pero no dice que sea el primer mes del año, en contraste con lo indicado en Ex 12, 2. Sobre la ley de los primogénitos cfr lo indicado en nota a Ex 13, 1-2.
Ex 34, 21 El precepto del descanso sabático, el quinto en el Código Ritual, está orientado a una sociedad agrícola, que todavía no se daba en la travesía del desierto. (cfr nota a 20, 8). No aparecen motivos religiosos, bien porque es una formulación muy breve, bien porque siendo un texto muy antiguo, todavía no estaba desarrollado todo el sentido de este día dedicado al Señor. La revelación divina, incluso en los preceptos, es progresiva y sólo en el Nuevo Testamento alcanzará la plenitud.
Ex 34, 22-24. Las fiestas anuales de Pentecostés y de los Tabernáculos son el objeto del sexto mandamiento de este código. La peregrinación triple cada año parece suponer que el culto ya está centralizado en el templo de Jerusalén. Para una explicación detallada de las grandes fiestas del pueblo elegido, véase nota a Ex 23, 14-17.
Ex 34, 25 Los preceptos séptimo y octavo de este código, hacen referencia a la Pascua. Existe una formulación semejante en el Código de la Alianza (cfr Ex 23, 18), pero aquí la Pascua está desvinculada de la fiesta de los Ácimos, a pesar de que coincidieron en las fechas desde muy pronto. Este texto da pie a pensar que se trataba de dos celebraciones diferentes por su origen, por su significado y por su ritual. La Pascua era mucho más antigua, expresaba la peculiar protección divina y era un verdadero sacrificio, quizá el único que se celebraba en el ámbito familiar y no en el Templo (cfr nota a Ex 12, 1-14).
Ex 34, 26 También estos dos últimos preceptos son conocidos en otros textos legislativos (cfr Ex 23, 19). Se cierra así este Decálogo o Código Ritual que contiene normas muy diversas, aunque todas coinciden en estar orientadas al culto. Por esta razón, tales preceptos han sido superados con la venida de Jesucristo que es quien tributa al Padre el culto verdadero.
Ex 34, 27-28. La conclusión de la Alianza es tan sobria como su introducción (v 10). Sobre el sentido de los cuarenta días cfr nota a Ex 24, 12-18.
Ex 34, 29-35. La narración de los acontecimientos del Sinaí termina exaltando la figura de Moisés, cuyo rostro refleja la gloria de Dios.
Su rostro se había vuelto radiante (vv. 29.30.35). El término hebreo qarán, que significa resplandecer, ser radiante, es muy parecido a qeren, que significa cuerno. De ahí la traducción de San Jerónimo en la Vulgata: Y su rostro volvió con cuernos luminosos, que ha influido en la tradición cristiana y en el arte. Así, por ejemplo, Miguel Angel esculpió su famoso Moisés, con dos luces luminosas, una a cada lado de la frente. En todo caso, el autor sagrado pretende indicar la transformación de Moisés por su proximidad con el Señor. El velo que cubría su rostro pone de relieve la transcendencia de Dios: los israelitas no sólo no pueden ver a Dios, sino ni siquiera el rostro de Moisés, su más íntimo intermediario.
San Pablo aludirá a este episodio para mostrar la supremacía radical de la Nueva Alianza y el sentido del ministerio apostólico, puesto que con la venida de Jesucristo todo ha quedado desvelado y el hombre tiene acceso directo al Padre (cfr 2Co 3, 7-18).
Ex 35, 1-Ex 40, 8. La última sección del libro narra la construcción del Santuario con todos sus elementos. El autor sagrado, para subrayar la obediencia fiel de los israelitas, repite hasta con las mismas palabras las ordenanzas de los cap. 25-27 y 30. Incluso las breves adiciones dan mayor relieve a la fidelidad de aquellos hombres, que pusieron en práctica lo que el Señor había indicado. Son un acicate a que el lector imite la delicadeza en la obediencia.
Ex 35, 1-3. La prescripción del sábado con que finalizaban los encargos de la construcción del Santuario (Ex 31, 12-17) se presenta aquí al principio. Adquiere así toda su importancia pues el día dedicado al Señor debe observarse incluso cuando el trabajo que se debe realizar ha sido ordenado directamente por Dios.
La prohibición de encender fuego, que podría estar implícita en Ex 16, 23, aparece solamente en este lugar del Antiguo Testamento. Aquí se trataba de una concreción oportuna, dado que lo necesitarían para hacer aleación de metales para muchos elementos del Santuario.
Ex 36, 2-7. La generosidad de los israelitas fue enorme, hasta el punto de que Moisés hubo de frenarles. Recordando el comportamiento de los hijos de Israel y las actuaciones de Dios con su pueblo, los profetas y las generaciones futuras consideraron la travesía del desierto como un ideal añorado y un punto de referencia al impulsar la conversión sincera hacia Dios (véase, por ejemplo, Os 2, 16-17; Jr 2, 6).
Ex 38, 8 No se sabe la función que estas mujeres ejercían a la entrada del Santuario (cfr 1S 2, 22). La versión griega de los Setenta dice que ayunaban y la también griega de Onkelos que oraban. En ningún otro texto del Antiguo Testamento se habla de que las mujeres participaran en actividades del Templo.
Ex 38, 21-31. El estado de cuentas no corresponde a ninguna prescripción de los caps. 25-31. Probablemente ha sido añadido posteriormente puesto que los levitas no habían sido instituidos (cfr Nm 3, 45-46), e Itamar llegó a estar al frente de ellos más tarde (cfr Nm 4, 33). Con todo, el texto vuelve a subrayar la generosidad del pueblo.
Ex 39, 1 Según había ordenado el Señor a Moisés. Es un estribillo que se repite constantemente en este capítulo (vv. 1.5. 7.21.29.31) y en el siguiente (vv. 16.19.21. 23.25.27.29.32). Viene a confirmar que toda la obra estaba realizada con perfección: la obediencia es señal de fidelidad, y, en este caso, estímulo para las generaciones posteriores que deberán escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica.
Ex 39, 33-43. Una vez más se señala la importancia de cada uno de los elementos del culto. Llama la atención la insistencia en el cuidado de cada detalle relacionado con él. La Iglesia también insiste en la importancia de los detalles establecidos en la liturgia, especialmente a la hora de la celebración eucarística. La Eucaristía es un bien común de toda la Iglesia, como Sacramento de su unidad. Y, por consiguiente, la Iglesia tiene el riguroso deber de precisar todo lo que concierne a su participación y celebración. Debemos actuar según los principios establecidos. (…) En condiciones normales omitir las prescripciones litúrgicas puede ser una falta de respeto hacia la Eucaristía, dictada tal vez por individualismo o bien por una cierta falta de espíritu de fe (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 12).
Ex 40, 34-38. Termina el Éxodo hablando nuevamente de la presencia de Dios entre los suyos, con la mención de la nube y de la gloria de Dios (cfr Ex 13, 21-22). La nube acompañará al pueblo en la travesía del desierto (cfr Nm 9, 15ss.), marcándoles el camino que deben seguir. En la tradición cristiana es imagen de la fe, que ilumina la peregrinación del cristiano de día y de noche hasta llegar a la tierra prometida, al Cielo. Los Santos Padres han considerado también esta nube como figura de Cristo: Él es la columna que manteniéndose recta y firme, cura nuestra enfermedad. Por la noche ilumina, por el día se hace opaca, para que los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos (S. Isidoro de Sevilla, Quaestiones in Exodum 18, 1).
Lv 1, 1-Lv 7, 38. El libro del Éxodo había terminado con los detalles referentes a la construcción y erección del Santuario del pueblo de Israel (caps. 35-40). Éste era el lugar central del culto al Señor, y por tanto un punto de referencia adecuado para enmarcar la normativa correspondiente a su servicio (cfr Ex 25-31 y notas). Al comienzo del libro del Levítico, el Señor habla a Moisés desde la Tienda de la Reunión y ordena que transmita al pueblo las leyes sobre el acto más importante de culto: el sacrificio. Así pues, el libro se inicia con la enumeración de disposiciones sobre los distintos tipos de sacrificios y los ritos que los acompañan. En primer lugar se especifican fundamentalmente las normas referentes a los sacrificios que debía ofrecer el pueblo (Lv 1, 1-Lv 5, 26) y luego las referentes a los sacrificios de los sacerdotes (Lv 6, 1-Lv 7, 35).
Lv 1, 1-17. El primero de los sacrificios que se mencionan es el holocausto, palabra griega que significa quemado por entero. La característica principal de este sacrificio consistía en que la víctima se quemaba por completo, reconociéndose así la soberanía y el dominio absoluto del Señor. Era desconocido entre los asirios–babilonios, así como entre los egipcios anteriores a los hiksos (siglos XVIII-XVI a.C.). En Israel, en cambio, parece que se ofreció desde muy antiguo y ocupó un lugar preeminente, sobre todo en el tiempo de los Jueces (cfr Jc 6, 19-21; Jc 13, 19-20). Se solía ofrecer como acción de gracias, después de que Dios se manifestara. Era, por tanto, una especie de plegaria expresando la gratitud hacia el Señor por un favor recibido, que el ángel del Señor hacía subir hacia el cielo, junto con las llamas y el humo del sacrificio. Con esa subida del fuego se trataba de expresar la unión con el Dios altísimo, que el hombre intentaba alcanzar al quemar la víctima. Por otra parte, mediante la destrucción total de la ofrenda se reconocía el dominio absoluto de Dios.
Una vez que el pueblo de Israel se asentó en la tierra prometida, cada día, mañana y tarde, se ofrecía un holocausto en el Templo (cfr Ex 29, 38-42; Nm 28, 3-8); también se ofrecía en ciertas festividades (cfr Lv 12, 6-8; Lv 16, 3; etc.).
En Lv 22, 23-24 se recoge una lista de defectos que incapacitaban a los animales para ser ofrecidos. Nosotros hemos traducido el término original hebreo tamim por sin defecto. Otras versiones antiguas tradujeron por perfecto (Aquila), o por íntegro (Símaco). La exigencia de que el animal ofrecido carezca de cualquier defecto, por pequeño que fuera, recuerda que la ofrenda a Dios ha de ser de lo mejor que cada hombre posee. Es decir, nada de cuanto se ofrece al Señor puede ser voluntariamente defectuoso.
Lv 1, 4 Con la imposición de las manos se indicaba que la ofrenda pertenecía al que la presentaba para hacer el sacrificio y que la oblación se hacía en su nombre, aunque fueran otros los ministros que intervinieran en la ceremonia. Sin embargo, también es posible que con este gesto se significara la sustitución del oferente por la víctima, como parece ser el caso en la ceremonia del Día de la Expiación. En ese día, la imposición de las manos del sacerdote sobre la cabeza del macho cabrío que se soltaba en el desierto (Lv 16, 20-22) probablemente simbolizaba la transmisión de las culpas del pueblo sobre el animal para, de este modo, eliminar los pecados.
Lv 1, 5-9. Los oferentes realizaban los actos relativos a la preparación de la víctima: entregarla mediante la imposición de manos, matarla y desollarla, trocearla y lavar lo que pudiera contener algo sucio o impuro, como las entrañas o las patas. Los sacerdotes eran los que colocaban la víctima sobre el altar, por haber recibido una consagración especial que los capacitaba para ejercer las funciones sagradas de la liturgia (cfr nota a Ex 29, 1-9; Ez 44, 11; Esd 6, 20; etc.).
Con el derramamiento de sangre, rito muy utilizado en diversos tipos de sacrificios, se significaba el reconocimiento de la soberanía divina, pues la creencia popular consideraba la sangre como fuente y asiento de la vida cuyo origen estaba siempre en Dios (cfr Lv 17, 11; Dt 12, 16.23). Por esta misma razón se prohibía comer la carne sin desangrarla primero (cfr Gn 9, 4; Lv 3, 17; Lv 17, 12; Hch 15, 29); por ello, también el Antiguo Testamento advierte de la tremenda maldad del derramamiento de la sangre humana (cfr Gn 4, 10; Ez 24, 7-8; etc.).
El papel de la sangre es primordial en los ritos sacrificiales y también en los de Alianza (cfr Ex 24, 8; Hb 9, 18s.). Así, por ejemplo, en la Alianza del Sinaí, una parte de la sangre fue derramada sobre el altar y con el resto se roció al pueblo. Se indicaba de este modo la unión verificada mediante la Alianza, pues la misma sangre tocó a Dios, representado en el altar, y al pueblo allí presente. El rito eucarístico evoca, en cierto modo, esta realidad, aunque de modo sacramental y más elevado. Sobre todo porque ya no es la sangre de los animales, sino la del mismo Jesucristo la que hace posible la unión (comunión) entre Dios y los hombres.
Lv 1, 10-13. Algunos piensan que el sacrificio de la víctima en la parte norte del altar respondía a la idea de que Dios habitaba hacia el septentrión (cfr Is 14, 13; Ez 1, 4; Sal 48, 3). Sin embargo, parece que sólo se indica ese lado del altar por ser el único que estaba libre. En efecto, la parte meridional estaba ocupada por la escalinata que conducía al altar, en la occidental estaba la pila o mar de bronce con el agua de las abluciones (cfr Ex 30, 18; Ex 40, 30), mientras que en la parte oriental se encontraba el depósito de las cenizas (cfr Lv 1, 16).
Lv 2, 1-16. Se contemplan en este capítulo las diversas oblaciones que deben hacerse sobre el altar principal del Santuario, el llamado altar de los holocaustos, el altar por excelencia (en hebreo ha–mizbeaj, etimológicamente lugar de inmolación o de sacrificio). Sobre el altar cfr nota a Ex 27, 1-8.
Lv 2, 1-3. Después de los ritos de holocausto, realizados mediante el sacrificio de ciertos animales, se enumeran ahora los ritos de oblación (minjah, que etimológicamente significa don, tributo), en los que se ofrecían productos provenientes del cultivo de la tierra. La oblación es un sacrificio de tipo agrícola, que supone por tanto una época de asentamiento y no meramente nómada. Se trata de una ofrenda de determinados productos del campo, de los cuales sólo se quema una parte de la harina ofrecida y amasada con aceite. Son considerados sacrificios muy antiguos, como parece deducirse de algunos ofrecidos por Caín (cfr Gn 4, 3), Melquisedec (cfr Gn 14, 18) y Moisés (cfr Ex 29, 40; Nm 15, 1-12).
Se especifica que dichos sacrificios tenían que ser de flor de harina, la mejor que se podía conseguir del trigo, reiterando la señal de que a Dios hay que ofrecer el producto de mejor calidad. De hecho, en otras ocasiones, la oblación de la flor de harina se hace a determinadas personas de alta posición social (cfr Gn 18, 6). Junto con la harina y el aceite, se quemaba incienso, con lo que se contribuía a dar un claro sentido litúrgico a la oblación.
Puesto que el incienso es como la alabanza que sube olorosamente hasta el Cielo, es posible que la acción de quemarlo significara, por una parte, que el oferente se muestra sumiso y suplicante y, por otra, que Dios acepta gustoso la ofrenda.
Lv 2, 4-12. En los sacrificios mencionados en este capítulo no podía faltar la flor de harina, ya fuese cocida o frita. La prohibición de la levadura provenía de la preocupación por no ofrecer al Señor cosa impura, ya que la levadura, por su estado de fermentación, era algo que se consideraba putrefacto, impuro (cfr nota a Ex 12, 15-20).
Lv 2, 13 La sal es uno de los elementos principales de ciertos sacrificios (cfr Esd 6, 9). Por una parte servía para hacer más sabrosos los alimentos ofrecidos en sacrificios y que después eran comidos en el banquete ritual. Pero sobre todo se usaba por su propiedad de mantenerlos incorruptos, sirviendo también por ello para simbolizar la inviolabilidad y permanencia de la alianza (cfr 2Cro 13, 5). Comer la sal con alguien significaba hacer un pacto, llamado en ocasiones alianza de la sal, que establecía una amistad imperecedera (cfr Nm 18, 19). Así, la Alianza entre Dios e Israel, pactada en el Sinaí, no era sólo un acontecimiento del pasado, sino una realidad presente y actuante en cada generación. La sal de los sacrificios simbolizaba la perpetuidad de la Alianza y constituía el recuerdo de tal compromiso irrevocable.
En el Nuevo Testamento, la sal es imagen de la sabiduría y pureza moral. El Evangelio de Marcos habla de la sal de los sacrificios, al mismo tiempo que se refiere a ella como elemento purificador (cfr Mc 9, 49-50). En el Sermón de la Montaña Jesús dice a sus discípulos que son la sal de la tierra, es decir, los que dan sabor divino a todo lo humano y los que preservan al mundo de la corrupción. También San Pablo recurre al símbolo de la sal cuando a los cristianos de Colosas les recomienda que su conversación debe estar sazonada con sal, de forma que sepáis -les dice- responder a cada uno como conviene (Col 4, 6). Por último, cabe recordar el rito de la sal en el Bautismo, hoy meramente opcional (entre los israelitas al recién nacido se le frotaba con sal; cfr Ez 16, 4), mediante el cual se hace saborear al neófito un poco de sal, al tiempo que se le dice: Recibe la sal de la sabiduría.
Lv 3, 1-17. Todo este capítulo trata de los sacrificios de comunión o sacrificios pacíficos (shelamim). Se solían ofrecer en cumplimiento de un voto o en acción de gracias. Por eso se llaman también eucarísticos. Se podían ofrecer, además, como rito de reconciliación con Dios, como un sacrificio de comunión. De ordinario son sacrificios privados y voluntarios, aunque más tarde adquirieron también carácter de sacrifico público (cfr Lv 23, 19). Asimismo se consideraban obligatorios en el cumplimiento de un voto del nazareato (cfr Nm 6, 14.17-18).
El texto del capítulo no describe todo el rito de los sacrificios de comunión. Parece que era semejante al del holocausto, con la diferencia de que el animal podía ser una hembra, y no era preciso quemarla del todo, sino sólo la grasa y ciertas vísceras, es decir, las partes más preciadas que, según la mentalidad antigua, eran la sede de los sentimientos (intestinos e hígado) o de la función generadora (lomos y riñones). Característico de los sacrificios de comunión es el balanceo de la víctima. El comienzo del rito se hacía delante del Santuario o Tienda de la Reunión. Sólo después, ciertas partes de las víctimas eran ofrecidas por el sacerdote sobre el altar de los holocaustos.
El resto del animal que no se quemaba era repartido entre el sacerdote y los oferentes, que tenían que comerlo en un lugar sagrado (cfr Lv 7, 11-21).
Lv 3, 6-17. Además del ganado mayor, se podía ofrecer también ganado menor, aunque siempre sin defecto. La parte consumida por el fuego se consideraba como alimento de Dios. Con este antropomorfismo se significaba que tanto el Señor como los oferentes participaban de un mismo alimento, estableciéndose de esa forma una comunión semejante a la que se da entre los comensales de una sola mesa y un mismo alimento.
Todo ello, unido a su frecuente carácter de acción de gracias, hace que este sacrificio sea el que más se asemeja a nuestro Sacrifico Eucarístico, en donde puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan (1Co 10, 17).
Lv 4, 1-Lv 5, 26. Los caps. 4 y 5 se ocupan de los sacrificios por el pecado y de las clases de víctimas que debían ofrecer los israelitas como sacrificios expiatorios. Las diversas víctimas están en relación con la posición social de los pecadores. Se contemplan cuatro clases de personas: sacerdotes, la comunidad en su conjunto, los jefes y el pueblo llano.
Nuestras concepciones de hoy están lejanas de las que tenían en la época en que se recopiló esta legislación que ahora leemos. Hemos de hacer un esfuerzo para acercarnos a la comprensión de estos textos antiguos. Por un lado, las prescripciones acerca de los sacrificios por el pecado denotan un respeto sumo por la Alianza del Sinaí: cualquier violación de ella constituía una ofensa a Dios y exigía reparación. Quedaban en segundo plano circunstancias que para nosotros son de primera consideración tales como la voluntariedad o advertencia y la involuntariedad o inadvertencia.
Lv 4, 1-2. A diferencia de los sacrificios prescritos anteriormente, que suponían sobre todo un reconocimiento de la soberanía divina, estos sacrificios insisten en la idea de la reparación y la expiación. Tales sacrificios parecen muy antiguos, como se deduce de otros testimonios procedentes de los pueblos cananeos, así como de los escritos de Ras Samra o Ugarit, en la costa de Siria (siglos XV-XIV a.C.).
Al tratarse de acciones realizadas sin advertencia, los hechos aquí considerados no eran pecados propiamente dichos, sino sólo pecados materiales, o impurezas rituales. De todas formas se suponía que siempre había habido una cierta imprudencia (cfr Nm 15, 22-29; Qo 5, 5). En la traducción hemos optado por inadvertencia, en lugar de ignorancia como hace la versión latina. De ese modo se expresa mejor la naturaleza de esa ignorancia que, según el original hebreo, proviene más de la limitación humana que de la falta de conocimiento.
Lv 4, 3-12. Al comenzar la lista de expiaciones por el pecado cometido por el sacerdote, se indica la peculiar gravedad de su pecado, cuyas consecuencias afectaban también al pueblo. Algo parecido ocurriría con el pecado del rey (cfr 2S 24, 10-15; 1R 13, 1-10). El ceremonial, aparte de los gestos ya conocidos por sacrificios anteriores, introduce nuevos elementos litúrgicos. Al quemar la víctima fuera del campamento, el oferente manifestaba su tristeza por haber pecado, renunciando a comer las carnes sacrificadas. Este detalle de los sacrificios expiatorios lo ha recogido la Carta a los Hebreos, cuando afirma que también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta (Hb 13, 12).
Lv 4, 13-21. El pecado cometido por el pueblo también debía ser expiado. Los ancianos, por su dignidad (cfr Ex 18, 13-26), eran los que, como representantes del pueblo, imponían las manos sobre la víctima ofrecida. El término original hebreo (kipper), que hemos traducido por perdonar, designaba primitivamente una súplica por la acción de cubrir o borrar una cosa. En realidad el perdón de los pecados de que se habla en el Antiguo Testamento no era propiamente sino una súplica por tal perdón, ya que sólo cuando Cristo muere en la Cruz se realiza la Redención de los pecados. Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11; cfr Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cfr Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). Con estas palabras expone el Catecismo de la Iglesia Católica, 601, la expiación de los pecados, realizada con la muerte del Señor. Más adelante, aclara que Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22, 2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10) (Catecismo de la Iglesia Católica, 603).
Lv 4, 22-35. En varios lugares del Antiguo Testamento se refleja la distinta dignidad existente entre los que formaban el pueblo de Israel: la de un príncipe (cfr Ez 44, 3), la de un alto dignatario (cfr Esd 1, 8), la de los jefes de comunidad (cfr Ex 16, 22; Nm 1, 16); la menor dignidad correspondía a la del simple miembro del pueblo llano (‘am ha–ares, el pueblo de la tierra). Por eso a medida que baja la posición social del pecador, baja la categoría de la víctima ofrecida.
A diferencia de los sacrificios expiatorios mayores, el sacerdote podía ser uno cualquiera y no precisamente el Sumo Sacerdote. También el ritual se simplificaba.
Lv 5, 1-6. Comienza este capítulo con una exposición casuística de diversos pecados. El primer caso no está muy claro. Algunos piensan que se trata del encubrimiento de un delincuente por parte de uno que presenció el delito (cfr Pr 29, 24). Otros, en cambio, opinan que se trata más bien de uno que se niega a testificar sobre un delito que vio, a pesar de ser requerido por el juez. Por último, otros suponen que la imprecación o requerimiento la hacía la misma víctima a quien había visto cómo era perjudicada.
En cuanto al contacto con cosas impuras, sean animales o personas, se volverá a tratar en los caps. 11-15.
Por último, se hace referencia a la mala costumbre que existía entre los hebreos, recriminada también por Jesucristo (cfr Mt 5, 36), de jurar trivialmente. El Señor, contra esa costumbre, exhorta a la sinceridad, de forma que siempre se diga la verdad, sin necesidad de refrendar las palabras con un juramento. Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno (Mt 5, 37).
Para expiar esos pecados era preciso confesarlos antes (v. 6). Esta práctica del humilde reconocimiento de las propias faltas parece que se extendía a todos los sacrificios expiatorios (cfr Nm 5, 7) y estaba mandada para el Yôm Kippur, el Día de la Expiación. La praxis pasa a tiempos posteriores como acto típicamente penitencial. Así, la gente que acudía a oír al Bautista, no sólo se bautizaba sino que también se reconocía culpable de sus pecados (cfr Mt 3, 6). Esta confesión fue como una preparación de lo que iba a ser posteriormente la disciplina sacramentaria de la Penitencia. Se continuaba de ese modo una antigua práctica bíblica, inspirada por Dios para bien de su pueblo. El Sacramento de la Penitencia, instituido por Cristo, remonta por tanto la confesión de los pecados como condición para que sean perdonados, a los ritos veterotestamentarios, aunque la forma sea distinta, como distinto es el resultado. Aquellos sacrificios eran sólo una súplica en petición del perdón del pecado, mientras el Sacramento de la Penitencia sí constituye un perdón efectivo, sacramental, del pecado. La confesión de los pecados fue desde el principio una práctica muy estimada por la Iglesia y un requisito necesario para obtener el perdón.
Lv 5, 7-13. De las consideraciones hacia los más humildes (cfr Lv 14, 21; Lv 27, 8), se puede deducir que, en definitiva, la importancia del sacrificio no estaba tanto en el valor de la víctima ofrecida, cuanto en las debidas disposiciones de los oferentes. La contrición y el pesar por haber pecado ha sido siempre fundamental en las relaciones con Dios: Tienes ya algo que ofrecer -comenta San Agustín-. No eches la vista a tus rebaños ni prepares navíos para ir a naciones lejanas en busca de aromas. Busca en el interior de tu corazón aquello que es agradable a Dios. Hazte un corazón contrito. ¿Temes que perezca un corazón contrito? Dice el salmo: ¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro. Para que Dios pueda crear un corazón puro se ha de destruir el corazón impuro (Sermones 19, 3).
Un efah era una medida de áridos equivalente a 21 litros (cfr nota a Ex 16, 32-36). No se añadía aceite ni incienso, como en las oblaciones (cfr Lv 2, 1-2), por no tratarse de sacrificios de alegría, sino de pesar por el pecado cometido contra Dios.
Lv 5, 7 La prescripción muestra que Jesús nació en una familia pobre, ya que, como sabemos, María y José ofrecieron un par de tórtolas con motivo de la presentación del Niño en el Templo (cfr Lc 2, 22-24). Era el caso de quienes no tenían recursos para ofrecer una res menor; sin embargo, no se trataba de una pobreza extrema, ya que había aún una ofrenda más humilde como se deduce de Lv 5, 11: Si no está a su alcance llevar un par de tórtolas o dos pichones, llevará como ofrenda por su pecado un décimo de efah de flor de harina como sacrificio por el pecado.
Lv 5, 14-26. Los sacrificios de reparación por algunas transgresiones de la Ley -sacrificios por el delito- son distintos de los ofrecidos por las faltas anteriores, llamadas pecados, y para los que se han prescrito los sacrificios de expiación. Aquellas transgresiones eran cometidas también sin advertencia, pero en estos casos se trataba de retención injusta de cosas sagradas (ofrendas, primicias, etc.), o bien de una violación de los derechos divinos, sin especificar cuáles.
La culpa se daba incluso cuando había ignorancia del precepto transgredido. Se trataba entonces de una culpa legal y no de una culpa moral. Sin embargo, a veces se llegaba a realizar una interpretación tan rigurosa y legalista que hacía poco menos que insoportable el cumplimiento de la Ley (cfr Hch 15, 10).
Lv 5, 20-26. Los delitos contra la propiedad tenían que ser reparados, es decir, se exigía una cierta restitución de lo injustamente retenido. En esos delitos, además, parece suponerse la advertencia del daño cometido. Es de señalar que no se trata de la pena jurídica, más severa aún (cfr Ex 22, 1-4), sino del castigo religioso. La multa es la misma de antes (v. 16), pero en estos casos revertía en favor de la persona perjudicada.
Toda esta normativa recuerda, aunque de lejos, la moral evangélica que la Iglesia interpreta y regula. En efecto, para conseguir el perdón de los pecados cometidos contra la propiedad ajena, no basta el arrepentimiento, la confesión y el propósito de la enmienda; es preciso, además, restituir lo robado o lo injustamente retenido. Por eso en virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario: Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: “Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lc 19, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto (Catecismo de la Iglesia Católica, 2412).
Lv 6, 1-Lv 7, 38. En los caps. 6 y 7 se añaden normas rituales de los sacrificios ya enumerados en los caps. 1 al 5. Están destinadas a los sacerdotes, completando así la legislación anterior, que miraba más bien a los oferentes laicos.
Lv 6, 1-6. Se determina que el fuego del holocausto ha de ser continuo, incluida la noche. En alguna ocasión fue el mismo Dios el que milagrosamente encendió el fuego del holocausto (cfr Lv 9, 24; 2Cro 7, 1; 2M 1, 19ss.). La permanencia de ese fuego correspondía al deseo de dar culto al Señor de forma ininterrumpida.
Es de notar el cuidado que se prescribe para el ejercicio de las funciones litúrgicas, cuyo decoro y dignidad exige de los sacerdotes unas vestiduras nobles, adecuadas a la índole sagrada de la función que ejercen. También la Iglesia ha insistido siempre en la dignidad de los ornamentos sacros, necesarios para la celebración litúrgica. Así, en la Instrucción General del Misal Romano se recuerda cómo la diversidad de ministerios se manifiesta en el desarrollo del sagrado culto por la diversidad de las vestiduras sagradas, que, por consiguiente, deben constituir un distintivo propio del oficio que desempeña cada ministro. Por otro lado, estas vestiduras deben contribuir al decoro de la misma acción sagrada (n. 297). San Josemaría Escrivá, considerando la dignidad del culto en la Antigua Ley y la reverencia exigida a los sacerdotes para ejercer su función de ofrecer los sacrificios del pueblo de Israel, comentaba: Leed la Sagrada Escritura, el Antiguo Testamento, y comprobaréis cómo Dios Nuestro Señor describe punto por punto la ornamentación del tabernáculo, la elaboración de los utensilios sagrados, y el modo de vestir de los sacerdotes, especialmente del Sumo Sacerdote. ¡Hasta la ropa interior! Todo tenía que ser de oro u otros metales preciosos, y de telas finas, cuidadosamente trabajadas. (…) El sacerdocio de la antigua Ley no era más que una sombra del verdadero sacerdocio instituido por Cristo. Y, sin embargo, dice el Espíritu Santo: nolite tangere Christos meos! No maltratéis a mis Cristos, no profanéis las cosas santas. ¡Es la voz del Señor que se defiende! Porque su sacerdocio transforma a quien lo recibe en otro Cristo: alter Christus, ipse Christus, y convierte en sagrado todo lo que se utiliza en la renovación del Santo Sacrificio de la Misa (Apuntes, p. 348).
Lv 6, 7-11. Se repite lo dicho en el cap. 2 respecto a la oblación de flor de harina. Si alguno que no fuese sacerdote tocaba esta oblación, quedaba santificado o consagrado, debiendo purificarse para poder hacer una vida ordinaria cuyas actividades no se podían ejercer si uno estaba santificado. Como es lógico se trataba de una santidad ritual y no moral. De todas formas, se advierte aquí un contraste con aquellos que quedan santificados, consagrados por el Bautismo instaurado por Cristo. Para ellos no es un obstáculo la actividad de cada día. Al contrario, la consagración o santificación que otorga Jesucristo, no sólo no es incompatible con la vida ordinaria, sino que es precisamente en esa vida cotidiana donde el cristiano ha de esforzarse por conseguir dicha santidad. Así el Concilio Vaticano II exhorta a todos a que se sirvan también del trabajo para llegar a una mayor santidad, incluso apostólica (Lumen gentium, 41). Con otras palabras, San Josemaría Escrivá enseñaba que hay que santificarse con el trabajo, santificar ese trabajo, y con él santificar a los demás: No cabe olvidar que el trabajo digno, noble y honesto, en lo humano, puede -¡y debe!- elevarse al orden sobrenatural, pasando a ser un quehacer divino (Forja, 687).
Lv 6, 12-23. Parece ser que esta oblación del Sumo Sacerdote, y no sólo el sacrificio cotidiano del holocausto que se regula en Ex 29, 38-42, tenía que repetirse cada día (cfr Nm 28, 5; Si 45, 14).
Se insiste en la santidad de la ofrenda, hasta el punto de exigir que se purifique en lugar sagrado la vestidura que se hubiera manchado con la sangre del sacrificio; incluso la vasija en que se cocía debía ser purificada.
Lv 7, 1-10. Del v. 1 al 6 tenemos una inclusión semita, recurso estilístico para destacar una idea, abriendo y cerrando una unidad literaria con la idea que se quiere destacar. En este caso la de que lo ofrecido como sacrificio de reparación es cosa sagrada (cfr Lv 5, 14-26).
Luego se aclara que el sacerdote oferente se queda con la parte no quemada de la víctima que él mismo ofreció, y también con la piel. En cambio, las demás oblaciones de harina (v. 10), fuera o no amasada, eran más comunes y se repartían a partes iguales entre todos los sacerdotes.
Lv 7, 11-21. Los sacrificios de comunión podían ofrecerse como una alabanza en acción de gracias (cfr Sal 50, 14.23; Sal 56, 13; etc.), como cumplimiento de un voto, o simplemente por devoción. La carne había de consumirse el mismo día; así se evitaba el peligro de que fuera profanada o de que se corrompiera.
Será extirpado del pueblo (v. 21). Esta frase podía significar la pena de muerte, pero de ordinario se reducía a la exclusión de la comunidad, con la pérdida de los privilegios del pueblo elegido, sin amparo social y bajo amenaza de muerte (cfr Nm 15, 30-36).
Lv 7, 24-27. Se repite aquí también lo referente a las grasas y a la sangre de los animales (cfr Lv 3, 17). En no pocos casos, las repeticiones son debidas a la recopilación de leyes surgidas en diversas circunstancias. La preocupación de que no se perdieran esas tradiciones legales prevaleció sobre la labor de síntesis. No es tan fácil muchas veces decidir con certeza sobre esta cuestión.
Lv 7, 28-35. Se trata ahora de los derechos de los sacerdotes, en concreto de qué partes de la víctima ofrecida le correspondían (cfr Ex 29, 26; Dt 18, 3).
Como se deduce del v. 34, la primera porción se balanceaba ante el altar, hacia delante y hacia atrás. Tal balanceo ritual de la ofrenda se llama en hebreo tenufah. La otra porción era elevada y luego bajada, también ante el altar. Esta acción ritual de alzar y bajar la ofrenda se llama en hebreo terumah. En ambos casos se quería significar que la ofrenda se acercaba a Dios y Él la devolvía al sacerdote. Hay una cierta analogía en el ritual de la Santa Misa, donde la ofrenda del pan y del vino es presentada al Señor elevándola en el ofertorio. Quizá en la elevación de la hostia consagrada y del cáliz se pueda ver un simbolismo similar: la Víctima por excelencia es presentada por el sacerdote al Padre, que nos la devuelve para alimento y salvación de nuestras almas.
Lv 8, 1-Lv 10, 20. Los caps. 8-10 constituyen una cierta unidad que suele denominarse Código Sacerdotal, y vienen a ser como la segunda de las partes en las que puede dividirse el libro del Levítico (cfr Introducción). Se distinguen dos secciones: 1) Caps. 8-9, donde se trata de la investidura de los sacerdotes; 2) cap. 10, que contiene normas complementarias relativas también a los sacerdotes.
Lv 8, 1-Lv 9, 24. Los caps. 8 y 9 continúan el tema de Ex 29 y 40. En el libro del Éxodo se daban las normas para la consagración de Aarón y sus hijos como sacerdotes. En el Levítico se describe la ejecución de esas normas, añadiendo el rito de la unción.
El sacerdocio de la Antigua Alianza es explicado por el Catecismo de la Iglesia Católica de la siguiente manera: El pueblo elegido fue constituido por Dios como “un reino de sacerdotes y una nación consagrada” (Ex 19, 6; cfr Is 61, 6). Pero dentro del pueblo de Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico (cfr Nm 1, 48-53); Dios mismo es la parte de su herencia (cfr Jos 13, 33). Un rito propio consagró los orígenes del sacerdocio de la Antigua Alianza (cfr Ex 29, 1-30; Lv 8, 1-36). En ella los sacerdotes fueron establecidos “para intervenir en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1). Instituido para anunciar la palabra de Dios (cfr Ml 2, 7-9) y para restablecer la comunión con Dios mediante los sacrificios y la oración, este sacerdocio de la Antigua Alianza, sin embargo, era incapaz de realizar la salvación, por lo cual tenía necesidad de repetir sin cesar los sacrificios y no podía alcanzar una santificación definitiva (cfr Hb 5, 3; Hb 7, 27; Hb 10, 1-4), que sólo podría ser lograda por el sacrificio de Cristo. No obstante, la liturgia de la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los levitas, así como en la institución de los setenta “ancianos” (cfr Nm 11, 24-25), prefiguraciones del ministerio ordenado de la Nueva Alianza (Catecismo de la Iglesia Católica, 1539-1541).
La unción solía hacerse con óleo mezclado con diversos perfumes. Por este rito la persona o cosa ungida quedaba consagrada a Dios para una determinada misión o función. Así, en este pasaje, además de los sacerdotes, también es ungido el Tabernáculo y cuanto en él se contenía. La efusión del óleo sobre la cabeza del Sumo Sacerdote, de forma que le bajara por la barba (cfr Sal 133, 2), indicaba la plenitud del sacerdocio.
Lv 8, 6-9. Para la descripción de las vestiduras sagradas del sacerdote cfr Ex 28, 1-43; Ex 39, 1-32. Santo Tomás, haciéndose eco de la tradición, al interpretar los ornamentos del Sumo Sacerdote, señala que éste debía poseer una memoria continua de Dios en la contemplación, designada por la lámina de oro con el nombre del Señor en la frente; soportar las flaquezas del pueblo, lo que significa el superhumeral; llevar al pueblo en su corazón y en sus entrañas por la solicitud de la caridad, significada en el pectoral; tener una conducta celestial por la perfección de sus obras, designada por la túnica de jacinto. A ésta se añaden las campanillas de oro, que significan la doctrina de las cosas divinas que debe acompañar a la conducta celestial del pontífice. Finalmente, se añadían las granadas, que expresan la unidad de la fe y la concordia en las buenas costumbres, porque de tal modo han de ir unidas en el pontífice estas cosas, que por la ciencia no se quiebre la unidad de la fe y de la concordia (S.Th. I-II, q. 102, a. 5).
Lv 8, 14-32. Al rito de la ordenación propiamente dicho, iniciado en el v. 22, preceden tres sacrificios. El primero (vv. 14-17) es expiatorio, para purificar de sus pecados a Aarón y a sus hijos, santificando al mismo tiempo el altar. Su rito ya lo conocemos por Lv 4, 1-12. El segundo sacrificio (vv. 18-21) es un holocausto con el rito ya explicado (cfr Lv 1, 10-13). El último de los sacrificios (vv. 22-32) es el de consagración propiamente dicha, cuyos ritos son similares a los del sacrificio de comunión descrito en el cap. 3. Hay ciertas variaciones en el ritual de la sangre: se ungen la oreja, la mano y el pie derechos. Con ello se preparaba al sacerdote para escuchar con atención y docilidad la palabra de Dios, se le disponía para las buenas obras y para que su conducta fuera recta. El gesto de llenar las manos de los sacerdotes, significaba la entrega de los poderes sagrados, que ejercerían en su función litúrgica. También los vestidos eran consagrados mediante la aspersión del óleo y de la sangre.
Lv 8, 33-36. La prolongación del rito durante una semana indica su importancia, así como su carácter especialmente sagrado, supuesto el sentido religioso que el número siete tiene en la Biblia. En ocasiones estas ceremonias serán recordadas al pueblo y a los mismos sacerdotes. Así, el libro del Eclesiástico afirma que esta consagración fue un pacto eterno para Aarón y para su descendencia por los días del cielo, para servir al Señor en el ejercicio del sacerdocio y para bendecir en nombre del Señor a su pueblo (Si 45, 15). También el profeta Malaquías, al reprender a los sacerdotes por su mala conducta, les advierte que aquel pacto (consagración) fue de vida y paz, y también de temor (cfr Ml 2, 5).
Lv 9, 1-14. Después de consagrados, los sacerdotes inician su ministerio. En primer lugar ofrecen sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo. Bajo la supervisión de Moisés se ejecutan los ritos correspondientes, exclusivos de los sacerdotes (cfr 1R 12, 31; 2Cro 13, 9ss.). La Carta a los Hebreos alude a este pasaje cuando distingue entre los sacerdotes del Antiguo Testamento y Jesucristo, que no tiene necesidad de ofrecer todos los días, como aquellos sumos sacerdotes, primero unas víctimas por sus propios pecados y luego por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre cuando se ofreció a sí mismo (Hb 7, 27).
Lv 9, 15-24. Los sacrificios en favor del pueblo ya habían sido regulados con anterioridad. El primero es un sacrificio expiatorio (cfr Lv 4, 13-21), a continuación un holocausto (cfr Lv 1, 2-13) y finalmente la oblación (cfr Lv 2, 1-3). Aarón entra en la Tienda con Moisés, indicando así que el nuevo Sumo Sacerdote participa de la misma intimidad con Dios que la que muestra Moisés. El gesto de la bendición sobre el pueblo indica también esa nueva situación sacerdotal.
Apenas bendecido el pueblo, Dios expresa su aceptación mediante la manifestación de la gloria del Señor. Esa manifestación se complementa con el fuego que desciende sobre el altar, como ocurrirá en otras ocasiones (cfr Jc 6, 21; 1R 18, 38; etc.).
Lv 10, 1-3. No se sabe con exactitud la irregularidad cometida por estos dos hijos de Aarón. Parece ser que tomaron un fuego distinto del que estaba en el altar de los holocaustos. Algunos se basan en las normas que siguen (vv. 8-11) y piensan que, posiblemente, en el banquete posterior a la consagración, habían bebido en exceso y no supieron discernir bien lo que tenían que hacer. Sea lo que fuere, contravinieron las normas dadas por Moisés en lo concerniente al culto. El episodio muestra que Dios prefiere la obediencia a los actos de culto (cfr 1S 15, 22-23; Os 6, 6).
Sobre el uso de los badiles para quemar incienso cfr nota a Nm 16, 6-7.
Lv 10, 4-20. En el sepelio no podían intervenir los otros hijos de Aarón para no quedar impuros, y por eso actúan otros parientes próximos (cfr Ex 6, 18.22). Tampoco podían hacer un duelo al estilo corriente de entonces; no era adecuado para quien servía a Dios en el Santuario. El sacerdote había de anteponer su condición sagrada a todo otro afecto.
La razón de prohibir toda bebida alcohólica radicaba obviamente en la necesidad de que los sacerdotes se mantuviesen completamente lúcidos; no sólo para ejercer su ministerio litúrgico, sino también por ser los que tenían que enseñar al pueblo, especialmente en lo concerniente a las leyes sobre la pureza ritual.
En los vv. 12-20 se recogen unas normas, en parte ya conocidas (cfr cap. 9), sobre el modo y el lugar de comer las carnes sacrificadas. Moisés recrimina a Aarón por no haber cumplido la normativa del banquete subsiguiente al sacrificio por el pecado. El Sumo Sacerdote se excusa y refiere lo que ha ocurrido, es decir, cómo no habían comido las víctimas por temor a ser castigados otra vez. Moisés se da por satisfecho.
Lv 11, 1-Lv 16, 34. Estos capítulos sobre leyes de pureza ritual comprenden la tercera parte del libro del Levítico, dedicada a señalar los animales que son considerados impuros y las diversas causas que determinan esa impureza legal. El cap. 16 constituye una sección especial dedicada a los ritos del Día de la Expiación, el Yôm Kippur, en el que se prescribe una purificación colectiva.
Respecto de las impurezas, hay cuatro fuentes principales que las originan: los alimentos, los cadáveres, la lepra y el uso inadecuado del sexo. No se puede decir que haya unas causas claras para hacer estas clasificaciones, debidas sobre todo a las costumbres de aquellos pueblos primitivos, o a la apariencia repugnante de ciertos animales. Tomando pie de esta legislación enseña Novaciano que aquellos alimentos fueron prohibidos, no por ser condenables en sí mismos, sino simplemente como una forma de rendir culto a Dios, para lo cual es conveniente la frugalidad en el comer y la temperancia de la gula, práctica coherente con la religiosidad, y casi connatural con el culto a Dios, así como la falta de sobriedad y la lujuria consiguiente son enemigas de la santidad (cfr De cibis iudaicis 4).
La impureza que se originaba era de ordinario externa, sin que pueda hablarse de una transgresión de orden moral. Por eso la forma de quitar la impureza era un rito exterior. La santidad y pureza de Dios ha impulsado siempre a los hombres a evitar cuanto pueda desdecir del Señor, sobre todo a la hora de acercarse a adorarle o suplicarle. A veces la impureza de un cierto animal proviene de la consideración que los pueblos limítrofes tenían hacia él, dándole una especie de culto, o reservándolo para su dios como algo intocable. Así ocurría, por ejemplo, con el cerdo, animal empleado para los sacrificios al dios babilonio Tammuz.
Lv 11, 1-47. La división por grupos de los animales recuerda el relato de la creación, tal como lo narra al principio el Génesis. Primero están los cuadrúpedos (vv. 3-8), siguen los peces (vv. 9-12), continúan las aves (vv. 13-19) y los insectos (vv. 20-23), terminando con los reptiles (vv. 29-30). De los cuadrúpedos, son puros, es decir comestibles, aquéllos que tienen la pezuña partida y rumian. El texto nombra como rumiante al conejo por su modo de mover el hocico cuando come, aunque en realidad no es rumiante sino roedor. En cuanto a los peces son impuros todos los que no tienen aletas ni escamas, quizá por su parecido con las serpientes, como es el caso de las anguilas.
Las aves señaladas como impuras se alimentan ordinariamente de carroña o de reptiles, siendo esa la causa que motivaría su impureza. De todas formas la identificación en hebreo de las aves, así como la de alguno de los otros animales señalados, no es fácil ya que en ocasiones es la única vez que se los nombra en la Biblia, siendo imposible saber las características que los distingan claramente. De los insectos, sólo son comestibles las langostas de tierra o saltamontes, en sus diversas especies. Aunque para un occidental puede ser inconcebible comer esos animales, es sabido que San Juan Bautista se alimentaba de ellos (cfr Mt 3, 4) y aún hoy los beduinos también suelen comerlos.
El contacto con los cadáveres de los animales, tanto puros como impuros, constituía motivo de impureza (vv. 24-40).
Lv 12, 1-4. Las normas relacionadas con la impureza que deriva de la generación y todo lo relacionado con ella constituyen un tema que se volverá a tratar en el cap. 15.
Sobre el precepto de la circuncisión (v. 3) ya se habla también en Gn 17, 10-14. El Catecismo de la Iglesia Católica considera la circuncisión como prefiguración del Bautismo (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 527); por otro lado el hecho de que se hiciera al octavo día del nacimiento es tomado por el Catecismo Romano como figura para el Bautismo de los niños: la circuncisión, que fue figura del Bautismo, corrobora en sumo grado esta costumbre, porque nadie hay que ignore que los niños solían ser circuncidados al día octavo. Y es evidente que a aquellos mismos a quienes era saludable la circuncisión hecha por mano de hombre cortando carne del cuerpo, es saludable el Bautismo, que es la circuncisión de Cristo no hecha por mano de hombre (Lv 2, 2.32).
Es común a los pueblos, desde antiguo, considerar sagrado aquello que se relaciona con el sexo y su función generadora. El nacimiento de un nuevo ser a la vida siempre es señal de la bendición divina. Por otra parte, Dios mismo ordena a la primera pareja que crezca y se multiplique (cfr Gn 1, 28). Ese aspecto sagrado de la generación es lo que hizo que en algunos pueblos antiguos el culto se relacionara con prácticas sexuales, dándose el caso de la llamada prostitución sagrada; de hecho, en ocasiones, a la malicia moral de ciertos actos desordenados se añade, sobre todo, su relación con la idolatría.
Por otra parte, el abuso que ha hecho el hombre de esas facultades fecundadoras buscando unos fines de mera complacencia, ajenos a la naturaleza misma del sexo, originó sentimientos de rechazo por ser considerados rectamente como vergonzosos. Tales sentimientos se traducen en esas normas de purificación y de estima de la virginidad y de la continencia, sobre todo en lo relacionado con el culto a Dios; de ahí las disposiciones que prohibían realizar el acto conyugal cuando alguien se relacionaba con lo sagrado (cfr 1S 21, 5-7). Por lo demás, la naturaleza misma del hombre siente un instintivo pudor en relación con el sexo. El relato del Génesis sobre la desnudez de nuestros primeros padres (cfr Gn 2, 25; Gn 3, 7), antes y después del pecado, atestiguan ese dato, recogido también por San Pablo al considerar cómo los miembros menos decentes los tratamos con mayor decoro (1Co 12, 23). Así pues, en los pueblos antiguos, incluido Israel, todo lo relacionado con la generación estaba envuelto en el misterio, conjugándose la veneración, a veces idolátrica, con un rechazo en ocasiones irracional. Se hacía, pues, muy conveniente dictar normas sobre esta materia.
Lv 12, 5-8. La distinta purificación de la madre, según la criatura fuera niña o niño, es debida, por una parte, a la creencia en aquel tiempo sobre la mayor dificultad existente en la gestación de una hembra, lo cual conllevaría, según se lee en Hipócrates, una más larga convalecencia. Por otra parte, es conocida la persuasión de muchos pueblos antiguos acerca de la inferioridad de la mujer. En Israel se daba en esa época la misma opinión, influida quizá por una errónea interpretación del relato del pecado original, en el que Eva pecó primero e indujo al hombre a pecar (cfr Gn 3, 1-7). De todas formas, en Israel, en comparación con las culturas de entonces, había una mayor consideración de la mujer. De hecho, en el mismo relato de la creación, se enseña claramente la igualdad esencial del hombre y la mujer al referir que creó Dios al hombre a su imagen: a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó (Gn 1, 27).
En el Nuevo Testamento hay pasajes que, falsamente interpretados, han inducido a algunos a considerar que la mujer es inferior al hombre. Sin embargo, es preciso afirmar que cuando se habla del hombre sin más, se está incluyendo también a la mujer. Por otra parte, como enseña San Pablo, después de la Redención, todos somos hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús… Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer (Ga 3, 26.28). Juan Pablo II defiende la dignidad de la mujer y su igualdad esencial con el hombre, derivada del mismo nombre de mujer: En el lenguaje bíblico este nombre indica la identidad esencial con el hombre: ‘is-’issah, cosa que, por lo general, las lenguas modernas no logran expresar. “Ésta será llamada mujer (’issah), porque del varón (’is) ha sido tomada” (Gn 2, 25) (Mulieris Dignitatem, 6). El Papa se fija de modo particular en la figura excelsa de Santa María ya que ella es “el nuevo principio” de la dignidad y vocación de la mujer, y de todas y cada una de las mujeres (Mulieris Dignitatem, 11).
Lv 13, 1-Lv 14, 57. Estos capítulos contienen la legislación sobre la lepra, su curación y purificación. Contemplan la lepra en el hombre (Lv 13, 1-46; Lv 14, 1-32), en los vestidos y en la casa (Lv 13, 47-59; Lv 14, 33-53); en lo que respecta a la purificación se facilita la de los pobres (Lv 14, 21-32). Termina contemplando las diferentes clases de lepra (Lv 14, 54-57).
Lv 13, 1-59. Hay diversos síntomas que, según los conocimientos de aquel tiempo, eran indicios de tan terrible enfermedad. Aunque algunos de los datos resultan interesantes para la historia de la medicina, había de ordinario una confusión con otras enfermedades meramente cutáneas que nada tenían que ver con la lepra. De todas formas, el aspecto repugnante que ofrecían dichas enfermedades, era motivo suficiente para declarar impuro al enfermo.
Al ser una enfermedad contagiosa, era preciso evitar su propagación. La opinión generalizada la consideraba como castigo por un pecado cometido. En alguna ocasión así se dice que sucedió, como en el caso de María, leprosa por algún tiempo por haber murmurado contra su hermano Moisés (cfr Nm 12, 1-10). También el Siervo paciente de Yahwéh es presentado como un leproso, herido por Dios a causa de nuestros pecados (cfr Is 53, 4). En el caso de Job, también leproso, es acusado por sus amigos de un pecado oculto y terrible que pueda explicar el estado en que se encuentra.
La situación del leproso resultaba muy penosa. Debía vivir en poblados o campamentos lejos de la ciudad. Al trasladarse debía avisar su paso gritando su condición de hombre impuro; llevaba sus vestidos desgarrados y el pelo sin peinar. De esa forma se podía distinguir fácilmente. En los Evangelios aparecen a menudo estos pobres enfermos, de los que Jesús se compadece con frecuencia y les limpia de tan terrible mal (cfr Mt 8, 2-3; Lc 17, 12-14), siendo la curación de los leprosos uno de los signos mesiánicos predichos en el Antiguo Testamento (Mt 11, 5). También los apóstoles reciben del Señor el poder de curar a los leprosos (cfr Mt 10, 8).
La versión latina de la Neovulgata ha abreviado el texto original hebreo, especialmente de Lv 13, 52-53. Nuestra traducción castellana se ha ajustado más al texto hebreo.
Lv 14, 1-57. En la antigüedad la lepra era incurable. Sin embargo, dado que había enfermedades de la piel que tenían síntomas parecidos, se dan aquí normas acerca de su purificación. Una vez curadas, era necesario el testimonio del sacerdote. Es lógico que así estuviera prescrito si tenemos en cuenta el carácter teocrático del pueblo de Israel, así como la persuasión de la intervención divina, tanto al contraer la enfermedad como al quedar libre de la misma. Nuestro Señor reconoce la legitimidad de esas normas, al decir a los leprosos curados por él que se presenten al sacerdote (cfr Lc 17, 14).
El simbolismo del rito y de sus componentes es muy rico. Por una parte, el cedro era símbolo de la eternidad por su larga vida y por sus virtudes medicinales. El hisopo era considerado como una planta purificadora. El hilo color escarlata simbolizaba la sangre que, junto con el agua viva, no estancada, recordaba la vida misma. El pájaro que se echaba a volar recordaba la libertad que adquiría en aquel momento el leproso ya curado.
En lenguaje cultual un décimo de flor de harina equivale a un décimo de efah de flor de harina (cfr Lv 5, 11; Lv 6, 13), es decir, a un décimo de la capacidad de un recipiente de unos 21 litros (cfr nota a Ex 16, 32-36). El log, que únicamente aparece en este capítulo, es una medida utilizada para el aceite del sacrificio. Tan solo se sabe que era muy pequeña, quizá 0, 30 litros.
Lv 15, 1-33. Ya se ha visto, al comentar el cap. 12, cómo lo relacionado con la generación caía para los pueblos antiguos dentro de un profundo misterio, al mismo tiempo que el desorden en esta materia se consideraba impuro e indecente. Ello no es exclusivo de Israel, aunque en él adquiere un sentido moral y ético muy elevado.
Es preciso tener en cuenta que la razón de considerar impuros ciertos fenómenos, en ocasiones meramente fisiológicos, no está en que dichas acciones fueran pecaminosas, y mucho menos lo fueran las afecciones aquí señaladas; se trataba sencillamente de excluir del culto todo aquello que, por la razón que fuese, desdijera de la santidad divina.
En el caso del hombre existía la norma de que durante la guerra no tuviera contacto con mujer alguna. Al fin y al cabo la guerra contra los paganos era considerada como algo santo, y un hombre impuro no podía pelear en el nombre santo de Dios (cfr 1S 21, 5-7). Aunque son costumbres que chocan con nuestra mentalidad, en aquellos tiempos lo contrario hubiera sido lo extraño.
Lv 16, 1-34. Por la conexión de este pasaje con el cap. 10, así como su posterior descripción en 23, 26ss., algunos autores han pensado que este texto es producto de fragmentos yuxtapuestos en época posterior, quizá dentro de la corriente restauradora emprendida por Ezequiel. Sin embargo, después del exilio no existía ya el Arca de la Alianza, ni el Propiciatorio, elementos esenciales en los ritos de esta fiesta. Por otra parte, Esdras al hablar de las instituciones postexílicas, hacia el año 450 a.C., no menciona la fiesta de la Expiación. De ahí que sea posible que estemos ante elementos antiguos, enriquecidos posteriormente. Apoya esta teoría la antigüedad de fiestas parecidas al Día de la Expiación en remotas civilizaciones, como la de Babilonia. También en Atenas y en Roma había fiestas similares. En la capital del Imperio romano, por ejemplo, se celebraba cada cinco años un lustro (de ahí el verbo lustrar, limpiar o bruñir); es decir, cada cinco años se expiaban los pecados logrando así “limpiar” al pueblo.
En Israel, dadas la múltiples normas cultuales, era muy fácil infringir alguna de ellas, aparte de otras faltas que se cometían y quedaban sin expiar.
En cualquier caso, el Día de la Expiación llegó a ocupar un lugar preeminente en el calendario judío. Además de Yôm Kippur, se llamaba el gran día, Yoma rabbá. Se ofrecía por todo el pueblo, que se unía fervorosamente a su celebración, esperando el perdón de Dios. Se celebraba el día diez del mes séptimo, Tisré, a principios del otoño, cinco días antes de la fiesta de los Tabernáculos.
Lv 16, 10 Azazel es un personaje que sólo es nombrado aquí. Su identificación no es fácil. Incluso según antiguas versiones, como los LXX, Símaco y Aquila, el nombre correspondería al animal que es enviado al desierto. De este modo lo interpreta también la Vulgata que habla del caprum emissarium, el macho cabrío arrojado. La Neovulgata habla de Azazel, respetando el nombre hebreo. Tenemos así un personaje opuesto al Señor. Según algunos autores se trataría de una especie de demonio, o ángel caído, que aparece también en el libro apócrifo de Henoc como uno de los jefes de los ángeles rebeldes, aherrojado al final por el arcángel Rafael. Hubo quienes dijeron que ese demonio también recibía culto en Israel, por temor a sus represalias. Contra esta interpretación protestaba ya San Cirilo de Alejandría, manifestando que no se puede admitir un contrincante del Señor, al que haya que dar culto (cfr Contra Iulianum 9). Ese nombre también se puede referir a un espíritu maléfico del desierto (cfr Tb 8, 3), pero sin implicar que se le rindiera culto. Más bien, al serle enviado el macho cabrío cargado con los pecados del pueblo, se le estaría despreciando.
Lv 16, 15-16. El Catecismo de la Iglesia Católica describe así la significación del rito de la purificación del gran Día de la Expiación (Yôm Kippur): El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cfr Lv 16, 15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cfr Ex 25, 22; Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando San Pablo dice de Jesús que “Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre” (Rm 3, 25), significa que en su humanidad “estaba Dios reconciliando el mundo consigo” (2Co 5, 19) (Catecismo de la Iglesia Católica, 433).
Lv 17, 1-Lv 26, 46. Estos capítulos constituyen lo que suele llamarse la Ley de Santidad o Código de Santidad. Forman una parte muy importante del libro del Levítico. La Ley de Santidad muestra claras semejanzas con las disposiciones litúrgicas del libro de Ezequiel. Aunque no es fácil establecer críticamente, parece lo más razonable considerar que la tarea de reconstrucción de la vida del pueblo de Israel tras el exilio de Babilonia, que aborda el libro de Ezequiel, debió de inspirarse en la normativa recopilada en el Levítico.
A lo largo de toda la Biblia, la santidad es uno de los atributos propios y esenciales de Dios; aunque no sea nota exclusiva del Levítico, en este libro está quizá particularmente subrayada (cfr Lv 11, 44-45; Lv 19, 2; Lv 21, 8.15; Lv 22, 32; cfr Is 1, 4; Is 5, 19.24). Aspectos relevantes de la santidad de Dios son los de su transcendencia e inaccesibilidad, que producen en el hombre temor y respeto religiosos (cfr Ex 19, 12; Ex 2S 6, 7). De esa santidad participan algunas personas (cfr Ex 19, 6), de modo especial los sacerdotes (cfr Lv 21, 6) y algunos tiempos y lugares (cfr Ex 16, 23).
Junto a la idea de santidad se manifiesta la de pureza ritual, por su conexión con el culto. De ahí que la Ley de Santidad venga a ser también la ley de pureza. En el proceso de la revelación del Antiguo Testamento, lo santo o sagrado se separa de lo profano en cuanto que lo profano se constituye en lejanía de Dios, en apartamiento de Él, confundiéndose con lo pecaminoso, mientras lo santo es acercamiento a Dios, santificación moral a través de la purificación ritual.
Por todo lo dicho, se comprende que la normativa contemplada en los capítulos de la Ley de Santidad se dirija a adquirir y conservar, en primer lugar, la pureza ritual en sacrificios, personas, instituciones y, sobre todo, en los sacerdotes; todo ello es soporte de un perfeccionamiento moral más interior: el Dios Santísimo debe ser tratado santamente.
Jesucristo, mediante la Encarnación, al asumir plenamente la naturaleza humana con sus limitaciones, ha sublimado y transcendido la tensión entre lo profano y lo sagrado. Ha interiorizado la Ley, yendo a su núcleo y raíz: el amor a Dios y a los demás. En esta línea, San Pablo podrá enseñar: Y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él (Col 3, 17). Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (1Co 10, 31).
Lv 17, 1-9. Se observa una evolución en la normativa referente al sacrificio de los animales. En una primera fase parece que se permitía sacrificar en cualquier lugar que, de una forma u otra, se relacionara con Dios (cfr Ex 20, 24). Más tarde, tras la conquista de la tierra prometida, todo sacrificio tenía que hacerse en el Santuario y sobre su altar; de todas formas se podía matar a un animal en cualquier lugar, siempre que no se tratara de un sacrificio hecho a Dios (cfr Dt 12, 4-28). Este pasaje parece referirse no a cualquier clase de inmolación de animales para alimento común, sino al sacrificio específico de ofrenda a Dios. Éste había de realizarse en el Santuario; así se evitaba un posible culto idolátrico a las divinidades demoníacas del desierto, como parece deducirse del v. 7.
El término hebreo que hemos traducido por espíritus del desierto, significa literalmente macho cabrío, pero se utilizaba también para designar a los diosecillos en forma de animal que, según pensaban, habitaban los desiertos (cfr Is 34, 14). Quizá Azazel sería el nombre de uno de ellos.
Lv 17, 10-16. El mandato de no comer sangre es muy antiguo (cfr Gn 9, 4). Se consideraba como una prevaricación contra el Señor (cfr 1S 14, 33ss.); pues se pensaba que en la sangre estaba la fuente de la vida (cfr nota a Lv 1, 5-9) y que, por tanto, era algo sólo perteneciente a Dios. De ahí se derivaba también su valor expiatorio: la sangre vertida del animal sacrificado ocupaba el lugar del oferente, que de esa forma quedaba limpio de su pecado. Por otra parte, se evitaban así cultos paganos en los que a veces se bebía la sangre de un animal por creer que la vida de la víctima se transmitía al que tomaba la sangre.
Por el Nuevo Testamento consta que los judíos seguían fieles a esa práctica, aún después de convertirse al cristianismo. Incluso algunos se escandalizaban de que los cristianos que procedían de la gentilidad comieran la sangre. Para evitar ese escándalo, motivo de sufrimiento para algunos, en el Concilio de Jerusalén se dispone prudencialmente, con carácter temporal y mudable, que los cristianos se abstengan de comer sangre (cfr Hch 15, 13ss.).
El valor purificatorio de la sangre se reconoce en la Carta a los Hebreos, en la que se destaca el valor redentor de la sangre de Cristo: ¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios, limpiará de las obras muertas nuestra conciencia para dar culto al Dios vivo! (Hb 9, 14).
Lv 18, 21 Un caso que prevé la legislación levítica es el de los sacrificios de niños al dios cananeo Moloc. La arqueología ha confirmado esta horrorosa costumbre al hallar restos de esos sacrificios infantiles en la excavaciones de Gezer. En Jerusalén esos sacrificios tenían lugar en el valle de Ben-Hinnón (cfr 2R 16, 3; 2R 21, 6; 2R 23, 10; Jr 7, 31; Jr 19, 5; etc.), execrado posteriormente con un quemadero permanente de basuras y llamado la Gehenna, símbolo por ello del fuego eterno del infierno (cfr Mt 5, 22; Mt 10, 28; Mc 9, 42-50; Lc 12, 5; etc.).
Era necesario preservar al pueblo del influjo de los pueblos contemporáneos limítrofes, en los que se daban situaciones realmente inmorales, llegando en ocasiones a verdaderas perversiones sexuales, como eran la prostitución sagrada, la homosexualidad, el incesto y la bestialidad. En efecto, en Egipto era normal que el faraón se casara con su propia hermana, mientras que en Grecia las leyes de Solón permitían las uniones entre hermanos de padre. A pesar de estos preceptos, en alguna ocasión también Israel cae en esas abominaciones (cfr Gn 19, 1-38; Jc 19, 22; 2S 13, 14; etc.). La Iglesia primitiva condenó siempre esas uniones incestuosas (cfr 1Co 5, 1-8). Otro tanto hay que decir de los cultos a la diosa de la fecundidad Astarté, en los que se fomentaba también la prostitución de hombres. En tiempos del imperio romano se daban asimismo situaciones similares, como lamenta San Pablo cuando escribe a los fieles de Roma (cfr Rm 1, 18ss.).
En cuanto a la homosexualidad, la Iglesia ratifica su calificación de pecado contra la naturaleza, aunque la tendencia homosexual en sí sea un desorden y no un pecado. Así se enfrenta abiertamente contra quienes pretenden considerar normales esas relaciones sexuales, que violan claramente el orden querido por Dios (cfr nota a Gn 19, 4-5).
Lv 19, 1-37. La santidad que se pide a los israelitas va más allá de lo meramente ritual. Como en Lv 20, 26, se exhorta a dicha santidad por la razón suprema de que el Señor es Santo. Tanto el precepto de respeto a los padres, como la obligación de guardar el sábado y la prohibición de la idolatría son mandamientos del Decálogo ya recogidos en Ex 20, 3-4.12; Ex 21, 15.17. También las disposiciones sobre los sacrificios de comunión fueron contempladas en Lv 7, 11-15. Igualmente, las normas en favor de los más débiles son repetidas en varias ocasiones (cfr Lv 23, 22; Dt 24, 19-22).
Los vv. 2 (sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo; cfr también Lv 20, 26) y 18 (Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, el Señor; cfr también Lv 19, 33-34) condensan toda la ética del libro del Levítico y aun de toda la Ley de Dios. Así lo explicará después Jesucristo, según lo reporta Mt 22, 34-40 (textos paralelos en Mc 12, 28-31 y Lc 10, 25-28): Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Él le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas”.
Lv 19, 1-18. Nuestro Señor se refiere a las normas sobre el perjurio en el Sermón de la Montaña, recriminando la mala costumbre que había de jurar a cada momento por cosas sagradas, como el Cielo, la tierra o la Ciudad Santa (cfr Mt 5, 33-37). La enseñanza de Jesucristo sobre este punto se concreta en la necesidad de decir siempre la verdad, sin que sea necesario refrendar las propias palabras con un juramento. También Santiago en su carta recuerda la misma doctrina (cfr St 5, 12).
A los ciegos y a los sordos hay que respetarlos por temor a Dios, que considera como propias las injurias a ellos dirigidas.
La corrección fraterna es práctica que Jesucristo elevará a un plano superior (cfr Mt l8, 15s.). También el amor al prójimo es elevado por Nuestro Señor a un nivel más alto. En primer lugar porque el prójimo no se reducía a los miembros del pueblo hebreo, o a los forasteros que habitaban en tierra judía. Para Cristo el prójimo es todo aquél que pasa junto a nosotros, o está a nuestro lado, sea hebreo o no lo sea. Por otra parte, no se trata tan sólo de amar a los demás como a nosotros mismos, sino de amarles como Cristo nos amó (cfr Jn 15, 12).
Lv 19, 13 La doctrina social de la Iglesia, que constituye una parte de la teología moral y está fundada en la Revelación y en la recta razón iluminada por la fe, es resumida por el Catecismo de la Iglesia Católica, en lo que respecta al salario justo y sus circunstancias: El salario justo es fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo puede constituir una grave injusticia (cfr Lv 19, 13; Dt 24, 14-15; St 5, 4). Para determinar la remuneración justa se han de tener en cuenta a la vez las necesidades y las contribuciones de cada uno. “El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente su vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común” (Gaudium et spes, 67). El acuerdo de las partes no basta para justificar moralmente la cuantía del salario (Catecismo de la Iglesia Católica, 2434).
Lv 19, 15 La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1807).
Lv 19, 19-37. Las normas referentes a los apareamientos entre animales de diversas especies, o siembras con distintos granos, así como el vestirse con diferentes tejidos, responden, al parecer, a costumbres paganas en las que se mezclaban creencias mágicas; de ahí la prohibición. También las disposiciones sobre los abusos cometidos contra una esclava responden a circunstancias y costumbres de aquellos tiempos. En todas las normas prevalece la idea del respeto al prójimo y la necesidad de desagraviar al Señor por las faltas cometidas. Se trataba de evitar que los hebreos se dejaran influir por supersticiones y prácticas mágicas de la época. A pesar de ello, en diversas ocasiones se narran en la Biblia el recurso a esos medios mágicos, como la invocación de los muertos (cfr Dt 18, 11; Is 19, 3; 1S 28, 7), las incisiones en la piel o los tatuajes (cfr 1R 18, 28; Is 44, 5). La profanación de una hija prostituyéndola se refiere, probablemente, a los ritos cananeos para alcanzar la fecundidad que atribuían a la diosa Astarté.
El honrar a los ancianos, dignos de respeto por su experiencia (cfr Jb 11, 12), es doctrina que se repite en otros muchos pasajes de la Biblia. Así, el libro de los Proverbios habla en favor de los ancianos diciendo que los cabellos blancos son una corona de honor (Pr 16, 31).
El afecto por los forasteros que trabajan fuera de su tierra es también frecuente en los libros sagrados (cfr Ex 22, 20; Dt 10, 19; Dt 24, 17); junto con los huérfanos y las viudas forman un grupo social que Dios toma bajo su protección.
En el Evangelio vemos la misma preocupación de Cristo por los más débiles y necesitados, como son los niños (cfr Mc 9, 36; Lc 18, 16-17), o los pecadores, que la sociedad despreciaba (cfr Mt 9, 11; Lc 7, 34), o los pobres y enfermos (cfr Mt 8, 2ss.; Lc 5, 12-14; etc.). La encíclica Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II, al referirse a la opción o amor preferencial por los pobres, señala: Ésta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia (Sollicitudo Rei Socialis, 42).
Lv 20, 1-6. El texto se refiere primero al culto idolátrico a Moloc (cfr Lv 18, 21). Como en otros pasajes, la idolatría se considera una prostitución (cfr Lv 17, 7; Os 1, 2; Os 4, 12-14, etc.), en parte porque en esos cultos idolátricos se realizaban ciertas ceremonias sexuales, como por ejemplo en el caso de la prostitución sagrada, y también por considerar el amor de Dios como un amor esponsalicio; por ello, rechazarle y adorar a otros dioses constituía un adulterio (cfr Os 2, 4-15; Os 3, 1; Dt 13, 1-19). El castigo alcanzaba a la parentela del pecador, pues ese tipo de actos involucraba también a los parientes próximos debido a la concepción solidaria del pueblo. Más tarde se insistirá en la índole personal del pecado y de sus consecuencias, de modo que sea castigado sólo el verdadero culpable (cfr Ez 18, 1-36). La evocación de los muertos suponía también un desprecio a Dios.
Lv 20, 7-21. Como el Señor es el Santo, también lo debe ser todo aquel que pertenece al pueblo elegido. Se concreta aquí cómo la santidad está en cumplir sus mandamientos. El modo de vivir del pueblo de Dios debía superar al de los demás pueblos por una moral más perfecta. En el mismo sentido, aunque de modo más claro y directo, se pronuncia Jesucristo al decir que si le amamos cumpliremos sus mandamientos (cfr Jn 14, 15). Por tanto, quien guarda sus preceptos permanece en su amor, lo mismo que Cristo guarda los preceptos del Padre y permanece en su amor (cfr Jn 15, 10).
Se insiste en el amor a los padres (cfr Ex 21, 17; Dt 27, 16; Si 3, 11-16; Pr 19, 26; etc.). Jesús citará este pasaje para recordar la importancia del precepto, en contra de algunos fariseos que habían desfigurado su cumplimiento con las tradiciones que fueron añadiendo (cfr Mt 15, 4-7).
En muchos textos de la Biblia, prójimo (v. 10) indica al que pertenece al propio pueblo de Israel.
La prohibición del v. 21 la esgrime San Juan Bautista contra Herodes Antipas, a quien le dice con claridad y valentía que no le era lícito tener a la mujer de su hermano (cfr Mt 14, 4; Mc 6, 18).
Las penas impuestas por los diversos pecados nos pueden parecer hoy desmesuradas y terribles. Sin embargo, no lo eran en comparación con las costumbres y leyes de la época, mucho más graves, como se deduce, por ejemplo, del Código de Hammurabi. Hay que tener en cuenta también el carácter disuasorio de estas penas, encaminadas a evitar aquellos delitos, tan frecuentes en los pueblos de la antigüedad.
No tener hijos (vv. 20-21) era considerado un castigo, ya que la fecundidad era estimada como un bien concedido por Dios (cfr Sal 127, 3-5).
Lv 20, 26 Este versículo como el de 19, 2, que ya hemos comentado, condensa toda la Ley. San Cipriano de Cartago, desde una perspectiva teológica cristiana, comentaba así el pasaje: “Sed santos porque Yo soy santo”: pedimos que, santificados por el bautismo, perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente y debemos purificar nuestros pecados por una santificación incesante… Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad permanezca en nosotros (De oratione dominica 12).
Lv 21, 1-Lv 22, 33. Dentro de la sección de la Ley o Código de Santidad, los caps. 21-22 están dedicados a la santidad de los sacerdotes (cap. 21) y a la de los sacrificios (cap. 22). Una vez más se observa cómo la mayor cercanía a Dios supone mayor exigencia de pureza y santidad. Entre los sacerdotes se distingue al Sumo Sacerdote al que se le exige más aún.
El Sumo Sacerdote no podrá participar con señales de duelo, ni siquiera en el sepelio de sus padres. El andar desgreñado y con las vestiduras rotas se refiere a los ritos mortuorios. También el permanecer en el Santuario hace referencia a no mezclarse en los ritos funerarios. En cuanto al matrimonio, la mujer elegida tenía que ser virgen. En esta disposición hay una clara estima de la virginidad, también en el Antiguo Testamento. Se reconoce, pues, de algún modo el carácter sagrado de la virginidad, preludio de ser en el cielo como ángeles, de que habla Jesucristo en el Evangelio (cfr Mt 19, 12 y Mt 22, 30).
Por último, se dan normas que denotan el respeto y preocupación por el culto divino, cuya dignidad y decoro exigían, y exigen, unas disposiciones, incluso externas, en aquellos que lo celebran. Tales disposiciones no pueden tomarse como desprecio hacia los disminuidos físicos, sino sólo como expresión de ofrecer lo mejor a Dios, en todos los sentidos. Prueba de la estima por los hijos de Leví que tuvieran alguna tara física, está el hecho de que podían participar de todos los beneficios de los demás.
Lv 21, 4 Siendo señor. En este punto, el texto hebreo que seguimos y las versiones griega y latina no coinciden, por eso es muy difícil saber cómo era el texto original. De cualquier forma, se quiere resaltar la dignidad del sacerdote entre los suyos y la especial exigencia de su pureza ritual.
Lv 22, 1-16. La sacralidad de las ofrendas exigía la santidad y pureza en quienes las consumían, ya fueran sacerdotes o laicos. En el caso de los primeros se da un precepto general y se pasa luego a casos concretos, ya considerados antes (cfr Lv 13, 1ss.; Lv 15, 2.16.18; Lv 21, 16-23). En cuanto a los laicos, aunque sean huéspedes del sacerdote, no comerán de las cosas santas.
Lv 22, 17-28. La disposición sobre la edad del animal ofrecido sugiere que lo que no era útil como alimento para los hombres, tampoco podría ser sacrificado al Señor. En cuanto a la disposición de no matar en el mismo día a la madre y a su cría, parece responder a evitar ciertas prácticas idolátricas, aunque hay quien se inclina por ver en ello una especie de respeto y compasión hacia el animal ofrecido.
Por otra parte, la exigencia de presentar a Dios víctimas sin defecto recuerda al cristiano la necesidad de ofrecer al Señor el “sacrificio espiritual” (cfr 1P 2, 5) de un trabajo realizado con perfección humana y sobrenatural. No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. “No presentaréis nada defectuoso”, nos amonesta la Escritura Santa, “pues no sería digno de Él” (Lv 22, 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 55).
Lv 23, 1-4. Algunas fiestas de este calendario se mencionan también en otros libros (cfr Ex 23, 14-19; Ex 34, 18-26; Dt 16, 1). Primero se trata del Sábado, que viene a ser el paradigma de las demás fiestas, sobre todo en lo relativo al descanso. Era tal la importancia que se daba a lo que se podía hacer o no hacer en sábado que se llegó a extremos absurdos y formalistas. En más de una ocasión Jesucristo aludirá a esas situaciones límites, originadas por la interpretación que, a través del tiempo, habían hecho los escribas, creando una casuística tan amplia como insoportable (cfr Mt 15, 1-9; Mt 23, 4, Hch 15, 10).
Lv 23, 5-8. De la Pascua se habla también en Ex 12, 1-14.21-28 y Ex 13, 3-10. El mes primero se llamaba Nisán; con anterioridad su nombre era Abib, la primavera o las espigas. La fiesta comenzaba al atardecer, cuando la luz declinaba. Aquí se presenta como una preparación para la fiesta de los Ácimos, que comenzaba al día siguiente, el quince, y duraba siete días, durante los que el pan se comía ácimo, sin levadura. La asamblea religiosa tenía lugar el día primero y el último. En estas asambleas se ofrecían diversos sacrificios y se celebraba un banquete sagrado. Recordemos que es durante esta fiesta cuando Jesús instituye la Eucaristía, precisamente en el marco de la cena pascual. También es durante la Pascua cuando Jesús es inmolado en el altar de la Cruz. San Juan nos dice que el sacrificio de Cristo se inicia a la hora sexta del día de la Parasceve, precisamente cuando se comenzaba el sacrificio de los corderos de la Pascua. De ese modo se sugiere el principio de una nueva Pascua, en la que se sacrifica una nueva víctima, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cfr Jn 1, 29.36; Jn 19, 14).
Lv 23, 9-14. La Fiesta de las Primicias, aunque no se fija la fecha, está relacionada con la Pascua. En las regiones del valle del Jordán las mieses, en época de Pascua, ya están maduras para la siega (cfr Nm 28, 26-31). La ofrenda de las primicias corresponde a la convicción de que todo viene de Dios. Como reconocimiento de esa soberanía divina se ofrendaba lo primero que la tierra producía, hasta el punto de que nadie probaba los frutos del campo sembrado sin hacer la ofrenda primicial a Dios. El día siguiente al sábado era considerado por algunos el correspondiente al primer sábado después del 14 de Nisán. Otros, en cambio, consideraban día sabático el 15 de Nisán, y entonces la ofrenda de las Primicias tenía lugar el 16 de ese mes. Esto era tenido en cuenta a la hora de fijar las siete semanas para el comienzo de la fiesta de Pentecostés. La ofrenda de las primeras gavillas iba unida al sacrificio de un cordero de un año, con dos décimos de efah de flor de harina (cfr nota a Ex 29, 38-46), es decir, la cantidad de harina correspondiente a 4, 2 litros, y un cuarto de hin de vino, aproximadamente un litro.
Lv 23, 15-22. En esta fiesta aparecen también elementos de tipo agrícola referidos a la siega de la mies. Más tarde se relacionó con la entrega de la Ley en el Sinaí. El nombre de Pentecostés le viene por los cincuenta días que transcurren desde la Pascua. En hebreo se llamó Aseret, Gran asamblea. Otro nombre es el de Fiesta de las Semanas, alusivo a las siete semanas transcurridas desde la Pascua. La ofrenda de panes, amasados con las primeras espigas, expresaba la acción de gracias y la alegría por la recolección recién terminada. Por otra parte, los diversos sacrificios se hacían también como expresión del arrepentimiento por los pecados, así como manifestación del sentimiento de adoración ante la grandeza divina que bendijo el trabajo de su pueblo.
Desde el punto de vista cristiano, parece significativo que fuese en la fiesta de Pentecostés cuando descendiese el Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico. Por una parte, porque comenzaba una etapa nueva con otra Ley mucho más perfecta, no escrita en piedras sino en lo más profundo de los corazones (cfr 2Co 3, 3). Por otro lado, porque parece también significativo que fuera en el momento en el que se recogían los frutos de la tierra cuando llega a la Iglesia el fruto más precioso nacido de la muerte de Cristo en la Cruz, la fuerza del Espíritu que purifica y santifica a los hombres con su gracia divina.
Lv 23, 23-44. El número siete tiene en la Biblia carácter sagrado, simbolizando en cierto modo la perfección de Dios. Por eso el séptimo mes, lo mismo que el año séptimo, tiene especial significado en Israel. Así, en el mes séptimo (en hebreo Tisré) se celebraban tres fiestas. La primera es la Fiesta de las Trompetas, que tiene lugar el día séptimo. Se iniciaba a son de trompetas y de ahí su nombre. También se usaban las trompetas para anunciar la aparición de la luna nueva. Es probable que estos detalles muestren residuos de ciertos cultos astrales; sin embargo, como elementos litúrgicos, se purifican y se elevan, sirviendo para manifestar en diversos momentos y de diferentes maneras el profundo sentido de acatamiento al Creador de cielos y tierra.
En este mismo mes, el día décimo, se celebraba el Día de la Expiación, el llamado Yôm Kippur. Era día de penitencia y de ayuno. Comenzaba al atardecer del día noveno, con el descanso sabático. Por las graves penas impuestas a los transgresores, podemos deducir la importancia que este día tuvo, y tiene aún hoy, en la liturgia judía.
La otra gran fiesta es la de los Tabernáculos, celebrada durante siete días, comenzando el quince de este mes de Tisrí. En el Código de la Alianza se la llama la Fiesta de la Recolección (cfr Ex 23, 16). En efecto, los últimos frutos se recogían por estas fechas, en especial los de la vendimia. Venía a ser como el cierre del año agrícola. Era una fiesta de gran alegría. Se la consideraba también como preparación para la nueva etapa que comenzaría en seguida con las primeras siembras. Para ello se imploraban las lluvias tempranas, tan importantes para iniciar esa tarea. De ahí que el rito del agua predominara sobre los demás. El agua era llevada procesionalmente desde la piscina de Siloé para derramarla luego alrededor del altar del Templo. En tiempos de Jesucristo se tomaba un ramo hecho con mirto y sauce, árboles que nacen a orillas del agua, que se agitaba durante la procesión, invocando de esa forma la bendición divina de las lluvias. También se vio en ello un símbolo del poder divino. En tiempos de Esdras y Nehemías, mediados del siglo V a.C., se construían cabañas con ramas de árboles en las terrazas de las casas o en el campo, viviendo en ellas durante los días de la fiesta; de esta forma se recordaba el peregrinar en tiendas por el desierto. Es una costumbre que todavía hoy pervive entre los judíos.
El Evangelio de San Juan habla extensamente de esta fiesta y de la actividad de Jesús en torno a ella (cfr Jn 7, 2ss.), y de las importantes revelaciones que el Señor hizo con motivo de sus ritos. En efecto, es en esta fiesta cuando anuncia que de su pecho brotarán ríos de aguas vivas, refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él (Jn 7, 39).
Lv 24, 1-4. El candelabro de siete brazos, llamado menorah, estaba situado en el Sancta, delante de la cortina o velo que había ante el Sancta sanctorum del Templo. En Ex 25, 3l-40 se habla también de este candelabro y de sus características. Aquí se especifica el modo de proveer a su mantenimiento a fin de que permanezca siempre encendido. De esa manera se manifestaba la adoración perpetua de Israel a Dios.
Lv 24, 5-9. También de los panes de la proposición se trata en Ex 25, 23-30. Aquellos doce panes, renovados cada sábado, venían a ser una representación simbólica de la ofrenda permanente de Israel. Encima de los panes se ponían granos de incienso que eran quemados sobre el altar de los holocaustos; en cambio, los panes eran comidos por los sacerdotes en lugar sagrado. En 1S 21, 1-7 encontramos una excepción a esta regla. El sacerdote Ajimélec entrega esos panes a David y a sus hombres, a los que les exigió primero la pureza legal. Este dato sirve a nuestro Señor para rebatir el rigorismo de los fariseos que acusaban a los discípulos de no guardar el sábado (cfr Mt 12, 4).
Lv 24, 10-16. La blasfemia era castigada con la muerte dada la gravedad de ese pecado. El caso narrado trata de un prosélito, es decir, de un hijo de pagano y de una hebrea. Se insinúa con ello que la blasfemia era inconcebible en boca de un hebreo. Se entiende mejor así la maldad que suponía acusar a Jesús de blasfemo (cfr Jn 10, 33; Jn 19, 7), lo mismo que ocurrió con San Esteban (cfr Hch 7, 51-58).
Lv 24, 17-23. Se dan disposiciones penales para diversos delitos, ya contemplados en el Código de la Alianza de Ex 21. Son normas que alcanzan tanto a los israelitas como a los extranjeros y que, comparadas con las de su tiempo, reflejan una moral superior.
Sobre la ley del talión cfr nota a Dt 19, 21.
Lv 25, 1-7. En este texto se observa que hay un cuidado por la conservación de la tierra tratando de que no se abuse de la productividad inmediata de un terreno, a costa de su deterioro a largo plazo. Por otra parte, queda siempre claro que la tierra es un don divino; por ello, regularmente, ha de ponerse de manifiesto la soberanía del Señor sobre ella. Ésta es la motivación principal de estas normas sobre el descanso de la tierra.
En Ex 23, 10-11 también se habla del año sabático, aunque se añaden unas motivaciones de tipo asistencial en favor de los más pobres. El cumplimiento de estas disposiciones no tenía que ser simultáneo, ya que entonces podrían crearse verdaderos problemas ante una especie de general inactividad. En el libro de los Macabeos, por ejemplo, se habla de las dificultades que hubo en aquellos tiempos a causa de un año sabático (cfr 1M 6, 49).
Lv 25, 8-22. De nuevo el número siete, aplicado al calendario, determina una situación peculiar. Ahora son siete semanas de años. Es decir, el paso de cuarenta y nueve años. De aquí que el año siguiente, el cincuenta, sea declarado año jubilar. A él se aplican las disposiciones sobre el descanso de la tierra, añadiendo algunas cláusulas particulares, como la referente a la redención o rescate de la propiedad. Así, en el año jubilar, lo adquirido tenía que volver a su primitivo dueño. Esta costumbre hacía que en realidad lo que se vendía era el usufructo de la tierra, que podía valer más o menos según los años de que el comprador pudiera disponer para cultivarla.
Subyace, de nuevo, la idea de que la tierra es un don divino que debe revertir siempre en favor de aquellos a los que el Señor la concedió originariamente. De todas formas, parece ser que estas disposiciones no se cumplieron bien. De hecho, los profetas denuncian con energía el acumulamiento de tierras que algunos llegaron a conseguir en detrimento de los demás. La causa última de esta queja no estaba sólo en el noble afán de justicia social, sino que en el fondo también latía el desacuerdo con la violación de las disposiciones de Dios (cfr Is 5, 8; Mi 2, 2).
Los vv. 14-15 están divididos de forma distinta de la Neovulgata, siguiendo así el criterio más común en las versiones en lenguas vernáculas.
Los vv. 18-22 cierran el pasaje anterior y preparan el siguiente. Recuerdan las promesas de Dios para quienes sean fieles a sus mandatos y animan a quienes pudieran pensar en su desamparo ante la posibilidad de estar tres años sin cosecha (el año sabático, el jubilar y el siguiente, al final del cual ya se recogería la cosecha). Dios providente haría que quienes le fueran fieles no pasaran necesidad.
Lv 25, 23-34. Se originaban más consecuencias al cumplir las normas sobre el descanso y el rescate de la tierra que era preciso saber. Se insiste en el principio de que la tierra es de Dios, y por tanto no se puede vender de manera definitiva. Por eso el vendedor tendrá siempre la opción de rescatar la propiedad de la tierra vendida y que su familia recibió del Señor. Si dicho vendedor no tiene medios para recobrarla mediante la devolución del precio, podrá recurrir a un pariente cercano para que le ayude. Éste es llamado goel, liberador; aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento, a veces como vengador de sangre (cfr Nm 35, 19), otras como el que suscita descendencia al hermano difunto casándose con su viuda (cfr Rt 3, 13; Rt 4, 1-10), o como el que libera de la esclavitud a otro (cfr Lv 25, 47). En ese sentido de liberador se aplica el nombre de goel también a Dios, pues Él libró de la esclavitud a su pueblo (cfr Ex 6, 6; Dt 5, 15; Is 41, 14).
En el caso de que sean casas los bienes vendidos, las condiciones de rescate cambian, según se trate de viviendas en ciudad amurallada o de casas en el campo. Si se trata de viviendas pertenecientes a un levita, el derecho de rescate permanece siempre. La razón es que esas casas son, de forma particular, propiedad sagrada de Dios que las ha cedido a sus sacerdotes y levitas. Lo mismo ocurre con los campos circundantes de esas propiedades de algún modo sagradas.
Lv 25, 35-55. Si Dios se preocupa por la tierra, más se preocupa por los que la habitan, especialmente si son descendientes de Abrahán. De ahí que se den normas particulares referentes a los hijos de Israel. A éstos no se les puede prestar con interés ni podrán ser equiparados a un esclavo. A lo más será un jornalero, y en el año jubilar quedará exonerado de todo débito y carga. El episodio narrado por Nehemías, en favor de los israelitas más pobres, ilustra esta normativa (cfr Ne 5, 1-11). También en Ex 22, 26 y Dt 23, 20-21 se habla de ello. En el Código de la Alianza se determina, incluso, que la liberación del israelita ocurra a los seis años de servicio (cfr Ex 21, 1-6). Por otra parte, en Dt 15, 13-14 se establece que el esclavo liberado debe recibir además algunos bienes, a fin de que pueda sobrevivir. La obligación de ayudar al hermano necesitado refleja, una vez más, la función social que tienen los bienes temporales. Si alguno tiene bienes en este mundo, y viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo es posible que resida en él el amor de Dios? (1Jn 3, 17). Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál ha de ser la actitud de los que poseen, respecto de los que se encuentran en necesidad: No es parte de tus bienes -así dice San Ambrosio- lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos (De Nabuthae historia 12, 53). Es decir, la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario (cfr Pablo VI, Populorum Progressio, 23).
En el caso de los extranjeros se permite la esclavitud, sin que rija para ellos la liberación del año jubilar. En cambio, el israelita que caiga en manos de un extranjero enriquecido en la tierra de Israel, tendrá siempre opción a su rescate y en el año jubilar quedará libre. La razón está siempre en la soberanía de Dios sobre su pueblo. Porque todos los israelitas son suyos, nadie puede llegar a ser su propietario a perpetuidad. No obstante, es preciso reconocer que estas justas disposiciones muchas veces no se cumplieron. También entonces los profetas protestaron y amenazaron con castigos por conculcar las leyes del Señor (cfr Jr 32, 7; Ez 46, 17).
Lv 26, 1-46. Este capítulo cierra propiamente el Levítico, aunque el libro aún contenga como apéndice el cap. 27. Es una amplia exhortación animando al cumplimiento de las disposiciones dadas: por una parte, asegurando promesas de bendición a los que sean fieles a la voluntad del Señor; por otra, amenazando con castigos a los que no cumplan la leyes divinas. Recuerda el final del Código de la Alianza contenido en Ex 23, 20-23. Algo parecido encontramos también en Dt 28. Son modos claros de recordar que la justicia divina dará a cada uno según sus obras. También el Nuevo Testamento, aunque de formas diversas, nos enseña esa verdad. Así, además de las referencias al juicio final (cfr Mt 25, 31-46), se habla del libro de la vida (cfr Ap 3, 5; Ap 13, 8; Ap 17, 8; Ap 20, 12), en el que están inscritos los nombres de los elegidos, pues las consecuencias de cuanto el hombre realizó durante su existencia terrena le seguirán más allá de la muerte (cfr Ap 14, 13).
Antes de las promesas hay unos versículos referentes a la idolatría que repiten el segundo precepto del Decálogo, y que en otros muchos pasajes del Pentateuco se vuelven a enunciar (cfr Ex 20, 4; Dt 5, 8; etc.). Se trata de una cuestión capital para Israel, siempre tentado por el politeísmo e idolatría de los pueblos circundantes.
Lv 26, 12 A lo largo de la Biblia se da un crescendo que va de la perspectiva de los bienes y circunstancias de esta tierra a los de la bienaventuranza eterna. En este versículo aparece una vez más tal elevación progresiva. En su magna obra La ciudad de Dios, San Agustín, precisamente con ocasión de este versículo, se expresa así: Allí [en la vida eterna] reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir: “Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. (…) Éste es también el sentido de las palabras del apóstol: “para que Dios sea todo en todos” (1Co 15, 28). Él será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos (De civitate Dei 22, 30).
Lv 26, 14-46. Los castigos aparecen de manera desordenada, siendo difícil establecer un determinado sistema de penas. Son diferentes aspectos de la vida, por no decir todos, los que se ven afectados por la ira divina. Así, la tierra se vuelve yerma y dura, la salud se quebranta hasta la consunción de la vida, los enemigos acosan implacables y crueles, el hambre aparece hasta los límites inconcebibles de la antropofagia entre padres e hijos. A este respecto no podemos dejar de recordar la descripción que hace Flavio Josefo del asedio a Jerusalén en el año 70, con la consiguiente destrucción del Templo. Uno de los horrores que refiere el historiador judío consiste en que una mujer, enloquecida por el hambre, se come a su propio hijo (cfr Flavio Josefo, De bello Iudaico 7, 8).
Pero el pueblo reconocerá sus pecados, confesará sus culpas, comprenderá que ha merecido aquellos terribles castigos y el Señor, una vez más, se compadecerá de su pueblo recordando la Alianza que hizo con los tres grandes patriarcas: Abrahán, Isaac y Jacob.
Lv 27, 1-34. Este capítulo es un apéndice que completa el cuerpo legislativo descrito anteriormente, fijándose especialmente en los votos (vv. 1-29) y en la cuestión de los diezmos (vv. 30-34).
Los votos podían tener por objeto la consagración a Dios de una persona sobre la que tiene autoridad el que hace el voto. Como ejemplo tenemos el voto de Ana que consagra su hijo Samuel a Dios (cfr 1S 1, 24-28).
Lv 27, 16 El jómer significa literalmente la carga de un asno, pero se utilizaba también como medida de áridos (cfr Ez 45, 13; Os 3, 2) equivalente a unos 210 litros.
Lv 27, 28-29. Consagrar al anatema (jérem en hebreo) significa separar algo para Dios en exclusiva. Aplicado a la guerra, supone destruir en honor de Dios todo el botín; de esta forma se mitiga el afán de invadir pueblos débiles por puro enriquecimiento a costa de los vencidos (cfr nota a Nm 21, 3; Dt 2, 24-37).
El anatema aplicado al culto designa la ofrenda refrendada por un voto; en adelante lo ofrecido no se podrá reutilizar en provecho propio (vv. 21-28) porque es cosa santísima. Aplicado a las sanciones procesales, el consagrado al anatema es todo malhechor condenado. Hay que tener en cuenta que en la legislación bíblica no hay más condena que la sentencia a muerte. Por tanto, el condenado no puede ser utilizado ni como esclavo ni como sometido a trabajos forzados. Con la prescripción del v. 29 se mitiga el afán de acusar o condenar al prójimo para beneficio público o de los propios dirigentes. En todo caso, estas normas contienen aspectos todavía imperfectos que alcanzarán su expresión más completa en el Nuevo Testamento cuando se ponga como meta el precepto de amor a Dios y al prójimo.
Nm 1, 1-Nm 10, 36. Los diez primeros capítulos del libro de los Números completan la narración contenida en los últimos capítulos del Éxodo acerca de la estancia de Israel en el Sinaí, después de que Dios estableciera la Alianza con el pueblo y antes de que éste emprendiera de nuevo la marcha por el desierto. En ellos se muestra al pueblo, preparándose para la partida, como una comunidad santa, perfectamente organizada y congregada en torno a la Tienda de la Reunión, a la que los levitas sirven con esmero.
Nm 1, 2-46. Dios ordena el censo del pueblo como señal de que le pertenece a Él. Se hace un recuento de los varones útiles para la guerra. Sin embargo, en el contexto del Pentateuco a este censo militar se le reconoce un valor religioso, puesto que el pueblo es considerado como el ejército del Señor (cfr Ex 7, 4). Ya en Ex 38, 25-26 se tuvo en cuenta el resultado total de este censo a la hora de calcular la aportación con la que cada uno debía contribuir para la construcción del Tabernáculo.
Las cifras de los censados reflejan el recuerdo de la importancia de cada tribu. Entre ellas sobresale, como más numerosa, la de Judá. En la redacción definitiva del Pentateuco tiene su importancia el situar este censo cuando el pueblo peregrina por el desierto camino de la tierra prometida. El elevado número asignado al conjunto indica que, de las dos promesas que el Señor había hecho a Jacob -posesión de la Tierra y una descendencia numerosa (cfr Gn 28, 13-14)- ya se había cumplido la segunda, y se acercaba el momento en que se realizaría la primera.
El lector judío de este pasaje puede admirar en él la unidad y diversidad del pueblo elegido, al tiempo que sentirse identificado en alguno de esos grupos, según sus tradiciones familiares.
El lector cristiano ve en aquel pueblo de las doce tribus una prefiguración de la Iglesia que, fundada por Jesucristo sobre los doce Apóstoles (cfr Mt 19, 28), es el nuevo pueblo de Dios. Bajo esta consideración, ni la Iglesia, ni el cristiano, se sienten ajenos a aquel pueblo, cuyo censo en el desierto anuncia el censo simbólico de los salvados por la sangre de Cristo (cfr Ap 7, 5-8).
Nm 1, 47-54. En el censo de los hijos de Israel no se incluyen los miembros de la tribu de Leví. El empadronamiento era de carácter militar y los levitas, destinados a funciones en relación directa con el santuario, no podían ocuparse de otras tareas para no quedar impuros por un contacto profano. Esta tribu había sido reservada para dedicarse exclusivamente al servicio del Tabernáculo.
Las funciones de culto en los santuarios, y particularmente en el Templo de Jerusalén, que desempeñarían los levitas, tienen sus raíces en la Alianza; por eso se recuerda el comienzo de esta actividad durante la peregrinación por el desierto.
La importancia que se concede al cuidado del Tabernáculo es extraordinaria, hasta el punto de que, según el texto sagrado, se destinó una tribu completa a custodiar con exquisito cuidado todos sus enseres y a dedicarse a su servicio. Incluso se advierte que esa vigilancia solícita es importante para todo el pueblo, para que la ira de Dios no caiga sobre la comunidad de los hijos de Israel (v. 53).
El texto invita a reflexionar también ahora acerca del cuidado que merecen los lugares y objetos de culto. El Tabernáculo del desierto era una señal de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Con ese mismo nombre de Tabernáculo designamos los cristianos al Sagrario donde está realmente presente Jesucristo, Hijo de Dios, bajo las especies sacramentales. La solicitud de los levitas por aquel antiguo Tabernáculo sirve de ejemplo a los cristianos de hoy del cuidado y veneración que han de mostrar ante el Sagrario. La nobleza, la disposición y la seguridad del tabernáculo eucarístico deben favorecer la adoración del Señor realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar (Catecismo de la Iglesia Católica, 1183).
Nm 2, 1-34. El pueblo es descrito en formación alrededor del Tabernáculo como un pueblo santo, en perfecto orden, acampando y avanzando a través del desierto, unido a su Señor. La disposición de las doce tribus, tanto cuando están acampados como en orden de marcha, tiene la figura de un cuadrado. Cada uno de sus lados lo forman tres tribus, y en el centro se sitúan los levitas rodeando la Tienda. Una representación similar hará de Jerusalén el profeta Ezequiel (cfr Ez 48, 30-35), y de la Jerusalén celeste el libro del Apocalipsis (cfr Ap 21, 12-13). El texto encierra una enseñanza fundamental: Dios está continuamente presente en medio de su pueblo y habita en medio de él.
San Juan, en el prólogo de su Evangelio, dice: Y el Verbo se hizo carne y habitó (literalmente, “acampó”) entre nosotros (Jn 1, 14). Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, lleva a su plenitud lo que apenas se insinúa en este texto: que el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 84).
Nm 3, 2-4. Estos versículos vienen a ser un reflejo de la asignación del sacerdocio legítimo a la familia de Eleazar, de la que sería descendiente Sadoc -sacerdote cuyo linaje ostentó en exclusiva el ejercicio del sacerdocio en el Templo de Jerusalén hasta la época del destierro-, y a la familia de Itamar, de la que descenderá Abiatar -sacerdote contemporáneo de Sadoc (cfr 2S 8, 17)-, cuyo linaje compartió el ejercicio del sacerdocio con los sadoquitas después del destierro (cfr 1Cro 24, 1-6).
El sacerdocio en el antiguo Israel, como otros oficios, era hereditario. La expresión llenar la mano (cfr v. 3) es una fórmula muy primitiva para designar la investidura de alguien como sacerdote. Según parece, sólo en época muy tardía, tras el destierro, se practicó el rito de la unción con el significado de preparación para ejercer unas funciones sagradas (cfr Ex 40, 12-15). Originariamente sólo se ungía al rey, y, al transferirse este rito al sacerdote, no solamente se acentúa su carácter de persona sagrada, sino que se prepara el camino para comprender que el Ungido por antonomasia, el Mesías, será también verdadero y único sacerdote.
Nm 3, 5-10. En este pasaje se fundamenta la diferenciación entre los sacerdotes y los levitas que más adelante aparecerá con precisión (cfr Nm 18, 1-7). De una parte, en él se muestra el origen común de sacerdotes y levitas, todos descendientes de Leví y, por tanto, de igual dignidad; y, de otra, se fundamenta la diferenciación de sus funciones como procedente de la misma constitución del pueblo en el Sinaí. El menor rango de los levitas -viene a decir el texto- se debe a la voluntad de Dios que quiso dárselos como servidores a Aarón y a sus hijos (cfr Nm 3, 9); y, en la realización de sus funciones, aunque sean humildes, cumplen lo que el Señor ordenó a Moisés, es decir, obedecen la Ley de Dios.
Nm 3, 11-13. Al final del cap. 1 (cfr Nm 1, 49-53) se hablaba de la distinción entre los levitas y los demás hijos de Israel. Los levitas habían sido separados de ellos para que se dedicaran al servicio del Tabernáculo. Ahora se subraya otro aspecto de su peculiar vocación: han sido tomados por Dios para servir de rescate por los primogénitos de los israelitas. Conviene tener en cuenta, por una parte, que todos los primogénitos, tanto de hombres como de ganados, debían ofrecerse a Dios (cfr Ex 13, 1). Pero, además, los primogénitos de los hijos de Israel le pertenecían especialmente al Señor por haberlos preservado de la muerte durante la décima plaga que asoló Egipto (cfr Ex 13, 14-15; Nm 8, 17). A cambio de esos primogénitos, el Señor toma a su servicio a los levitas. Queda así acentuada su pertenencia al Señor, como la de los primogénitos, y el servicio que prestan a toda la comunidad de Israel, en cuanto que ejercen una función de sustitución vicaria por los demás.
Nm 3, 14-39. Se especifica cómo se han de situar en el campamento los linajes de la tribu de Leví. En el lugar más noble -hacia el este, frente a la entrada- están Moisés, Aarón y sus hijos, los sacerdotes. En los otros flancos del Santuario se sitúan los distintos linajes de los levitas. A cada uno de ellos se les encomienda una función concreta en la conservación del mismo.
Nm 3, 40-51. Véase nota a Nm 3, 11-13.
Nm 4, 1-49. A diferencia del censo del pueblo, en el que se contaban los varones a partir de veinte años, en el censo de los levitas hay limitación de edad por abajo y por arriba. Es una forma de mostrar la importancia del servicio que han de realizar: se requiere edad madura y plenitud de facultades.
Llama la atención la cantidad de detalles concretos que se indican en el texto referentes a la dignidad y respeto con la que se deben tratar las instalaciones y objetos de culto; al mismo tiempo, se hace notar que eso es la voluntad de Dios. Los Padres de la Iglesia con frecuencia han señalado que, con mayor motivo, es necesario cuidar los objetos de culto eucarístico. Entre otros, San Jerónimo escribe que los testimonios de las Sagradas Escrituras enseñan qué veneración deben recibir las cosas santas y las que sirven al ministerio del altar. Pues los sagrados cálices, los lienzos sagrados y todo lo demás que se refiere al culto de la Pasión del Señor, no deben ser tenidos como objetos ordinarios y carentes de santidad, ya que por el contacto que tienen con el Cuerpo y la Sangre del Señor hay que venerarlos con el mismo respeto que su Cuerpo y su Sangre (Epístola 114, 2).
Nm 5, 1-4. Comienza la primera sección normativa del libro. Ésta es la primera de una serie de disposiciones acerca de la pureza ritual de los integrantes del campamento. La lección que se trasmite es clara: en donde está Dios todo ha de ser puro. Como Dios habita en medio del campamento es necesario velar por la santidad del mismo. Por lo tanto, cualquier pecado o impureza -aunque sea solamente externa- ha de desaparecer.
En aquella época se consideraba rechazable al leproso (cfr Lv 13), al que padecía flujo seminal (cfr Lv 15, 1-18) y al que había tocado un cadáver (cfr Lv 21, 1; Nm 19, 11-16), probablemente por el peligro de contagio que comportaba.
La norma acerca de la expulsión de los impuros -como muchas otras del Pentateuco- tuvo una vigencia transitoria. Jesucristo, que llevó la Ley a su perfección, acogió y limpió a los leprosos (cfr Mc 1, 40-42), enseñó que sólo manchan al hombre los malos pensamientos o deseos que brotan de su corazón (cfr Mt 15, 18-19), y se acercó lleno de compasión a los difuntos (cfr Mt 9, 25; Lc 7, 14). Con todo, la enseñanza que subyace en esta normativa, es decir, la necesidad de la pureza para acercarse al Señor, seguirá teniendo un valor permanente (cfr Mt 5, 8).
Nm 5, 5-8. Más importante que la pureza ritual (vv. 1-4) es el cuidado de la pureza moral en las relaciones con los demás. Por eso se dan ahora algunas indicaciones acerca de la propiedad de los bienes materiales, y después otras relativas a la fidelidad conyugal (vv. 11-31).
Una formulación más amplia de la ley acerca de la apropiación injusta de bienes se encuentra en Lv 5, 20-26. Aquí se concreta que al realizar la restitución es necesario devolver, además de lo robado, un quinto más (un veinte por ciento más) a la persona defraudada, o, en su defecto, al goel (pariente responsable de defender los derechos de un difunto); y si también éste falta, al sacerdote. Los delitos contra el prójimo eran castigados con severidad; además, acarreaban una deuda con el Señor y, por tanto, la obligación de ofrecer un sacrificio de reparación (cfr nota a Lv 5, 14-26).
Es importante la puntualización del texto: el que comete pecado contra un hombre, no sólo peca contra él, sino que hace traición al Señor (v. 6).
Nm 5, 11-31. La pureza del pueblo exige también la fidelidad conyugal. El adulterio es un delito muy grave (cfr nota a Ex 20, 14); si se probaba, los culpables eran condenados a muerte (cfr Lv 20, 10). Para el caso en que el marido tuviera una duda razonable acerca de la fidelidad de su mujer, pero no se pudiera demostrar su culpabilidad, se establece este rito peculiar. Las ceremonias que se prescriben recuerdan a las ordalías o juicios mágicos en los que se buscaba poner de manifiesto la culpabilidad o inocencia de un sospechoso contra el que no hay pruebas claras. En contraste con la crueldad de tales ritos en los pueblos vecinos a Israel, en los que se arrojaba a la mujer a un río, este rito es relativamente benigno para la mujer sospechosa. Además de escuchar las terribles fórmulas de imprecación en las que se pide a Dios que la haga estéril para siempre si ha sido infiel, sólo se la obliga a beber agua mezclada con un poco de polvo y las raspaduras de un escrito.
Nm 6, 1-21. El voto de nazareato del que aquí se habla, fue frecuente en Israel desde muy antiguo. Sansón era nazareo perpetuo (cfr Jc 13, 2-7) y quizá también Samuel (cfr 1S 1, 28); los había en tiempo de Amós (Am 2, 11) y en la época de los Macabeos (1M 3, 49-50). Probablemente algunos judíos convertidos al cristianismo hicieron también este voto (cfr Hch 21, 24) y tal vez hasta el mismo San Pablo lo realizó (cfr Hch 18, 18). Indicaba una especial consagración a Dios, al menos durante un tiempo.
El nazareo adquiría tres compromisos: dejarse crecer el cabello, abstenerse de toda bebida alcohólica y evitar el contacto con cadáveres. El más específico era el del cabello, que es mencionado siempre que se habla del nazareo; el término pasa incluso al vocabulario profano de la Biblia que, para referirse a las vides no podadas (cfr Lv 25, 5), el texto hebreo las llama vides nazareas. No se sabe con claridad qué sentido podía tener el dejarse cabello largo; quizá era señal de fortaleza (cfr Jc 5, 2), o de proximidad con Dios, puesto que algunos textos dan a entender que los sacerdotes llevaban el cabello largo (Lv 21, 5). La abstinencia de bebidas alcohólicas no presupone que se considere malo el beber vino, puesto que se permite tomarlo en el banquete sacrificial con que culmina el nazareato; probablemente es un signo de que la persona consagrada prescinde de lo efímero de esta tierra para dedicarse a las cosas de Dios. Era, sin duda, una manifestación de la entrega a Dios en exclusiva. La obligación de evitar el contacto con cadáveres es común con los sacerdotes (cfr Lv 21, 1) y sirve para prevenir el caer en impureza ritual.
Las ceremonias de terminación del voto son especialmente solemnes y reflejan la alegría de quien ha intentado estar más cerca de Dios. Los sacerdotes y los amigos participan del sacrificio de comunión y del gozo de la persona consagrada.
Nm 6, 23-27. Esta fórmula de bendición es una de las más antiguas que nos ha conservado la Biblia. Se alude a ella en algunos Salmos (cfr Nm 31, 17; Sal 67, 2; etc.) y era empleada por los sacerdotes en la liturgia del Templo. Consta de tres peticiones que comienzan con el nombre del Señor. Algunos autores de la antigüedad vieron en la triple invocación un preanuncio de la Santísima Trinidad. Se implora a continuación la protección de la vida, la gracia y la paz; tres dones que resumen las aspiraciones del hombre y que sólo Dios puede otorgar en plenitud.
La Iglesia ha continuado la tradición de bendecir a los fieles dentro de las ceremonias litúrgicas, y muy especialmente al terminar la celebración de la Eucaristía, para implorar sobre ellos el favor divino. Entre las fórmulas que el sacerdote puede utilizar al final de la Misa, el Misal Romano propone este venerable texto.
Nm 7, 1-88. En el Pentateuco hay dos maneras de reflejar las prescripciones que regularían la vida del pueblo: una, por medio de fórmulas normativas, como en los dos capítulos precedentes; otra, por medio de narraciones de lo que hicieron los que peregrinaron por el desierto, como en esta sección, en la que se relatan los acontecimientos del día de la erección y consagración del Santuario (cfr Ex 40). Los israelitas asentados en Canaán volverán siempre la vista a sus antepasados para imitarles; en este caso, para emular la generosidad en el culto y la diligencia en llevar sus ofrendas al Señor en el Templo.
Nm 8, 1-4. El candelabro de oro o menorah era una rica pieza de oro (cfr Ex 25, 31-40) colocada junto a la mesa de los Panes de la proposición. Aunque no es seguro el significado del mismo, es evidente que era un elemento importantísimo en el culto, puesto que las lámparas debían permanecer siempre encendidas (cfr Lv 24, 2-4). El número de siete brazos podría indicar plenitud. De hecho Flavio Josefo comenta que el candelabro recordaba el poder creador de Dios, pues los siete brazos representaban a la luna y los planetas (cfr Antiquitates Iudaicae 3, 144-6). En la tradición de la Iglesia, las lámparas se han aplicado tipológicamente a Cristo. Clemente de Alejandría comenta: El candelabro de oro tiene otra simbología: la de ser signo de Cristo, no por su sola naturaleza, sino porque ilumina “de muchos modos y en diversos momentos” (Hb 1, 1) a los que creen y esperan en Él (Stromata 5, 6, 35). Por su parte, Rábano Mauro señala: Las siete lámparas son los siete dones del Espíritu Santo, que permanecieron siempre en el Señor, Redentor nuestro, y en sus miembros, es decir, en todos los elegidos según su voluntad (Enarrationes in Numeros 14).
Nm 8, 5-22. La ceremonia de dedicación de los levitas tiene muchos puntos de contacto con la de los sacerdotes (cfr cap. Lv 8), con la diferencia de que éstos eran consagrados (cfr Lv 8, 12), mientras que los levitas solamente purificados (v. 6). Los levitas gozaban de gran estima. Leví es hijo de Lía, lo mismo que Judá y Simeón. En el episodio del becerro de oro, los levitas permanecieron fieles a Moisés frente a los idólatras (cfr Ex 32, 25-29). Eran colaboradores de los sacerdotes, pero ejercían las funciones secundarias del Templo (cfr Nm 3, 6-9 y Ez 44, 11-31). Tenían, por ello, un puesto de consideración dentro del pueblo: no se incluían en el censo con las otras tribus (cfr Nm 1, 47-49; Nm 4, 1-49) y no se les asignó un territorio en el reparto de las tierras (cfr Jos 14, 3-4), sino que recibían como ingresos los diezmos del resto de las tribus (cfr Nm 18, 21-24). Por su dedicación al servicio del Señor, debían procurar una esmerada pureza ritual, como lo manifiesta esta minuciosa ceremonia. El agua de expiación (literalmente agua del pecado) (v. 7) era, posiblemente, un tipo de agua lustral, o de purificación de personas u objetos, semejante a aquella cuya preparación se describe en Nm 19, 1-10. Probablemente había varios modos de preparar el agua, según el tipo de ablución (cfr Nm 31, 23) y según las personas que tenían obligación de hacerlas. Las detalladas prescripciones acerca de la purificación de los levitas antes de incorporarse a desempeñar sus tareas en el culto a Dios, han sido tema de meditación en la Iglesia para considerar la purificación necesaria en un culto en el que ya no hay sombras y figuras, sino que la víctima es el mismo Cristo. ¿Qué pureza no deberá tener el que ofrece tan gran sacrificio? -pregunta San Juan Crisóstomo- ¿No deberá tener la mano que parte esta carne un esplendor más brillante que el del sol? ¿Cómo deberá ser la boca que se llena de ese fuego espiritual, la lengua que se enrojece con tan preciosa sangre? (Homiliae in Matthaeum 82, 5).
La imposición de manos indicaba que la ofrenda que se entregaba a Dios, era propiedad del oferente: los hijos de Israel transferían a Dios la propiedad de los levitas (v. 10), del mismo modo que éstos hacían con los novillos del sacrificio (v. 12).
Aarón balanceará a los levitas como ofrenda balanceada ante el Señor (vv. 11.13.15). La ofrenda balanceada era la que, una vez presentada ante el Señor, quedaba en posesión de los sacerdotes (cfr Ex 29, 24-28). En este caso es probable que no se realizaran los mismos ritos de balanceo que se hacían con los vegetales o animales ofrecidos. En cualquier caso con este rito se indicaba que los levitas estarían siempre al servicio de los sacerdotes. Quedaba así de manifiesto que eran la donación que todo Israel hacía al Señor en lugar de los primogénitos (v. 18; cfr Nm 3, 12-13).
Nm 9, 1-14. El recuerdo de la segunda celebración de la Pascua especifica las normas que debían seguirse cuando era imposible celebrarla a su tiempo, ya fuera porque se había contraído impureza por contacto de un cadáver, o porque ese día se estaba de viaje. Esta normativa parece especialmente adecuada a las circunstancias en las que vivió Israel después del destierro; cuando las comunidades dispersas por tantos lugares tenían dificultades para reunirse. Según el libro de las Crónicas (2Cro 30), Ezequías aplicó estas disposiciones al instaurar la Pascua en el Templo, como parte de su reforma religiosa.
La Pascua es la fiesta específica de Israel: quien no participase en ella, pudiendo hacerlo, se le consideraba excluido del pueblo; en cambio, los extranjeros que participaban en ella eran tenidos como conciudadanos. Esta fiesta tiene un sentido importante en la religión del pueblo elegido: es el memorial de su liberación de la opresión de Egipto, que vuelve a hacer presente la intervención de Dios sobre su pueblo cada vez que se celebra, de modo que cada uno conforme su vida a estos acontecimientos (cfr también notas a Ex 23, 14-17; Lv 23, 5-8 y Dt 16, 1-8).
Por eso, así como era esencial para los israelitas el participar en la Pascua, por actualizar el recuerdo de la intervención salvadora del Señor, ahora, la Iglesia, siguiendo una tradición apostólica, ha establecido que los cristianos deben participar al menos el domingo en la actualización del misterio pascual que se realiza en la Eucaristía (cfr Código de Derecho Canónico, can., 1246, 1).
Nm 9, 15-23. La nube que de noche parecía de fuego y que acompaña a los israelitas por el desierto, simboliza la presencia protectora del Señor y, a la vez, la transcendencia divina. Los hijos de Israel estaban seguros de que la protección constante de Dios era más importante que el resguardarles del calor tórrido del desierto. Por otra parte, la nube es una señal del Ser Supremo, cuyo rostro nadie puede ver cara a cara en la tierra.
Se observa así cómo la Sagrada Escritura muestra que Dios se sirve en ocasiones de realidades sensibles ordinarias como signos manifestativos de intervenciones sobrenaturales invisibles: la nube que protege del sol manifiesta la presencia de Dios en medio de su pueblo, su guía providente y la protección que le dispensa. El pueblo de Dios no camina solo ni vaga, porque Dios le acompaña y lo guía.
Al simbolismo de la nube parece aludir el arcángel San Gabriel cuando anuncia a María que por obra de Dios será madre del Mesías: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo, será llamado Hijo de Dios (Lc 1, 35). En la persona de Jesús se puede contemplar la plenitud del signo, ya dicho, del Tabernáculo: es el Verbo que establece su morada entre los hombres (cfr Jn 1, 14). Al igual que el pueblo de Israel, la Iglesia no peregrina sola: cuenta con la presencia de Dios en medio de ella que la protege y la orienta en su peregrinar terreno.
Nm 10, 1-10. Estas trompetas de plata servían para convocar la asamblea y para acompañar al culto; pero también se usaban para dar la orden de combate. Su forma era la de un tubo largo, abierto en forma de campana en su extremo. El toque de alarma (vv. 5.7) era un sonido agudo que podía oírse a larga distancia o dentro del estruendo de una batalla.
Pero las trompetas, sobre todo, eran como una llamada a Dios para que viniera en socorro de los suyos. Tenían, por tanto, la finalidad de recordar al pueblo que Dios acompañaba siempre a Israel y le daba éxito en las batallas (v. 10).
Nm 10, 11-28. Casi un año han permanecido los israelitas al pie del Sinaí (cfr Ex 19, 1). Ahora inician de nuevo la marcha hacia el desierto de Parán, situado aproximadamente en la zona central al norte de la península del Sinaí, al sur del Négueb. El texto destaca que la iniciativa la lleva el Señor, cuya presencia está simbolizada en la nube. El Señor mismo es quien les guía hacia el lugar a donde deben ir. El orden de la caravana, que tiene rasgos de una procesión litúrgica, responde al orden del campamento descrito en el cap. 2; pero con la peculiaridad de que los levitas, encargados de transportar la Tienda, se dividen en dos grupos. En efecto, abren la marcha las tribus que formaban el lado este del campamento, seguidas por una parte de la tribu de Leví que lleva la Tienda de la Reunión. Después siguen los que formaban el lado sur, y a continuación el resto de la tribu de Leví con el Arca y los utensilios sagrados. De este modo, cuando los portadores del Arca llegaban al sitio de parada, encontraban la Tienda ya montada. Era por tanto una forma de cumplir inteligentemente lo que el Señor había mandado en Nm 2, 17, sobre el lugar que debía ocupar la Tienda durante la marcha, salvando al mismo tiempo la dificultad que podía suponer el hecho de que el Arca tuviese que esperar al aire libre mientras se montaba la tienda. Finalmente seguían las tribus que formaban los lados oeste y norte del campamento.
Nm 10, 33-36. El pueblo de Israel experimentó la protección divina en el auxilio que recibía para protegerse de sus enemigos. Cuando estaban en la tierra prometida, en ocasiones particularmente difíciles, llevaban el Arca al campo de batalla y aclamaban al Señor para implorar auxilios y para agradecer su ayuda. Las exclamaciones de Moisés son dos antiquísimas piezas poéticas que probablemente se utilizaban en la liturgia primitiva del Arca, y que servirían de inspiración del Sal 132, 8), destinado a alabar al Señor al conmemorar el traslado del Arca al Templo de Jerusalén.
Nm 11, 1-Nm 12, 16. Más que una descripción de lo que fue la marcha por el desierto desde el Sinaí hasta Cadés (cfr Nm 13, 26), estos capítulos nos ofrecen algunos rasgos de extraordinaria importancia sobre las relaciones entre Dios y su pueblo: la reiterada protesta y rebelión de los israelitas ante las dificultades del largo camino, los castigos de parte de Dios, y, finalmente, el perdón por intercesión de Moisés.
En estas narraciones se han recogido recuerdos de diversos acontecimientos: las codornices y el maná (cfr cap. Ex 16), la institución de los setenta ancianos (cfr Ex 18, 13-26; Ex 24, 9), el caso de los profetas Eldad y Medad, y la murmuración de Aarón y María contra Moisés. La concatenación de los sucesos sigue esta lógica: el pueblo se queja de no comer carne y protesta del maná; Moisés, cansado de soportar al pueblo, recurre a Dios; y Dios responde con una doble intervención: hace partícipes del espíritu de Moisés a setenta ancianos que le ayuden a gobernar el pueblo, y envía codornices para saciar su apetito.
La descripción del pueblo en perfecto orden, casi como un ejército acompasado, en su marcha por el desierto, ha desaparecido ahora, cuando el pueblo se siente acosado por el hambre y bajo el influjo de los extraños que se le unían. Encontramos, en efecto, una chusma entremezclada con el pueblo (cfr v. 4), que lleva a todos a la protesta contra el Señor. Una protesta que surge de la duda acerca de Dios y de sus intenciones hacia ellos (cfr Ex 16, 3), y que desemboca en lamentarse de haber salido de Egipto, querer echarse atrás del camino emprendido y desear volver a la esclavitud (cfr vv. 18-20). Ésta es la gran tentación y el gran pecado del pueblo.
Cuanto sucede al pueblo en la peregrinación por el desierto, ayuda a comprender la realidad del nuevo pueblo de Dios: Caminando la Iglesia a través de tentaciones y tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 9).
Nm 11, 1-3. Taberah en hebreo significa incendio. En las tradiciones de Israel, el lugar de nombre Taberá está unido al relato de la queja del pueblo, desanimado en su camino, que encendió la ira del Señor. Lo que el pasaje viene a poner especialmente de relieve es la absoluta soberanía de Dios y de sus designios que el hombre debe secundar a pesar de las dificultades. Por otra parte, se resalta el papel mediador de Moisés. Aquí no se menciona un motivo concreto en la queja del pueblo, tal como aparecerá después (cfr v. 4); pero esa queja denota el cansancio y pérdida de ilusión, tras haber salido de Egipto.
La tentación del desánimo puede presentarse a veces durante la peregrinación terrena de los hijos de Dios. Esto no debe ser motivo serio de preocupación. Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. -Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica, y, sobre todo, el pensamiento de que no puedes, de que quizá no sirves, de que te falta experiencia de la vida.
Te daré un medio seguro para superar esos temores -¡tentaciones del diablo o de tu falta de generosidad!-: “desprécialos”, quita de tu memoria esos recuerdos. Ya lo predicó de modo tajante el Maestro hace veinte siglos: “¡no vuelvas la cara atrás!” (S. Josemaría Escrivá, Surco, 133).
Nm 11, 7-9. El pueblo añora los alimentos de Egipto. El maná era un signo de la providencia de Dios, que procuró alimento a su pueblo en la aridez del desierto. Por eso, la falta de aprecio por el maná, unida a la protesta contra Dios, es una manifestación de la ceguera para reconocer los dones que Él otorga. Acerca del maná, véase la nota a Ex 16, 1-36.
Nm 11, 10-15. Las palabras de Moisés, a pesar del tono de queja, dejan entrever la paternidad de Dios sobre aquel pueblo, pues era Él, en realidad, quien lo había formado. Por otro lado, el pasaje refleja el enorme peso de la responsabilidad que Dios ha confiado a Moisés, hasta el punto de que se siente incapaz de llevar su encargo adelante.
Las imágenes que aquí se emplean para expresar la solicitud por el pueblo serán utilizadas por San Pablo para hablar de su dedicación a las comunidades cristianas surgidas de su predicación y a las que ha de guiar hacia Cristo (cfr 1Ts 2, 7-11).
Nm 11, 16-23. Ya en Ex 18, 13-27 aparece la necesidad de ayuda que tiene Moisés para gobernar al pueblo. Allí se rodea de hombres capaces por consejo de su suegro Jetró; aquí, en cambio, es Dios mismo quien le manda elegir setenta ancianos, o jefes de familia, y les comunica parte del espíritu que poseía Moisés. De los setenta ancianos se ha hablado ya en Ex 24, 9; pero ahora se resalta que Moisés poseía el espíritu de profecía en tan gran medida que una participación del mismo hace entrar en trance profético a quienes se les comunica. En Dt 18, 18 se presentará a Moisés como un gran profeta y en Nm 12 se realza el carácter excepcional de su relación con Dios. Así se va perfilando en la tradición de Israel la grandeza de la figura de Moisés. Al mismo tiempo, el pasaje está indicando que la tarea de gobernar al pueblo sólo puede llevarse a cabo mediante el espíritu de Dios.
¿Acaso es mezquina la mano del Señor? (v. 23). Esta expresión aparece repetidamente en la Biblia para expresar el poder de Dios y su magnanimidad (cfr Is 50, 2; Is 59, 1). Cuando Moisés se encuentra ante un problema aparentemente irresoluble, Dios lo tranquiliza haciéndole notar que para Él no hay nada imposible. También hoy podemos estar serenos, porque Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios (Is 59, 1): no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 130).
Nm 11, 24-30. La fuente del espíritu es Dios mismo, y puede darlo a quien quiere, por encima de las determinaciones humanas. Moisés, por su parte, con total rectitud de intención, no busca la exclusividad en la posesión o transmisión del espíritu, es decir, en la recepción del don de Dios, sino que, mirando al bien del pueblo, se alegra de la manifestación del espíritu en otras personas, e incluso lo pide para todos los israelitas.
San Cirilo de Jerusalén, comentando este pasaje, enseña: se insinuaba lo acontecido en Pentecostés entre nosotros (Catequeses ad illuminandos 16, 26). En efecto, Dios prometió el espíritu a todo el pueblo (cfr Jl 3, 1-2), y llegó el día en que cumplió esa promesa por medio de Jesucristo que, tras su Ascensión al Cielo, envía el Espíritu Santo a la Iglesia (cfr Hch 1, 13). Por eso, la Iglesia, el pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad. (…) Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que distribuyéndolas a cada uno según quiere (1Co 12, 11), reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 1-2).
Nm 11, 31-34. Al narrar este episodio se pone de realce la providencia con la que Dios atiende a los suyos. En el contexto de este relato ese cuidado de Dios contrasta con la actitud rebelde y pecadora del pueblo que por su avaricia y su gula convierte el don en instrumento de castigo.
El nombre del lugar -Quibrot–ha-Taavá significa tumbas del apetito- une los recuerdos de las codornices y de los castigos recibidos por el pueblo debido a su dureza de corazón y a su glotonería.
El jómer (v. 32) significaba una carga de asno (cfr nota a Lv 27, 16). El texto sagrado subraya que los israelitas recogieron una gran cantidad de carne.
Nm 12, 1-16. La murmuración de los hermanos de Moisés comienza con el tema del matrimonio de éste con una extranjera. Aunque el texto hebreo dice cusita, que significa de Etiopía, comparando con Ha 3, 7 que habla de Cusán en relación con los madianitas, tal vez podamos entender que se refiere a Séfora (cfr Ex 2, 16-21). En cualquier caso, la murmuración de María y de Aarón se dirige contra algo más esencial: la autoridad única de Moisés como interlocutor entre Dios y el pueblo. En contra de tal autoridad aducen sus propias actividades proféticas que, al contrario de Moisés, no las entienden con actitud humilde como un carisma al servicio del pueblo, sino como un privilegio del que quieren beneficiarse. Este rasgo negativo de la conducta de Aarón, unido a lo que de él se cuenta en cap. Ex 32, 1-35, parece indicar que los recuerdos sobre su figura no siempre fueron tan positivos como podría parecer a primera vista.
El pasaje viene a mostrar el carácter único de la personalidad de Moisés entre todos los grandes personajes de la historia de Israel. Él era el que más confiaba en el Señor -tal es el significado de la palabra hebrea anaw que hemos traducido por humilde-. Esta confianza era la que le llevaba a ser el más paciente. Por eso Dios sale en su defensa. La severidad del castigo, así como la rapidez en la curación de María por la intercesión de Moisés, resaltan la grandeza de éste. Grandeza que le viene, sobre todo, porque a él le hablaba Dios directamente, y no mediante visiones o sueños como a los profetas. Por eso Moisés es mayor que los profetas. Según el texto hebreo Moisés contemplaba la figura o la imagen del Señor; pero ya la traducción griega, teniendo sin duda presente el carácter espiritual de Dios y su trascendencia, dice que Moisés contemplaba la gloria del Señor. En ese mismo sentido afirmará San Juan que a Dios nunca le ha visto nadie (Jn 1, 18), para resaltar a continuación que únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios y verdadero Dios, ha podido revelarnos toda la verdad acerca del Él.
Sin embargo, el carácter espiritual y trascendente de Dios no impide que se pueda entablar con Él un diálogo abierto y confiado mediante la oración. La oración de Moisés es típica de la oración contemplativa gracias a la cual el servidor de Dios es fiel a su misión. Moisés “habla” con Dios frecuentemente y durante largo rato, subiendo a la montaña para escucharle e implorarle, bajando hacia el pueblo para transmitirle las palabras de su Dios y guiarlo. “Él es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con él, abiertamente” (Nm 12, 7-8), porque “Moisés era un hombre humilde más que hombre alguno sobre la haz de la tierra” (Nm 12, 3) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2576).
Nm 13, 1-Nm 14, 45. A partir de la idea de fondo de la constante rebelión del pueblo, y del perdón de parte de Dios, en los caps. 13 y 14 se da una explicación de por qué los israelitas no entraron en la Tierra directamente desde Cadés, sino que tuvieron que dar un largo rodeo para entrar desde Transjordania. La causa fue, en definitiva, su falta de audacia en la obediencia al Señor, su desprecio hacia la tierra prometida y su añoranza de Egipto. En este esquema subyacen recuerdos muy antiguos, tales como la actitud destacada de Caleb, de la tribu de Judá, una exploración de la tierra reducida a la zona de Hebrón (cfr Nm 13, 22-23), y un intento fallido de penetración por el Négueb (cfr Nm 14, 39-45).
Nm 13, 16 El nombre de Josué significa Yahwéh salva. Al ser llamado así por Moisés, se deja entrever la misión que le va a corresponder: Josué salvará al pueblo de parte de Dios, como ya lo había hecho en la batalla contra los amalecitas según Ex 17, 9-13. El nombre de Josué y la misión que realizó de introducir al pueblo en la Tierra dio pie a los Padres de la Iglesia para ver en él un anuncio de Jesucristo, cuyo nombre, Jesús, significa lo mismo que Josué (cfr Mt 1, 21; Lc 1, 31).
Nm 13, 24 Najal-Escol significa torrente del racimo y estaba cerca de Hebrón.
En sentido alegórico, algunos Santos Padres interpretaron que el racimo de uva nacido de la tierra prometida representa a Jesucristo, nacido de la Virgen María. Y el llevarlo pendiendo de un palo significa a Jesucristo pendiendo del madero de la cruz. Los dos portadores, comenta San Cesáreo de Arlés, son los dos Testamentos: delante van los judíos, detrás los cristianos. Éstos llevan la salvación ante sus ojos. (…) Nosotros, que venimos detrás, hemos merecido adorar y portar al Señor Jesús, según aquello que dijo el Apóstol: “Glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo”, y en la medida en que podamos, trabajemos con su ayuda (Sermones 107, 3).
Nm 13, 27-29. El testimonio de los exploradores confirma, efectivamente, lo que Dios había prometido sobre la excelencia de la Tierra (cfr Ex 3, 8). Al resaltar el poder de los pueblos que la ocupan, por una parte se está aludiendo al poder de Dios y a su amor hacia el pueblo, ya que Él sería quien los iba a arrojar de allí (cfr Dt 7, 1); y, por otra parte, se prepara el argumento de la protesta del pueblo que se va a narrar a continuación.
Los descendientes de Anac son los gigantes que, según la tradición israelita, poblaban la zona sur de Canaán, y de cuyo origen se da una explicación en Gn 6, 1-4.
Los amalecitas eran seminómadas que se movían al sur del Négueb, y con los que lucharon los israelitas en más de una ocasión (cfr Ex 17, 8-16). Los hititas habían sido un gran imperio en el siglo XIV a.C., y los amorreos fueron los ocupantes de los valles del Tigris y el Éufrates. Los jebuseos fueron los anteriores pobladores de Jerusalén. La distribución de esos pueblos en la Tierra está simplificada recogiendo datos de carácter genérico.
Nm 13, 30-33. Dos actitudes se contraponen: la de Caleb movido por la fe y la confianza en Dios, y la del resto de los exploradores que, ante la dificultad con la que han de enfrentarse, no sólo no cuentan con la ayuda de Dios, sino que ponen en cuestión la bondad del don que Dios les promete, la bondad de la Tierra. Éste es el punto de partida que les llevará a la rebeldía abierta contra Dios y Moisés.
Con frecuencia se hacen patentes las dificultades que cualquier proyecto humano o sobrenatural lleva consigo. Pero la solución no consiste en claudicar ante los obstáculos, sino en luchar con fe y valentía por superarlos. El miedo de los israelitas a la lucha para conquistar la Tierra, debido a la magnitud de los enemigos que han de combatir, lleva a algunos de ellos a despreciar y hablar mal de la misma Tierra. Algo similar ocurre en el cristiano, cuando, por miedo, se retrae en la lucha por alcanzar la perfección: Sé que, enseguida, al hablar de combatir se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, compasivos, generosos (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 76).
Nm 14, 1-25. La rebelión llega a su punto culminante con la pretensión de elegir otro jefe en vez de Moisés, volverse a Egipto y apedrear a quienes proclaman la confianza en Dios. Aarón vuelve a aparecer junto con Moisés y Josué, unido a Caleb y participando de su entusiasmo (vv. 5-6). Sin embargo, quien resuelve la cuestión es la gloria y el poder del Señor que amenaza con castigar y, lo que es más tremendo, con desheredar al pueblo, disponiéndose a crear un pueblo nuevo a partir de Moisés (vv. 11-12). Pero una vez más éste intercede en favor del pueblo, ahora recurriendo a los argumentos más fuertes que pudiera presentar: el mismo honor de Yahwéh ante los pueblos, y su ser clemente y misericordioso como Él mismo había dicho de Sí (cfr Ex 34, 6-7). Dios, en efecto, perdona al pueblo una vez más, y no lo destruye; pero ha de actuar con justicia diferenciando entre los que confiaron en Él como Caleb, y los que, por el contrario, se rebelaron contra Él hasta diez veces (v. 22), es decir, completamente y con plena conciencia.
Nm 14, 26-38. De nuevo se menciona la respuesta de Dios ante la murmuración y desánimo del pueblo y se presenta el castigo teniendo en cuenta el censo hecho anteriormente, de forma que no escape a la ira de Dios nadie mayor de veinte años, excepto Caleb y Josué. Los cuarenta años de peregrinación empiezan a contar desde ahora, y se corresponden a los cuarenta días que les llevó explorar la Tierra, dando así a entender la severidad, y al mismo tiempo, la proporción del castigo divino. Los primeros en recibir aquel castigo fueron los que, habiendo tenido la dicha de contemplar la Tierra, sembraron el desánimo y la protesta entre los demás, es decir, los que habiendo experimentado de algún modo el don de Dios, no supieron apreciarlo a causa de su cobardía, sino que lo despreciaron y desacreditaron ante los otros.
Nm 14, 39-45. Jormá, en hebreo, significa destrucción.
Bajo este relato parece que subyace el recuerdo de un primer intento frustrado de penetración en Canaán a través del Négueb que no tuvo éxito. La explicación tiene sobre todo una dimensión religiosa: el pueblo se arrepintió, pero demasiado tarde; siguieron en el fondo sin obedecer al Señor, y desoyendo la palabra de Moisés; es más, prescindieron de Dios, de Moisés y de la Alianza, queriendo actuar con sus solas fuerzas. El resultado mostró su gran error y puede ser para nosotros una lección: Sin el Señor no podrás dar un paso seguro. —Esta certeza de que necesitas su ayuda, te llevará a unirte más a Él, con recta confianza, perseverante, ungida de alegría y de paz, aunque el camino se haga áspero y pendiente (S. Josemaría Escrivá, Surco, 770).
Nm 15, 1-Nm 19, 22. Se interrumpe de nuevo el hilo de la narración para introducir una serie de normas, casi todas rituales. Como en otras ocasiones, las ordenanzas que regían el Templo durante la monarquía (v. 2) y, más aún, a la vuelta del destierro, se atribuyen a Moisés, impregnándolas así de la máxima autoridad.
Nm 15, 1-16. En esta sección se especifican las ofrendas vegetales y las libaciones que debían acompañar a los sacrificios de animales. Éstos eran de dos clases: holocaustos en los que toda la víctima era quemada, y sacrificios de comunión, en cuya víctima participaban los oferentes y los sacerdotes, como se explica en el ritual de sacrificios del Levítico (cfr Lv 1-7). Ambos se ofrecían por tres motivos: para cumplir un voto, como sacrificio voluntario (o de donación), o en acción de gracias, siendo este último propio de las solemnidades (v. 3).
Las ofrendas vegetales y las libaciones son muy antiguas en la tradición israelita, aunque muchos detalles pudieron ser asumidos del ritual cananeo. Tienden a significar que los sacrificios son el banquete en el que participan Dios y los oferentes, entrando así en comunión. Aunque algunas expresiones, como el suave aroma en honor del Señor (v. 3) reflejen un antropomorfismo fuerte, como si Dios necesitara aspirarlo, lo cierto es que el Antiguo Testamento sale al paso una y otra vez contra esa consideración, y enseña que los sacrificios no son para satisfacer ninguna necesidad de Dios, sino que son signo de reconocimiento de la soberanía de Dios, del pacto, de la reconciliación, de la amistad, etc. Pero se requieren las disposiciones internas de los oferentes como insistieron los profetas y exigió Jesucristo: Misericordia quiero y no sacrificios (Mt 9, 13 y nota).
El décimo (v. 4) se refiere a la décima parte de una efah, medida de capacidad de áridos equivalente a unos 21 litros (cfr nota a Ex 16, 32-36). El hin era una medida de capacidad de líquidos, equivalente a unos 3, 5 litros.
Nm 15, 17-21. El tributo de las primicias tiene carácter eminentemente religioso, puesto que el mismo término utilizado pertenece al lenguaje ritual. Refleja la soberanía y el dominio absoluto de Dios, a quien se le hace partícipe de lo mejor y lo primero, como reconocimiento de que es Él quien hace partícipe a los hombres de los bienes de la tierra.
Nm 15, 22-31. Los sacrificios que debían ofrecerse por los pecados de inadvertencia de la comunidad o de un individuo hay que completarlos con lo determinado en Lv 4-5. Conviene observar la importancia que tiene la advertencia al ponderar la gravedad del pecado. Cuando éste se ha cometido por inadvertencia se pueden ofrecer los sacrificios prescritos para su remisión. En cambio, si se trata de una acción deliberada, los sacrificios rituales son impotentes para alcanzar su perdón, y quien lo comete queda excluido del pueblo.
Se comienza a apuntar aquí, algo que quedará más claro a la luz del Nuevo Testamento: que no todos los pecados tienen igual gravedad. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica distingue entre pecado mortal y venial. El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere (Catecismo de la Iglesia Católica, 1855). También se establece que para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Reconciliatio et poenitentia, 17) Catecismo de la Iglesia Católica, 1857). En cambio, se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave pero sin pleno conocimiento y sin entero consentimiento (Catecismo de la Iglesia Católica, 1862).
Nm 15, 32-36. Se trata ahora de un pecado cometido deliberadamente, y en materia grave, ya que llevaba consigo la pena de muerte para quien lo cometiera (cfr Ex 31, 14-15). En este caso se especifica el modo concreto de ejecutar esa sentencia, que es el usual en el judaísmo antiguo: la lapidación. La dureza de la pena prevista sirve para hacer patente la magnitud de la ofensa a Dios que supone la comisión de un pecado mortal.
Nm 15, 37-41. El uso de los flecos en la orla del vestido es un detalle más de cómo el texto sagrado explica el carácter religioso de algunas costumbres de la época. En adelante este fleco de color distinto a los demás les recordará a los israelitas su singularidad entre todos los pueblos de la tierra, y manifestará su decisión de obedecer fielmente los preceptos de la Ley, sin miedo a significarse por su comportamiento entre las gentes. Probablemente los usó el mismo Jesucristo, como parece insinuarse en el episodio de la hemorroísa (cfr Mt 9, 20), pero recriminó que se llevasen con hipocresía (cfr Mt 23, 5).
Nm 16, 1-35. En esta sección se entremezclan la rebelión de los levitas, capitaneados por Coré, y la de los rubenitas, laicos, encabezados por Datán y Abiram. La lección que dejará el relato quedará imborrable en el pueblo de Israel: sólo quienes siguen con docilidad el querer de Dios podrán proseguir el camino que conduce a la tierra prometida. Con ello queda sentado que Moisés detenta la función preeminente de guiar al pueblo en nombre de Dios, que los sacerdotes tienen encomendada la prerrogativa del culto y que los levitas ejercen las funciones secundarias de la liturgia al servicio de los sacerdotes.
La queja de los levitas parece ser doble: por una parte, contra Moisés y Aarón que tienen el privilegio de acercarse al Santuario (v. 3), a pesar de que toda la asamblea de Israel está igualmente santificada con la presencia de Dios (cfr Ex 19, 16); y por otra, contra los sacerdotes que ejercen unas funciones a las que ellos se sienten con derecho (v. 10). El hecho de que fueran doscientos cincuenta hombres (v. 2) de entre los principales de la asamblea y de entre hombres distinguidos, muestra la gravedad del caso. Todos ellos recibirán el mismo castigo (Nm 16, 35).
Moisés reivindica su misión por haber sido elegido y les propone que ofrezcan incienso (v. 7; cfr vv. 17-19). La ofrenda del incienso se consideraba exclusiva de los sacerdotes; por tanto, la propuesta es audaz, al transferir a Dios mismo la decisión de aceptarles o rechazarles como sacerdotes. El desenlace es negativo (v. 35).
El motín de los rubenitas está relatado con todos los agravantes: ni siquiera acceden a la convocatoria que les hace Moisés (v. 12); aplican a Egipto la expresión tierra que mana leche y miel, propia de la tierra prometida (v. 13); rechazan la esperanza de obtener la heredad de campos y viñas (v. 14). Se oponían frontalmente, por tanto, al liderazgo de Moisés. El castigo es severo: ni siquiera puede impedirlo la intercesión de Moisés (v. 22), como no pudo impedir Abrahán la destrucción de Sodoma (cfr Gn 18, 16-33); alcanza a la familia y las posesiones de los cabecillas (vv. 26.32), y no consiste sólo en la muerte, sino en la aniquilación (vv. 31-32). Se pone así de relieve la enseñanza del relato: si la pena impuesta es tan enorme es debido a que la rebelión contra los planes de Dios constituye el delito más grave.
Dios de los espíritus de toda carne (v. 22) es una perífrasis que aparece sólo aquí y en Nm 27, 16, y que expresa gráficamente que Dios es el único que tiene poder sobre la vida (espíritu) de todo hombre (carne). Es decir, es Creador y Providente.
El conjunto del capítulo enseña que Dios elige a quienes quiere, y encomienda a cada persona las funciones que debe desempeñar. Cada uno ha de ser fiel en su puesto. Sin embargo, el afán de poder o de protagonismo pueden llevar a algunos a reivindicar el derecho a puestos a los que no han sido llamados. Estas rebeliones contra el orden establecido por Dios son muy graves, y por eso el texto sagrado muestra que son castigadas con extraordinaria severidad.
Nm 16, 6-7. En las ceremonias de culto se utilizaban unos incensarios. Sin embargo, los incensarios que cuelgan de cadenas, como los que actualmente se utilizan, entonces eran desconocidos. En aquella época se trataba de simples badiles, esto es, paletas de metal con las que se tomaba unas brasas sobre las que se echaba el incienso. En algunas excavaciones arqueológicas se han encontrado varios incensarios primitivos de este tipo.
Nm 17, 1-5. Con este breve relato se explica el sentido del revestimiento de metal que tenía el altar de los holocaustos (cfr Ex 27, 2): en él se ofrecían los sacrificios de expiación, de ahí que incluso el material de que estaba hecho (badiles de los que han pecado, v. 3) reflejara su objetivo; por otra parte, servía para recordar que nadie, excepto los sacerdotes, podría en lo sucesivo acercarse al altar (v. 5), para no sufrir el mismo castigo que esos levitas.
Nm 17, 6-15. Función propia de los sacerdotes era realizar los ritos de expiación, como lo pone de relieve este episodio. Se narra un motín, aunque no se describe en detalle el castigo; simplemente se menciona la plaga, es decir, una desgracia que, como las de Egipto, sería ocasión de manifestar el dominio del Señor sobre las criaturas y su intervención en la historia del pueblo. En cambio, se narra con amplitud la ofrenda de incienso, llevada a cabo por Aarón (vv. 11-13), para dejar claro que la función primordial del sacerdote es el rito de expiación por los pecados del pueblo. El libro de la Sabiduría (cfr Sb 18, 20-25) se refiere a este hecho, destacando la figura y la función del sacerdocio aaronítico.
Nm 17, 16-25. Con el prodigio de la vara florecida se da pleno relieve a la preeminencia de la tribu de Aarón sobre todas las demás. Pero no florece porque sea de más valía, puesto que todas las varas son iguales (vv. 17-18), sino porque Dios la ha elegido por pura benevolencia; la producción de flores y frutos es símbolo de vitalidad y de bendición divina (cfr Gn 1, 11.22.28).
El relato es un bello paradigma de la vocación divina, y así un antiguo escrito apócrifo cuenta que, como la de Aarón, también la vara de San José floreció (Protoevangelio de Santiago 9). Así ha pasado a la piedad cristiana, plasmada en las imágenes del Santo Patriarca. En la tradición de la Iglesia se ha aplicado también a la Virgen. La vara ni plantada ni regada germina, florece, da fruto y, según dijo el Profeta, sale de la raíz de Jesé y produce una flor sobre la que descansa el espíritu septiforme del Señor. ¿Quién es, pues, esa vara sino la Virgen Regia de la estirpe de David, que, según la fe evangélica, sin concurso de varón nos dio a Cristo, verdadera flor y gloria del género humano, en quien habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad? (Ruperto de Deutz, Commentarium in Numeros 2, 4).
Nm 17, 27-28. Como conclusión de los dos capítulos el autor sagrado recoge la lección que el pueblo deduce: nadie, si no es sacerdote, puede acercarse al altar. La crudeza del lenguaje refleja la importancia de esta norma. Hay que tener en cuenta que muchas de estas prescripciones rituales tenían también carácter pedagógico y servían para enseñar la trascendencia divina; así nadie podrá pensar que con el culto se consigue manipular al Señor en provecho propio.
Nm 18, 1-7. Los dos capítulos precedentes enseñan de forma narrativa lo que ahora se formula en términos de prescripciones, es decir, los derechos y las responsabilidades, tanto de los sacerdotes como de los levitas. En esta sección se detallan las funciones de unos y otros: los sacerdotes ejercen el ministerio más digno, lo relacionado con el altar y el santo de los santos (v. 7); los levitas, por su parte, están al servicio de los sacerdotes, pues a ellos han sido donados (vv. 2-6). Estas normas son dirigidas directamente a Aarón y no, como es habitual, a Moisés.
Véase también nota a Nm 3, 5-10.
Nm 18, 8-32. Con minuciosidad se especifican los derechos de los sacerdotes (vv. 8-19), y posteriormente de los levitas (vv. 21-32). Los sacerdotes se sustentaron siempre de su participación en los sacrificios y oblaciones del pueblo, especificándose en diversos textos la parte que les correspondía (cfr Dt 18, 3-5; Lv 6-7; Ez 44, 29-31). Las asignaciones que aquí se determinan son muy favorables para los sacerdotes. Los levitas, por su parte, percibían sólo los diezmos que los israelitas estaban obligados a entregar. Ellos mismos eran considerados como donación a Dios en lugar de los primogénitos (cfr Nm 3, 12; Nm 8, 16). En el fondo de estas normas late la idea de que el servicio del Templo redunda en beneficio de la comunidad entera y, por tanto, ésta tiene obligación de procurar el sustento digno de los servidores. San Pablo recoge esta misma responsabilidad: sin descender a detalles indica que los cristianos deben colaborar en las necesidades materiales de la Iglesia (cfr 1Co 9, 8-14).
Alianza sellada con sal (v.19) significa que es perpetua e inviolable. En aquellas zonas desérticas la sal era muy apreciada porque previene la deshidratación; de hecho, la participación en una comida y tomar la misma sal sellaba los pactos entre las personas. Era además utilizada en los sacrificios (cfr Lv 2, 13), porque, teniendo la propiedad de conservar los alimentos, es signo de pervivencia y de fidelidad. Nuestro Señor utilizó la imagen de la sal en este sentido (cfr Mt 5, 13).
Nm 19, 1-10. Los ritos de purificación ritual dan unidad a este capítulo que contiene tres apartados: las cenizas de la vaca roja (vv. 1-10); las disposiciones para borrar algunas impurezas rituales (vv. 11-16); la preparación y uso del agua lustral (vv. 17-22).
El ceremonial de la vaca roja contiene una serie de elementos arcaicos, cuyo significado no es del todo conocido; sin embargo, en todos ellos prevalece el carácter protector: el color rojo era símbolo de ausencia de mal, y las ramas de cedro, el hisopo y la grana eran considerados como medicinales. Por otra parte, la inmolación del animal debía hacerse con extremo cuidado: fuera del campamento, realizada por un laico en presencia del sacerdote, quemando todo hasta reducirlo a cenizas, etc. Es posible que fuera un rito inicialmente pagano, pero que en el culto de Israel quedó despojado de todo carácter mágico; de hecho únicamente se menciona en este texto y a propósito de la purificación de un botín de guerra (cfr Nm 31, 23). La inmolación se realiza fuera del campamento (v. 3). Algunos Padres de la Iglesia vieron esta inmolación, que forma parte de un rito purificador, como una prefiguración del sacrificio de Jesús que para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta (Hb 13, 12).
Nm 19, 11-16. El contacto con un cadáver se consideraba como causa de una impureza importante, y requería dos abluciones con el agua lustral antes de entrar en el santuario (vv. 12-13). Al nazareo (cfr Nm 6, 9-11) y al sacerdote (Lv 21, 1-4) se les prohibía tocar a un muerto, y el sumo sacerdote no podía acercarse ni siquiera al cadáver de su propio padre (cfr Lv 21, 11). Esta normativa refleja el profundo respeto que entonces tenían a todo lo relacionado con la vida y con la muerte; ambas provienen de Dios, pero Él es el único autor de la vida. Por tanto, aun los que por obligación o por piedad familiar han tocado un cadáver, deben purificarse con esmero antes de acercarse al culto de Dios. Es probable que en el trasfondo hubiera un especial cuidado para evitar el contagio de enfermedades; incluso puede suponerse que los hebreos, como otros pueblos de la antigüedad, consideraran evitar todo aquello que estuviera en relación con los muertos como un tabú. Pero, por encima de todo ello, las disposiciones bíblicas, más que a los efectos que puede ocasionar el contacto con un cadáver, miran a la excelencia del culto, que exige limpiarse de todo lo que los hombres sencillos consideran contaminación, aunque científicamente no lo sea.
Nm 20, 1-19. Cuando los enviados a explorar la tierra de Canaán regresaron de su expedición, el pueblo de Israel se encontraba en el desierto de Parán, en Cadés (cfr Nm 13, 26). El desierto de Sin, del que se habla ahora, distinto del que con un nombre muy parecido se menciona en Ex 16, 1 y Ex 17, 1, constituye la franja noroeste del de Parán, a donde la nube había conducido a los israelitas desde el Sinaí (cfr Nm 10, 12). Cadés no es propiamente una ciudad, sino una zona de frondosos oasis. Es un punto importante de referencia en las etapas del pueblo de Israel hacia la tierra de Canaán. A Cadés llegan desde el Sinaí, y de allí partieron hacia las llanuras de Moab (cfr Nm 22, 1). En Cadés termina la andadura por el desierto (cfr caps. 33-38) y comienza la tierra habitada con cuyas gentes entran en contacto los israelitas.
En su caminar, el pueblo encontrará dificultades, tanto externas como internas; pero no se detendrá en su avance hacia la tierra de promisión, porque es Dios quien le guía y le ayuda. En este sentido, aquel pueblo peregrinante es figura de la Iglesia, pues así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia (cfr Nm 20, 4; etc.), así el nuevo Israel que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente (cfr Hb 13, 14) se llama Iglesia de Cristo (cfr Mt 16, 18), porque Él la adquirió con su sangre (cfr Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 9).
Nm 20, 2-13. A diferencia de Ex 17, 1-17, aquí es Aarón quien acompaña a Moisés, de tal manera que ambos son partícipes del pecado de desconfianza en Dios (cfr v. 12). El texto no dice en qué consistió tal pecado: podemos pensar que en el hecho de haber golpeado la roca dos veces por falta de fe (cfr vv. 11-12), o en el acto mismo de golpearla, siendo que Dios les había ordenado hablar a la roca (cfr v. 8) -aunque en Ex 17, 6 sí manda golpearla-. En el v. 24 se dice que fue un pecado de desprecio, y en Sal 106, 32-33 se interpreta como haber pronunciado palabras insensatas. En Dt 1, 37, y en otros pasajes, el castigo que padeció Moisés se atribuye, en cambio, a la desobediencia del pueblo. En cualquier caso, el suceso es aquí narrado justo antes de contar la muerte de Aarón, como también será recordado en Dt 32, 51 antes de contar la muerte de Moisés. Aquí el episodio se relaciona con dos nombres geográficos: Cadés que significa precisamente santidad y suscitaría el recuerdo de la santidad de Dios (cfr v. 12), y Meribá que significa rebelión y traería a la memoria la falta de Moisés. Ambos nombres aparecen unidos formando uno sólo, Meribá Cadés, en Dt 32, 51 y Ez 47, 19.
Aquella roca prefiguraba a Cristo, como enseña 1Co 10, 4-5. Los Santos Padres interpretaron alegóricamente que la piedra es Jesucristo, y el agua la gracia que brota del costado abierto del Señor; el golpear dos veces significa los dos maderos que forman la cruz. Moisés representa a los judíos, pues lo mismo que Moisés dudó y golpeó la piedra, el pueblo judío crucificó a Cristo, no creyendo que era el Hijo de Dios (cfr S. Agustín, Contra Faustum 16, 15; Quaestiones in Heptateuchum 35).
Nm 20, 14-21. En los caps. 13 y 14 ya se había dado una explicación de por qué los israelitas no entraron directamente en Canaán siguiendo la ruta de Egipto a Berseba y Hebrón (cfr Nm 14, 26-38). Ahora se habla de otra dificultad que encontraron en el camino que les obligó a apartarse otra vez del trayecto más corto. Como Edom les cerró el paso, tuvieron que rodear el país de los edomitas bajando de nuevo hacia el sur, hacia el golfo de Ácaba (cfr Nm 21, 4), para entrar en la Tierra desde el otro lado del Jordán.
Edom era el pueblo descendiente de Esaú, como Israel lo era de Jacob. Eran, pues, pueblos hermanos; pero mantenían una enemistad tradicional, reflejada ya en la historia de los antepasados (cfr Gn 32). Ante Edom, Israel presenta su propia historia como historia de salvación (cfr vv. 15-16), pero aquél no la acepta y le impide el paso. Israel, sin embargo, prosigue su camino por otra ruta sin retraerse ante las dificultades.
Nm 20, 22-29. No es posible precisar el lugar de la muerte de Aarón, que en Dt 10, 6 se denomina Moserá. Lo más significativo de este pasaje es, sin embargo, la trasmisión ordenada por Dios del sacerdocio de Aarón a su hijo mediante el rito de las vestiduras (cfr Dt 10, 6).
Nm 21, 1-3. Al dolor por haber perdido a uno de sus dirigentes, se le une el ataque por parte de un pueblo enemigo. Pero Israel recurre al Señor y así sale victorioso. La toma de esta ciudad adquiere el significado de una primicia de la victoria sobre los cananeos, antes de iniciar el largo recorrido hasta Moab. El nombre de la ciudad, Jormá, se pone en relación con la costumbre del anatema, en hebreo jérem. Sobre el anatema cfr Nm 31, 1-54. Responde a la convicción de que el botín adquirido en la guerra pertenece a Dios, y por eso no puede ser empleado para utilidad de los vencedores, sino que debe ser destruido en señal de consagración al Señor.
Nm 21, 4-9. El pueblo continúa protestando contra Moisés, ahora a causa de aquel gran rodeo en torno a Edom. Pero esa protesta es, al mismo tiempo, contra Dios. Ante el castigo, Moisés se convierte una vez más en intercesor a favor del pueblo. Los sucesos a los que alude el relato pudieron tener lugar en la zona de la Arabá, donde ya desde el siglo XIII a.C. se explotaron minas de cobre. En la actual Timná se ha encontrado un santuario egipcio con una serpiente de cobre, señal de que a estas serpientes se les atribuía algún poder mágico.
Este pasaje de Números es interpretado en Sb 16, 5-12 donde se resalta que quien curaba no era la serpiente, sino la misericordia de Dios, mientras que la serpiente era una señal de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres. La serpiente de bronce vuelve a mencionarse en el Evangelio como tipo de Cristo clavado en la cruz, causa de salvación para cuantos dirigen a Él su mirada con fe: Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él (Jn 3, 14-15). En el Evangelio se contempla la acción salvadora de la serpiente levantada en lo alto aludiendo al levantamiento de Jesús en la Cruz y a su eficacia salvífica. Cuando Cristo es alzado sobre todas las realidades humanas, eleva todas las cosas hacia él, de modo que su glorificación es medio de curación definitiva para toda la humanidad.
Nm 21, 10-20. Los pastores nómadas acostumbraban a celebrar con cantos la excavación de un nuevo pozo. El tono poético que ahora adquiere la redacción, resalta la alegría que se produce a medida que se acercan a la tierra prometida. Beer significa pozo, la canción refleja el gozo del pueblo al poder disponer del agua que necesitaba.
No es posible determinar con exactitud el camino que recorrieron, ni el tiempo que les supuso el trayecto de Cadés a las estepas de Moab. Según Dt 2, 14 fueron treinta y ocho años, pero esta cifra parece prescindir del tiempo que les tomó ir del Sinaí a Cadés. Sobre esta cuestión véase la Introducción. Lo más lógico es pensar que durante ese tiempo vivieron como pastores nómadas.
Nm 21, 21-35. Este pequeño reino cananeo, al norte del Arnón, en Transjordania, es el primer territorio conquistado, como una anticipación de la conquista de la Tierra. De ahí la importancia que esta victoria sobre Sijón, rey de los amorreos, adquirirá a lo largo de la tradición bíblica. El territorio conquistado a Sijón fue ocupado por las tribus de Rubén y Gad (cfr cap. 32). Tras este triunfo se narra el obtenido sobre Og, rey de Basán, que será aludido en Dt 2, 26-Dt 3, 11. La magnitud de tales victorias es la respuesta de Dios a la obstinación de aquellos reinos en no querer permitir que se cumpliese su plan impidiendo que Israel entrase en la tierra prometida.
Nm 22, 1-Nm 36, 13. Los recuerdos de lo ocurrido en las llanuras de Moab, frente a Jericó, que iba a ser como la puerta de entrada en la Tierra, ocupan el resto del libro de los Números y todo el libro del Deuteronomio. El conjunto tiene el carácter de una larga y cuidadosa preparación antes de pasar el Jordán.
Nm 22, 1-Nm 24, 25. La narración de la estancia en Moab comienza con los oráculos de Balaam, en los que se pone de relieve el futuro glorioso de Israel. De ahí la amplitud redaccional que se da a tal historia y su relevancia a lo largo de la Biblia.
En la historia de Balaam subyace el reconocimiento gozoso de la predilección de Dios por su pueblo. La iniciativa divina se resalta por la elección de un adivino, que no es israelita, y por el impulso que le lleva a Balaam a pronunciar unos oráculos que, en contra de lo que se esperaba de él, son cada vez más favorables a Israel.
La figura de Balaam representa a la clase de adivinos y lanzadores de maldiciones famosos en Mesopotamia, a donde, según el relato, van a contratarle los emisarios del rey de Moab (cfr Nm 22, 5). Resulta, no obstante, sorprendente que conozca al Dios de Israel, Yahwéh, y hable con Él. Sin embargo, este detalle viene a resaltar, sencillamente, que el Dios de Israel domina también sobre los magos paganos, e incluso puede servirse de ellos para anunciar sus designios. Además, el conjunto de la historia de Balaam viene a mostrar que Dios salva a su pueblo, tanto de los ejércitos armados, como hemos visto antes, como de los poderes oscuros de la magia.
Lo más importante del pasaje son los cuatro oráculos proféticos pronunciados por Balaam, en los que el destino glorioso de Israel se une a la especial protección de Dios sobre el pueblo, y en los que se vislumbra la figura del Rey Mesías. Estos oráculos en forma poética pudieron pertenecer originariamente a una antigua colección de oráculos contra Moab, conforme a un estilo literario desarrollado más tarde por los profetas.
Nm 22, 4 Madián era un conjunto de tribus caravaneras que se movía al sur de Moab y de Edom, pero también hacía incursiones más al norte (cfr Jc 6, 1-6). Así se explica su presencia en este lugar. A unos mercaderes madianitas fue vendido José (cfr Gn 37, 28) y con gente de este pueblo estuvo Moisés cuando huyó del faraón (cfr Ex 2, 11-22). Más tarde, los madianitas se asentarían al este del golfo de Ácaba.
Nm 22, 6 En el contexto cultural del antiguo Medio Oriente se consideraba que la palabra de la maldición o la bendición tenía eficacia por sí misma, especialmente cuando era pronunciada por una persona con autoridad, como por ejemplo el padre (cfr Gn 27, 37). En el caso de Balaam, su palabra se consideraba portadora de una eficacia singular.
Nm 22, 20 Antes, en el v. 12, Dios había prohibido a Balaam ir a maldecir a Israel tal como le pedía Balac. Ahora, en cambio, Dios le envía poniéndolo de esta forma al servicio de sus planes, no al del propio Balaam (el dinero), ni al de Balac.
Nm 22, 31-33. La burra aparece más sabia que Balaam. Subyace una descalificación irónica de los poderes del mago. Lo mismo que en el resto del relato, queda claro que Dios está guiando los acontecimientos. No tiene sentido el empeñarse en llevar a cabo unos planes contrarios a los divinos, ya que tal pretensión estaría abocada al fracaso.
Nm 22, 40 Este sacrificio se realiza con vistas a un banquete de comunión entre Balaam y Balac. El que se menciona a continuación (cfr Nm 23, 2) es, en cambio, un holocausto que prepara una manifestación divina.
Nm 23, 7-10. Balaam hará tres intentos de maldecir a Israel, situándose cada vez en un lugar distinto para divisar una mayor parte del pueblo. Los tres resultan bendición en vez de maldición. El primer oráculo, introducido por una alusión a las circunstancias, resalta la condición de Israel como pueblo elegido de Dios, distinto de las demás naciones (cfr Ex 19, 5), y en el que ya se ha cumplido la promesa divina de la fecundidad (cfr Gn 15, 5).
Nm 23, 18-24. El segundo poema recuerda la Alianza y la salida de Egipto. Bajo la imagen del león, se presagian las victorias de Israel.
Nm 24, 3-9. Este tercer oráculo no se produce tanto por palabras puestas por Dios en boca de Balaam, sino en forma de visión. Junto al esplendor de Israel reflejado bajo imágenes de vegetación, se alude a un rey victorioso, y se recuerda, una vez más, la salida de Egipto.
Nm 24, 15-24. A las tres bendiciones precedentes se añade ahora una serie de cuatro oráculos nacionales: sobre Israel, sobre Amalec, sobre los quenitas, y sobre Asur. En el primero se anuncia la llegada de un rey, simbolizado en la estrella y en el cetro (v.17). En el antiguo Oriente las diversas estrellas representaban a los dioses y a los reyes. En este pasaje de Números puede haber una referencia a David y su estrella; de hecho, desde muy pronto, este texto se interpretó en sentido mesiánico. Así la tradición judía unió el advenimiento del Mesías con la aparición de una estrella, como se refleja en algunas traducciones arameas -targumim- de este pasaje. En el Evangelio de San Mateo aparece una estrella en el episodio de los Magos que fueron a adorar a Jesús (cfr Mt 2, 1-12). En el hecho de que en la segunda revuelta judía contra Roma (años 132-135 d.C.), un famoso maestro judío, Rabbí Aquiba, cambiase el nombre al caudillo judío que dirigía la guerra, Ben Kosheba, llamándole Bar Kokheba, es decir, hijo de la estrella se manifiesta también la relación entre la estrella y el Mesías esperado.
Los Santos Padres interpretaron que la estrella que predijo Balaam es la misma que vieron los Magos. De esta interpretación dedujeron que los Magos venían de Mesopotamia, de donde procedía también Balaam.
Nm 24, 21-22. En este oráculo se hace un juego de palabras en el texto hebreo. La capital de los quenitas se llamaba Cáyin, palabra que en hebreo significa nido; por eso se alude, antes de nombrar la ciudad, a que el nido (Cáyin) está sólidamente edificado sobre roca. A pesar de todo, será destruida y sus habitantes condenados a la cautividad.
Nm 25, 1-18. Israel ha salido victorioso de ejércitos enemigos (cfr Nm 21, 21-35), y también se ha visto libre de los poderes de la magia (cfr caps. 22-24); ahora se ha de enfrentar a otro enemigo más temible: la seducción de los cultos idolátricos. El texto refiere dos relatos que manifiestan la reacción de Israel frente a la contaminación con cultos paganos: el primero narra el hecho de que los israelitas se prostituyeron con las moabitas tanto en sentido material, de unión fornicaria, como espiritual, de adoración de sus ídolos (cfr Nm 25, 1-4); el segundo, en cambio, ensalza el castigo infligido a un israelita por haberse unido a una mujer madianita (cfr Nm 25, 6-15). Ambos recuerdos sirven de severa amonestación para evitar los cultos cananeos que con tanta frecuencia tentaban a los israelitas.
La acción de Pinjás es presentada como algo glorioso y como motivo de una promesa divina en su favor. Bajo la crudeza propia de un contexto y de una época que hemos de comprender, el texto bíblico quiere explicar por qué una línea de la tribu de Leví, los sadoquitas o descendientes de Sadoc, sacerdote del templo de Jerusalén en tiempos de David y Salomón (cfr 2S 8, 17), gozaban de la autenticidad del sacerdocio (cfr Ez 44, 15): porque descendían de Pinjás con quien Dios había hecho una alianza sacerdotal (cfr 1Cro 5, 30-34; Esd 7, 1-5). Así se ponía también de relieve que el fundamento de aquella legitimidad sacerdotal era el celo por Yahwéh. Sobre las familias sacerdotales cfr Nm 3, 1-4.
Nm 26, 1-56. El censo hecho al comenzar la peregrinación por el desierto (cfr caps. 1-4), después de cuarenta años necesitaba ser actualizado para la repartición de la Tierra, puesto que la generación anterior había muerto en el desierto a causa de su pecado (cfr caps. 13-14). En este censo se quiere mostrar el cumplimiento de la promesa hecha por Dios en Cadés tras el pecado (cfr Nm 14, 30-31). Propiamente se trata de un censo militar, como el anterior, y presenta a Eleazar sustituyendo en sus funciones a Aarón. Un rasgo que destaca es la notable disminución del número de los pertenecientes a la tribu de Simeón, y el aumento de los de Manasés, reflejo posiblemente de la historia posterior de estas tribus.
Nm 27, 1-11. Se presenta un caso concreto y la decisión de Moisés, tras consultar al Señor, como fundamento de la ley de herencia de la Tierra. Por ser don de Dios, la Tierra debía continuar siendo poseída por la misma familia o por la misma tribu. A ello contribuía la ley que hacía posible que heredaran las hijas, cuando no existía hijo varón, siempre con la condición de que se casaran dentro de la tribu de su padre (cfr cap. 36). Este mismo sentido tenían la ley del jubileo (cfr cap. Lv 25), la del levirato (cfr Dt 25, 5-10), y el derecho del familiar más cercano a adquirir la tierra si había que venderla. De esta forma se mantenía en Israel una estructura social en la que todos participaban del gran don de Dios a su pueblo: la posesión de la tierra. Tal principio es aplicable, de forma análoga, a todos los hombres en relación a los bienes de la creación, en cuanto que todos tienen derecho a obtener lo necesario para su desarrollo personal: en el origen Dios destinó los bienes de la tierra a todos los hombres (cfr Gn 1, 28).
Nm 27, 12-23. Al igual que toda la generación de los que salieron de Egipto, excepto Caleb y Josué, también Moisés va a morir antes de entrar en la tierra prometida. Sin embargo, a diferencia de Aarón, Dios le concede como una gracia singular contemplar la Tierra de lejos antes de su muerte. Pero Moisés piensa en el pueblo, y, por su mediación, Dios concede a éste un nuevo caudillo, de forma que, aun sin Moisés, llegue a cumplirse la promesa.
Josué ya posee el espíritu, es decir, la capacidad de actuar con el poder de Dios por encima de las posibilidades humanas. Ahora, mediante la imposición de manos de Moisés, le será comunicada parte de su autoridad, la necesaria para conducir al pueblo. Con todo, Josué no recibe toda la autoridad de Moisés, ya que la figura de éste es inigualable, pues hablaba con Dios cara a cara (cfr Nm 12, 6-8).
El sacerdote Eleazar no sólo aparece como testigo excepcional, sino que, por su medio, a través de las suertes (los urim de Ex 28, 30 y Lv 8, 8), Dios confirma con un rito lo que ha ordenado personalmente a Moisés.
Moisés y Josué son las dos figuras centrales en los acontecimientos del éxodo de Egipto y conquista de la Tierra. Para el lector cristiano Moisés marca un primer paso en el camino de la salvación, ya que la Ley se relaciona con él, y la Ley fue como un pedagogo que condujo a la humanidad hacia Cristo; Josué, por su parte, también es el precursor de Jesucristo que con su victoria sobre la muerte nos abre el camino al descanso prometido en la vida eterna (cfr Nm 13, 1-24).
Nm 28, 1-Nm 29, 39. La muerte de Moisés no se va a narrar a continuación de su anuncio por parte de Dios, como en el caso de Aarón, o tras haber sido designado un sucesor, sino que se va a retrasar hasta el final del libro del Deuteronomio (cfr cap. Dt 34). Así se crea literariamente el espacio para seguir presentando a Moisés como el legislador que da normas concretas sobre el culto al Señor y sobre la aplicación de la Ley justo antes de entrar en la Tierra.
En los caps. 28 y 29 se vuelve a presentar un calendario litúrgico muy similar al de cap. Lv 23; pero ahora con la peculiaridad de recoger las disposiciones concretas sobre lo que había de ofrecerse al Señor cada día y cada fiesta. Frente al calendario de cap. Lv 23, éste de Números prescribe la celebración de una fiesta mensual, el día de luna nueva en que comenzaba el mes; sin embargo, no incluye la ofrenda de la primera gavilla (cfr Lv 23, 9-14). Sobre el significado de estas fiestas cfr notas a cap. Lv 23.
Nm 30, 1-17. Sobre los votos en general cfr cap. Lv 27; cap. Nm 6; Dt 23, 22-24. Éste es el único pasaje que trata en concreto de los votos hechos por mujeres. En él subyace la idea de que la mujer soltera está bajo la potestad del padre, y la casada bajo la del marido; esto ocurre incluso en lo referente a las relaciones con Dios, cuando éstas implicaban el ofrecimiento de algún bien externo, como en el caso de los votos, cuya propiedad pertenecía por derecho al padre o al marido. De ahí que la viuda o la que ha sido repudiada se consideren con la misma responsabilidad que el varón. La discriminación que tal costumbre podía suponer, no se debía propiamente a la condición femenina como tal, sino a la situación familiar de la mujer en un contexto socio–cultural concreto.
Nm 31, 1-54. Este capítulo continúa la narración del cap. 25, que se había interrumpido precisamente para presentar el censo militar del pueblo, la elección de Josué y las normas de culto, reflejo de la santidad de Israel. Ahora se trata de erradicar, siguiendo el mandato de Dios, lo que constituía ocasión de pecado para el pueblo.
El texto sagrado, sobre la base de antiguos recuerdos de carácter épico, habla de la normativa sobre la guerra santa y el reparto del botín, delimitando lo que corresponde a los sacerdotes. El pasaje recoge sin duda la victoria de algún grupo hebreo sobre los madianitas, enemigos declarados de Israel durante la conquista de la Tierra (cfr Jc 6-8); se le da así el carácter de guerra santa, es decir, de guerra ordenada por Dios para aniquilar a Madián. De ahí que sólo puedan quedar con vida las jóvenes aún vírgenes, pues se garantizaba de este modo que no hubiese descendencia de Madián. A diferencia del anatema que aparece en Nm 21, 1-3, aquí parte del botín se reserva, tras ser purificado, al santuario, y otra parte se distribuye entre los combatientes, la comunidad y los sacerdotes.
El concepto de guerra santa, tal como se encuentra en este pasaje y en otros lugares de la Biblia, parte de la idea de que aquellos contra los que se lucha son enemigos de Dios y obstructores de sus planes. De ahí que la guerra sea entendida como el llevar a cabo un decreto divino, y que el resultado final sea la aniquilación del enemigo, como expresión de la fuerza de la ira de Dios. Esta interpretación de la guerra, que daba dimensión religiosa a una realidad existente de hecho, irá siendo corregida por la revelación posterior, hasta el punto de que en el Nuevo Testamento pierde completamente aquella significación: se habla de guerra, pero no contra los hombres, todos ellos hijos del mismo Padre, sino contra el pecado y el mal. A la luz de esta enseñanza, la Iglesia considera la guerra como fruto del pecado, y el Concilio Vaticano II, después de condenar la crueldad de la guerra, pretende hacer un ardiente llamamiento a los cristianos para que con el auxilio de Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los hombres a cimentar la paz en la justicia y el amor, y a aportar los medios de la paz (Gaudium et spes, 77).
Nm 31, 6 Este versículo ha dado pie a una interpretación alegórica de gran belleza: los objetos sagrados son los santos ángeles que animan y ayudan a los hombres rectos y piadosos en la lucha contra los demonios y los pecados; las trompetas son las predicaciones y exhortaciones de los apóstoles enviados por Jesucristo; Pinjás, el sacerdote, es Cristo, el jefe y capitán en esta guerra. En el mismo sentido se interpreta que el Arca de la Alianza, que contenía el maná, es decir, Cristo, es la Virgen María, que otorga la victoria contra el demonio.
Nm 32, 1-42. El conjunto actual del cap. 32 tiene la intencionalidad de mostrar que también las tribus de Transjordania, y, por tanto, esa parte de territorio, pertenecen a Israel, a pesar de que normalmente se considerase el Jordán como la frontera oriental de la tierra prometida. Al mismo tiempo, se quiere resaltar, igual que en el libro de Josué, la acción conjunta de las doce tribus en la conquista de la Tierra, como participación de todas ellas en el don de Dios a su pueblo.
Nm 33, 1-49. El camino por el desierto, hacia la tierra prometida, constituía un recuerdo de enorme importancia en la memoria de Israel. Por medio de Moisés, Dios les había guiado cuidadosamente a lo largo de unas cuarenta etapas, con cuarenta y dos estaciones de parada. Valía la pena por tanto registrarlas con detalle como testimonio fidedigno de aquella gesta que Dios llevó a cabo con su pueblo. Tal es la intención que se refleja en la redacción de este capítulo de Números. Para reconstruir las etapas de aquel recorrido, el redactor del libro se sirve de datos que procedían de antiguas tradiciones. Así, al principio (vv. 5-15) recoge los nombres que habían ido apareciendo desde Ex 12, 37 hasta Ex 19, 2 (excepto los dos nombres nuevos del v. 13); después (vv. 16-36) introduce lugares en su mayor parte desconocidos para nosotros; y a continuación (vv. 37-38), empalma con los mencionados antes en Nm 20, 22-29. Sin embargo, en las últimas etapas (vv. 41-49), es decir, en el camino de Cadés a Moab, recuerda el paso de Israel a través de Edom y Moab, sin tener en cuenta el rodeo por el sur de la Arabá del que se ha hablado en Nm 20, 14-21.
Las estaciones de Israel en el desierto, camino de la tierra prometida, fueron interpretadas por algunos Santos Padres como San Ambrosio y otros escritores cristianos como Tertuliano, en el sentido de ser prefiguración de los cuarenta días de ayuno en la cuaresma, camino hacia la Resurrección del Señor. De ahí que esos días se llamaran también estaciones, porque los cristianos estaban orando y vigilando, entre todos los demás hombres, en espera de la tierra prometida. San Jerónimo, yendo más lejos en su interpretación de este pasaje, veía en cada uno de los cuarenta y dos nombres de las estaciones del desierto, uno de los cuarenta y dos momentos, o virtudes, por los que el cristiano llega al cielo. Por ej. Ramsés, o alegría del trueno, significa la alegría de la conversión mediante la escucha de la predicación; Mará, o amargura, significa la penitencia; Sinaí, o zarza, las dificultades del camino en que Dios comunica su voluntad; Cadés, o santo, donde Dios castigó a Moisés y a Aarón, el recuerdo de que todos hemos de morir a causa del pecado; etc. (cfr S. Pedro Damiano, De XLII Hebraeorum mansionibus).
Nm 33, 50-56. Las etapas por el desierto conducen a la tierra prometida. De ahí que tras el recuerdo de aquellas, se traigan también a la memoria las condiciones impuestas por Dios para poseer la Tierra y habitarla en paz. Estas condiciones piden al pueblo absoluta fidelidad a Dios, eliminando de raíz todo lo que pudiera apartarle de Él, y, en concreto, los ídolos y los lugares de culto cananeos. En el tono del pasaje subyace, en cierto modo, la experiencia contraria: que Israel cedió con frecuencia ante los cultos idolátricos.
El reparto a suertes indica que, siendo la tierra de Canaán un don de Dios a su pueblo, todos participan de él, poseyendo cada uno aquella porción que Dios mismo le asigna mediante las suertes. Esta participación de todos en la posesión de la tierra prometida viene a ser una concreción, y como un reflejo, de la donación de toda la tierra y sus bienes a todos los hombres (cfr nota a Nm 27, 1-11).
Nm 34, 1-15. Estableciendo Dios mismo los límites de la Tierra, el Señor aparece con claridad como Aquél que la da a Israel en herencia. De ahí el concepto de tierra prometida. En este texto, las fronteras que delimitan la Tierra no nos resultan del todo conocidas. Algunos lugares, especialmente en la frontera norte, no se han podido identificar. El monte Hor, distinto del que aparece en Nm 20, 22, parece indicar el macizo norte del Líbano. En conjunto, esta delimitación corresponde a lo que era la provincia egipcia de Canaán a finales del siglo XIII a.C., tal como pervivía en el recuerdo de los israelitas.
Nm 34, 16-29. De los nombres de esta lista, únicamente Josué y Caleb han aparecido antes (cfr Nm 14, 30). Los demás son nuevos debido precisamente a que es una nueva generación la que va a entrar en la Tierra. La generación anterior ya ha muerto debido a su rebelión contra Dios, o como nos dice la Carta a los Hebreos, debido a su incredulidad (cfr Hb 3, 19). En esta Carta se nos enseña que la tierra prometida era figura del descanso celestial, y, teniendo presente lo ocurrido en el desierto, se nos recomienda no desfallecer, como hicieran los hebreos, para poder entrar en el descanso definitivo, pues la promesa sigue estando vigente (cfr cap. Hb 3-4).
Nm 35, 1-8. Queda aquí reflejada, una vez más, la preocupación por el sostenimiento de los levitas, que era responsabilidad del resto de las tribus, hasta el punto de que tenían que darles una parte de su propia heredad.
Nm 35, 9-34. Es Dios mismo, por mediación de Moisés, quien determina cómo se ha de organizar Israel en la tierra prometida, y cuáles han de ser las características de sus ciudades. Ahora se trata de las ciudades de refugio que, más adelante, al narrar el reparto de la Tierra, se especificará cuáles van a ser (cfr Jos 20, 7-8).
La función de estas ciudades entronca con la expresada en Ex 21, 13, y viene a ser un límite impuesto a la ley de la venganza de sangre, según la cual la muerte de un hombre debía ser vengada por el pariente más próximo. En el texto aludido del libro del Éxodo era Dios quien protegía; aquí en Números es la comunidad (v. 24) por disposición de Dios.
Nm 36, 1-12. Se trata de un desarrollo de la ley de la herencia de las hijas, expuesta ya en Nm 27, 1-11. A partir de aquel caso concreto se regula el matrimonio de las hijas que heredan, para que la propiedad de la Tierra no pueda pasar a otra tribu. Es un detalle más en el que se refleja la fe en que la Tierra es un don de Dios, no sólo al pueblo en general, sino a cada familia y a cada individuo. La consecuencia es que la porción que le ha correspondido a cada uno ha de cuidarla como un don que es de Dios.
Dt 1, 1-5. Los versículos iniciales sirven de introducción -geográfica y cronológica- a los discursos de Moisés (que constituyen el contenido fundamental del Deuteronomio). Geográficamente el autor sagrado los sitúa en las estepas o llanos de Moab (v. 5; Dt 34, 1), en la zona nororiental del Mar Muerto; cronológicamente, en el último año de la peregrinación del pueblo de Israel hacia la tierra prometida, poco antes del comienzo de su conquista, que se realizaría bajo el mando de Josué.
Las victorias sobre Sijón y Og (v. 4) serán recordadas con frecuencia a lo largo del libro (Dt 2, 30-35; Dt 3, 12-17; Dt 29, 6; Dt 31, 4) para fomentar la confianza de los israelitas en la ayuda divina ante las luchas que se avecinan. También son cantadas en algunos salmos (cfr Sal 135, 10-12; Sal 136, 17-22).
Dt 1, 6-Dt 4, 43. Comienza propiamente el Primer Discurso de Moisés que, con algunos incisos, se prolonga hasta Dt 4, 43. Viene a ser una síntesis de los episodios acaecidos al pueblo de Israel desde su larga estancia en el Horeb (Sinaí), hasta su llegada al macizo montañoso del Fasgá sobre la margen izquierda de la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto. Acá y allá, se resumen episodios que, en general, se contienen más extensamente narrados en pasajes de Éxodo y de Números, pero reelaborados en el Deuteronomio con una profundidad teológica tal vez mayor: su horizonte presenta siempre a la vista la incidencia de la Providencia divina en la historia humana; la elección gratuita de Israel por parte de Dios; la donación divina de la tierra de promisión.
De este modo, el primer discurso vendría a servir de introducción general a toda la llamada historia deuteronomista, gran elaboración histórico–teológica, que contempla la historia salvífica de Israel desde su preparación inmediata para la entrada en la tierra de Canaán, al mando de Josué (hacia el año 1220 a.C.), hasta la gran deportación a Babilonia (año 587-586 a.C.). Se extendería tal historia durante más de seis siglos y comprendería estos libros: Deuteronomio, Josué, Jueces, 1 y 2 de Samuel y 1 y 2 de Reyes.
El primer discurso de Moisés consta de dos partes diferenciadas: en la primera (Dt caps. 1-3) se hace un resumen del Éxodo, subrayando la especial protección de Yahwéh sobre el pueblo de Israel. En la segunda (Dt cap. 4), se exhorta a la fidelidad que los israelitas deben prestar a los mandamientos de Dios.
Los años de peregrinación de los israelitas por el desierto han sido aplicados con frecuencia por la tradición cristiana a la vida de la Iglesia en la tierra: Por estos cuarenta años, comenta San Isidoro de Sevilla, se significa todo el tiempo de este mundo, en el cual vive la Iglesia bajo trabajos y peligrosas tentaciones, esperando lo que no ve por medio de la paciencia, hasta que llegue a la patria prometida de la eterna felicidad (Quaestiones in Deuteronomium 2).
Dt 1, 6 El Deuteronomio muestra cierta línea de continuidad con la tradición llamada elohista (cfr Introducción al Pentateuco). Entre otros aspectos, ambas tradiciones, la deuteronomista y la elohista, hablan del Horeb, en vez del Sinaí, preponderante en las tradiciones yahvista y sacerdotal; los datos que tenemos convergen en que los dos nombres designan el mismo monte, si bien, para algunos autores Horeb designaría el bloque montañoso y Sinaí sólo una de sus cimas. El macizo está coronado por dos cumbres cercanas: el Djébel Mûsa y el Djébel Serbal. La tradición judía y cristiana señala el primero como la cima a la que subía Moisés (cfr también nota a Ex 16, 1).
El Señor, nuestro Dios. Esta expresión —y otras similares: tu Dios, vuestro Dios— resulta muy frecuente en el Deuteronomio: subraya la íntima relación entre Yahwéh (el Señor) y su pueblo, basada en la Alianza.
Dt 1, 9-18. La institución de los jueces, que Moisés establece aquí para que le ayuden en su gobierno, está narrada en Ex 18, 13-27. En Éxodo, sin embargo, se atribuye la idea a Jetró, suegro de Moisés (cfr notas a Ex 18, 13-27). El principio básico para la administración de justicia, que aquí se indica, es la imparcialidad: todas las personas son iguales ante la ley.
Dt 1, 19-46. La rebelión del pueblo contra los planes del Señor y el castigo consiguiente, están narrados con más extensión en el libro de los Números (caps. 13-14), donde se menciona la exhortación de Josué a no desanimarse ante la superioridad de los habitantes de la tierra prometida. Al recordar el castigo de Israel, se hace referencia también al de Moisés (v. 37), si bien parece que el castigo de éste se relaciona más directamente con los sucesos ocurridos en Meribá (Nm 20, 1-13). La falta de Moisés y Aarón no queda clara ni en este pasaje del Deuteronomio ni en el correspondiente de Números. En Dt 1, 19-46 parece que el castigo a todo el pueblo, incluidos Moisés y Aarón, fue debido al rechazo de la conquista del país de Canaán, que ocurrió al comienzo del período del éxodo, y fue consentido por ambos jefes. En cualquier caso los pasajes de Números y Deuteronomio atribuyen cierta responsabilidad a Moisés y Aarón en relación con el pecado del pueblo.
Dt 1, 20-21. Es característico del estilo de los discursos de Moisés dirigirse al pueblo tanto en plural (v. 20) como en singular (v. 21). En ocasiones, incluso en el mismo versículo se pasa de un modo al otro (cfr Dt 1, 31; Dt 2, 24). Esta variación ha suscitado entre los estudiosos la búsqueda de una explicación sin que se haya llegado a un consenso. Las alternativas (vosotros, tú) quedarán reflejadas también a lo largo de nuestra traducción.
Dt 1, 28 Anaquitas o anaquíes. Descendientes de Anac, nombre que designa tanto una raza, como un personaje concreto; según la lengua árabe puede significar hombres de cuello largo, lo que explicaría que el pasaje paralelo de Números se hable de ellos como gente gigantesca (cfr Nm 13, 27 y nota correspondiente). Para otros, anaquitas significa hombres de los collares. En Jos 15, 13; Jos 21, 11, etc., se describe a Anac como un personaje histórico.
Dt 1, 31 La metáfora del Señor llevando al pueblo de Israel como un hombre lleva a su hijo, implica la imagen de Dios como padre del pueblo, velando sobre él para que nada le dañe. La imagen aparece otras veces en el Antiguo Testamento (cfr, p.ej., Dt 32, 9-11; Is 46, 3-4; Os 11, 3).
Tras la venida de Nuestro Señor Jesucristo se hará patente el sentido personal de la filiación divina: no se trata sólo de que el Nuevo Israel en su conjunto sea hijo de Dios, sino de que cada cristiano -en virtud del Bautismo y de su consiguiente identificación con Cristo- ha sido constituido en hijo de Dios (cfr Rm 8, 14-30; 1Jn 3, 1-2).
Dt 2, 1 Mar Rojo. Parece que se refiere en concreto al brazo oriental o golfo de Acaba o de Elán. El texto indica que los israelitas dieron un giro hacia el sur.
Dt 2, 4-5. El territorio de los hijos de Esaú es el reino de Edom (cfr Gn 36, 30) -Idumea, en el período greco–romano-, que se extendía al sur del Mar Muerto hasta el golfo de Acaba, en el Mar Rojo. La sierra de Seír se encuentra situada en esa zona, y en la Biblia designa en ocasiones a toda esa región.
En el pasaje paralelo de Números (Dt 20, 14-21) se completa el relato: el rey de Edom niega el paso a los israelitas, por lo cual éstos deben dar un rodeo (cfr Dt 2, 8). Esta negativa será evocada repetidas veces en el Antiguo Testamento, como tipo o figura de la oposición a los designios de Dios, que merecerá castigo (cfr Is 34-35; Ez 25, 12-14; 35; Sal 137, 7).
Dt 2, 9 Los moabitas -como los amonitas (vv. 18-19)- eran descendientes de Lot, sobrino de Abrahán (cfr Gn 19, 30-38), y su territorio estaba situado en la franja oriental del Mar Muerto. Ar era su ciudad principal, aunque aquí designa toda la región.
Los israelitas pasaron hacia el norte por el desierto de Moab (cfr Nm 21, 11), que constituía la frontera de los moabitas por el este.
Dt 2, 10-12. Estos versículos -y los vv. 20 a 23- constituyen como una nota explicativa que recoge tradiciones arcaicas sobre los antiguos habitantes de estas tierras.
Sobre los anaquitas, cfr nota a Dt 1, 28. Los refaítas o refaim eran un pueblo guerrero, de elevada estatura (cfr Gn 14, 5; 2S 21, 18-20), que habitaban en Transjordania y tenían algunos enclaves en la tierra de Canaán.
Es posible que los joritas fueran un pueblo no semítico, establecido en el sur de Palestina; en Gn 36, 20 se habla de los descendientes de Seír, el jorita, que habitaban esa región. Parece que eran un grupo muy pequeño que fue absorbido rápidamente por otros. No está claro que se deban identificar con los hurritas de la documentación en escritura cuneiforme.
Dt 2, 23 Los jeveos debían de ser también un pueblo no semítico, diseminado en aldeas por el sur de Palestina. Caftoritas es la designación de los pueblos del mar, en los que se incluyen los filisteos, que arribaron a las costas del Delta del Nilo, pero fueron rechazados y pasaron a la costa del sur de Palestina. Caftor es seguramente la isla de Creta, uno de los puntos de estancia en su emigración desde otras regiones no bien determinadas. Los filisteos disputarán con los israelitas durante siglos la posesión de la tierra de Canaán.
Dt 2, 24-37. El hagiógrafo recuerda la victoria sobre los amorreos, narrada en Números (Dt 21, 21-31), y la ocupación de sus territorios entre los ríos Arnón -que desemboca en la zona media del Mar Muerto- y el Yaboc, afluente del Jordán. Galaad (v. 36) puede indicar la zona que comprende la cuenca del río Yaboc con sus montes. A lo largo del relato se insiste en el papel fundamental del Señor en la victoria, subrayando de esta manera la providencia especialísima de Dios con el pueblo elegido.
Es característico del modo de expresarse del Antiguo Testamento el atribuir a Dios no sólo los bienes que Él hace o quiere expresamente, sino también los males que permite, al respetar la libertad de los hombres: en este sentido hay que entender el endurecimiento de corazón de Sijón (v. 30).
La costumbre del anatema (el jérem de los judíos), frecuente en los pueblos del antiguo Oriente, llevaba consigo la destrucción total del enemigo y de todos sus bienes, si bien admitía diversos grados: aquí los israelitas se reservan los ganados y el botín (vv. 34-35). Esta antigua institución de guerra, que para nuestra mentalidad resulta feroz e inhumana, en el caso del pueblo de Israel tenía también un motivo religioso: la necesidad de preservarse del peligro de la idolatría, al que tan inclinados estaban en sus primeros tiempos.
Dt 3, 1-11. Se recuerda la conquista de Basán, reino también amorreo, situado al norte de la región de Amón. Era una tierra de origen volcánico, famosa por su fertilidad (cfr Jr 50, 19; Sal 68, 16). Con esta victoria quedaba en poder de los israelitas la franja oriental del Jordán, desde el río Arnón hasta el Monte Hermón, ya en territorio sirio.
Las dimensiones del lecho de Og (algunos traducen sarcófago), unos cuatro metros y medio de largo y dos de ancho según el texto (v. 11), aluden a la tradición sobre la contextura física de este superviviente de los gigantes refaítas. Rabá de Ammón -llamada Filadelfia posteriormente por griegos y romanos-, situada en el valle del río Yaboc, es la actual Ammán, capital de Jordania.
Dt 3, 12-22. Recuerda el pasaje el reparto de los territorios conquistados en la Transjordania entre las tribus de Rubén, Gad y media tribu de Manasés -Maquir (v. 15) y Yaír (v. 14) pertenecían a esa tribu- (cfr nota a Nm 32, 1-42), y la obligación que tienen de ayudar a sus hermanos en la conquista de las tierras del otro lado del Jordán.
La segunda mitad del v. 13 y el v. 14 parecen una glosa explicativa.
El Mar de la Arabá o Mar de la Sal (v. 17) es el Mar Muerto.
El pasaje debe ser relacionado con Dt 34 y Jos 1, 1.
Dt 3, 23-29. La ferviente plegaria de Moisés contrasta con la dura respuesta del Señor. Topamos aquí con los misterios de la Sabiduría divina, que no accede a la petición del mayor de los profetas, a quien el Señor trataba cara a cara (Dt 34, 10). A la vez, el pasaje nos recuerda la necesidad de ser siempre fieles a Dios; y nos habla también de las situaciones tan duras por las que pasa con frecuencia la vida terrena de los elegidos de Dios. Véase nota a Dt 1, 19-46.
El Pisgá (v. 27) es una parte de los montes Abarim cuya cima más alta es el Nebo (cfr Dt 34, 1).
Bet-Peor (o Bet-Fegor) estaba situado en los montes Abarim. Tenía un templo donde los moabitas daban a Baal-Peor un culto obsceno, que sedujo a numerosos israelitas, a consecuencia de lo cual sufrieron un duro castigo (cfr Nm 25, 1-18).
Dt 4, 1-8. Después de recordar los principales sucesos del desierto a partir del Sinaí-Horeb, en los que se manifestó la especialísima providencia del Señor, se subraya la situación de privilegio de los hebreos al ser elegidos por Dios de entre todos los pueblos, y al poder acercarse a Él en un grado de intimidad desconocido para los gentiles.
El pasaje constituye un prólogo anticipado, en el que se exhorta al cumplimiento de la Ley, cuyo cuerpo central legislativo se dará más adelante (Dt 5, 1-Dt 6, 6; Dt 12, 1-Dt 28, 68); tal vez fuera introducido en una revisión del libro. El argumento principal para urgir al cumplimiento de la Ley es la presencia especial de Dios en medio de su pueblo (vv. 7-8).
Dt 4, 6-8. El tema que aquí se desarrolla es típicamente sapiencial. Por lo demás, la misma vida de Israel, configurada por el cumplimiento de la Ley, será la más elocuente enseñanza para los demás pueblos. También en este tema hay una amplitud de horizontes, una latente misión universal del pueblo elegido que proyecta su perspectiva hacia tiempos futuros y tendrá su cumplimiento en la futura expansión de la Iglesia entre los pueblos de la tierra.
Dt 4, 9-14. Se concentra en esta sección una línea de enseñanza constante en la Sagrada Escritura: la historia de la salvación se fundamenta en la voluntad de Dios que por propia iniciativa ofrece una Alianza al pueblo elegido. A lo largo de la Biblia los momentos principales de tal Alianza acontecen en relación con Abrahán (Gn 17, 1-14) y Moisés (Ex 19-24), y culminan con la futura Nueva Alianza en Jesucristo (Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1Co 11, 25). La promulgación de la Ley en el Sinaí-Horeb es fruto de la Alianza: Dios promete al pueblo de Israel protección, una tierra, unos bienes… Como se trata de una alianza o pacto, el pueblo ha de observar unas estipulaciones: éstas se contienen en los preceptos de la Ley. Mientras que Dios será fiel a los términos de la Alianza, el pueblo se debatirá entre la fidelidad y la infidelidad. En este pasaje, la Ley aparece compendiada en los Diez Mandamientos (v. 13).
Sobre los sucesos de Baal-Peor (o Baal-Fegor) cfr Nm 25, 1-18.
Dt 4, 15-31. Es una especie de ampliación explicativa de las primeras prescripciones del Decálogo (cfr Dt 5, 6-10; Ex 20, 3-6): insiste en la repulsa tajante de la idolatría a la que favorecían las costumbres de los pueblos del entorno hebraico que adoraban estatuas e imágenes de las divinidades. La ignorancia popular confundía la representación escultórica (y pictórica) con la divinidad misma. De ahí que se prohíban las representaciones figuradas de Dios, tanto las antropomórficas (vv. 15-16) como las zoomórficas (vv. 17-18), así como los cultos de los astros (v. 19), muy frecuentes en Babilonia y otros pueblos de Oriente.
Este pasaje -junto con Dt 5, 6-10, Ex 20, 3-6 y otros- influiría mucho más tarde en el movimiento de los iconoclastas que combatieron el culto de las imágenes en el seno del cristianismo, en las provincias del imperio bizantino, durante los siglos VIII-IX d.C.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica: El culto cristiano de las imágenes no es contrario al primer mandamiento que proscribe los ídolos. En efecto, “el honor dado a una imagen se remonta al modelo original” (S. Basilio, De Spiritu Sancto 18, 45), “el que venera una imagen, venera en ella a la persona que en ella está representada” (Conc. de Nicea II, De sacris imaginibus). El honor tributado a las imágenes sagradas es una “veneración respetuosa”, no una adoración, que sólo corresponde a Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 2132).
El culto de la religión, señala Santo Tomás de Aquino, no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado. Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que ella es imagen (S.Th. II-II, q. 81, a. 3 ad 3).
En los vv. 25-31 se hace una pintura que coincide con las calamidades que sobrevendrían al pueblo de Israel durante el destierro de Babilonia (anos 587 a.C. y siguientes). Las amenazas de estos versículos son tema frecuente en los escritos atribuidos a la tradición deuteronomista (cfr, p.ej., caps. 28-29; Jos 23, 16) y sacerdotal (cfr Lv 26, 14-42). Hay en ellos una exhortación a la fidelidad a la Alianza con Dios so pena de recibir el castigo merecido: de hecho, el pecado de infidelidad, bajo la forma de idolatría y seguimiento de los cultos cananeos será un peligro constante para la pureza de la religión israelita. A diferencia de esos ídolos (v. 28), el Dios de Israel es un Dios vivo (cfr 2R 19, 4), capaz de prestar ayuda; no es como los otros dioses, los de otras naciones, que no tienen vida, son incapaces e impotentes (cfr Is 37, 19; Ha 2, 18; Sal 115, 3-7).
Dt 4, 19-20. Declara el texto que el Señor ha dado los astros en herencia a todos los pueblos, mientras que ha escogido a Israel como herencia propia para que sea el pueblo que le dé culto a Él. Según la opinión de algunos pueblos antiguos, los astros no eran cuerpos celestes inanimados, sino seres vivientes (cfr Dt 17, 3; Jb 38, 7; Sb 13, 2) cuya acción tenía repercusiones en la naturaleza y en el hombre.
El autor sagrado desmitifica tales creencias que constituían un peligro para la verdadera religión. El pasaje quiere subrayar la providencia especial de Dios con el pueblo que se ha elegido.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica: Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cfr Hch 17, 26-27), confiado por la providencia divina a la custodia de los ángeles (cfr Dt 4, 19; Dt [LXX] 32, 8), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cfr Sb 10, 5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cfr Gn 11, 4-6). Pero, a causa del pecado (cfr Rm 1, 18-25), el politeísmo así como la idolatría de la nación y de su jefe son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva (n. 57).
Dt 4, 32-40. Hay en este final del primer discurso una importante enseñanza teológica: el profundo concepto de Dios Uno (monoteísmo); la elección de Israel como pueblo específico de Dios; la providencia singular y benévola hacia este pueblo; la potencia de Dios, manifestada en prodigios a favor del pueblo elegido; y la consecuencia: Israel debe ser fiel al único Dios, guardando sus mandamientos y dándole sólo a Él el culto debido; de ese modo seguirá gozando de la protección divina.
La lectura de éste y otros pasajes de los libros sagrados muestra el gran esfuerzo de los autores inspirados por actualizar la enseñanza de tradiciones religiosas antiguas y aplicarlas a las situaciones y necesidades de los israelitas de épocas posteriores; de ahí, quizá, las frecuentes llamadas a la fidelidad a la Alianza.
A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que su Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito (cfr Dt 4, 37; Dt 7, 8; Dt 10, 15). E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cfr Is 43, 1-7) y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (cfr Os 2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 218).
La fórmula deuteronómica el Señor es el Dios (ha-Elohim, a saber, el Dios Único) y no hay otro excepto Él (v. 35), que aparece repetidas veces (cfr Dt 4, 39; Dt 6, 4; Dt 32, 39; etc.), constituye también la esencia de la predicación profética (cfr Jr 2, 11-33; Is 41, 2-29; Is 44, 6; Is 46, 9). Los Profetas se esfuerzan por atraer o mantener a Israel en la fidelidad al Dios Uno y Único que se reveló a los patriarcas y a Moisés, y contribuyeron al desarrollo y profundización del monoteísmo, de la universalidad del poder de Yahwéh, de sus exigencias morales, etc. Pero el núcleo de toda esa enseñanza lo encontramos expuesto, de modo profundo y concreto, en el Deuteronomio. Esta doctrina tiene amplia repercusión en la idea del Señor como Dios celoso (cfr Ex 20, 5) que exige la total sumisión de sus fieles y no es compatible con las divinidades a las que otros pueblos rinden culto (cfr Ex 20, 3).
La práctica del bien, de los mandamientos de la Ley de Dios, es causa de vida (v. 40) entendida en principio como duración de la vida presente, mientras el pecado acarrea con frecuencia la desgracia o la muerte, como castigos divinos (cfr Ez 18, 10-13; Ez 18, 19-20; etc.). Que Dios retribuye al hombre con justicia, premiándolo o castigándolo, más tarde o más temprano, por el bien o el mal que haga, es doctrina constante a lo largo del Antiguo y del Nuevo Testamento. En textos antiguos, el acento cae sobre el premio o castigo durante la vida presente. En el Nuevo Testamento se acentúa la transcendencia de la retribución divina para la vida futura. No es de extrañar ese perfeccionamiento progresivo del horizonte ético: es la pedagogía divina que enseña a los hombres, poco a poco, contando con el tiempo y con la gracia.
Dt 4, 41-43. En este final del primer discurso sorprende un tanto la mención de las ciudades de refugio (cfr más adelante Dt 19, 1-13). El establecimiento de esas ciudades constituía una medida humanitaria para aliviar la ancestral costumbre de la venganza, tan extendida entre las tribus nómadas de aquellas regiones: no habiendo un poder político que protegiera los delitos involuntarios y casuales, acogerse a sagrado resultaba la medida más idónea.
Dt 4, 44-Dt 26, 15. Comienza aquí el Segundo Discurso de Moisés, el discurso más largo del Deuteronomio (casi 22 caps.), y la parte esencial y más importante de todo el libro. En él se hallan incluidos, entre otros textos, el Decálogo (Dt 5, 1-33), una antigua formulación de la Shemá (Dt 6, 4-9) y el Código Deuteronómico (Dt 12, 1-26, 19).
En la actualidad existe común acuerdo de que este segundo discurso constituye, en sus líneas generales y en sus pasajes principales, el gran texto fundamental de todo el Deuteronomio; de tal manera que los capítulos precedentes (Dt 1, 1-4, 43) y los siguientes (Dt 26, 16-34, 12) enmarcan este núcleo central.
Esta parte del Deuteronomio constituyó buena parte del texto cultual y jurídico fundamental en la vida del pueblo: la Ley o Torah meditada con el corazón, recordada con los labios y los ojos del israelita lo más continuamente posible. En él se hablaba de la unificación del culto en el Templo de Jerusalén, de la convicción de que Yahwéh, el Dios Único y salvador de Israel, es el mejor de los padres para el pueblo, el Dios que se ha acercado hasta hablar con él, y lo sigue protegiendo con una excepcional providencia y predilección… Tales son las ideas fundamentales que informan este segundo discurso de Moisés. De alguna manera son un resumen de la revelación y de la vida del Antiguo Testamento.
Dt 4, 44-49. Son claramente una nota introductoria. Ley tiene en hebreo -Torah- un sentido más amplio que en nuestras lenguas, pues a la acepción legal añade la didáctica y sapiencial. Por tanto, Torah hay que entenderla como Ley, enseñanza, sabiduría, subrayando en cada caso el aspecto que en concreto se destaque. Es importante que el lector moderno del Antiguo Testamento tenga en cuenta esta consideración para que entienda mejor el sentido abarcante de Ley de Moisés, con que se designa con frecuencia todo el Pentateuco.
Dt 5, 1-Dt 11, 32. Después de unas palabras, a modo de prólogo (Dt 4, 44-49) empieza una sección que podríamos llamar Introducción al Código Deuteronómico, y que se prolongará hasta Dt 11, 32. Esos siete capítulos son de especial relevancia para captar la mente de la legislación del Antiguo Testamento: la Ley articula, de modo a la vez concreto y profundo, las relaciones del hombre con Dios. El Deuteronomio subraya el aspecto corporativo o social: el acento recae sobre Israel en cuanto pueblo, lo cual no excluye en modo alguno la responsabilidad moral individual. En los escritos proféticos (notablemente a partir de Ezequiel), el acento recaerá sobre la responsabilidad personal, sin excluir entonces la corporativa. En tal conjugación de lo personal con lo social estriba siempre el acierto de las decisiones morales.
Dt 5, 1-22. Comienza el discurso con el recuerdo de la promulgación en el Horeb (Sinaí) del tema central de la Alianza: las Diez Palabras (Dt 4, 13; Dt 10, 4; Ex 20, 1; Ex 34, 28) -déka lógoi en griego, de donde viene Decálogo-. En el libro del Éxodo se narra la teofanía del Sinaí y se recoge también la formulación de estos Diez Mandamientos (Ex 20, 1-17): el contenido esencial es el mismo, con ligeras variantes en las motivaciones que se dan del descanso sabático (Ex 20, 10-11 y Dt 5, 14-15), y en el puesto de la mujer en la prohibición de los malos deseos (Ex 20, 17 y Dt 5, 21). Tiende a considerarse que el enunciado recogido en las dos tablas de piedra (v. 22) era muy escueto: algún redactor sagrado podría haber añadido las breves explicaciones que se dan en algunos mandamientos, lo que habría dado motivo para las pequeñas variantes entre las dos formulaciones del Deuteronomio y del Éxodo respectivamente. cfr notas a Ex 20, 1-17.
Es conocida la existencia de códigos jurídicos en pueblos del antiguo Oriente: el más famoso de todos es el Código de Hammurabi, soberano de Babilonia hacia el siglo XVIII a.C.; sin embargo, no se ha encontrado antecedente alguno que coincida en su conjunto con el Decálogo de Deuteronomio y Éxodo, ni referencias en ninguna de las grandes literaturas de la antigüedad con las que puedan tener paralelismos globales. Esta circunstancia hace más admirable y sorprendente que un pueblo como el israelita, que dependía en todos los aspectos culturales, agrícolas, técnicos, etc., de las culturas circundantes (egipcia, mesopotámica, cananea, siria, etc.), supere a todas en profundidad teológica y altura moral, en tan gran medida. Es éste un enigma histórico, no resuelto por los medios de investigación e imposible de explicar sin una especial providencia divina.
Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos del Decálogo han sido revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación: “En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad” (S. Buenaventura, In libros sententiarum 4, 37; Ex 1, 3). Conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la conciencia moral (Catecismo de la Iglesia Católica, 2071).
En el Decálogo, el Señor es la fuente última de la Ley, y Él es quien impone el carácter obligatorio de la misma: de ahí que toda infracción sea, en último término, ofensa a Dios. Es peculiar de la religión hebrea que Dios exija una eximia santidad moral: no sucedía así en las religiones de los pueblos vecinos, ni siquiera en la religión griega.
Los Diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos están grabados por Dios en el corazón del ser humano (Catecismo de la Iglesia Católica, 2072).
Es tanta la trascendencia de esta página de la Biblia que, a lo largo de los siglos, aún hoy día, sigue siendo el fundamento de la moral humana y expresión perfecta de la ley moral natural, inscrita por Dios en la conciencia de cada hombre. En el Sermón de la Montaña Jesucristo la llevará a su plenitud (Mt 5, 17-19).
Dt 5, 1-5. La singular relevancia del Decálogo, núcleo fundamental de la Ley, queda realzada con estos versículos que sirven de pórtico. La solemnidad de lo que se va a decir se introduce con la advertencia: Escucha, Israel (repetida también en Dt 6, 4 y Dt 9, 1).
En el pensamiento de los rabinos, para los que la Ley es la expresión por antonomasia de la Palabra de Dios, la Ley es eterna, existió siempre en la mente divina, aunque sólo en el tiempo -por medio de Moisés- fuera comunicada al pueblo de Israel.
Dt 5, 3 El cambio de persona, nuestros padres, nosotros, es importante en el mensaje y en la teología del Deuteronomio: la Alianza no es sólo un episodio del pasado, es una realidad presente y actuante a lo largo de las generaciones; es actual para cada lector del libro. En virtud de la fidelidad de Dios a la Alianza ofrecida antaño, cada generación y cada creyente mantiene la fe en la protección y predilección de Dios, la esperanza de ser perdonado de sus pecados y de poder comenzar de nuevo. La Alianza no se selló solamente entre Dios y los antepasados, sino que sigue en pie con cada generación.
A este propósito, comentaba San Ireneo: Por el Decálogo Dios preparaba al hombre para ser su amigo y tener un solo corazón con su prójimo. (…) Las palabras del Decálogo persisten también entre nosotros (los cristianos). Lejos de ser abolidas, han recibido amplificación y desarrollo por el hecho de la venida del Señor en la carne (Adversus haereses 4, 16, 3-4).
Dt 5, 6-15. La primera tabla de los mandamientos exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y darle culto solamente a Él porque es infinitamente santo (cfr Ex 20, 2-11 [Dt 5, 6-15]). Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor (…). Éste es el testimonio de la Sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: “Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos” (Is 6, 3) (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 11).
Orígenes señala que, como había habido, en castigo del pecado, paso del paraíso de la libertad a la servidumbre de este mundo, por eso, la primera fase del Decálogo, primera palabra de los mandamientos de Dios, se refiere a la libertad: Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre (Ex 20, 2; Dt 5, 6) (cfr Homiliae in Exodum 8, 1).
Dt 5, 6-10. El primer mandamiento lleva consigo un doble aspecto: se afirma un único Dios y se prohíbe hacer imágenes representándole. La tajante declaración de monoteísmo resulta extraordinariamente llamativa, considerando el politeísmo de los pueblos orientales de aquella época. En Is 44, 6 tenemos una breve y profunda explicación de la primera parte de este Mandamiento: Yo soy el primero y el último, y aparte de Mí no hay Dios alguno.
La prohibición de fabricar imágenes está ordenada a subrayar la espiritualidad e inmaterialidad de Dios. No se prohíben, sin embargo, ciertas imágenes destinadas a la ornamentación, como los querubines del propiciatorio (cfr Ex 25, 18-20) o los toros del mar de bronce del Templo (1R 7, 25)(cfr nota a Dt 4, 15-31).
En la doctrina cristiana, el enunciado del primer mandamiento -amarás a Dios sobre todas las cosas- recuerda la fórmula del Dt 6, 5, que Jesucristo señala en el Evangelio (Mt 22, 37) como el mandamiento principal: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Dt 5, 8-10. La idolatría es considerada en el Antiguo Testamento como si fuera una especie de adulterio. De ahí que la ira de Dios sea calificada como “celos”.
Para entender la amenaza de castigar en los hijos los pecados de los padres, hay que tener presente que en la cultura oriental de aquella época era muy acentuado el sentido de la solidaridad de cada individuo con su familia y su pueblo. En la Biblia abundan los episodios -incluso en el Nuevo Testamento- que manifiestan esta mentalidad (cfr, p.ej., 2S 21, 1-14; Jn 9, 1-2). De todas formas, en otros pasajes del mismo Deuteronomio queda clara la responsabilidad individual: Los padres no han de ser castigados con la muerte por culpa de los hijos, ni los hijos lo han de ser por culpa de los padres: cada uno es reo de muerte sólo por su propio pecado (Dt 24, 16). Esto a su vez no excluye las tremendas repercusiones negativas que los pecados de los padres pueden tener en los hijos por los bienes espirituales de que les privan en la Comunión de los Santos, y por el mal ejemplo que les dan.
Dt 5, 11 Este versículo contiene el segundo mandamiento del Decálogo en el catecismo cristiano (el tercero en el Decálogo hebreo).
En el marco cultural y religioso del pueblo hebreo, y también de otros pueblos vecinos, el nombre era símbolo y expresión de la misma persona. La prohibición de utilizar en vano -en falso- el nombre de Dios habla de la necesidad de utilizarlo siempre con el debido respeto -el caso extremo de transgresión de este aspecto sería la blasfemia- y de no ponerlo nunca como testigo de algo falso. No se prohíbe el juramento (cfr Dt 6, 13), que en la Sagrada Escritura es alabado cuando se hace con las debidas condiciones (cfr Jr 4, 2). Sin embargo, en tiempos de Jesús, la práctica del juramento había caído en un abuso hasta ridículo por su frecuencia y por la casuística suscitada. En el Sermón de la Montaña el Señor restablece los principios morales de la hombría de bien, de la sinceridad en el decir y de la fidelidad a la palabra dada (cfr Mt 5, 33-37). La Iglesia enseña que el juramento es lícito e incluso honra a Dios cuando se hace por estricta necesidad, con verdad y con justicia (cfr notas a Mt 5, 33-37; St 5, 12).
Dt 5, 12-15. Los pueblos antiguos tuvieron sus días festivos dedicados a sus divinidades, al descanso, al esparcimiento; pero no encontramos entre ellos una institución regular del descanso sabático, tal como aparece en la legislación mosaica. El motivo humanitario que se da aquí -el descanso de la familia, criados y animales- recordando la esclavitud en Egipto, es distinto del motivo teológico que se da en el Éxodo -el recuerdo de la creación, y el descanso de Dios en el séptimo día (cfr Gn 2, 2-3)-: los dos aspectos se complementan, y subrayan que el sábado debe dedicarse a Dios y al descanso.
El reposo sabático, a fuerza de casuística y rigorismo, fue convirtiéndose para los judíos en una práctica agobiante que el Señor corrige en el Evangelio (cfr, p.ej., Mt 12, 1-13; Lc 13, 10-17).
La Iglesia, desde la época apostólica, celebra el domingo en lugar del sábado, recordando la Resurrección del Señor; y, a propósito del descanso dominical y de su sentido, enseña: La institución del Día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso y de solaz suficiente que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa (Catecismo de la Iglesia Católica, 2184). En este día, además, los fieles tienen obligación grave de cumplir con el precepto dominical, pues la Eucaristía del Domingo fundamenta y ratifica toda la práctica cristiana (Catecismo de la Iglesia Católica, 2181).
Para santificarlo. El comentario oficioso judío al libro del Éxodo, llamado Mekhilta, observa que para poder cumplir el precepto de descansar en el séptimo día, hay obligación de trabajar durante los seis días que preceden. Si una persona no tiene trabajo, debe buscarlo: si tiene una propiedad abandonada, que la repare; si tiene un campo mal cuidado, que lo cultive bien. Y la enseñanza tradicional judía ha enseñado que, durante los seis días de la semana, los israelitas son colaboradores de Dios en la creación, precisamente trabajando para mejorar y realzar las cosas que Dios ha creado. Y, de modo paralelo, en el séptimo día ellos descansan junto con el Todopoderoso y proclaman que Él es el Señor.
Dt 5, 16-21. Comienzan ahora los mandamientos que hacen referencia al prójimo. Algunas ideas parecidas se encuentran también en otros códigos orientales, por ser expresión de las exigencias más elementales de la ley natural. Sin embargo, también aquí la recopilación mosaica es original al ponerlos sin solución de continuidad con los preceptos que hacen referencia directa a Dios: se trata de deberes inseparables, como quedará más patente aún en el Nuevo Testamento (cfr, p.ej., Mt 25, 31-46; 1Jn 4, 20-21).
Juan Pablo II en su explicación del Decálogo a partir del dialogo de Jesús con el joven rico señala: Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para “entrar en la vida”, sino, más bien, indicar al joven la “centralidad del Decálogo” respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa “Yo soy el Señor, tu Dios”. Sin embargo, no nos pueden pasar ignorados los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada “segunda tabla” del Decálogo, cuyo compendio (cfr Rm 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19, 19; cfr Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la “única en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 24) (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 13).
Dt 5, 16 El mandamiento de honrar a los padres es el único de esta segunda serie enunciado de manera positiva, y también el único que incluye en su formulación referencia a un premio por su observancia. Esta retribución -larga vida y feliz- parece temporal: con el desarrollo de la Revelación, Dios irá manifestando la existencia de una retribución trascendente, en la otra vida (cfr notas a Dt 4, 32-40; Dt 28, 1-69). En este precepto van incluidos los deberes relativos a todos aquellos a quienes debemos respetar como a padres, por razón de su dignidad, autoridad u oficio: maestros y profesores, autoridades en general, sacerdotes, etc.
Dt 5, 17 La vida es el bien más elemental que debe respetarse en el prójimo. El quinto mandamiento implica la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Por tanto, el crimen tiene algo de atentado contra lo divino, olvidando que sólo Dios es el Señor de la vida y de la muerte. Ya en los primeros capítulos del Génesis Dios reprueba duramente el homicidio de Abel por parte de Caín (Gn 4, 8-15), y en Gn 9, 6 añade: Quien derrame sangre humana, su sangre será derramada por hombre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre. Jesús, en el Discurso de la Montaña, perfeccionó el sentido de este precepto -no limitado al simple acto de matar-, enseñando la perversidad de toda acción, palabra o pensamiento injustos contra los otros; además, señaló los deberes que lleva consigo la caridad, que llegan hasta el amor a los enemigos (cfr Mt 5, 21-26.43-48). Jesucristo sitúa así las relaciones entre los hombres en un nivel superior al vigente hasta entonces: transcendiendo las relaciones ya muy altas entre personas, alcanza nada menos que a las existentes entre los hijos del mismo y único Padre celestial.
En nuestra sociedad, la Iglesia ha tenido que denunciar con frecuencia la maldad de tantos crímenes contra la vida, como homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 27). Es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad (…). Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata en efecto de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad (Congregación para la Doctrina de la Fe, Iura et bona 2).
Dt 5, 18 El adulterio era castigado en la Ley mosaica con la pena de muerte (cfr Lv 20, 10; Dt 22, 22). Sin embargo, habiéndose difundido la poligamia en aquella sociedad, eran distintas las condiciones y los derechos del hombre y de la mujer en el matrimonio: la infidelidad de la esposa era siempre adulterio; en el caso del marido sólo era adulterio la unión con una mujer casada.
En siglos posteriores de la historia de Israel se va ahondando en las exigencias del escueto enunciado de este mandamiento. Son representativos a este respecto los libros Sapienciales, en los que se extiende el precepto hacia varios modos de acciones impúdicas y actos licenciosos en materia de mal uso de la sexualidad. (cfr, p.ej., Si 23, 19; Jb 31, 1.9-11).
En el Nuevo Testamento Jesucristo devuelve su sentido original a la dignidad del hombre y de la mujer en el matrimonio -uno e indisoluble (Mt 19, 1-9)-, y lleva a su plenitud este precepto, advirtiendo de la maldad de la mirada pecaminosa dirigida a la mujer, casada o no (Mt 5, 27-30). La enseñanza de Jesús, dejando a un lado algunas distinciones casuísticas de los escribas, sitúa el precepto no sólo en el acto externo ya realizado, sino en el origen, en la intencionalidad, en el corazón del hombre, que es donde se fragua la acción externa. La ley mosaica penalizaba el adulterio consumado o intencionado exteriormente, pero Jesús, yendo a la raíz de la conducta moral, subraya la culpabilidad del acto interno, que ya es capaz de excluir del Reino de los Cielos.
Dt 5, 19 La prohibición del robo y del hurto se expresa de una manera genérica. Se trata con este precepto de proteger los bienes del prójimo que son normalmente fruto de su trabajo, en especial cuando son necesarios para el desenvolvimiento de su personalidad, así como indispensables para el sustento del hombre y de su familia.
Dt 5, 20 Dar falso testimonio. El verbo hebreo correspondiente, con su preposición, significa hablar contra alguien (Dt 19, 18; 2S 1, 16). Por la formulación parece que se trata, sobre todo, del testimonio prestado por los testigos en los juicios, aunque no se excluyen los otros tipos de testimonio. La administración de justicia es algo fundamental para la defensa de los derechos humanos y el establecimiento de la paz social; por eso es indispensable la veracidad de los testigos.
Este mandamiento constituye el octavo precepto del catecismo que lo formula uniendo a la prohibición de dar falso testimonio contra el prójimo, la de mentir: No dirás falso testimonio ni mentirás (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2475-2487).
Dt 5, 21 Es una formulación que varía ligeramente con respecto a la de Ex 20, 17. Mientras que en éste la mujer aparece como una pertenencia más del hombre, aquí en el Deuteronomio, se distingue claramente de los otros bienes del prójimo, situándola en primer lugar. Esta variante del Deuteronomio indica un claro progreso moral.
Las dos partes del versículo se hallan desglosadas en los catecismos de la doctrina cristiana constituyendo respectivamente el noveno y décimo mandamientos del Decálogo. La primera parte se expresa bajo la fórmula: No consentirás pensamientos ni deseos impuros. Se completa así el contenido más externo y material del sexto mandamiento, orienta la templanza en cuanto reguladora del apetito sexual y guía la práctica de la virtud de la castidad, según el estado de cada persona.
La segunda parte constituye nuestro décimo mandamiento: No codiciarás los bienes ajenos. Paralelamente a la primera parte, implica también un complemento del séptimo mandamiento, en cuanto que orienta la templanza en la posesión de bienes, ya desde el origen interno del deseo desordenado de poseerlos.
Dt 5, 23-31. Los hebreos tenían el convencimiento de la imposibilidad de ver a Dios y no morir. Es una persuasión que aparece repetidas veces en el Antiguo Testamento (cfr, p.ej., Ex 19, 21; Jc 13, 22; Is 6, 5). El pasaje subraya espléndidamente la trascendencia de Dios, al mismo tiempo que su proximidad al pueblo mediante su palabra y su Ley.
Dt 6, 1-Dt 11, 32. Los caps. 6-11 constituyen parte esencial de la introducción al Código Deuteronómico (caps. 12-26) a la que ya nos hemos referido en la nota a Dt 5, 1-Dt 11, 32. Comienzan con la confesión de la unidad del Señor (la Shemá, 6, 1-9) y terminan con la consideración de que Israel es un gran pueblo, que va a ser asentado en la tierra de promisión (Dt 11, 10-25), que deberá disfrutar o perder, según su libre conducta que le acarreará bendiciones de Dios o maldiciones (Dt 11, 26-32). Se descubre en estos capítulos una trama histórico–teológica compuesta por la trilogía Dios, pueblo y tierra. De alguna manera es un anticipo, con respuesta, al triple tema: Dios, hombre, mundo. Y decimos con respuesta, porque el autor sagrado da la clave: la salvación ha sido operada por Dios, se inicia con la salida de Egipto y se continúa con la donación de la Ley (Palabra de Dios escrita que anticipa y prefigura la Palabra de Dios Encarnada, Jesucristo) que guiará al pueblo y a cada hombre hasta la tierra prometida, figura de la bienaventuranza eterna del Cielo.
Dt 6, 4-9. Es un pasaje entrañable, de singular importancia para la fe y la vida del pueblo elegido. El punto culminante es el v. 5, que recuerda otros pasajes del Antiguo Testamento (Dt 10, 12; Os 2, 21-22; Os 6, 6). El amor que Dios pide a Israel va precedido del amor de Dios por Israel (cfr Dt 5, 32-33). Aquí se toca uno de los puntos centrales de la Revelación de Dios a los hombres, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: por encima de cualquier otra consideración, Dios es Amor (cfr, p.ej., 1Jn 4, 8.16).
El v. 4 constituye una clara y solemne profesión de monoteísmo, característica distintiva de Israel respecto de los pueblos vecinos de Oriente (cfr nota a Dt 5, 6-10). La primera palabra hebrea de ese versículo -shemá (escucha)- da nombre a la célebre oración recitada durante tantos siglos por los israelitas, y constituida sustancialmente por Dt 6, 4-9; Dt 11, 18-21 y Nm 15, 37-41. Los judíos piadosos continúan rezándola en la actualidad, por la mañana y por la tarde. En la Iglesia Católica, los vv. 4-7 se recitan en las Completas después de las primeras Vísperas de domingos y solemnidades de la Liturgia de las Horas.
Las exhortaciones de los vv. 8-9 fueron interpretadas por los judíos en sentido literal. Ahí tienen su origen las filacterias y la mezuzah. Las filacterias eran unas pequeñas correas o cintas que se ataban a la frente y al brazo izquierdo, y que llevaban una cajita cada una, con distintos textos bíblicos: los dos del Dt de la shemá, más Ex 13, 1-10.11-16; en la época del Señor los fariseos las llevaban más anchas para parecer más observantes de la Ley (cfr Mt 23, 5). La mezuzah es una cajita, fijada en las jambas de las puertas, que contiene un pergamino o papel con los dos textos mencionados del Dt; los judíos la tocan con los dedos, que luego besan, al salir y al entrar en la casa.
Dt 6, 5 Dios pide a Israel un amor completo. Pero ¿acaso el amor puede propiamente ser objeto de un mandamiento? Lo que Yahwéh reclama de Israel, y de cada uno de nosotros, no se reduce al ámbito de un sentimiento incontrolable por el hombre, sino que pertenece a la esfera de la voluntad. Es un afecto que puede y debe ser cultivado por la toma de conciencia, cada vez más profunda, de nuestra relación filial, como expresará más tarde el Nuevo Testamento en 1Jn 4, 10.19: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. (…) Nosotros amamos, porque Él nos amó primero. Por tanto, Dios puede propiamente promulgar el precepto del amor, según lo expresado en este versículo de Dt 6, 5 y, más adelante, en Dt 10, 12-13.
Con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (v. 5): La fórmula indica el carácter total que debe tener el amor a Dios. El Señor recordará estos versículos (4 y 5) -tan familiares para sus oyentes- al señalar el primero y fundamental de los mandamientos (cfr Mc 12, 29-30).
Cuando le hacen la pregunta: “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36), Jesús responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40; cfr Dt 6, 5; Lv 19, 18). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley (Catecismo de la Iglesia Católica, 2055).
Dt 6, 13 La exhortación al temor de Dios aparece con frecuencia en el Deuteronomio y, en general, en todo el Antiguo Testamento. No se trata de un miedo irracional o terror ante Yahwéh. El temor de Dios es más bien una norma de conducta, equivalente a guardar la Alianza, obedecer los mandamientos, marchar por los caminos de Dios, servirle con todo el corazón (cfr Dt 10, 12); se trata de un temor que excluye otros temores: a enemigos o a dioses extraños (cfr, p.ej., Dt 5, 7; Dt 6, 14; Dt 11, 16). En la práctica, el judío temeroso de Dios es sinónimo de piadoso (cfr, p.ej., 1R 18, 3; Lc 1, 50).
Dt 6, 16 La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba, de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. Así es como Satán quería conseguir de Jesús que se arrojara del templo y obligase a Dios, mediante este gesto, a actuar (cfr Lc 4, 9). Jesús le opone las palabras de Dios: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6, 16). El reto que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Creador y Señor. Incluye siempre una duda respecto a su amor, su providencia y su poder (cfr 1Co 10, 9; Ex 17, 2-7; Sal 95, 9) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2119).
Dt 6, 20-25. El pasaje muestra la importancia de la tradición entre los hebreos: aunque tuvieran la Torah o Ley escrita, la base de la educación, incluida la religiosa, era la enseñanza oral, transmitida de generación en generación.
En la respuesta que el padre da al hijo está la razón profunda de la Ley del Antiguo Testamento: Dios, que liberó a Israel de la esclavitud de Egipto, con enorme poder y con prodigios, le ha dado la Ley que deberá cumplir. Así como la intervención divina en la Historia de Israel ha sido para salvarlo, así también la Ley que le da tiene un carácter y un valor eminentemente salvíficos.
El mandamiento, como menciona Juan Pablo II, se vincula a una promesa: en la Antigua Alianza el objeto de la Promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cfr Dt 6, 20-25); en la Nueva Alianza el objeto de la promesa es el “reino de los cielos”, tal como lo afirma Jesús al comienzo del “Sermón de la Montaña” -discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley Nueva (cfr Mt 5-7)-, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del Reino se refiere la expresión “vida eterna”, que es participación en la misma vida de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo (Veritatis Splendor, 12).
La estampa, llena de ternura, del hijo preguntando a su padre por los fundamentos de su fe es de perenne validez. Y recuerda la gran responsabilidad de los padres en la educación religiosa de los hijos. A este respecto Juan Pablo II dirá: Los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo -eucarístico y eclesial- de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente padres, engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y resurrección de Cristo (Familiaris Consortio, 39).
El concepto de justicia (v. 25) en la Sagrada Escritura es esencialmente religioso. Justo es el que vive de acuerdo con la voluntad de Dios, con sus mandamientos. La justicia en la Biblia equivale normalmente a lo que hoy llamamos santidad (cfr nota a Mt 3, 15).
Dt 7, 1-16. Son indicaciones dirigidas a defender la religión de Israel de la contaminación de los cultos de los distintos pueblos que vivían en la tierra de Canaán. En aquellos siglos, mientras iban adquiriendo cuerpo las instituciones del pueblo elegido, había que proveer también a la consolidación de los israelitas en la fe verdadera. Aunque ahora nos resulten extremadamente duras, estas medidas se veían entonces necesarias. De ahí la regla de conducta rígida de abstenerse del trato con esos pueblos (cfr a este respecto Dt 14, 1-2 y Dt 32, 8-9). En el Nuevo Testamento el panorama cambiará profundamente y el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, tendrá en sí la fuerza de la vida y de la gracia de Jesucristo para abrirse a todas las gentes y ofrecerles la energía y la capacidad salvífica con que Dios la ha dotado.
Las estelas -massebot- eran piedras alargadas hincadas en tierra de modo vertical, consagradas a las divinidades cananeas. Las aserás -mayos o cipos- eran troncos de árboles que se solían colocar cerca de sus altares.
Sobre la costumbre del anatema, cfr nota a Dt 2, 24-37.
Dt 7, 6-16. Puede decirse que Dt 7, 6-7 es el texto clásico de la revelación del Antiguo Testamento acerca de la singular elección de Israel. Tal elección, y el amor del Señor que esa elección pone de manifiesto, son temas fundamentales del Deuteronomio, sobre los cuales insiste el texto sagrado (cfr, p.ej., Dt 4, 20.34; Dt 9, 5). Dios escoge antes, con independencia del poder o de los méritos del pueblo o de los hombres. El único motivo para explicar su elección es el puro amor, y -en el caso de los israelitas- la fidelidad a las promesas hechas a sus antepasados (cfr nota a Ex 1, 8-14). La conciencia de esta elección y posesión especial de Dios correrá a lo largo de la Historia Sagrada. El Nuevo Testamento seguirá manteniendo ese privilegio de Israel: Jn 1, 11 -vino a los suyos- ha de interpretarse, en primer lugar, como la venida especial del Verbo a su pueblo Israel; en segunda instancia se extiende a toda la humanidad. Lo mismo ha de decirse de Rm 9, 4-5: Que son israelitas, de quienes es la adopción de hijos y la gloria y la Alianza y la Ley y el culto y las Promesas; de ellos son los patriarcas y de ellos según la carne desciende Cristo.
En los vv. 7-8 se da la explicación teológica de la elección: puro amor gratuito de predilección por parte de Dios; ello implica la libertad trascendente de Dios. Dios es libre de elegir a quien quiere para la misión que se ha propuesto, y nadie es previamente merecedor de especial elección divina.
Lo que sucede en el pueblo de Israel, tomado colectivamente, se cumple también en la elección que Dios hace de las personas singulares. En el Nuevo Testamento, en lo referente a los Apóstoles llamó a los que él quiso (Mc 3, 13); y es particularmente significativo el caso de San Pablo, llamado por Jesús cuando era blasfemo, perseguidor e insolente (1Tm 1, 13). La vocación es lo primero, recuerda San Josemaría Escrivá; Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle. (…) No espera que vayamos a Él; se anticipa, con muestras inequívocas de paternal cariño (Es Cristo que pasa, 33).
Dt 7, 10 Se toca aquí un punto muy importante para el comportamiento humano: Dios Remunerador, que premia a los buenos y castiga a los malos. La experiencia cotidiana parece no ser siempre coherente con este principio, ya que se ve triunfar a hombres malvados, mientras que hay otros justos que son maltratados y despreciados. En todos los tiempos, el hombre se ha planteado cómo hacer compatibles la justicia de Dios con esos hechos.
El profeta Jeremías preguntará al Señor: Por qué es próspero el camino de los impíos y son afortunados los perdidos y los malvados (Jr 12, 1-2). En términos semejantes se expresan bastantes Salmos (cfr Sal caps. 37, 38, 29, 49; 73 y 92). Pero es el libro de Job el que se plantea la cuestión en todo su dramatismo. La solución va siendo apuntada en los libros sapienciales del Antiguo Testamento, pero no será resuelta en toda su profundidad hasta la plenitud de la Revelación en el Nuevo Testamento. A lo largo de éste se presenta el premio o castigo no como cálculo material entre las acciones y su inmediata recompensa, ya en este mundo, sino como el premio o castigo global de la conducta de cada hombre y mujer en la otra vida. Aquí, en esta tierra, el triunfo de los malos es falaz y pasajero, mientras que la felicidad de los justos tendrá su plenitud en la bienaventuranza eterna. Mientras ésta llega, los justos sufren frecuentemente contradicciones y dolores como medio de purificación de sus vidas y aumento de las gracias divinas.
Dt 7, 17-26. La elección divina no es voluble. Dios es fiel, con una fidelidad que permanece siempre (cfr 2Tm 2, 13). Por eso no tienen los israelitas nada que temer mientras se mantengan fieles a la Alianza: el Señor cumple siempre sus promesas, y el pueblo de Israel conquistará la tierra prometida, a pesar de su inferioridad.
San Beda aplica el v. 22 a la lucha contra los enemigos del alma: Nos muestra el cuidado que hemos de tener, no sea que expulsados los pecados de nuestra carne, y superados repentinamente, vengan contra nosotros las bestias espirituales, como la jactancia, o la soberbia, o la vanagloria, que requieren mayores esfuerzos para ser extirpados que los vicios carnales (Commentaria in Pentateuchum 5, 7-13).
Dt 8, 1-6. Se recuerda a los israelitas, junto con la prueba del desierto, la especial protección y los cuidados paternales que Dios les ha dispensado, y se les exhorta de nuevo a la fidelidad. En este contexto ha de entenderse el v. 4: no es necesario interpretarlo al pie de la letra, como hacían algunas fábulas rabínicas, que entendían que los vestidos de los israelitas no se gastaron en esos años, mientras que los de sus hijos crecían con ellos.
El hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor (v. 3). Jesucristo evocará estas palabras al rechazar la primera tentación de Satanás en el desierto (cfr Mt 4, 4).
La relación entre Israel y Dios, comparada con la de un padre y su hijo (v. 5), será tema central de la conciencia y enseñanza de Jesús. También en otros textos del Antiguo Testamento, aunque no muy frecuentes, se habla de esta relación (cfr, p.ej., Os 11, 1); más numerosos son los pasajes referentes a la relación paterno–filial del Señor con el Rey (p.ej., 2S 7, 14-15; Sal 2, 7; Sal 89, 27).
Dt 8, 7-20. El pasaje es más profundo de lo que pudiera parecer en una primera lectura, pues el autor sagrado se sirve del tema de la tierra para presentar el alcance salvador del actuar divino. La salida de Egipto significó el comienzo de la acción salvífica de Dios en favor del pueblo de su elección. El desierto, calificado de terrible, sirvió para fomentar en ese pueblo la necesidad y la esperanza de Dios. La tierra prometida, buena, sobre todo en contraste con el desierto, expresa la bondad de Dios hacia Israel: en ella tiene el descanso, la paz, la felicidad… De lo único que ha de precaverse Israel es de no gloriarse en ella como si fuera el fruto de su propio mérito. Si un día cediera a esa tentación estaría perdido. Pero esta lección teológico–moral es de evidente aplicación a cualquier persona en su relación con Dios, en cualquier circunstancia.
Los cananeos practicaban burdos y deshonestos ritos de fecundidad para procurarse el favor de las deidades protectoras de la agricultura y de la ganadería. Los israelitas no deberían hacer eso, sino agradecer al Señor que manda las lluvias, los soles y los rocíos, mediante el ofrecimiento de ofrendas pacíficas y sacrificios razonables de los frutos del campo y de los ganados. El Código Deuteronómico (caps. 12-26) trata precisamente de algunas fiestas agrícolas, como las Semanas (Dt 16, 9-12), los Tabernáculos (Dt 16, 13-17), los Ácimos (Dt 16, 3-4), la ofrenda de los Diezmos (Dt 14, 22-29), etc. Con ello y, sobre todo, con el cumplimiento de las exigencias morales de la Ley, será como Israel mostrará a Yahwéh su fidelidad.
Por otra parte, la facilidad con que los hombres -y los pueblos- se olvidan de Dios cuando llegan la prosperidad y las riquezas es un dato fácilmente comprobable a lo largo de la historia. Y en ese caso, la solemne amenaza del Deuteronomio (vv. 19-20) se cumple inexorablemente, porque la creatura sin el Creador se esfuma (…). Más aún, por el olvido de Dios la propia creatura queda oscurecida (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 36); de ahí la necesidad de no poner el corazón en las riquezas materiales. Date cuenta -exhortaba San Gregorio de Nacianzo- de cuál es el origen de tu existencia, de tu vida, de tu inteligencia y de tu sabiduría, y, lo que está por encima de todo, del hecho de que conozcas a Dios, tengas la esperanza del reino de los cielos, y aguardes la contemplación de la gloria (…); ser hijo de Dios, coheredero de Cristo y, dicho con toda audacia, verte endiosado: ¿de dónde, y por obra de quién, te vienen todas estas cosas? (De pauperum amore 23).
Los beneficios que el Señor dispensó a los israelitas durante el éxodo han sido aplicados con frecuencia por los escritores cristianos a las gracias del Bautismo y de la Eucaristía (cfr, p.ej., 1Co 10, 1-11). Y en la liturgia de la Iglesia -tras recordar la columna de fuego, la voz de Moisés en el Sinaí, el maná y el agua que brotó de la roca-, se pide que el Señor sea para nosotros por su Resurrección, respectivamente, la luz de la vida, la palabra y el pan de vida, y nos conceda el Espíritu de vida (cfr Liturgia de las Horas, Preces de Laudes del Jueves de la VI semana del Tiempo pascual).
Dt 9, 1-29. La entrada en la tierra prometida y su conquista podrían provocar en el pueblo elegido un envanecimiento absurdo, pensando que todo ello era consecuencia de su justicia (vv. 4 y 6), es decir, de su santidad (sobre la equivalencia de estos dos conceptos, cfr notas a Dt 6, 20-25; Mt 1, 19; Mt 5, 6). De ahí que el autor sagrado les recuerde los verdaderos motivos: la maldad de los pueblos que habitan esas tierras -entregados a cultos idolátricos- y el amor misericordioso del Señor, que ha ido perdonando las numerosas infidelidades de Israel.
El profeta les recuerda su infidelidad más clamorosa: mientras Moisés recogía en el Horeb las tablas de la Alianza que Dios acababa de sellar con el pueblo israelita, ellos pecaban contra esa Alianza, fabricándose un ídolo (cfr Ex 32-34). El pecado del becerro de oro quedará grabado en la conciencia del pueblo elegido como uno de los acontecimientos más oprobiosos de la infidelidad de Israel. A él se referirán el protomártir San Esteban (Hch 7, 39ss.) y San Pablo (1Co 10, 7). Sin embargo, Jeroboam (siglo X a.C.) repetirá la ignominia al erigir dos becerros de oro en Dan y Betel (cfr 1R 12-13).
La penitencia de Moisés y su oración consiguen que Dios no descargue su ira sobre el pueblo. Solamente la oración vence a Dios. (…) La oración perdona los delitos, aparta las tentaciones, extingue las persecuciones, (…) levanta a los caídos, sostiene a los que van a caer, apoya a los que están en pie (Tertuliano, De oratione 29). En la Escritura se citará a Moisés como modelo de oración (cfr Sal 99, 6; Jr 15, 1; Catecismo de la Iglesia Católica, 2574).
El pasaje pone de manifiesto la grandeza de corazón y rectitud de intención de Moisés: aunque el Señor le ofrece llegar a ser una nación más poderosa (v. 14), él prefiere salvar a su pueblo.
Dt 9, 6 Pueblo de dura cerviz. Es una imagen que aparece con alguna frecuencia en la Biblia, para significar -recordando la rebeldía del cuello del animal contra el yugo- el endurecimiento y la obstinación de Israel contra la Ley de Dios (cfr, p.ej., Ex 32, 9; Is 48, 4; Jr 7, 26).
Dt 9, 10 El día de la asamblea. En los textos sagrados suele llamarse así al día en que, reunido el pueblo, se renueva la Alianza. La asamblea -qahal en hebreo- tenía un carácter cultual y era, a la vez, una mezcla de institución religiosa y política, en un pueblo que, precisamente porque ha sido constituido mediante un acto religioso, es esencialmente teocrático, como lo definió el historiador judío Flavio Josefo al intentar explicar a los grecorromanos el Estado de Israel. En el Deuteronomio, el término qahal tiene una significación técnica y religiosa: el qahal o qehal Yahwéh -asamblea del Señor- indica que el pueblo de Israel (o sus representantes legítimos) es convocado y se reúne como pueblo de Dios para ratificar la Alianza, para el culto, y para tomar graves decisiones (cfr, p.ej., Dt 4, 10; Dt 10, 4; Nm 16, 3). En otros lugares del Antiguo Testamento también designa en ocasiones a todo el pueblo de Israel, aunque no se encuentre concreta y materialmente reunido en un lugar (p.ej., Esd 2, 64; Ne 7, 66).
La voz y el concepto de Iglesia en el Nuevo Testamento tienen en su origen relación con este término hebreo qahal, y su traducción griega ekklesía.
Dt 9, 22-24. El recuerdo de estos episodios de infidelidad subraya las constantes rebeldías de Israel (Dt 9, 7). Sobre Taberá, cfr Nm 11, 1-3; Masá, Ex 17, 1-7; Quibrot-Ha-Taavá, Nm 11, 4-34; Cadés-Barnea, Dt 1, 19-46.
Dt 9, 26 El verbo rescatar, redimir, de donde viene redención, es un término de importancia primordial en la historia salvífica. A lo largo del Antiguo Testamento se observa un progreso en el concepto de redención–liberación. Primero, Dios libera de desgracias, esclavitudes y peligros temporales: así aparece en los textos del Éxodo y del Deuteronomio, referidos a la liberación de Egipto, considerada como prototipo de toda acción liberadora de Dios. En los Profetas, la atención va desplegándose a la liberación de las desgracias espirituales y del pecado. De este modo, al concepto de redención va unido el de salvación que aportará el Mesías, manifestado en el anuncio del ángel a San José como el que salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1, 21). Jesucristo se presenta a Sí mismo como el que ha venido a dar su vida en redención por muchos (Mt 20, 28).
Dt 10, 1-9. Estos versículos son considerados por algunos como un paréntesis o nota, en medio del discurso de Moisés, para dar unos breves trazos históricos. Con mayor amplitud están explicados en otros lugares del Pentateuco. Sobre la construcción del Arca, cfr Ex 25, 10-16; Ex 37, 1-9; para la elección de la tribu de Leví, cfr caps. Nm 3-4.
Los datos del trayecto (vv. 6-7) presentan algunas diferencias con los de Nm 33, 30ss. La más llamativa es la del lugar de la muerte de Aarón, que en Números se sitúa en el monte Hor. El nombre de Moserá -o Moserot- parece designar la región en que se encuentra el monte Hor, al noroeste de Cadés y al sur de la tierra de Canaán.
Dt 10, 10-11. Termina esta parte del discurso (desde Dt 9, 1) en que se ha recordado a los israelitas su tremenda infidelidad en el Horeb (Sinaí). Dios les perdona -les ordena reemprender el camino- gracias a la oración de Moisés. Sigue, en consecuencia, una nueva exhortación a la fidelidad a la Alianza (Dt 10, 12-Dt 11, 32).
Dt 10, 12-16. Con pedagogía divina, el autor sagrado insiste en el amor de predilección que el Señor manifiesta por Israel: el Señor de cielos y tierra se ha prendado de ellos (v. 15; cfr Dt 7, 7). Resulta difícil describir con acentos más tiernos el amor de Dios por su pueblo (cfr nota a Dt 7, 7-16).
El corazón incircunciso (v. 16) es el corazón duro, insensible a las llamadas divinas, porque está encerrado en sí mismo. Es una imagen utilizada tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (cfr, p.ej., Dt 30, 6; Jr 4, 4; Hch 7, 51; Rm 2, 29). Esta circuncisión del corazón ha sido considerada en la tradición cristiana como figura del Bautismo: Ahora los que son circuncisos de corazón, viven y se circuncidan nuevamente en el nuevo Jordán, que es el bautismo de la remisión de los pecados. (…) Jesús nuestro Salvador circuncidó por segunda vez con la circuncisión del corazón a todas las gentes que creyeron en Él y se purificaron en el bautismo. (…) Josué, hijo de Nun, hizo pasar al pueblo a la tierra prometida; Jesús, nuestro Salvador, prometió la tierra de la vida a todos los que estuvieran dispuestos a pasar el verdadero Jordán, creyeran y se dejaran circuncidar el prepucio de su corazón (Afraates, Demonstrationes 11).
Dt 10, 17-22. Es fácil apreciar la belleza y grandiosidad de este pasaje; en él resplandece el profundo respeto a la Majestad divina y la ternura hacia los necesitados. Al cuidado del huérfano, la viuda y el extranjero (vv. 18-19) se exhorta en numerosas ocasiones a lo largo del libro (p.ej., Dt 14, 29; Dt 16, 11.14). Esta preocupación por los más débiles es una constante en la Sagrada Escritura (cfr, p.ej., Ml 3, 5; St 1, 26-27).
Dt 11, 1-7. El autor sagrado se dirige a los supervivientes del éxodo, testigos de la especialísima protección del Señor. Sus hijos no vieron tales prodigios, pero también han de reconocerlos por el testimonio recibido. Los episodios mencionados aquí están extensamente narrados en otros lugares del Pentateuco: cfr caps. Ex 7-15 y Nm 16.
Dt 11, 8-25. La fidelidad a la Alianza lleva consigo no sólo la conquista de la tierra prometida, sino la fecundidad de ese país, cuidado por el mismo Dios (v. 12) con el envío de las lluvias oportunas. Tras los años de peregrinación por el desierto, y el recuerdo de la dureza de los trabajos agrícolas en Egipto, estas promesas de las lluvias debían de resultar especialmente consoladoras y sugerentes para los israelitas. La sequía (vv. 16-17), en ocasiones terrible -como la acaecida en tiempos del profeta Elías (cfr 1R 17-18)-, será entendida como uno de los castigos por las infidelidades de Israel (Jr 14, 1-6).
El territorio israelita no alcanzará nunca las fronteras que aquí se señalan (v. 24). San Jerónimo, dirigiéndose figuradamente a Israel, recuerda que toda esta tierra te fue prometida, pero no dada, a condición de que observases los mandamientos de Dios y caminaras en sus preceptos, si en lugar del Dios omnipotente no adorabas a los Beelphegor y Baales, Beelzebub y Camós. Mas por haberlos preferido a Dios, perdiste todo lo que te fue prometido (Epistulae 129, 5).
Dt 11, 26-32. La ceremonia de bendición y maldición será ampliamente explicada en los caps. Dt 27-28, y Josué la llevará a cabo (cfr Jos 8, 30-35). No consiste tanto en bendecir o maldecir, cuanto en proclamar un resumen de los mandamientos y preceptos divinos en términos como maldito quien no los cumpla, bendito quien los cumpla. Los montes Garizim y Ebal están situados al suroeste y noroeste respectivamente de la ciudad samaritana de Siquem, y separados entre sí por un estrecho valle. El Garizim será considerado después por los samaritanos como un monte sagrado: allí construyeron un templo, a la vuelta de los judíos del exilio de Babilonia (año 537 a.C.), para rivalizar con el de Jerusalén; aunque fue destruido a finales del siglo II a.C., los samaritanos siguieron considerando este monte como lugar de adoración y sacrificio. A él alude la mujer samaritana en su diálogo con el Señor (cfr Jn 4, 20).Dt 16, 17); 2ª) Instituciones israelitas (Dt 16, 18-Dt 18, 22); 3ª) Deberes y derechos de los hombres entre sí, esto es, reglas sociales (caps. 19-26). Tal estructura recuerda algo a la del Decálogo, sin que pueda urgirse una correspondencia precisa. En la tercera sección podría aún distinguirse una ampliación sobre normativa jurídica y social varia (Dt 20, 1-Dt 26, 15), a la que sigue un apéndice, fuera ya del Código Deuteronómico, sobre la fidelidad y renovación de la Alianza (Dt 27, 1-Dt 28, 68).
Dt 12, 1-31. La tierra de promisión es tema relevante en el Deuteronomio: es consecuencia de la elección y base para el cumplimiento de la Ley. En Dt 12, 1 la tierra y la ley están puestas en conexión. Pero la idea aparece en otros muchos pasajes: p.ej., Dt 6, 10-13; Dt 8, 7-18; Dt 11, 10-12; Dt 16, 1-16; Dt 26, 1-15; etc.
La legislación sagrada señala algunas medidas destinadas a asegurar el monoteísmo de Israel y el culto debido al Señor: la destrucción de todo lo relacionado con los lugares donde se daba culto a otros dioses (vv. 2-3; cfr Dt 7, 5.25), y, sobre todo, la ley del Santuario único (vv. 4-28), tema característico en la legislación deuteronomista.
El lugar que escoja el Señor (cfr v. 5). En ese lugar Dios pondrá su Nombre, es decir, habitará en él, será la morada del Señor por excelencia. Allí deberán acudir los israelitas a ofrecer sus sacrificios y celebrar sus banquetes sagrados, con ocasión de las fiestas (cfr cap. 16). A partir de Salomón (970-930 a.C.), con la construcción del Templo de Jerusalén, el culto se centralizó en este lugar. Sin embargo, la unificación de ese culto no se consiguió de hecho hasta la reforma de Josías (622 a.C.). En la Nueva Alianza, con la institución de la Eucaristía, Dios no se limita a habitar en un solo templo. Por el milagro eucarístico se encuentra realmente presente en todos los sagrarios del mundo.
El aparente contraste de esta ley con otras indicaciones de la Ley de Moisés (cfr Ex 20, 22-26; Lv 17, 1-7), así como su descuido durante siglos, inclina a considerar este pasaje como una glosa, destinada a respaldar la reforma religiosa centrada en la unicidad del Templo como lugar único de culto. El largo texto que sigue (caps. 12-26) parece reunir, con un esquema difícil de encontrar, unos conjuntos legales de procedencias diversas. Véase la estructura del Código Deuteronómico que hemos propuesto al final de la nota anterior. Es posible que algunas leyes tuvieran su origen en las tribus del norte, y que pasaran a Judá tras la caída del Reino del Norte a manos de los asirios (721 a.C.).
Los versículos finales del capítulo (vv. 29-31) salen al paso de una idea común entre pueblos paganos de aquella época: no podía descuidarse el culto a las divinidades del lugar al que se llegaba -ya se entrara como invasor, o como vencido y deportado- para no irritarlas. No será así en el caso de Israel: el Señor es el único Dios, y los israelitas no deben preocuparse para nada de otros dioses.
Dt 12, 11-12. No era superflua la insistencia en la atención a los levitas (vv. 18-19), quienes por pertenecer a la tribu que Dios había separado para el sacerdocio no tenían territorio propio (cfr Ex 32, 25-29). El libro de los Jueces habla de la precaria situación en que se encontraban algunos de ellos (cfr Jc 17, 7-12). También parece que había levitas en el Reino del Norte. A la caída de éste (721 a.C.), algunas familias levíticas debieron de emigrar a Jerusalén.
Ofrendas de vuestras manos (v. 11). Es un término técnico (en hebreo, terumah), que indica la parte de la víctima reservada a los sacerdotes (cfr Dt 18, 3). Los demás no debían comer esa porción (cfr Dt 12, 17). El rito de estas ofrendas consistía en su elevación, mientras que otras ofrendas eran balanceadas con las manos (tenufah). Con el tiempo ambos términos se utilizaban para referirse al impuesto religioso que cada familia debía aportar.
Dt 12, 20-25. Constituyen una explicación ampliada de los vv. 15-16. En el Levítico (Dt 17, 1-9) se establecía el carácter sagrado que debía tener toda matanza de animales, ya que debía hacerse ante la morada del Señor: posiblemente era un modo de evitar que esos sacrificios efectuados en otros lugares dieran ocasión a cultos idolátricos. Esta disposición parece derogarse una vez que se formaliza el culto en un solo lugar, de forma que ya no será necesario -ni posible, por las distancias- llevar al Templo los animales que deban matarse para alimento. La mención de la gacela y el ciervo (vv. 15.22) -animales puros, que podían comerse, pero no se ofrecían a Dios- sirve para destacar la diferencia entre los sacrificios sagrados y la muerte del animal como simple alimento: en este caso podrán comerlos también quienes tengan alguna impureza, mientras que para los participantes en los banquetes sagrados se requería pureza legal (cfr Lv 7, 19-21).
Entre aquellos pueblos existía la firme convicción de que la sangre era la sede y el principio de la vida. De ahí la insistencia en la prohibición de comerla (vv. 16.23-25; cfr Lv 17, 14): la vida pertenece a Dios, y Él es el único que puede disponer de ella. Esta idea estaba tan firmemente arraigada entre los israelitas, que el Concilio de Jerusalén (hacia el año 49 d.C.) indica a los cristianos procedentes del paganismo que se abstengan de la sangre, para evitar el escándalo de los judíos cristianos (cfr Hch 15, 27-29).
Dt 13, 1-19. Es como una ampliación de las indicaciones de los versículos finales del capítulo anterior (Dt 12, 29-31), señalando las medidas que debían tomarse contra quienes indujeran al culto de otros dioses: sea un falso profeta (tentación de origen religioso: vv. 1-6) o una persona de la propia familia (tentación de origen familiar vv. 7-12). Se contempla también el caso de que una ciudad entera haya sido seducida por cultos idolátricos (tentación de origen social). La dureza y ejemplaridad de los castigos sirve para realzar que la fidelidad al Señor pasa por encima incluso de los lazos familiares o de raza.
En el Nuevo Testamento, prescindiendo de los castigos que aquí se ordenan, se recuerda la misma radicalidad en el seguimiento del Señor. Así, San Pablo enseña a los Gálatas: Aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anuncie un evangelio diferente del que os hemos predicado, ¡sea anatema! (Ga 1, 8). Y el Señor había dicho: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí (Mt 10, 37). Son enseñanzas que ponen de manifiesto la decisión y prontitud con que ha de rechazarse todo lo que pueda separar de Dios: Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de ti, pedía Santa Teresa.
Dt 13, 1 Es un reflejo del respeto del pueblo del Antiguo Testamento por la palabra de Dios. Véase una advertencia semejante en Ap 22, 18-19.
Dt 13, 14 «Hijos de Belial» es una expresión de etimología dudosa. Quizá compuesto de belí, que en hebreo significa «sin», y de al, quizá originariamente ol, que significaría «ley, norma»; según esto Belial se identificaría con «Sin–ley», de ahí que se aplique con frecuencia al demonio: cfr 2Co 6, 15. Es de uso frecuente también en la literatura judía inmediatamente anterior y contemporánea del Nuevo Testamento.
Dt 14, 1-21. Tras las medidas señaladas en el capítulo anterior como prevención y castigo de la idolatría, se prohíben algunas prácticas relacionadas de una u otra manera con ritos idolátricos. La prohibición de ciertos ritos funerarios (v. 1) posiblemente está en conexión con costumbres similares entre los pueblos paganos, mezcladas con elementos idolátricos (cfr un rito semejante en 1R 18, 28).
No podemos precisar los criterios que se siguen en la distinción entre animales puros e impuros (cfr en Lv 11, 1-47 una relación similar, y la nota correspondiente); posiblemente responda a distintas concepciones populares, motivos de repugnancia natural, y también a que algunos de esos animales -el cerdo, p.ej.- eran utilizados por los paganos en sus sacrificios sagrados.
En cualquier caso, por dos veces se señala como motivo para estas prescripciones que Israel es un pueblo consagrado al Señor (vv. 2 y 21): habiendo sido elegido por Dios, es un pueblo santo, sagrado, separado de los demás y de todo lo que tenga relación con el culto a sus divinidades.
En el Nuevo Testamento el Señor abolirá esta distinción entre alimentos puros e impuros (cfr Mc 7, 18-19; Hch 10, 9-16).
Dt 14, 22-29. Los diezmos son una institución que se encuentra ya en religiones antiguas. Constituyen un modo de reconocer que la tierra pertenece a Dios y, de ese modo, manifestarle la debida gratitud; también una forma de contribuir a sostener el culto y a sus servidores. Así Abrahán da el diezmo de sus bienes a Melquisedec, sacerdote y rey de Salem (cfr Gn 14, 20), y Jacob promete a Dios darle el diezmo de cuanto adquiriese con su ayuda (cfr Gn 28, 22). En otros libros del Pentateuco se dan también algunas indicaciones sobre los diezmos, sobre su alcance y destino, que presentan ciertas diferencias con este pasaje: p.ej., en el Levítico (Lv 27, 30-33) se indica que son para el Señor, es decir, para el culto del Templo y para los sacerdotes; en Números (Dt 18, 20-32) se concreta que están destinados al sostenimiento de los levitas, que reservarán a su vez un décimo de ellos para el Señor. Los estudiosos explican estas diferencias por sucesivas adaptaciones de la ley a lo largo de la historia. En cualquier caso, los propios oferentes disfrutan y se alegran delante del Señor, significando con ello su origen religioso.
De los diezmos trienales se habla únicamente en el Deuteronomio (cfr también Dt 26, 12-15), y responden a motivos de caridad: la preocupación por los más necesitados, a la que se exhorta con frecuencia en el libro (cfr nota a Dt 10, 12-22); aquí se contempla, además, el cuidado del levita (cfr nota a Dt 12, 12).
El espíritu de esta antigua institución de los diezmos sigue vigente en la Iglesia. El Código de Derecho Canónico, en su canon 222, recuerda: Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros. También tienen el deber de promover la justicia social, así como, recordando el precepto del Señor, ayudar a los pobres con sus propios bienes.
Dt 15, 1-11. Se señalan dos medidas más, orientadas al alivio y cuidado de los más necesitados: la remisión de las deudas y la liberación de los esclavos. De suyo, la remisión de la deuda cada siete años implicaba la mitigación de la esclavitud (vv. 12-17).
La institución del año sabático es tratada en otros lugares del Pentateuco (Ex 23, 10-12; Lv 25, 1-7.20-22) y prescribe el descanso de las tierras cada siete años. Ahora se indica también para ese año la remisión de las deudas. No está del todo claro el alcance de esta ley: si lleva consigo la condonación total por parte del acreedor, o si se trata simplemente de no exigir su pago, o prescindir de los intereses, durante el año sabático. Las exhortaciones de los vv. 9-10 parecen indicar más bien que se trata de una remisión total, lo cual subraya el valor humanitario de estos preceptos; pero los abusos a que podía llevar por parte de los deudores hacen que, en la práctica, la ejecución de esa medida fuera compleja. Las quejas contra la usura en la época de Nehemías (siglo V a.C.) llevan a pensar que esta ley había caído en el olvido (cfr Ne 5, 1-13).
Las consideraciones, a primera vista contradictorias, sobre la existencia o no de pobres en Israel en los vv. 4, 7 y 11, pueden explicarse si los vv. 4-5 se entienden como la situación ideal a la que podría llegarse si vivieran en plenitud la fidelidad a los mandamientos de Yahwéh. El hecho, sin embargo, es que existen esos pobres. Ante tal realidad acusadora, el fiel debe tomar conciencia de su deber de atender al menesteroso. Ésta es una conquista social y humanitaria de la legislación del Antiguo Testamento respecto de las leyes coetáneas de los pueblos de la cuenca mesopotámica. Es también un legado y enseñanza para todos los tiempos.
La conmovedora exhortación a la generosidad con el hermano necesitado (vv. 7-8) encuentra eco en diversos pasajes del Nuevo Testamento (cfr, p.ej., 2Co 8-9; St 2, 15-16; 1Jn 3, 17). Practicad la misericordia terrena -exhortaba San Cesáreo de Arlés- y recibiréis la misericordia celestial. El pobre te pide, y tú pides a Dios: aquél un bocado, tú la vida eterna. Da al indigente y merecerás recibir de Cristo; escúchale decir: “Dad y se os dará” (Lc 6, 38) (Sermones 25, 1).
Dt 15, 12-18. También en otros pasajes del Pentateuco se dan indicaciones similares para mejorar la situación de los hebreos que, por necesidad, se vendían como esclavos a otros hermanos de raza (cfr Ex 21, 2-6; Lv 25, 39-53). Las diferencias que pueden observarse entre las distintas legislaciones, obedecerán probablemente a medidas sucesivas, cada vez más humanitarias. La indicación de no dejar marchar al esclavo con las manos vacías (vv. 13-14) es exclusiva del Deuteronomio. El recuerdo de la esclavitud que Israel vivió en Egipto ha de impulsar a los israelitas a la generosidad con sus hermanos esclavos (v. 15). El motivo aducido para suavizar o abolir la esclavitud es ante todo religioso.
El rito de agujerear con un punzón la oreja contra la puerta (v. 17) -común con otros pueblos- simbolizaba seguramente la propiedad; quizá también la obediencia a que quedaba sometido. El oído aparece en otros lugares de la Escritura relacionado con la obediencia (cfr Sal 40, 7-9; Is 50, 4-5). Lingüísticamente existe en varias lenguas la relación entre oír y obedecer: en hebreo (el mismo verbo shama significa ambas acciones). Esta equivalencia entre oír o escuchar y obedecer es aplicable a los textos en los que Dios dice a Israel Escucha: cfr Dt 4, 1; Dt 5, 1; Dt 6, 4; Dt 9, 1; Dt 15, 5; Dt 18, 15; Dt 28, 1; Dt 30, 10.
Dt 15, 19-23. La ofrenda de los primogénitos de animales es uno de los sacrificios más antiguos de que tenemos noticia; indica la profunda convicción de que Dios es quien da la fecundidad y la fertilidad. Para los israelitas significaba además el recuerdo de su milagrosa liberación de Egipto, con la muerte de los primogénitos egipcios. En Ex 22, 29 se indicaba que debía hacerse al octavo día, cosa fácil de cumplir durante la peregrinación por el desierto; ahora, considerando el establecimiento en Canaán y el Santuario único (v. 20), era lógico ampliar el plazo a un año. La donación de estos primogénitos a los sacerdotes (cfr Nm 18, 15-18) presenta otro matiz legislativo.
La indicación de no ofrecer a Dios los primogénitos defectuosos (vv. 21-23) viene exigida por la reverencia y respeto que se le debe, y recuerda la necesidad de darle siempre lo mejor, sin cicatería ni mezquindad. Aplicando esta enseñanza a la vida ordinaria, recuerda San Josemaría Escrivá: No se puede santificar un trabajo que humanamente sea una chapuza, porque no debemos ofrecer a Dios tareas mal hechas (Surco, 493).
Dt 16, 1-17. Se legisla sobre el modo de celebrar las tres grandes fiestas judías: la Pascua junto con los Ácimos, la fiesta de las Semanas y la de los Tabernáculos. La insistencia fundamental del Deuteronomio -a diferencia de lo señalado en otros libros del Pentateuco (cfr Ex 23, 14-17; Lv 23)- es la de celebrarlas en el lugar que elija el Señor, es decir, en el Templo donde se centraliza el culto.
En este sentido, se indica también la obligación de que todos los varones peregrinen a ese lugar con ocasión de esas fiestas (vv. 16-17). La mujer no estaba obligada, pero tampoco excluida: de hecho, Ana -la madre de Samuel- y la Santísima Virgen acompañan a sus esposos en esa peregrinación (cfr 1S 1, 2; Lc 2, 41).
Dt 16, 1-8. La Pascua era la fiesta principal de los judíos, instituida en recuerdo de la liberación de Egipto tras el paso del Angel del Señor exterminando a los primogénitos de los egipcios (véase Ex 12, 1-Ex 13, 16 y notas a esos textos). Se celebraba en el mes de Abib, mes de la primavera o de las espigas, no sólo porque corresponde al tiempo en que éstas comienzan a granar sino porque, según las tradiciones antiguas, coincidía con el éxodo de Egipto; posteriormente se le llamará mes de Nisán, que coincide más o menos con el nuestro de Abril. La Pascua se regula aquí unida a la fiesta de los Ácimos, que debía celebrarse durante los siete días siguientes, en los que el pan debía comerse sin fermentar. Se le llama pan de aflicción (v. 3) en recuerdo de la salida precipitada de Egipto la noche de la liberación, sin tiempo para que fermentara la masa (cfr Ex 12, 34).
En la época de Jesús, el sacrificio del animal se hacía en el Templo, pero la cena pascual se celebraba en las casas (cfr Mc 14, 12ss.).
Será la cena pascual el momento elegido por Jesucristo para instituir la Eucaristía, el sacrificio de la Nueva Alianza que sustituirá a los del Antiguo Testamento (cfr Lc 22, 14-20). La víctima pascual, cuya sangre libró de la muerte a los primogénitos de los israelitas en Egipto (cfr Ex 12, 7-13), es promesa y figura del Sacrificio de Jesús en el Calvario para la salvación de todos los hombres: Cristo, nuestro Cordero pascual, fue inmolado (1Co 5, 7). El obispo Melitón de Sardes (s. II) enseñaba: El sacrificio de la oveja, el rito de la Pascua y la letra de la Ley han culminado en Cristo Jesús, por quien todo acontecía en la Ley antigua, y más aún en la nueva economía. En efecto, la Ley se ha convertido en la Palabra, y lo antiguo en nuevo -ambos salieron de Sión y de Jesucristo-, y el mandamiento en gracia, y la figura en realidad, y el cordero en Hijo, y la oveja en hombre, y el hombre en Dios (De Pascha 6-7).
Dt 16, 9-12. La fiesta de las Semanas era de acción de gracias a Dios por los primeros frutos del campo; se la llamaba también fiesta de la siega o de las primicias (Ex 23, 16; Nm 28, 26) y, más tarde, Pentecostés, por ser a los cincuenta días de la Pascua (cfr Lv 23, 15-16; Tb 2, 1; 2M 12, 32). El Deuteronomio insiste en el carácter humanitario que debía tener, celebrándola con los más necesitados (v. 11). Posteriormente, hacia el siglo II d.C., los judíos la unirán al recuerdo de la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí.
Ésta fue la fiesta elegida por Dios para enviar el Espíritu Santo: la cosecha material que se celebraba se convirtió en el símbolo de los frutos espirituales que los Apóstoles comenzaron a recoger ese día (cfr Hch 2).
Dt 16, 13-15. Esta fiesta se celebraba en el comienzo del otoño, al finalizar las labores de los campos -de ahí que se la llamara también fiesta de la Recolección (Ex 23, 16)-, para dar gracias a Dios por los frutos obtenidos. El nombre de Tabernáculos, o Tiendas, obedece a que durante los días de la fiesta los israelitas habitaban en tiendas o chozas, recordando su modo de vivir durante la peregrinación por el desierto (cfr Lv 23, 41-43). En algunos lugares del Antiguo Testamento se la designa simplemente como la Fiesta, quizá por la especial alegría que reinaba durante esos días, lo que la hacía seguramente la más popular de todas (v. 15; cfr Jc 21, 19-21; 1R 8, 2; Ez 45, 25; Os 9, 1-5).
Los israelitas fueron añadiendo diversas ceremonias para dar mayor solemnidad a esta fiesta; el Señor tomará ocasión de algunas de ellas para sus enseñanzas. Así, según recoge la Mishnah, tratado Sukkôt 4, 9, cada uno de los ocho días de la celebración se llevaba solemnemente agua en un recipiente de oro, desde la fuente de Siloé al Templo, y se rociaba con ella el altar pidiendo a Dios lluvias abundantes. Jesucristo enseñará tal vez con este motivo: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí (Jn 7, 37), presentándose como el que puede saciar las ansias del corazón humano. También se encendían en el Templo cuatro grandes lámparas cuyo resplandor alcanzaba a toda Jerusalén, recordando la nube luminosa que guió a los israelitas por el desierto: fue probablemente con esta ocasión cuando el Señor se presentó a Sí mismo como la luz del mundo (Jn 8, 12).
La liturgia de la Iglesia celebra el 5 de octubre, al finalizar la recolección de las cosechas, las Témporas de petición y acción de gracias. En la oración colecta de la Misa se pide: Señor Dios, Padre lleno de amor, que diste a nuestros padres de Israel una tierra buena y fértil, para que en ella encontraran descanso y bienestar, y con el mismo amor nos das a nosotros fuerza para dominar la creación y sacar de ella nuestro progreso y nuestro sustento; al darte gracias por todas tus maravillas, te pedimos que tu luz nos haga descubrir siempre que has sido Tú, y no nuestro poder, quien nos ha dado fuerza para crear las riquezas de la tierra.
Dt 16, 18-Dt 18, 22. Comienza una sección, que se prolonga hasta el cap. 18 inclusive, donde se regulan algunos derechos particulares en relación con los jueces, reyes, levitas y profetas.
La institución de los jueces, establecida, según Éxodo y Deuteronomio, para ayudar a Moisés a resolver los distintos litigios de los israelitas (cfr Ex 18, 13-27; Dt 1, 9-18), se amplía aquí a cada ciudad de Israel (Dt 16, 18); se instituye además una especie de tribunal supremo, para la resolución de los casos más difíciles (Dt 17, 8-13). En otros pasajes de la Sagrada Escritura vemos a Samuel y a sus hijos ejerciendo ese oficio (1S 8, 1-2; 1S 12, 2-4), y al rey Josafat (siglo IX a.C.) estableciendo los jueces y tribunales indicados en este pasaje del Deuteronomio (2Cro 19, 4-11). Las exhortaciones a la honradez e imparcialidad dirigidas a los jueces fueron a veces desatendidas, como ponen de manifiesto las quejas por sus arbitrariedades que aparecen en el Antiguo Testamento (cfr, p.ej., Is 1, 23; Is 5, 23; Ez 22, 12; Pr 17, 23).
Los vv. 16, 21-17, 7 parecen tener más relación con el cap. 13. No obstante, en Dt 17, 2-7 se hace referencia a un posible proceso judicial contra algunos idólatras.
Dt 17, 14-20. Se establecen algunas normas sobre la monarquía en Israel. Las indicaciones hacen referencia a los peligros que los deseos de emular el poderío militar -basado principalmente en la caballería-, el lujo y las riquezas de otras cortes orientales, pueden traer sobre el rey: la infidelidad al Señor y el despotismo sobre sus hermanos.
Las atribuciones del rey aparecen aquí más reducidas que las que de hecho generalmente tuvo.
Copia de esta ley (v. 18). La traducción griega que hacen los LXX (siglo II a.C.) de este pasaje -deuteronómion, con el sentido de recapitulación de la ley, o segunda ley-, pasó literalmente a la traducción latina de la Vulgata, y ha dado nombre a este libro, entregado como Segunda Ley a los levitas (cfr Dt 31, 9.26). La Neovulgata ha preferido utilizar la expresión exemplar legis, copia de la ley (véase la Introducción).
La exhortación a la lectura de esta ley todos los días de su vida (v. 19) recuerda la importancia de conocer bien la Sagrada Escritura para poder vivir de acuerdo con ella. Tal lectura de la Torah se extenderá, en el judaísmo posterior, a todos los israelitas, quienes deberán leerla y estudiarla, al menos los sábados.
En el cristianismo, ya desde los primeros siglos, la lectura de la Sagrada Escritura ocupó un puesto prominente en la formación de los pastores y de los fieles. Por ejemplo, San Jerónimo exhortaba al presbítero Nepociano: Lee frecuentemente las Divinas Escrituras; es más, nunca las dejes de la mano (Epistulae 52, 7). Y en el Prólogo al Commentarium in Isaiam escribía: Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo.
El Concilio Vaticano II anima a todos los fieles a acercarse gustosamente al texto sagrado ya por la sagrada liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios que, con la aprobación o el cuidado de los pastores de la Iglesia, se difunden ahora laudablemente por todas partes (Dei verbum, 25).
Dt 18, 1-8. Aunque ya se ha exhortado varias veces en el libro a cuidar del sustento de los levitas, se señala ahora lo que debe asignárseles de los sacrificios y de las primicias, de manera que puedan dedicarse dignamente a sus deberes de culto.
A propósito de este pasaje, hay autores que señalan que no se distingue en el Deuteronomio entre los sacerdotes -descendientes de Aarón- y los levitas -más ampliamente, todos los varones descendientes de Leví-. Tal distinción, que aparece con claridad en otros lugares del Pentateuco (cfr, p.ej., Nm 18, 1-19), podría responder a momentos más evolucionados de la institución del sacerdocio en Israel. Otros comentaristas, sin embargo, además de subrayar que el Deuteronomio conoce la situación privilegiada de los descendientes de Aarón (cfr Dt 10, 6), señalan que las expresiones los sacerdotes levitas y toda la tribu de Leví no son sinónimas, y estarían indicando a los sacerdotes por un lado, y al resto de los levitas por otro. Aquí, al estar dando unas instrucciones al pueblo para el sostenimiento de quienes se dedican al culto, no sería necesario precisar más.
Las indicaciones de los vv. 6-8 podrían estar en relación con la necesidad de centralizar el culto de acuerdo con la ley del santuario único, aunque no queda del todo claro si se trata de un traslado temporal o definitivo del levita.
También en el Nuevo Testamento se recuerda la importancia de que los fieles contribuyan al sostenimiento de los ministros del culto, de manera que puedan dedicarse, libres de otras preocupaciones, a su ministerio (cfr 1Co 9, 1-14).
Dt 18, 9-22. Es un texto clave para la institución del profetismo en Israel e, incluso, para el concepto de Mesías. El profeta es, junto con el rey y el sacerdote, una de las grandes instituciones de Israel, con unas características de elevación religiosa y moral peculiares del pueblo elegido. Moisés es considerado por la tradición deuteronómica (cfr Dt 34, 10-12) no sólo como el salvador de la esclavitud de Egipto y el legislador, sino como el primero y el modelo egregio de los profetas que Dios hará surgir después.
La misión fundamental del profeta será hablar en nombre del Señor y anunciar el significado y alcance de acontecimientos pasados, presentes y futuros: los israelitas no necesitarán para nada, por tanto, de adivinos, de magos ni de nigromantes -evocadores de muertos-, tan relacionados con la idolatría y la superstición. Sin embargo, de hecho, caerán con frecuencia en esa tentación; incluso en el horrendo hacer pasar por el fuego a los hijos (cfr 2R 21, 6) -eufemismo que designaría verdaderos sacrificios humanos-, repetidas veces condenado en el Antiguo Testamento (cfr, p.ej., Jr 7, 31; Ez 16, 20-21).
La tradición ha mostrado el sentido mesiánico de los vv. 15 y 18. Ya en el Nuevo Testamento, San Pedro identifica el profeta que Dios suscitaría con Jesucristo (cfr Hch 3, 22-23, que cita textualmente Dt 18, 18; cfr también Jn 1, 21.45; Jn 6, 14; Jn 7, 40). Entre los testimonios de la tradición judía que, en tiempos de Jesús, daban a este pasaje un valor fuertemente mesiánico destaca el de los Manuscritos de Qumrán (cfr 1 QS 9) que añaden a este pasaje el de Dt 5, 28-29 y los referentes a la Estrella de Jacob (Nm 24, 17) y al Cetro de Israel (Gn 49, 10); finalmente ponen en relación Dt 18, 9-22 con Dt 33, 8-11, mediante la alusión al Mesías sacerdotal.
El sentido colectivo que puede tener el anuncio de Moisés -en cuanto referido a los sucesivos profetas que Dios irá suscitando en Israel- es perfectamente compatible con su cumplimiento en grado eminente en Jesucristo, culmen de todos los profetas (cfr Hb 1, 1-4).
Dt 18, 13 En el Sermón de la Montaña nuestro Señor evoca las palabras de este versículo -muy semejantes también a Lv 19, 2-, al resumir la primera parte de su Discurso: Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).
Dt 19, 1-21. Una vez señaladas las normas dirigidas a asegurar la vida religiosa y la organización teocrática de Israel, comienza a partir de este capítulo -y hasta el final del segundo discurso (Dt 26, 19)- un conjunto de leyes y ordenanzas variadas, dirigidas a defender derechos del individuo, de la familia y de la sociedad.
En este capítulo se legisla sobre las ciudades de refugio -de las que se habla ampliamente en Nm 35, 9-34 (cfr la nota correspondiente; ver también Ex 21, 12-14 y Dt 4, 41-43)- y sobre los límites de las propiedades y la validez de los testigos. A propósito de este tema, el v. 15 será recordado en el Nuevo Testamento (cfr, p.ej., Jn 8, 17-18; 1Tm 5, 19). En el trasfondo de esta legislación está no sólo la concepción del valor sagrado de la vida, sino también de la tierra. La sangre inocente derramada clama al cielo, pero también el cambio fraudulento de los mojones y lindes es un atentado contra la distribución de la tierra, hecha por el mismo Dios.
La ley del talión (v. 21) -expuesta también en varios lugares del Pentateuco (cfr Ex 21, 23-25; Lv 24, 17-23)- aparece en otras legislaciones orientales antiguas; así, el Código de Hammurabi (hacia el 1.700 a.C.) la conoce, aunque no la formula estrictamente, y se basa en ella para tipificar una casuística dura (cfr, p.ej., arts. 196, 197, 200). Aunque resulte extraño para nuestra mentalidad, la ley del talión suponía un gran avance jurídico y moral. Estaba destinada a atemperar el afán de venganza -que afligía a las antiguas tribus del desierto, con matanzas interminables (cfr, p.ej., Gn 4, 23)-, estableciendo cuál debía ser la medida del castigo: en este pasaje del Deuteronomio, en concreto, se refiere a las sentencias judiciales. En el Nuevo Testamento, el Señor establecerá otras medidas en las relaciones entre los hombres, al enseñar la importancia del perdón y la caridad que deben impregnar siempre la justicia (cfr Mt 5, 38-42). La ley del perdón promulgada por Cristo es un reflejo de la actitud de Dios hacia el hombre, que éste debe extender a sus semejantes; constituye parte fundamental de la oración del Padrenuestro.
Dt 20, 1-20. Este grupo de leyes relativas a la guerra son propias del Deuteronomio, reflejo de los sentimientos humanitarios que empapan el libro. Aun cuando algunas de sus indicaciones -vv. 10-18- puedan parecernos duras y brutales, ha de tenerse en cuenta el indudable avance que suponen, atendiendo a las costumbres de guerra de aquella época y a las crueles prácticas de algunos pueblos vecinos, recriminadas por los profetas (cfr, p.ej., Am 1, 13; 2R 8, 12).
El diferente trato para los cananeos y otros pueblos que habitaban el país, en relación con las demás naciones, se debe al peligro que suponían para la fidelidad de los israelitas a Yahwéh (cfr nota a Dt 2, 24-37).
Sobre el matrimonio israelita (v. 7) y sus dos fases (los esponsales y la conducción de la mujer a la casa del esposo), cfr nota a Mt 1, 18.
Dt 21, 1-23. El núcleo principal del capítulo lo componen algunas leyes relativas a la familia (vv. 10-21); en capítulos sucesivos irán apareciendo otras. La primera de todas (vv. 10-14) -que quizá conectaría mejor adelantándola al cap. 20, en relación con las leyes de guerra- se refiere al matrimonio con una cautiva de guerra: es de suponer que no será cananea, ya que casarse con ellas ha sido antes rigurosamente prohibido (cfr Dt 7, 1-6). Los ritos señalados en los vv. 12-13 parecen referirse al abandono de su nación de origen y la incorporación a Israel. Una vez más se pone de manifiesto el carácter humanitario del Deuteronomio, previniendo los posibles abusos de los vencedores (cfr v. 14).
La purificación prescrita para un muerto de asesino desconocido (vv. 1-9) se explica teniendo presente que la sangre derramada clama venganza (cfr Gn 4, 10): no pudiendo expiar con la sangre del criminal, se sustituye por la de la ternera, para que Israel quede purificado del crimen ante Dios. También en esta ley se proyecta la concepción de que tanto el pueblo elegido como su tierra no deben perder el carácter sagrado que deriva de su especial pertenencia a Dios. De ahí la necesidad de purificación en cualquier caso en que se haya producido un pecado grave.
La ley que prohibía que el cadáver del ajusticiado pasase la noche colgado del madero (vv. 22-23) es, probablemente, tenida en cuenta por los judíos cuando piden a Pilato que quiebren las piernas de Jesús en la Cruz, para acelerar su muerte y poderlo enterrar antes del anochecer (Jn 19, 31); de no ser así, posiblemente pensaban que quedaría en impureza legal la ciudad, lo que impediría la celebración de la Pascua. San Pablo acomodará este pasaje al Señor colgado en la Cruz (cfr Ga 3, 13-14): cargando sobre sí, en lugar de los hombres, la maldición de la Ley consiguió para nosotros la salvación.
Dt 22, 1-12. En algunas de estas ordenanzas sobre temas diversos, los motivos son claramente humanitarios y de sentido común (vv. 1-4.6-8); en otras, sus causas resultan más difíciles de entender.
La prohibición del v. 5, además de motivos evidentes de modestia y de pudor, podría estar en relación con ciertos cultos paganos -o incluso la prostitución sagrada (cfr Dt 23, 18-19)- donde se realizaban esas prácticas. Para las mezclas prohibidas (vv. 9-11) se han dado variadas razones; quizá la idea de fondo está tomada de la concepción del primer capítulo del Génesis donde inmediatamente después del acto creador primordial, Dios establece el orden de las cosas mediante separaciones y distinciones: separa la luz de las tinieblas, la tierra de los mares, etc. De ahí que la idea de mezcla implique muchas veces destruir el orden creacional, confundir. Otros autores hablan de su posible relación con cultos o supersticiones paganas; o podría tratarse, según otros, de un modo figurado de mostrar la aversión que los israelitas debían tener a los matrimonios con mujeres extranjeras (cfr Dt 7, 1-6). Los flecos del manto (v. 12) servían como recordatorio de la fidelidad debida a los mandamientos de Yahwéh (cfr Nm 15, 37-41).
Dt 22, 13-Dt 23, 1. Se condenan severamente algunos delitos contra el matrimonio. En el primero (vv. 13-21) llama la atención la diferencia entre la sanción para la mujer -lapidación- y para el hombre: un castigo -posiblemente, treinta y nueve azotes (cfr Dt 25, 3)- y una multa; de acuerdo con lo dicho sobre los falsos testigos (cfr Dt 19, 18-19) debería esperarse la lapidación para el marido embustero. Quizá pueda explicarse por la diferente situación en que, en aquella sociedad, se encontraban el marido -jefe del clan familiar, en ocasiones con varias mujeres- y la esposa, en condiciones de clara inferioridad. Estas leyes protectoras de las mujeres agraviadas (cfr también vv. 28-29) significan un avance en la defensa de los derechos de la mujer en aquellas civilizaciones antiguas. El Nuevo Testamento restaurará el orden natural y originario: Ya ho hay diferencia (…) entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús (Ga 3, 28).
La mujer desposada (v. 23), sin estar aún viviendo con el marido (esto es, sin haberse realizado todavía la conducción, nissuim, a la casa del esposo), tenía ya las mismas obligaciones de fidelidad que la esposa. De ahí que su pecado sea considerado un adulterio, y lleve consigo la lapidación (vv. 23-24).
En todas estas prescripciones queda resaltado el valor de que gozaba la virginidad de la mujer en el antiguo Israel.
Dt 23, 2-15. Asamblea del Señor. Véase nota a 9, 10.
La exclusión de los eunucos del pueblo elegido (v. 2) obedecería, según algunos autores, a su incompatibilidad con el orden natural querido por Dios y a su ineptitud para contribuir al crecimiento de Israel; para otros sería un modo de manifestar el rechazo a ciertas prácticas paganas: en algunos cultos se practicaban estas mutilaciones, y también en las cortes orientales en relación con los harenes -prácticas que imitarán algunos reyes de Israel (cfr, p.ej., 1R 22, 9; 2R 8, 6)-. El profeta Isaías revocará esta exclusión, hablando de la universalidad del Reino mesiánico (Is 56, 3-5).
Aunque ninguno de esos pueblos (vv. 4-9) había ayudado a Israel durante el éxodo (cfr Dt 2, 1-19 y notas correspondientes), sin embargo, los idumeos eran descendientes de Esaú, hermano de Jacob; y los egipcios acogieron a los israelitas hambrientos en los últimos años de Jacob.
Se recuerda una vez más la especial presencia de Yahwéh en medio de su pueblo (v. 15) y se señalan algunos hechos que, sin ser pecado, resultan inapropiados para la pulcritud y el respeto que exige esa presencia (vv. 10-14). También Cristo, explicaba San Cirilo de Alejandría, habita y anda en nosotros, y cuando ve alguna cosa deshonesta e indecorosa se aparta de allí. (…) Pero si nos encuentra limpios y lavados, y libres de sucios afectos, entonces inhabitará prontamente, y nos librará de la mano de los enemigos (Glaphyra in Deuteronomium Dt 23, 2-15).
Dt 23, 5-7. Más en concreto fue el rey de Moab quien contrató a Balaam. cfr Nm 22, 2-24, 25.
Dt 23, 18-19. La prostitución sagrada o hierodulía era una institución surgida alrededor de algunos lugares de culto del antiguo Oriente, mediante la cual se pretendía alcanzar del dios respectivo diversas bendiciones y fecundidad; las ganancias, todo o parte, se entregaban para el culto de la divinidad. Tal aberración no es exclusiva de algunos pueblos del antiguo Oriente: también, p.ej., se daba en Corinto -y durante el siglo I d.C.- en relación con el culto de Afrodita.
La repulsa de la Escritura a tales prácticas se basa en que es de Yahwéh de quien dependen la vida y la muerte, la fecundidad y la esterilidad, tanto de las personas como del resto de la naturaleza. El calificativo de perro con que se designa al hieródulo pone de manifiesto el profundo horror que inspira al autor sagrado.
A pesar de esta legislación, tales extravíos se introdujeron en ocasiones en Israel, e incluso en Jerusalén (cfr, p.ej., 1R 14, 24; 2R 23, 7). Quizá influyeran los cultos cananeos agrícolas de la fecundidad: de los cananeos aprendieron los israelitas unas técnicas agrícolas muy superiores a las suyas -pueblo ancestralmente de pastores-; pero para los israelitas no siempre fue fácil distinguir entre las técnicas agrícolas y los ritos religiosos de esos pueblos.
Dt 23, 26 En el Evangelio veremos a los Apóstoles hacer uso de la posibilidad de comer espigas de la mies ajena para saciar el hambre (cfr Mt 12, 1).
Dt 24, 1-4. Otra traducción posible de los dos primeros versículos es: Si un hombre toma mujer y se casa con ella, pero luego la mujer no encuentra gracia a sus ojos por haber hallado en ella cosa alguna oprobiosa, le escribirá el libelo de repudio, lo entregará en su mano y la despedirá de su casa. Si al salir de allí, se marcha y viene a pertenecer a otro hombre…, Como puede apreciarse, las diferencias entre ambas traducciones consiste sólo en el tiempo verbal; presente o futuro (le escribe / le escribirá; se lo entrega / se lo entregará) y a la puntuación que se dé al final del primer versículo.
La existencia del libelo de repudio era práctica muy antigua, conocida por algunos pueblos de Oriente, aunque con notables diferencias. Dado el carácter de caducidad de algunos preceptos de la Antigua Ley (cfr Introducción) no debe extrañar que se encuentren reflejadas costumbres moralmente imperfectas, sobre todo contempladas desde la enseñanza del Nuevo Testamento. Aunque este texto no prescribe el divorcio mediante el libelo de repudio, sino que sólo lo permite, tal permisión constituye una condescendencia con las costumbres y el contexto histórico en el que vivía Israel en aquella época. Sea cualquiera la traducción que se adopte de los dos primeros versículos, Dt 24, 1-4 constituye una restricción del uso del divorcio respecto de los pueblos circundantes. El libelo imponía al esposo el impedimento -no existente entre los árabes, p.ej.- de volver a tomar como esposa a la mujer repudiada; posiblemente esta medida, que protege a la mujer de ser considerada un mero objeto, ayudaría a limitar el repudio de la esposa. También constituía una molestia no pequeña, en aquella sociedad antigua, la redacción de un escrito público como era el libelo de repudio. A pesar de todo, sigue quedando patente la situación de clara inferioridad de la mujer respecto del varón, que es el único que puede repudiar; posteriormente, parece que también la esposa podía tomar la iniciativa en el divorcio (cfr Mc 10, 12).
El Señor indica que Moisés permitió el repudio por la dureza de vuestro corazón, y restablece en el matrimonio la indisolubilidad original: ¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre (Mt 19, 4-6). Sobre la indisolubilidad del matrimonio, cfr Mt 19, 1-9; Mc 10, 1-12; y notas correspondientes.
De todos modos, ya en el Antiguo Testamento aparece una corriente adversa a la disolución del matrimonio. El pasaje de Ml 2, 13-16 constituye el texto más claro y enérgico del Antiguo Testamento en la condena del divorcio, basándose en que el matrimonio tiene carácter religioso: es una realidad que se asemeja a la Alianza de Yahwéh con Israel; y, sobre todo, Dios había querido la estabilidad del matrimonio, según se declara en Gn 2, 24 -y serán una sola carne-. He aquí el texto de Malaquías: Y esta otra cosa hacéis también vosotros: cubrir de lágrimas el altar de Yahwéh. (…) ¿Por qué? -Porque Yahwéh es testigo entre ti y la esposa de tu juventud, a la que traicionaste, siendo como era tu compañera y la mujer ligada a ti por una alianza. ¿No hizo Él un solo ser dotado de carne y espíritu? Y este único ser, ¿qué busca si no es una prole de parte de Dios? Guardad, pues, vuestro espíritu; no traicionéis a la esposa de vuestra juventud. Porque yo odio el repudio, dice Yahwéh, Dios de Israel. (…) Guardad, pues, vuestro espíritu y no actuéis con perfidia.
Dt 24, 5-Dt 25, 4. Son normas que manifiestan, una vez más, el carácter humanitario y compasivo de la legislación deuteronomista. La insistencia en el cuidado del extranjero, del huérfano y la viuda (vv. 17-21) refuerzan esta impresión, que alcanza incluso a la atención a los animales domésticos (Dt 25, 4). Con esa ordenanza sobre los bueyes -comenta San Juan Crisóstomo- Dios se proponía un fin mucho más grande y elevado; Él quería, a través de ella, acostumbrar a los judíos, nación ruda, a tener sentimientos más humanos hacia sus semejantes (Homiliae in I Corinthios 21, 3). San Pablo recordará en dos ocasiones la prescripción final de este apartado -no pondrás bozal al buey que trilla (Dt 25, 4)-, aplicándolo al deber que tienen los fieles de contribuir al sostenimiento de los ministros sagrados (1Co 9, 9; cfr 1Tm 5, 18).
El molino con dos piedras (v. 6) -manejado por la mujer (cfr Mt 24, 41)- era un medio de trabajo necesario para la vida de la familia; la muela superior era más pequeña, y la que podía llevarse más fácilmente como prenda, inutilizándolo para trabajar. El silencio del molino era un signo de muerte y desolación (cfr Jr 25, 10; Ap 18, 22).
Dios castigó a María, hermana de Moisés, con la lepra y apartamiento temporal del campamento, por haber murmurado contra Moisés. cfr Nm 12, 1-15.
La explotación de los jornaleros, con el consiguiente fraude en el salario (vv. 14-15), es uno de los pecados que claman al cielo reclamando un castigo ejemplar. Lo mismo afirma la Escritura acerca del homicidio (Gn 4, 10), la sodomía (Gn 18, 20-21), y la opresión de viudas y huérfanos (Ex 22, 21-23).
La prohibición de castigar en un miembro de la familia las culpas de otro (v. 16) podría parecer en contradicción con lo indicado en Dt 5, 9-10: además de ver la nota correspondiente, conviene tener en cuenta que aquí se habla de la justicia humana; allí se está hablando de la divina. Los profetas -en particular Ezequiel (cap. 18)- insistirán en la responsabilidad personal ante Dios, con la consiguiente retribución, también personal.
Con respecto al castigo de los azotes (Dt 25, 1-3), la tradición rabínica posterior determinó que el número máximo fueran treinta y nueve, para evitar que por descuido se sobrepasaran los cuarenta: Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno, atestigua San Pablo (2Co 11, 24).
Dt 25, 5-19. La ley del levirato -del latín levir, cuñado- se practicaba entre los judíos desde la época patriarcal (cfr Gn 38) con el objeto de evitar la extinción de alguna de las ramas de la familia, hecho tenido como una gran desgracia (vv. 5-10). De acuerdo con esa ley, el primer hijo del nuevo matrimonio era considerado jurídicamente hijo del difunto. Costumbres análogas existían en otros pueblos orientales, como los asirios e hititas. El gesto de entregar la sandalia indicaba la renuncia de un derecho sobre una propiedad (cfr Rt 4, 7): el modo en que se realiza aquí (v. 9) supone una gran humillación para el cuñado.
La pregunta capciosa que los saduceos plantean al Señor en relación con esta ley -el caso hipotético de una mujer que se casó sucesivamente con siete hermanos (Mt 22, 23-33)- indica que seguía en vigor en esos tiempos, aunque no tenemos documentación que acredite hasta qué punto se cumplía de hecho.
La especial dureza con que deben ser tratados los amalecitas (vv. 17-19) se explica por su perverso comportamiento con los israelitas durante el éxodo (Ex 17, 8-16); las costumbres del desierto exigían ayudar a los necesitados con la hospitalidad proverbial entre aquellos pueblos.
Dt 25, 14-15. Sobre el efah cfr notas a Lv 5, 7-13 y Ex 29, 38-46.
Dt 26, 1-11. El Código Deuteronómico, que se había iniciado con la ley del Santuario único (cfr cap. 12), recoge en su parte final las oraciones que con motivo de la ofrenda de las primicias debían recitarse en dicho Santuario.
El ofrecimiento de las primicias de la tierra era un modo adecuado de manifestar el agradecimiento de Israel por las hazañas de Dios -magnalia Dei-, por los prodigios con que los había librado de la esclavitud de Egipto y establecido en la tierra prometida.
La oración que se recita en esos momentos (vv. 5-9) constituye una especie de Credo histórico–teológico del israelita, de singular importancia, que encierra los rasgos fundamentales de la fe del Antiguo Testamento. Es un resumen de la historia de Israel, centrado en la liberación de Egipto y en su establecimiento en la tierra prometida. Ambas acciones salvíficas constituyen un paradigma: son los quicios sobre los que gira este credo expresados en los vv. 8 y 9. Otros pasajes del Antiguo Testamento con semejantes profesiones de fe se encuentran en Dt 6, 20-23; Jos 24, 1-13; Ne 9, 4ss.; Jr 32, 16-25 y Sal 136.
Jacob es presentado como personaje clave de los orígenes del pueblo de Israel; personifica la era patriarcal. Al señalarle, no por su nombre, sino como un arameo errante (v. 5), se estaría poniendo de relieve el contraste entre la miserable situación anterior y el asentamiento en la tierra prometida. Jacob podía ser llamado arameo porque los orígenes de Abrahán pueden ser conectados con las inmigraciones de tribus arameas. En relación con ese origen hay que considerar los largos años de Jacob pasados en Arán-Naharaim, al noroeste de Mesopotamia, y sus mujeres arameas (Gn 29-30). La oración de la ofrenda de las primicias resalta el contraste entre la pobreza del arameo sin patria y sin tierra y la prosperidad del agricultor–ganadero rico, con una buena tierra dada por Dios, así como el disfrute de la libertad.
Dt 26, 12-15. Precisamente, después de confesar los beneficios recibidos de Dios (Dt 26, 5-10), es la hora de imitar la liberalidad de Dios y, por tanto, de hacer partícipes de los bienes a los más necesitados: el levita (que no ha recibido una tierra), el extranjero (que trabaja para el israelita), el huérfano y la viuda. En otras palabras, la vida en la tierra prometida debe ser una vida feliz para todos, aun para las personas menos acomodadas: es un ideal terrestre que prefigura la realidad escatológica, futura, de la patria celestial.
De los diezmos se ha hablado anteriormente (Dt 14, 22-29). La primera parte del v. 14 se presta a traducciones e interpretaciones diversas: generalmente se considera que el luto generaba impureza, al presuponer contacto con algún cadáver (cfr Lv 22, 4; Nm 19, 4); quizá se está aludiendo a los banquetes fúnebres celebrados con ocasión de un duelo. Nada he ofrecido al muerto podría hacer referencia a ritos egipcios que ofrecían alimentos a los difuntos en sus tumbas, considerando que los necesitaban; o más bien a las supersticiones de los cananeos, que conmemoraban anualmente la muerte del dios (Baal) de la fertilidad.
Dt 26, 16-19. Concluye la parte fundamental del segundo discurso de Moisés (caps. 5-26) con una nueva y solemne proclamación de la Alianza entre el Señor y su pueblo, mediante la cual se han establecido las bases de la singular relación mutua. Israel es el pueblo–propiedad de Dios, elegido por Él entre todas las naciones. Y el Señor es, a su vez, el Dios y Señor de Israel, a quien se ha comprometido solemnemente proteger.
Los vv. 17 y 18 comienzan con unas frases ya acuñadas en los contratos y alianzas: un contrayente hace al otro declarar o testimoniar algo. El pasaje adquiere así una belleza y fuerza extraordinarias: Israel, mediante la fórmula de la Alianza, hace que el Señor se comprometa a ser su Dios y protector, mientras el Señor hace testimoniar a Israel que será fiel a sus mandamientos. La fórmula de la Alianza es cantada en otros pasajes del Antiguo Testamento. Así, en imágenes amorosas, Os 2, 25 expresa el diálogo de Dios e Israel: Tú eres mi pueblo. -Tú eres mi Dios.
Dios, al tratar al hombre de este modo, se muestra a la vez cercano y transcendente. El compromiso de la Alianza mutua de Dios y el hombre no deberá ser considerado como una simple acción pasada y puntual, sino con vigencia siempre actual, siempre renovada: cada día es para el hombre -y máxime para el cristiano- una renovación de la Alianza, un nuevo comienzo (cfr Is 43, 19). ¡Comprometido!, escribe San Josemaría Escrivá, ¡Cómo me gusta esta palabra! -Los hijos de Dios nos obligamos -libremente- a vivir dedicados al Señor, con el empeño de que Él domine, de modo soberano y completo, en nuestras vidas (Forja, 855).
En cuanto a la estructura actual del Deuteronomio, los vv. 16-19, al mismo tiempo que recapitulan el segundo discurso de Moisés, preparan el cap. Dt 28, 7-68 final de ese discurso, constituido por las Bendiciones y Maldiciones que quieren exhortar a la fidelidad de Israel a la Alianza contraída con el Señor.
Dt 27, 1-26. Este capítulo parece estar integrado por unos complementos, entre los caps. 26 y 28. Pueden distinguirse tres tradiciones diversas: la primera (vv. 1-8) y la tercera (vv. 11-26) regulan actos de culto que parece que hay que relacionar con el santuario de Siquem, donde se renovó quizá varias veces la Alianza (cfr Jos 24, 25-28). La segunda parte (vv. 9-10) podría estar conectada con el final del cap. 26. Muy complicado parece, pues, el proceso de composición literaria hasta llegar al texto conservado. En cualquier caso, en este capítulo se explicita la sucinta indicación de Dt 11, 29-30, sobre la ceremonia de bendición y maldición. El libro de Josué da cuenta de su cumplimiento (cfr Jos 8, 30-35). Estas impresionantes celebraciones suponen la aceptación solemne por parte del pueblo de Israel de la Alianza de Yahwéh.
Sobre el desarrollo de la ceremonia, Eusebio de Cesarea y San Jerónimo, buenos conocedores de la topografía de la región, ya comentaron que las cimas del Ebal y del Garizim están demasiado distantes como para poder oírse los dos grupos entre sí. Algunos autores solucionan esta dificultad sugiriendo que se distribuirían por las laderas de su monte respectivo: serían como dos anfiteatros orientados hacia el estrecho valle que los separa, donde estarían el Arca y los levitas, encargados de formular las bendiciones y las maldiciones.
No se indica el criterio de la distribución de las tribus en los montes (vv. 12-13). Puede señalarse que en el Ebal -situado más al norte- predominan las tribus que ocuparán la parte septentrional de Palestina; en el Garizim, las de la zona sur. También puede advertirse que en el monte de las bendiciones se colocan los hijos de las dos esposas legítimas de Jacob -Lía y Raquel-; en el otro están los cuatro hijos de sus esclavas, más Rubén -quizá por su mal comportamiento (cfr Gn 35, 21-22; Gn 49, 4)- y Zabulón, el último de los hijos de Lía.
En el capítulo se recoge únicamente el texto de las maldiciones (vv. 15-26). Las bendiciones son expresadas a continuación, en Dt 28, 1-14.
Dt 27, 1-10. El escribir sobre piedras revocadas con cal era una costumbre difundida en los pueblos de la antigüedad.
Dt 27, 14-26. Las doce maldiciones castigan la transgresión de diversos preceptos de la Ley. No está claro cuál es el criterio seguido por el autor sagrado en esta selección que no obedece a la condena de los pecados que podríamos considerar más graves. Hay pecados contra Dios (v. 15), los padres (v. 16), la justicia y la caridad (vv. 17-19), y de lujuria y homicidio (vv. 20-25).
El v. 26 es citado por San Pablo en Ga 3, 10 para ilustrar su enseñanza referente a que la justificación por las obras de la Ley mosaica pertenecía a una disposición divina para el tiempo anterior a la Redención operada por Cristo.
Dt 28, 1-69. Este capítulo enlaza con el final del cap. 26 (y Dt 27, 9-10): las Bendiciones y Maldiciones siguen un modelo que se encuentra en otros escritos del antiguo Oriente, para dar fuerza y solemnidad a los pactos o alianzas; pero en el Deuteronomio adquieren valores morales especiales, coherentes con exhortaciones de los profetas de Israel.
El autor sagrado enseña que la Alianza viene sancionada mediante bendiciones y maldiciones, de acuerdo con la fidelidad o infidelidad de Israel a sus preceptos. Hay pasajes similares en otros lugares del Pentateuco: en el libro del Éxodo, distintas promesas de bendiciones ratifican el Código de la Alianza (Dt 23, 20-23); en el Levítico, bendiciones y maldiciones concluyen la Ley de Santidad (cap. 26).
Resulta llamativa la desproporción entre las maldiciones (vv. 15-68) y las bendiciones (sólo vv. 1-14).
El contenido de los premios y los castigos hace referencia únicamente a bienes temporales. Es una manifestación más de la pedagogía divina, y de su condescendencia con la mentalidad y la cultura de aquellos hombres; la prosperidad y el poder por un lado, y la miseria y la esclavitud por otro, eran para ellos índices significativos de su fidelidad o infidelidad a la Alianza con el Señor. Con el desarrollo progresivo de la Revelación, Dios irá haciendo ver al pueblo elegido la existencia de una retribución en la otra vida (cfr nota a Dt 4, 32-40). Con Jesucristo llegará a su plenitud esta doctrina, y las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12) supondrán un cambio total de perspectiva: la prosperidad o la miseria terrenas dejarán de ser índices de la bendición o del castigo de Dios.
Dt 28, 1-14. El conjunto de bendiciones contiene promesas de gran prosperidad: descendencia del pueblo, fertilidad de la tierra, fecundidad de los ganados y predominio sobre los demás pueblos. Tendrán éxito en todas sus empresas. Esta intención de abarcar la vida entera es lo que incluye las expresiones cuando entres… cuando salgas (v. 6), la ciudad y el campo (v. 3), la descendencia humana y el fruto del ganado, de la tierra y del rebaño (v. 4), la talega y la artesa (v. 5), etc. Todo ello será consecuencia de la obediencia a los preceptos de la Alianza y de la fidelidad al Señor.
Aun cuando las promesas sean de bienes temporales, la felicidad de Israel no está en función únicamente de ese bienestar material: debe ir acompañada de la especial presencia del Señor en medio del pueblo (cfr Lv 26, 11-12).
Dt 28, 15-68. Esta amplísima relación de maldiciones advierte de los tremendos castigos que esperan al pueblo de Israel, si es infiel a la Alianza. Tras comenzar en paralelismo con las bendiciones (cfr vv. 16-19 comparados con 3-6), siguen después un orden diverso; los temas vienen a ser los mismos que en las bendiciones, aunque ampliados y desarrollados: castigos para sus cultivos, para sus ganados; y para los propios israelitas, que sufrirán todo tipo de enfermedades, verán reducido su número y quedarán a merced de sus enemigos, siendo sus ciudades destruidas y ellos mismos llevados al destierro. A lo largo de la historia de Israel, en repetidas ocasiones se producen las circunstancias referidas en estas maldiciones: culminan en la destrucción de Jerusalén el año 70 d.C. y la consiguiente dispersión del pueblo judío.
En el modo de formulación de estas maldiciones, pueden notarse dos partes claramente diferenciadas: vv. 15-46 y vv. 47-68.
Dt 28, 45-68. El cambio de estilo literario, las referencias a la invasión por parte de una nación extranjera, y las semejanzas con los profetas de los siglos VIII y VII (cfr, p.ej., caps Os 8-9), han inclinado a considerar estos versículos como un añadido de algún escritor posterior. La descripción del pueblo invasor puede aplicarse tanto a los asirios -conquistadores del Reino del Norte o de Samaría (721 a.C.)- como a los babilonios -que conquistan el Reino de Judá y destruyen Jerusalén (587 a.C.)-; en ambos casos, buena parte de los israelitas supervivientes fueron llevados al exilio.
El contraste entre la alegría de servir a Dios y la desgracia de servir a sus enemigos (vv. 47-48) sigue siendo una experiencia universal. Cuando se rechaza el yugo suave y ligero del Señor (cfr Mt 11, 28-30), se acaba bajo el yugo de hierro de las propias miserias. Esclavitud por esclavitud, explicaba San Josemaría Escrivá -si, de todos modos, hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, ésa es la condición humana-, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos (Amigos de Dios, 35).
El espeluznante cuadro de la situación de los asediados (vv. 53-57) se cumple en la historia de Israel durante el sitio de Samaría (2R 6, 26-29). En el libro de las Lamentaciones se describen situaciones similares en Jerusalén (cfr, p.ej., Lm 2, 20; Lm 4, 1-10).
El retorno forzado a Egipto (v. 68) supone el culmen de todas esas amenazas. La vuelta al país donde habían vivido en esclavitud supone la inutilidad de todos los sufrimientos del éxodo y de la conquista de la tierra prometida, en una palabra, la frustración; y en una situación peor todavía que la primera: antes al menos eran esclavos, lo cual podía asegurarles el sustento; ahora ni siquiera serán aceptados como esclavos, con lo que su miseria será total. Y, lo que es más importante, la vuelta a Egipto equivale a la derogación de todas las acciones salvíficas que el Señor ha llevado a cabo.
Puesto que el Antiguo Testamento es en su conjunto una figura y anticipo del Nuevo, se debe tener presente que sus vaticinios son también aplicables de alguna manera al pueblo surgido de la Nueva Alianza en Jesucristo. Es más, los cristianos, que hemos sido favorecidos con infinitas muestras de amor y de perdón divinos, también hemos de pensar en las consecuencias de nuestras infidelidades al amor de Dios.
Dt 28, 69 Se duda si este versículo es la conclusión de todo el discurso anterior, o el exordio del tercer discurso atribuido a Moisés. El texto hebreo masorético, seguido por la Neovulgata, parece inclinarse por la primera interpretación, mientras que la Vulgata (en la edición sixto–clementina) y diversos comentaristas se inclinan por la segunda. El texto por sí mismo no permite decidir de manera definitiva.
Dt 28, 69-Dt 30, 20. Incluyendo Dt 28, 69 como exordio, el Tercer Discurso de Moisés abarca los caps. 29 y 30; ha sido llamado La Alianza de Moab. Únicamente el Deuteronomio habla de esta Alianza en Moab, que viene a reiterar y completar la Alianza en el Horeb (Sinaí). Es posible que el autor sagrado que dio el último toque redaccional al escrito, se diera cuenta de la reiteración que suponía y añadiera las últimas palabras de Dt 28, 69 (además de la Alianza que había sellado con ellos en Horeb). Tanto el contenido de este tercer discurso como su exordio parecen reforzar el Código Deuteronómico (Dt 12, 1-Dt 26, 15).
El tercer discurso contiene los elementos formales esenciales de todo documento oriental de alianza o pacto: después de una introducción histórica (Dt 29, 1-8), presenta lo que puede ser llamado protocolo de la alianza (Dt 29, 9-14); luego, un pasaje exhortativo sobre la obligación de cumplir lo pactado (Dt 29, 15-20); bendiciones y maldiciones que solían acompañar a tales documentos (Dt 30, 15-20). Entre los dos últimos elementos hay un pasaje (Dt 29, 21-Dt 30, 10), donde se reúnen algunas piezas pequeñas de diversa índole, que vienen a prolongar la sección exhortativa que le precede; parece posterior al grueso del tercer discurso.
La figura de Moisés queda muy resaltada en estos dos capítulos: el texto sagrado subraya la misión extremadamente importante de Moisés como mediador de la Alianza entre el Señor y su pueblo.
Dt 29, 1-8. Recuerda nuevamente la especialísima protección que el Señor ha dispensado al pueblo durante el éxodo: sin embargo, ellos no han sido capaces de entender esas intervenciones salvadoras de Dios y de serle fieles (v. 3). La dureza de corazón de los israelitas no puede achacarse a Dios -aunque en el modo de expresarse del Antiguo Testamento se le atribuya a Él-; ellos son completamente libres para elegir entre el bien y el mal (cfr Dt 30, 15-20), y su cerrazón es consecuencia de sus malas disposiciones. San Agustín comenta a este propósito que Moisés no les echaría en cara su dureza de corazón si estuvieran exentos de culpa (cfr Quaestionum in Heptateuchum Dt 5, 50).
El v. 3, junto con Is 29, 10, es citado por San Pablo en Rm 11, 8. El Apóstol interpreta como proféticos ambos textos del Antiguo Testamento y los aduce como apoyo de su reproche al endurecimiento de buena parte de Israel ante la venida del Mesías.
Dt 29, 9-20. La Alianza entre el Señor e Israel -para constituirte en pueblo suyo y Él ser tu Dios (v. 12)- se establece no sólo con la generación presente, sino también con las futuras (vv. 13-14), con todo el pueblo, desde los notables de las tribus hasta los estratos más humildes de la sociedad, como los leñadores y aguadores, oficios generalmente desempeñados por extranjeros al servicio de los israelitas (cfr Jos 9, 27).
Se insiste de nuevo en la necesidad de evitar la idolatría (vv. 15-20), y apercibe a quien -desoyendo esa advertencia- pensara evitar el castigo. La expresión proverbial: Aunque la riada se lleve el regadío y el secano (v. 18), de traducción dudosa, indica la extensión del castigo y, tal vez, la repercusión social del pecado.
Pacto solemne (vv. 11.13.18) que también podría traducirse por juramento. Las alianzas solían ir acompañadas de unos juramentos, mediante los cuales los contrayentes reclamaban maldiciones diversas para quien no cumpliera lo pactado (cfr Dt 27, 14-26; Dt 28, 15-68).
Dt 29, 21-28. Admá y Seboim (v. 22) eran dos ciudades situadas en la parte sur del Mar Muerto, próximas a Sodoma y Gomorra (cfr Gn 14, 2), y que debieron de haber sido destruidas con ellas (Gn 19, 24-25). El profeta Oseas también recuerda su castigo (Os 11, 8).
Dt 30, 1-10. Se pone de manifiesto la fidelidad de Dios a su palabra: aun cuando las transgresiones de la Alianza por parte de Israel lleguen a provocar el castigo extremo del destierro, si se arrepienten, el Señor les perdonará y les hará tornar de nuevo. Es más, volverá a gozarse con ellos, como con sus antepasados (v. 9); el pasaje recuerda el perdón y la alegría del padre de la parábola ante la conversión del hijo pródigo (cfr Lc 15, 20-24). El autor sagrado juega con el término volver, para relacionar la conversión (vuelta del pecado) con la repatriación (vuelta del destierro, del castigo).
En el Antiguo Testamento la misericordia amorosa divina, jésed, está muy relacionada con la fidelidad, émet. A su vez, la misericordia del Señor se pone en conexión con la Alianza -que es un don y una gracia para Israel-, y lleva consigo, en cierto modo, unas obligaciones legales. Este compromiso jurídico por parte de Dios, enseña Juan Pablo II, dejaba de obligar cuando Israel infringía la alianza y no respetaba sus condiciones. Pero precisamente entonces jésed (misericordia), dejando de ser obligación jurídica, descubría su aspecto más profundo: se manifestaba lo que era al principio, es decir, como amor que da, amor más fuerte que la traición, gracia más fuerte que el pecado (Dives in Misericordia, 28, nota 52). La piedad cristiana invoca con frecuencia a Dios de quien es propio tener misericordia siempre y perdonar.
Los confines de los cielos (v. 4). La expresión indica la concepción del universo de aquella época, según la cual, la bóveda de los cielos descansaba en sus extremos sobre la tierra.
Dt 30, 6-10. La Ley mosaica indicaba el camino moral que se debe seguir. Era una enseñanza clara y estimulante. Pero, por sí misma, no proporcionaba al hombre la fuerza para cumplirla, fuerza que sólo da la gracia de Jesucristo. En la Carta a los Romanos (Dt 8, 2-4) el apóstol Pablo, señala Juan Pablo II, nos introduce a considerar, en la perspectiva de la historia de la salvación que se cumple en Cristo, la relación entre la Ley (antigua) y la gracia (Ley nueva). Él reconoce la función pedagógica de la Ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la “vida en el Espíritu”. Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos hechos justos (cfr Rm 3, 28): la “justicia” que la Ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo San Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: “Por esto, la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la Ley” (S. Agustín, De spiritu et littera 19, 34) (Veritatis Splendor, 23).
Dt 30, 11-14. El sentido inmediato del texto es la situación privilegiada de Israel por tener la Ley. El autor sagrado lo expresa de manera bellísima y admirable, a través de dos hermosas metáforas, compuestas con un cierto ritmo poético. También en la Epístola a los Romanos (Dt 10, 6-8), San Pablo utiliza este pasaje aplicándolo no ya al conocimiento de la Ley, sino al conocimiento de la palabra de la fe que predican los Apóstoles: ésta es ahora -como antes la Ley- la que pone de manifiesto los preceptos y los mandamientos de Dios, y -también como la Ley- debe estar constantemente en la boca y el corazón. Teodoreto de Ciro -comentando el texto griego de los LXX, que añade en el v. 14 y en tus manos- dice: Se significa por la boca la meditación de las palabras divinas; por el corazón, a su vez, la prontitud del ánimo; por las manos la ejecución de los mandamientos (Quaestiones in Octateuchum 38).
El pueblo cristiano, que posee la Nueva Ley y la Nueva Alianza, está en circunstancias aún mejores que el antiguo pueblo, puesto que ha recibido además la gracia de Cristo. Por esto, el Concilio de Trento enseña que Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas, y ayuda para que puedas (De iustificatione 11). En la Antigua Ley, aunque no se disponía de la gracia ganada por Cristo, la Providencia divina ayudaba a los israelitas a cumplir sus exigencias en previsión de esa gracia.
Dt 30, 15-20. El final del discurso dirige esta llamada solemne y patética a Israel, poniéndolo ante sus responsabilidades: es completamente libre para elegir entre el bien y el mal; pero de su fidelidad o infidelidad dependerán las bendiciones del Señor o sus castigos.
La exhortación conclusiva (vv. 19-20) resulta particularmente conmovedora: elige la vida, viviendo para el amor del Señor, Él es tu vida. En el Nuevo Testamento hay pasajes en los que resuenan las mismas ideas: Yo soy la Vida, dirá el Señor (Jn 14, 6); y San Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20); para mí, el vivir es Cristo (Flp 1, 21).
Es de advertir que al comienzo del v. 16 hemos seguido el texto más amplio de la versión griega de los LXX, como también hace la Neovulgata. En el texto hebreo no viene la frase si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios, que sin embargo subraya mejor el contraste con lo que se dirá en el v. 17.
Dt 31, 1-Dt 34, 12. Estos capítulos constituyen una conclusión que parece desbordar la perspectiva del Deuteronomio, para abarcar todo el Pentateuco. El redactor final ha aprovechado materiales, más o menos elaborados -según los casos- por tradiciones anteriores.
Predomina el género que puede llamarse histórico, incluyendo -como era costumbre no sólo en la historiografía oriental, sino también en la clásica- piezas poéticas, especialmente el Cántico de Moisés (Dt 32, 1-43) y la Bendición de Moisés (Dt 33, 2-29). Los trozos narrativos tratan de los últimos días de Moisés y de la elección y misión de Josué (Dt 31, 1-8.14-15), de la lectura ritual de la Ley (Dt 31, 9-13) y de la muerte del gran liberador (cap. 34).
Dt 31, 1-8. Josué será el sucesor de Moisés al frente del pueblo (cfr también vv. 14.23), y quien llevará a cabo la conquista de la tierra prometida.
Los ciento veinte años de Moisés aparecen divididos en tres partes de cuarenta -en Egipto (Hch 7, 23), en Madián (Ex 7, 7) y en el desierto-. Posiblemente, ese número indica una generación, pero no es fácil dar una respuesta segura acerca del valor que el hagiógrafo da a esas cifras. De cualquier manera, quedan suficientemente marcadas las tres etapas de la vida del gran legislador. En cada una Dios ha manifestado su poder y su elección, y en cada una Moisés ha sido dócil y eficaz.
Dt 31, 9-13. Se prescribe aquí una lectura periódica de la Ley en el año de la Remisión (cfr Dt 15, 1-18), en la que deben estar presentes todos los habitantes de Israel y no sólo los hombres, que eran quienes debían acudir normalmente a la fiesta de los Tabernáculos (cfr Dt 16, 16). Esta lectura debería facilitar el conocimiento y la familiaridad con los mandamientos del Señor (cfr Dt 30, 11-14). La indicación de que se reúnan en un mismo sitio se adapta mejor a tiempos antiguos, cuando Israel era todavía un pueblo muy pequeño; y, con todo, expresa la unidad del pueblo, de su fe y de su norma de conducta.
Haciendo una aplicación al Nuevo Testamento, el Papa Juan Pablo II ha escrito: Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cfr Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual -como afirma el Concilio Vaticano II- “la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree (…)”. Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y circunstancias. Esta “actualización” de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y una nueva comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe (Veritatis Splendor, 27).
Las referencias a la actividad escritora de Moisés aparecen también en el libro del Éxodo (cfr Ex 17, 14; Ex 34, 27).
Dt 31, 14-30. De nuevo se refiere el autor sagrado a las infidelidades del pueblo de Israel, que traen sobre él terribles castigos. El Cántico de Moisés sirve de testimonio contra los israelitas infieles (v. 19).
La abundancia de bienes materiales resulta con frecuencia un peligro para la santidad de las personas y de los pueblos (cfr Dt 8, 7-20). Así lo vaticina este pasaje (v. 20) y lo repite el profeta Oseas: Yo en el desierto te cuidé, en la tierra de la sequedad; Yo los apacenté y se saciaron, y, saciados, se engrió su corazón, y se olvidaron de Mí (Os 13, 6-7). De hecho, en la Historia Sagrada hubo quienes fueron justos y piadosos, hasta que al abundar en riquezas y poder se pervirtieron, como sucedió al rey Salomón (cfr 1R 10-11).
Por otra parte, la triste experiencia del pueblo elegido se repite continuamente en la historia de los hombres que, conociendo tantos dones de Dios (la Encarnación, la muerte de Jesús en la Cruz, los Sacramentos…), se apartan de Él y le son infieles. De ahí que el Catecismo Romano exhorte a pedir que no condescendamos con los apetitos desordenados, ni desmayemos en resistir a las tentaciones, ni nos desviemos de los caminos del Señor (Dt 31, 29); que guardemos igualdad y firmeza de ánimo, así en los sucesos adversos como en los prósperos, y que en ninguna situación nos deje Dios desamparados de su protección (Dt 4, 15, 15).
La apostasía de Israel es presentada con la imagen de la prostitución (v. 16), como en otros lugares del Pentateuco (cfr, p.ej., Ex 34, 15-16; Lv 20, 5), porque la Alianza entre el Señor y su pueblo es considerada como un matrimonio. Se trata de una figura que desarrolla ampliamente el profeta Oseas.
Dt 32, 1-52. El Cántico de Moisés constituye una sublime expresión de la Alianza en forma poética, extendiéndose en el comportamiento tan diverso de los dos protagonistas: de una parte, la fidelidad inquebrantable del Señor; de otra, la deslealtad de Israel. Comienza recordando los innumerables beneficios y cuidados de Dios sobre su Pueblo (vv. 1-14) y la increíble ingratitud de éste (vv. 15-18). Sigue la lógica irritación del Señor y el abandono de Israel en manos de sus enemigos (vv. 19-25). Pero la arrogancia de los opresores y la fidelidad y misericordia de Dios le llevarán finalmente a perdonar a su Pueblo y a restaurarlo (vv. 26-43). El Canto, de una fuerza epopéyica extraordinaria, presenta una panorámica de la historia de Israel, similar a la de algunos Salmos (cfr, p.ej., caps. Sal 78; Sal 105; Sal 106) y pasajes del profeta Ezequiel (p.ej., caps. 16 y 20). Muchas estrofas reflejan la grandeza de las concepciones sobre Dios que están en la base del pensamiento del poema, como la de Dios Padre y Creador (v. 6) y la de Dios vivo eternamente (v. 40).
Este poema contiene rasgos muy arcaicos junto con conceptos y desarrollos teológicos cercanos a la literatura sapiencial y a algunos escritos proféticos tardíos. Todo ello hace pensar en un largo periodo de desarrollo, más que en una composición hecha en un momento determinado, si bien sólo pueden hacerse por ahora conjeturas razonables.
Dt 32, 1-14. Se recuerdan con acentos poéticos entrañables los cuidados del Señor hacia su pueblo. En este sentido, se le muestra distribuyendo a las distintas naciones por el mundo y reservándose para Sí a Israel, como su porción elegida, teniendo presente hasta el número de los israelitas (vv. 8-9). En la traducción griega de los LXX, en lugar de hijos de Israel (v. 8) dice ángeles de Dios -más o menos equivalente a la variante hijos de Dios de algunos manuscritos hebreos-; según esto se estaría indicando que Dios encarga el cuidado de cada nación a uno de sus ángeles (cfr Dn 10, 13.20-21), pero de la protección de Israel se cuida Él mismo. La descripción de la solicitud maternal de Dios por Israel resulta particularmente conmovedora en las imágenes utilizadas en los vv. 10-11.
El nombre de la Roca (v. 5) con el que se designa al Señor -y que se repite a lo largo del Canto- subraya su lealtad a la Alianza. Aparece también en otros lugares del Antiguo Testamento, como el Sal 89, 27: Él me invocará: ¡Tú eres mi Padre, mi Dios y la Roca de mi salvación!; o Is 44, 8b: Vosotros sois testigos: ¿Hay otro Dios fuera de Mí? ¡No hay otra Roca; yo no la conozco! (cfr también Sal 18, 32; Is 17, 10). En el Nuevo Testamento se aplica a Cristo este nombre, manifestando así su divinidad (cfr 1Co 10, 4 y nota correspondiente).
Dt 32, 6 En todo el Antiguo Testamento a Dios se le llama Padre más de 20 veces. Con tal calificativo va unido el aspecto de su dominio absoluto, o el carácter radical de Creador de cielos y tierra, o de Fundador de Israel. Un texto relevante acerca de tal concepción es precisamente el presente versículo. Otros pasajes importantes para este tema son, p.ej., Ex 4, 22-23, Os 11, 1-4 y el mismo Dt 1, 31. La paternidad de Dios, en el Antiguo Testamento, se refiere la mayoría de las veces a las relaciones con Israel en su conjunto. Son unas cincuenta veces en el Antiguo Testamento las que expresan la relación paterno–filial entre Dios y el pueblo de Israel. El Señor, pues, se relaciona con Israel como un padre con su hijo, a quien da la vida y el sustento, a quien llena de beneficios (cfr Jr 31, 9) y también corrige (cfr Pr 3, 11-12). El sentido más íntimo y profundo de la paternidad divina se encuentra en las oraciones del justo en los Salmos (cfr cap. Sal 88) y en los libros Sapienciales (cfr Si 23, 1.4; Sb 2, 16; Sb 14, 3).
Sin embargo, la piedad individual israelita no había llegado a expresarse en los términos en que lo hace Jesucristo y lo enseña a sus discípulos. Los textos del Nuevo Testamento a este respecto son innumerables. Acudir a Dios como padre en la piedad personal podemos decir que fue una revelación de Jesús, recibida por la primitiva comunidad cristiana.
Dt 32, 8-9. El tema de la tierra dada por Dios a su pueblo aparece en estos dos versículos con tonos de gran belleza poética y reflexión sapiencial. La conciencia de que los hebreos eran el pueblo elegido y de que habían recibido la promesa de una tierra como un acto de la divina gracia, fue también un elemento vivo de su fe a lo largo de los siglos. La posesión de la tierra, sin embargo, estuvo condicionada a su comportamiento (cfr Dt 4, 1; Dt 8, 7-20): cuando los israelitas se mantuvieron fieles a la Alianza, la conservaron; cuando se apartaron de Dios, transgrediendo sus mandatos, adorando a los ídolos y dejándose llevar por prácticas religiosas de otros pueblos, el Señor los castigó expulsándolos de la tierra (cfr Jr 16, 10-13; Jr 22, 26; etc.).
En la Historia Sagrada, la tierra prometida va adquiriendo poco a poco dimensiones que transcienden la mera significación topográfica de tierra de Israel, hasta alcanzar el sentido de la patria celestial, el Cielo y bienaventuranza eterna.
Dt 32, 15-18. A pesar de tantos beneficios, el pueblo elegido se muestra ingrato con Dios, volviéndose a dioses extraños. El autor sagrado -aprovechando quizá la similitud de las letras consonantes- llama Yesurún a Israel (v. 15): es un término honorífico, que equivale a recto o justo, y que aparece sólo en otros tres lugares de la Biblia (Dt 33, 5.26; Is 44, 2); en el contexto de las infidelidades de Israel, designarle así constituye una amarga ironía. Las referencias a su engorde recuerdan los avisos anteriores sobre el peligro de que, en la prosperidad, los israelitas se olviden de Dios (cfr, p.ej., Dt 31, 20).
En el v. 18 se señala de nuevo la imagen del padre -te engendró- y de la madre -te dio a luz- para expresar la actitud del Señor con Israel.
La ingratitud e infidelidad del pueblo elegido es repetida por la humanidad a lo largo de la historia. Los beneficios que, con la Redención, Dios ha concedido a los hombres son inmensamente superiores a los que dio a Israel. En este sentido, enseñaba San Juan Crisóstomo hablando de los beneficios del Bautismo: Los judíos pudieron contemplar milagros. Tú los verás también, y más grandes todavía, más fulgurantes que cuando los judíos salieron de Egipto. No viste al Faraón ahogado con sus ejércitos, pero has visto al demonio sumergido con los suyos. Los judíos traspasaron el mar, tú has traspasado la muerte. Ellos se liberaron de los egipcios, tú te has visto libre de los demonios. Ellos abandonaron la esclavitud de un bárbaro, tú la del pecado, mucho más penosa todavía (Ad illuminandos catecheses 3, 24).
Dt 32, 19-33. La lógica indignación del Señor trae como consecuencia el castigo de Israel. A su perversión con los ídolos, no–dioses, Dios va a responder permitiendo que sean avasallados por una nación pagana, un no–pueblo (v. 21). Incluso podría permitir la desaparición del pueblo elegido (v. 26); pero la necedad y arrogancia de los opresores, atribuyendo a su propio poderío lo que es un castigo del Señor, lo impiden (vv. 26-33): es un argumento similar al que utiliza Moisés cuando -tras el episodio del becerro de oro- el Señor habla de destruir a su pueblo (Dt 9, 25-29; Ex 32, 7-14).
En su Carta a los Romanos San Pablo aplicará el v. 21 a la conversión de los gentiles, en contraste con la infidelidad de Israel (cfr Rm 10, 19).
Dt 32, 34-43. Finalmente, prevalece la misericordia del Señor, restaurando a Israel, y liberándolo de sus enemigos. Las palabras que Dios dirige a su pueblo constituyen una nueva y radical afirmación del monoteísmo que han de vivir (cfr especialmente el v. 39), marcando vivamente las diferencias con los falsos dioses de los paganos: frente a tantos no–dioses, Él es el único que existe; frente a su debilidad e impotencia, Él es el Señor Omnipotente de la vida y de la muerte.
Dt 32, 48-52. Comenta Teodoreto de Ciro que el Señor nos enseña, a través de estas cosas, que exige de los perfectos suma virtud: y así como con otros hombres que han pecado gravemente es longánime, sin embargo a los santos no concede esta indulgencia. También dijo esto el sabio: “El despreciado es digno de perdón y misericordia, pero los prepotentes serán muy castigados” (Sb 6, 6) (Quaestiones in Octateuchum 43). Más claras son las palabras de Jesús: A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que encomendaron mucho, mucho le pedirán (Lc 12, 48).
Dt 33, 1-29. Como el Génesis reseña que Jacob bendice a sus hijos al final de su vida (cfr cap.Gn 49), así el Deuteronomio expresa que Moisés, a punto de morir, bendice una a una a las tribus de Israel: mientras que Jacob mezcla las bendiciones con los reproches; en el caso del caudillo de Israel sólo hay bendiciones. No aparece aquí la tribu de Simeón, posiblemente porque fue rápidamente absorbida por la de Judá. Este detalle inclina a pensar que esos versículos podrían ser de la época de la Monarquía (siglos X-IX a.C.).
El capítulo está dividido en tres partes diferenciadas: las bendiciones ocupan la parte central (vv. 6-25), con una introducción (vv. 2-5) y un epílogo en el que se describe la paz y la felicidad en que vive Israel bajo la protección de Dios (vv. 26-29). El contenido de las bendiciones, con referencias aparentemente concretas a una época de asentamiento de las tribus en sus correspondientes territorios, inducen a retrasar esta sección a una época posterior. Posiblemente también, las diversas estrofas tuvieran origen independiente.
Dt 33, 1-5. Aparece Dios con gran majestad colocándose a la cabeza de su pueblo; para ello, desde el Sinaí (nótese que aquí no le llama Horeb), va recorriendo los diversos lugares del éxodo. El esplendor con que la protección del Señor sobre Israel es presentada recuerda otros pasajes del Antiguo Testamento, como la introducción del Canto de Débora (Jc 5, 4-5), o el Sal 68, 8-9.
La traducción de estos versículos resulta a veces muy dificultosa por las distintas posibilidades que se presentan. Esto ocurre de modo especial en los dos últimos esticos o líneas del v. 2 y en todo el v. 3, donde el texto hebreo presenta tales dificultades que las versiones -tanto antiguas como modernas- los interpretan de diversas maneras. Damos la traducción siguiendo en gran parte la Neovulgata, que nos parece más inteligible.
La Ley (v. 4) es considerada por los israelitas como el máximo don de Dios; cfr lo que escribe San Juan en el Prólogo de su Evangelio: La Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo (Jn 1, 17).
Dt 33, 2 El último verso: desde el Mediodía hasta Asedot es muy oscuro. Se han propuesto versiones dispares. Si nuestra traducción es correcta, Asedot son estribaciones de la sierra del Pisgá, que llegan hasta el ángulo noreste del Mar Muerto.
Dt 33, 6-7. La referencia a la tribu de Rubén, primogénito de Jacob, parece indicar que pasa por momentos difíciles, en trance de desaparecer. De hecho, su territorio -situado en la parte sur de la Transjordania- caerá pronto en manos de los moabitas, y la tribu no tendrá importancia en la futura historia de Israel. Es posible que esta penosa situación, teniendo presente además que se trata del primogénito, pueda relacionarse con el grave pecado que se narra en Gn 35, 21-22 (cfr también Gn 49, 4).
Los deseos expresados para Judá hacen suponer que pasa también por dificultades: posiblemente se refiere a sus luchas por asentarse en la parte correspondiente de Canaán, con pueblos que de alguna manera lo aíslan del resto de las tribus: eso explicaría la petición del verso tercero, condúcelo hacia su pueblo. Tales circunstancias nos remitirían a la primera época de los Jueces (del 1200 al 1100 a.C.).
Dt 33, 8-11. La bendición a la tribu de Leví es -junto con la de José- la más amplia. Era la tribu de Moisés y Aarón, y quizá se refiere a ellos, más que al conjunto de la tribu, la mención de Masá y Meribá (v. 8; cfr Ex 17, 7; Nm 20, 1-13). Se afirma la fidelidad de los levitas al Señor, por encima de los lazos familiares (v. 9), recordando el episodio del becerro de oro, cuando los hijos de Leví hicieron morir, como castigo por su idolatría, a un crecido número de israelitas (cfr Ex 32, 25-29). También se mencionan sus oficios sacerdotales: explicación de la Ley y cuidado del culto (v. 10).
Los urim y los tummim eran unos pequeños objetos utilizados para echar suertes, cuyo resultado se consideraba que manifestaba la voluntad divina (cfr 1S 14, 41). Según Ex 28, 30 y Lv 8, 8, los llevaba el sumo sacerdote a quien correspondía hacer la consulta a Dios.
Dt 33, 12 En sus colinas morará tranquilo. La frase es de dudosa intrepretación. Parece que el sujeto debe de ser Benjamín, llevado cariñosamente por Dios sobre sus espaldas. Pero también podría ser sujeto el mismo Dios. En este caso, el lugar de morada podría referirse a Jerusalén, situada en el límite de los territorios de Benjamín y Judá; o, más probablemente, a Betel, ciudad de Benjamín, donde estuvo con anterioridad el Arca de la Alianza (Jc 20, 27). La Neovulgata en vez de colinas traduce hombros.
Dt 33, 13-17. La amplia bendición a José recuerda la correspondiente de Jacob en Gn 49, 22-26. Incluye a sus hijos, Efraím y Manasés, considerados como dos tribus diversas en el reparto de la tierra prometida. Se hace referencia a la fertilidad de sus territorios, situados en la franja central de Canaán, a ambos lados del Jordán. También se alude a su ardor guerrero (v. 17). La tribu de Efraím tendrá particular importancia en la futura historia de Israel: a la muerte de Salomón (931 a.C.), al producirse la división en dos reinos, el efraimita Jeroboam será jefe y guía de las tribus del norte (cfr 1R 12).
Dt 33, 18-19. Las bendiciones a estas tribus contienen referencias a su situación geográfica y sus modos de vida. Isacar ocupaba la fecunda llanura de Esdrelón, situada al norte de la cordillera del Carmelo, desde los montes del sur de Galilea hasta el Mediterráneo. Zabulón, al noroeste de Isacar, estaba en contacto inmediato con los pueblos fenicios -conocidos navegantes y negociantes- con los cuales mantendría contactos comerciales. Los tesoros ocultos en la arena: algunos interpretan que se refiere a la púrpura, extraída de un pequeño molusco; otros lo aplican a la industria del vidrio.
Los dos primeros esticos o líneas del v. 19 es posible que se refieran a las tribus de Israel, convocadas para ofrecer sacrificios a Dios en el monte Carmelo o en el Tabor, situados en los territorios de estas dos tribus. En los LXX la versión es diversa: Ellos exterminarán pueblos, y seréis invocados.
Dt 33, 20-21. Se alude al carácter guerrero y valeroso de la tribu de Gad que -habiendo participado en el primer reparto de la Transjordania: en las primicias- ayudaron después al resto de las tribus en sus conquistas (cfr Jos 4, 12), tal y como se habían comprometido (cfr cap. Nm 32). En la frase puso por obra la justicia del Señor también podría verse una referencia a su fidelidad a la religión del Señor, puesta de manifiesto en el episodio narrado en Jos 22, 9-34.
Dt 33, 22-23. En la bendición de Dan parece recordarse su marcha desde la región asignada en principio -en el centro de Canaán, al oeste de Benjamín- hasta la parte más septentrional de las tribus: allí conquistaron Laish, que significa león, que en adelante será llamada Dan (cfr cap. Jc 18). Basán era en tiempos antiguos una región montañosa, con frondosos bosques y fieras, situada en la ribera opuesta del Jordán, al este del lago de Genesaret.
La tribu de Neftalí ocupaba la zona más fértil de Galilea, desde el lago de Genesaret al Líbano.
Dt 33, 24-25. Aser ocupaba la franja noroeste de Palestina, un territorio rico en olivos (v. 24). En medio de fenicios y cananeos, debía proteger fuertemente sus poblaciones (v. 25).
Dt 34, 1-12. Antes de morir, Moisés contempla la tierra prometida, con sus regiones fundamentales: Transjordania, Galilea (Neftalí), Samaría (Efraím y Manasés) y Judea. En realidad, desde el Monte Nebo no se alcanza a simple vista todo el panorama que se describe: sólo Dios podía hacer ver a Moisés todas esas regiones. Soar se encontraba, posiblemente, al sureste del Mar Muerto.
Él lo enterró (v. 6). La construcción hebrea no permite precisar el sujeto del verbo, aunque, por el contexto, debe de referirse a Dios.
El libro del Eclesiástico traza un resumen de lo que fue la vida de este hombre de Dios (cfr Si 45, 1-5).
El sabio judío Filón de Alejandría (15 a.C.-45 d.C.) hace también amplias alabanzas de sus virtudes: fue amigo y discípulo de Dios, siendo enseñado cara a cara por Él; fue un hombre de Dios, capaz de realizar signos y portentos; superó a los patriarcas Abrahán, Isaac, Jacob y José en su intimidad con Dios y en la posesión de la Palabra divina, que le inspiró e informó como caudillo, legislador, profeta, taumaturgo, asceta y pensador (cfr De vita Mosis 1, 80, 154, 158; 2, 187-292; Si 3, 1-186).
San Gregorio de Nisa, uno de los más grandes entre los Santos Padres griegos, hace un elogio de Moisés, en los siguientes términos: Nuestro breve discurso te ha ofrecido a ti, hombre de Dios, estas cosas sobre la perfección de la vida virtuosa, presentándote la vida del gran Moisés como modelo evidente de bondad, para que cada uno de nosotros, imitando sus acciones, copie en sí mismo los rasgos de la belleza que se nos ha mostrado. Y de que Moisés ha conseguido realizar la perfección que es posible, ¿qué testimonio más digno de fe podríamos encontrar que la palabra divina, cuando le dice: Te he conocido sobre todos los demás (Ex 33, 12.17)? También el hecho de que sea llamado amigo de Dios por el mismo Dios (cfr Ex 33, 11), y el hecho de que habiendo elegido perecer junto con los demás si Dios no se aplacaba con benevolencia de aquello en que le habían ofendido, detuvo su ira contra los israelitas, al cambiar Dios mismo su propio juicio para no entristecer al amigo (cfr Ex 32, 7-14). Todos estos testimonios son una clara demostración de que en la vida, Moisés alcanzó el límite más elevado de la perfección (De vita Mosis 2, 319).
Dt 34, 10 La conversación con Dios cara a cara indica un trato especialmente íntimo, pero no es preciso entenderlo al pie de la letra. Las visiones que los patriarcas y profetas -Abrahán, el mismo Moisés, Elías, Isaías, etc.- tuvieron de Dios en este mundo fueron indirectas, contemplando distintas manifestaciones de la gloria divina, del resplandor de su grandeza. Estas teofanías del Antiguo Testamento serán superadas por la epifanía de Jesucristo; ninguna revelación más perfecta puede hacer Dios de Sí mismo al hombre que la Encarnación de su Verbo eterno: A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer (Jn 1, 18).
Comparando la misión de Moisés con la de Jesús, San Cirilo de Alejandría enseñaba: Nuestro Señor Jesucristo libró al mundo de los antiguos delitos: ya que Él es la verdad y santo por su naturaleza, que santifica a los que hayan creído por su sangre, y los constituye superiores a la muerte, y los introducirá en el mismo reino de los cielos, en la tierra verdaderamente santa y deseable, en las mansiones superiores, en la ciudad celeste, en la Iglesia de los primogénitos, cuyo artífice y creador es Dios (Glaphyra in Deuteronomium 34, 10).
Jos 1, 1-18. El libro del Deuteronomio terminaba hablando de la muerte y el sepelio de Moisés (Dt 34, 1-12). Era el fin de una etapa en la que el pueblo de Dios, guiado por Moisés, había experimentado la protección del Señor en el largo camino recorrido desde su salida de Egipto hasta las puertas de la tierra prometida. Ahora comienza una nueva etapa. Josué sucede a Moisés, y todo el pueblo se dispone a tomar posesión de la tierra que Dios había prometido a sus padres. El libro de Josué tratará del establecimiento de las tribus israelitas en ese territorio y del reparto de la tierra entre las distintas tribus. A estos dos temas se dedicarán respectivamente la primera (Jos 2, 1-Jos 12, 24) y la segunda parte del libro (Jos 13, 1-Jos 21, 45). Enmarcando ambas partes, el autor sagrado puso un prólogo (Jos 1, 1-18) y un epílogo (Jos 22, 1-Jos 24, 33), que centran la atención sobre dos aspectos de particular relevancia para el mensaje de esta obra: la continuidad entre las misiones de Josué y Moisés como mediadores entre Dios y el pueblo (Jos 1, 1-9 y Jos 23, 1-Jos 24, 33); y la unidad de ese pueblo cuyas tribus realizan juntas la conquista de todo el país (Jos 1, 10-18 y Jos 22, 1-34).
Jos 1, 1-9. A lo largo de la historia de la salvación, Dios se va apoyando en hombres que actúan a su servicio y en beneficio de sus hermanos. En los libros de la historia deuteronomista siempre aparece un personaje importante en los momentos decisivos de la vida del pueblo elegido: Josué, en su llegada a la tierra prometida; David y Salomón, en los orígenes de la monarquía; Josías, en la reforma religiosa del reino de Judá. En estos primeros versículos se presenta a Josué como sucesor legítimo de Moisés para regir los destinos del pueblo. Éste había sido el gran protagonista de la gesta del éxodo, de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Él había sido el guía y maestro del pueblo hasta las puertas de la tierra prometida. Y aunque Moisés murió, la historia debía seguir. Así pues, el libro de Josué se abre con un discurso en el que el Señor insta al hijo de Nun a tomar el relevo de Moisés y le promete el mismo apoyo que había prestado a su predecesor. Dios permanece fiel y reclama del hombre que va a conducir a su pueblo en esta nueva etapa la misma fidelidad que había tenido antes Moisés.
El nombre de Josué, en hebreo Yehosúa, significa el Señor salva o Salvador. Hace referencia a su misión: salvar al pueblo (ver nota a Nm 13, 16). Este nombre, que también llevaron otros personajes en Israel (cfr Esd 3, 2-8), es el mismo que tuvo Jesús (Mt 1, 21), de quien Josué es figura: ¿Con cuánta más verdad entenderemos que debe ser llamado con este nombre nuestro Salvador? Porque ha traído la vida, la libertad y la eterna salvación, no a un pueblo cualquiera, sino a los hombres todos de todos los tiempos; no en verdad oprimidos por hambre o por dominio de los egipcios o babilonios, sino sentados en la sombra de la muerte y sujetos con las durísimas cadenas del pecado y del demonio; que ha adquirido para ellos el derecho y la herencia del Reino celestial; que nos ha reconciliado con Dios, su eterno Padre: en aquéllos vemos representado a Cristo nuestro Señor, que enriqueció al género humano con todos los bienes que hemos indicado (Catecismo Romano 1, 3, 6). De hecho, ha sido habitual en la tradición cristiana leer el libro de Josué a la luz de la figura de Jesús. Este libro -dirá Orígenes- no nos indica tanto las gestas de Josué, hijo de Nun, como nos dibuja los misterios de mi Señor Jesús (Homiliae in librum Iesu Nave 1, 3).
La promesa del Señor a Josué, estaré contigo (v. 5), fue renovada por Jesús a los que habrían de continuar su misión: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Esta promesa es el fundamento de la seguridad que poseen los que trabajan por Dios: ¿Acaso me apoyo en mis propias fuerzas? Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Cuál es esa palabra escrita? “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (S. Juan Crisóstomo, Sermo antequam iret in exilium 2).
Con términos análogos a los empleados con Josué (vv. 6-7), el Señor se dirigió a San Pablo para impulsar su trabajo apostólico en Corinto: No tengas miedo, sigue hablando y no calles, que yo estoy contigo y nadie se te acercará para hacerte daño (Hch 18, 9-10). Y en la Epístola a los Hebreos se aducen esas palabras como una invitación a confiar plenamente en Dios: Contentaos con lo que tengáis, pues Él ha dicho: No te dejaré ni abandonaré, de modo que podamos decir confiadamente: El Señor es mi auxilio y no temeré; ¿qué podrá hacerme el hombre? (Hb 13, 5-6).
Jos 1, 10-18. Josué, siguiendo el comportamiento de Moisés, comienza inmediatamente a ejercer su tarea de mediador entre Dios y el pueblo. Ha recibido el mensaje del Señor, y lo hace llegar a todos con prontitud; da órdenes para afrontar inmediatamente la misión y, con iniciativa, comienza por concretar algunos medios: disponerse para la marcha y preparar provisiones. Pero la principal disposición, como sucesor de Moisés, consiste en recordar a las tribus que se iban a asentar en Transjordania que, antes de quedarse a disfrutar de los territorios que Moisés les había adjudicado (cfr Nm 32, 1-42), colaboren con sus hermanos en la toma de posesión de la tierra prometida (cfr Dt 3, 18-20), de modo que sean todas las tribus las que reciban ese don de Dios.
El deseo de unidad que manifiestan las tribus de Israel, que es un obsequio al Señor, tiene como consecuencia inmediata la pronta adhesión a las disposiciones del hombre escogido por Dios para presidir a su pueblo. La respuesta animosa de las tribus de Transjordania a Josué es también una continua invitación a sacudir la propia comodidad para buscar con hechos y de verdad la unidad del nuevo Pueblo de Dios, en torno al Romano Pontífice y a los Obispos que dirigiendo bien su propia Iglesia, como porción de la Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el Cuerpo místico que es también el Cuerpo de las Iglesias (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 23).
Jos 2, 1-Jos 12, 24. Esta primera parte del libro narra diversos episodios sobre el establecimiento del pueblo de Israel en la tierra de Canaán. De redacción deuteronomista en su mayor parte, utiliza elementos de origen litúrgico y relatos etiológicos, es decir, narraciones que explican el origen de nombres, costumbres o lugares.
El autor sagrado hace notar de múltiples maneras que la ocupación de Canaán es consecuencia de una donación de Dios y no el resultado de una conquista lograda gracias al ardor de sus guerreros: los exploradores descubren que la población de Jericó tiene terror de los israelitas porque saben que Dios les ha otorgado esa tierra (Jos 2, 9); las aguas del Jordán se separan milagrosamente para dejar paso al pueblo (Jos 3, 15-17); las murallas de Jericó se derrumban (Jos 6, 20); los hijos de Israel logran conquistar la ciudad de Ay induciendo a sus habitantes a caer en una emboscada (Jos 8, 18-23); una fuerte tormenta de granizo destroza los ejércitos de los reyes que habitaban en la región central y meridional (Jos 10, 11); y con la ayuda del Señor las tropas de Josué sorprenden junto a las aguas de Merom a las tropas de los reyes del norte, desjarretan sus caballos y prenden fuego a sus carros (Jos 11, 7-9). Con ello enseña que mientras Israel cumple fielmente las instrucciones del Señor, sus enemigos no le pueden resistir. La única ocasión en que fueron derrotados fue debido a la prevaricación de Acán, que no había respetado las normas del anatema; pero cuando Acán fue quitado de en medio del pueblo, éste volvió a gozar del auxilio divino (Jos 7, 1-26).
En la composición de esta parte del libro se recogieron antiguas tradiciones acerca del nombre y el origen de algunos lugares de particular relevancia, como las doce piedras de Guilgal (Jos 4, 19-24); los montones de piedras del valle de Acor (Jos 7, 26) y a la entrada de la cueva de Maquedá (Jos 10, 27); o las ruinas de la ciudad de Ay (Jos 8, 28). Y también otras ligadas a personas, como las que dan razón de la hospitalidad del pueblo con la familia de Rajab (Jos 6, 25), o de la presencia de los gabaonitas en los oficios de leñadores y aguadores al servicio del altar del Señor (Jos 9, 27).
En el corazón mismo de estos capítulos, separando los relatos de las primeras hazañas puntuales en la ocupación de la tierra (el paso del Jordán, el campamento de Guilgal, la toma de Jericó y de Ay) de los relatos de carácter más general (conquista de las regiones central y meridional, conquista de la región septentrional, y relación de monarcas vencidos), se habla de la ratificación del compromiso de Israel en cumplir la Ley que el Señor había entregado a Moisés (Jos 8, 30-35). De este modo se proporciona la clave para entender el núcleo central del mensaje: cuando Israel es fiel al Señor, recibe la posesión de la tierra como una bendición divina, pero si no cumple lo dispuesto por el Señor, se hace acreedor de la maldición contenida en la Ley.
Jos 2, 1-24. Josué es el sucesor de Moisés y sigue sus pasos. Así como Moisés cuando preparaba la entrada en la tierra prometida envió unos exploradores (cfr Nm 13, 1-33), ahora también Josué envía a dos hombres para que investiguen cómo llevar a cabo las primeras conquistas en esa tierra. Los exploradores comienzan a comprobar que Dios está dejando expedito el camino a su pueblo al constatar el terror que ha invadido a los habitantes de Jericó cuando han advertido la presencia de Israel al otro lado del Jordán.
En su inspección son protegidos por Rajab, una prostituta. Cuando la mujer explica a los exploradores el motivo del temor de sus conciudadanos, muestra en sus palabras una sensibilidad religiosa -pues reconoce la grandeza del Señor (tres veces pronuncia Rajab el nombre del Señor) y su actuación en los acontecimientos del éxodo-, que tal vez no se esperara en una mujer de su clase y de su procedencia no israelita. Además, tiene muestras de piedad y fidelidad con esos forasteros, al esconderlos en su casa y no traicionarlos. Aunque es cananea, logra el compromiso de que su casa sea respetada cuando Dios entregue su ciudad a Israel. De este modo también ella alcanzó la salvación. Según afirma la Epístola de Santiago, Rajab logró la justificación gracias a su fe manifestada con palabras y obras: El hombre queda justificado por las obras y no por la fe solamente. Del mismo modo Rajab, la meretriz, ¿no fue también justificada por las obras, cuando hospedó a los mensajeros y les hizo salir por otro camino? (St 2, 24-25).
La historia de esta mujer es prototipo de que la salvación que procede de Dios es universal. Así como Josué, respetando el compromiso de sus exploradores, salvó a Rajab (Jos 6, 22-23), la salvación que nos obtuvo Jesús alcanza a todos, mujeres y hombres pecadores, con tal de que nos movamos a penitencia (Mt 21, 31-32).
Jos 2, 17-21. En la liberación de Egipto la sangre del cordero pascual que teñía las jambas de las puertas en las casas de los israelitas libró a sus moradores de la muerte (cfr Ex 12, 13.23); ahora este cordón de color púrpura será la señal para que sean librados de la muerte los que estén en casa de Rajab.
Apoyándose en ese paralelo entre los efectos salvadores de la sangre y del cordón púrpura al que apunta el texto sagrado, San Clemente Romano, uno de los primeros escritores cristianos, dice que ese cordón de hilo púrpura atado a la ventana de Rajab y que trajo la salvación a toda su casa ponía de manifiesto que por la Sangre del Señor tendrán redención todos los que creen y esperan en Dios (Ad Corinthios 12, 7).
Jos 3, 1-8. Se inician unos relatos relacionados con Guilgal, un lugar en la depresión del Jordán próximo a Jericó, donde hubo un importante santuario israelita. El Arca de la Alianza comienza a tomar protagonismo en la guía del pueblo, como lo había tenido en algunas etapas recorridas desde el Sinaí (cfr Nm 10, 33-36). De este modo se insiste en que es Dios mismo quien señala a su pueblo el camino que debe seguir para ocupar la tierra.
Así como Moisés ordenó al pueblo que se purificara antes de la manifestación de Dios en el Sinaí (cfr Ex 19, 14), ahora Josué le indica que se purifique antes de la grandiosa manifestación del poder de Dios que va a presenciar en el paso del río Jordán (v. 5).
Con la narración de los sucesos que siguen a continuación se cierra el relato de la peregrinación del pueblo por el desierto. Por eso ahora vuelven a aparecer los grandes acontecimientos del comienzo: cuando los israelitas eran oprimidos en Egipto, el Señor se manifestó a Moisés para que guiara a su pueblo en la liberación que iba a realizar (Ex 3, 1-20); cuando éste se dirigía con su mujer e hijo a conversar con el faraón, tuvo lugar la circuncisión de su hijo (Ex 4, 24-26); cuando los israelitas se disponían para la salida de Egipto, celebraron la Pascua (Ex 12, 1-51); cuando pasaron el Mar Rojo, se vieron definitivamente libres de sus opresores (Ex 14, 15-31) e iniciaron su marcha por el desierto donde fueron alimentados con el maná (Ex 16, 1-36). Ahora esta peregrinación llega a su final y, tras pasar el Jordán (Jos 3, 9-Jos 4, 24) y realizar la circuncisión de los varones del pueblo (Jos 5, 2-9), celebrarán la Pascua en la tierra prometida y dejarán de recibir el maná (Jos 5, 10-12); finalmente Dios se manifestará a Josué al inicio de la toma de Jericó (Jos 5, 13-14).
Esta narración previa a la toma de posesión de la tierra prometida no es una simple repetición de lo ocurrido en la salida de Egipto, sino la plasmación escrita de una nueva experiencia, que pone de manifiesto la continuidad de la acción de Dios entre los suyos en las nuevas circunstancias históricas. Pero al seguir las mismas pautas de la narración antigua constituye un nuevo motivo de esperanza. Así sucederá durante la cautividad de Babilonia, en donde Israel encontró en la experiencia del éxodo un refuerzo para su confianza en Dios y aliento para disponerse a regresar a la tierra de la que habían sido expulsados. Por eso también todas las generaciones de creyentes podemos alimentar nuestra esperanza en el poder salvador y liberador de Dios, que nunca abandona a los suyos, pues la esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido (Catecismo de la Iglesia Católica, 1819).
Jos 3, 9-17. El pueblo guiado por Josué, sucesor de Moisés, revive los prodigios del Éxodo. El autor sagrado narra el paso del Jordán en tono litúrgico y festivo, como si el pueblo fuera en una gran procesión presidida por el Arca en su acceso a la tierra prometida. Subraya de este modo la acción de Dios en la toma de posesión de la tierra y el gozo del pueblo al experimentar su cercanía.
Si el paso del Mar Rojo fue el momento culminante de la liberación de la esclavitud de Egipto llevada a cabo por el Señor, en la toma de posesión de la tierra lo es el paso del Jordán, gracias a la protección divina. Cuando salieron de Egipto la presencia de Dios se manifestaba mediante su ángel y con la columna de nube que los acompañaba (cfr Ex 14, 19), ahora esa función la desempeña el Arca de la Alianza que es testimonio del compromiso que ya se ha establecido entre Dios y el pueblo.
El paso del Jordán quedará en la tradición de la Iglesia como una imagen anticipada del Bautismo: El Bautismo es prefigurado en el paso del Jordán, por el que el pueblo de Dios recibe el don de la tierra prometida a la descendencia de Abraham, imagen de la vida eterna. La promesa de esta herencia bienaventurada se cumple en la nueva Alianza (Catecismo de la Iglesia Católica, 1222).
La frase el Dios vivo está en medio de vosotros (v. 10) es sumamente expresiva. El Dios verdadero es el único Dios vivo, es decir, que da vida e interviene en la historia (Catecismo de la Iglesia Católica, 2112).
Jos 4, 1-25. En el momento sublime del paso del Jordán, cuando las aguas dejan abierto el camino al pueblo de Dios, se acentúa el protagonismo del Señor a través del Arca de la Alianza. Las aguas del río habían detenido su curso cuando los sacerdotes portadores del Arca pisaron sus orillas, y vuelven a correr cuando todo el pueblo ha terminado de pasar y los sacerdotes reemprenden su marcha. Israel revive y celebra los acontecimientos salvíficos realizados por Dios en su historia. Por eso, para no perder esa memoria histórica, toman doce piedras del Jordán y las erigen como monumento conmemorativo en Guilgal, donde quedarán como un recordatorio importante para todas las generaciones.
De este modo, el relato del paso del Jordán da razón de la presencia de doce grandes piedras en el santuario de Guilgal, al que se hace referencia en otros textos de la Biblia. El mismo nombre de Guilgal (de la raíz hebrea galal, dar vueltas, girar) probablemente haga referencia a un círculo de piedras o estelas conmemorativas (frecuentes en los santuarios cananeos) que habría allí. La unción de Saúl como rey de Israel (1S 11, 15) se sitúa en ese santuario, que durante la monarquía israelita fue un gran centro de peregrinaciones para la gente del reino del Norte. Tales peregrinaciones serán recriminadas más tarde por los profetas debido a la proliferación de los cultos idolátricos en aquel lugar (cfr Os 4, 15; Os 9, 15; Os 12, 12; Am 4, 4; Am 5, 5).
Jos 5, 1-9. La circuncisión se practicaba en los pueblos semitas como rito de iniciación a la madurez. Entre los israelitas se realiza al octavo día del nacimiento y tiene un sentido eminentemente religioso, como signo distintivo de la pertenencia al pueblo de Dios (cfr nota a Gn 17, 10-14 y Lv 12, 1-4). Estar circuncidado es una de las condiciones que se imponen explícitamente para poder celebrar la Pascua (Ex 12, 43-49).
La explicación que se da en el texto sagrado sobre la circuncisión del pueblo en Guilgal -el retraso que se había producido en la circuncisión de los varones nacidos en el desierto- es plausible. Sin embargo, el hecho de que la circuncisión tenga lugar en este momento adquiere un profundo significado: es un modo de hacer notar que ese pueblo que llega a las puertas de la tierra prometida ha alcanzado su madurez después de su larga peregrinación por el desierto. Israel es realmente, después de la Alianza del Sinaí, un pueblo que pertenece a Dios.
Jos 5, 10-12. Una vez que han sido circuncidados los varones para poder celebrar la Pascua, tiene lugar la primera celebración de esta fiesta en la tierra prometida. Los israelitas pudieron emplear los cereales producidos en esa región para la elaboración de los panes ácimos y, desde ese momento en que ya eran capaces de alimentarse con la producción agrícola de la tierra, el maná, con el que Dios los había sostenido desde que comenzaron su peregrinación por el desierto, desapareció.
Dios no tuvo inconveniente en alimentar prodigiosamente a su pueblo durante años en el desierto cuando fue necesaria esa protección especial, al no ser posible encontrar allí lo necesario para la subsistencia. Sin embargo, en cuanto pueden alimentarse con los medios ordinarios, esforzándose en el cultivo de la tierra, Dios deja de prestar el auxilio extraordinario.
Jos 5, 13-14. La aparición a Josué de este personaje enviado por el Señor es sorprendente y viene a ratificar la continuidad de su misión con la de Moisés. La indicación de quitarse las sandalias debido a la santidad del lugar es la misma que había recibido Moisés ante la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 5). Y así como la manifestación de Dios a Moisés ocurrió al inicio de su misión, la visión de Josué tiene lugar cuando éste va a comenzar la conquista de la tierra. Así se señala que esas tareas forman parte del designio divino de conducir a su pueblo hacia la posesión de la tierra prometida a sus padres.
Jos 6, 1-11. Desde el inicio de la conquista de la tierra prometida, el autor sagrado insiste en que los israelitas no lograron la posesión y el dominio de las ciudades por su potencial militar sino como don de Dios, que puso todo en manos de su pueblo. El comienzo del pasaje resulta paradójico: a la vez que se hace notar que Jericó estaba completamente cerrada (v. 1), el Señor comunica a Josué: Pongo en tus manos Jericó (v. 2). Como para Dios no hay nada imposible, Él entregará la ciudad a su pueblo.
Por eso, las instrucciones para la toma de la ciudad no responden a movimientos de estrategia militar, sino al deseo de subrayar el protagonismo del Señor en esa acción. Parecen más bien las disposiciones para preparar la solemne entrada en procesión del Arca de la Alianza en el recinto de la ciudad. Contienen además resonancias litúrgicas como son la preparación en seis días para culminar el séptimo, o el transporte del Arca precedida por sacerdotes que tocan las trompetas de carnero. No se trata de una acción marcial. El Señor tiene sus designios y sus modos de actuar, y el éxito de la operación dependerá de la fidelidad con que se ejecuten los planes de Dios.
Jos 6, 12-27. El relato de la toma de Jericó no es, ciertamente, una crónica militar sobre la conquista de la ciudad. Está narrado en lenguaje teológico, con el que se enseña que el éxito en ese primer asedio realizado por Israel en la tierra prometida fue consecuencia de su obediencia a los designios de Dios. El asalto a la ciudad, que según se indica al principio del relato resultaba difícil ya que estaba bien fortificada (cfr Jos 6, 1), se consiguió por unos medios muy distintos a los convencionales. La fe en Dios manifestada en la obediencia rendida a las órdenes de Josué, su mediador, fue suficiente para que los obstáculos se desvanecieran por sí mismos. Por la fe, se derrumbaron los muros de Jericó después de dar vueltas alrededor de ellos durante siete días. Por la fe, Rajab, la meretriz, no pereció con los incrédulos, por haber acogido en son de paz a los exploradores (Hb 11, 30-31).
En la historia del Pueblo de Dios a lo largo de los siglos, y en la historia personal de cada uno, se comprueba muchas veces que las dificultades desaparecen cuando se afrontan con fe y se obedece a quien en nombre de Dios indica los medios que han de ponerse, aunque parezcan desproporcionados. La obediencia que nace de la fe siempre es eficaz: ¡Oh, cuán dulce y gloriosa es esta virtud en la que se encuentran todas las demás porque es concebida y dada a luz por la caridad! En ella está fundada la piedra de la santísima fe. El que esté desposado con esta reina no siente mal alguno: percibe paz y quietud. No le pueden dañar las olas del mar tempestuoso ni tempestad alguna. (…) ¡Oh obediencia, que navegas sin trabajo y alcanzas sin peligro el puerto de la salvación! ¡Te pareces al Verbo, mi Hijo Unigénito: subes a la navecilla de la santísima cruz disponiéndote a sufrir antes que transgredir la obediencia del Verbo o abandonar sus enseñanzas! (…) Estás completamente alegre, porque tu rostro no se ha turbado con la impaciencia; estás serena y con fortaleza. Eres grande en la prolongada perseverancia; tan grande que participas del cielo y de la tierra, porque con ella se quita el cerrojo del cielo (S. Catalina de Siena, El diálogo 155).
Jos 6, 21 En Dt 7, 1-6.25-26; Dt 13, 13-19 y sobre todo en Dt 20, 16-18 se dan normas precisas sobre el anatema y se insta a Israel a atenerse fielmente a ellas para no contaminarse con la idolatría de los pueblos cananeos. Esta normativa, que para nuestra mentalidad resulta incomprensible y aparece como feroz e inhumana, hay que entenderla en su contexto histórico y en el marco del desarrollo progresivo de la revelación divina. De una parte, refleja una práctica habitual en la antigüedad; pero además, en las leyes bíblicas, está regulada con enorme fuerza porque tiene un poder disuasorio, ya que, si el botín que se pueda alcanzar (tesoros, animales o personas que se utilizarían como servidores) ha de ser destruido, no tiene sentido emprender una guerra por afán de avaricia. Se modera de este modo la belicosidad impulsada por la codicia. Pese a todo, conviene tener presente que se trata de una disposición transitoria sólo vigente para aquellos tiempos, por lo que no sería adecuado aducir éste ni ningún otro pasaje de la Sagrada Escritura para justificar la violencia ni los crímenes. La manifestación de Dios a los hombres se ha ido realizando poco a poco hasta alcanzar su plenitud en la encarnación del Verbo. En la predicación de Jesucristo es donde podemos encontrar el verdadero punto de referencia sobre el respeto a la vida y a las legítimas posesiones de los demás. En el Sermón de la Montaña el Señor dijo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores (Mt 5, 44-45).
En la literatura mística se encuentran interpretaciones alegóricas de ese mandato para ejemplificar que el alma ha de desprenderse de todo para acercase a Dios. En este sentido San Juan de la Cruz comenta que se ordena esa destrucción de todo para que entendamos cómo para entrar en esta divina unión ha de morir todo lo que vive en el alma, poco y mucho, chico y grande, y el alma ha de quedar sin codicia de todo ello (Subida al monte Carmelo 1, 11, 8).
Jos 6, 22-23. Rajab se incorporó a Israel y obtuvo la salvación como premio a su buena acción con los exploradores (Jos 2, 1-21). Su recuerdo llega hasta el Nuevo Testamento. Es una de las mujeres que figuran en la genealogía de Jesús (Mt 1, 5), y su fe con obras es alabada en Hb 11, 31 y St 2, 25.
Los Padres de la Iglesia han visto en Rajab una figura de la salvación de los gentiles que acogen la fe cristiana: Esta Jericó simbólica, esto es, el mundo, está destinada a caer. El fin del mundo es algo de que nos hablan ya desde antiguo y repetidamente los libros santos. (…) [El Señor] salvará únicamente a aquella mujer que acogió a sus exploradores, figura de todos los que acogieron con fe y obediencia a sus apóstoles y, como ella, los colocaron en la parte más alta, por lo que mereció ser asociada a la casa de Israel. Pero a esta mujer, con todo su simbolismo, no debemos ya recordarle ni tenerle en cuenta sus culpas pasadas. En otro tiempo fue una prostituta, mas ahora está unida a Cristo con un matrimonio virginal y casto (Orígenes, Homiliae in librum Iesu Nave 6, 4).
Otros han visto en la casa de Rajab, fuera de la cual no hubo salvación, una figura de la Iglesia: ¿Crees tú -comenta San Cipriano- que puede mantenerse en pie y seguir viviendo quien se aleja de la Iglesia y se construye otras moradas y otros habitáculos distintos, teniendo en cuenta lo que se le dijo a aquella (Rajab), en quien estaba prefigurada la Iglesia? Esto es: reunirás a tu padre y a tu madre, a tus hermanos y a toda la casa de tu padre junto a ti, en tu misma casa; y sucederá que quien saliera fuera de la puerta de tu casa, se constituirá culpable por su cuenta (S. Cipriano, De unitate Ecclesiae 8).
Jos 6, 26 La maldición pronunciada por Josué alude a la costumbre cananea de ofrecer sacrificios humanos con motivo de la construcción de las ciudades. En 1R 16, 34 se dice que Jiel de Betel, que reedificó Jericó puso los cimientos sobre Abiram, su hijo mayor, y colocó las puertas sobre Segub, su hijo menor.
Jos 7, 1-26. Este capítulo supone una interrupción brusca en el relato de la toma de posesión de la tierra prometida. Hasta el momento se había ocupado de los acontecimientos en el campamento de Guilgal, el primero que se estableció después del paso del Jordán, y se había narrado la conquista de Jericó. Ahora Israel prosigue su ocupación de la tierra y se dirige a la ciudad de Ay. Sin embargo, este pasaje es una larga explicación de por qué resultó fallido el primer intento de conquistar esa ciudad: un israelita, Acán, no respetó la ley del anatema y se quedó parte del botín para su uso particular; hasta que no fue exterminado, el pueblo no pudo recobrar el favor de Dios. El texto sagrado recuerda de forma impresionante la gravedad que supone guardarse algo que pertenece a Dios, como si a Él se le pudiera engañar. Un episodio análogo puede encontrarse en los Hechos de los Apóstoles: Ananías y Safira se pusieron de acuerdo para guardarse parte del precio recibido por un campo e intentar ocultar la verdad a los Apóstoles; ambos murieron de modo trágico (cfr Hch 5, 1-11).
En el relato de la prevaricación de Acán se presenta con toda su crudeza la ley del anatema. Hiere nuestra sensibilidad, pero señala de modo inequívoco lo que constituye uno de los mensajes centrales del libro: la tierra de Canaán es una donación de Dios a su pueblo y no es una conquista lograda gracias al potencial bélico de Israel. Por eso, cuando hay alguien que no cumple con exactitud lo establecido, el Señor deja de ayudar a su pueblo y éste queda abocado al fracaso.
Este hecho también incide en otra gran lección del libro de Josué: el pueblo constituye una unidad. Aunque cada persona sea responsable de sus propias acciones, el mal realizado por uno perjudica a toda la comunidad. Fue necesaria la purificación del pecado cometido para que Israel pudiera continuar su avance victorioso por la tierra prometida. Tal solidaridad de unos miembros del pueblo con los demás, tanto para el mal como para el bien, prefigura de algún modo la realidad de la comunión que existe entre los miembros del nuevo Pueblo de Dios, comunión que San Pablo expone admirablemente con la imagen del Cuerpo Místico de Cristo: Si un miembro padece, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se gozan con él. Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él (1Co 12, 26-27).
Jos 8, 1-29. La conquista de las ciudades es en realidad la toma de posesión que se hace de ellas cuando Dios las entrega a su pueblo. Después del intento previo que terminó en fracaso debido a la prevaricación de Acán, el Señor pone en manos de los israelitas la ciudad de Ay. En este caso no hay ninguna acción extraordinaria como sucedió en la toma de Jericó, sino que la conquista es fruto de una estratagema urdida por Josué.
En el texto aparece un detalle que realza la continuidad entre Josué y Moisés: así como en la lucha contra los amalecitas Moisés mantuvo alzados sus brazos con el bastón en la mano hasta que el pueblo logró una victoria completa (cfr Ex 17, 11-13), así Josué levantó su lanza en dirección a la ciudad para dar a los emboscados la señal de intervenir y no bajó su brazo hasta que se culminó la acción guerrera con la destrucción completa de la ciudad, convertida en un montón de ruinas.
Este relato proporcionaría sin duda una explicación de cómo se había formado la montaña de ruinas abandonadas que las generaciones de israelitas posteriores al establecimiento de su pueblo en Canaán encontraban en medio del campo y que llamaban con el nombre de Ay, que en hebreo significa ruina, escombros.
Jos 8, 30-35. La continuidad entre Moisés y Josué sigue quedando patente en más detalles. Así como después de la batalla contra Amalec Moisés mandó escribir los sucesos y edificó un altar (cfr Ex 17, 14-16), de la misma manera, ahora que los israelitas han conquistado Ay guiados por Josué, se edifica un altar y se escribe una copia de la Ley. De este modo, cuando se ha llegado al centro de la narración contenida en esta parte del libro -una vez narradas las primeras conquistas de Israel en Canaán y antes de explicar cómo se produjo el resto de la ocupación de la tierra prometida-, se deja constancia de la fidelidad de Israel a su Dios. Primero se construye un altar y, después de ofrecer holocaustos y sacrificios de comunión (cfr notas a Lv 1, 1-17 y Lv 3, 1-17), se escribe una copia de la Ley que es leída en su integridad ante el pueblo; todo ello siguiendo las instrucciones dadas por Moisés antes de llegar a la tierra prometida (cfr Dt 11, 29 y Dt 27, 1-8).
La lección que el autor sagrado enseña es clara: Josué y su generación cumplieron con fidelidad la Ley que Dios entregó a Moisés; por eso pudieron gozar del favor divino que, entre otros bienes, trae consigo la posesión de la tierra que el Señor había prometido a sus padres. Cuando pase el tiempo y los israelitas sean expulsados de esa tierra y llevados a la cautividad de Babilonia no tendrán motivos de queja. Una vez más se muestra que Dios es siempre fiel, pero cuenta con nuestra fidelidad en el cumplimiento de sus mandatos.
Jos 9, 3-27. Este relato explica el motivo de la presencia de habitantes de Gabaón trabajando al servicio del culto en Israel como leñadores y aguadores. Era necesario justificar por qué esos hombres habían sido respetados por los israelitas y destinados a tal tarea ya que, según se establece en el Deuteronomio, Israel no debía hacer pactos con los habitantes de la tierra que iba a recibir del Señor, sino que tenía el mandato de exterminarlos por completo para que no los indujeran a practicar cultos idolátricos (cfr Dt 7, 1-2 y Dt 20, 16-18). Y Gabaón era una ciudad situada en esa tierra, en la montaña de la región central de Canaán.
El autor sagrado cuenta el engaño urdido por los gabaonitas para salvar sus vidas llegando a un acuerdo de paz con los israelitas. En la exposición de los motivos que formulan a Josué para proponer ese acuerdo realizan una confesión del poder del Señor, Dios de Israel, y de los prodigios que ha realizado en favor de su pueblo (vv. 9-10). Cuando los israelitas descubren el engaño, no quebrantan el pacto que habían establecido con ellos, ya que la fidelidad requiere mantener siempre los compromisos contraídos. Es una lección importante para el pueblo de Dios a lo largo de su historia. Sus antepasados permanecieron fieles a las alianzas establecidas con Dios y con los hombres, y tomaron posesión de la tierra prometida; el incumplimiento de la Alianza será el motivo por el que siglos después Dios permitirá que sean expulsados de esa tierra.
Jos 10, 1-43. El ataque a los gabaonitas, aliados de Israel, por parte de la coalición formada por los reyes de la región central y meridional de Canaán propicia una batalla que dejará en manos de los israelitas las fortalezas que dominaban esa región. En este avance rápido de la conquista por ese amplio territorio, el autor sagrado subraya una vez más que la victoria es un don de Dios, que luchaba a favor de Israel (vv. 14 y 42). Esto se hace notar con la indicación de que la mayor parte de las bajas en el ejército enemigo no las produjo la espada de los israelitas sino que fue obra de las piedras de granizo que Dios hizo caer desde el cielo; incluso la aparición del sol después de la larga y densa oscuridad de la tormenta supuso una prolongación del día que sirvió para que el pueblo terminara de destruir a sus enemigos. El recuerdo de aquellos acontecimientos memorables quedó plasmado en el Libro del Justo (v. 13), una composición poética en la que se cantaban las hazañas de los héroes israelitas; aparece citada también en 2S 1, 18, pero no ha llegado a nosotros.
Jos 10, 13-14. Éste fue uno de los textos que se invocó en la polémica del heliocentrismo con ocasión del llamado caso Galileo. Pero en la base de la polémica había una comprensión equivocada de la naturaleza de los textos sagrados por parte de algunos teólogos de aquel tiempo. Ya San Agustín y Santo Tomás habían explicado el sentido salvífico que tenían los libros santos; posteriormente el papa León XIII resumió la doctrina: Los escritores sagrados, o más exactamente, “el Espíritu de Dios que hablaba por medio de ellos, no quiso enseñar a los hombres estas cosas (a saber, la constitución íntima de los objetos visibles) que no tienen importancia alguna para la salvación eterna” (S. Agustín, De Gen. Ad litt, 2, 9, 20), por lo que ellos, más que atender a la investigación de la naturaleza, describen a veces objetos y hablan de ellos (…) como lo exigía el lenguaje común de aquella época (…). Dado que en el lenguaje común lo que se expresa propiamente y en primer lugar es lo que cae bajo los sentidos, así también el escritor sagrado (tal como nos advierte el Doctor Angélico) “atiende a lo que aparece ante los sentidos” (S. Th., I, q. 70, a. 1, ad 3), es decir, a aquello que Dios mismo, hablando a los hombres, expresó de modo humano para hacerse comprender por ellos (León XIII, Providentissimus Deus, EB 121).
El Señor obedeció a la voz de un hombre (v. 14). Más que la alusión a que el sol se detuviera es digno de resaltarse el hecho de que Dios ajuste su actuación a lo que piden las palabras de un hombre. Meditando sobre este texto comenta San Alfonso María de Ligorio: Pasma el oír que Dios obedeció a Josué cuando ordenó al sol que se detuviese en su carrera (…). Pero sorprende más el oír que con pocas palabras del sacerdote, el mismo Dios baja obediente a los altares y donde quiera que lo llame, todas las veces que lo llame, y se ponga en sus manos (Selva de materias predicables 1, 1, 3).
Jos 11, 1-15. De modo análogo a como se había narrado la conquista de las regiones central y meridional, se relata ahora la conquista de la zona septentrional de Canaán. También el motivo para plantear la batalla es dar respuesta al ejército formado por los reyes de la región que se habían coaligado contra Israel. El autor sagrado no deja de hacer notar que el Señor infunde tranquilidad y confianza a su pueblo, prometiendo que Él les dará la victoria, tal y como realmente sucede.
Jos 11, 15 Este último episodio de la toma de posesión de la tierra prometida se concluye ratificando la fidelidad de Josué a su misión personal de llevar a término la tarea divina iniciada por Moisés. La lógica de Dios se apoya en la fidelidad de los hombres a lo recibido de parte de Dios, para llevarlo a cabo y transmitirlo en toda su integridad a los que vendrán después. Entregar lo recibido es una dimensión característica de la Tradición Apostólica, de acuerdo con la enseñanza de San Pablo: Yo recibí del Señor lo que también os transmití (1Co 11, 23; cfr Jos 15, 3). Y es una responsabilidad permanentemente actual para todos los cristianos.
Jos 11, 23 Concluida la toma de posesión de la región septentrional, la ocupación de la tierra de Canaán ha llegado a su fin. Se hace, pues, una recapitulación del territorio conquistado por Josué para dejar constancia de que Dios ha cumplido sus promesas, y que desde ese momento el país descansó de la guerra. Una vez que Dios hizo todo eso sólo quedaba que también los israelitas cumplieran lo establecido en su Alianza con el Señor.
Jos 12, 1-24. Como complemento del breve resumen descriptivo de la tierra que Dios había entregado a su pueblo, se ofrece el elenco de los reyes que dominaban ese territorio y que fueron vencidos gracias al apoyo prestado por Dios a su gente. La tarea fue iniciada por Moisés (vv. 2-6) y culminada por Josué (vv. 7-24). Treinta y un reyes derrotados por Josué sería una buena cifra para llenar de orgullo a los ejércitos de Israel, pero todo el pueblo sabe bien que no ha sido mérito suyo sino un don que el Señor les ha concedido.
Jos 13, 1-Jos 21, 45. Una vez establecido que la tierra de Canaán es propiedad de Israel, ya que la ha recibido como donación de Dios que ha cumplido la promesa hecha a sus padres, se deja constancia por escrito del reparto entre las tribus, enumerando los límites de cada heredad así como las ciudades que se incluyen en ella. Según se desprende de algunos breves comentarios incidentales, se trata de fijar los derechos sobre las tierras y poblaciones adjudicadas a cada tribu, más que de posesiones adquiridas de hecho. Así, cuando, pasado el tiempo, los israelitas regresen a su tierra desde la deportación de Babilonia tendrán un punto de referencia para reclamar la posesión del territorio de su familia.
Esta segunda parte del libro, de redacción sacerdotal, incluye los detalles de ese reparto. Se presenta en tres etapas. La primera ya había tenido lugar en las campiñas de Moab, y en ella Moisés había adjudicado las tierras de Transjordania a las tribus de Rubén, Gad y a media tribu de Manasés (Jos 13, 1-33). La segunda fase del reparto se sitúa en Guilgal, y en ella se adjudican los territorios a las tribus más importantes: Judá, Efraím y el resto de la tribu de Manasés (Jos 14, 1-Jos 17, 17). En un tercer momento los israelitas se reúnen en Siló para distribuir el resto del territorio entre las demás tribus (Jos 18, 1-Jos 19, 51). Como colofón se enumeran las ciudades de refugio (cfr nota a Jos 20, 1-9) así como las asignadas a los levitas (Jos 20, 1-Jos 21, 45).
Cabe señalar el hecho de que la adjudicación de territorios se realiza en lugares ligados a santuarios, como Guilgal y Siló, y por sorteo. De este modo se expresa, una vez más, que la tierra no es propiedad adquirida por cada tribu con sus propios medios, sino que toda ella es de Dios, que la ha entregado a Israel. El modo establecido para realizar el reparto entre las tribus, el sorteo, no permite maniobras particulares para recibir lo que se desea, sino que deja en manos de Dios, único propietario, la adjudicación de los territorios que corresponden a cada uno.
Jos 13, 1-7. Conforme a lo narrado en la primera parte del libro podría parecer que Israel logró dominar toda la tierra de Canaán en poco tiempo. La realidad no fue así. Aquí se hace notar que todavía estaban lejos de tener un dominio pleno sobre toda la zona, y en el libro de los Jueces se darán detalles más precisos de cuál podría ser la situación de los israelitas que iban llegando para instalarse en el país.
Jos 13, 8-32. En Nm 32, 1-42 y Dt 3, 12-20 se dice que los hijos de Rubén y de Gad pidieron a Moisés quedarse con la tierra que ya habían conquistado en Transjordania, ya que eran tierras de pastos y ellos tenían ganado. Moisés accedió a su petición, aunque les impuso la condición de que no abandonaran a sus hermanos, sino que les ayudasen en la ocupación de su tierra al otro lado del Jordán. Una vez aceptada esa condición, realizó un reparto de Transjordania entre esas tribus y una parte de la tribu de Manasés. Ahora, cuando se va a describir la distribución de toda la tierra prometida entre las tribus de Israel, se respeta aquella primera partición y se deja aquí constancia de ella, completando el elenco que allí se hacía de las ciudades que correspondían a cada tribu con algunas otras de las que no se hablaba en esos textos.
Jos 13, 33 Se insiste por segunda vez (cfr Jos 13, 14) en que a la tribu de Leví no le fue adjudicado ningún territorio (cfr Dt 18, 1-8; Nm 18, 8-32 y las notas correspondientes). A la tribu de Leví se le habían reservado en exclusiva las tareas de servicio del culto; a esas tareas deberían dedicarse en plenitud y, lógicamente, vivir de ellas. No tendrán por tanto ningún territorio en propiedad para sus cultivos, sino que vivirán entre sus hermanos y se alimentarán de la parte que les pertenece de sus ofrendas, sacrificios y aportaciones para el culto (cfr Dt 12, 6-12; Dt 14, 22-29; Dt 26, 1-15).
Los sacerdotes del Nuevo Testamento nada tienen que ver con los levitas, puesto que no reciben el sacerdocio por generación, sino por vocación ratificada en el sacramento del Orden; por otra parte son sólo ministros de Jesucristo, único y verdadero sacerdote. Sin embargo, como su dedicación al ministerio ocupa todo su tiempo, la Iglesia ha dispuesto que puedan recibir una remuneración adecuada: Los presbíteros, dedicados al servicio de Dios en la realización de la tarea a ellos confiada, merecen recibir una justa remuneración, porque “el obrero merece su salario” (Lc 10, 7), y “el Señor, a los que anuncian el Evangelio, les mandó vivir del Evangelio” (1Co 9, 14). Por eso en la medida en que no se haya asegurado de otra forma una justa remuneración de los presbíteros, los propios fieles, ya que los presbíteros se ocupan de su bien, tienen verdadera obligación de preocuparse de que se les proporcionen los medios necesarios para llevar una vida digna y respetable (Conc. Vaticano II, Presbyterorum ordinis, 20).
Jos 14, 1-5. En el libro del Génesis se dice que el patriarca José, antes de la llegada de sus hermanos y de su padre, tuvo dos hijos en Egipto llamados Efraím y Manasés (cfr Gn 41, 50-52). Al efectuar el reparto de la tierra prometida se adjudicó un territorio a cada tribu patriarcal, pero a la casa de José se le asignaron dos heredades, una para la tribu de Manasés -con una parte en Transjordania y otra en Canaán- y otra para Efraím, de acuerdo con lo dicho por Jacob antes de morir (cfr Gn 48, 5-6). Sin embargo, como a la tribu de Leví no se le adjudicó ningún territorio en propiedad (cfr Jos 13, 14.33), el número total de heredades repartido entre las tribus de Israel se mantuvo en doce.
Jos 14, 6-15. El clan de Caleb tuvo particular importancia en la época en que las tribus israelitas se asentaban en Canaán. Según parece, era de origen edomita (cfr Gn 36, 42) y posteriormente se incorporó a la tribu de Judá. Así consta en el libro de los Números, donde se dice que Caleb fue uno de los exploradores enviados por Moisés desde Cadés a la tierra prometida, el designado por la tribu de Judá (cfr Nm 13, 6). Al regreso, cuando los demás exploradores desalentaron al pueblo magnificando las dificultades que iban a encontrar, sólo Caleb y Josué hicieron frente a la murmuración suscitada y animaron a emprender la conquista confiando en el Señor (cfr Nm 13, 30 y Nm 14, 6-9). Como premio a su fidelidad, se prometió a Caleb que llegaría a entrar en la tierra prometida y recibiría en heredad la región que había inspeccionado (cfr Nm 14, 24). Ahora, cuando se está haciendo en Guilgal el reparto de toda la tierra, Josué le entrega su heredad, de acuerdo con lo que el Señor le había prometido. Se trata de un pequeño episodio más, pero al que el autor sagrado ha concedido particular relevancia situándolo al comienzo del reparto de la tierra que correspondió a Judá para insistir en que Dios cumplió siempre todos sus compromisos.
Jos 15, 1-63. La descripción del territorio de Judá es exhaustiva: definición detallada de los límites que le corresponden y enumeración de ciudades en las distintas regiones. A Judá se le adjudica todo el sur de Canaán. Es, con mucho, la tribu de la que se proporcionan más detalles geográficos. La descripción de las fronteras, especialmente la del norte que limita con el territorio de Benjamín, es muy precisa. Es, además, la única tribu de la que se incluye un elenco exhaustivo de sus ciudades. Esta circunstancia indica, de una parte, que era la zona mejor conocida por quienes escribieron estos documentos; y, de otra, subraya la importancia que se concede a esta tribu entre todas las demás, como ya había sido puesto de manifiesto en las cifras de los censos incluidos en el libro de los Números (cfr Nm 1, 26-27 y Nm 26, 19-22). Refleja también cómo toda la actividad religiosa de Israel se centralizaba en la tribu de Judá cuando se escribieron estos elencos.
La segunda parte del versículo 59 falta en el texto hebreo, pero está atestiguada en el texto griego y ha sido recogida por la Neovulgata.
Jos 16, 1-Jos 17, 18. Una vez descrita en detalle la heredad adjudicada a Judá, se delimita el territorio correspondiente a Efraím (Jos 16, 5-10) y Manasés (Jos 17, 1-17), dos tribus que tendrán una gran relevancia en la historia posterior del pueblo de Israel. A ambas tribus, que componen la casa de José, corresponde la mayor parte de la zona central de Canaán. Se realza su importancia por la minuciosidad en la descripción de sus heredades y por realizarse la adjudicación simultáneamente con la tribu de Judá. Sin embargo, las fronteras no están descritas con el mismo detalle que las de Judá ni se incluye el elenco de ciudades que les pertenecen.
Jos 18, 1-Jos 19, 51. El escenario del reparto a las restantes tribus de Israel se traslada de Guilgal, cerca del Jordán en las proximidades de Jericó, a Siló, en las montañas de la región central de Canaán. En esta ocasión los territorios que se han de distribuir son peor conocidos que los anteriores y se impone hacer un registro antes de distribuirlos. Cuando todo esté preparado, la adjudicación de las heredades se realizará por sorteo, para que sea el Señor quien asigne a cada uno su territorio.
Como consecuencia de ese reparto, correspondió a Benjamín (Jos 18, 11-20) una franja de terreno en la zona central que separa la heredad de Judá de las asignadas a la casa de José, y a Simeón algunas ciudades en el territorio de Judá. Las demás tribus obtuvieron sus heredades en la zona norte de Canaán. El caso más singular es el de Dan (Jos 19, 40-51), a la que se adjudica un territorio en la Sefelá; sin embargo, los danitas conquistaron unas ciudades y sus terrenos en la zona más septentrional y se establecieron allí.
Jos 20, 1-9. Concluido el reparto de la tierra prometida entre las tribus, se designan seis ciudades de refugio (cfr notas a Nm 35, 1-34). Su existencia estaba prevista en el Código de la Alianza (cfr Ex 21, 13) y en el Código Deuteronómico (cfr Dt 19, 1-13), donde se especifican con más detalle las condiciones en las que se admitirá en ellas al homicida, y se señala que tres estarán en Transjordania; a la vez se ordena a Israel que cuando pase el Jordán reserve otras tres ciudades para este fin (cfr Dt 19, 1-10). Las seis ciudades que ahora se señalan están bien distribuidas en el territorio, tres a cada lado del Jordán: una en el norte, otra en el centro y otra en el sur de cada parte.
Jos 21, 1-42. Después de las ciudades de refugio para el homicida se enumeran las cuarenta y ocho ciudades reservadas a los levitas (cfr Nm 35, 1-8 y nota correspondiente). La relación tan minuciosa refleja la importancia de los sacerdotes y levitas en la sociedad israelita, sobre todo después del destierro, cuando terminó de redactarse este libro.
Jos 21, 43-45. La segunda parte del libro de Josué concluye con la afirmación explícita de que Dios cumplió todos sus compromisos con Israel. La fórmula final (v. 43) es una bella invitación a la confianza en el Señor. Dios es un Dios fiel (cfr Dt 7, 9; Dt 32, 4), que siempre mantiene sus promesas (cfr Tb 14, 4) y nunca deja de cumplir lo que establece (Is 55, 11).
Jos 22, 1-Jos 24, 33. En estos capítulos que constituyen el epílogo del libro reaparecen los dos mismos temas del prólogo (Jos 1, 1-18), aunque ahora con más extensión y en orden inverso al seguido entonces. Se subraya de nuevo que todo el pueblo ha realizado unido, sin que faltase nadie, la conquista del país. Una vez concluida ésta, los de las tribus de Transjordania regresan a su territorio; y para que con el paso del tiempo el Jordán no llegue a ser una frontera que separe las tribus, erigen un altar que no se dedicará al culto, sino que será testimonio de que ellos, lo mismo que sus hermanos, confiesan que el Señor es Dios (Jos 22, 1-34). Por último, se indica que Josué, el sucesor de Moisés, ya ha cumplido su misión; antes de morir exhorta a todo el pueblo a mantenerse fiel al Señor que les ha entregado la tierra en la que habitan y a cumplir la Alianza que el Señor hizo con sus antepasados y que ahora ellos renuevan en Siquem (Jos 23, 1-Jos 24, 33).
Jos 22, 1-8. En todo este libro se exhorta a la fidelidad en el cumplimiento de los compromisos contraídos. Dios ha sido fiel entregando a su pueblo la tierra que había prometido a sus padres. También se hace notar la fidelidad de las tribus de Transjordania que han cumplido lo mandado por Moisés y no han abandonado a sus hermanos en la toma de posesión de sus territorios. Ahora que se ha llegado al final de esa tarea, regresan a su heredad con la bendición de Josué, que alaba la obediencia de estos hombres y les augura una vida venturosa siempre que mantengan la misma fidelidad al Señor que han demostrado en esta ocasión.
Jos 22, 9-34. Al hablar del regreso de las tribus de Transjordania, el texto sagrado recoge una antigua tradición acerca de un altar que existía junto al Jordán, y que fue motivo de disensiones. En efecto, de acuerdo con el espíritu y las prescripciones del Deuteronomio sólo podría haber un lugar adecuado para el culto y para ofrecer sacrificios al Señor (cfr Dt 12, 2-12). La unidad en el culto era manifestación de que sólo hay un Dios, y se evitaba de ese modo el peligro de que se introdujeran costumbres idolátricas al realizar acciones de culto en otros santuarios, o sacrificar en otros altares. Por eso, el altar erigido por las tribus de Transjordania junto al Jordán, a la vista de los demás israelitas, es interpretado por éstos como un comienzo de infidelidad, al no ajustarse a las normas previstas.
El redactor, al narrar esa tradición, explica en el discurso de los representantes de las demás tribus y en la respuesta de los de las tribus transjordanas la trascendencia teológica de la unicidad del culto como manifestación de servicio a un único Dios. Cuando se deja claro que en ese altar no se ofrecerán sacrificios ni habrá ninguna actividad cultual al margen del culto legítimo, pues se trata sólo de una representación emblemática que recuerde a unos y a otros que el Señor es el único Dios de todos, sus hermanos quedan conformes y bendicen al Señor. El altar no sería motivo de separación, sino signo de unión que sirviera para superar la frontera natural de separación entre las tribus que es el río Jordán.
Jos 23, 1-16. Josué, antes de morir, dirige un discurso al pueblo en el que recapitula e interpreta en sentido religioso los acontecimientos que han vivido. También en esto sigue las huellas de Moisés (cfr Dt 1, 1ss.). Es característico del redactor deuteronomista incluir estos discursos de los grandes personajes en los momentos importantes de la historia. Las palabras de Josué resultan particularmente emotivas. El mensaje que transmite es prácticamente el mismo que Dios le comunicó a él cuando murió Moisés (cfr Jos 1, 1-9): una invitación a fiarse del Señor y a cumplir enteramente su Ley. Promesas y amenazas se entrecruzan con la insistencia en la necesidad de ser fieles para conservar la tierra recibida de Dios. La exhortación resulta apremiante, como también lo fue para los israelitas en momentos posteriores de la historia, especialmente en las duras circunstancias del destierro.
La asimilación por parte de Josué de ese mensaje que deja en herencia al pueblo constituyó la gran tarea de su vida. Primero fue el Señor quien le dio instrucciones. Con el decurso de los acontecimientos pudo comprobar por propia experiencia la verdad que encerraban las palabras divinas: el Señor dispersó en su presencia a sus enemigos, entregó a su pueblo la tierra que le había prometido, cumplió con todas sus promesas. La experiencia de la eficacia que Dios había concedido a los suyos al esforzarse por seguir el camino que les proponía, sin desviarse ni a un lado ni a otro, le reforzó el convencimiento de que valía la pena ser fiel al Señor. Por eso, cuando se acerca el momento de su muerte, propone a los israelitas como cosa suya lo que Dios le había propuesto a él mismo al inicio de su tarea.
Algo análogo sucedió, en plenitud, con Jesús, cuya vida es ejemplo de un empeño continuo por identificarse con la voluntad del Padre: desde su infancia (cfr Lc 2, 49) hasta la cruz su alimento es cumplir los designios de quien le ha enviado: Padre, si quieres, aparta de mi este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya (Lc 22, 42). Por eso, San Pablo podrá proponer su ejemplo a todos los cristianos: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, (…) se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Y por eso Dios lo exaltó (Flp 2, 5-6.8-9). Ese es también hoy el camino para los que siguen al Señor: escuchar su palabra y acoger sus planes para cada uno. Asimilar y llevar a la práctica ese mensaje es una tarea que da sentido a toda una vida. Y en la medida en que se experimenta la eficacia divina, el afán de dar testimonio a los demás de esa extraordinaria realidad adquiere una fuerza irresistible.
Jos 24, 1-28. El libro de Josué es, más que un reportaje de acciones bélicas, una extraordinaria lección de teología sobre la fidelidad de Dios que siempre cumple sus promesas y una llamada a corresponder a esa fidelidad. Así lo confirma el hecho de que el libro termine con la ratificación de la Alianza, con la renovación, por parte de la gente que ha tomado posesión de la tierra prometida, del compromiso asumido por sus padres en el Sinaí. La ceremonia se sitúa en Siquem. Después del prólogo histórico en el que se recuerda cuanto ha hecho el Señor por los israelitas (vv. 2-13), Josué interroga al pueblo sobre su determinación de permanecer fiel al Señor (vv. 14-24). Cuando todos a una asumen el compromiso de servir al Señor y obedecerle en todo, se lleva a cabo el rito que ratifica la Alianza (vv. 25-27). Estos elementos aparecen en algunos pactos hititas de vasallaje pertenecientes al segundo milenio a.C. Por tanto, además del carácter religioso, la Alianza tenía fuerza de ley.
La Alianza está en la base de la moral cristiana, pues supone comprender que Dios dirige la historia y elige a los que han de asumir un compromiso concreto de fidelidad: La doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe -de la obediencia de la fe (cfr Rm 16, 26)-, por la que “el hombre se entrega entera y libremente a Dios”, y le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad” (Dei verbum, 5). (…) En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: “Yo, el Señor, soy tu Dios” (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cfr Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8, Mi 6, 8) (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 66).
Jos 24, 29-31. En el escueto relato de su muerte (cfr Jc 2, 8-9) Josué recibe el título de siervo del Señor (v. 29) que hasta este momento no se le había aplicado en el texto, sino que se había reservado sólo para Moisés (cfr Jos 1, 1.13.15; Jos 8, 31.33; etc.). Ahora, al culminar una vida de entrega al Señor, es digno de esa fórmula de reconocimiento análoga a la empleada en la parábola evangélica: Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho; entra en la alegría de tu señor (Mt 25, 21).
Jos 24, 32-33. Se deja constancia de que los huesos de José encontraron sepultura en la tierra que sus descendientes recibieron como heredad, cumpliendo un deseo que había manifestado antes de su muerte (cfr Gn 50, 24-25).
También Eleazar, el sacerdote que había estado siempre junto a Josué -como Aarón había acompañado a Moisés- muere y es sepultado. Se cierra así la generación de los hijos de Israel que tomaron posesión de la tierra que Dios prometió a sus antepasados.
Jc 1, 1-Jc 3, 6. Con el libro de Josué culminaba el relato de los orígenes de Israel como pueblo elegido por Dios, que fue conducido por Él hasta la posesión de una tierra buena en la que habitar. El Señor había cumplido sus promesas.
En el libro de los Jueces comienza la narración de la historia de ese pueblo en la tierra que Dios le entregó, recogiendo las más antiguas tradiciones sobre los primeros acontecimientos vividos por las tribus israelitas en Canaán. La historia que ahora se inicia, y que continúa en los libros de Samuel y de Reyes, terminará con la expulsión del pueblo de esa tierra y con la deportación de sus personajes más representativos a la cautividad de Babilonia (siglo VI a.C.). En este libro, escrito tras sufrir la experiencia del destierro, se interpretan los recuerdos que los israelitas habían recibido de sus antepasados sobre los primeros momentos en la tierra prometida.
En la división del libro suele considerarse esta sección como prólogo introductorio que, a su vez, consta de dos partes. Primero se habla de la llegada de las tribus israelitas a la tierra de Canaán y del paulatino asentamiento en sus territorios (Jc 1, 1-36). Después se expresa la enseñanza teológica fundamental del libro: Israel permanecerá en esa tierra mientras sea fiel al Señor, pero en la medida en que se aparte de Dios dejará de contar con el favor divino; el Señor ha dado reiteradas muestras de su fidelidad suscitando jueces que salvaran al pueblo de las situaciones comprometidas en las que se fue encontrando, pero Israel reincidió una y otra vez en la infidelidad (Jc 2, 1-Jc 3, 6).
Cuando se escribió este libro, esa enseñanza ayudaría a entender que la enorme desgracia de la cautividad de Babilonia no fue consecuencia de un debilitamiento de la fuerza y el poder del Señor, sino de las repetidas infidelidades del pueblo. No hubo, pues, motivos para dudar de Dios ni para quejarse de Él. Quedaba, sin embargo, una puerta abierta a la esperanza. Ese Dios que se había compadecido de los israelitas una y otra vez y les había prestado su ayuda en repetidas ocasiones, a pesar de las manifiestas infidelidades de ellos, también se podría compadecer una vez más de los suyos y traerles la salvación. Y así sucedió cuando Ciro permitió el regreso de los deportados.
Cuando hoy leemos este libro, que conserva recuerdos de costumbres arcaicas que tal vez hieran nuestra sensibilidad, podemos considerar que la infidelidad, violencia, falta de respeto a la vida, dignidad y posesiones de las personas que reflejan estos relatos siguen estando presentes en el mundo en que vivimos. Su lectura ayuda a contemplar la realidad en una perspectiva de fe, a preguntarnos sobre nuestra fidelidad a Dios en vez de poner en duda las verdades de la fe o sublevarnos por dentro. A la vez nos llena de confianza contemplar la fidelidad de Dios que sigue actuando en la historia y que ha dado muestras de su misericordia al enviar a su Hijo para alcanzarnos la salvación.
Jc 1, 1-36. La imagen que ofrecen estas páginas de las tribus israelitas luchando por conseguir asentarse en la tierra de Canaán es algo diversa de la que podría deducirse de las narraciones contenidas en el libro de Josué. Allí, para manifestar mejor la unidad del pueblo, no se aludía con claridad a que las acciones de las tribus para dominar el territorio habían sido con frecuencia individuales. Ahora, se hace notar que la llegada de las tribus israelitas no tuvo lugar mediante una invasión organizada, sino que cada tribu fue ocupando paulatinamente la región a la que llegaba, sin lograr controlarla por completo. Lo más probable es que el primer asentamiento tuviera lugar en el campo y en las aldeas, y sólo después de mucho tiempo los israelitas consiguieran dominar los valles y las zonas más fértiles, y habitar en las grandes ciudades.
Aunque en la mayor parte de las narraciones contenidas en el libro de los Jueces no se habla de la tribu de Judá, la narración del establecimiento de las tribus en la tierra de Canaán comienza por dicha tribu debido a la importancia que tenía cuando se compuso este libro (v. 2). En realidad, no se proporcionan muchos detalles sobre su acción conquistadora; se incluyen, en cambio, algunos relatos anecdóticos como el del castigo impuesto a Adoní-Bézec (v. 6), aplicándole la ley del Talión (cfr Lv 24, 19-20), y la ocupación del territorio de Hebrón (v. 10), ya conocidos por el libro de Josué (cfr Jc 15, 13-19).
Una vez terminados los relatos sobre la lucha de Judá por su territorio, se confirma que Caleb recibió la ciudad de Hebrón y después, de modo muy escueto, se dan noticias de lo sucedido al resto de las tribus. En todos los casos se hace notar que cada una de ellas fue esforzándose por dominar su territorio, pero que no llegaron a conseguirlo plenamente, porque los cananeos eran más fuertes que ellos. En la enumeración de las tribus se sigue un orden que va de sur a norte. Después de tratar de Caleb, se habla de la tribu de Benjamín, más adelante de la Casa de José (Efraím y Manasés) (v. 22), y a continuación del resto de las tribus hasta terminar con la de Dan (v. 34). Precisamente en ese orden se inspiró el autor del libro para colocar los relatos que le habían llegado acerca de los principales jueces. Primero habla de Otniel, que es del clan de Caleb (Jc 3, 7-11); después de Ehud, que pertenece a Benjamín (Jc 3, 12-30); siguen los jueces de la Casa de José: Débora, de Efraím (Jc 4, 1-5, 32), y Gedeón, de Manasés (Jc 6, 1-Jc 8, 35); más adelante se habla de Jefté, procedente de Galaad, en Transjordania (Jc 10, 6-Jc 12, 7); y por último de Sansón, de la tribu de Dan (Jc 13, 1-Jc 16, 31).
El nombre de Jobab (v. 16) no aparece en el texto hebreo. La Neovulgata lo incluye de acuerdo con el texto griego y otras versiones antiguas.
Jc 1, 18 Judá conquistó Gaza…. Así según el texto hebreo; pero la versión griega dice: Judá no conquistó Gaza…, que es más coherente con el v. 19.
Jc 2, 1-Jc 3, 6. El autor sagrado explica por qué no consiguieron dominar la tierra en la que habitaban: los israelitas no fueron fieles a la Alianza con Dios, y por eso el Señor permitió que no pudieran vencer a los cananeos (Jc 2, 1-5).
Después de repetir casi al pie de la letra los escuetos detalles sobre la muerte y sepultura de Josué que figuran al final del libro que lleva su nombre (Jc 2, 6-9; cfr Jos 24, 28-31), se expone con detenimiento la interpretación teológica de lo sucedido en esos tiempos remotos (Jc 2, 11-23). Las gentes de Canaán adoraban a Baal, dios de la lluvia y de las cosechas, y a Astarté, diosa de la fertilidad; se fabricaban figurillas y les daban culto. Como los israelitas con frecuencia se sentían atraídos hacia esas costumbres idolátricas, olvidándose del Señor, Dios, que les había entregado aquella tierra, permitía que sus enemigos los despojaran. Pero ese Dios, clemente y misericordioso, al contemplar su angustia, se compadecía de su pueblo antes de que ellos recapacitaran y se convirtieran, y les enviaba jueces que los salvaran de esas situaciones comprometidas. Sin embargo, una vez restablecida la serenidad, el pueblo volvía a dar culto a los ídolos cananeos. Como esta situación se repitió una y otra vez, Dios no apartó definitivamente de su presencia a quienes hostigaban a su gente (Jc 2, 20-23). De esta manera pudo probar la fidelidad de los israelitas (Jc 3, 1-6) y atestiguar que continuamente fueron infieles. Esa fue la historia de Israel hasta la llegada del destierro. Así, el autor sagrado enseña la gravedad de los pecados del pueblo, pero también la misericordia divina, que es más eficaz y siempre prevalece: En cierta ocasión -predicaba San Josemaría Escrivá-, oí comentar a un desaprensivo que la experiencia de los tropiezos sirve para volver a caer, en el mismo error, cien veces. Yo os digo, en cambio, que una persona prudente aprovecha esos reveses para escarmentar, para aprender a obrar el bien, para renovarse en la decisión de ser más santo. De la experiencia de vuestros fracasos y triunfos en el servicio de Dios, sacad siempre, con el crecimiento del amor, una ilusión más firme de proseguir en el cumplimiento de vuestros deberes y derechos de ciudadanos cristianos, cueste lo que cueste: sin cobardías, sin rehuir ni el honor ni la responsabilidad, sin asustarnos ante las reacciones que se alcen a nuestro alrededor -quizá provenientes de falsos hermanos-, cuando noble y lealmente tratamos de buscar la gloria de Dios y el bien de los demás (Amigos de Dios, 164).
Jc 3, 7-11. El primer salvador enviado por Dios para librar a su pueblo es Otniel, del clan de Caleb, que ya había sido mencionado al comienzo del libro (cfr Jc 1, 13). A estos enviados por el Señor se les llama jueces. La raíz hebrea que se utiliza para designar a estos personajes y a su función tiene un significado más amplio que el de juzgar. Aunque la administración de justicia era una de sus tareas, su función principal era la de gobernar tanto en el ámbito civil como en el militar. Sobre ellos recaía la responsabilidad de resolver las situaciones comprometidas, liberar a los oprimidos, o restaurar la justicia. En la ciudad de Tiro, al norte de Canaán, hubo unos gobernantes que también utilizaron ese título.
La narración de su actividad salvadora se ajusta al siguiente esquema: a) los israelitas hacían el mal a los ojos del Señor; b) por eso, eran dominados por sus enemigos; c) pero clamaban al Señor que les suscitaba un salvador; d) que impulsado por el espíritu del Señor los libraba de los opresores; e) el país descansaba y alcanzaba de nuevo la paz.
Además de esos datos no se proporciona ningún detalle concreto acerca de Otniel, excepto el nombre del monarca extranjero que los oprimía y fue derrotado: Cusán Risataim. El nombre de este rey en hebreo suena a apodo: Cusán puede estar relacionado con la tierra de Cus, país que estaba situado en la actual Etiopía; Risataim significa doble perversidad; el nombre significa algo así como el etíope doblemente malo (“remalo”).
El autor sagrado estructura de modo análogo la narración de las hazañas de los demás jueces. Organiza de acuerdo con ese esquema las noticias que le proporcionaban las tradiciones de las tribus sobre las gestas de sus jueces: a) los israelitas hicieron el mal (Jc 3, 7; Jc 3, 12; Jc 4, 1; Jc 6, 1; Jc 10, 6 y Jc 13, 1), b) fueron oprimidos (Jc 3, 8; Jc 3, 14; Jc 4, 3; Jc 6, 1; Jc 10, 8 y Jc 13, 1), c) clamaron al Señor y Él les envió un salvador (Jc 3, 9; Jc 3, 15; Jc 4, 3ss.; Jc 6, 7ss.; Jc 10, 10ss.), d) revestido por el espíritu del Señor (Jc 3, 10; Jc 6, 34; Jc 11, 29; Jc 13, 24; Jc 14, 19; Jc 15, 14), e) que, derrotando a los enemigos, trajo la paz a su pueblo (Jc 3, 11; Jc 3, 30; Jc 5, 31; Jc 8, 28; Jc 11, 33).
De este modo se ilustra con recuerdos diversos y de distinta procedencia el mensaje teológico de todo el libro que se había formulado anteriormente (cfr Jc 2, 11-23).
Jc 3, 7 Las aserás o cipos eran monumentos de madera erigidos en forma de tocón de árbol más o menos adornados en honor de la diosa de la fertilidad Aserá, Astarté en griego (cfr Ex 34, 10-28).
Jc 3, 12-30. El segundo juez enviado por Dios del que se habla es Ehud, un benjaminita (v. 15), que vence a Eglón, rey de Moab, región situada en la orilla oriental del Mar Muerto. Los moabitas, contando con el apoyo de los amonitas y amalecitas, habían pasado a la orilla derecha del Jordán y se habían apoderado de Jericó, la ciudad de las palmeras (v. 13), invadiendo el territorio de la tribu de Benjamín (cfr Jos 18, 21).
La narración de sus hazañas se ajusta al esquema habitual del libro (cfr nota a Jc 3, 7-11). El relato es pintoresco y expresa la rudeza de la época. Sin embargo, el autor sagrado no se detiene en hacer una valoración moral de los actos de Ehud. Lo que le interesa es transmitir el recuerdo de la astucia del juez y, sobre todo, enseñar que logró humillar a quien oprimió a su pueblo no con sus dotes personales, sino porque Dios puso el triunfo en sus manos. Apoyado en esta confianza, Ehud llama a los israelitas a enfrentarse con sus enemigos (v. 28) y consigue una gran victoria.
Jc 4, 1-5, 32. Las antiguas tradiciones de las tribus sirven para ilustrar la bondad de Dios, que acudió en su ayuda una y otra vez, a pesar de las repetidas infidelidades de su pueblo. La exposición de lo relativo a Débora es buena muestra del modo en que se ha compuesto el libro. En este caso se conservaba una composición poética muy antigua (Jc 5, 2-31), además de las tradiciones orales sobre las hazañas de esta mujer. El autor sagrado escribe la narración de la victoria de Débora sobre Sísara (Jc 4, 1-24), pero antes de cerrar su relato del modo habitual -y el país descansó durante cuarenta años (Jc 5, 31)- incluye también el canto triunfal (Jc 5, 2-31). Se encuentran, pues, juntas dos versiones de los mismos sucesos con estilo literario muy distinto, una en prosa y otra en verso.
Jc 4, 1-24. Dios cuenta con la colaboración de las mujeres en sus planes de salvación. Llama la atención que en estos relatos tan primitivos se conserve la memoria de las hazañas de dos mujeres: Débora, profetisa que juzgaba al pueblo y que organizó la lucha contra el ejército de un poderoso rey del norte, y Yael, que mató a Sísara, el jefe de ese ejército. El hecho sorprende sobre todo porque en el contexto cultural de la sociedad cananea de aquella época, e incluso en la sociedad israelita posterior, lo habitual era que las mujeres no tuviesen ningún protagonismo fuera del ámbito doméstico. Sin embargo, el Señor, que iba realizando su Revelación de modo progresivo, quiso ya en esta época primitiva elegir a unas mujeres para que salvaran a su pueblo como testimonio de que no sólo cuenta con los hombres en sus planes salvíficos sino que las mujeres también están llamadas a ser protagonistas en esa tarea.
La tradición cristiana ha visto en estas mujeres prefiguraciones de la Virgen María, una mujer excepcional en la historia de la salvación que al ser la Madre del Salvador ha logrado dar muerte al pecado y al dragón infernal. En la salutación de Isabel a María: Bendita tú entre las mujeres (Lc 1, 42) resuenan las palabras con las que se ensalza a Yael en el Canto de Débora: ¡Bendita sea entre las mujeres Yael, / la esposa de Jéber, el quenita; / sea bendita entre todas las mujeres de su tienda! (Jc 5, 24). A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres. (…) Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido por impotente y débil (cfr 1Co 1, 27) para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana, la madre de Samuel (cfr 1S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres. María “sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de Él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación” (LG 55) (Catecismo de la Iglesia Católica, 489).
Jc 5, 1-32. Tanto por su estilo como por la situación histórica que refleja parece probable que este canto de victoria sea una de las piezas literarias más antiguas de todas las contenidas en la Sagrada Escritura. Junto con el tono épico grandioso, el Canto de Débora muestra su imperfección literaria y las corrupciones textuales que debió de experimentar en su larga transmisión oral y escrita. Estas circunstancias presentan serias dificultades para la traducción. De ahí las variaciones en las versiones antiguas y modernas.
El himno comienza con una invitación a alabar al Señor que ha convocado a su pueblo para la lucha (vv. 2-3). Soltarse las cabelleras (v. 2) era, según parece, una muestra de que se estaba dispuesto para el combate.
Se alaba al Señor por haber acudido a salvar a su pueblo (vv. 3-5). La imagen de la tierra y los montes que se estremecen, los cielos que destilan y los montes que se derriten delante del Señor es un modo poético de expresar su poder y dominio sobre todas las fuerzas.
El pueblo se encontraba en una situación difícil con el territorio controlado por sus enemigos -nadie se atrevía a circular por los caminos-, pero no hubo quien se aprestara a combatir hasta que Débora se levantó; mientras tanto, los israelitas en vez de acudir al Señor buscaban otros dioses (vv. 6-8). Débora, junto con Barac, convocaron a los dirigentes y al pueblo de Israel, para que se aprestaran a la lucha (vv. 9-12). Se alaba a quienes acudieron: Efraím, Benjamín, Maquir, Isacar, Zabulón y Neftalí; y se echa en falta a los que hicieron oídos sordos a la llamada: Rubén, Galaad, Dan y Aser (vv. 13-18). En la enumeración de tribus y clanes que fueron convocados sólo se incluyen las tribus de la región septentrional y central (en vez de Manasés se nombra a Maquir, y en vez de Gad, Galaad); y falta toda alusión a la principal tribu del sur, Judá, que probablemente en ese momento no tendría ningún protagonismo.
La ocasión de entablar batalla se presentó en Tanac, junto a Meguido, en donde todas las fuerzas lucharon contra los enemigos de Israel (vv. 19-22), excepto los pobladores de Meroz, que son maldecidos por no prestar su apoyo (v. 23). En cambio, se ensalza a una mujer, Yael, que abatió a Sísara, general del ejército enemigo (vv. 24-27). El canto sigue con ironía: cuando Sísara yace derrotado, su madre lo sigue aguardando expectante y una de las criadas deja correr su imaginación pensando cómo estará repartiendo el botín logrado por su triunfo (vv. 28-30).
El himno termina pidiendo al Señor que proteja siempre a sus amigos del mismo modo que entonces lo hizo: ¡Que perezcan así todos tus enemigos, Señor, / y que brillen tus amigos como el sol naciente, / con todo su resplandor! (v. 31).
Situaciones similares a ésta, en las que se festejaba un triunfo que traía la libertad, dieron lugar a la composición de otros cantos contenidos en la Biblia, como el Canto de María tras el paso del Mar Rojo (Ex 15, 1-21), algunos salmos (cfr caps. Sal 18; Sal 68; Sal 118; Sal 126; Sal 149; y otros), o el canto de Judit (Jdt 16, 1-17), que, si bien es mucho más tardío, presenta algunas similitudes con el de Débora. La costumbre de manifestar el gozo mediante el canto es un modo de bendecir a Dios. Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición. Desde el poema litúrgico de la primera creación hasta los cánticos de la Jerusalén celestial, los autores inspirados anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1079).
Jc 6, 1-Jc 10, 5. Los israelitas reinciden en el mal, Dios permite que sus enemigos los dominen, pero compadecido del sufrimiento de su pueblo envía de nuevo un salvador que los libere. A pesar de las repetidas infidelidades del pueblo, el Señor sigue salvando a los suyos. En esta ocasión el relato de las gestas de Gedeón es mucho más extenso que los anteriores.
Primero se describe con viveza la situación de opresión a la que los madianitas y amalecitas sometieron a Israel, y el motivo por el que esto sucede (Jc 6, 1-10). Después se narra la vocación de Gedeón (Jc 6, 11-32), también llamado Yerubaal, que significa Baal contienda (v. 32) y el inicio de su tarea convocando a las tribus y seleccionando a los hombres con los que se enfrentará a Madián y Amalec (Jc 6, 33-Jc 7, 8). Sigue el relato de la batalla (Jc 7, 9-22) y la persecución de los fugitivos hasta su derrota total (Jc 7, 23-Jc 8, 28). Por último se transmiten algunos datos sobre la ancianidad y muerte de Gedeón (Jc 8, 29-35).
Sin embargo, a continuación, en vez de iniciarse un nuevo ciclo con la aparición de un nuevo juez, el autor sagrado abre un largo paréntesis para hablar de un intento fallido de instaurar una monarquía en Israel. El monarca frustrado fue Abimélec, hijo de Yerubaal, que buscó el apoyo de sus conciudadanos de Siquem para hacerse con el poder pero que no pudo alcanzar su propósito (Jc 9, 1-57).
Para terminar esta parte, se dan unas breves noticias de dos jueces menores: Tolá (Jc 10, 1-2) y Yaír (Jc 10, 3-5).
Jc 6, 1-10. Los madianitas y amalecitas son pueblos nómadas procedentes del desierto (cfr Ex 2, 15; Ex 17, 8-16) que llegaron en masa a las tierras fértiles de Transjordania y Canaán para abastecerse de provisiones desolando los campos de los israelitas.
Como es frecuente en la redacción deuteronomista, un profeta del Señor explicó el motivo por el que Israel no fue capaz de defenderse de sus enemigos y se vio abocado a tales situaciones de opresión: haber desobedecido el mandato del Señor, dando culto a otros dioses (vv. 8-10). Éste es el primer profeta anónimo que aparece en la Biblia; a partir de aquí serán muchos como él los que intervengan en la historia hasta el momento del destierro a Babilonia.
Jc 6, 11-32. Éste es uno de los relatos de vocación más antiguos contenidos en la Sagrada Escritura, a través del cual el hagiógrafo ayuda a discernir algunos rasgos de todo proceso vocacional.
La elección de Dios recae en un hombre que nunca había pensado en ello, que recibe la llamada mientras está trabajando con normalidad en su quehacer cotidiano, desgranando el trigo (v. 11). La llamada se realiza por iniciativa divina. En algunos casos de particular relevancia, como éste, el Señor se sirve de su ángel para transmitir su mensaje (cfr Lc 1, 11.28). Comienza su salutación aludiendo a la cercanía del Señor a su escogido: El Señor está contigo (v. 12; cfr Lc 1, 28), y a la misión a la que es destinado: Dios ha contemplado las necesidades de su gente y lo manda a servir al pueblo de Dios (v. 14). El Señor no se ha fijado en él por sus méritos ni por la nobleza de su familia (v. 15).
Reacción habitual ante la llamada divina es la resistencia a corresponder. Gedeón expone una tras otra sus dificultades y las limitaciones con las que se ve para afrontar esa tarea: ¿por qué nos ha sucedido todo esto? (v. 13), ¿cómo voy a liberar a Israel? (v. 15). E incluso pide una señal que le ratifique el origen divino de la llamada (v. 17). En esta ocasión Dios accede a ofrecer una prueba sensible, que dejará sobrecogido a Gedeón cuando compruebe que realmente se trataba del Señor (vv. 19-22). Por fin, cuando se toma la decisión de entregarse a la tarea propuesta, llegan el consuelo del Señor -no temas- y la paz (v. 23).
En el Antiguo Testamento se habla de muchos personajes que recibieron la llamada del Señor y correspondieron a ella: Samuel (cfr 1S 3, 1-18), David (cfr 1S 16, 1-13), Eliseo (cfr 1R 19, 19-21), y tantos otros. También en el Nuevo Testamento, la respuesta a la vocación de la Virgen María (Lc 1, 26-38), de los Apóstoles (Mt 4, 18-22 y par.; Mt 9, 9 y par.; Jn 1, 35-51), de San Pablo (Hch 9, 1-19), etc., fue decisiva para la historia de la salvación. Dios sigue llamando hoy a mujeres y hombres para que, en nombre del Señor, den abundante fruto divino. Si respondes a la llamada que te ha hecho el Señor, tu vida -¡tu pobre vida!- dejará en la historia de la humanidad un surco hondo y ancho, luminoso y fecundo, eterno y divino (S. Josemaría Escrivá, Forja, 59).
Jc 6, 36-40. El vellocino que se cubre de rocío por la acción de Dios mientras que el resto de lo que hay sobre la tierra permanece seco, ha sido interpretado de modo alegórico como imagen de la concepción virginal de Santa María. Así, por ejemplo, San Juan Damasceno: ¿Qué simboliza el vellocino sobre el cual descendió como el rocío el Hijo de Dios y rey universal, eterno como el Padre y que posee su mismo trono? ¿No se refiere claramente a ti, oh María? (In Dormitionem 1, 9).
Jc 7, 1-8. Una de las lecciones que el autor sagrado repite a lo largo del libro es que la salvación que el pueblo encontraba en las situaciones difíciles era debida a la intervención de Dios y no a las fuerzas de los que luchaban. Ahora se expresa esa enseñanza de modo gráfico: la tropa que Gedeón ha reclutado es demasiado numerosa y si triunfa podría pensar que era por méritos propios. Dios le pide que disminuya el número de gente hasta quedarse solamente con trescientos hombres. Con ellos, Gedeón alcanzaría una gran victoria, gracias al favor de Dios.
Dios no llama a su servicio a los hombres más fuertes o a los que ofrecen más esperanza de poder humano, sino que elige los instrumentos que considera adecuados en cada momento para que se vea que la obra es suya: Considerad si no, hermanos, vuestra vocación; porque no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios y Dios eligió la flaqueza del mundo, para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios (1Co 1, 26-29).
Jc 7, 9-22. El Señor dispone las cosas de modo que Gedeón cobre ánimos para la batalla al escuchar los comentarios que se hacen en el campo madianita. El sueño de la hogaza de pan -cuyo relato escucha Gedeón- simboliza a los israelitas que ya estaban asentados en la tierra y la cultivaban, mientras que la tienda que es derribada es símbolo de los madianitas, que eran nómadas. Aquel hombre lo entiende así, y ve en ese sueño una premonición de su derrota ante Israel.
Llegado el momento decisivo, trescientos hombres bastaron para alejar el peligro que los madianitas y amalecitas habían traído sobre las tribus de Israel durante muchos años. Ha bastado la obediencia de Gedeón y su confianza en Dios para atreverse a ir al campamento enemigo armados solamente con cántaros vacíos y antorchas para alcanzar la victoria. Como en otras ocasiones, no tuvieron que luchar, pues Dios confundió a sus adversarios, que se hirieron entre sí y huyeron despavoridos (cfr Ex 14, 14; 1S 14, 15-23).
Jc 7, 23-Jc 8, 28. Sobre la valoración moral de las acciones de Gedeón, recuérdese lo indicado en la nota a Jc 3, 12-30, sobre Ehud. De nuevo el relato nos presenta actuaciones que no tienen nada de ejemplares. Es indudable que en la época en la que se redacta el libro el juicio del narrador sobre esas acciones es condenatorio y, en el conjunto de la revelación de Dios, tampoco el lector tiene ninguna duda de su inmoralidad. Por eso se puede percibir en la narración una marcada ironía: Dios estaba empeñado en salvar a su pueblo y por ello suscitaba jueces a los que otorgaba sus dones; pero aun así éstos vivían de manera violenta y desenfrenada de modo que sus obras acababan por ser un cebo para ellos (cfr Jc 8, 27), es decir, ocasión de ruina.
Jc 8, 27 El efod del que se habla aquí era un objeto que contenía las suertes con las que se consultaba al Señor (cfr 1S 2, 28; 1S 14, 18 y nota a Ex 28, 6-30). Era, junto con los ídolos domésticos, parte importante del ajuar de los primitivos santuarios (cfr Jc 17, 5; Jc 18, 14-20; Os 3, 4). La creación en Ofrá de un santuario con estas características arrastró a sus habitantes a la idolatría, y a esto alude la expresión todo Israel se prostituyó con motivo del efod.
Jc 9, 1-57. El relato sobre las pretensiones monárquicas de Abimélec enseña la lección de que el único rey de Israel es el Señor, o aquel a quien Él haya ungido, y en este contexto religioso ha de ser leído. Cuando un personaje urde estrategias para hacerse con el poder sobre el pueblo es posible que esté movido por la codicia y el afán de mando, y no por una actitud de servicio. Así sucedió con Abimélec que por hacerse con el poder mató a sus hermanos. Aunque al principio logró seducir al pueblo de Siquem con sus razonamientos, a la larga perdió su confianza y terminó derrotado después de haber hecho sufrir mucho a los que ingenuamente apoyaron su acceso al poder. La fábula de Jotam es un bello ejemplo de cómo los que tienen cosas realmente importantes que hacer (el olivo, la higuera, la vid) encuentran dificultades para dedicarse a gobernar, mientras que los más ineptos (la zarza) ambicionan el poder (vv. 7-15). Abimélec contrasta con los restantes jueces; éstos, elegidos por Dios, traen al pueblo la salvación y la paz; aquél quiso actuar por su cuenta y sólo aportó destrucción, fuego y muerte.
Jc 10, 4 En esta frase el texto hebreo juega con las consonantes de tres palabras: ayir (asno), ir (ciudad) y Yaír (nombre propio). Tuvo treinta hijos que cabalgaban sobre treinta asnos (ayarim). Es decir, que tenían treinta ciudades (arim), a las que se llama Javot-Yaír.
El hagiógrafo da muy pocos detalles de los llamados jueces menores, Tolá y Yaír, pero los suficientes para indicar que nunca faltaron personajes escogidos por Dios para liberar a Israel.
Jc 10, 6-Jc 12, 15. Concluida la narración sobre Abimélec, que el autor sagrado situó unida a la de Gedeón-Yerubaal, reaparece la infidelidad del pueblo y la voluntad salvífica de Dios que vuelve a hacerse presente mediante el apoyo prestado a Jefté, para que resuelva una nueva situación comprometida.
Hasta ahora, además de Otniel, del clan de Caleb -que fue el primero de quien se habló en este libro-, se han contado las hazañas de un juez de cada una de las grandes tribus de la región central de Canaán: Benjamín, Efraím y Manasés. Ahora llega el turno a uno de la región transjordana: Jefté de Galaad.
Se comienza aludiendo al peligro que se cernía sobre los hijos de Israel por el avance de los amonitas, pueblo de origen nómada que se había establecido al este de Galaad, en una región esteparia de escasos recursos naturales, por lo que ocasionalmente penetraban en los territorios israelitas de la Transjordania para proveerse de ganado y del fruto de las cosechas. El texto hace notar que se impusieron a los hijos de Israel debido a la infidelidad de éstos a su Dios al que habían abandonado dando culto a los dioses de los países de alrededor. Después de que reconocieran su pecado, el Señor se aplacó y las dificultades que les amenazaban desaparecieron (Jc 10, 6-16) gracias a la intervención de Jefté. Este personaje de origen poco noble es escogido por los príncipes de Galaad para tomar el mando en la batalla (Jc 10, 17-Jc 11, 11). Antes de entablar combate envía a unos mensajeros que expusieran a los amonitas los motivos históricos que tenía para reivindicar legitimidad de sus derechos de posesión sobre esas tierras de Transjordania (Jc 11, 12-28). Cuando la confrontación parece inevitable, Jefté hace un voto temerario a Dios para implorar su ayuda en la batalla (Jc 11, 29-31). Derrotados los amonitas (Jc 11, 32-33), paga cara su imprudencia con el sacrificio de su propia hija (Jc 11, 34-40). Por último, los efraimitas, que reivindicaban mayor protagonismo en la acción, se enfrentan con Jefté y los hombres de Galaad, y son derrotados (Jc 12, 1-7).
Esta sección del libro termina con breves referencias a algunos jueces menores. Desde el comienzo, se han ido añadiendo escalonadamente las tradiciones de seis jueces menores a las de los jueces mayores, hasta que completen con Sansón el número de doce, el mismo número de las tribus de Israel: al relato del segundo juez mayor, se le añadió el de un juez menor: Samgar; a la del cuarto juez mayor, se le añadieron dos historias de jueces menores: Tolá y Yaír; y ahora, por último, a la historia de Jefté, se le añaden noticias sobre tres jueces menores: Ibsán (Jc 12, 8-10); Elón (Jc 12, 11-12) y Abdón (Jc 12, 13-15).
Jc 10, 6-16. Después de cada acción salvadora de Dios parece que las recaídas en la idolatría son aún más graves. En la historia del primer juez se decía que los israelitas habían dado culto a los baales y a las astartés, divinidades cananeas. Ahora, a estos dioses se añade también el culto a los ídolos de Aram, Sidón, Moab, de los amonitas y filisteos, es decir, los de todos los pueblos que rodean el territorio de Canaán. Parece que no les bastaron los ídolos de la tierra en que vivían, sino que integraron en su culto el de todos los pueblos vecinos. Por eso, así como ellos habían abandonado al Señor, el Señor los dejó de nuevo en manos de sus enemigos. Y entonces, al verse en dificultades, volvieron a clamar reconociendo sus faltas y pidiendo ayuda: Hemos pecado. Haz con nosotros lo que te parezca mejor, pero, por favor, protégenos ahora (Jc 10, 15).
Pese a todo, Dios se compadece una y otra vez de los suyos cuando retornan arrepentidos, como Juan Pablo II lo ha expresado con singular fuerza: El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo, y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve de cara a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo. (…) Tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos (Dives in Misericordia, 4).
Jc 10, 17-Jc 11, 11. La presentación que se hace de Jefté guarda un cierto paralelo con la de Abimélec: éste era hijo de una concubina (Jc 8, 31) y Jefté de una prostituta (Jc 11, 1); en ambos casos hay un enfrentamiento con sus hermanos: Abimélec mató a los suyos (Jc 9, 5) mientras que Jefté fue rechazado por ellos (Jc 11, 2). En estas historias de jueces están latentes los primeros intentos de instaurar un gobierno estable. Primero se dio un ofrecimiento a Gedeón que lo rechazó (Jc 8, 22-23); después Abimélec intentó conseguirlo con el apoyo de los ciudadanos de Siquem, pero fracasó (Jc 9, 1-57); por fin, Jefté fue llamado por los ancianos de Galaad para mandar sobre sus tropas (Jc 11, 5-11). Todavía no se utiliza el título de rey, pero se están preparando los comienzos de la monarquía.
Jefté gozaba de unas dotes extraordinarias para la guerra (Jc 11, 1), pero también de una profunda confianza en el Señor (Jc 11, 9). Era hijo de una prostituta y fue rechazado por sus hermanos. Sin embargo, Dios lo eligió para salvar a su pueblo. Una vez más el texto sagrado subraya la gratuidad de la elección: Dios se fija en quien es despreciado por los hombres y cuenta con él para realizar grandes tareas en favor de los suyos. Por el rechazo de sus conciudadanos que tuvo que soportar, San Agustín lo consideró figura de Cristo: A Jefté lo reprobaron sus hermanos y lo echaron de la casa paterna (…). Eso mismo hicieron contra el Señor los príncipes de los sacerdotes y los escribas y los fariseos, que parecían gloriarse de la observancia de la ley, acusándole a él como si fuera un destructor de la ley y, por eso, como si fuera un hijo ilegítimo. (…) Ya el hecho mismo de que los que habían despreciado a Jefté -era también una galaadita- se volvieran a él y le buscaran para que los librara de sus enemigos, ¡de qué manera tan clara prefigura y significa que los que despreciaron a Cristo, vueltos de nuevo a él, encuentran en él la salvación! (S. Agustín, Quaestiones in Heptateuchum 7, 49).
Jc 11, 29-40. La Biblia contiene leyes claras que, además de condenar la muerte de un inocente (Ex 23, 7), consideran un gravísimo pecado, como crimen e idolatría, el sacrificio humano (cfr Lv 18, 21; Lv 20, 2-5; Dt 12, 31; Dt 18, 10; Mi 6, 7). Estos sacrificios humanos eran frecuentes entre los pueblos vecinos a Israel, como lo demuestran algunos textos ugaríticos y fenicios, y como aparece en el libro de los Reyes (2R 3, 27), que relata el sacrificio del primogénito de Mesá, rey de Moab; incluso parece que alguna vez se practicó en Israel (2R 16, 3). Pero en todos estos casos se recrimina el sacrificio humano. En cambio, el sacrificio de la hija de Jefté se relata sin emitir un juicio negativo claro, y se rememoraba cada año (v. 40). Dentro de lo desconcertante que resulta este episodio, es posible que el autor -cuando ya no había duda de que los sacrificios humanos eran algo abominable- respetara los datos recibidos, a pesar de su crueldad, para transmitir una enseñanza sobre el carácter sagrado de los votos y promesas. Los votos son algo tan santo que deben cumplirse siempre. Pero, por la misma razón, no deben hacerse imprudentemente. Esta enseñanza es repetida en otros lugares de la Biblia ante los abusos que se daban en el cumplimiento de los votos, especialmente por aquellos que se hacían de manera precipitada y que luego no se cumplían (cfr Nm 30, 3; Dt 23, 22-24; Qo 5, 3-4; cfr también Lv 27, 1ss.).
Cuando la revelación alcanza la plenitud, queda clara también la doctrina sobre las promesas y los votos hechos a Dios: una persona puede, por devoción personal, prometer a Dios un acto, una oración, una limosna, o cualquier otra obra buena. El cumplimiento de esa promesa es una manifestación de respeto a la Majestad divina y de amor hacia el Dios fiel. En ocasiones, esa promesa reviste la formalidad del voto, es decir, de la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor (CIC, can., 1191, 1), que es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete una obra buena (Catecismo de la Iglesia Católica, 2102). Si, después de haber hecho una promesa o voto, se advierte que se trata de algo malo, es claro que no debe cumplirse lo prometido, pues realizar esa mala acción no sería una manifestación de fidelidad sino error sacrílego. De ahí que la acción de Jefté sea reprobable.
Jc 11, 37 La hija de Jefté pidió a su padre que retrasara el cumplimiento de su promesa para que pudiese llorar su virginidad, esto es, lamentarse de haber perdido la vida sin haberse casado ni concebido ningún hijo. Éstas eran las aspiraciones de toda mujer israelita y no alcanzarlas constituía un motivo de vergüenza y dolor.
Jc 12, 1-6. La palabra shibolet (v. 6) significa espiga. Es un término hebreo, cuya primera consonante tiene un sonido que no existe en español: se pronuncia de manera parecida a la ch francesa o la sh inglesa. En el dialecto que hablaban los efraimitas se pronunciaba esa letra como una s normal. Los habitantes de Galaad, obligando a pronunciar esa palabra a los que llegaban a los vados, podían saber si realmente eran o no efraimitas los que intentaban cruzar el río. Según esta antigua tradición, esa dificultad de pronunciación les costó la vida.
En este pasaje, al final de la historia de Jefté, se reflejan los intentos de la tribu de Efraím por alcanzar un protagonismo mayor entre las tribus, lo mismo que había ocurrido en los relatos finales de la historia de Gedeón (Jc 7, 23-Jc 8, 3).
Jc 13, 1-Jc 21, 25. Después de narrar las tradiciones relacionadas con Jefté y las noticias que se conservaban acerca de Ibsán, Elón y Abdón, la historia se repite: Los israelitas volvieron a hacer el mal a los ojos del Señor, y el Señor los entregó en manos de los filisteos (Jc 13, 1). En esta ocasión se trata de un pueblo mediterráneo, llegado a la zona costera y a las grandes llanuras de Canaán, que impuso su poderío militar sobre los israelitas. No obstante, de nuevo Dios decide enviar un salvador que los libere: Sansón, de la tribu de Dan.
La historia de Sansón comienza con el anuncio de su nacimiento y la indicación a sus padres de que será nazareo, es decir, consagrado a Dios, desde el seno materno (Jc 13, 2-24). A continuación se presenta a Sansón como un personaje de carácter frívolo y caprichoso (Jc 14, 1-19), y se cuentan varias hazañas en las que se manifiesta la fuerza que Dios le había proporcionado para hacer frente a los enemigos de su pueblo, a pesar de sus defectos personales (Jc 14, 20-Jc 16, 3). Sin embargo, acabará cediendo a la seducción de Dalila y le manifestará el secreto de su vigor, por lo que será vencido y apresado por los filisteos (Jc 16, 4-22). Por último, recuperará las fuerzas cuando vuelva a crecerle el cabello y se vengará de lo que le han hecho arrastrando a muchos a la muerte al perder él mismo la vida (Jc 16, 23-31).
Al finalizar la historia de Sansón, el hagiógrafo, que había ido añadiendo a las historias de ciertos jueces algunos anexos, vuelve a incluir unos relatos a modo de apéndice. Así pues, de igual manera que había añadido al relato de las hazañas de Débora el viejo canto que celebraba su victoria, y después de la muerte de Gedeón-Yerubaal se había extendido en describir el intento llevado a cabo por uno de sus hijos, Abimélec, para hacerse con el poder, ahora añade a lo expuesto sobre Sansón dos historias distintas, aunque conectadas entre sí. Son dos narraciones que tienen en común estar protagonizadas por levitas y resaltar la buena acogida que algunos efraimitas dispensaron a estos hombres. Su conexión con la historia previa de Sansón se establece mediante la tribu de Dan, a la que pertenecía este juez. El primer relato (Jc 17, 1-Jc 18, 31) está relacionado con la migración de la tribu de Dan -desde el lugar en donde estaba al principio, en la Sefelá, junto a la zona que dominaron los filisteos, hacia el norte del país a los pies de los montes del Líbano-, y su protagonista es un levita que es bien acogido, primero por un hombre de Efraím y después por los hombres de Dan (Jc 17, 1-Jc 18, 31). El segundo relato (Jc 19, 1-Jc 21, 25) tiene como protagonista a otro levita que encuentra hospitalidad en un efraimita que vivía en Guibeá, mientras que los benjaminitas de aquella ciudad quieren abusar de él y maltratan hasta la muerte a su concubina. Esto origina una lucha de todas las tribus israelitas contra la de Benjamín, que está a punto de desaparecer (Jc 19, 1-Jc 21, 25).
En ambas narraciones se hace cada vez más patente la anarquía interna de las tribus de Israel y la corrupción de costumbres a la que se había llegado, sin que hubiera nadie capaz de poner orden; por eso se repite en varias ocasiones que en aquel tiempo no había rey en Israel, sino que cada uno hacía lo que parecía recto a sus ojos (Jc 17, 6 y Jc 21, 25; cfr Jc 18, 1 y Jc 19, 1).
De este modo, el libro termina mostrando con hechos que, a pesar de la extraordinaria paciencia y misericordia de Dios que perdonó repetidas veces las infidelidades de los suyos y suscitó un salvador tras otro, el pueblo perseveró en su infidelidad. Por tanto, los israelitas no podían tener motivo para quejarse ante Dios si Él los dejaba a merced de sus enemigos. Cuando el autor sagrado en la época del destierro de Babilonia realizó la recopilación de todas estas antiguas tradiciones y compuso el libro tal y como ha llegado hasta nosotros, queda bien claro que no se puede culpar al Señor ni achacar a su falta de poder lo sucedido, sino que es necesario mirar a la historia para reconocer la propia culpabilidad.
Jc 13, 2-25. La vocación de Sansón ha sido decidida por Dios desde antes de su concepción. El relato sigue una estructura análoga a la vocación de Gedeón (Jc 6, 11-23). Dios envía su ángel a una mujer estéril y le anuncia el nacimiento de un hijo (v. 5), que estará consagrado a Dios mediante el nazareato (cfr Nm 6, 1-21 y nota correspondiente), y que tendrá que llevar a cabo una misión concreta: salvar a su pueblo de los filisteos. En el relato, vocación, dedicación a Dios y misión aparecen estrechamente unidas.
Quedan dibujados a grandes rasgos, los principales elementos relativos a la vocación. La iniciativa procede de Dios que contempla las necesidades de su pueblo y prepara desde su nacimiento a quien habría de salvarlo de sus enemigos. En el momento oportuno anuncia sus planes mediante un mensajero: un ángel se presenta a la esposa de Manóaj (v. 3) -que lo ve como hombre de Dios (v. 6)- y le comunica los planes divinos. En la escena destaca la disponibilidad de Manóaj y su mujer para secundar los designios de Dios (vv. 8 y 12). Como suele suceder en algunos anuncios sobrenaturales, en circunstancias de particular relevancia, el Señor ofrece una señal extraordinaria para dejar claro que el mensaje procede de Él y se cumplirá (cfr Jc 6, 21; Lc 1, 20.36).
A la luz del Evangelio, se observa que algunos de los modos de hacer de Dios, que también se habían manifestado en la vocación de Gedeón (Jc 6, 11-24), se repiten en la anunciación a María (cfr Lc 1, 26-38). Y de la misma manera, la disponibilidad de Manóaj y su mujer para cumplir los proyectos del Señor, así como la extremada delicadeza y generosidad de María para hacer la voluntad divina, son mensajes que la palabra de Dios contenida en la Escritura dirige a cada uno para que examine su apertura a secundar los propósitos que Dios tiene acerca de él.
Jc 14, 1-19. Llama la atención en estos primeros relatos sobre Sansón el contraste entre su comportamiento personal y la acción que Dios realiza a través de él. El episodio del león y la miel tiene un fuerte valor simbólico que ayuda a encontrar el sentido de todo el pasaje. Los animales impuros pueden aludir a los pueblos paganos, y el león, por su ferocidad, a los que además son enemigos de los israelitas, como era el caso de los filisteos. La miel tomada de un panal en el cadáver del león tal vez se refiera a la mujer filistea de Timná, de la que Sansón se enamora (v. 8). De acuerdo con la Ley (cfr Lv 11, 32-38; Lv 22, 4), la miel estaba impura por el contacto con un cadáver, por eso Sansón la ofrece a sus padres sin explicar su origen. Sin embargo, él la come a pesar de conocer su procedencia (v. 9). Así pues, en todo el pasaje se observa la ligereza con la que Sansón actúa, en abierto contraste con la Ley de Dios: busca como esposa a una mujer extranjera atendiendo solamente a su belleza (cfr Dt 7, 3); toca a un cadáver, acción especialmente prohibida a los nazareos (cfr Nm 6, 6); y manifiesta, además, una débil voluntad ante la seducción de su mujer para obtener la respuesta a su adivinanza. Sin embargo, el espíritu del Señor irrumpe en él para llenarlo de fortaleza y prepararlo así para llevar a cabo sus acciones salvadoras (vv. 6.19). Dios eligió a Sansón como instrumento para salvar a su pueblo de los filisteos, y pese a todo actuaba a través de él. Es una muestra más de que el poder salvífico de Dios está por encima de las limitaciones de los hombres. Reflexionando sobre las infidelidades de los Jueces, San Agustín afirma: El Espíritu del Señor actúa por medio de los buenos y de los malos, por medio de los que lo saben y por medio de los que no lo saben, lo que sabe y decide hacer. Pues, incluso por medio de Caifás, acérrimo perseguidor del Señor, hizo una famosa profecía, sin saber que la hacía, pues dijo que era necesario que muriera Cristo por el pueblo (Quaestiones in Heptateuchum 7, 49).
Jc 14, 20-Jc 16, 3. La figura de Sansón permaneció entre las tradiciones de Israel como la de un hombre con una descomunal fuerza física. La venganza contra los filisteos al sentirse despechado por el padre de su mujer (Jc 15, 1-8), su posterior victoria personal contra todos sus perseguidores (Jc 15, 9-17) y el episodio de las puertas de Gaza (Jc 16, 1-3) son testimonios elocuentes de su vigor. Por eso, las acciones de Sansón no están narradas para que sirvan de ejemplo, sino para manifestar la fuerza que Dios le había concedido para salvar a su pueblo (sobre la valoración moral de estas acciones, recuérdese lo indicado en la nota a Jc 3, 12-30). De nuevo, hay un matiz hiperbólico e irónico en los pormenores del relato; así, narra cómo Sansón se bastaba él solo para mantener a raya a los filisteos, incluso cuando éstos contaban con el beneplácito de los hombres de Judá (Jc 15, 9ss.). Al mismo tiempo, no deja lugar a dudas de que la conducta de Sansón no es la de un israelita piadoso que agradece los dones de Dios, sino la de un hombre violento que sabedor de su fuerza la utiliza a su capricho. A propósito del carácter moral de éste y de otros relatos de la Biblia hay que recordar el aforismo de San Agustín: narrata, non laudata: No hay más que un relato, no una alabanza de la misma [acción]. Convenía que el relato de algunas cosas incluyese el juicio de Dios y el de otras lo omitiese. Así, en los casos en los que se manifiesta el juicio de Dios al respecto, se instruye nuestra ignorancia; en los que se omite, o ejercitamos nuestro saber recordando lo que se aprendió en otro lugar, o sacudimos la pereza preguntando lo que aún no sabemos. Dios, que sabe sacar el bien hasta de las obras malas de los hombres, propagó de aquella semilla los pueblos que quiso, sin condenar su Escritura por los pecados de los hombres. Él reveló tales acciones, no las hizo; exhortó a guardarse de ellas, no las propuso a imitación (S. Agustín, Contra Faustum 22, 45).
Jc 16, 4-22. Sansón se deja seducir de nuevo por una mujer, a pesar de que se siga un mal para sí mismo. Antes no había sido capaz de resistir la presión de su primera mujer cuando le pedía la solución de la adivinanza (cfr Jc 14, 15-17). Ahora, cuando Dalila le pregunta por el secreto de su fuerza, en vez de rechazar abiertamente la tentación, se entretiene con ella respondiendo con evasivas hasta que finalmente accede a sus peticiones. De este modo, al revelar el secreto de su fortaleza, pudo ser vencido con facilidad por sus enemigos, que lo apresaron, le arrancaron los ojos y lo condenaron a trabajos forzados (v. 21). El mensaje del relato parece claro: puesto que el cabello largo era consecuencia de su consagración a Dios mediante el nazareato, su conservación era testimonio de fidelidad; mientras Sansón mantenía esa señal de relación con Dios, tenía tal fuerza que no podía ser derrotado. En cambio, cuando rompe su compromiso con el Señor, pierde el poder extraordinario del que gozaba y experimenta que sólo con sus fuerzas es fácilmente vencido.
Jc 16, 23-31. A pesar de que Sansón rompió su nazareato, Dios no lo abandonó del todo. Cuando su cabello volvió a crecer y Sansón elevó su oración a Dios desde la desgracia, el Señor se puso de nuevo a su favor devolviéndole su fuerza prodigiosa. Dios nunca se olvida de sus elegidos aunque ellos hayan sido infieles. Cuando, pasado el tiempo, recapacitan y acuden de nuevo a Él, el Señor responde a sus oraciones.
Jc 17, 1-Jc 18,31. En este relato, de características algo diversas a los precedentes ya que no aparece en él ningún juez, se habla de la migración que la tribu de Dan se vio obligada a realizar, debido a la presión de los filisteos, desde el territorio que ocupó inicialmente en la Sefelá hasta las regiones del norte, al pie del monte Hermón. La narración se centra en explicar los orígenes del santuario de Dan, lugar sagrado que posteriormente tuvo considerable importancia en el reino de Israel. Al tratar de la fundación de ese santuario -en el que se daría un culto idolátrico al Dios verdadero en la época monárquica (cfr 1R 12, 30)- se explica que fue establecido allí cuando los danitas conquistaron ese territorio y que a él trasladaron los enseres del santuario de Micá (Jc 18, 30-31).
No faltan testimonios en la Sagrada Escritura, y los hallazgos arqueológicos lo corroboran, de que era muy frecuente entre los israelitas la posesión de ídolos a pesar de que la Ley lo prohibía expresamente (cfr Dt 5, 8; Dt 27, 14-15). En relatos muy antiguos, como el que se narra ahora, esta costumbre no es reprobada. Micá era un hombre de la montaña de Efraím que llegó a tener un lugar de culto doméstico dedicado al ídolo de metal fundido que se había hecho. Además se hizo un efod, esto es, un instrumento idolátrico que servía probablemente para echar suertes (cfr nota a Dt 33, 8 y Ex 28, 6-30), unos terafim, y mantuvo a su cargo a personas que desempeñaran tareas sacerdotales, primero uno de sus hijos y después un levita que contrató para su servicio (sobre la expresión llenar la mano véase nota a Nm 3, 2-4). El autor sagrado recuerda aquí estos episodios como una manifestación más de la impiedad que se iba extendiendo debido a las repetidas infidelidades del pueblo y a la falta de una autoridad que pusiera orden (Jc 17, 6; cfr Jc 18, 1).
La primera vez que aparece el efraimita que mandó hacer el ídolo se le llama Micaías (que significa: ¿Quién como el Señor?) (Jc 17, 1). En las demás ocasiones se utiliza el nombre abreviado Micá.
Jc 17, 5 Terafim. No se sabe con exactitud qué eran. Probablemente se trataba de ídolos antropomórficos (cfr 1S 19, 13-16), de origen extranjero, que servían para obtener oráculos (Ez 21, 26; Za 10, 2) y que en ocasiones las familias conservaban, quizá como dioses protectores (cfr Gn 31, 19). Esta práctica supersticiosa fue reprobada por los profetas (cfr Os 2, 7-5; Jr 2, 5-13.27-28, etc.), y perseguida en la reforma del rey Josías de Judá (cfr 2R 23, 24).
Jc 19, 1-Jc 20, 17. Esta larga y dura narración, cuyo protagonista es un levita, cuenta los pormenores del crimen de Guibeá y las consecuencias que se siguieron para las tribus. El relato dista mucho de ser edificante, pero está narrado aquí como testimonio de la degradación moral a la que se había llegado. En todo el relato se presuponen unas relaciones de solidaridad entre las tribus, aunque aún no estuviesen unificadas en una estructura de gobierno estable como sucedería en la monarquía. Consecuencia de estos lazos son las exigencias de hospitalidad que cabía esperar.
El texto sagrado presenta un fuerte contraste entre la hospitalidad que el levita encontró en Belén de Judá (Jc 19, 3-9) y la agresión de los hombres de Guibeá, en territorio de Benjamín (Jc 19, 14-28). La escena de los hombres de Guibeá solicitando al levita que se hospedaba en casa del anciano de Efraím recuerda a la de los habitantes de Sodoma alrededor de la casa de Lot (cfr Gn 19, 1-14). Algunos israelitas incurrieron en las mismas abominaciones que los gentiles más perversos, y acabaron maltratando hasta la muerte a la concubina del levita. La corrupción del sentido moral había llegado a tal punto, que los benjaminitas en vez de castigar a los culpables se organizaron para defenderlos.
En virtud de la solidaridad entre las tribus el levita reclama la atención de todos ante la abominación cometida (Jc 19, 29-30), y todas las demás tribus se unen para castigar la infamia cometida por los benjaminitas (Jc 20, 1-17).
La expresión hijos de Belial (Jc 20, 13) es sinónima de malvados o hijos de la iniquidad (cfr nota a 1R 21, 5-16).
Jc 20, 18-Jc 21, 25. ¿Quién de nosotros será el primero en subir a luchar contra los hijos de Benjamín? (Jc 20, 18). La consulta que las tribus hacen al Señor en la culminación del libro de los Jueces contrasta con la consulta que hicieron al principio: ¿Quién de nosotros será el primero en subir a luchar contra los cananeos? (Jc 1, 1). La respuesta es la misma en los dos casos: Judá (Jc 20, 18; Jc 1, 2). La evolución de los acontecimientos que manifiestan estas preguntas, con todo lo sucedido entre una y otra, señala el núcleo de la enseñanza teológica de todo el libro. Al principio, el pueblo se disponía a luchar contra los cananeos que habitaban la tierra que Dios había prometido a sus padres, para tomar posesión de ella. Había un compromiso entre Dios y el pueblo, ratificado por la Alianza. Dios cumplió, pero el pueblo no (cfr Jc 2, 1-2). Sin embargo, el Señor insistió una y otra vez en mantenerse fiel, enviando salvadores que libraran al pueblo de los enemigos de fuera que los iban oprimiendo. Con todo, el pueblo porfiaba en su infidelidad. Al final, no hacen falta enemigos de fuera que los acosen; las tribus se enfrentan entre sí en una lucha fratricida. La repetida infidelidad había propiciado la corrupción del sentido moral, e introdujo un germen de descomposición en el seno del pueblo. Como resultado de esos conflictos la tribu de Benjamín estuvo a punto de desaparecer. La victoria en la batalla que en otras ocasiones se celebraba con cantos de alegría esta vez concluyó en llanto (Jc 21, 2).
El autor apunta que todo esto sucedía porque en aquel tiempo no había rey en Israel sino que cada uno hacía lo que parecía recto a sus ojos (Jc 21, 25). De este modo, el libro concluye con crudeza, pero prepara el camino de lo que se va a narrar en los libros siguientes. En ellos se encuentran los orígenes de la monarquía en Israel. El Señor, que había manifestado reiteradamente su voluntad de salvar al pueblo, dispondría las cosas para que, llegado el momento, hubiera un rey que ejerciera su soberanía en él, reconstruyera la unidad y lo llevara por senderos de paz. Para la tradición deuteronomista, esta figura salvadora era el rey David de cuya dinastía vendría el Mesías.
Sin embargo, el lector cristiano sabe que ese rey, que el autor sagrado deja entrever que se aguarda con expectación, ha llegado ya. Es Jesús, el Mesías, el Hijo de David, que vino a preparar su reino, el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz (Misal Romano, Prefacio de la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo). Ese reino está ya incoado en la tierra. Los cristianos nos encontramos en camino hacia su plenitud en el cielo, y, por eso, fieles a la recomendación del Salvador, le pedimos con frecuencia en la oración: Venga a nosotros tu reino (Mt 6, 10).
Rt 1, 1-5. Se expone el motivo por el que una familia de Belén de Judá tuvo que abandonar su tierra y emigrar a la campiña de Moab. El libro de los Jueces narraba la opresión que sufrieron los de la tribu de Benjamín por parte de los moabitas en tiempos de Eglón de Moab (Jc 3, 12-14). Sin embargo, ahora no se aprecia ningún reparo de esta familia israelita hacia ese pueblo. Se establece allí con paz y los hijos se casan con mujeres moabitas. Esas buenas relaciones quedan reflejadas en la amistad de David y el rey de Moab de la que hablan algunas tradiciones (cfr 1S 22, 3-4).
El nombre de Elimélec significa mi Dios es rey y el de Noemí, mi agrado. Los nombres de los hijos significan: el de Majlón, dolencia y el de Quilyón, destrucción; los de las mujeres moabitas: Orpá, la que da la espalda y Rut, la que reconforta. Todos ellos expresan bien las características de los personajes que los llevan.
Rt 1, 6-22. Noemí no engaña a sus nueras para que la acompañen. Al contrario, les expone con toda claridad la situación en la que se van a encontrar si lo hacen. En sus explicaciones (vv. 11-13) se sobreentiende que está pensando en la ley del levirato, en virtud de la cual si uno muere sin dejar descendencia, el hermano del difunto tomará a la viuda como mujer, y el primer hijo de ese matrimonio será considerado jurídicamente hijo del que murió (cfr Dt 25, 5-10). De esa manera, si Noemí llegara a tener otro hijo, éste sería un nuevo cuñado de Rut y Orpá y quien, por la misma ley del levirato, podría tomarlas por esposas. Pero, aun teniendo en cuenta esa ley, no valía la pena que se quedasen con ella, ya que no tenía más hijos ni edad para tenerlos.
Orpá tomó una decisión que se comprende bien y es razonable. Se despidió de Noemí con gran pena y regresó a su casa. Tal vez por eso impresiona más la decisión asumida por Rut de abandonar su tierra y la casa de su familia para regresar con su suegra a la tierra, para ella extraña, de su difunto esposo. La firmeza de sus palabras constituyen un hermoso canto de fidelidad al Dios que ha descubierto en la familia de su marido: Adonde vayas iré y donde pases las noches, las pasaré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios (v. 16). Rut no pertenecía a Israel por nacimiento. El texto insiste repetidas veces en que era moabita (Rt 1, 4.22; Rt 2, 2.6.21; Rt 4, 5.10), extranjera (Rt 2, 10). Pero cuando conoce al pueblo de Dios se incorpora a él por propia decisión. Ratifica además su voluntad con un juramento imprecatorio (v. 17). La costumbre era manifestar en voz alta las maldiciones de que uno se hacía merecedor si no cumplía lo prometido. No obstante, en el texto sagrado es frecuente sustituir esas palabras, que habitualmente son fuertes, por una fórmula genérica: Que el Señor me haga esto y aquello me añada (cfr 1S 3, 17; 2S 3, 9, etc.).
La tradición cristiana ha visto en Rut a la Iglesia de los gentiles, de todos los hombres y mujeres de pueblos muy diversos que al conocer al Señor por el testimonio de otros se incorporan al Pueblo de Dios que acoge a todos los que creen en Él: En ella encontramos -comenta San Ambrosio- una figura de la incorporación a la Iglesia de todos nosotros, que hemos sido recogidos de todos los pueblos (Expositio Evangelii secundum Lucam 3, 30).
Rt 1, 20 Como ya se ha señalado, Noemí significa mi agrado. Pero cuando regresa a Belén después de haber perdido a su marido y a sus hijos pide que ya no se le llame Noemí sino Mará, amargura. Saday es uno de los nombres con los que se designa a Dios en el Antiguo Testamento (cfr nota a Gn 17, 1).
Rt 2, 1-17. El Señor retribuyó abundantemente la generosidad de Rut. Estas páginas hablan de la providencia de Dios, que con gran discreción, con aparente naturalidad, sin realizar acciones prodigiosas, fue disponiendo los medios para que no faltara a Noemí y Rut lo necesario para sustentarse. La solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: “Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza” (Sal 115, 3); y de Cristo se dice: “si Él abre, nadie puede cerrar; si Él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3, 7); “hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza” (Pr 19, 21) (Catecismo de la Iglesia Católica, 303).
En la Ley estaba previsto que después de segar un terreno no se volviese a recoger lo que se les hubiera caído u olvidado a los segadores, de modo que los necesitados pudieran alimentarse de las espigas que quedasen en el suelo (cfr Lv 19, 9-10 y Dt 24, 19). Rut, acogiéndose a esta medida humanitaria, sale tras los segadores para buscar algo de alimento y entra en el campo de Booz. Éste, al visitar a sus hombres, reparó en la muchacha y la trató con benevolencia al saber quién era.
Ese favor fue una muestra de la protección que le dispensó el Señor, Dios de Israel, bajo cuyas alas buscaste refugio (Rt 2, 12), como le diría Booz. La idea de acudir al Señor para encontrar cobijo bajo sus alas es un modo de hablar frecuente en la Biblia (cfr Dt 32, 10-11; Sal 17, 8; Sal 36, 8; Sal 61, 5; Sal 63, 8 y Sal 91, 4) que expresa con gran fuerza poética la ternura con que Dios se hace cargo del cuidado de los que se acogen a Él. Nuestro Señor Jesucristo la utilizará también para manifestar el afecto que había mostrado hacia la Ciudad Santa sin ser correspondido: Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste (Mt 23, 37).
Rt 2, 17 Un efah era una medida de áridos equivalente a 21 litros.
Rt 2, 18-23. La palabra goel (que aquí aparece por primera vez en plural, goalim, en el v. 20) podría traducirse por redentor, aunque hemos preferido mantener en nuestra traducción el término hebreo, ya que tiene algunos matices peculiares. El goel de una persona era un pariente próximo, que tenía la obligación de resolver las situaciones comprometidas que se presentasen si aquel que se encontraba en dificultades no podía salir de ellas por sí mismo. Por ejemplo, si un israelita se veía obligado a vender una casa o un terreno de su propiedad, su goel debía rescatar esa propiedad de manos del comprador, pagando su precio, para restituirla a su propietario original (cfr Lv 25, 25.29). Si el propio israelita había tenido que venderse como esclavo a uno que no pertenecía al pueblo, su goel lo debía redimir de la esclavitud (cfr Lv 25, 47-49). Esta institución legal tenía como objeto el mantenimiento de las propiedades de cada familia, de modo que no pasasen a otras manos si sobrevenía algún revés de fortuna a un miembro del clan. No se conoce con certeza si el cumplimiento de la ley del levirato (cfr nota a Rt 1, 6-22) era también una de las obligaciones del goel, aunque lo más probable es que así fuera. En todo caso es una muestra de la importancia que tiene la institución familiar en el Antiguo Testamento y en toda la tradición cristiana: Así, la familia, en la que se reúnen diversas generaciones y se ayudan mutuamente a adquirir una sabiduría más plena y a conjugar los derechos de las personas con las otras exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad. Por ello todos los que influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir con eficacia a la promoción del matrimonio y la familia (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 52).
Booz era un pariente próximo del difunto Elimélec, y por lo tanto era uno de los que tenía el deber y el derecho de actuar para salvaguardar las propiedades de su familia. Rut lo había encontrado aparentemente por casualidad. Sin embargo, tejiendo la trama de toda la historia se adivina la acción providente de Dios que hace que las cosas ocurran en el momento preciso y del modo adecuado (v. 20).
Rt 3, 1-18. La providencia de Dios cuenta también con los consejos llenos de sentido práctico de Noemí para que los acontecimientos se encaminen hacia una solución satisfactoria. Terminada la siega, y mientras había abundantes mieses en la era, el dueño del campo dormía allí para cuidarlas. Noemí sugiere a Rut que aproveche la ocasión para conversar con él y así lo hace ella. Instruida por Noemí, acude a buscar la protección de quien puede, con su matrimonio, asegurar la perpetuación de la familia de su difunto esposo.
Booz ve en Rut a una mujer virtuosa y se decide a ejercer los deberes de goel para con ella si aquel al que corresponde asumirlos en primer lugar declina hacerlo. A pesar de ser extranjera y no pertenecer por nacimiento al pueblo de Dios, se hace acreedora de los beneficios de las leyes sobre la redención (que se referían sólo a los israelitas) gracias a su fidelidad, bondad y sencillez.
Con la expresión extiende el borde de tu manto sobre tu esclava (v. 9), Rut está pidiendo a Booz que la tome por esposa (cfr Ez 16, 8). De este modo se manifiesta nuevamente su resolución de adherirse al pueblo de su difunto esposo. Ya había tomado la decisión de acompañar a Noemí cuando regresó. Ahora se muestra dispuesta a perpetuar su familia.
En una lectura espiritual del texto, Rut sigue ofreciendo un modelo de gran fuerza expresiva para todos aquellos hombres y mujeres de buena voluntad que, al buscar con sencillez a Jesús y al acercarse a su Iglesia, han sido llamados a participar de las promesas de Dios a su pueblo y a alcanzar la Redención llevada a cabo por Jesucristo.
Rt 4, 1-12. Puesto que Booz no era el pariente más próximo al que correspondía redimir las propiedades de Elimélec, antes de adquirir ningún compromiso con Rut, busca a ese pariente con intención de preguntarle en presencia de los ancianos del lugar si estaba decidido a actuar como goel o no. Para eso, se sienta en la puerta de la ciudad y, con la misma naturalidad con que la providencia de Dios hace que sucedan todas las cosas que se narran en este libro, en seguida el otro pasa por allí. Booz lo llama y habla con él. Tras advertirle de que no se trata sólo de adquirir el campo, sino también de contraer matrimonio con Rut, el otro declina hacerlo.
En el antiguo Israel la acción de entrar a un terreno y tirar el propio calzado sobre la tierra era una señal de posesión (cfr Sal 60, 10; Sal 108, 10). En cambio, quitarse la sandalia y entregarla a otro es un modo de expresar la renuncia a esa posesión. Incluso, cuando uno se ratificase en presencia de los ancianos en desentenderse de una obligación derivada de la ley del levirato, la cuñada le debería quitar la sandalia con desprecio (cfr Dt 25, 9-10). El libro de Rut fue escrito en una época tardía, cuando estas costumbres ya no estaban en uso, por eso el autor sagrado explica a sus lectores lo que significa ese gesto (v. 7).
Al recibir la sandalia en sus manos, Booz asumió su responsabilidad de adquirir las posesiones de Elimélec y tomó por esposa a Rut, dando cumplimiento a los deberes de goel y a la ley del levirato.
Rt 4, 13-22. Rut se ha beneficiado de la redención efectuada por Booz, y se ha incorporado al pueblo de Dios. Dios bendijo su matrimonio con un hijo, Obed, que pasando el tiempo sería abuelo del rey David. De este modo, esta mujer moabita que dejó su familia y su tierra por fidelidad al Dios de su esposo, fue premiada con generosidad por ese Dios que hizo de ella una de las grandes mujeres que protagonizaron la historia de la salvación (cfr Rt 4, 11-12). Rut entró así en la genealogía de David (vv. 18-22; cfr 1Cro 2, 5-15).
En el Evangelio de San Mateo aparece el nombre de Rut en la línea directa de la que habría de nacer Jesucristo (Mt 1, 5). Con razón recordó San Mateo mediante su Evangelio que el Señor, que habría de llamar a los gentiles a incorporarse a la Iglesia, Él mismo asumió según la carne un linaje en el que había extranjeros (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam 3, 33).
1S 1, 1-1S 7, 17. Los libros de Samuel comienzan con la narración del nacimiento del personaje de quien reciben el título, es decir, de Samuel, que llegará a ser juez de Israel y profeta. Este inicio es comparable al del Éxodo que también comienza con el nacimiento de Moisés, el personaje central del libro. A Samuel, de hecho, se le aplican muchas características de Moisés: así como éste inauguró una nueva etapa trascendental en la historia del pueblo, también Samuel da lugar al comienzo de un periodo, el monárquico, que marcará para siempre el perfil religioso de Israel.
La historia de Samuel comprende sólo la primera parte del libro, los primeros siete capítulos, que contienen también la historia del Arca. La narración abarca tres relatos distintos dispuestos de manera que el primero y el último tengan el mismo protagonista: nacimiento, vocación y actividad de Samuel como profeta (caps. 1-3), historia del Arca (caps. 4-6) y actividad de Samuel como juez (cap. 7). Estas narraciones, si bien pudieron ser independientes en su origen, en el texto final forman una unidad perfecta tanto por su contenido doctrinal como por el lugar en que se desarrollan, el santuario de Siló, y por sus protagonistas, Samuel y los sacerdotes, hijos de Elí. Este santuario, que estaba situado entre Betel y Siquem y era el lugar de culto principal en la etapa de los jueces (Jc 21, 19-21), cobra ahora especial importancia: Siló va a ser el ámbito en que se producirá el inicio de la época monárquica y transmitirá su esplendor al Templo de Jerusalén con el traslado del Arca.
Los hijos de Elí fueron los últimos sacerdotes de Siló. Mientras Samuel es cumplidor fidelísimo del querer de Dios, los hijos de Elí se comportan con refinada malicia en el cumplimiento de sus funciones sacerdotales; con su muerte desaparece para siempre la relevancia del templo de Siló.
El hilo doctrinal que engarza los episodios mencionados es la intervención activa de Dios en estas vicisitudes trascendentales del pueblo: a Él se debe el nacimiento prodigioso de Samuel (1S 1, 1-20), elegido para dar paso a la monarquía (1S 1, 21-28); Él pone al descubierto y castiga el pecado de los hijos de Elí (cap. 2) e inicia un entrañable diálogo vocacional con Samuel (cap. 3). En el episodio del Arca, es el Señor quien castiga a su pueblo alejando de ellos el Arca, que era símbolo de su presencia (cap. 4), quien después fustiga con mil desgracias a los filisteos que se habían apoderado de ella (cap. 5), y quien obliga a devolverla de nuevo a Israel que la recibe con alborozo (cap. 6). Finalmente, el Señor constituye a Samuel como juez al frente de su pueblo (cap. 7), de modo que pueda ejercer su función en todos los santuarios de Israel: en Betel, Guilgal y Mispá (1S 7, 15).
El libro de Samuel viene a ser desde el principio como una interpretación religiosa de la historia, al poner más énfasis en el significado de los hechos narrados que en su sucesión cronológica o su ambientación topográfica. Samuel es figura de Cristo que iniciará la etapa culminante de la salvación mediante su obediencia plena al querer de Dios (cfr Flp 2, 8).
1S 1, 1-28. El nacimiento de Samuel es relatado con los ingredientes de un prodigio que pone de relieve la intervención divina y la importancia del niño. Contra toda expectación humana, una mujer estéril y humillada por la esposa fértil de su marido busca la solución de su angustia sólo en Dios, pidiéndole un hijo. Su marido la quiere, pero no la comprende (v. 8); Elí, el sacerdote y guía supremo del santuario de Siló, llega a bendecirla, pero tampoco comprende su dolor (vv. 15-17). Sólo Dios acoge su petición y su voto (v. 11). Ana sigue la línea de Sara, de Raquel y de la madre de Sansón, en las que también brilló la acción divina quitándoles el oprobio de la esterilidad. Pero, más que ninguna, es prototipo de mujer piadosa que persevera en su oración con la seguridad de obtener lo pedido. ¿Para qué es necesario enumerar aquí a todos los que orando como es debido, consiguieron de Dios los mayores beneficios? Porque resultaría fácil a todos hacer una abundante selección de casos, a base de la Sagrada Escritura. En efecto, Ana pudo engendrar a Samuel, que sería parangonado con el mismo Moisés (cfr Jr 15, 1), porque, siendo estéril, tuvo fe y suplicó al Señor (1S 1, 9ss.) (…) ¡Cuántos favores podría contar cada uno de nosotros, si recordando, con gratitud, los beneficios recibidos, quisiéramos hacer con ellos una alabanza a Dios! Almas que han permanecido largo tiempo sin descendencia, afectadas de esterilidad en lo más noble de su ser y con síntomas de muerte en su alma, una vez fecundadas por el Espíritu Santo en la oración asidua, concibieron pensamientos saludables y llenos del conocimiento de la verdad (Orígenes, De oratione 13, 2-3).
Ana, que había de llevar en su seno a Samuel, es tipo de María y es también tipo de la Iglesia que lleva al Señor. Su oración no es clamorosa, sino callada y modesta; rezaba dentro de las entretelas de su corazón, porque sabía que Dios la escuchaba (S. Cipriano, De oratione dominica 5).
Samuel viene al mundo como donación divina, es el pedido al Señor (v. 20), según una etimología popular. Su misión en la tierra será tan excepcional como lo fue su nacimiento; Ana, su madre, lo presenta en el santuario para que durante toda su vida esté entregado al Señor (v. 28). Samuel se inicia junto al sacerdote Elí en el santuario de Siló, es decir, junto a las instituciones antiguas del tiempo de los jueces, de modo que las novedades que ha de aportar no supongan la ruptura o negación de lo anterior.
1S 1, 1 Es posible que Ramá sea la Arimatea del Nuevo Testamento (Mt 27, 57 y par.), una ciudad situada a unos 35 km. de Jerusalén.
1S 1, 11 En Siló se invocaba a Dios como Señor de los ejércitos, que expresa la soberanía de Dios sobre todas las criaturas y, a la vez, la predilección especial por los suyos. La oración de Ana en el ámbito del Templo pone de manifiesto que Samuel será fruto de la plegaria y significará que Dios ha intervenido de forma muy especial en favor de la madre y en favor del pueblo.
El voto de Ana sobre su futuro hijo lleva consigo la aplicación de la ley del nazareo según la cual el consagrado prescindía del alcohol, se comprometía a no tocar cadáveres y no se cortaba el cabello (cfr nota a Nm 6, 1-21). El sentido de este voto es que Samuel estará dedicado de forma permanente y exclusiva a las misiones que el Señor le encomiende.
1S 2, 1-11. El cántico de Ana es un salmo de alabanza a Dios por su acción salvífica en medio del pueblo; al final del segundo libro de Samuel (2S 22, 1-51) otro salmo de alabanza canta la intervención divina por medio de la dinastía davídica. Ambos tienen muchos elementos semejantes, pero el cántico de Ana, aunque termina aludiendo al rey y al ungido, se detiene más en el modo específico del actuar divino: subraya la predilección de Dios por los débiles, los hambrientos, la estéril, el pobre, el indigente, frente a los hartos de pan, la madre de muchos hijos, el rico, etc. El Magníficat (Lc 1, 46-55) se inspira en este canto, señalando que en la plenitud de los tiempos la intervención divina es definitiva.
1S 2, 12-26. Los hijos de Elí, sacerdotes del santuario de Siló, son el contrapunto de Samuel: sus pecados son muy graves, tanto en sus obligaciones rituales porque menospreciaban las ofrendas del Señor (v. 17), como en sus obligaciones morales, corrompiendo a las mujeres que atendían al culto (v. 22). En contraste, Samuel continuaba sirviendo al Señor (v. 18) y agradaba al Señor y a los hombres (v. 26). Los pecados de los sacerdotes de Siló, tan fuertemente denunciados (vv. 17.24-25), ponen de relieve que el castigo divino estaba justificado: la expresión era voluntad del Señor hacerlos perecer (v. 25) no indica que el castigo estuviera predeterminado, sino que en la historia de la salvación los hijos de Elí cuentan únicamente como ejemplo de lo que hay que evitar.
1S 2, 27-36. Por boca de un profeta anónimo (v. 27) este oráculo es una sentencia de gran severidad contra los sacerdotes. Aunque contiene una mención expresa de los hijos de Elí (v. 34), parece una condena genérica de los sacerdotes depravados de todas las épocas y una exaltación de los sacerdotes fieles (v. 35). Es, pues, un oráculo aplicable a la situación creada en el santuario de Siló, pero válido también para la época de Josías cuando se lleve a cabo una reforma religiosa a fondo que afectará también a los sacerdotes sadoquitas; incluso a la vuelta del destierro seguirá teniendo actualidad cuando los sacerdotes asuman la función de purificar el culto del nuevo Templo y de instaurar en él el culto verdadero. Pero, sobre todo, ha de tener vigencia cuando llegue la plenitud de los tiempos, pues como dicen los Santos Padres, Cristo es el sacerdote fiel que Dios ha suscitado, asumiendo las funciones de los sacerdotes del Antiguo Testamento. En Samuel fue figurado entonces el cambio del antiguo sacerdocio, que ahora vemos cumplido, y fue entonces cuando la que tuvo muchos hijos quedó sin vigor, a fin de que la estéril, trocada en madre de siete, tuviera un nuevo sacerdocio en Cristo (S. Agustín, De civitate Dei 17, 4, 9; cfr 1S 17, 1-5).
1S 3, 1-21. El relato de la vocación de Samuel es tipo de la llamada divina a cumplir una misión, pues refleja perfectamente tanto la actitud de quien se sabe llamado, en este caso de Samuel, como las exigencias que Dios impone. En primer lugar (vv. 1-3) presenta a los protagonistas -el Señor, Elí y Samuel- y las circunstancias que rodean el acontecimiento: la noche, cuando todos duermen, el Templo, el Arca y la lámpara de Dios, todavía encendida, indican que aquello es extraordinario y viene sólo de Dios.
La segunda escena (vv. 4-8) es un delicioso diálogo entre el Señor y Samuel, y entre Samuel y Elí, que culmina en una fórmula sublime de disponibilidad: Aquí estoy porque me has llamado (v. 8). Aquel niño nos da muestras de una altísima obediencia. La verdadera obediencia ni discute la intención de lo mandado, ni lo juzga, pues el que decide obedecer con perfección, renuncia a emitir juicios (S. Gregorio Magno, In primum Regum 2, 4, 10-11).
La tercera escena (vv. 9-14) refleja la doble función del profeta, que inicia de forma solemne Samuel: escuchar atentamente a Dios (vv. 9-10) y saber transmitir fielmente el mensaje recibido, aunque resulte severo a sus oyentes inmediatos (vv. 11-14; cfr v. 18). Inmensamente bienaventurado es aquel que percibe en silencio el susurro divino y repite con frecuencia aquello de Samuel: “Habla Señor, que tu siervo escucha” (S. Bernardo, Sermones de diversis 23, 7).
La última escena (1S 3, 19-1S 4, 1) es un resumen de lo que será la actividad profética de Samuel. Se inicia así la nueva etapa del pueblo en la que Dios dará a conocer su palabra a través de los profetas que, como hombres de Dios, interpelarán al pueblo, a los sacerdotes y hasta al mismo rey.
1S 3, 9-10. Habla, Señor, que tu siervo escucha. Esta oración fue el inicio del itinerario de Samuel como profeta, llamado por Dios, y la pauta de su comportamiento, pues toda su actividad estuvo regida por el trato asiduo y directo con el Señor y la intercesión por los suyos. Como sugiere el Catecismo de la Iglesia Católica todo esto lo aprendió de su madre desde niño: La oración del pueblo de Dios se desarrolla a la sombra de la Morada de Dios, el Arca de la Alianza y más tarde el Templo. Los guías del pueblo -pastores y profetas- son los primeros que le enseñan a orar. El niño Samuel aprendió de su madre Ana cómo “estar ante el Señor” (cfr 1S 1, 9-18) y del sacerdote Elí cómo escuchar su Palabra: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1S 3, 9-10). Más tarde, también él conocerá el precio y la carga de la intercesión: “Por mi parte, lejos de mí pecar contra el Señor dejando de suplicar por vosotros y de enseñaros el camino bueno y recto” (1S 12, 23) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2578).
1S 4, 1-1S 7, 1. Las vicisitudes del Arca significan un cambio en la historia del pueblo, puesto que, al abandonar su antigua sede, desaparece para siempre Siló, el santuario de la época de los jueces, su culto y sus sacerdotes, y comienza una nueva etapa, con un nuevo santuario en la casa de Abinadab y un nuevo sacerdocio (1S 7, 1). Además, estos relatos contienen otra enseñanza importante: Dios protege a su pueblo, pero no se identifica con él. En el Antiguo Oriente se consideraba que la victoria de un pueblo sobre otro llevaba consigo la supremacía del dios del vencedor sobre el del vencido; pero en Israel no es así; aunque el pueblo sea derrotado por los filisteos, el Señor, Dios de Israel, seguirá siendo el Dios supremo y nunca se doblegará ante los dioses falsos de los vencedores.
Estos relatos contienen anécdotas llenas de ironía y elementos propios del folklore popular, como la ofrenda de ratas y tumores de oro (cfr nota a 1S 6, 1-1S 7, 1), pero bajo este ropaje se transmite la idea fundamental de que el Señor rige a su pueblo y le protege incluso en los momentos de mayor desgracia; por eso, será reconocido y honrado incluso por los pueblos paganos, como los filisteos.
1S 4, 1-22. El marco de la desaparición del Arca son las guerras contra los filisteos. De este modo se subraya que la muerte de Elí y la de sus hijos, los sacerdotes de Siló, la captura del Arca y la derrota del pueblo tienen la misma causa: los pecados de los hijos de Elí. Dios no podía dejar impune su delito e impuso un castigo tan severo, que con razón exclamó la mujer de Pinjás: La gloria de Israel ha sido desterrada (v. 21). Las desgracias están concatenadas para dejar claro que la pena mayor fue la pérdida del Arca: su captura llevó consigo la muerte de Jofní y Pinjás (v. 11); al conocer las dos noticias, Elí cae y muere (v. 18); y la mujer de Pinjás, al enterarse de las tres desgracias, sufre el adelanto del parto y muere también (v. 20). Sería erróneo pensar que los filisteos han vencido; más bien es Dios quien vence a los israelitas por haber desconfiado de Él y haber confiado sólo en las instituciones y los objetos que no tienen valor permanente, como son el santuario y los sacerdotes.
Los filisteos (en hebreo, pelestim) eran uno de los pueblos del mar, es decir, no semitas (Gn 10, 14), que se instalaron en la costa meridional de Canaán. Sus cinco ciudades más importantes fueron: Gaza, Ascalón, Asdod, Gat y Ecrón. Por extensión, la palabra griega Palaistine (tierra de los pelestim) pasó a designar toda la tierra de Canaán y dio así origen al nombre de Palestina. Sin embargo, los israelitas nunca llegaron a apoderarse del todo de la zona filistea, por lo que desde los relatos patriarcales (Gn 21, 32.34) hasta los libros de los Reyes los filisteos son presentados como enemigos irreconciliables.
1S 5, 1-12. Dios, cuya presencia está representada en el Arca, no es afectado por la derrota de su pueblo Israel sino que conserva su soberanía imponiéndose a Dagón, el dios de los filisteos, en su propio templo, y a los filisteos en sus ciudades más emblemáticas: Asdod, Gat y Ecrón. Nadie, ni en el territorio de Israel ni en el territorio enemigo, hay superior al Señor. De Él dependen todos los acontecimientos, la derrota de los israelitas y las desgracias de los filisteos.
El relato contiene una descripción burlesca de Dagón y de su templo; incluso ironiza la costumbre extendida en el Medio Oriente que prohibía pisar el umbral de los templos y de los palacios por considerarlo sede de demonios o de espíritus peligrosos (cfr So 1, 9).
En este recorrido del Arca por la región de los filisteos ya no se mencionan ni el santuario de Siló ni sus sacerdotes, sino que el centro de atención es el Señor y su extraordinario dominio sobre los filisteos y sobre sus divinidades falsas. La peste y los tumores (vv. 6 y 9), que tantos estragos produjeron, dieron origen a las ofrendas de desagravio al Señor, único Dios verdadero (1S 6, 5).
1S 6, 1-1S 7, 1. El retorno del Arca a tierras de Israel está narrado con pinceladas llenas de intención doctrinal: la necesidad de acompañar el Arca con una ofrenda de reparación (v. 3) supone el reconocimiento del Dios de Israel como único y supremo soberano; la alusión a los egipcios y al faraón (v. 6) indica que se renuevan los prodigios y la intervención divina, como ocurrió en el Éxodo; la elección de una carreta nueva y de unas vacas todavía no uncidas, es decir, no profanadas (v. 7), dan idea de que aquél es un acontecimiento religioso y cultual más que político.
Dentro de la alegría de los habitantes de Bet-Semes surge otra vez el pecado y la desgracia. Todos los ciudadanos, según el texto hebreo, o, al menos, los hijos de Jeconías, según el texto griego que parece más coherente, no participaron de los festejos de la acogida del Arca y fueron castigados (v. 19). Este episodio justifica el traslado del Arca al territorio de los gabaonitas, como zona neutral, hasta que David decida llevarla a Jerusalén (2S 6, 1-23); pero también muestra que la historia de los israelitas, y de los hombres en general, está teñida de pecados y de infidelidades, y que sólo sigue adelante gracias al perdón y a la misericordia divina.
La ofrenda de tumores y ratas de oro indica o bien que hubo dos tipos de plagas, peste y ratas, o bien que las ratas eran las que propagaban la peste. En todo caso, son exvotos que reflejan el reconocimiento del poder del Arca; se ofrecen cinco porque cinco eran las ciudades filisteas: todo el territorio, y no sólo las tres ciudades antes mencionadas en el texto (1S 5, 1.8.10), acepta la soberanía del Dios de Israel. Los Santos Padres utilizan esta ofrenda de oro como imagen de la conversión: Así como los pecados con su pestilencia ocultan el valor de la salvación, al llorarlos se transforman en oro valioso (S. Gregorio Magno, In primum Regum 3, 3, 5).
1S 7, 2-17. Reaparece de nuevo la figura de Samuel en el momento en que el pueblo se arrepiente y se convierte. El autor sagrado perfila la misión de Samuel como un nuevo Moisés en las tres funciones fundamentales: como profeta predica al pueblo moviéndole a la conversión (vv. 3-6) e intercede por ellos (vv. 7-8); como sacerdote ofrece holocaustos al Señor (vv. 9-12); como juez y guía del pueblo garantiza un largo periodo de paz (vv. 13-17). Con él se va a cerrar la etapa de jueces dirigentes.
Mispá (v. 5) era el santuario donde se reunieron las doce tribus de Israel en momentos de gran trascendencia (cfr Jc 20, 1-2). Estaba a unos 12 km. al norte de Jerusalén y, con Betel, era uno de los dos grandes santuarios israelitas del Norte.
1S 8, 1-1S 12, 25. Con las primeras intervenciones de Samuel comienza en Israel la instauración de la monarquía que se ha de prolongar hasta el destierro de Babilonia. Serán años trascendentales para la vida y la religiosidad del pueblo elegido que irá aprendiendo, bajo la guía de los profetas, el alcance de los acontecimientos que habrá de protagonizar.
Antes de narrar el gobierno del primer rey, Saúl, estos cinco capítulos relatan las dificultades de su elección. Dan pie a una reflexión sobre la necesidad y validez de la institución monárquica como tal. De hecho hay narraciones favorables a la monarquía (cfr 1S 9, 1-1S 10, 16; 1S 11, 1-15) frente a otros textos abiertamente antimonárquicos (cfr 1S 8, 1-22; 1S 10, 17-21; 1S 12, 1-15). Es posible que en los últimos años de Samuel (siglo XI a.C.) existieran ya las dos corrientes contrapuestas; pero es más probable que las reflexiones antimonárquicas sean de un autor deuteronomista tardío (siglo VI a.C.), que se muestra contrario a la monarquía porque conoce los desastres que han acarreado los reyes. En cualquier caso, hay que subrayar que la intención del último redactor del libro es interpretar la historia con sentido teológico, mostrando cómo el Señor interviene en los asuntos de los hombres, unas veces permitiendo las perversiones de los dirigentes, otras castigándolas para provocar la conversión. La enseñanza principal es que el Señor nunca permanece indiferente.
1S 8, 1-23. Las desgracias que la institución monárquica acarreará para Israel están recogidas en este capítulo. Las más graves son de orden religioso: la apostasía y la idolatría (vv. 7-8). El autor sagrado refuerza la malicia de esta actitud recordando la deslealtad que siguió a la liberación de Egipto y poniendo toda la advertencia en boca del propio Dios.
Junto a los peligros religiosos, la monarquía conlleva desastres sociales. El estatuto del rey puesto ahora en labios de Samuel (v. 10-17), es probablemente el resumen de un documento antiguo, que regulaba las monarquías de gran parte de las ciudades–estado del Medio Oriente; aquí están recogidos los abusos más graves que en el Deuteronomio se condenan taxativamente (Dt 17, 14-20).
Sin embargo, el gran peligro es que el pueblo, al elegir al rey y poner toda su confianza en él, está excluyendo a Dios (cfr v. 18). En adelante el mayor esfuerzo de los profetas irá encaminado a convencer a los suyos de que la confianza en Dios no exige el rechazo de los medios humanos, en este caso la monarquía, como tampoco el uso de los medios materiales lleva consigo el abandono de Dios. En cualquier caso el riesgo mayor de la monarquía va a ser el afán de solucionar los problemas militares, políticos o sociales al margen o en contra de Dios.
1S 9, 1-1S 10, 16. Esta sección está dedicada a la figura de Saúl, que será el primer rey de Israel. Antes de que llegue al trono, el hagiógrafo deja bien claro que es el Señor quien promueve los acontecimientos, quien elige a Saúl y quien de modo espontáneo y gratuito lo coloca al frente de su pueblo.
El relato, compuesto quizá de tradiciones originalmente independientes, forma una unidad literaria en la que cada episodio tiene sentido en sí mismo y se engarza perfectamente con el siguiente. Saúl es el hilo conductor y sirve de apoyo para mostrar al Señor como verdadero protagonista. Se pueden distinguir siete escenas enmarcadas en otros tantos lugares: 1) Presentación de la familia de Saúl, de la tribu de Benjamín, asentada en el sur (1S 9, 1-2). 2) Saúl y el criado que, gracias a la anécdota de las asnas, llegan al norte, donde habitaba el hombre de Dios (1S 9, 3-10). Las circunstancias son tan casuales que están suponiendo la intervención divina. 3) Saúl y las jóvenes que en el camino de la fuente van a sacar agua (1S 9, 11-13). La escena evoca los episodios de Jacob (Gn 24, 11ss.) y de Moisés (Ex 2, 16ss.) cuando un encuentro casual cambió el rumbo de sus vidas. 4) Saúl y Samuel se encuentran por primera vez en la ciudad de Ramá (1S 9, 14-27). El sacrificio, el banquete sacrificial y el diálogo ponen de relieve el carácter religioso del suceso y la iniciativa del Señor al elevar a Saúl a la dignidad de jefe (naguid) del pueblo, aunque todavía no a la de rey (mélek). 5) La unción de Saúl en las afueras de la ciudad (1S 9, 27-1S 10, 1-9). Esta escena ocupa el centro del relato. Es un rito privado pero solemne en el que Samuel le unge como rey y le besa con veneración. 6) El encuentro de Saúl y los profetas camino de Guibeá (1S 10, 10-12). Marca un contrapunto de la escena anterior pues desmitifica la figura de Saúl (cfr 1S 19, 24) que de forma ridícula quiso identificarse con los profetas que abusaban del éxtasis y del trance. 7) El diálogo de Saúl con su tío en Guibeá (1S 10, 13-16). Reafirma la vocación de Saúl como rey aunque todavía no deba darlo a conocer.
1S 10, 5 Guibeá de Dios. Ciudad de la tribu de Benjamín situada probablemente a unos 5 km. de Jerusalén, junto a la carretera que viene del norte. En otros textos se llama Guibeá de Benjamín (Jc 19, 14; Jc 20, 4.10; 2S 23, 29), de Saúl (1S 11, 4; 1S 15, 34), de los benjaminitas (1Cro 11, 31).
1S 10, 9 Saúl fue el primer rey ungido por mandato divino (1S 9, 15-16). La unción con óleo sagrado significaba la elección divina de una persona para desempeñar en nombre de Dios la función encomendada. Más tarde serán ungidos también los sacerdotes (cfr nota a Ex 30, 22-33) e incluso los profetas (1R 19, 16). Pero sólo el rey de Israel es denominado el ungido del Señor (1S 24, 7; 1S 26, 9.23; 2S 23, 1), en cuanto elegido como representante de Dios para dirigir al pueblo. En este sentido el rey de Israel, sobre todo a partir de David, es figura de Jesús, llamado Cristo: Cristo viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Éste era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor a la vez como rey y sacerdote, pero también como profeta. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey (Catecismo de la Iglesia Católica, 436).
1S 10, 17-27. La elección pública de Saúl como rey tiene lugar en Mispá, ciudad donde Samuel había confirmado su función profética y sacerdotal (cfr 1S 7, 5). El relato contiene detalles que no son del todo coherentes con lo narrado anteriormente: Samuel parece no conocer a Saúl e insiste en la oposición a la monarquía (vv. 17-19); la elección mediante suertes contradice la tradición cultual de la unción (vv. 20-25); en Guibeá rebrota la división de opiniones sobre la figura de Saúl (vv. 26-27). Sin embargo, este relato conserva la frescura de lo antiguo y refleja lo sucedido con más fidelidad. En todo caso, tanto la narración anterior de la unción (1S 10, 1-16) como ésta de las suertes coinciden en atribuir a Dios la iniciativa de la elección y en poner de relieve los problemas que la institución monárquica tuvo desde el principio.
1S 11, 1-15. La victoria contra los amonitas fue rotunda y proporcionó a Saúl el reconocimiento definitivo como rey de Israel. De esta forma Saúl llega al trono con el asentimiento de todos: de los más religiosos, al ser ungido ritualmente por Samuel (1S 10, 1-16), de la gente sencilla al comprobar que la suerte sagrada había recaído sobre él (1S 10, 17-27), y de las clases dirigentes al experimentar que fue invadido por el espíritu de Dios para derrotar a los enemigo de Israel (1S 11, 1-15).
Najás imponía a sus vasallos que se arrancaran el ojo derecho. De esta forma garantizaba que no se sublevaran contra él, pues, tal como se hacían entonces las guerras, el ojo derecho resultaba imprescindible para la lucha al quedar el izquierdo tapado con el escudo. Según un fragmento encontrado en Qumrán, Najás ya había aplicado esta práctica a los hombres de Gad y a los de Rubén.
La ceremonia de Guilgal recuerda la asamblea de Mispá (1S 10, 17) y confirma que la institución monárquica terminó siendo aceptada por todo el pueblo. Con las ceremonias rituales y los sacrificios se confiesa una vez más que el rey está obligado como sus súbditos a dar culto a Dios.
1S 12, 1-25. El discurso de Samuel a la asamblea de Israel viene a ser el resumen y la interpretación religiosa de la historia narrada en los capítulos anteriores. Está impregnado de la doctrina sobre la Alianza. El Señor es quien toma la iniciativa para establecerla y quien exige su cumplimiento: si el pueblo se mantiene fiel, Dios no lo abandonará (v. 22); pero si el pueblo obra mal, Dios tendrá que castigarlo junto con su rey. Así ocurrirá a lo largo de todo el periodo de la monarquía, y así el destierro final a Babilonia será el castigo por las infidelidades cometidas en los años que había rey.
La declaración de inocencia de Samuel (vv. 1-3) y el reconocimiento del pueblo (vv. 4-5) ponen fin a su etapa de gobernante (juez) como precursor de la monarquía. En adelante la función de Samuel será puramente profética: se limitará a interceder ante Dios y a señalar los aciertos y los errores de Saúl y de David.
La segunda parte del discurso (vv. 6-15) y el prodigio de la tormenta de verano (vv. 16-19) son las últimas indicaciones antimonárquicas del libro de Samuel. Se reitera la tentación que van a tener los reyes de suplantar a Dios, unas veces permitiendo la idolatría, otras relegando las obligaciones morales y cultuales. Esta parte del discurso está cuidadosamente elaborada y contiene las claves religiosas para valorar el quehacer de cada monarca; los profetas aludirán a estas mismas ideas al denunciar los abusos que con frecuencia van a cometer los reyes y las clases dirigentes. La función de profeta que Samuel asume con solemnidad (v. 23) es doble: la intercesión y la enseñanza. Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abrahán, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo; es la expresión de la comunión de los santos (Catecismo de la Iglesia Católica, 2635).
1S 13, 1-1S 15, 35. La narración de estos tres capítulos contiene elementos de procedencia distinta, pero engarzados en una misma línea doctrinal: la enseñanza de que Dios rige los destinos de su pueblo. En concreto hay dos clases de episodios: los que recogen las hostilidades con los pueblos vecinos, especialmente con los filisteos (1S 13, 1-6.16-23; 1S 14, 1-23), y los que resumen algunas actuaciones de Saúl dentro de Israel (1S 13, 7-15; 1S 14, 24-46; 1S 15, 1-30). En las primeras, Dios otorga la victoria frente a los filisteos y frente a los amalecitas, es decir, Dios es fiel a su compromiso de favorecer a su pueblo; en cambio, en la política interna, Dios rechaza a Saúl porque no ha puesto su confianza solamente en Él (1S 13, 7-15) y no ha obedecido con exactitud sus mandatos (1S 15, 1-30). Saúl viene a ser imagen del cristiano que por tibieza no termina de aceptar del todo el querer de Dios; sus pecados no parecen objetivamente muy graves, pero le acarrean un progresivo deterioro de sus relaciones con Dios.
1S 13, 1-6. A modo de introducción estos versículos señalan las hostilidades entre israelitas y filisteos, y la victoria de los primeros en todas las escaramuzas. La intención del autor sagrado es subrayar la protección divina. No es, por tanto, extraño que pase a segundo plano la exactitud en la cronología de los hechos y en los datos topográficos.
Así el v. 1 en hebreo dice que Saúl tenía un año cuando empezó a reinar y reinó durante dos años; el texto griego no lo traduce, y otras versiones interpretan que era como un niño de un año (Símaco), que era inocente (Targum). Lo cierto es que utiliza una fórmula técnica que incluía la edad del nuevo rey (cfr 2S 2, 10; 2S 5, 4 etc.), pero se dan cifras imposibles o se evitan cifras exactas para rebajar el protagonismo de Saúl. Nuestra traducción se apoya en el sentido de las distintas versiones antiguas.
En cuanto al escaso rigor geográfico, la ciudad de Micmás parece estar bajo el dominio de Saúl (v. 2-4) y bajo el de los filisteos (v. 5). Se menciona por vez primera a Jonatán (v. 2), pero no se indica que es hijo de Saúl. Estas imprecisiones en los datos secundarios no empañan la importancia del acontecimiento central del relato que se va a narrar a continuación: la osadía de Saúl al ejercer funciones sacerdotales sin contar con Samuel (1S 13, 9).
1S 13, 7-15. La condena de Saúl podría parecer demasiado severa, puesto que su acción sólo ha sido una impaciencia a la hora de comenzar los holocaustos antes de la llegada de Samuel, previamente concertada (cfr 1S 10, 8); pero la gravedad de la acción no es ofrecer sacrificios, que en aquella época era potestad también de los reyes (cfr 2S 6, 17; 1R 3, 4 etc.), sino hacerlo por su cuenta, al margen del querer de Dios, desconfiando de la palabra de Dios transmitida por Samuel.
El reproche de Samuel ¿Qué has hecho? (v. 11) y el castigo de arrebatarle el reino (v. 13-14) es un eco de la condena del primer pecado (Gn 3, 13.23). Se pone así de relieve que la consecuencia inmediata y grave de todo pecado es que aleja al pecador de Dios y de los beneficios que de Él proceden. El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia (Catecismo de la Iglesia Católica, 386).
1S 13, 16-23. Vuelven a aparecer las hostilidades entre filisteos e israelitas, interrumpidas por la condena de Saúl. Por documentos extrabíblicos se tienen noticias de la superioridad de los filisteos que en el siglo X a.C. eran ya maestros en el uso del hierro, mientras que en Palestina se hacían todavía las primeras tentativas con este metal. Pero el autor sagrado, al constatar la inferioridad de medios de Israel, no pretende aportar un mero dato, sino que está destacando la ayuda y protección divina sin la cual hubiera sido imposible cualquier victoria.
1S 14, 1-14. Los filisteos tenían todo a su favor: número de soldados, armas más perfectas, etc. Sin embargo, los israelitas se harán con la victoria gracias al favor del Señor. Esta hazaña, que es llevada a cabo por el joven Jonatán fiado solamente en la ayuda divina (v. 6), recuerda la que más tarde protagonizará David ante Goliat (1S 17, 1-58).
Jonatán propone una señal para conocer lo que Dios va a hacer (vv. 8-10). En el Antiguo Testamento es frecuente percibir la presencia e intervención divina interpretando los signos de la naturaleza y los acontecimientos por pequeños que sean. Así Moisés comprende el sentido de la zarza ardiente (Ex 3, 12-14), o un hombre de Dios interpreta la muerte de los hijos de Elí (cfr 1S 2, 34). En el Nuevo Testamento Jesús es la señal suprema de la intervención divina en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida (1Jn 4, 9).
Dios sigue manifestándose mediante signos ordinarios, como son los sacramentos de la Iglesia; pero también puede manifestarse mediante signos extraordinarios, que llamamos milagros. Pedir una intervención extraordinaria de Dios, por ejemplo, la curación de un enfermo desahuciado, no sólo es legítimo sino que, como toda ocasión de petición, es una muestra de confianza en Dios, cuya voluntad suprema aceptamos de antemano (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2633).
1S 14, 15-52. Los tres episodios que aquí se narran transmiten la misma enseñanza: la confianza en Dios. El primero es más negativo: Saúl en la batalla contra los filisteos (vv. 15-23) confió sólo en sus fuerzas (v. 17), no esperó la respuesta del Señor a su consulta (v. 19) y no se dio cuenta de que «el Señor salvó a Israel aquel día» (v. 23). En contraste, en el segundo episodio (vv. 24-35) Jonatán, que había violado una norma de Saúl, confió sólo en el Señor cuando recriminó el juramento de su padre por no tener en cuenta las necesidades del pueblo (v. 31); Saúl se mantuvo en su autosuficiencia, incluso cuando decidió construir un altar (v. 35), pues buscó justificar el juramento más que honrar al Señor. El último episodio (v. 36-46) contrapone de nuevo la obstinación de Saúl que no admite su error con la sencillez de Jonatán, que reconoce haber quebrantado un mandato, aunque involuntariamente. Saúl decide la muerte de su hijo (v. 44), pero el pueblo le salva (v. 45). Es un testimonio claro de que la autoridad no puede existir sino al servicio de los súbditos; unos y otros han de confiar sólo en el Señor.
El apéndice de este capítulo (vv. 47-52), que resume las gestas de Saúl y enumera los miembros de su familia, viene a ser la ampliación de un formulario típico para concluir la narración de la vida de un rey. El hagiógrafo lo anticipa antes de terminar de contar los hechos de Saúl, y además reduce toda su actividad a la lucha continua contra los filisteos. De esta forma la figura de Saúl queda devaluada; porque ante el Señor cuenta sólo la fidelidad y la confianza en Él, no las múltiples gestas que se hayan llevado a cabo, sin tenerle en cuenta. Es también una llamada para que todo hombre considere que por encima de las múltiples actividades está primero su relación personal con Dios. Y a la luz de la doctrina de Jesucristo es aún más apremiante esta enseñanza: «Corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción -¡al activismo!-, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Angeles custodios… Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel de panal» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 18).
1S 14, 19 Retira tu mano. El sacerdote, para consultar sobre lo que Dios quería, utilizaba unos objetos (urim y tummim) que guardaba en una especie de bolsa unida al efod, que era la vestidura específica de los sacerdotes (cfr nota a Ex 28, 6-30). Al ordenar Saúl que Ajías retire la mano del efod está impidiendo la consulta a Dios y, por tanto, decidiendo emprender la batalla por propia iniciativa, al margen de la voluntad de Dios.
1S 15, 1-35. La batalla contra los amalecitas es la ocasión por la que Saúl es definitivamente rechazado por Dios. Los episodios narrados hasta aquí venían subrayando los pecados de Saúl y, en concreto, su falta de confianza en el Señor. Sin embargo, ahora destaca su desobediencia.
En el relato se perciben los ecos de antiguas condenas divinas. El Señor se arrepiente (antropomorfismo expresivo) de haber hecho rey a Saúl (v. 11) como antes se había arrepentido de haber creado al hombre (Gn 6, 6); el rechazo de los planes divinos que Saúl lleva a cabo (vv. 11.23.26) produce el rechazo de Dios, que cierra a Saúl el acceso al trono para siempre, como antes había cerrado a Adán las puertas del Paraíso (Gn 3, 23-24). El castigo divino, como sucedió tras el pecado de Adán, es severo y no admite indulgencia por tratarse de un pecado muy grave, a saber, la rebeldía y la repulsa de Dios y de su palabra (v. 26).
En adelante Saúl, aunque conoce que el Señor no acepta su reinado, siguió siendo rey de hecho, porque la sentencia condenatoria se la ha comunicado Samuel en secreto (vv. 30-31), como había sido en secreto la primera unción (cfr 1S 10, 1-16).
1S 15, 22-23. El oráculo de Samuel redactado en verso es uno de los más antiguos que se conservan en la Biblia. Además de su belleza literaria destaca la claridad con que define la obediencia al identificarla con el reconocimiento de Dios: obedecer es el acto más perfecto de culto -más que un sacrificio-, desobedecer es un acto de idolatría. La sentencia final resulta severa y clara, pues se aplica la antigua ley del talión, empleando el mismo verbo (rechazar) en la exposición de la culpa y en la formulación de la pena.
Este canto a la obediencia tiene su resonancia en los profetas del Norte (Am 5, 21; Os 6, 6) y será actualizado por Jesús (Mt 9, 13), que es quien da sentido pleno a la obediencia a Dios y a sus representantes. La obediencia, y sólo la santa obediencia, nos manifiesta con certeza la voluntad de Dios. Los superiores pueden equivocarse, pero nosotros obedeciendo no nos equivocamos nunca (S. Maximiliano María Kolbe, Cartas, en Liturgia de las Horas, Oficio de lecturas 14-VIII).
1S 15, 32-33. La muerte del rey amalecita parece cruel a nuestra mentalidad cristiana, pero en aquel estadio de la revelación, todavía imperfecto, se corta de raíz cualquier brote de avaricia en las guerras (v. 9), y se da más relieve a la obediencia que a la defensa, muchas veces interesada, de la vida de los enemigos. Sobre la práctica del anatema cfr nota a Nm 21, 1-3; Nm 31, 1-54.
1S 16, 1-1S 31, 13. Comienza aquí la última sección del primer libro de Samuel en la que se relata la progresiva decadencia de Saúl hasta su muerte en la batalla de Guilboá contra los filisteos (cap. 31) y, a la vez, el resurgir complicado, a veces lento, pero decisivo del nuevo gran rey, David. Propiamente esta sección abarca también el primer capítulo del segundo libro de Samuel. Desde el punto de vista literario llama la atención el estilo narrativo de crónica de palacio sin otro afán que recopilar los episodios protagonizados por los reyes. Muchos de estos sucesos están narrados dos veces: por ejemplo, la entrada de David al servicio de Saúl (1S 16, 14-23; 1S 18, 1-2), el intento de Saúl de matar a David (1S 18, 10-11; 1S 19, 9-10), la promesa de Saúl de dar a David por esposa a una de sus hijas (1S 18, 17-19; 1S 18, 20-27), la intercesión de Jonatán en favor de David (1S 19, 1-7; 1S 20, 25-34), la huida de David (1S 19, 10-18; 1S 20, 1-21), la oportunidad para David de quitar la vida a Saúl (1S 24, 7-8; 1S 26, 11-12). Todo esto pone de manifiesto que se han recogido datos de diversas fuentes sin aplicar una crítica rigurosa de la historiografía.
En los episodios aquí relatados son escasas las referencias religiosas, mientras que se realzan con crudeza las tensiones entre Saúl y David; más aún, a pesar de ser el relato del rey más celebrado, David, y de que se insiste en la predilección de Dios por él, no se disimulan sus errores, como ocurrirá en los libros de Crónicas: David aparece como un político astuto, capaz de aliarse con los eternos enemigos de su pueblo, los filisteos, para salvarse a sí mismo (cap. 27); como un usurpador del trono de Saúl (caps. 19 y 21); como un hombre apasionado capaz de grandes matanzas (1S 21, 12; 1S 22, 17) y de otras debilidades humanas (1S 18, 17-27; 1S 25, 32-44), pero también de grandes lealtades con el rey ungido del Señor (caps. 24 y 26) y con sus propios amigos (cap. 20). Los relatos, en suma, muestran el lado más humano de aquellos personajes, pero dejan traslucir que el protagonista de fondo es el Señor, Dios de Israel. Ante todo, porque es quien elige y acompaña a David, desde el principio de su irrupción en escena (1S 16, 1) y durante los momentos claves de su trayectoria; así lo repite el estribillo el Señor estaba con él (1S 16, 18; 1S 18, 14.28). Por otra parte, Saúl, David y el resto de las personas que intervienen en la historia no van guiados por un ciego destino, sino que forman parte del proyecto divino de salvación. La gran lección de estas narraciones es que el Señor no interviene de ordinario con milagros o acciones prodigiosas, sino conduciendo el curso de la historia entre luces y sombras hasta conseguir el objetivo esencial de darse a conocer a todos los hombres y alcanzarles la salvación. La otra gran lección es que esta historia salvífica irá progresando con altibajos, con actos heroicos y grandes debilidades hasta alcanzar la plenitud en Jesucristo.
1S 16, 1-13. La unción de David, realizada por Samuel, en un recinto familiar y privado recuerda la unción de Saúl también en secreto (cfr 1S 10, 1-16). El relato insiste en la carencia de méritos para ser elegido: David es un desconocido sin apenas genealogía puesto que sólo se habla del ascendiente inmediato, de Jesé, su padre (v. 5); es el más pequeño de sus hermanos (vv. 11-12) y, como su familia, se dedica al oficio común de pastores; no venía ni de familia noble, ni militar, ni sacerdotal. No podía invocar ningún derecho para ser ungido.
La elección gratuita por parte de Dios da sentido profundo y religioso a la acogida de David por parte del rey Saúl (1S 16, 14-23) y a la aceptación más pública después del combate con Goliat (1S 17, 55-18, 5). Las cualidades y las gestas de David no habrían sido suficientes si previamente no se hubiera fijado el Señor en él. David es tipo de los que después de Cristo son llamados a cumplir una función en la Iglesia: ni la familia, ni las cualidades personales, ni los medios materiales cuentan, sino sólo el saberse llamado por Dios. Por otra parte hay que tener presente que el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón (v. 7); de ahí la exigencia de vivir y actuar conforme a la llamada recibida. Pues, en su interioridad, el hombre es superior al universo entero; retorna a esa profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde Dios, que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre su propio destino (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 14).
1S 16, 14-23. Como episodio independiente del anterior, se relata la acogida de David en la corte al servicio de Saúl; pero lo que aquí se pone de relieve es la decadencia del viejo rey Saúl y la vitalidad del joven David: el espíritu del Señor se había alejado de Saúl (v. 14) y un nuevo espíritu le perturbaba (v. 16) hasta hacerle caer en una depresión enfermiza y crónica (v. 23; cfr 1S 18, 10). David, en cambio, es un joven apuesto lleno de vitalidad (v. 18), capaz de alegrar con su música al propio rey (v. 21). El centro del episodio es la expresión dicha de pasada por uno de los cortesanos: El Señor está con él (v. 18).
1S 16, 15 Un mal espíritu enviado por Dios, literalmente un espíritu de Elohim, que podría traducirse por espíritu divino o espíritu sobrenatural. Es un hebraísmo coherente con el convencimiento de que todo procede de Dios, tanto la salud como la enfermedad. Por otra parte, estos decaimientos de ánimo son interpretados como falta de apoyo del Señor en su función de rey.
1S 17, 1-1S 18, 5. El combate y la victoria de David sobre Goliat es un hermoso episodio en el que el autor sagrado se recrea para presentar a David como guerrero sagaz, como vencedor de los enemigos, los filisteos, y, sobre todo, como elegido y protegido del Señor. Por todo esto David es reconocido y aceptado por Saúl, por Jonatán, el heredero legítimo, por los cortesanos y por todo el pueblo. Con este acontecimiento se cierra la sección dedicada a la vocación de David.
El relato consta de tres partes: en la primera (1S 17, 1-11) se hace la presentación de Goliat de Gat como el filisteo potente y representante de su pueblo dispuesto a dirimir la batalla en un duelo con cualquier guerrero de Israel; las palabras del gigante filisteo (vv. 8-10) reflejan la soberbia humana y plantean la batalla como un duelo en el que se dilucida cuál de los dos pueblos será vasallo y esclavo del otro. La segunda parte (1S 17, 12-54) gira en torno a David y su victoria prodigiosa. Éste surge como un adolescente desconocido, inexperto en la guerra (vv. 12-31), pero lleno de valor (vv. 32-36) y de confianza en el Señor (v. 37); sólo con sus utensilios de pastor, cayado y honda, consiguió vencer al enorme filisteo (vv. 38-54). La tercera parte (1S 17, 55-1S 18, 5) recoge la reacción de los asistentes. Se insiste en que es un desconocido (vv. 55-58), para dar mayor relieve a las muestras de afecto de todos los que han contemplado la hazaña de vencer al arrogante filisteo.
Es importante la proclamación de confianza que hace David: El Señor obtiene la salvación no con espada y lanza (v. 47), que recuerda la que formuló Jonatán en circunstancias semejantes (cfr 1S 14, 6). Así la victoria sobre Goliat no es un episodio más de la vida de David, sino uno de los más importantes porque manifiesta la supremacía del Señor sobre los pueblos que adoran a otros dioses, sobre Saúl y su corte, y sobre el propio David. En el nombre del Señor omnipotente, así, y no de otra manera; sólo así se vence al enemigo del alma. Quien lucha con sus propias fuerzas, antes de comenzar la batalla, es derrotado (S. Agustín, Sermones 153, 9).
1S 17, 12-31. Esta sección falta en algún códice importante de la versión griega, quizá porque, siendo una nueva presentación de David, no es fácil armonizarla con el relato anterior de la vocación del futuro rey (1S 16, 14-23): si ya se conocía a David, no tendría sentido volverlo a presentar. Quizá por la misma razón la mencionada versión alejandrina tampoco trae la investigación de Saúl (1S 17, 55-58) y la acogida de David en la corte real (1S 18, 1-5). Sin embargo, parece mejor aceptar el texto entero a pesar de que plantee dificultades de tipo histórico y literario, porque está atestiguado en el texto hebreo, en la mayor parte de los códices griegos y en las versiones siríacas y latinas. Al describir a David como muy joven (v. 14) e inexperto en asuntos militares (cfr 1S 17, 28-33) se subraya el carácter prodigioso de la derrota de Goliat.
1S 17, 32-37. En el diálogo entre Saúl y David sobre el reto de Goliat se contrapone el desánimo del primero y la audacia generosa de David. No es locura juvenil, sino entrega decidida para acometer una empresa difícil, confiado en la protección del Señor tantas veces experimentada en su oficio de pastor (vv. 34-37). Los Santos Padres aplican la experiencia de David a Jesucristo: David, esto es, Cristo, estranguló al león y al oso cuando, descendiendo a los infiernos, liberó a todos de sus fauces (…). Y puesto que el oso tiene la fuerza en sus garras y el león en su boca, estas dos fieras prefiguran al diablo. Por tanto, todo esto se ha dicho de Cristo, que habría de arrancar a su única Iglesia de las fauces, es decir, del poder del diablo (S. Cesáreo de Arlés, Sermones 121, 4).
1S 18, 1-5. Entre las muestras de afecto que el rey y los cortesanos prestaron a David, destaca la actitud de Jonatán, príncipe heredero, que llegó a amarlo como a sí mismo (vv. 1.3). La amistad que aquí se inicia y que se expresa con términos tan intensos (se sintió unido, como lo estaba Jacob con Benjamín, cfr Gn 44, 30-31), culmina en un pacto (v. 3) que en momentos difíciles se invocará como pacto del Señor, es decir, pacto sagrado (cfr 1S 20, 8). La sincera amistad entre David y Jonatán, además de reflejar la magnanimidad de ambos, es fundamental para dejar claro que David nunca quiso arrebatarle el trono, sino que accedió a él por designio divino, sin violentar los acontecimientos.
1S 18, 6-16. Pronto la admiración de Saúl por David tras la derrota de Goliat se transformó en envidia y celos. A la vez que crece el aprecio y el entusiasmo de los ciudadanos que incluso inventan una canción (cfr 1S 21, 12; 1S 29, 5), crece también la envidia del rey. El intento de matar a David (cfr 1S 19, 9-10) confirma la malicia y torpeza de Saúl frente a la habilidad de David. La clave de este episodio está expresada categóricamente: El Señor estaba con David y se apartaba de él (Saúl) (v. 12; cfr 1S 18, 28). Los éxitos (1S 18, 5.14-15) hay que atribuirlos a la destreza del joven David, pero sobre todo a Dios que le protege.
1S 18, 17-30. Saúl trama varias estratagemas para quitar de en medio a David. De nuevo la mezquindad de Saúl contrasta con los valores del joven aspirante: la promesa de darle la hija mayor, que por otra parte ya debería haberle entregado (1S 17, 25; v. 17), rezuma hipocresía y mala intención, pues Saúl sólo busca que los filisteos acaben con David (v. 25). De hecho no la cumple. La siguiente promesa de entregar a Mical, la hija menor, es igualmente falaz, pero en este caso se pone más de relieve el amor entre Mical y David (v. 28) frente al desapego de Saúl por su hija.
El desenlace resalta la actitud contradictoria del rey: Saúl reconoce, una vez más, que el Señor está con David (v. 28) puesto que tiene éxito en todo lo que emprende y, sin embargo, le declara abiertamente su enemistad (v. 29). Saúl es paradigma del pecador que, ante la evidencia de la protección divina, se obstina en su delito.
1S 19, 1-24. La huida de David lejos de la corte de Saúl da ocasión a unos cuantos episodios independientes entre sí pero que de forma dramática muestran la bajeza de Saúl y la magnanimidad y sagacidad de David.
En un consejo solemne de gobierno (vv. 1-7) el odio de Saúl que propone la muerte de David sólo encuentra la oposición de Jonatán defendiendo a su mejor amigo. Triunfa la amistad.
En la vida cotidiana del hogar (vv. 8-10) la vileza de Saúl que le lleva a arrojar la lanza contra su escudero contrasta con la habilidad de David al esquivarla.
Estos dos episodios están repetidos, el primero con más amplitud en el cap. 20 y el segundo casi con las mismas palabras en 1S 18, 10-11. El autor sagrado, al recogerlos aquí brevemente sólo quiere subrayar con ironía el contraste entre Saúl y David.
El tercer episodio ocurre en la propia casa de David (vv. 11-17). Mical, con sabiduría, prepara una estratagema para facilitar la huida de David y burlar los planes aviesos de su padre. Saúl comprueba que su propia hija le ha abandonado y se ha puesto a favor de David. Sobre los terafim cfr nota a Jc 17, 5.
El último suceso (vv. 18-24) es también paralelo de otro anterior (1S 10, 10-12), y ambos dan razón de aquel dicho popular que recoge el v. 24: ¿También Saúl anda entre los profetas?. Sin embargo, en este contexto, tiene carácter de pleito sagrado entre Saúl y David. El viejo Samuel que había ungido a uno y a otro, y que ya se había decantado a favor de David y en contra de Saúl (cfr 1S 13, 13-14), es ahora testigo de que el mismo Señor, con su espíritu, desbarata las intenciones malvadas de Saúl y le impide llegar hasta donde estaba David. El éxtasis profético, que en Guilgal fue un modo con que el Señor manifestó su designio a favor de Saúl, aquí, en Ramá, le paraliza, le deja desnudo un día entero y le impide llevar a cabo su intención de quitar de en medio a David. Es la prueba definitiva, solemnizada con la presencia de Samuel, de que David es quien está bajo la protección divina, mientras que Saúl ha sido rechazado.
1S 20, 1-42. Este último episodio que refleja el odio declarado de Saúl contra David es también una magnífica expresión de sincera amistad entre David y Jonatán. El hijo de Saúl, además de comprobar la intención de su padre, toma conciencia de las graves consecuencias que puede acarrearle su amistad, puesto que puede estar jugándose su futuro como rey (vv. 30-31). Sin embargo, se mantiene fiel a su amigo y arriesga su propio destino. Jonatán, aquel excelente joven, sin atender a su estirpe regia y a su futura sucesión en el trono, hizo un pacto con David y, equiparando el siervo al señor, precisamente cuando huía de su padre, cuando estaba escondido en el desierto, cuando estaba condenado a muerte, destinado a la ejecución, lo antepuso a sí mismo, abajándose a sí mismo y ensalzándolo a él: Tú -le dice- serás el rey, y yo seré tu segundo. (…) Ésta es la verdadera, la perfecta, la estable y constante amistad: la que no se deja corromper por la envidia; la que no se enfría por las sospechas; la que no se disuelve por la ambición; la que, puesta a prueba de esta manera, no cede; la que, a pesar de tantos golpes, no cae; la que, batida por tantas injurias, se muestra inflexible; la que provocada por tantos ultrajes, permanece inmóvil. Anda, pues, haz tú lo mismo (B. Elredo, De spirituale amicitia 3).
Una vez más el odio que anida en el alma de Saúl contrasta con la habilidad serena de David para burlar todas las insidias; y, por encima de todo, se confirma que el Señor, aun sin apenas nombrarlo, está a favor de David, le protege y favorece sus empresas, no sólo en las más trascendentales, sino también las más íntimas, como en este caso su profunda amistad con Jonatán.
1S 20, 12-19. El texto hebreo de estos versículos es difícil de entender quizá porque ha llegado hasta nosotros muy deteriorado. En nuestra traducción hemos tenido en cuenta la versión griega, que difiere bastante del texto hebreo, y las demás versiones antiguas. En todo caso, queda claro que el pacto entre Jonatán y David es solemne y tiene carácter sagrado, puesto que se hace ante el Señor. Así lo reflejan las fórmulas de juramento que conservan expresiones muy arcaicas: Que el Señor, Dios de Israel, sea testigo (v. 12), literalmente: Por el Señor, Dios de Israel; Que el Señor le haga esto y aquello le añada (cfr v. 13), equivalente a: Que el Señor le castigue; Que el Señor tome cuentas a todos los enemigos de David (v. 16), que significa: Que el Señor les trate como al peor enemigo.
Los israelitas utilizaban el juramento, es decir, la invocación de Dios como testigo, en circunstancias extraordinarias y solemnes, evitando el uso del nombre de Dios en vano. Hoy, la Iglesia enseña las condiciones sobre la licitud del juramento. “El juramento, es decir, la invocación del Nombre de Dios como testigo de la verdad, sólo puede prestarse con verdad, con sensatez y con justicia” (Catecismo de la Iglesia Católica, can., 1199, 1). La santidad del nombre divino exige no recurrir a él para motivos fútiles, y no prestar juramento en circunstancias que pudieran hacerlo interpretar como una aprobación de una autoridad que lo exigiese injustamente. Cuando el juramento es exigido por autoridades civiles ilegítimas, puede ser rehusado. Debe serlo, cuando es impuesto con fines contrarios a la dignidad de las personas o a la comunión de la Iglesia (Catecismo de la Iglesia Católica, 2154-55; cfr también nota a Ex 20, 7).
1S 20, 41-42. La despedida vuelve a repetir el pacto entre David y Jonatán con una fórmula carente de juramentos. Sólo Dios es garante de los compromisos adquiridos que alcanzarán a la descendencia de ambos. Aquí, como más tarde en el desierto de Zif (cfr 1S 23, 15-18), Jonatán es quien habla, mostrando que su dignidad de heredero es superior a la de David.
1S 21, 2-1S 27, 12. Los hechos que se narran en esta sección presentan el perfil más humano de David y sus dotes militares. Él, como los jueces antiguos, ha de ir ganándose adhesiones en las diferentes zonas de Israel. Comienza con un pequeño ejército de mercenarios (1S 22, 2) y disputa el territorio al propio Saúl, aunque manteniendo siempre un gran respeto al rey, como ungido (caps. 23-24). A pesar del carácter bélico de estos episodios, siempre se vislumbra la mano del Señor que conduce los acontecimientos hacia el fin previsto de hacer realidad la elección de David.
Los capítulos 21 y 27 sirven de prólogo y de conclusión respectivamente, y narran cómo David burla los planes de los filisteos. En cambio, los capítulos 22-26 relatan las escaramuzas de David con los de su pueblo.
1S 21, 2-16. La llegada de David al santuario de Nob dará pie a la cruenta matanza de los sacerdotes de ese santuario ordenada por Saúl al considerarlos traidores (1S 22, 16-23). La visita breve al rey filisteo de Aquis es un atisbo de cómo David supo manejar a los filisteos. De hecho, siempre sacó provecho de ellos.
El encuentro de David con Ajimélec en el santuario de Nob (vv. 2-10) es muy significativo: el sacerdote otorga a David privilegios muy excepcionales al darle de comer los panes consagrados y al brindarle la espada de Goliat. La ofrenda de los panes estaba regulada con normas muy estrictas (cfr nota a Ex 25, 23-30): los panes estaban destinados exclusivamente a los sacerdotes (cfr Lv 24, 9) y, al dárselos a David, Ajimélec interpreta el sentido de la ley más allá de la letra y reconoce que David, como soberano, puede alimentarse con ellos. En el Nuevo Testamento (Mt 12, 3-8 y par.) se alaba esta interpretación generosa de la Ley y se aplica a la ley del sábado: si David, soberano y señor, no quebrantó la ley de los panes dándolos a los suyos como alimento, tampoco Jesús, señor del sábado, quebranta su ley permitiendo a sus discípulos arrancar en sábado unas espigas para comer. También en esto David es figura de Cristo.
La anécdota de David fingiéndose loco ante el rey Aquis (vv. 11-16) muestra su sagacidad, muy superior a la de los filisteos (caps. 27 y 29). La ingenuidad del rey Aquis será aprovechada más adelante por David (1S 27, 1-12) para ir destruyendo a los aliados de los filisteos.
1S 22, 1-5. David comienza su actividad de dirigente y de estratega, y lo hace repitiendo el gesto de los elegidos del Señor: desprendiéndose de su familia (v. 3), como hizo Abrahán (cfr Gn 12, 1), y siguiendo el consejo de quien Dios ha puesto en su camino (v. 5), como Moisés (cfr Ex 3, 7). Desprendimiento y obediencia son virtudes exigidas a quienes tienen una misión importante en la historia de la salvación. Jesucristo pedirá también dejar familia y bienes con total radicalidad (cfr Lc 14, 26) y ser dóciles a la palabra del Señor (cfr Lc 11, 28). Renunciar a la propia vida significa no buscar nunca la propia voluntad sino la voluntad de Dios, y hacer del querer divino la norma única de la propia conducta (S. Gregorio de Nisa, De instituto christiano).
1S 22, 6-23. La muerte de los sacerdotes de Nob es uno de los episodios más negativos de la vida de Saúl pues deja al descubierto sus defectos más graves: recelo ante sus más allegados (v. 8) y odio contra David a quien denomina despectivamente el hijo de Jesé (vv. 7.13); condena a Ajimélec sin apenas escucharle (v. 16) y decide matar a todos los sacerdotes de Nob (v. 17). Es una orden tan absurda que sus servidores se niegan a cumplirla, y tiene que ser un forastero, un edomita, quien dé muerte a los sacerdotes.
También tras este desgraciado episodio se deja ver la mano del Señor, pues permitió que Abiatar huyera a las filas de David (v. 20), seguramente con los utensilios sacerdotales, o al menos con el efod para consultar al Señor (cfr 1S 23, 6). De esta forma David, que tenía ya un ejército propio, incorpora a su gobierno otra institución imprescindible en los reinos de entonces, la del sacerdocio.
1S 23, 1-14. David va poco a poco preparando su futuro gobierno. Por una parte fortalece al ejército con las escaramuzas contra los enemigos del pueblo, los filisteos (v. 5), y con la huida prudente de su contrincante personal, Saúl (v. 13). Por otra, consolida el sacerdocio, acudiendo una y otra vez a Abiatar para que en su ministerio consulte al Señor con el efod (vv. 2.4.9). Sobre el efod, cfr nota a Ex 28, 6-30.
1S 23, 15-18. Este esporádico encuentro de los amigos David y Jonatán (cfr 1S 18, 1; 1S 20, 17) es importante por ser el último que tendrán en esta vida y porque en él, a modo de testamento, Jonatán reconoce el destino de David: Tú reinarás sobre Israel (…). Hasta mi padre Saúl está convencido de esto (v. 17). La renovación del pacto sagrado (cfr 1S 20, 16) fortalece el ánimo de David en momentos en que es víctima de la persecución de Saúl.
1S 23, 19-28. Saúl, guiado por la denuncia traidora de algunos de Zif, está a punto de dar alcance a David, pero una incursión de los filisteos en la parte opuesta del país le hace interrumpir la persecución (v. 28). Hasta los enemigos más irreconciliables parecen favorecer a David, y así queda patente cómo Dios le protege. Es significativo que David, aguerrido soldado al frente de un ejército de valientes, rehúsa enfrentarse con Saúl; pone así de manifiesto que su acceso al trono no será por derrocamiento de su predecesor sino por aclamación del pueblo, cumpliéndose de este modo el designio divino.
1S 24, 1-23. En este episodio, cargado de ironía, se contrasta de nuevo la mezquindad de Saúl con la generosidad de David, que respeta la persona y la vida del ungido del Señor. Las circunstancias de la cueva y el hecho de cortarle la punta del manto a Saúl sin que se enterara, y la posibilidad de hablar ante los hombres de Saúl subrayan lo ridículo de la situación. David es más inteligente y magnánimo que su perseguidor.
El discurso de David (vv. 10-16) manifiesta su inocencia, su respeto por el rey, su sencillez y humildad, su disposición a aceptar el veredicto divino. El de Saúl es más directo, y habla sólo de David (vv. 18-22); reconoce su justicia y su bondad, es decir, las cualidades de un buen rey, y como tal, le solicita benevolencia. Es la primera vez que Saúl trata a David como soberano de Israel (vv. 21-22).
En la confrontación de Saúl y David se valoran las cualidades de cada uno, pero sobre todo se tiene en cuenta la elección divina: Tú Saúl, gozas de dinero, ciudades, armas, caballos, soldados, en resumen, todo lo que constituye el aparato real; éste (David) en cambio, está vacío y desnudo, sin ciudades, sin casa y sin familia. ¿Por qué entonces le hablas así? (…) Está claro, quien goza del favor divino es el más poderoso de todos (S. Juan Crisóstomo, Homiliae de Davide et Saule 3, 8).
1S 25, 1-44. El encuentro y posterior matrimonio entre David y Abigaíl es uno de los más bellos relatos del libro de Samuel. David muestra sus mejores cualidades de honradez porque nunca se apoderó de lo ajeno, aunque en sus circunstancias de guerrero en el desierto habría sido comprensible (vv. 7.15); de prudencia al atender a una mujer y moderar su afán de venganza (vv. 33-34); de sencillez y lealtad al tomar por esposa a Abigaíl después de que su marido había fallecido (vv. 39-42). Abigaíl, por su parte, es presentada con las dotes femeninas más valoradas: es prudente y hermosa (v. 3), previsora al preparar los regalos que ablandarán a David (v. 18), y capaz de pronunciar un discurso lleno de recursos oratorios para conseguir su propósito (vv. 24-31). En contraste, Nabal, como indica la etimología popular de su nombre (v. 25; nabal significa insensato, sinvergüenza), es grosero (v. 3), borracho (v. 36) y de corazón insensible; su muerte refleja la condición endurecida de su personalidad así como su maldad (vv. 37-39).
La consecuencia de este episodio es que David, que ya había instituido el ejército y el sacerdocio, debe iniciar la formación de su familia, de la corte real. Saúl le había arrebatado a su primera esposa, Mical (v. 44). Ahora David, que se había casado con Ajinóam, de la que apenas habla el texto, toma por esposa a Abigaíl, una gran mujer de la que estaba prendado y que le aportará riquezas y beneficios políticos entre los calebitas. El Señor, por tanto, seguía protegiendo a David y confirmando su elección.
1S 25, 1 La muerte de Samuel es reseñada con tres pinceladas escuetas -muerte, duelo y entierro-, que se repiten más adelante (1S 28, 3). Frente a las solemnes ceremonias funerarias de Egipto (cfr Gn 50, 1-11), en Israel la muerte de los grandes personajes como Aarón (Nm 20, 29) o Moisés (Dt 34, 5-8) o la de los reyes, se considera normal y se narra con toda sencillez. En la historia de la salvación que la Biblia recoge, las personas son instrumentos imprescindibles, pero el protagonista que orienta los hechos y permanece siempre es el Señor que, como Padre omnipotente y sabio está presente y actúa en el mundo, en la historia de cada una de sus criaturas, para que cada criatura, y específicamente el hombre, su imagen, pueda realizar su vida como un camino guiado por la verdad y el amor hacia la meta de la vida eterna en Él (Juan Pablo II, Alocución 30.IV.86).
1S 25, 18 Seim. Plural de seah, una medida de áridos que correspondía probablemente a una tercera parte del efah, es decir, a unos 7 litros.
1S 25, 29 La bolsa de los vivos indica que Dios cuida celosamente la vida de sus amigos frente a cualquier ataque exterior. Sólo Dios es el dueño de la vida, como se indica con otra expresión parecida: el libro de los vivos (Sal 69, 29; Ap 3, 5). La imagen de la bolsa podría estar tomada de un recipiente a modo de adorno que, al parecer, usaban algunas mujeres como amuleto.
1S 26, 1-25. El nuevo encuentro entre Saúl y David tiene muchos puntos de contacto con el narrado en el cap. 24. Sin embargo, aquí se ponen más de relieve la personalidad y la misión de David: David es mejor estratega que Saúl, y es reconocido como soberano en la bendición del viejo monarca (v. 25). En efecto, esta confrontación con Saúl no es ni casual ni tiene lugar en una cueva, sino intencionada y llevada a cabo al aire libre, en el campamento militar (vv. 4-7). Abner y los soldados encargados de la seguridad del rey se quedan dormidos y no cumplen su misión de velar por el rey; en cambio David es quien garantiza la vida de Saúl (vv. 9.15). El texto pone de manifiesto una vez más la compasión y la misericordia de David (El Señor te ha entregado hoy a mis manos…, v. 23), a la vez que resalta la figura del futuro rey, pues la misericordia es una perfección propia de Dios y por tanto una virtud que debe usar todo representante suyo y todo el que quiera parecerse a Él (cfr Lc 6, 36).
Pero, por encima de las anécdotas y estratagemas humanas, se vuelve a poner de relieve que sólo el Señor tiene la última palabra: Él decidirá el momento y el modo de la muerte de Saúl (v. 10); Él paga a cada uno según sus méritos (v. 23-24); Él, en definitiva, ha elegido a David y le concede el éxito en todo lo que emprende, como reconoce Saúl en las últimas palabras (v. 25).
1S 27, 1-12. El éxito de David entre los filisteos cierra la sección que había comenzado en el capítulo 21 y justifica su vuelta al país sólo después de la muerte de Saúl. David no pretendió nunca derrocar a su predecesor; más aún, como otros grandes personajes bíblicos, tiene que refugiarse entre sus propios enemigos: así lo hizo Abrahán huyendo a Egipto (Gn 12, 10), y más tarde todos los descendientes de Jacob (Gn 46); así lo hizo Moisés escondiéndose entre los madianitas para más tarde volver a liberar a su pueblo (Ex 2, 15; Ex 3, 7ss.). David, del mismo modo, se ve obligado a refugiarse entre los filisteos para escapar de Saúl (v. 1). Pero muestra su sagacidad y astucia militar pues no acude como individuo particular, sino como jefe de un pequeño ejército. Ya en el relato del cap. 21 había engañado a Aquis y a los suyos haciéndose pasar por loco; ahora les vuelve a engañar haciéndoles creer que sale a pelear contra Judá, cuando en realidad está destrozando a los aliados de los filisteos (vv. 7-12). El relato es irónico y realza la personalidad de David que sale airoso de todas las peripecias: Dios sigue protegiéndole. De hecho consigue ridiculizar a los filisteos, hacer estragos entre las tribus enemigas de Judá, guesuritas, guezeritas y amalecitas (v. 8), y atraerse a los que más tarde serán sus súbditos (cfr 1S 30, 26-31).
1S 28, 1-25. Los últimos capítulos del libro (caps. 28-31) dan razón de la muerte de Saúl haciendo hincapié en que está decidida por el Señor y, por tanto, de ninguna manera se puede culpar de ella a David. Los acontecimientos que aquí se narran están enmarcados en las guerras entre filisteos e israelitas.
El primer episodio tiene como protagonista a David, que contesta con una evasiva de doble sentido a la proposición de Aquis de participar en la guerra contra Israel y contra Saúl (v. 2); puede interpretarse como que jamás peleará con los de su pueblo o, como interpreta Aquis, que David no le traicionará nunca. La conclusión es clara: David jamás engañó a Saúl ni se enfrentó militarmente con él.
El siguiente episodio (vv. 4-25) está protagonizado por Saúl, que sufrió en sus últimos días la soledad y la tristeza (vv. 5.20). Al comprobar que el Señor no responde a sus consultas por ninguno de los medios establecidos (v. 6), decide evocar a Samuel, difunto desde hacía tiempo, sin importarle quebrantar las normas acordes con la ley divina que él mismo había establecido. Todas las circunstancias del relato dejan a Saúl en una postura ridícula, pero, sobre todo, reafirman que el Señor ha decidido apartarle su protección y elevar a David a la dignidad real.
Sobre el uso de los urim, ver nota a 1S 14, 19.
1S 28, 8-14. El rito de la evocación del espectro queda interrumpido cuando Samuel se hace presente antes de que la mujer nigromante diga o haga algo (v. 12). De esta forma se deja patente que aquellas ceremonias evocadoras de espíritus no son eficaces, sino que es Samuel quien toma la iniciativa y se presenta como espíritu sobrenatural (espíritu de Elohim, según el texto hebreo, v. 13), para hablar no como un particular, sino en nombre de Dios (vv. 16-19). Con este recurso literario, la nigromancia pasa a segundo plano y resplandece la manifestación de lo que el Señor ha decidido sobre Saúl.
La nigromancia estaba prohibida en Israel (cfr Dt 18, 10-12), pues implica querer arrogarse un conocimiento que sólo corresponde a Dios. La Iglesia denuncia también toda práctica adivinatoria que pueda poner en duda la providencia amorosa de Dios sobre cada persona: Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir (cfr Dt 18, 10; Jr 29, 8). La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “mediums” encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 2116).
1S 29, 1-11. El rechazo de David por parte de los filisteos sería irrelevante si no fuera porque la batalla que se está preparando será la última para Saúl y sus hijos. David no sólo no participó en ella, sino que ni siquiera estaba en el país de los filisteos; por tanto nunca podrá ser acusado de haber subido al trono asesinando a Saúl.
Por otra parte, David muestra una vez más su astucia al engañar a Aquis y su sagacidad al conseguir abandonar el país enemigo como si fuera un aliado suyo. El autor sagrado al reseñar los engaños frecuentes de David, que pueden resultar sorprendentes al lector formado con criterios del Nuevo Testamento, no alaba la mentira, sino que, por contraste con la necedad de los filisteos, resalta la sagacidad del futuro rey de Israel. Y, por encima de todo, con estos recursos literarios confirma que el Señor concede el éxito a todas las empresas de David.
1S 30, 1-31. La batalla contra los amalecitas manifiesta que David está dotado de las cualidades que se esperan de un buen rey de Israel: antes de tomar una decisión de importancia acude al Señor para confortarse y para consultar (vv. 6-8), mostrando así la piedad que es indispensable en el rey. Además es un gran estratega al dirigir con eficacia su ejército poco numeroso (vv. 9-10); es sagaz y sabe aprovechar la debilidad de un egipcio para sorprender al enemigo (vv. 11-16); es ejemplar en el comportamiento con los enemigos al consagrar al anatema a los amalecitas, en contraste con lo que tiempo atrás había hecho Saúl (cfr 1S 15, 16-23); y finalmente sabe granjearse la confianza de los suyos al distribuir el botín entre todos sus hombres, haciendo partícipes incluso a los que no habían tomado parte en el combate (vv. 21-24). Este nuevo éxito de David es señal de que el Señor le protege y de que sus batallas son distintas y, sobre todo, entabladas muy lejos de la que va a acarrear la muerte a Saúl.
1S 31, 1-13. La muerte de Saúl es narrada sin enjuiciarla, pero en un contexto de tristeza y de abatimiento que prepara el camino para la llegada de David, el rey liberador. La primera escena, la derrota de los israelitas (v. 1), es premonitora de lo que va a ocurrir. La segunda escena (vv. 2-7) es la muerte de Saúl precedida por la de sus hijos; es una muerte en soledad pues ni siquiera es consecuencia de la pelea. La siguiente escena (vv. 8-10) describe la suerte de los despojos de Saúl y de sus hijos que vienen a ser para los filisteos los trofeos más preciados de victoria, como en otro tiempo había sido el Arca (caps. 5-6). Incluso su cabeza es llevada al templo de Astarté. La última escena (vv. 11-13) refleja la piedad de los galaaditas (cfr 1S 11, 1-11) que recogieron los restos, los enterraron e hicieron el duelo correspondiente.
El primer libro de Samuel termina con la mención sobria de las honras fúnebres de Saúl, aunque falta el gesto de duelo más importante, el de David; pero esto quedará reseñado en el libro siguiente (2S 1, 1-27). El final de Saúl es también el fin de una monarquía balbuciente, que sirve de prólogo y preparación a la nueva etapa de la monarquía que ha de protagonizar David.
1S 31, 4-5. Sobre la muerte de Saúl hay otra tradición según la cual lo mató un amalecita, es decir, uno del pueblo enemigo de Israel por antonomasia (2S 1, 6-10). En cualquier caso el autor sagrado no juzga la muerte del rey como un delito grave de suicidio, como tampoco lo hace en otros casos semejantes (cfr Jc 9, 54; Jc 16, 30; 1R 16, 18), sino sólo como una muerte ignominiosa, indigna de un rey que debía ser modelo de fortaleza y valor. Cuando la revelación llegue a su plenitud en el Nuevo Testamento, se manifestará también la gravedad del suicidio: Lo decimos, lo afirmamos y lo demostramos de todos los modos posibles: nadie debe darse muerte espontáneamente, ni por huir de los problemas temporales, ni por querer reparar pecados ajenos, ni por lavar sus antiguos pecados propios, ni por el deseo de una vida mejor. Nunca hay razón para quitarse la vida (S. Agustín, De civitate Dei 1, 26).
2S 1, 1-2S 8, 18. El segundo libro de Samuel contiene la actividad de David antes de subir al trono y durante su reinado. En la primera parte se narran las vicisitudes hasta consolidarse como rey en la Ciudad Santa de Jerusalén (caps. 1-8), y en la segunda, las intrigas de sus hijos en la sucesión al trono (caps. 9-24). El capítulo primero sirve de eslabón entre el ciclo de Saúl, cuya muerte se relata de nuevo, y el ciclo de David. A partir del capítulo segundo el protagonista fundamental es David y sus múltiples dificultades hasta ser aceptado por todos: primero es elegido solamente rey de Judá en Hebrón (2S 2, 1-4); en segundo lugar tendrá que desbaratar con sabiduría y astucia las tentativas de los descendientes de Saúl que todavía aspiraban al trono (2S 2, 5-2S 4, 12); y por último será reconocido rey de todo Israel, también en Hebrón (2S 5, 1-5). Una vez alcanzada la aceptación general, habrá de consolidar su trono en Jerusalén (2S 5, 6-2S 8, 18).
Como en el primer libro, también aquí lo importante es la interpretación religiosa de los hechos: el rey David es instrumento en manos de Dios que es quien en el fondo gobierna a su pueblo librándole de todos sus enemigos. En este sentido ocupa un lugar destacado en la historia de la salvación y es figura de Jesucristo, puesto que con él se inicia la tradición del mesianismo real (cfr 2S 7, 1-17).
2S 1, 1-16. Después de la muerte de Saúl (v. 1). Estas palabras semejantes a las de Jos 1, 1 y Jc 1, 1 pudieron ser motivo para dividir aquí los dos libros de Samuel, si es que alguna vez formaron una unidad. En cualquier caso, son una fórmula para indicar el comienzo de una nueva etapa.
David se enteró de la muerte de Saúl por un fugitivo perteneciente a un pueblo enemigo (vv. 1-10), un amalecita que dio una versión bien distinta de la recogida en el capítulo final del libro anterior (cfr 1S 31, 4-5): allí el propio rey se dejó caer sobre su espada, aquí es el amalecita quien lo remata. Quizá pensó que con la noticia y con las insignias reales que traía consigo (v. 10) conseguiría algún privilegio, pero se equivocó. David mantuvo siempre el respeto al ungido del Señor (v. 16), le lloró como merecía (vv. 11-12) y en ningún momento buscó en provecho propio la caída del rey elegido por Dios.
2S 1, 17-27. La elegía por Saúl y Jonatán es uno de los poemas más bellos conservados en la Biblia; se atribuye a David y, al mismo tiempo, se sabe que pertenece al Libro del Justo (v. 18), una colección de escritos de tipo castrense y nacional (cfr Jos 10, 13), más que de tipo religioso como son los Salmos. De hecho, en la elegía no se menciona a Dios ni se recogen argumentos religiosos; en cambio, abundan las exclamaciones patrióticas (vv. 19-20.24-25, etc.), y las expresiones marciales (vv. 19.21). Su elevado lirismo (vv. 23-25) refleja que el momento y las circunstancias en que fue compuesto eran de grandísimo dolor y preocupación por el futuro.
Por otra parte, el lugar estratégico que ocupa en el libro cierra definitivamente la etapa de Saúl y abre la de David. A partir de ahora queda el camino expedito para que David, ungido rey por Samuel en privado (cfr 1S 16, 1-13), llegue a ser reconocido como tal en público.
2S 1, 19 La gala de Israel. Las versiones antiguas han interpretado de diversas maneras esta expresión hebrea: la griega lo entiende como verbo (considera, Israel, a los que han muerto heridos sobre los montes); la siríaca como sustantivo (gacela de Israel); la latina como adjetivo (los ínclitos, Israel, han sido heridos). Es preferible mantener lo más fielmente posible el original hebreo que refleja muy bien la imagen poética aplicada a Saúl y a Jonatán.
2S 1, 21 Campos de primicias. Con esta maldición se pide la esterilidad de los campos, condenados a no tener primeros frutos, es decir, ningún fruto. Una bendición opuesta aparece en Gn 27, 28.
No untado con aceite. Los soldados untaban las pieles del escudo con aceite para mantenerlas tersas y resbaladizas ante la espada de los enemigos. Saúl en cambio hacía lo mismo con la sangre y la grasa de los enemigos liquidados en combate.
2S 2, 1-7. El itinerario del ascenso al trono de David había comenzado en Belén cuando fue ungido por Samuel en una ceremonia privada (cfr 1S 16, 1-13). Sin embargo, ahora, en Hebrón, ignorando lo ocurrido en Belén, David es ungido por los hombres de Judá como rey de Judá (v. 4). Se trata más bien de un acto político de reconocimiento o entronización. A partir de ahora el rey de Judá tendrá que ir superando muchas dificultades hasta ser constituido también rey de Israel (2S 5, 1-5).
David llevó a cabo la primera gestión diplomática con aquellos de Yabés de Galaad que se habían portado lealmente con Saúl. En la fórmula de saludo (v. 7) se compromete con ellos con la misma lealtad que había mostrado con Saúl, y, a la vez, les sugiere que sigan el ejemplo de los de la casa de Judá aceptándolo como rey.
2S 2, 8-11. Abner, primo y general de Saúl (cfr 1S 14, 50; 1S 17, 55; 1S 26, 5), fue el primer gran oponente de David al querer reafirmar la dinastía de Saúl colocando en el trono a Isbaal, su único hijo superviviente. La enumeración de las regiones más importantes del norte (v. 9) da idea de la dificultad que David encuentra para integrarlas en la unidad del nuevo reino; también la información de la edad madura de Isbaal, cuarenta años, refuerza la severa oposición que tendrá que superar el nuevo rey de Judá.
En cuanto al hijo de Saúl, el texto hebreo lo nombra siempre como Isbóset, que etimológicamente significa hombre de mentira, hombre falaz, mientras que el griego lo llama Isbaal, hombre de Baal o don de Baal, que resultaba un nombre menos ofensivo. Es preferible esta lectura que ha pasado a las versiones latinas más autorizadas.
2S 2, 12-2S 3, 1. La primera confrontación bélica entre Israel y Judá es relatada como una lamentable guerra civil en la que los intentos de reconciliación resultan fallidos (vv. 20-23). La batalla tiene lugar en dos escenarios diferentes: en el primero (vv. 12-16) se entabla un duelo entre iguales para dilucidar la victoria; todos quedan vencidos por igual y, sin embargo, la batalla continúa de modo encarnizado; finalmente la victoria favorece a los hombres de David (v. 17). El segundo escenario presenta la pelea personal entre Joab, el lugarteniente de David, y sus hermanos frente a Abner, el lugarteniente de Saúl (vv. 24-32). El proceso es el mismo: muere uno de los tres hermanos, Asael (v. 23), y se intenta y se alcanza un acuerdo de paz entre los contendientes (vv. 26-30). Sin embargo, la guerra entre el norte y el sur continúa hasta que finalmente los de Judá terminan con más ventaja y poco a poco se van afianzando (cfr 2S 3, 1). En esta primera escaramuza no interviene David, que siempre se muestra como artífice de la unidad entre los dos reinos y no como causa de las desavenencias entre ellos.
2S 3, 2-5. La enumeración de los hijos de David nacidos hasta este momento significa que la casa de David va consolidándose tanto por el número de descendientes como por la extensión de la herencia, puesto que el hijo de Abigaíl tenía derecho a la región de los calebitas y el de Maacá a la región de Guesur. En contraste, la casa de Saúl se desmoronaba con rapidez, como se pone de relieve en el episodio siguiente.
2S 3, 6-39. Las personas que intervienen en la muerte trágica de Abner iluminan, por contraste, la figura egregia de David, el único dotado de las cualidades de un buen rey. Así, Isbaal, el nombrado rey de Israel, es incapaz de imponerse a su general Abner y de corregir sus abusos porque le tiene miedo (v. 11). Abner es tan ambicioso y torpe que sólo es capaz de granjearse enemistades: al ocupar el puesto de Saúl haciendo suya a una concubina, molesta al heredero, Isbaal (v. 7); y al sellar un pacto con David (vv. 12-13), molesta a Joab que no le perdonará la vida. Por último, Joab, el jefe de las tropas de David, es vengativo y en la primera oportunidad llegará a matar a traición a Abner (vv. 26-27), haciéndose reo de una severa maldición por parte de David (v. 29).
En cambio, David obra con más serenidad y prudencia. Aprovecha las dificultades políticas de Abner para tender lazos de unión con los del norte; solicita la vuelta de su esposa Mical, porque así él se convierte en heredero legítimo del trono de Saúl sin necesidad de violencias ni de crímenes; más tarde llora sinceramente la muerte de Abner (vv. 31-35) y le dedica un canto fúnebre, con lo que echa por tierra cualquier acusación de culpa en este crimen (vv. 36-37). Finalmente, al pronunciar la maldición sobre Joab y su familia, deja claro que él odia la violencia y que busca exclusivamente el camino de la concordia.
Aunque el relato resulta cruel y poco edificante, por dos veces se repite en boca de Abner que ha de cumplirse lo que el Señor ha jurado a David (vv. 9-10.17-18): que le haría rey sobre Israel. De esta forma, se vuelve a poner de manifiesto que la historia de la salvación transcurre incluso a través de episodios tan duros como éstos. David también es figura de Jesús en el sentido de que, rodeado de violencia, buscó siempre el bien y la concordia de los suyos. A imitación del Maestro, los cristianos también estamos llamados a promover la paz. Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra: “En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: ‘De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate’ (Is 2, 4)” (GS 78, 6) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2317).
2S 3, 33-34. La lamentación está cargada de ironía: Abner, el heroico lugarteniente de Saúl, ha muerto víctima de una burda estratagema; ni siquiera ha tenido el honor de morir luchando en el campo de batalla, como lo tuvieron Saúl y Jonatán (cfr 2S 1, 19-23). En aquella época se consideraba una deshonra la muerte de un soldado fuera del combate. Por otra parte, como han comentado los Santos Padres, el canto fúnebre es una muestra de la lealtad de David: David con este gesto enseña que hay que mantener la fidelidad prometida incluso con los adversarios, y que hay que reconocer el valor también de los enemigos (S. Ambrosio, De apologia David 7, 36).
2S 4, 1-12. Muerto Abner, ya sólo Isbaal, descendiente de Saúl, podría obstaculizar a David la ascensión al trono del Norte. Pero, al ser cobardemente asesinado, le dejó completamente expedito el camino. Sin embargo, la reacción de David fue inmediata para alejar otra vez toda duda de complicidad en esta muerte: manda ajusticiar a los traidores que han matado a Isbaal, especificando que les corten las manos y los pies, pues con las manos le dieron muerte y con los pies se apresuraron a traer la noticia pensando en granjearse el favor de David.
La noticia del hijo de Jonatán (v. 4) quiere llamar la atención sobre otro descendiente que podía inquietar a David, pero es un niño y además está tullido; más adelante (cfr 2S 9, 1-13) se relata su mayoría de edad. En cuanto al nombre, ocurre lo mismo que con Isbaal (cfr nota a 2S 2, 8-11): el texto hebreo lo llama Mefibóset, que significa de la boca de la mentira, mientras que el texto griego y las demás versiones antiguas siguiendo a 1Cro 8, 34 lo denominan Meribaal, que significa defendido por Baal. Es probable que el cambio de nombre se debiera a que el texto hebreo detesta nombrar al dios cananeo Baal.
Todos los episodios narrados hasta aquí, que facilitan el acceso de David al trono, ponen de relieve que es Dios mismo quien dirige los acontecimientos y los orienta hacia el proyecto salvífico sobre su pueblo. David llegará a ser rey de Israel no por un pronunciamiento, ni sólo por sus hábiles estrategias, sino porque el Señor así lo ha querido.
2S 5, 1-5. La consagración de David como rey de Israel está narrada con sobriedad pero destacando detalles de gran trascendencia en la historia de la salvación: los habitantes del norte y los del sur son hermanos (hueso tuyo y carne tuya somos, v. 1); la imagen del pastor (v. 2), antiguo oficio de David, resume la función del dirigente y del rey que no buscan en el gobierno el propio provecho, sino el bienestar de los súbditos; el pacto de David con los ancianos (v. 3) es reflejo de la doctrina general de la alianza, que estará en la base de las relaciones de Dios con su pueblo y de los miembros del pueblo entre sí; el número de los años de gobierno (v. 5) también está cargado de significado, porque estas cifras eran consideradas como símbolo de plenitud: siete como rey de Judá, y cuarenta como rey de Judá e Israel. Todavía en el Nuevo Testamento los números siete y cuarenta conservan el mismo sentido de plenitud (cfr Mt 4, 2; Mt 18, 22; Ap 1, 11; Hch 4, 22, etc.). Hebrón, donde había sido ungido también como rey de Judá (cfr 2S 2, 1-4), era la ciudad más importante del sur; en su interior conservaba la cueva de Macpelá y en sus alrededores se hallaba la encina sagrada de Mambré. Sin embargo, quizá por estas resonancias antiguas, no fue escogida como capital del nuevo reino, sino que fue sustituida por Jerusalén.
David es figura de Jesucristo en muchos aspectos, pero la raíz de todos ellos es su condición de rey: Jesucristo será también aclamado Rey de Israel. Pero ¿qué era para el Señor ser aclamado por Rey de Israel? ¿Qué era para el Rey de los siglos ser hecho rey de los hombres? Cristo no era Rey de Israel para imponer tributos ni para tener ejércitos armados y guerrear visiblemente contra sus enemigos; era Rey de Israel para gobernar las almas, para dar consejos de vida eterna, para conducir al reino de los cielos a quienes estaban llenos de fe, de esperanza y de amor (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 51, 4).
La liturgia de la Iglesia propone este texto del libro de Samuel en la Solemnidad de Cristo Rey, junto con la escena de la crucifixión (Lc 23, 35-43). Jesús ha conseguido su reinado con la obediencia que culmina en la muerte en la cruz, obteniendo la salvación definitiva para todos los hombres.
2S 5, 6-2S 8, 18. David, después de ser consagrado y reconocido como rey de todas las tribus de Judá y de Israel, se dedica a formar un verdadero reino con sus instituciones, su capital y sus fronteras. En estos capítulos se relata en primer lugar la conquista de Jerusalén y su elección como nueva capital política del reino (2S 5, 6-12). A continuación, se narra el establecimiento del Arca en Jerusalén -designada así capital religiosa (2S 6, 1-23)-, la institución de la dinastía sucesoria con la que se asegura la permanencia de la monarquía (2S 7, 1-29) y, finalmente, la expansión de las fronteras gracias a los territorios arrebatados a los filisteos, asegurando así la fortaleza del reino (2S 8, 1-18).
Esta sección, además de contener relatos socio–políticos, está impregnada de enseñanzas religiosas: la institución de Jerusalén como capital del reino es, a partir de este momento, señal de la protección divina (cap. 6); la profecía de Natán garantiza que la sucesión dinástica es parte del proyecto divino de salvación (cap. 7); y la victoria sobre los filisteos es la prueba de que Dios garantiza la paz dentro de las nuevas fronteras (cap. 8).
2S 5, 6-12. Jerusalén había de ser la capital del reino y, por tanto, el centro de la vida del pueblo, y también el punto de referencia para explicar la doctrina religiosa de la Alianza hasta la época del Nuevo Testamento: en Jerusalén culminará la vida de Jesús y desde allí se extenderá el mensaje y la vida de la Iglesia.
Fuera de la Biblia esta ciudad aparece mencionada en textos egipcios del siglo XIX-XVIII a.C. que la consideran uno de los territorios enemigos de Egipto, y las cartas del siglo XIV a.C. encontradas en El-Amarna, al norte de Egipto, la mencionan junto a Guézer, Ascalón y Laquís, todas ellas ciudades cananeas pero de escasa importancia política.
Los jebuseos la consideraban inexpugnable (cfr Jos 10, 1-15; Jos 15, 63; Jc 1, 21) hasta el punto de suponer que los más desvalidos bastarían para detener el ataque de David (vv. 6 y 8). Pero éste gracias a la estratagema del canal (estrategia bélica desconocida hoy por nosotros), consiguió apoderarse de Jerusalén, la reconstruyó con esmero (vv. 9-10), levantó allí su palacio y la declaró Ciudad de David, es decir, capital del reino.
Su situación geográfica, en la frontera de los territorios del norte y del sur resultaba estratégica y era una señal clara de que David era el único rey de todo el territorio por querer de Dios. Para acceder a Jerusalén fue necesario vencer primero a los filisteos (vv. 17-25); pero el autor sagrado, al anticipar la narración de la conquista, está utilizando un artificio literario para resaltar que el episodio bélico más importante de David fue la toma de Jerusalén y el asentamiento de su corte en ella.
2S 5, 9 El Miló. Parece que se trata de un relleno de tierra para cubrir el espacio existente entre la Ciudad de David y la colina rocosa sobre la que estaban construidos el Templo y el palacio del rey. Es probable que aquí se haga referencia a él de manera anacrónica, pues según 1R 9, 15 fue Salomón quien ordenó prepararlo.
2S 5, 13-16. En la relación de los hijos de David nacidos en Hebrón (cfr 2S 3, 2-5) se mencionó el nombre de las madres con la intención de señalar la extensión de los dominios de David. Aquí, en la lista de los hijos nacidos en Jerusalén, basta enumerar a los hijos porque el autor sagrado sólo pretende indicar que la familia ha crecido y que está definitivamente afincada en Jerusalén.
2S 5, 17-25. Una vez que David se ha asentado en Jerusalén, el Señor le protege en sus batallas contra los filisteos. Aunque, como se ha dicho (cfr nota a 2S 5, 6-12), estas guerrillas debieron de ser anteriores a la conquista de Jerusalén, el autor sagrado prefiere subrayar la soberanía y la religiosidad de David. Así pues, son los filisteos quienes atacan por dos veces (vv. 17.22), por dos veces David consulta al Señor antes de tomar una decisión (vv. 19.23), y por dos veces los derrota (vv. 20.25) precisamente por haber cumplido lo que el Señor le había dicho (v. 25). Con Dios, que no pierde batallas, seremos siempre vencedores. Por eso, en la pelea para la santidad, si te notas sin fuerzas, escucha los mandatos, haz caso, déjate ayudar, … porque Él no falla (S. Josemaría Escrivá, Surco, 151).
2S 6, 1-23. Al trasladar el Arca desde Baalá, una aldea fronteriza con los filisteos (cfr 1S 4, 1-7, 1), hasta Jerusalén, David confiere a esta ciudad la categoría de capital religiosa: en adelante, será la Ciudad Santa bendecida por la presencia del Señor. La narración refleja la solemnidad del traslado, una procesión litúrgica como canta el Salmo 132, y, en las tres partes de que consta, contiene detalles cargados de enseñanzas.
La primera etapa del traslado del Arca (vv. 1-11) fue interrumpida por la muerte de Uzá, hijo de Abinadab. Es probable que este episodio sorprendente refleje el predominio de una familia sacerdotal, la de Abiatar (cfr 1S 22, 20-23; 2S 15, 27-29) y la desaparición de los descendientes de Abinadab por alguna razón que se nos escapa; pero, sobre todo, muestra el respeto y la veneración que merece el Arca como símbolo de la presencia de Dios entre los suyos. Sólo los encargados pueden tocarla. El propio rey duda si es correcto llevarla hasta Jerusalén, y es el Señor mismo quien, al bendecir la casa de Obededom, promueve el traslado definitivo.
La procesión con el Arca hasta el interior de la Ciudad Santa (vv. 12-15) (segunda etapa) está narrada cuidadosamente: David mismo, como rey de Jerusalén, asume las funciones sacerdotales y promueve el júbilo ritual de todo el pueblo. Los Santos Padres han visto en el Arca una figura de la Santísima Virgen. Así el traslado del Arca sería figura de la visita de María a su pariente Isabel (cfr Lc 1, 39-45), y la danza de David, figura del Bautista, alegre en el vientre materno ante la Virgen María gestante de Jesús: El profeta David danzó ante el arca; pero ¿qué es el arca si no habláramos de Santa María? Pues el arca encerraba las tablas del testamento, María gestaba al heredero del testamento; el arca llevaba la Ley, María el Evangelio; el arca portaba la voz de Dios, María al Verbo; el arca brillaba por dentro y por fuera con el resplandor del oro, María brillaba por dentro y por fuera con el resplandor de la virginidad; el arca estaba adornada con oro terrenal, María con oro celestial (S. Máximo de Turín, Sermones 42, 5). Ver también nota a 1Cro 15, 1-24.
Finalmente, la última escena recoge la incomprensión de Mical (vv. 16-23): además de realzar, por contraste, la piedad decidida y sincera de David hacia el Arca, el rechazo de Mical tiene un marcado carácter político de cambio de dinastía. En efecto, el rey David tendrá muchos descendientes que más tarde se disputarán el trono, pero ninguno será de la estirpe de Saúl. La sentencia contra Mical, su primera esposa, viene a ser el punto final a la descendencia de Saúl.
2S 7, 1-17. Natán es un profeta cortesano del que también se conservan sus intervenciones relacionadas con Salomón y Betsabé, su madre (cfr 2S 12, 1-25; 1R 1, 11-40). Como profeta es portavoz de Dios -dos veces repite la fórmula clásica: Así dice el Señor (vv. 5 y 8)-, también cuando tiene que oponerse a los planes del rey (vv. 5-7), y proclama un mensaje que necesariamente afecta a quien lo escucha porque la palabra de Dios es verdadera y siempre se cumple.
La profecía de Natán tiene especial relevancia por fundamentar la sucesión davídica y la doctrina mesiánica que nace con ella. Con la solemnidad de un oráculo se da razón de la monarquía hereditaria de Israel y se concreta la función específica del Templo dentro del pueblo elegido por Dios.
El templo era para los pueblos paganos, egipcios, asirios y babilonios, el centro de su vida y de su religiosidad porque allí guardaban a sus dioses. En Israel, en cambio, la función del Templo iba a ser completamente diferente. Se fundamenta en que el Dios verdadero no puede contenerse en un templo, ni necesita un edificio en el que permanecer (cfr 1R 8, 27). Él es un Dios personal, ligado a su pueblo, y, si acepta los lugares de culto antiguos (cfr Gn 28, 20-22), el tabernáculo del desierto (cfr Ex 33, 7-11) y más tarde el Templo de Jerusalén (cfr 1R 8, 1-66), es sólo como signos de su presencia en medio del pueblo, no como habitáculo imprescindible. En la profecía de Natán se señala que más que el Templo, es la dinastía davídica el signo de la presencia y protección divina constituida desde el principio por querer exclusivo de Dios. De ahí el juego de palabras entre la casa de Dios (Templo) y la casa de David (dinastía).
La monarquía hereditaria es, por tanto, el centro del oráculo de Natán. Si con la esterilidad de Mical se interrumpe la línea sucesoria de Saúl (cfr 2S 6, 23), con la promesa profética queda consolidada la descendencia de David. A tenor de la parte central del oráculo (vv. 13-16) todo descendiente de David, figura del Mesías futuro, tendrá las siguientes cualidades:
a) Será un hijo para Dios (v. 14a). No se trata todavía de una filiación natural, sino de la estrecha relación entre Dios y el monarca (cfr Sal 2, 7; Sal 89, 27-28), de modo que la persona y el gobierno del rey deberán ser símbolo de la presencia e intervención del mismo Dios. La filiación divina del rey es, por tanto, la expresión de la Alianza establecida entre Dios y el descendiente de David. Dios se compromete a comportarse con el rey de Israel como un buen padre con su hijo. Jesús llevará a plenitud estas palabras y esta Alianza puesto que es el Hijo eterno de Dios hecho hombre (cfr Ga 4, 4). Mientras que Él es Hijo por generación natural, todos nosotros somos hijos en el Hijo: Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios (S. Ireneo, Adversus haereses 3, 19, 1; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 460).
b) Será castigado cuando sea necesario, pero el castigo no será definitivo (vv. 14b-15), es decir, no habrá supresión de descendencia, como ocurrió con Saúl, ni destronamiento irreversible, porque siempre prevalecerá el amor de Dios. A la luz de este oráculo las desgracias del pueblo, incluido el posterior destierro a Babilonia, aunque sean consecuencia de los pecados, serán ante todo muestra de la misericordia divina. También la muerte de Jesucristo en la Cruz, aun siendo causada por los pecados de los hombres, es ante todo muestra del amor de Dios que entregó a su Hijo (cfr Rm 8, 32) y del amor del propio Jesucristo que se entregó a sí mismo por los hombres (cfr Rm 4, 25; Ef 5, 25).
c) La dinastía davídica permanecerá siempre (vv. 12-13.15-16). El título hijo de David no será sólo indicativo de una genealogía, sino de ser beneficiario de esta profecía y de la Alianza davídica (cfr 1R 8, 25; Sal 132, 10-18; Jr 17, 24-27; Ez 34, 23-24, etc.). Después del destierro será el título que con más insistencia se aplicará al Mesías, y, finalmente, los escritores del Nuevo Testamento mostrarán con empeño que Jesús es hijo de David (cfr Mt 1, 1; Mt 9, 27; Rm 1, 3). La liturgia de la Iglesia propone este texto en la Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María, ya que él garantiza la descendencia davídica de Jesús (Mt 1, 20) puesto que el Santo Patriarca era de la casa de David (Lc 1, 27).
2S 7, 18-29. En respuesta a la profecía, la oración de David es un canto de alabanza siguiendo los tres elementos principales que el profeta ha anunciado: la elección divina del propio David (vv. 18-21), la elección del pueblo como pueblo de Dios (vv. 22-24) y la consolidación de la dinastía davídica (vv. 25-29). En esta oración David se identifica con su descendencia, y por esto las bendiciones que ha recibido alcanzan a toda la casa de David (vv. 28-29). David es, por excelencia, el rey “según el corazón de Dios”, el pastor que ruega por su pueblo y en su nombre, aquél cuya sumisión a la voluntad de Dios, cuya alabanza y arrepentimiento serán modelo de la oración del pueblo. Ungido de Dios, su oración es adhesión fiel a la promesa divina (cfr 2S 7, 18-29), confianza cordial y gozosa en aquél que es el único Rey y Señor (Catecismo de la Iglesia Católica, 2579).
2S 8, 1-14. David, además de fundar la Ciudad Santa y de consolidar la dinastía consiguió establecer la paz con los pueblos de alrededor. En esta sección se resumen con un estilo sobrio y positivo las campañas contra los enemigos tradicionales: filisteos, moabitas, arameos, amonitas, amalecitas e idumeos. La fuerza de esta síntesis queda reflejada en el estribillo repetido por dos veces (vv. 6 y 14): El Señor protegía a David en todo lo que emprendía. Esta interpretación de la historia da sentido a la personalidad grandiosa del rey David y a la rápida expansión de sus dominios.
Gat y sus zonas de apoyo (v. 1). Se ha reconstruido el texto a tenor de 1Cro 18, 1 que dice: Gat y sus aldeas. Puesto que se trata de un contexto bélico parece más acorde entenderlo de este modo. El hebreo contiene dos palabras desconocidas que podrían ser el nombre propio de un lugar, Méteg Amá, pero las versiones antiguas no coinciden entre sí.
Valle de la Sal (v. 13) se refiere a la parte más desértica, al sur del Mar Muerto, donde comienza la Arabá.
2S 8, 15-18. La lista de los encargados de las instituciones políticas, religiosas y militares indica que David está al frente de un reino plenamente organizado y no de un grupo de seguidores preparado ocasionalmente para la guerra. Además, se percibe una gran estabilidad en la corte y administración. Ahora que se ha logrado la paz y que están bien organizadas las distintas funciones, surgirán las intrigas por la sucesión.
2S 9, 1-2S 20, 26. Comienza el relato sobre la sucesión de David. Estos capítulos junto con los dos primeros del libro siguiente (cfr 1R 1-2) presentan gran homogeneidad literaria y van orientados a justificar la subida al trono de Salomón a pesar de que él no era el primogénito. Se cuentan con crudeza las insidias de la corte: adulterios, crímenes, envidias, venganzas…, y se deja bien claro que el Señor cumple las promesas hechas por medio de Natán, y que Salomón llega a ser rey no tanto por méritos propios, ni por su protagonismo en las intrigas, sino por designio de Dios que va rechazando, uno a uno, a todos los aspirantes; ninguno era digno. En todas estas peleas cortesanas resalta la conducta prudente y religiosa de David frente a los delitos y traiciones de quienes le rodean.
2S 9, 1-13. El primer episodio de la historia de sucesión trae a escena al único descendiente de Saúl, presentado antes en su niñez (cfr 2S 4, 4) y que más tarde estará involucrado en un complot contra David (cfr 2S 16, 1-4). Lo más relevante de este relato es el comportamiento de David que es respetuoso con la familia de Saúl y leal a su amigo Jonatán (cfr 1S 18, 1-4; 1S 19, 1-7; 1S 20, 1-21, 1; 2S 1, 25-26). Meribaal, por ser hijo de Jonatán, recibirá trato de príncipe; y David le disculpará de todas sus veleidades: Tendré misericordia (vv. 1.3). Con esta expresión se traduce el término hesed, palabra que indica amor, cuidado y lealtad y que en la Biblia se aplica con frecuencia al comportamiento de Dios con el hombre. Al tratar así al hijo de Jonatán, David da muestras de su grandeza de espíritu.
2S 10, 1-19. Las batallas contra amonitas y arameos sirven para contrastar el trato leal de David frente a la respuesta descortés y cruel del joven rey amonita (vv. 1-5), así como el valor de David y la habilidad de sus tropas frente a la torpeza de los arameos que sucumben y caen en el combate (vv. 15-19). Sin embargo, la contienda con los amonitas no termina sino que será el marco del episodio de Urías y de Betsabé narrado en los capítulos siguientes. De esta forma el autor sagrado pone de manifiesto cómo el rey generoso, sabio y valiente llegará a hacerse egoísta, necio y cobarde cuando se deja llevar por la pasión.
Joab, que al paso de los años tendrá un protagonismo importante como hombre ambicioso y sin escrúpulos en medio de las intrigas de palacio, aparece aquí como extraordinario estratega militar (vv. 6-14), capaz de salir victorioso en las contiendas bélicas regresando inmediatamente a la corte de Jerusalén. Es un ejemplo de hombre leal que terminará corrompiéndose por la ambición de poder y la codicia.
2S 11, 1-2S 12, 25. El nacimiento de Salomón, elegido por Dios para ser el monarca más grande y primer sucesor de la dinastía davídica (2S 12, 20-25), viene precedido del drama ocasionado por el pecado gravísimo cometido por David. El libro de las Crónicas, quizá para no empañar la figura de David, lo omite; en cambio, el libro de Samuel lo describe con detalle. De este modo se pone de relieve que la historia de la salvación no es fruto de los méritos y virtudes de los protagonistas, sino de la misericordia divina que perdona los pecados y vuelve a proyectar el designio de salvación. En efecto, David, como hizo el primer hombre, a pesar de haber recibido todo de Dios, sucumbe ante la tentación y comete los dos pecados más graves, los únicos castigados con la muerte tanto en Israel como en los pueblos vecinos: el asesinato y el adulterio. Sin embargo, ahora, como con Adán, prevalece la misericordia de Dios que reorienta de nuevo la vida de los hombres. David, una vez que se ha arrepentido y ha sido perdonado, tendrá otro hijo de la propia Betsabé, de la que fue de Urías (Mt 1, 6), pero lo tendrá dentro ya del matrimonio, cumpliéndose así la profecía de Natán. Este hijo, Salomón, llamado por el propio profeta Yedidías, es decir, amado del Señor (2S 12, 25), será el primer eslabón de los hijos de David y marcará el inicio de la esperanza mesiánica.
2S 11, 1-27. Tres acciones constituyen el grave pecado de David: el adulterio (vv. 1-5), la estratagema para encubrir su ignominia y escapar de la pena que llevaría consigo ese pecado (vv. 6-13) y la decisión de buscar la muerte de Urías (vv. 14-24).
El adulterio es narrado con sobriedad señalando sólo los detalles suficientes para dar a entender que David es el padre del niño concebido. El texto muestra de forma velada -al referirse a Betsabé bañándose imprudentemente a la vista del monarca- que tampoco ella es inocente del adulterio. De esta manera queda más marcada la analogía de este pecado con el de Adán y Eva. Así pues, la que habría de tener un protagonismo importante en la vida de Salomón, habría tenido una participación activa desde su primera relación con David. La imagen del rey ocioso, expuesto a los asaltos de las pasiones, es utilizada en la tradición cristiana como una advertencia sobre la necesidad de la guarda de los sentidos para evitar las ocasiones de otros pecados. Los apetitos se inflaman con la sensualidad de la mirada, y los ojos, habituados a mirar impúdicamente al prójimo por estar ocioso, encienden los deseos impuros (Clemente de Alejandría, Paedagogus 3, 77, 1). Y San Josemaría escribe: ¡Los ojos! Por ellos entran en el alma muchas iniquidades. -¡Cuántas experiencias a lo David!… -Si guardáis la vista habréis asegurado la guarda de vuestro corazón (Camino, 183).
Con más detenimiento se describe la malicia del rey al intentar por todos los medios que su fama no quedase empañada: por dos veces intenta que Urías baje a su casa (lavarse los pies, v. 8, es un eufemismo que expresa las relaciones matrimoniales) y en vista de que no puede responsabilizar a Urías del embarazo de Betsabé, decide programar su muerte en el campo de batalla. No cabe mayor cinismo en el alma de un rey. La muerte de Urías (vv. 16-17), uno de los mejores y más leales combatientes del ejército, es la culminación del pecado de David: el asesinato ha sido planeado como un crimen perfecto que queda encubierto en sí mismo y que sirve además para encubrir el adulterio anterior. El cómplice de toda esta trama es Joab, el lugarteniente frío y sin escrúpulos que piensa sólo en su provecho personal (vv. 19-21), sin arriesgar nada.
Todo parecía transcurrir con normalidad cuando Betsabé llegó a palacio como esposa del rey y dio a luz a su hijo. Pero David, como Adán en los orígenes, es desenmascarado por el Señor: cuando parece triunfar la astucia del protagonista, se produce el dictamen divino que no puede ser más severo: Todo esto que David había hecho desagradó al Señor (v. 27).
2S 12, 1-25. La intervención de Natán (vv. 1-15), el arrepentimiento de David (vv. 16-19) y el nacimiento de Salomón (v. 20-25) conforman el contenido principal de este capítulo. Natán interpela a David con una de las parábolas más bellas del Antiguo Testamento provocando en el monarca la condena de su propia conducta: El que haya hecho tal cosa es reo de muerte (v. 5). En respuesta Natán le anuncia el castigo del Señor que, en línea con la ley del talión, es triple pues corresponde al triple delito de asesinato, adulterio y abuso de un inocente, Urías. En concreto, por el asesinato, la espada no se apartará de la familia de David (v. 10); este castigo se cumplirá en los hijos mayores Amón, Absalón y Adonías que morirán violentamente. En segundo lugar, por el adulterio, sus mujeres serán violentadas en público (v. 11); esto se cumplirá cuando su propio hijo Absalón haga suyo el harén de su padre (cfr 2S 16, 20-23). En tercer lugar, por la muerte de un inocente, su hijo recién nacido no llegará a sobrevivir (v. 14).
El arrepentimiento de David es ejemplar (vv. 16-19): llora su pecado, ayuna y suplica por la salud de su hijo; con esta actitud, a pesar de las debilidades y pecados, mantiene su confianza y se muestra como hombre según el corazón de Dios (cfr 1S 13, 14). David es modelo de penitencia porque, reconociendo su delito, alcanzó el perdón divino. Su arrepentimiento quedó plasmado en el Salmo 51, donde con una gran belleza y profunda piedad se recoge la súplica del Rey pecador ante el Señor: Ten piedad de mí, oh Dios, según tu bondad; según la inmensidad de tu misericordia borra mis delitos. Lávame por completo de mi iniquidad, y purifícame de mi pecado (Sal 51, 3-4).
El nacimiento de un nuevo hijo (vv. 20-25) es el desenlace de la narración, orientada para dejar claro que Salomón nació dentro del matrimonio, que fue motivo de alegría para David que le impuso el nombre y, sobre todo, que fue objeto de un mensaje del profeta Natán: el niño llevará como sobrenombre Yedidías (amado del Señor) (v. 25). Por tanto, desde su nacimiento, Salomón es el elegido por Dios para llevar adelante su plan de salvación en favor del pueblo.
Grande fue el pecado de David y profunda su contrición. Pero lo que sobrepasa toda medida es el perdón de Dios. A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito. E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (Catecismo de la Iglesia Católica, 218).
2S 12, 25 En la Biblia no se vuelve a designar a Salomón con el sobrenombre de Yedidías. Sin embargo, el hecho de que aparezca reseñado aquí, tiene el valor de certificar que el profeta Natán, enviado por Dios para transmitir la sentencia divina a David (2S 12, 1-5), es también encargado de comunicarle que Salomón es el depositario de la promesa dinástica (cfr 2S 7, 14).
2S 12, 26-31. El relato del delito de David termina donde comenzó (cfr 2S 10, 1-19): con las guerras amonitas. Pero aquí el final es feliz: el rey David conquista y hace suya la capital de Amón, arrebata la corona de Milcom, que etimológicamente significa rey de ellos (de los de Amón), hace esclavos a los amonitas y regresa en triunfo a Jerusalén. El rey y el reino vuelven a recobrar la serenidad y la calma frente a los pueblos vecinos.
2S 13, 1-2S 19, 44. Terminado el relato del nacimiento de Salomón, comienza la historia de Absalón y de las intrigas de palacio por la sucesión de David (cfr nota a 2S 9, 1-2S 20, 26). En las monarquías de esa época eran frecuentes las luchas entre los aspirantes al trono por alcanzar la sucesión. Los israelitas tampoco fueron ajenos a ellas. Sin embargo, en este caso se narran desde la óptica religiosa haciendo hincapié en el sufrimiento que ha de soportar el anciano David hasta purgar su pecado. Antes de traspasar a Salomón el reino, deberá conseguir la paz con los enemigos de fuera y amainar las tempestades de dentro.
2S 13, 1-39. Si la narración del pecado de David tiene cierta analogía con el pecado de Adán, pues ambos protagonistas son los padres de una descendencia, los delitos de los dos hermanos mayores tienen también el eco del primer fratricidio relatado en el Génesis.
El incesto de Amnón es narrado con más detalle que el adulterio de David, poniendo de relieve la malicia del primogénito, incapaz de una brizna de amor o compasión: en su alma anida sólo la pasión (v. 2) y el odio (v. 15). David, al menos, se casó con Betsabé; pero Amnón dejó abandonada a su hermanastra después de haberla deshonrado.
Absalón actúa con más ingenio (vv. 20.23-29), pero es frío y se deja llevar únicamente por la ambición y el afán de venganza dando muerte a Amnón, el primogénito; no busca tanto ejercer la justicia, sino dejar el camino libre para hacerse con el trono. De hecho la huida a Guesur, la zona de donde su madre era originaria (v. 37), no es sino un compás de espera antes de programar el golpe de mano contra su padre.
En todo este relato David es el protagonista que sufre en silencio las consecuencias de la pasión del primogénito (v. 21), la perversa astucia de Absalón (v. 26) y la trágica muerte del primer heredero del trono (v. 31). Su actitud callada y pasiva denota la aceptación de estas desgracias como venidas de la mano de Dios como castigo de sus delitos pasados. Por el pecado perdemos la unión con Dios; es justo, por tanto, que volvamos a la paz con él a través de las contrariedades. De este modo, cuando cualquier cosa creada, incluso buena en sí misma, se nos convierte en causa de sufrimiento, ello nos sirve de corrección, para que volvamos humildemente al autor de la paz (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 3, 15-16).
2S 14, 1-33. Al haber desaparecido Amnón, el heredero legítimo es ahora Absalón; pero no lo merece por su ambición y su crimen, pues según la Ley (cfr Ex 21, 12.14) toda muerte violenta exige la muerte del homicida. Sólo David, como rey, podría perdonarle, con tal de que hubiera una razón suficiente para soslayar el rigor de la Ley. El relato del perdón es entrañable en las tres escenas de que consta:
La primera (vv. 1-7) contiene la hermosa parábola de la mujer de Tecoa, que recuerda la que David había escuchado del profeta Natán (cfr 2S 12, 1-4). En aquella ocasión David reconoció su crimen e imploró el perdón del Señor, ahora es él quien debe perdonar al hijo criminal y rebelde; entonces él fue el escuchado, ahora es él quien debe escuchar la plegaria de la madre desconsolada.
La segunda escena (vv. 8-24) se centra en el diálogo entre aquella sabia mujer y el rey David. Ella designa a Absalón como mi hijo (vv. 11 y 16) y el desterrado (vv. 13 y 14), y al rey como un ángel de Dios (v. 17 y 20). Poco a poco conmueve al rey, que accede de buen grado, no sin antes dejar constancia de su sabiduría al desenmascarar la estratagema de Joab (v. 19). La mujer de Tecoa prefigura a Santa María que tras la pérdida, es decir la muerte y resurrección, de Jesús, su primogénito, intercede por todos los hombres que son también hijos suyos.
La tercera escena (vv. 25-33) presenta con solemnidad la figura de Absalón. La descripción de su aspecto físico (vv. 25-26) recuerda a la de los reyes Saúl y David (cfr 1S 10, 23-24; 1S 16, 12.18). También se reseña el número y cualidades de los hijos que componían su familia, la casa de Absalón (v. 27), y a continuación se relata la estratagema organizada hasta conseguir entrar en palacio y reconciliarse plenamente con su padre. El beso de David (v. 33) es señal de perdón del padre al hijo, que prefigura el núcleo de la parábola del hijo pródigo (cfr Lc 15, 11-32).
2S 15, 1-12. La conspiración de Absalón contra su padre se va fraguando desde que elige para su guardia personal una gran escolta formada por carros, caballos y hombres aguerridos (v. 1); se consolida cuando Absalón se dedica a sembrar desconfianza y descontento entre los ciudadanos (vv. 2-6), y culmina cuando se establece en Hebrón (vv. 7-12) donde había nacido y donde el propio David había sido consagrado rey (cfr 2S 2, 1-7).
Aunque Absalón es el protagonista de la conspiración, es a David a quien se le denomina rey (vv. 2.3.7) y quien sufre en silencio la actitud injusta de su hijo, puesto que de hecho rehúsa enfrentarse directamente con él.
La rebelión se entiende como un castigo por sus pecados: David experimentó la huida de su hijo porque él había abandonado la castidad; experimentó la huida de su hijo porque había violado un matrimonio limpio, había abandonado la ley de Dios que dice: “No matarás, no cometerás adulterio”(Ex 20, 13-14) (S. Juan Crisóstomo, Expositio in Psalmos 3, a).
2S 15, 13-17. Ante la inminente llegada del sublevado Absalón, David decide abandonar Jerusalén. La huida de David está cargada de nostalgia, y se lleva a cabo como una procesión ritual en la que hay una aceptación del designio divino expresado en el levantamiento de Absalón. David sale deprisa para preservar a la ciudad de una catástrofe (v. 14); si la conquista de Jerusalén fue para él señal de protección divina, la marcha debe ser signo de que el Señor le abandona. La actitud humillante del rey se refleja en su salida a pie (2S 15, 30); pero la esperanza en que la ciudad no pierda su capitalidad regia se manifiesta en que el palacio real queda bien atendido por las concubinas para que pueda ser ocupado por el que el Señor designe.
A pesar de ser una huida vergonzante, David percibe la adhesión afectiva de los más incondicionales (vv. 18.23); la parada en la última casa (v. 17) refuerza la nostalgia del rey que se resiste a abandonar la ciudad que él mismo había fundado.
2S 15, 24-37. El Arca ha de quedarse en Jerusalén, capital religiosa, como símbolo de que el Señor seguirá protegiendo a sus habitantes y al legítimo rey, sea quien sea. David espera volver junto al Arca si todavía goza del favor del Señor.
A pesar de que David sabe que la marcha de Jerusalén es un castigo de Dios (v. 26), continúa ejerciendo sus funciones de rey y envía a Jerusalén personas de su confianza para que, como espías, le tengan al corriente de lo que suceda (v. 28). Una vez fuera de la ciudad, David ha de soportar la traición de los que le abandonan, como Ajitófel (v. 31), pero es reconfortado con la adhesión de los más leales (vv. 32-37).
2S 16, 1-14. La huida de Jerusalén es para David una ruta de dolor que irá purificando su ánimo; además de abandonar su ciudad más querida, tiene que soportar el desprecio y la burla de muchos de sus súbditos. Las dos primeras personas que salen a su encuentro -Sibá y Semeí- son del norte y vienen a recordarle que entre los de Saúl no se ha apagado el odio contra él. Sibá, con intenciones poco rectas, le anuncia que Meribaal, el hijo de Jonatán, tratado con deferencia en la corte de David (cfr 2S 9, 6-13), se ha pasado al bando de Absalón. David toma una decisión que será matizada cuando al volver compruebe que la participación de Meribaal en el complot no fue tan grave (cfr 2S 19, 25-31). Semeí actúa cobardemente y maldice desde lejos a David. El rey, en vez de reaccionar con violencia, asume estas humillaciones como venidas de Dios. De esta forma va creciendo en su piedad y en la aceptación del castigo merecido.
2S 16, 15-23. Como contrapunto a la salida de David se narra la entrada de Absalón en Jerusalén; aquélla fue humillante pero terminará gloriosa; ésta parece gloriosa, pero terminará en desgracia.
El interrogatorio de Jusay es significativo (vv. 15-19). En la respuesta ambigua Jusay reconoce que lo que está en juego no es la lealtad a David o Absalón, en cuanto individuos, sino al que verdaderamente es el elegido de Dios (v. 18). Por tanto no se trata de una cuestión política sino religiosa.
La toma del palacio real y de las concubinas significaba la instauración del nuevo rey. Así lo entiende Ajitófel. Sin embargo, en el libro este hecho queda reseñado como cumplimiento del castigo impuesto a David de que sus mujeres serían deshonradas en público (cfr 2S 12, 11). Incluso la tienda nupcial es colocada sobre la terraza desde donde David tramó el adulterio (cfr 2S 11, 2).
2S 17, 1-16. De modo magistral se contraponen los proyectos presentados a Absalón: por una parte el de Ajitófel, su consejero, y por otra, el de Jusay, el amigo de David. Se muestra así cuál de los dos es más sabio y, por tanto, cuál de los dos ha sido inspirado por Dios. Ajitófel, cuyos consejos eran como un oráculo del Señor (cfr 2S 16, 23), propone un plan humanamente correcto que consistía en salir inmediatamente contra David. Jusay, en cambio, aconseja calma; con habilidad desautoriza del todo a Ajitófel (v. 7) y astutamente provoca la vanidad de Absalón al sugerir que sea él quien vaya al frente de las tropas (v. 11). Al final es Jusay quien logra convencer a Absalón y a los suyos. De esta forma consigue ganar tiempo y salvar la vida de David. El autor sagrado no alaba la sabiduría de Jusay (v. 14), pero señala que todo discurre según el designio divino: Dios ha escuchado la plegaria de David que pedía el fracaso de los planes de Ajitófel (cfr 2S 15, 31). El consejo dado a David (v. 16) es prudente, pero sobre todo es necesario para que llegue a cumplirse el designio divino de preservar la vida del rey.
La expresión como retorna una esposa a su marido (v. 3) está tomada del texto griego; el hebreo resulta difícil de entender: Como el retorno de todos es el de este hombre; la imagen esponsal es muy gráfica para expresar el afecto de los súbditos por su rey.
2S 17, 17-23. También en este relato se resalta la sabiduría de los seguidores de David frente a la torpeza de los de Absalón: dos mujeres hábiles ayudan a los informadores de David y burlan a los perseguidores. Con estas tretas se pone de relieve una vez más que el Señor protege a David de todas las asechanzas.
Ajitófel, que no ha percibido el querer de Dios y ha interpretado todo como un fracaso personal, llegó a desesperarse y a quitarse la vida de modo ignominioso (v. 23).
2S 17, 24-29. La estrategia de Absalón y las acciones de David narradas en esta breve sección sirven de introducción al desenlace de la contienda, es decir, a la muerte de Absalón y al fin de la gravísima conjura. El Señor no había elegido a Absalón, a pesar de ser el primogénito de los hijos vivos de David. Los datos reseñados muestran que es una guerra de familia, pues incluso los generales Amasá y Joab eran parientes (v. 25); sin embargo, sólo David recibe la ayuda y el reconocimiento de los súbditos y vecinos. Todo parece ponerse a favor de David, el único rey legítimo.
2S 18, 1-8. Comienza la batalla que será dura y definitiva para los hombres de Absalón (vv. 7-8). David dirige la estrategia organizando las tropas (vv. 1-2), sabe escuchar prudentemente los consejos de sus generales (vv. 3-4) y, sobre todo, manifiesta sus sentimientos paternales respecto a Absalón (v. 5). Más aún, el rey David, con una grandeza de ánimo que contrasta con la frialdad castrense de Joab, parece emprender con desgana esta batalla como previendo un desenlace no deseado. De hecho no intervino en la batalla (v. 4) y además su recomendación más insistente fue la de respetar la vida de Absalón, su hijo rebelde.
2S 18, 9-18. En la muerte de Absalón son significativas las acciones de los protagonistas: David es completamente ajeno, pues se había quedado en la retaguardia; el ramaje de la encina que casualmente atrapa a Absalón (v. 9) indica que la mano de Dios no está lejos del desenlace; Joab, al desatender el ruego del rey y lanzar dardos contra Absalón (v. 14), actúa como un frío guerrero más que como fiel vasallo de David. Finalmente, el pobre Absalón, que aspiraba a grandes honores y a un mausoleo honroso (v. 18), tiene que conformarse con una fosa anónima en medio del bosque (v. 17). Todos estos datos refuerzan el convencimiento de que la muerte de Absalón fue una enorme tragedia para todos, aunque pudiera considerarse como bien merecida por su ambición y crueldad. En todo caso, entraba en los planes de Dios impedir que llegara a suceder a David en el trono de Israel.
2S 18, 19-32. El episodio de la noticia que hay que transmitir a David, refleja de nuevo las características de los protagonistas. Joab es el estratega calculador que, sabiendo que la noticia de la victoria supone un enorme disgusto para David, evita transmitirla con celeridad (v. 20). Ajimaas es un joven impetuoso que quiere ser el primero en comunicar el fin de la contienda, y, a la vez, es hábil al soslayar la pregunta sobre Absalón (vv. 28-29). David, aun siendo el rey, conserva su gran humanidad, pendiente de la suerte de su hijo. Como anteriormente ocurrió con la muerte de Saúl, nadie podrá culpar a David de la desaparición de Absalón porque ni la buscó ni recibió la más mínima alegría al conocerla. De esta forma, los lectores de estos sucesos perciben la intervención divina en la historia del pueblo: el Señor había quitado su favor a Saúl, había rechazado a Amnón y ahora cierra a Absalón la posibilidad de subir al trono.
2S 19, 1-8. David, en el llanto por su hijo, muestra su entrañable amor de padre, sus sentimientos profundamente humanos (cfr 2S 12, 15-18); Joab, en cambio, muestra su faceta más despiadada exigiendo con amenazas al rey (v. 8) que interrumpa el duelo. El dolor de David por la muerte de su hijo, a pesar del mal comportamiento de éste, resalta la grandeza del rey y su corazón de padre, figura del corazón de Cristo que llora por la ingratitud y rebeldía de los hombres hacia su Padre Dios (cfr Lc 19, 41-42).
A pesar de la desgracia que le ha supuesto la pérdida de Absalón, David tiene que sobreponerse y anteponer su responsabilidad de rey a la piedad paterna.
2S 19, 10-15. La revuelta de Absalón ha sido más profunda de lo que cabía esperar, hasta el punto de que los israelitas que la habían secundado permanecían escondidos en sus casas comentando su traición a David (vv. 9-11). Éste, consciente de que tiene que ganarse la adhesión de unos y de otros, comienza atrayéndose a los de Judá, como había hecho en la primera etapa de su reinado (cfr 2S 2, 4). La sustitución de Joab (v. 14) es consecuencia de su participación en la muerte de Absalón; de esta forma, David se granjea el apoyo de los hombres de Judá a la vez que pone en práctica sus dotes de gobierno y de prudencia, al fomentar la concordia más que el enfrentamiento.
2S 19, 16-40. En su camino de vuelta a Jerusalén, David vuelve a encontrarse con las mismas personas que le habían zaherido cuando huía de Absalón y con todos ellos se muestra magnánimo; así perdona a Semeí, el que le había insultado y apedreado (cfr 2S 16, 5-14); y sin prestarle mucha atención, pasa por alto el comportamiento ambiguo de Meribaal al no acompañar al rey en su desgracia (cfr 2S 16, 1-4). Lo importante de estos episodios es que hasta los más acérrimos contrincantes se rinden y tributan pleitesía a David como verdadero rey. El perdón de David a quienes le habían ofendido es un tenue anticipo de la radical enseñanza de Jesús a perdonar las ofensas que nos puedan hacer (cfr Mt 18, 21-35). Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti (Camino, 452).
La grandeza de alma de David se muestra abiertamente con los que le ayudaron en los peores momentos: a Barzilay, que le había dado avituallamiento (cfr 2S 17, 27-28), le brinda un puesto en palacio y, aunque no lo acepta, se compromete con exquisita cortesía a favorecer a su hijo recomendado, respondiéndole con la misma fórmula que Barzilay había utilizado en la recomendación (v. 38): haré con él como tú quieras (v. 39) (literalmente como más agradable resulte a tus ojos).
2S 19, 41-44. Cuando parece que la trágica sublevación de Absalón ha terminado y que a David le esperan días de serenidad, resurgen las viejas rencillas entre las tribus del norte y del sur. El rey David, que está empeñado en unificar ambos territorios, no interviene directamente. Sin embargo, el texto muestra cómo tuvo que sufrir profundamente porque él, que fue capaz de vencer a los enemigos de fuera, nunca consiguió calmar del todo las intrigas de dentro. El sufrimiento acompaña a David, como a gran parte de los personajes elegidos por el Señor para misiones importantes, en los momentos de más gloria y alegría; así, es posible imaginar su dolor por las palabras duras de los de Judá nada proclives a la unidad con los de Israel.
2S 20, 1-22. La revuelta de Seba se resolverá con cierta facilidad porque no estaba protagonizada por un hijo de David sino por un líder benjaminita. Sin embargo, tiene su importancia porque refleja la enemistad nunca acallada del todo entre las tribus del norte y del sur.
David tampoco tiene un protagonismo directo en la solución del conflicto, sino que aparece más bien como quien contempla lo que ocurre a su alrededor. Únicamente interviene en la reclusión de las concubinas violadas por Absalón (v. 3; cfr 2S 16, 22). Probablemente esta decisión de separarlas no fue un castigo, sino una cautela para cerciorarse de que Absalón no tuvo descendencia ni de otras mujeres, ni de las que por un momento fueron suyas.
La muerte de Amasá (vv. 4-13) -general de Absalón indultado por David y que había ocupado el cargo de jefe del ejército en lugar de Joab (cfr 2S 17, 25; 2S 19, 14)- facilitó la victoria del ejército dirigido por Joab, pero fue llevada a cabo a traición (vv. 9-10) y su culpa recaerá sobre Joab, que al final habrá de pagar la sangre derramada sin motivo (cfr 1R 2, 28-33).
En la solución de la revuelta de Seba (vv. 14-22) interviene una vez más una mujer sabia (v. 16; cfr 2S 14, 1); y, como ocurrió con la que convenció a David tras la muerte de Amnón (cfr cap. 14), ésta, con particular ingenio, consiguió orientar la acción de Joab con el fin de salvar la heredad del Señor (v. 19). El protagonismo de aquella mujer evitó la destrucción de una ciudad importante situada en el norte del valle del Jordán, colaborando así en la función de David de integrar los dos reinos.
2S 20, 23-26. Al terminar el relato de las rebeliones que tuvo que soportar David, el autor sagrado repite la lista de funcionarios de la corte, dando así a entender que se ha restablecido el orden y que todo ha vuelto a su estado primitivo. La diferencia más notable entre esta lista de funcionarios y la anterior (cfr 2S 8, 15-18) es que aquí no se mencionan los hijos de David, porque en adelante sólo Salomón y Adonías serían los que iban a tener opciones al trono (cfr 1R 1, 11-31).
2S 21, 1-2S 24, 25. El relato de las intrigas por la sucesión de David continuará en los primeros capítulos del primer libro de los Reyes (cfr 1R 1, 1-1R 2, 46); aquí queda interrumpido por seis unidades literarias orientadas a explicar el sentido de las acciones de David dentro de la historia de la salvación: las dos primeras (cap. 21) narran la desaparición de todos los descendientes de Saúl y la victoria sobre los filisteos; las dos siguientes (2S 22, 1-2S 23, 7) son dos poemas de alabanza a Dios porque ha establecido una monarquía y una dinastía; las dos que cierran el libro (2S 23, 8-2S 24, 25) relatan con anécdotas vivas que es Dios quien ha dispuesto a los guerreros más valientes y a las distintas categorías que forman el pueblo. Con todo ello se enseña que el dueño del pueblo no es el rey, sino Dios, que designa el puesto de cada uno de los dirigentes y sienta en el trono a David para que lleve adelante sus designios.
2S 21, 1-14. La muerte de todos los descendientes de Saúl está narrada con finalidad pedagógica más que con fidelidad cronológica. De hecho, los tres años de hambre y carestía (v. 1) debieron de causar severos estragos en la economía del pueblo. Pero el autor sagrado no los describe, sino que se limita a dejar constancia de que David ha sido elegido por el Señor mientras que la familia de Saúl ha sido rechazada; David se encuentra en la necesidad de decretar la muerte de los hijos de Saúl (v. 6), no por odio, sino en cumplimiento de una ley de solidaridad que resulta extraña a la mentalidad moderna, pero que entonces obligaba al monarca. Diríamos que, por fidelidad al designio divino, David tiene la obligación de entregar a todos los descendientes de Saúl para que sean ejecutados por los gabaonitas, que eran extranjeros. Probablemente el número de siete (v. 6) tiene carácter simbólico para expresar que la ejecución de esos siete estaban incluidos todos los de la familia de Saúl.
Como demostración de que David no obró movido por afán de venganza, él mismo se encargará de dar sepultura a los familiares difuntos de Saúl con todos los honores, dando así cumplimiento a una exigencia religiosa: Dios se mostró aplacado con la región (v. 14). Y, a pesar de la dureza de la decisión, el propio David salva la vida del hijo de Jonatán, Meribaal, tal como había jurado (cfr nota a 9, 1-13).
La conducta de Rispá al velar los cadáveres de sus hijos para que las alimañas o las aves no se acercaran a ellos es alabada sin paliativos. Para los israelitas era una ignominia no dar sepultura a los difuntos, como lo era también para los pueblos vecinos; recuérdese Antígona de Sófocles, el episodio de Guilgamés, el de Palinuro en la Eneida, etc. La Iglesia Católica muestra la misma actitud de respeto hacia los muertos y enseña que los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal, que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo. (…) La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo (cfr CIC, can., 1176, 3) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2300-2301; cfr Tb 1, 3-22).
En realidad, el relato, a pesar de su dramatismo, contiene y resalta los detalles de piedad de una madre dolorida, que conmueven al propio rey David.
2S 21, 15-22. Cuatro episodios contra cuatro gigantes filisteos realzan la fortaleza del reino de David que no tiene contrincante. Son relatos reunidos artificialmente, en los que no se menciona ninguna motivación religiosa; sólo pretenden exaltar a los guerreros valientes y poderosos que están al servicio de David. Están cargados de ironía y probablemente se transmitieron como expresión de la supremacía de los israelitas; de hecho aparece el nombre de Goliat (v. 19), al que había vencido David. No está claro quienes eran los descendientes de Rafá; probablemente alude a una antigua tradición que recordaba a los refaítas como seres extremadamente altos y fornidos.
2S 22, 1-51. El himno de David coincide, con pequeñas variantes, con el Salmo 18, y en parte también con el Salmo 144. Es un canto de alabanza y de agradecimiento que se supone muy antiguo tanto por su estilo (mayor frecuencia de verbos que de sustantivos y adjetivos) como por el uso simbólico del término universo.
La primera parte (vv. 1-29) canta las acciones de Dios a favor del rey: tras la enumeración de los atributos divinos (vv. 2-4), se describen las amenazas y peligros del monarca (vv. 5-6); a continuación se agradece la respuesta de Dios que se manifiesta en los fenómenos naturales (vv. 7-16) y que libera al propio rey del poder de sus angustias (vv. 17-20); finalmente se reconoce el favor divino que hace justicia al orante que se comporta con rectitud (vv. 21-29).
La segunda parte (vv. 30-51) canta las acciones llevadas a cabo por el rey con la ayuda del Señor. Tiene un esquema quiástico: en primer lugar se ensalza a Dios de quien provienen el valor y la fortaleza (vv. 30-33); en la parte central se reconoce que Dios protege al rey en todas sus acciones (vv. 34-37), sobre todo en las emprendidas contra sus enemigos (vv. 38-46); la parte final vuelve a recoger el canto de alabanza que entona primero el propio rey (vv. 47-49) y luego el salmista (vv. 50-51).
La idea central es la salvación que Dios otorga a los que ama (los términos relacionados con salvación aparecen hasta siete veces, y los relacionados con liberación, tres), pero además resume en tono poético y cultual los elementos esenciales de la doctrina deuteronomista: alabanza a Dios, reconocimiento de su protección, compromiso de justicia. Si el autor sagrado lo ha colocado al final del libro es porque también resume la historia de David.
2S 23, 1-7. Las últimas palabras de David son una reflexión lírica sobre la figura del rey (vv. 1-4) y sobre la dinastía (vv. 5-7). Aunque están presentadas como testamento religioso de David, difieren en la forma y en el contenido de las bendiciones de Jacob (cfr Gn 49, 1-28) o de Moisés (cfr Dt 33, 1-29). En cambio, son una bella síntesis de la doctrina mesiánica y un canto de esperanza para el futuro. Sin duda, este poema es un eco de la profecía de Natán (cfr cap. 7) que ahora se refiere al rey ideal. David se presenta en primera persona como elevado a lo más alto, como ungido (v. 1) y como profeta inspirado por el Espíritu del Señor (v. 2). Las promesas sobre el monarca están puestas en labios del Señor (vv. 3-4). Su casa, es decir, su dinastía, está consolidada en virtud de la alianza (v. 5) que es fundamento de la salvación, mientras que los reinos que están basados en la maldad son frágiles y no prevalecerán (vv. 6-7).
2S 23, 8-39. La organización del ejército de David es señal de la estabilidad del pueblo como nación; David no es un líder carismático que recluta voluntarios de forma aleatoria para gestas esporádicas, sino un rey bien asentado y rodeado de un ejército estructurado jerárquicamente.
El texto hebreo contiene algunas incongruencias, pero con ayuda de la versión griega, y con los textos paralelos del libro de las Crónicas (cfr 1Cro 11, 10-47; 1Cro 27, 1-15) se puede reconstruir bastante bien. En todo caso, queda clara la organización del ejército en tres bloques y al mando de tres grandes personajes -los Tres- que forman la cúpula y están más próximos al rey. En un grado inferior hay treinta grupos al mando de otros tantos jefes -los Treinta-, que constituyen un cuerpo de generales o dirigentes. Esta misma organización es conocida en otros pueblos vecinos como en el ejército del faraón egipcio Ramsés II.
Las hazañas de los Tres son relatos idealizados para justificar su elección y poner de relieve las dotes de gobierno de David que ha sabido rodearse de los mejores.
2S 24, 1-25. El relato del censo tiene muchos elementos que evocan la muerte de los descendientes de Saúl (cfr 2S 21, 1-14): allí hubo tres años de sequía, aquí tres días de peste; aquella tragedia fue causada por un pecado de Saúl, ésta por un pecado de David; en aquella ocasión el Señor quedó aplacado cuando David enterró piadosamente a Saúl y a su familia, es decir, cuando se dio fin a una etapa de la historia de Israel (cfr 2S 21, 14); ahora el mismo efecto se atribuye a los sacrificios ofrecidos por David en el nuevo altar de Jerusalén, es decir, cuando se inicia una nueva y prometedora etapa para el pueblo escogido (v. 25).
El comienzo del relato es sorprendente pues anticipa el desenlace, esto es, la cólera divina y el castigo, y también explica las circunstancias del delito, señalando que es el Señor quien incita a cometerlo (v. 1). En la mentalidad de entonces se atribuye a Dios todo lo que acontece entre los hombres, incluidos los desastres naturales como la peste, la cólera divina y la incitación al pecado; son antropomorfismos que ponen de relieve la gravedad del delito. El censo es un pecado tan enorme que parece ideado por un ser sobrenatural (1Cro 21, 1 lo denomina Satán) y cuyas consecuencias sólo el mismo Dios puede evitar o paliar.
Conocer el número de los miembros del pueblo (v. 2) equivalía a dominarlos y a aprovecharse de ellos, unas veces con impuestos y otras utilizándolos como soldados o como esclavos en las obras del rey. El pueblo de Israel es posesión exclusiva de Dios y sólo a Él está sometido. Cuando la Ley permitía el censo, cada uno de los censados debía pagar un rescate parecido al que se pagaba cuando se rescataba a un primogénito (cfr nota a Ex 30, 11-16), indicando que de algún modo pasaban del dominio de Dios al del rey.
2S 24, 18-25. La erección del altar de Jerusalén cierra los libros de Samuel y está cargada de significado: es una iniciativa de Dios transmitida por el profeta Gad (v. 18), lleva consigo la exigencia de los sacrificios inaugurales que aplacan al Señor y reportan al pueblo el fin de la plaga (v. 25), y ha de ser erigido en un lugar comprado, no prestado o regalado (v. 24) para que quede constancia de que se ha colocado en la propiedad de Israel. El libro de las Crónicas especifica que este lugar será el elegido por Dios para construir el Templo de Salomón (cfr nota a 1Cro 21, 1-30). De esta forma Dios toma de nuevo posesión del terreno comprado, del pueblo censado y del rey arrepentido, y da comienzo a un nuevo periodo, la era de Salomón, que no tendrá que soportar el lastre de los pecados anteriores.
Con este último episodio se reafirma una vez más el mensaje de esperanza de los libros de Samuel: el Señor, que ha estado presente en los avatares del pueblo y en los orígenes de la monarquía, seguirá orientando sus pasos hasta que llegue Aquél que, como hijo de David, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin (Lc 1, 33).
1R 1, 1-1R 2, 46. Desaparecidos Amnón (cfr 2S 13, 30), Absalón (cfr 2S 18, 14), y al parecer Quilab, el segundo hijo de David (cfr 2S 3, 2-4), se disputan la sucesión Adonías, el mayor de los hijos que le quedaban, y Salomón. Finalmente este último se hace con el trono gracias a la actuación de su madre Betsabé y del profeta Natán; pero el relato deja entrever que la acción calculada de ambos tiene como resultado precisamente lo que Dios tenía dispuesto para la sucesión de David (cfr 1R 2, 16-24).
1R 1, 1-4. David contaría unos setenta años. El recurso a una joven virgen que le diera calor era un remedio terapéutico; pero el texto, al señalar que David no la conoció, está indicando que no había más hijos aspirantes al trono, y además su falta de fuerzas y, en consecuencia, su incapacidad para hacer de rey. Sunem, una ciudad cerca de Yizreel (cfr Jos 19, 18), era el lugar de origen de la muchacha; ésta nada tiene que ver, excepto la asonancia del nombre, con la sulamita que aparece en el Cantar de los Cantares. En la figura de aquella joven y en la relación de David con ella se ha visto una imagen de la sabiduría que acompañaba al padre de Salomón (S. Jerónimo, Epistulae 52, 3), así como de la virtud de la castidad (Quodvultdeus, De promissionibus 2, 27).
1R 1, 5-10. Todavía no estaba decidida la forma de sucesión del rey. Saúl y David habían sido designados por Dios, y el mismo David había prometido a Betsabé que reinaría Salomón (cfr v. 13). Adonías, sin embargo, se sentía con derecho a suceder a su padre por ser el mayor de los hijos que aún vivían; pero su actuación es precipitada y está llena de soberbia. En definitiva, será Dios el que decida quién ha de reinar.
La fuente de Roguel (En-Roguel) se encuentra al sur de Jerusalén en la confluencia entre el valle de Hinom y el torrente Cedrón.
1R 1, 11-31. El protagonismo que en el relato adquiere la figura de Natán está indicando que comienza a cumplirse el oráculo que él mismo había pronunciado (cfr 2S 7, 14-16). De esta forma el texto bíblico deja entrever que las cosas suceden, no según las pretensiones humanas, sino según la predisposición divina, y que Dios cuenta con la actuación de los hombres.
La colaboración de Betsabé, madre de Salomón, es también clave para el desarrollo de los acontecimientos. Primero por haber arrancado anteriormente a David la promesa, con juramentos, de que reinaría Salomón (cfr v. 13); y, segundo, por su pronta obediencia a la indicación del profeta. La actuación de esta madre tiene un rasgo común con lo que hicieron Sara, esposa de Abrahán (cfr Gn 18, 9-14), y Rebeca, esposa de Isaac (cfr Gn 27, 1-36). La colaboración de estas mujeres con los planes de Dios, conduciendo la historia de la salvación por caminos humanamente imprevistos, prepara e ilumina la colaboración en la salvación de la Virgen María, de la que Dios hizo nacer al Mesías, el hijo de David, por encima de las leyes de la generación humana.
1R 1, 32-40. Al designar David a Salomón su sucesor en el trono, la monarquía comienza a hacerse hereditaria tal como estaba dispuesto en la profecía de Natán (cfr 2S 7, 14). El mismo David establece los ritos de sucesión, por lo demás tradicionales en aquel tiempo. Entre éstos tienen especial relieve la unción con el aceite tomado de la Tienda de la Reunión (v. 39), es decir, un aceite santo, y el sentarse en el trono real. De esta forma el rey llega a serlo por la acción de Dios sobre él en el momento de la unción, aunque el derecho le venga en cierto modo por sucesión.
También Jesucristo, el Hijo de David, será ungido en un momento concreto de su vida en la tierra, no ya con aceite, sino con el Espíritu Santo, cuando este Espíritu, que Jesús ya poseía en plenitud, vino a posarse sobre Él, para que su eterna consagración mesiánica fuese revelada en el tiempo de su vida terrena (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 438). Y asimismo Jesucristo será entronizado no en un trono terreno sino en el cielo a la derecha del Padre después de su resurrección de entre los muertos, cumpliéndose en él las palabras del Salmo 2 dirigidas al rey mesiánico: Tú eres mi Hijo, yo mismo te he engendrado (cfr Hch 13, 33; Rm 1, 4).
1R 1, 41-50. Por tercera vez se dice cómo subió al trono Salomón (cfr 1R 1, 34.39) resaltando así la importancia y significación del hecho. A la unción en Guijón y aclamación del pueblo se añade ahora la reacción en la corte: la aceptación en ella de Salomón y la acción de gracias a Dios, en tono litúrgico, por parte de David. El anciano rey ha visto cómo Dios cumple la promesa que le había hecho Natán (cfr 2S 7, 14). Un motivo semejante, si bien en circunstancias muy distintas, moverá al anciano Simeón a agradecer a Dios el haber visto, antes de morir, al Rey Mesías, el Salvador, Hijo de David (cfr Lc 2, 29-30).
1R 1, 51-53. Adonías reacciona pensando que Salomón iba a actuar como lo hubiera hecho él (cfr 1R 1, 12), y busca asilo en el altar donde no estaba permitido matar a un hombre (cfr Ex 21, 13-14). Los cuernos eran unos salientes hacia arriba situados en cada esquina del altar que se untaban con la sangre de las víctimas (cfr Ex 29, 12; etc.). Agarrarse al altar significaba acogerse a la protección divina.
1R 2, 1-4. David es consciente de la inminencia de su muerte y, como otras grandes figuras bíblicas (Jacob, Moisés… y el mismo Jesucristo), antes de morir deja a los suyos su testamento. El de David tiene dos partes bien diferenciadas: una, la religioso–teológica (vv. 2-4); otra, la político–circunstancial (vv. 5-9).
La primera, aunque dirigida inmediatamente a Salomón, afecta a todos los reyes que van a sucederle, e incluso es válida para todos los hombres. Comienza con la misma recomendación insistente de Moisés a Josué de ser fuerte y de portarse como un hombre (cfr Dt 31, 23; Jos 1, 6; etc.), y continúa haciendo suya la enseñanza fundamental del libro del Deuteronomio: la fidelidad a los mandamientos de Dios conduce al hombre a la felicidad y al éxito; y es, en cuanto se refiere al pueblo elegido, condición para seguir habitando en la tierra que Dios le ha dado. Se trata de la parte de la Alianza que corresponde cumplir al pueblo.
Los sucesores de David, en general, no cumplirán esa condición, por lo que el pueblo será dividido y acabará finalmente en el destierro. Esta es la explicación profunda que quiere dar el conjunto de los libros de los Reyes y la historia deuteronomista a los trágicos acontecimientos del periodo de la monarquía. Pero, a la luz del Nuevo Testamento, Dios cumple su promesa con la llegada de Cristo, Hijo de David, que por su perfecta obediencia (Flp 2) será constituido rey para siempre (cfr Ap 1, 5; Ap 17, 14; etc.).
La comprensión bíblica del rey sometido a la ley divina es extensible al ejercicio de toda autoridad, pues, como enseña el Concilio Vaticano II, la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por ello, pertenecen al orden querido por Dios; sin embargo la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre designación de los ciudadanos. Se sigue también que el ejercicio de la autoridad política, ya sea en la comunidad como tal o en instituciones que representen al Estado, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente instituido o que se establezca. Entonces los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De aquí se deduce la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes (Gaudium et spes, 74).
1R 2, 5-9. Estos encargos de David antes de morir tienen la finalidad de hacer justicia, castigando o recompensando a quienes el rey no había podido hacerlo en vida.
1R 2, 6 Sheol es el término hebreo para designar la morada de los muertos. La versión griega de la Biblia lo traduce por hades, nombre con el que aparece también en numerosos pasajes del Nuevo Testamento (cfr Mt 11, 23; Mt 16, 18; Lc 16, 23; Hch 2, 27; etc.).
1R 2, 10 Descansar con sus padres o, literalmente, dormirse con sus padres es un modismo hebreo para designar la muerte. La expresión habla de una manera indirecta de la creencia en la vida tras la muerte y así será comprendida posteriormente.
Puesto que David había conquistado a los jebuseos la ciudad de Jerusalén, ésta es considerada propiedad de David, y, según una antigua costumbre (cfr Gn 25, 7-10), al morir alguien se le enterraba en su propiedad. El lugar de la tumba de David era conocido por todos, según la tradición judía (cfr Hch 2, 29), y estaba repleto de inmensas riquezas tal como cuenta Flavio Josefo (Antiquitates Iudaicae 7, 392-394). De la valentía, piedad, gloria y perdón obtenido de Dios, que marcó la vida de David, se hace un resumen en Si 47, 2-11.
1R 2, 13-25. Comienza la consolidación de Salomón en el trono eliminando a cuatro enemigos internos. A Adonías y a Abiatar por iniciativa propia; a Joab y a Semeí por encargo de David. El intento de Adonías de tomar por esposa a Abisag, que pertenecía al harén de David, significaba alimentar la aspiración al trono (cfr 2S 3, 7.13; etc.).
El autor sagrado resalta el papel de la reina madre, como la persona más influyente en las decisiones del rey, y la veneración que éste siente por ella. Este pasaje nos puede hacer evocar, por contraste, la figura de la Virgen como Reina intercesora. La madre de Salomón no alcanzó su petición; María Reina, Madre de Cristo, la alcanza siempre. La intercesión de María llevó a Jesús a realizar su primer milagro (cfr Jn 2, 1-11). Y María sigue siendo la medianera de todas las gracias, pues está constantemente en presencia de su Hijo glorificado, Rey del Universo: Convenía que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, (…) penetrara luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor. (…) Por esto, cuando la Virgen de las vírgenes fue llevada al cielo por el que era su Dios y su Hijo, el Rey de reyes, en medio de la alegría y exultación de los ángeles y arcángeles y de la aclamación de todos los bienaventurados, entonces se cumplió la profecía del Salmista, que decía al Señor: “De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir” (S. Amadeo de Lausana, Homiliae de Maria 7).
1R 2, 26-27. Para Salomón, el sacerdote Abiatar era reo de muerte por haber apoyado la pretendida ascensión al trono de Adonías; pero, por ser persona sagrada, sólo le castiga con el destierro. Anatot era una pequeña aldea al noroeste de Jerusalén donde continuó la línea sacerdotal de Leví, mientras que en Jerusalén quedó la de Sadoc. De Anatot procederá más tarde el profeta Jeremías (cfr Jr 1, 1). En el conjunto de la narración deuteronómica de la historia, el destierro de Abiatar se debe a los pecados de los hijos de Elí (cfr 1S 2, 27-36; 1S 3, 11-14). Salomón ha sido el ejecutor inconsciente de una decisión divina.
1R 2, 28-35. Joab representaba una amenaza para Salomón desde las fuerzas del ejército, y por tanto no duda en eliminarlo, cumpliendo así, al mismo tiempo, el encargo de su padre David. Joab apela al derecho de asilo en el Santuario pensando que los motivos de Salomón son meramente políticos: haber apoyado a Adonías. Así lo juzga también Benaías al principio; pero el motivo que tiene Salomón es otro: vengar la sangre inocente. En tal caso, el derecho de asilo no asiste a Joab ya que ha cometido un homicidio voluntario (cfr Ex 21, 13-14; Dt 27, 24). En cualquier caso no era lícito dar muerte en el interior mismo del recinto sagrado (cfr Ex 21, 14). Salomón hace recaer la culpa de ello sobre el mismo Joab.
1R 2, 36-46. Con la reclusión de Semeí en Jerusalén, Salomón pudo querer cortar los contactos de aquél con la casa de Saúl a la que pertenecía (cfr 2S 16, 5) y, en consecuencia, el que alentase posibles revueltas como aquella de Seba (cfr 2S 20, 1-22). Tal como se cuenta la historia, el mismo Semeí aparece como el responsable de su propia muerte por no guardar el juramento ante el Señor (v. 43).
Con la muerte de Semeí queda totalmente anulada la maldición que éste había pronunciado contra David y sus descendientes, pues según la mentalidad de la época, las maldiciones tenían fuerza mientras vivía la persona que las había pronunciado. De esta forma cesan las maldiciones y aparecen las bendiciones (cfr vv. 44-45).
La forma en que Salomón se libera de sus adversarios esperando los momentos oportunos y aduciendo motivos que justifican sus acciones, aparece en el conjunto de su historia como una muestra de la sabiduría y prudencia de este rey. Nuestro juicio sobre estos actos ha de tener en cuenta la mentalidad de la época y la forma en que actuaban los reyes. Por otra parte, la narración de estos hechos es de algún modo una muestra del absolutismo de Salomón que será denunciado más adelante (cfr 1R 12, 4).
1R 3, 1-1R 11, 43. El reinado de Salomón quedó idealizado en la memoria de Israel. A él dedica el autor sagrado de los libros de los Reyes una extensión mucho mayor que a ningún otro de los reyes. Primero presenta su sabiduría (1R 3, 1-1R 5, 14) que habría de llegar a ser proverbial y hará que se le atribuyan libros sapienciales como Proverbios, Eclesiastés y Sabiduría, y poéticos como el Cantar de los Cantares y una colección de Salmos. Después se ocupa de las construcciones de este rey (1R 5, 15-9, 9), especialmente de la edificación del Templo y de su dedicación, ya que ese Templo llegará a ser el centro de la vida religiosa del pueblo. Éstos son los dos motivos que hacen famoso a Salomón, dentro y fuera de Israel, como se expondrá en 1R 9, 10-1R 10, 29. Finalmente, con un realismo poco común en los historiadores de la época, el hagiógrafo pone en evidencia los pecados del rey y la debilidad al final de su reinado (1R 11, 1-40).
El reinado de Salomón es presentado en estos capítulos en todo su esplendor y, al mismo tiempo, en toda su debilidad. El esplendor es fruto de la sabiduría que Dios concede al rey (1R 3, 1-1R 5, 14) y aparece en las construcciones salomónicas -especialmente la del Templo (1R 5, 15-1R 7, 51)-, en la oración del rey al dedicar a Dios su santuario (1R 8, 1-1R 9, 9) y en la actividad comercial que dan a Salomón prestigio y enormes riquezas (1R 9, 10-1R 10, 29). La debilidad está en la falta de fidelidad a Dios por parte del rey en cuanto que, a causa de las mujeres extranjeras, introduce en el país el culto a otros dioses. Tal fragilidad se manifiesta en el ámbito político: la unidad del reino se resquebraja y surgen enemigos exteriores e interiores (1R 11, 1-40).
1R 3, 1-1R 5, 14. El rasgo más importante del rey Salomón es su sabiduría de la que se hará eco nuestro Señor Jesucristo (cfr Mt 12, 42). El autor sagrado muestra ahora el origen y las manifestaciones de aquella sabiduría: es un don de Dios a petición del rey (1R 3, 12-14) y se manifiesta en la administración de la justicia (1R 3, 16-28) y en la organización de la corte y del reino, es decir, en las tareas propias del rey (1R 4, 1-1R 5, 4). Cuanto más se actúa con sabiduría, más se acrecienta ella misma en el hombre (1R 5, 9-14).
1R 3, 1 El Israel salomónico tiene rango internacional reconocido, nada menos, que por Egipto. El autor no hace juicio alguno sobre este matrimonio. El faraón aludido puede ser, por las fechas, el último de la dinastía XXI, Pususenas II, o el primero de la XXII, Sesonc, en la Biblia llamado Sisac (1R 11, 40; 1R 14, 25; 2Cro 12, 2-5.7.9).
1R 3, 2-14. Los lugares altos (v. 2) eran altares levantados en campo abierto, en lo alto de algún monte o colina, y bajo algún árbol frondoso, donde los cananeos e israelitas de esta época ofrecían sacrificios a la divinidad. A partir de la reforma del rey Josías en el año 622 se prohibió formalmente este tipo de culto por el riesgo que conllevaba de unir el culto al Señor con el de los dioses locales, los baales (cfr 2R 23, 4-20).
Gabaón, a unos 10 km. al noroeste de Jerusalén, pertenecía a la tribu de Benjamín (cfr Jos 18, 25) y era una de las ciudades otorgadas a los levitas (cfr Jos 21, 17) en la que, según el libro de las Crónicas, había quedado el Tabernáculo del desierto (cfr 1Cro 21, 29). Que Dios le hable allí a Salomón significa también que el Señor le ratifica como rey de Israel.
La petición de Salomón agrada a Dios porque está hecha con humildad (v. 7) y tiene como objeto, no cosas materiales, sino discernimiento o sabiduría para administrar justicia entre el pueblo (vv. 9-14). Es así un anticipo del orden que, según la enseñanza de Cristo, ha de tener la oración de petición: El mismo Maestro y Señor de todas las cosas enseñó y mandó lo que se ha de pedir a Dios y con qué orden debe hacerse; porque, siendo la oración la que indica y expresa nuestros deseos y peticiones, entonces pedimos debidamente y con método, cuando el orden de las peticiones sigue el orden de las cosas que deben apetecerse. Ahora bien, la verdadera caridad nos enseña que dirijamos a Dios toda nuestra vida y nuestros deseos; el cual siendo el sumo Bien, por necesidad debe ser amado con amor sumo y especial. Y no puede Dios ser amado de corazón y exclusivamente, si su gloria y honor no se prefieren a todas las cosas y criaturas; porque todos los bienes, así los nuestros como los ajenos, y en suma, todo cuanto se designa con el nombre de bien, debe estar subordinado al Bien sumo, como procedente de Él (Catecismo Romano 4, 10, 1).
1R 3, 15 Un sueño significa aquí como en otros lugares de la Biblia una revelación de Dios (cfr Gn 15, 12-21; Gn 26, 24; Gn 28, 11; etc.).
1R 3, 16-28. El lugar que ocupa este relato en el desarrollo de la narración sirve para expresar y confirmar la sabiduría que Dios concedió a Salomón. Éste, en un juicio de extrema dificultad por la falta de testigos, sabe encontrar en el sentimiento materno la prueba evidente de la verdad. Se trata de un tema que se encuentra de forma parecida en literaturas orientales, pero es a partir de la Biblia como se ha hecho popular y conocido.
Los Santos Padres han leído en estas dos mujeres significados más profundos. Así, San Ambrosio identifica a aquellas mujeres con la fe y la tentación, ya que esta última, perdida su descendencia por causa de haber vivido según la carne y por el adormecimiento de la mente, intenta arrebatar el fruto de la descendencia de aquélla (De virginitate 1, 3). San Agustín ve en el pasaje otro significado, según los aspectos que se consideren a propósito de él: El juicio ante el rey entablado por ambas mujeres nos invita a luchar por la verdad, a rechazar la hipocresía como madre falsa del don espiritual de la Iglesia. (…) Veo que estas dos mujeres en una misma casa significan también dos linajes de hombres en una Iglesia; uno, el de aquellos a quienes domina la simulación; otro, el de aquellos en quienes reina la auténtica caridad (Sermo 10: De Iudicio Salomonis 4-5).
1R 4, 1-20. La sabiduría de Salomón se refleja en la organización de la corte y del reino descrita en este capítulo. A veces los nombres de las personas y de los cargos varían en las versiones griega y latina; la Vulgata, por su parte, continúa el capítulo abarcando los catorce versículos del siguiente. El hagiógrafo ofrece aquí dos listas: la de los dignatarios de la corte (vv. 2-6), y la de los gobernadores de los doce distritos establecidos (vv. 7-19). En la primera aparecen nombres y cargos relacionados con los de la corte de David (cfr 2S 8, 16-18; 2S 20, 23-26) indicando así la continuidad. En la segunda lista se aprecia que los doce distritos no corresponden a los territorios de las doce tribus tal como aparecen en el libro de Josué (Jos caps. 13-21). Puesto que el número doce se pone en relación con los meses del año y con los turnos para aprovisionar a la corte, esta lista parece reflejar la forma de cobrar impuestos. La región en la que estaba el gobernador (v. 19) podría designar a Judá.
1R 5, 1-8. La magnificencia y poderío militar de Salomón, la grandeza de Israel durante su reinado, y la paz y felicidad del pueblo vienen descritos en estos versículos con cierta dosis de exageración. Que todos los países desde el Éufrates hasta Egipto le estuviesen sometidos es una afirmación que no se corresponde con la barrera que representaban Edom y Siria (cfr 1R 11, 14-25).
Cargas (v. 2), en hebreo cor: se supone que equivalía al peso que podía transportar un asno.
1R 5, 9-14. La sabiduría que Dios concede a Salomón, cumpliendo su anterior promesa (cfr 1R 3, 12) sobrepasa la que tienen los demás hombres: la tradicional de Egipto y la de los sabios famosos en Israel. El hagiógrafo hace un balance de la actividad sapiencial de Salomón; actividad que puede estar ciertamente en la base de las colecciones salomónicas de los proverbios en Pr 10, 1-Pr 22, 16; Pr 25, 1-Pr 29, 27, e incluso de algunos salmos (cfr Sal 72, 1-20; Sal 127, 1-5). Como sucedía en Mesopotamia y Egipto, la sabiduría incluía también conocimientos de botánica y zoología; era un saber enciclopédico. Salomón queda así, en la tradición bíblica, como el primer impulsor de la sabiduría en la corte, y como el más sabio de los hombres. Sólo en el Nuevo Testamento se recordará que Jesús afirmó ser superior a Salomón (cfr Lc 11, 31). Por eso el camino del cristiano para alcanzar la verdadera sabiduría es el camino de la fe: No todos pueden percibir la sabiduría en toda su perfección, como Salomón o Daniel; a todos, sin embargo, se les infunde, según su capacidad, el espíritu de sabiduría, con tal de que tengan fe. Si crees, posees el espíritu de sabiduría (S. Ambrosio, Explanatio Psalmorum 36, 65).
1R 5, 15-1R 7, 51. La sabiduría de Salomón vuelve a ponerse en evidencia en el hecho de que su primera decisión fue la de construir el Templo buscando con eficacia lo necesario para tal empresa y llevándola a cabo con generosidad.
1R 5, 15-26. Jiram, que reinó del 998 al 944 a.C., había suministrado madera al rey David (cfr 2S 5, 11); pero ahora el tratado comercial es mucho más amplio, intercambiando lo que produce cada uno de los dos reinos: Tiro, madera; Israel, cereales.
1R 5, 27-32. Aunque las cifras estén abultadas (cfr 1R 9, 23), de esta forma se pone de manifiesto la excelencia y magnitud de una empresa destinada a la gloria del Dios de Israel. Guiblitas se refiere a gentes de Biblos, pues entonces la ciudad se llamaba Guebal.
1R 6, 1-38. La construcción del Templo por el rey Salomón es uno de los acontecimientos más relevantes en la historia de Israel; de ahí que se describa con tantos detalles. De esa descripción minuciosa se deduce que era un templo de planta rectangular de treinta y tres metros de largo, once de ancho y dieciséis de alto; y que delante había un atrio descubierto de la misma anchura y de cinco metros de largo (vv. 2-3). Por tanto, según se accedía desde fuera, primero estaba el ulam o atrio exterior con dos grandes columnas de bronce ante las puertas del Templo (cfr 1R 7, 13-22); después el hekal o santuario cubierto, donde estaba la gran pila de bronce y los utensilios de culto (cfr 1R 7, 23-39); finalmente, al fondo, se encontraba el debir o Santo de los Santos donde estaba depositada el Arca de la Alianza, con dos querubines y un altar para quemar perfumes (vv. 19-20). Las dependencias adyacentes en forma escalonada hacia el exterior estaban destinadas a los servicios del Templo.
1R 6, 1 Esta datación del inicio de las obras plantea cierta dificultad respecto a la fecha del éxodo que, en tal caso, se habría producido a mediados del siglo XV a.C. Por eso se suele considerar que el autor sagrado no pretende una exactitud cronológica, sino más bien presentar un número esquemático: doce generaciones de cuarenta años cada una. El año cuarto del reinado de Salomón sitúa la fecha en el 966 a.C.
1R 6, 11-13. Puesto que estos versículos no aparecen en la versión griega, se piensa que son una glosa posterior introducida en el texto para exponer en este lugar la doctrina deuteronomista, y dar ya al lector la clave de por qué aquel magnífico Templo será profanado y destruido en la época del destierro.
1R 6, 23-30. Los querubines, cuya forma no conocemos con exactitud, eran, al parecer, figuras aladas con cuerpo de león y cabeza humana. Representaciones semejantes se encontraban en templos asirio–babilónicos; pero en la Biblia queda claro que no se trata de divinidades sino de seres al servicio del Dios único. La Biblia no ve contradicción entre estas representaciones sensibles y la prohibición de hacer esculturas (cfr Dt 4, 15-16) porque estas representaciones no llevaban peligro de idolatría, sino más bien al contrario, ayudaban al pueblo a sentir la presencia de Dios. De esta forma, ya en el Antiguo Testamento Dios ordenó o permitió la institución de imágenes que conducirían simbólicamente a la salvación por el Verbo encarnado: la serpiente de bronce (cfr Nm 21, 4-9; Sb 16, 5-14; Jn 3, 14-15), el Arca de la Alianza y los querubines (cfr Ex 25, 10-12; 1R 6, 23-28; 1R 7, 23-26) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2130).
Llama la atención la abundancia de oro que aparece por todas partes, quizá un tanto exagerada en la descripción, pero que sirve para mostrar la generosidad de Salomón hacia el Señor, y la gloria de Dios reflejada en el Templo. La Iglesia siempre ha considerado que, igual que la belleza de la naturaleza conduce a Dios, la belleza del arte sacro debe invitar de alguna manera a la alabanza a Dios: Entre las actividades más nobles del ingenio humano se cuentan, con razón, las bellas artes, principalmente el arte religioso y su cumbre, que es el arte sacro. Éstas, por su naturaleza, están relacionadas con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera por medio de obras humanas. Y tanto más pueden dedicarse a Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras para orientar santamente los hombres hacia Dios. Por esta razón, la santa madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, buscó constantemente su noble servicio, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 122; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2501-2502).
1R 6, 37-38. Ziv y Bul son nombres cananeos de los meses. Ziv corresponde al segundo mes de la primavera, y Bul al segundo del otoño.
1R 7, 1-12. Comparando la extensión y el detalle con que se narra la construcción del Templo con lo que se dedica al palacio, claramente se percibe cuál es el interés del redactor y dónde sitúa la importancia de Salomón como constructor: en las cosas relacionadas con el Señor y su culto.
El nombre de Bosque de Líbano (v. 2) se debe al aspecto que debía de presentar la enorme sala con columnas de cedro.
1R 7, 13-22. Las columnas de bronce tendrían probablemente carácter decorativo, y sus nombres pueden tener un significado: Yaquín: el Señor “establecerá” su trono por siempre, y Boaz: en la “fuerza” del Señor se alegrará el rey. Algunos Santos Padres, partiendo de que la verdadera columna y fundamento de la verdad es la Iglesia (cfr 1Tm 3, 15), ven representados en esas columnas a los Apóstoles y a los doctores porque han sido erigidos para llevarnos a la contemplación de las cosas superiores y son fuertes en la fe y la caridad.
1R 7, 23-26. Este depósito o, literalmente, mar de bronce, tendría, según las medidas que se dan, unos 42.000 litros de capacidad. No se sabe con exactitud su función. Podría servir para las purificaciones de los sacerdotes, como agua lustral, aunque para eso estaban los lavabos de los que habla a continuación. Pero también podría ser un símbolo de las aguas del océano sometidas al poder de Dios (cfr Gn 1, 2); simbolismo que parece estar presente en representaciones de antiguos templos.
En la tradición cristiana, este mar de bronce se ha entendido como figura de la penitencia mediante la cual los fieles se han de purificar antes de llegar al santo sacrificio de la Eucaristía (cfr S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 1, 17, 8; S. Beda, De Tabernaculo et vasis eius, ac vestibus sacerdotum 3, 14).
1R 7, 27-39. Estos lavabos eran una especie de soportes con ruedas en los que se acoplaba un recipiente con agua. Permitían ser movidos como un carro. Quizá se usaban para lavar partes de las víctimas de los sacrificios (cfr Lv 1, 9.13).
1R 7, 40-51. El autor sagrado presenta este elenco de utensilios del Templo como muestra de la dignidad y abundancia del culto al Señor en aquel lugar. Distingue lo que fue obra en bronce realizada por un experto, Jiram (vv. 40-47), y lo que fue obra en oro realizada por Salomón (vv. 48-50). Se pone así de relieve la magnificencia de este rey en el culto a Dios, y el valor y cantidad de los objetos cuyo saqueo se narrará al final de la historia de los libros de los Reyes (cfr 2R 25, 13-17).
1R 8, 1-1R 9, 9. Terminada la construcción del edificio del Templo y preparado todo el instrumental del culto, faltaba lo más importante: que Dios lo aceptase como su morada. Es lo que se narra en esta sección, convirtiéndose así en el pasaje más importante de los libros de los Reyes. Este Templo dedicado por Salomón continúa ofreciendo la misma presencia de Dios de la que gozaron Moisés y el pueblo en el desierto (cfr Ex 25, 8-9). El mismo Jesús reconoce aquel Templo como la casa de Dios (cfr Mt 21, 13 y par; Jn 2, 16) y aprovecha precisamente el escenario del Templo para manifestarse a los hombres. No es extraño por eso que los primeros escritores cristianos consideraran a Salomón como una figura de Cristo: El Templo que Salomón edificó para el Señor era tipo y figura de la futura Iglesia, que es el cuerpo del Señor, tal como dice en el Evangelio: Destruid este Templo, y en tres días lo levantaré. Del mismo modo que Salomón edificó aquel Templo, se edificó también un Templo el verdadero Salomón, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero pacífico. Porque hay que saber que el nombre de Salomón significa Pacífico, y el verdadero pacífico es Jesucristo, de quien dice el Apóstol: Él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Él es el verdadero pacífico que unió en su persona, constituyéndose en piedra angular, los dos muros que provenían de partes opuestas, a saber, el pueblo de los creyentes que provenían de la circuncisión, y el pueblo de los creyentes que provenían de la gentilidad incircuncisa; de ambos pueblos hizo una sola Iglesia, de la que es piedra angular, y por esto es el verdadero pacífico. Cristo es el verdadero Salomón, y aquel otro Salomón, hijo de David, engendrado de Betsabé, rey de Israel, era figura de este Rey pacífico (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 126, 2).
1R 8, 1-13. El autor sagrado quiere resaltar la solemnidad y reverencia con que se hizo el traslado del Arca. La posibilidad de ver desde el exterior del camarín los varales, que según Ex 25, 15 no debían sacarse de las anillas del Arca, confirmaba la presencia de ésta en el interior del santuario. La afirmación de que en el Arca sólo se conservaban las Tablas de la Ley sirve para presentar el hecho como continuación de lo que hiciera Moisés según Ex 25, 17-21, y para resaltar la importancia de la Ley que había recibido Israel, ya que otras tradiciones recogidas en la Carta a los Hebreos (cfr Hb 9, 4) hablaban de que en el Arca también se conservaba un poco de maná (cfr Ex 16, 33) y la vara de Aarón (cfr Nm 17, 25).
La versión de los LXX coloca la frase de Salomón del v. 13 en el v. 53 unida a otra que dice: El Señor ha puesto el sol en los cielos, señalando la fuente de donde las ha tomado el hagiógrafo: el libro del Canto. Según esta versión Salomón reconoce a Dios tanto en la luz del sol como en la sombra de la nube. La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cfr Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cfr Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cfr Ex 40, 36-38; 1Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cfr 1R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. Él es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre “con su sombra” para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es Él quien “vino en una nube y cubrió con su sombra” a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y “se oyó una voz desde la nube que decía: Éste es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle” (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que “ocultó a Jesús a los ojos” de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cfr Lc 21, 27) (Catecismo de la Iglesia Católica, 697).
1R 8, 14-61. Esta larga oración de Salomón, pieza central en el relato de la Dedicación del Templo, tiene tres partes: la primera es una bendición -acción de gracias a Dios- por haber cumplido su promesa (vv. 15-21); la segunda, una súplica en favor de los sucesores de David, de todo el pueblo e incluso de los extranjeros residentes en el país (vv. 22-53); y la tercera, una bendición al pueblo introduciendo una nueva súplica por Israel (vv. 54-61): La oración de la Dedicación del Templo se apoya en la Promesa de Dios y su Alianza, la presencia activa de su Nombre entre su Pueblo y el recuerdo de los grandes hechos del Éxodo. El rey eleva entonces las manos al cielo y ruega al Señor por él, por todo el pueblo, por las generaciones futuras, por el perdón de sus pecados y sus necesidades diarias, para que todas las naciones sepan que Dios es el único Dios y que el corazón del pueblo le pertenece por entero a Él (Catecismo de la Iglesia Católica, 2580).
1R 8, 15-21. En esta primera parte de la oración se ven cumplidas las promesas que Dios había hecho a David acerca del Templo (cfr 2S 7, 11-16), y se pone de relieve cómo enlazan con la Alianza de Dios con Moisés (v. 21).
1R 8, 22-53. La oración propiamente dicha comienza proclamando la grandeza del Dios de Israel y su fidelidad en el cumplimiento de las promesas. Pero el orante, Salomón en este caso, en seguida se enfrenta al misterio de Dios: Dios es trascendente a todo como creador de cielos y tierra, y al mismo tiempo, condescendiente hasta el punto de habitar en aquel Templo. ¿Cómo es esto posible? Dios está realmente en el cielo -viene a afirmarse en la oración-, pero también, al mismo tiempo y de algún modo, en el Templo donde ha querido que esté su nombre, es decir, Él mismo en persona. Por eso, sigue afirmando la oración, Dios escucha desde el cielo al hombre cuando éste se dirige a Él en aquel Templo.
El Templo aparece como lugar de oración más que de sacrificios, y la actitud que el hombre debe tener al acudir al Templo y a la oración es la de una verdadera y profunda conversión, el reconocimiento de su pecado como causa de las desgracias que sufre. Esta oración de Salomón refleja así la doctrina y el espíritu del libro del Deuteronomio. Entre otros aspectos doctrinales subraya que mediante la conversión el hombre encuentra la liberación de los males, porque Dios perdona siempre. Conviene resaltar esta perspectiva, pues, como escribe Juan Pablo II, a menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen. Pero es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar (Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, 31, 3).
1R 8, 54-55. El cambio de posición corporal indica la distinta forma de oración: antes, de rodillas, con las manos extendidas, reflejaba la súplica humilde; ahora, de pie, denota la oración de bendición sobre el pueblo. Esta necesidad de asociar los sentidos a la oración interior responde a una exigencia de nuestra naturaleza humana. Somos cuerpo y espíritu, y experimentamos la necesidad de traducir exteriormente nuestros sentimientos. Es necesario rezar con todo nuestro ser para dar a nuestra súplica todo el poder posible. Esta necesidad responde también a una exigencia divina. Dios busca adoradores en espíritu y en verdad, y, por consiguiente, la oración que sube viva desde las profundidades del alma. También reclama una expresión exterior que asocia el cuerpo a la oración interior, porque esta expresión corporal es signo del homenaje perfecto al que Dios tiene derecho (Catecismo de la Iglesia Católica, 2702-2703).
1R 8, 56-61. La nueva bendición con la que Salomón concluye su plegaria está en paralelismo con la del comienzo, si bien ahora expresa claramente que en ese día histórico se ha cumplido la promesa que Dios hiciera a su pueblo por medio de Moisés de concederle una tierra en la que habitara en paz. Vemos, en efecto, cómo la revelación de la oración en la economía de la salvación enseña que la fe se apoya en la acción de Dios en la historia (Catecismo de la Iglesia Católica, 2738). El v. 58 refleja así la misma convicción expresada en el libro del Deuteronomio al decir Moisés al pueblo que el Señor, tu Dios, circuncidará tu corazón y el de tus descendientes, para que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas (Dt 30, 6; cfr Sal 51, 12). Siglos más tarde, y tras experimentar en su propia vida la fuerza de la gracia de Dios a través de Jesucristo, San Pablo escribirá que Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito (Flp 2, 13). La Iglesia, apoyándose en estas enseñanzas de la Sagrada Escritura, no dudará en afirmar que el hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios sino como consecuencia del libre designio divino de asociarlo a la obra de su gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios en primer lugar, y a la colaboración del hombre en segundo lugar. El mérito del hombre retorna a Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 2025).
1R 8, 62-66. El Templo no sólo era lugar de encuentro con Dios mediante la oración, como ha quedado patente en lo que precede, sino también un lugar para establecer la unión con Dios mediante sacrificios de comunión. Es esa adhesión a Dios lo que les hace volver a sus casas llenos de gozo. Es la alegría que experimenta quien se sabe comprometido con el Señor: Con Dios, pensaba, cada día me parece más atractivo. Voy viviendo a “cachitos”. Un día considero magnífico un detalle; otro, descubro un panorama que antes no había advertido… A este paso, no sé lo que ocurrirá con el tiempo.
Luego, he notado que Él me aseguraba: pues cada día será mayor tu contento, porque ahondarás más y más en la aventura divina, en el “lío” tan grande en que te he metido. Y comprobarás que Yo no te dejo (S. Josemaría Escrivá, Surco, 86).
Al final del v. 65 el texto hebreo añade que celebraron siete días más de fiesta, es decir, catorce días. Parece que es una glosa debida a algún copista para explicar que celebraron siete días de fiesta por la dedicación del Templo y otros siete por la fiesta de las Tiendas (Tabernáculos). Pero en rigor puede suponerse, como se deduce del v. 66, que la Dedicación tuvo lugar durante la fiesta de las Tiendas cuya fecha no estaba aún exactamente determinada, sino que coincidía con el final de la recolección.
1R 9, 1-9. La respuesta del Señor a la oración de Salomón no se hace esperar, y le habla de forma parecida a como lo hiciera anteriormente (cfr 1R 3, 11-14). El Señor ha escuchado. La respuesta divina se da sobre las realidades que se le han presentado: el Templo (v. 3, cfr 1R 8, 28); el trono (vv. 4-5, cfr 1R 8, 25-26); el pueblo (v. 6, cfr 1R 8, 54-61). Con esta intervención divina se da razón, en el conjunto de la historia narrada en los libros de los Reyes, del desastre del destierro de Babilonia y de la profanación del Templo por Nabucodonosor. Dios había advertido de esa posibilidad en el momento mismo en que aceptó poner su morada en el Templo edificado por Salomón. Tal es el sentido del texto en el momento de su redacción.
En el misterioso designio divino estaba que la destrucción total y la desaparición del Templo de Jerusalén coincidieran prácticamente con la aparición de la Iglesia, nuevo Templo de Dios, por ser el cuerpo místico de Cristo. También muchas veces a la Iglesia se la llama construcción de Dios (cfr 1Co 3, 9). El Señor mismo se comparó a la piedra que desecharon los constructores, pero que se convirtió en piedra angular (cfr Mt 21, 14 par; Hch 4, 11; 1P 2, 7; Sal 118, 22). Los Apóstoles construyen la Iglesia sobre ese fundamento (cfr 1Co 3, 11), que le da solidez y cohesión. Esta construcción recibe diversos nombres: casa de Dios (cfr 1Tm 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (cfr Ef 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (cfr Ap 21, 3) y, sobre todo, templo santo. Representado en los templos de piedra, los Padres cantan sus alabanzas, y la liturgia, con razón, lo compara a la ciudad santa, a la nueva Jerusalén. En ella, en efecto, nosotros como piedras vivas entramos en su construcción en este mundo (cfr 1P 2, 5). San Juan ve en el mundo renovado bajar del cielo, de junto a Dios, esta ciudad santa arreglada como esposa embellecida para su esposo (Ap 21, 18) (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 6).
1R 9, 10-1R 10, 29. El autor sagrado se fija ahora directamente en la política y en las relaciones internacionales de Salomón. También en esta faceta brilla la sabiduría del gran rey.
1R 9, 10-14. Puesto que antes Salomón había pagado la madera con cereal (cfr 1R 5, 25), ahora puede tratarse del pago del oro mediante la entrega de esas veinte ciudades. El nombre de Cabul (v. 13) parece suponer un juego de palabras a partir de kebal que significa como nada.
1R 9, 15-28. Se reúnen ahora unas noticias que parecen material de archivo sobre diversas actividades de Salomón. En conjunto quieren resaltar sus dotes de gobernante y su sabiduría así como su respeto hacia los israelitas.
Miló (v. 15). Parece que se trata de un relleno para unir la ciudad de David con la explanada en la que se construye el Templo.
Las tres veces al año (v. 25) que Salomón ofrecía sacrificios podrían ser en las fiestas de Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos.
Es la primera vez que se habla en la Biblia de una actividad marítima de los hebreos (v. 26). La localización de Ofir es incierta; se piensa que se trataba de una zona con minas de oro en el golfo pérsico. En cualquier caso el oro de Ofir es, en la tradición veterotestamentaria, símbolo de esplendor sin igual (cfr Sal 45, 10; Is 13, 12; Jb 22, 24).
1R 10, 1-13. Desde Etiopía, si es que allí se encontraba Sabá según la tradición (cfr Gn 10, 7), o desde el suroeste de la península arábiga donde según la arqueología estaba el reino de Sabá, o incluso, y más posiblemente, desde alguna colonia al norte de Arabia y más próxima a Israel (cfr Gn 25, 3; Jb 1, 15), llega esta reina, famosa a partir del relato bíblico, para ver a Salomón.
Esta visita quedó en la tradición de Israel como un símbolo de lo que sucedería en tiempos futuros cuando apareciera el rey mesiánico (cfr Sal 72, 10.15), y cuando Jerusalén, renovada por Dios, recuperase el lugar que le correspondía entre las naciones (cfr Is 45, 14; Is 60, 6-7). En una perspectiva más amplia San Mateo ve todo ello cumplido en la llegada de los magos con sus regalos a adorar al niño Jesús (cfr Mt 2, 11). Y el mismo Jesucristo ensalzará a aquella reina, y, recordando el largo viaje que realizó para escuchar la sabiduría de Salomón, condenará a los judíos de la generación en la que Él mismo vive, porque, estando cerca, no escucharon su enseñanza, siendo Él más que Salomón (cfr Mt 12, 42; Lc 11, 31), puesto que era la misma sabiduría de Dios (cfr 1Co 1, 24).
1R 10, 14-29. De nuevo el texto sagrado presenta con rasgos hiperbólicos las riquezas y la sabiduría de Salomón, dejando claro que son don de Dios (v. 24). Aunque se ha pensado que la flota de Tarsis era llamada así porque llegaba hasta Tartessos, colonia fenicia en la costa suroeste de España, en Andalucía (cfr Jon 1, 3), no hay ninguna evidencia sobre ello. Se resalta la actividad comercial de Salomón por todo el mundo conocido, y sobre todo su mediación y control en el comercio de carros y caballos. Entre las ciudades de los carros (v. 26), sin duda lugares para albergar caballos y carros, se conoce Meguido, pero podían existir otras.
Respecto al trono de Salomón (vv. 18-20) es evidente que su forma y ornamentación con leones simbolizaba la fuerza y majestad del rey. Antiguos comentaristas cristianos vieron simbolizado, en Salomón y su trono, a Jesucristo, a quien Dios Padre le otorgó el poder de juzgar; las seis gradas del trono significarían todas las criaturas visibles e invisibles creadas por Dios en los seis días de la creación y sometidas a Cristo; los doce leones representarían a los doce Apóstoles a los que dijo el Señor que se sentarían en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (cfr Mt 19, 28). San Pedro Damiano, en cambio, y otros comentaristas, ven representada en aquel trono a la Santísima Virgen, de la que el verdadero Salomón, Cristo, sabiduría eterna de Dios, tomó carne, y en la que, como en un trono más puro que el marfil, más fuerte que el león y más refulgente por su caridad que el oro, residió durante nueve meses (cfr S. Pedro Damiano, Sermones 44).
1R 11, 1-43. El autor sagrado resume ahora los aspectos negativos del reinado de Salomón, y ve en ellos la causa de la división del reino tras su muerte. Aplicando la enseñanza reflejada en el libro del Deuteronomio, deja ver que cuando Salomón fue fiel al Señor hubo paz y prosperidad; sin embargo, cuando se alejó de Dios (vv. 1-10) aparecieron, como castigo divino (vv. 11-13), los enemigos exteriores de Israel (vv. 14-25) y la división interna del reino (vv. 26-40). La división, con todo, no va a producirse en los días de Salomón, sino que, por la misericordia de Dios, éste completa los años de su reinado tal como se expresa en el epílogo final de su historia (vv. 41-43).
1R 11, 1-10. Conociendo los efectos causados por los matrimonios de Salomón con mujeres extranjeras, el autor sagrado le aplica retrospectivamente una ley (v. 2) que en realidad se establecería más tarde (cfr Dt 7, 3-4; Dt 17, 17).
La verdadera causa del pecado de Salomón fue que sus mujeres le pervirtieron el corazón (v. 3) haciendo no sólo que permitiese sino que él mismo aceptase el culto a los ídolos a los que ellas adoraban. De este modo Salomón dejó de adorar al Dios de Israel con todo su corazón, compartiendo al mismo tiempo el culto a otros dioses y cayendo en un sincretismo religioso. La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a “la Bestia” (cfr Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (cfr Ga 5, 20; Ef 5, 5) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2113).
1R 11, 11-13. Estas palabras que el Señor dirige a Salomón contienen la clave para comprender lo que va a suceder a la muerte del rey. Aunque el pecado de Salomón ha merecido que el reinado sea retirado de su casa y de su descendencia, Dios es fiel a sus promesas y cumple lo que prometió a David (cfr 2S 7, 12-15) y al mismo Salomón (cfr 1R 9, 3), dejando la tribu de Judá con la ciudad de Jerusalén bajo el reinado de un descendiente de Salomón y, en consecuencia, de David. De esta forma se resalta que si se mantuvo el reino de Judá y su capital Jerusalén, fue debido únicamente a la promesa y fidelidad divinas.
1R 11, 14-25. Aunque estos pequeños reinos estuvieron enfrentados a Salomón durante todo su reinado, sólo ahora se habla de ellos, como si su enfrentamiento fuese asimismo consecuencia del pecado de Salomón. Damasco se convertirá después en uno de los más pertinaces enemigos de Israel.
1R 11, 26-40. La rebelión de Jeroboam contra Salomón obedece a una disposición del Señor Dios de Israel. Éste, mediante el profeta Ajías, constituye a Jeroboam, que no era descendiente de Salomón, rey de las diez tribus del norte, de las que Efraím era la más importante. También en el pasado era Dios quien designaba al rey de Israel, como en el caso de Saúl (cfr 1S 10, 22-24) y de David (cfr 1S 16, 1-12). Ahora también Dios dispone quién ha de gobernar cada uno de los dos reinos, Israel y Judá, que surgen como consecuencia tanto del castigo merecido por el pecado de Salomón como de la fidelidad del Señor a su promesa. Por causa del pecado el reino se ha de quitar a la descendencia de Salomón; pero, porque Dios es fiel a su promesa a David, se ha de mantener en el trono un sucesor de David. Así surgen los dos reinos.
El gesto del profeta Ajías rompiendo su manto en doce partes lo ve San Cipriano como un símbolo que se contrapone a la unidad de la Iglesia representada en la túnica de Jesús. Cristo llevaba sobre sí la unidad proveniente de lo alto, es decir, del cielo y del Padre; unidad que ciertamente no podría ser rasgada por nadie que la adquiriese o poseyese, sino que conservaba siempre como su carácter indivisible toda su consistencia y la firmeza estable de la unidad. No puede poseer el vestido de Cristo aquel que rompe y divide a la Iglesia de Cristo. Sucede lo contrario que a la muerte de Salomón, cuando su reino y su pueblo se dividieron. Entonces el profeta Ajías, saliendo al encuentro de Jeroboam en el campo, rasgó en doce trozos su manto, diciendo: “toma diez trozos…”. Mientras se dividían las doce tribus de Israel, el profeta Ajías rasgó su manto. Pero puesto que el pueblo de Cristo no puede ser dividido, la túnica del Señor, tejida de una sola pieza y toda unida no fue rasgada por aquellos que se disputaban su posesión: indivisa, compacta y unida, ella prefigura cuál debe ser la concordia de nuestro pueblo, después de que nos hemos sometido a Cristo. Con el misterio de la túnica y con su simbolismo, Cristo prefiguró la unidad de la Iglesia (S. Cipriano, De unitate Ecclesiae 7).
1R 11, 41-43. Concluye la historia del rey Salomón, y el autor sagrado remite a una obra que existía en su tiempo y le había servido de fuente pero de la que no tenemos más información. El rey Salomón tiene especial relieve en la historia de los reyes de Israel porque fue quien edificó el Templo de Jerusalén y el que gobernó, durante todo el tiempo de su reinado, a todas las tribus unidas. Los profetas recordarán esa unión como un ideal y la anunciarán para los tiempos futuros cuando Dios suscite un nuevo David, es decir, el Mesías (cfr Ez 37, 15-28).
El reinado de Salomón tiene un fuerte carácter ejemplar para el lector de la historia del pueblo elegido. La debilidad de este rey frente a la idolatría y las consecuencias que se derivan de ello son una advertencia para el Israel de épocas posteriores y para cada hombre que quiere tener su corazón puesto en el Señor. Nosotros que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra propia miseria personal, seremos eficaces si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza. Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 160).
1R 12, 1-1R 14, 31. Después de haber contado la historia de Salomón, el autor sagrado, recogiendo antiguas tradiciones, narra cómo se produjo la división del reino y cómo Jeroboam construyó santuarios idolátricos en Dan y Betel, prohibiendo a los israelitas subir a Jerusalén (cap.12). Éste fue el gran pecado de Jeroboam que continuaron todos los reyes del norte.
1R 12, 1-15. La reunión en Siquem, en vez de Jerusalén, indica que las tribus del norte pretendían dar a la proclamación real un carácter más acorde con la antigua costumbre (cfr Jos 24). La narración se desarrolla a dos niveles. Por una parte se reseñan los acontecimientos socio–políticos que desembocan en la división del reino y, por otra, se deja constancia de que las cosas suceden así para que se cumpla lo dispuesto por el Señor, (v. 15), sin que parezca que los protagonistas sean conscientes de ello. La historia no está sometida a fuerzas ciegas ni es el resultado del acaso, sino que es la manifestación de las misericordias de Dios Padre. Los pensamientos de Dios están por encima de nuestros pensamientos, dice la Escritura (cfr Is 55, 8); por eso, confiar en el Señor quiere decir tener fe a pesar de los pesares, yendo más allá de las apariencias. La caridad de Dios -que nos ama eternamente- está detrás de cada acontecimiento, aunque de manera a veces oculta para nosotros. Cuando el cristiano vive de fe -con una fe que no sea mera palabra, sino realidad de oración personal-, la seguridad del amor divino se manifiesta en alegría, en libertad interior (S. Josemaría Escrivá, Las riquezas de la fe).
1R 12, 16-19. El grito de ¡A tus tiendas Israel! (v. 16) no es tanto de independencia, cuanto de sedición, como cuando se rebeló Seba contra David (2S 20, 1). La situación que quieren revivir las tribus del norte alejándose de la casa de David es interpretada por el autor sagrado como un delito y no como un derecho. Ellos se denominan Israel, que será el nombre con el que se designará a ese reino del Norte, mientras que el del sur, en el que continúa la dinastía davídica, se llamará Judá por ser esta tribu la que lo forma. La anotación hasta el día de hoy (v. 19) es un indicio para situar la composición de esta historia en el tiempo en que aún existían estos dos reinos; pero denota también la esperanza en una futura reunificación.
1R 12, 20-33. Las tribus del norte, separadas ya de la casa de David, proclaman rey a Jeroboam de forma parecida a como en otro tiempo fuera proclamado Saúl, por aclamación popular (cfr 1S 11, 15). Roboam, hijo y sucesor de Salomón, acepta al fin tal hecho por deberse a una disposición divina (v. 24).
Pero más grave que la separación política es, tal como viene descrita, la separación religiosa. Aparece en el texto como una vuelta a la idolatría del becerro de oro (cfr Ex 32, 1-5).
Al señalar que los sacerdotes de esos santuarios no eran levitas, el autor sagrado quiere resaltar la ilegitimidad de aquellos cultos. Lo mismo pretende al decir que Jeroboam designó como fiesta una fecha a su capricho en vez de mantener la fiesta de las Tiendas que se celebraba en Jerusalén.
En la historia de Jeroboam, el gran escritor cristiano Orígenes ve un ejemplo de aquellos que por adentrarse imprudentemente en filosofías humanas están abandonando la verdadera doctrina. Los israelitas, explica Orígenes, bajaron a Egipto y, tomando los objetos de los egipcios, inspirados en la sabiduría divina, los emplearon para honrar a Dios. Pero la Sagrada Escritura ha querido demostrar simbólicamente que para algunos ha sido motivo de mal el haber habitado junto a los egipcios, es decir, junto a la ciencia del mundo, después de haber sido educados en la ley de Dios y en el culto que prestaban a Dios los israelitas. En efecto, Jeroboam, mientras vivió en la tierra de Israel y no gustó el pan de los egipcios, no fabricó ídolos. Pero cuando huyendo del sabio Salomón bajó a Egipto, como huyendo de la sabiduría de Dios, emparentó con el faraón (…) y aunque después volvió a la tierra de Israel, lo hizo para dividir al pueblo de Dios y obligarle a decir: “Éstos son tus dioses…” (Orígenes, Ad Gregorium 2).
1R 13, 1-10. El hombre de Dios venido de Judá tiene ya los rasgos de un profeta al estilo de los que aparecerán a continuación; el modo de expresar sus oráculos recuerda al profeta Amós, que también tuvo dificultades en Betel (cfr Am 7, 10-17). Sin embargo, el contenido del oráculo supone unas circunstancias posteriores. La maldición que pronuncia contra el altar, precisamente en el momento solemne en que está oficiando el rey, expresa con claridad que Dios aborrece el culto que allí se realiza, y que la reforma que llevará a cabo el rey Josías unos tres siglos después, suprimiendo todos los lugares de culto excepto el Templo de Jerusalén (cfr 2R 23, 15), entraba en los planes divinos.
1R 13, 11-32. Este curioso episodio sirve para ratificar la veracidad del hombre de Dios venido de Judá. El profeta de Betel tal vez había dudado de la verdad de aquel oráculo y queriendo poner a prueba a quien lo había pronunciado, lo engañó apoyándose en las leyes de la hospitalidad. El hecho mismo de poder engañarlo parecería mostrar que aquel hombre no era un profeta. Pero su muerte imprevista se convierte en un signo evidente de que venía enviado por Dios y con un mandato divino. Esto mismo refleja el asombroso comportamiento del león. El profeta de Betel al ver lo ocurrido cambia de actitud hacia el hombre de Judá y hace suyo su mensaje; incluso se solidariza con él ordenando que al morir le entierren en el mismo sepulcro, como si previese ya proféticamente que sólo así sería respetado su cadáver cuando Josías destruyese el altar de Betel (cfr 2R 23, 16-18).
El episodio enseña las graves consecuencias que se siguen de desobedecer el mandato que uno ha recibido de parte de Dios. ¡Qué diferencia entre la actitud de este hombre y la que experimentan los santos ante la percepción de la voluntad de Dios! Se necesita, dice Santa Teresa, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, travaje lo que se travajare, mormure quien mormurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino (S. Teresa de Jesús, Camino de Perfección 35, 2).
1R 13, 33-34. A pesar de ver cumplido el oráculo del hombre de Dios llegado de Judá (cfr 1R 13, 5-7), y de que un profeta de Betel ratificase las palabras que aquél había pronunciado (cfr 1R 13, 32), el rey Jeroboam siguió pertinaz en su conducta. La tremenda conclusión del pasaje (v. 34) hace pensar en las graves consecuencias de la pertinacia en el pecado, porque, como recuerda tantas veces la Escritura, y expresa con claridad San Juan Crisóstomo, más que el pecado mismo, lo que irrita y ofende a Dios es que los pecadores no sientan dolor alguno de sus pecados (Homiliae in Matthaeum 14, 4).
1R 14, 1-18. La desgracia familiar podría haber sido motivo de arrepentimiento y conversión al Señor, pero Jeroboam quiere ocultarse a los ojos de Dios y del profeta, al tiempo que pide su ayuda. Intento inútil, pues Dios revela al profeta la verdad de la situación. La ceguera de Ajías resalta aún más la inspiración divina del profeta. La consulta del rey se convierte en ocasión de un oráculo terrible sobre el final que aguarda a la casa de Jeroboam debido a su pecado; pecado que contrasta con el beneficio que el mismo Jeroboam había recibido de Dios (cfr vv. 7-8).
Esta acción de Jeroboam y sus consecuencias muestra lo absurdo que resulta querer engañar a Dios o a sus enviados disimulando e intentando ocultar el propio pecado. El que actúa con esa falta de sinceridad, dice San Agustín, se encuentra como el que acude a la clínica del médico, en donde debía ser curado, pero mostrando los miembros sanos y cubriendo las heridas. Que sea Dios quien vende las heridas, no tú, porque si tú avergonzándote, quieres vendarlas, no te curará el médico. Que sea el médico quien las vende y las cure, porque las cubre con medicamento. Con el vendaje del médico se curan las heridas, con el vendaje del herido se ocultan. ¿A quién las ocultas? A quien conoce todo (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 31, 2, 12).
El no recibir sepultura (v. 11) resalta la dureza del castigo divino, pues se consideraba como la mayor de las desgracias para un hombre.
1R 14, 15 Sobre las aserás, cfr nota a Jc 3, 7.
1R 14, 19-20. La historia de Jeroboam termina con un resumen–conclusión estereotipado similar al que concluía la historia de Salomón (cfr 1R 11, 41-43) y a los que cierran la historia de cada uno de los reyes. El autor sagrado irá señalando como fuentes unas crónicas de los reyes de Israel y otras de los de Judá según el rey del que se trate.
En su conjunto el reinado de Jeroboam se caracteriza por el pecado de idolatría, tanto el que cometió él mismo como el que hizo cometer a Israel. Jeroboam se convertirá en tipo de rey idólatra de modo semejante a como David lo es del rey fiel a Dios.
1R 14, 21-31. El hagiógrafo gusta presentar el reinado de cada uno de los reyes siguiendo un esquema más o menos fijo y señalando los datos más importantes. Entre los datos constantes que incluye en su esquema figuran el tiempo del reinado de cada rey y su conducta moral y religiosa. En el caso de los reyes de Judá figura siempre también el nombre de la madre del rey. Esta mención constante de la madre del rey no sólo sirve para la identificación de éste, sino que deja constancia de la importancia y del honor de la madre en la continuidad de la sucesión dinástica de la casa de David de la que nacerá el Mesías (cfr 2S 7, 14-15). De esta forma el Antiguo Testamento prepara al lector para comprender la relevancia que había de tener la Virgen María, madre del Mesías, Hijo de David.
Del reinado de Roboam sobresale su mala conducta, hasta el punto de introducir la prostitución sagrada (hieródulos), similar a la que se ejercía en santuarios paganos, para conseguir fecundidad. El panorama es desolador pues no sólo el reino del Norte, sino que también Judá y el sucesor de David han abandonado al verdadero Dios.
Tal como aparece en el texto, la subida del faraón y el saqueo del Templo y del palacio dan la impresión de ser un castigo divino. De esta expedición del faraón Sisac (cfr 1R 11, 40) da cuenta una inscripción encontrada en Karnak. El reinado de Roboam se cuenta con más detalle en 2Cro 11, 1-2Cro 12, 16.
1R 14, 23 Las estelas -massebot- eran piedras alargadas hincadas en tierra de modo vertical, consagradas a las divinidades cananeas (cfr Dt 7, 1-6).
1R 15, 1-1R 16, 22. Se narra aquí de forma sincrónica la sucesión de dos reyes de Judá y de cuatro de Israel, anteriores a la dinastía de Omrí. Cubren un periodo de unos treinta años (911-882 a.C.). El autor sagrado da cuenta sobre todo de la valoración moral y religiosa. A los reyes de Judá los compara con David, a los de Israel con Jeroboam.
1R 15, 1-8. El juicio que se emite sobre David en el v. 5 indica que, a pesar de su debilidad y de su pecado, David fue fiel al Señor pues no cayó en la idolatría como los reyes que le sucedieron. Este juicio inspirado sobre David muestra que lo importante es saber reaccionar después de las caídas manteniendo el corazón entero para el Señor. ¡Muy honda es tu caída! -Comienza los cimientos desde ahí abajo.-Sé humilde. -“Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies”. -No despreciará Dios un corazón contrito y humillado (S. Josemaría Escrivá, Camino, 712).
El v. 6 falta en muchos manuscritos. Es una repetición de 1R 14, 30.
1R 15, 9-24. En el v. 10, según el texto hebreo, se lee madre en vez de abuela. Pero, puesto que su nombre coincide con el de la madre de su padre (cfr v. 2), y dada la pobreza del vocabulario hebreo para expresar los parentescos, se propone traducir por abuela en vez de madre (v. 13). De este modo, la madre del rey Abiam -esposa de Roboam- habría seguido teniendo el honor de reina madre cuando comenzó a reinar, siendo muy joven, su nieto Asá. Sin embargo, 2Cro 13, 2, paralelo a 1R 15, 2, presenta otro nombre para la madre de Abiam (Micayá, hija de Uriel de Guibeá), incluso en contra de lo que expone antes el mismo libro de las Crónicas donde la llama Maacá, hija de Absalón (cfr 2Cro 11, 21-22). Por otra parte, en 2Cro 13, 1-2 a Abiam se le llama Abías.
Lo más relevante de la historia de Asá es su buen comportamiento religioso, como David, aunque no pudiese destruir todos los santuarios idolátricos del país. Con el rey Asá vuelve a renacer en Judá la fidelidad al Señor, y se introduce un rayo de esperanza. Sin embargo, la hostilidad entre los dos reinos hermanos va en aumento. Ramá estaba a 7 km. de Jerusalén y Judá corría el riesgo de quedar totalmente aislada. Quizá por eso no se condena la alianza de Asá con el rey de Damasco cuyo poder empieza a despuntar, si bien tal alianza, según el espíritu del Deuteronomio reflejado en 2Cro 16, 7-10, supusiese desconfianza en el Señor.
Asá es el primer rey de Judá descendiente de David que recibe una valoración positiva en su conducta religiosa, a pesar de que permitiese todavía la existencia de lugares altos. Lo mismo sucederá con otros cinco reyes del reino de Judá (Josafat en 1R 22, 43-44; y Joás en 2R 12, 3-4; Amasías en 2R 14, 3-4; Azarías en 2R 15, 3-4 y Jotam en 2R 15, 34-35) antes de llegar a la gran reforma de Ezequías que hace desaparecer todos aquellos lugares de culto idolátrico. La adhesión al Señor por parte de estos reyes es un signo de que la descendencia de David sigue siendo la depositaria de la promesa divina de la que surgiría el Mesías (cfr 2S 7, 14).
1R 15, 25-32. El autor sagrado retoma ahora la historia de los reyes del norte, y expone el fin de la casa de Jeroboam. El segundo año de Asá corresponde al vigésimo segundo del reinado de Jeroboam (cfr 1R 14, 20). En el resumen que aquí se hace del reinado del hijo de Jeroboam, Nadab, destaca cómo, en efecto, se cumplió la profecía de Ajías de Siló (cfr 1R 14, 10-11) y la casa de Jeroboam desapareció por completo debido a su pecado.
1R 15, 33-1R 16, 7. Sorprende que a un reinado tan largo -veinticuatro años- el hagiógrafo le dedique tan escaso espacio. De lo único que le interesa dejar constancia es del mal camino seguido por este rey del norte y de cómo el Señor le anunció por medio de un profeta el final de su dinastía, de forma parecida a como lo hiciera con Jeroboam por medio del profeta Ajías. La ciudad de Tirsá, a unos 10 km. al norte de Siquem, será la capital del reino del Norte hasta la fundación de Samaría (cfr 1R 16, 24). Las hazañas de Basá ya se habían contado en 1R 15, 17-21.27-28, y aunque su actuación con la casa de Jeroboam estaba profetizada (cfr 1R 14, 14), no por ello deja de ser responsable de aquel crimen.
1R 16, 8-14. En el reino del Norte las dinastías se suceden con rapidez, al hilo de golpes de estado impulsados por intereses personales, pero, en el fondo, se deben a la mala conducta de los reyes y al castigo divino anunciado por los profetas. En el caso concreto de la caída de la familia de Basá confluyen la indolencia de su hijo Elá, mientras el ejército está peleando, y el oráculo pronunciado por el Señor. Continuar e incluso incrementar los pecados de idolatría de Jeroboam es una constante en el reino del Norte.
1R 16, 15-20. La brevedad del reinado de Zimrí será recordada de forma proverbial en 2R 9, 31. Para el autor sagrado la causa última del final trágico de este rey será la misma que provoca la ruina de cada uno de los reyes o dinastías de Israel: el hacer el mal a los ojos del Señor (v. 19). Ninguno de estos reyes de Israel -excepto Jeroboam- lo ha sido por designio divino, sino por ambiciones personales (Zimrí), herencia o, ahora, por designación del pueblo (Omrí). Pero incluso en este último caso, puesto que no existía ninguna palabra profética al respecto, se deriva hacia una guerra civil que sólo soluciona las cosas por la fuerza.
1R 16, 23-34. La dinastía de Omrí dio cierta estabilidad política al reino del Norte. Sin embargo, en ningún lugar de la historia de los Reyes se dice que fuese establecida por voluntad divina. Quizá influye en este juicio el mal comportamiento religioso de los reyes que pertenecieron a ella.
1R 16, 23-28. El espacio que en el texto bíblico se dedica a Omrí no responde a la grandeza política y económica de su reinado. Además de fundar Samaría en un lugar estratégico de unión entre Jerusalén y la llanura de Esdrelón y poner allí la capital del reino, Omrí sometió a Moab (cfr 2R 3, 1-27) y estableció alianzas con potencias extranjeras hasta el punto de que en las crónicas asirias de esa época y posteriores a Israel se le llama la casa de Omrí. Pero desde el punto de vista religioso, que es el que le interesa al autor sagrado, Omrí fue uno más de los reyes de Israel que obró el mal ante Dios.
1R 16, 29-34. Ajab tuvo un largo reinado y siguió la política de alianzas con reyes extranjeros iniciada por su padre. Fue un tiempo de esplendor para Israel y para su capital Samaría. Pero eso carece de importancia para el hagiógrafo, que sobre todo ve en Ajab al rey que estuvo a punto de sustituir el culto oficial al Señor Dios de Israel por el culto a Baal, el dios cananeo y fenicio. Jezabel jugó en ello un importante papel como lo habían hecho, si bien a nivel más reducido y personal, las mujeres extranjeras desposadas por Salomón (cfr 1R 11, 1-8) y la abuela de Asá en Judá (cfr 1R 15, 13). Pero Dios velaba por su pueblo y por eso mandará hasta Ajab al profeta Elías, intrépido defensor del culto al verdadero Dios. La lucha del profeta por esa causa durante el reinado de Ajab hará que el autor sagrado prolongue la historia de este reinado hasta 1R 22, 39-40 insertando en ella la actividad de Elías.
1R 17, 1-2R 1, 18. La amplitud que tiene en el texto sagrado el reinado de Ajab no se debe tanto a las hazañas de este rey cuanto a que, en su tiempo, Dios suscitó en Israel unos profetas cuya actividad fue crucial para mantener el conocimiento y el culto del Dios de Israel, en momentos en que se veía seriamente amenazado. Entre estos profetas sobresale Elías. Es probable que las narraciones en torno a Elías se transmitiesen unidas en algún escrito antes de la composición del libro de los Reyes, donde habrían sido insertadas intercalando otras noticias de profetas de la época: de uno anónimo (cap. 20), y de Miqueas, hijo de Yimlá (cap. 22), quienes hablan al rey de parte de Dios en la guerra contra Siria.
1R 17, 1-1R 19, 21. La gran sequía, que aparece como motivo de fondo en los capítulos 17-19, da la impresión de ser un castigo divino por la idolatría del rey expuesta al final del capítulo anterior; pero en realidad se trata de un motivo para mostrar la superioridad del Dios de Israel sobre el dios cananeo Baal. Elías, cuyo nombre significa mi Dios es el Señor es un profeta errante que va, como los patriarcas, de una parte a otra obedeciendo la palabra del Señor.
A través del profeta Elías Dios se da a conocer de una manera nueva. El mismo Dios que se había manifestado como amigo y protector a los patriarcas, y había dado la Ley a Moisés, aparece ahora como Señor de la creación y de la naturaleza. La religión cananea consideraba al dios Baal dueño de las fuerzas naturales: de la lluvia, de las tormentas, de la fecundidad, etc. Mediante el profeta Elías el verdadero Dios se revela distinto, superior y trascendente a esas fuerzas por grandes que sean (cfr 1R 19, 11-13) y a la vez Señor de todas ellas (cfr 1R 17, 1). Elías es el defensor de los derechos de Dios y de los pobres (cfr cap. 21), y en este sentido aparece como modelo de los profetas que vendrán después, los llamados profetas escritores. Elías es el padre de los profetas, de la raza de los que buscan a Dios, los que van tras su rostro (Sal 24, 6) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2582).
1R 17, 1-4. Es posible que en Galaad, región situada en la Transjordania, se conservara la tradición religiosa de Israel con más pureza que en la Samaría dominada por Jezabel. Con la expresión técnica en cuya presencia estoy (v. 1), Elías se presenta como un servidor de Dios, de manera análoga a los cortesanos servidores del rey, y como su representante. El oráculo del profeta, que aparece en el texto de improviso, supone la descalificación radical del culto a Baal, dios de la lluvia, pues sólo el Dios de Israel es dueño de la naturaleza. Además, como el profeta representa a Dios, de su palabra -acorde siempre con la voluntad divina- depende que Dios actúe. Así sucederá también con los testigos de Jesucristo en el Nuevo Testamento; éstos actúan con la fuerza del Señor, y mediante su testimonio fiel pueden salir victoriosos de las contradicciones y oposiciones del mundo, como enseña el apóstol Juan, a propósito de los dos testigos, cuando recuerda este episodio de Elías (cfr Ap 11, 6.12). San Juan Crisóstomo comenta que en tiempos de Elías se abrió y se cerró el cielo, pero ello no sirvió sino para hacer descender o retener la lluvia. En cambio, ahora Dios abre el cielo para hacer subir; y no sólo para hacernos subir a nosotros, sino también -lo que es una maravilla aún mayor- para que llevéis con vosotros a los demás; tan grande es la confianza y el poder que nos da sobre todo lo que es suyo (Homiliae in Matthaeum 12, 4).
1R 17, 5-7. El torrente Querit, de localización incierta, podría ser un barranco afluente por el norte del río Yarmuc. El alimento recibido por el profeta recuerda el que Dios daba a su pueblo en el desierto (cfr Ex 16, 8-12).
San Agustín descubre en este pasaje una alegoría de Cristo y de su Iglesia: El beato Elías es tipo del Salvador y Señor. Así como Elías sufrió la persecución por parte de los judíos, el verdadero Elías, nuestro Señor, fue rechazado y condenado por los mismos judíos. Elías dejó a su gente y Cristo dejó la sinagoga. Elías marchó al desierto y Cristo vino al mundo. Elías era alimentado en el desierto por medio de los cuervos, y Cristo es confortado en el desierto de este mundo por la fe de los gentiles. Aquellos cuervos que servían al beato Elías por orden del Señor eran figura del pueblo de los gentiles. Por eso se dice de la Iglesia de los gentiles: “soy negra pero hermosa, hijas de Jerusalén”. ¿Por qué negra y hermosa? Negra por la naturaleza, hermosa por la gracia. ¿Por qué negra? “Porque fui concebida en iniquidad y en pecado me concibió mi madre”. ¿Por qué hermosa? “Rocíame Señor con el hisopo y quedaré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve…” (Sermones atribuidos a San Agustín, Sermones 40, 1).
1R 17, 8-16. Sarepta estaba situada a 15 km. al sur de Sidón, patria de Jezabel, esposa del rey Ajab (cfr 1R 16, 31). Allí Elías estaba ciertamente fuera de la jurisdicción del rey que le perseguía; pero llama la atención que sea una pobre viuda a punto de morir de hambre la que Dios elige para dar alimento al profeta. Jesucristo presenta este hecho, que sea una viuda extranjera la elegida, como señal de que Dios da sus dones a quien quiere, no a quien se cree con derecho a recibirlos (cfr Lc 4, 25-26).
1R 17, 17-24. La viuda piensa, según la mentalidad de la época, que la muerte de su hijo es un castigo divino por los pecados que ella hubiera cometido y en los que Dios se fija a causa de la presencia de Elías (v. 18). Pero el relato deja claro que todo es providencial para que se reconozca que Elías es profeta del verdadero Dios (v. 24). En la acción de Elías los Santos Padres han visto un tipo de la acción de Cristo: El hijo de aquella viuda yacía muerto, como el hijo de la Iglesia, es decir, el pueblo de los gentiles que estaba muerto por los muchos pecados y crímenes. Elías orando resucitó al hijo de la viuda; Cristo, con su venida, al hijo de la Iglesia, es decir, redime al pueblo cristiano de la cárcel de la muerte. Elías se inclinó en oración y revivió al hijo de la viuda; Cristo se acostó en la pasión y dio vida al pueblo cristiano (Sermones atribuidos a San Agustín, Sermones 40, 4).
1R 17, 20-21. Por primera vez aparece aquí la oración de Elías; una plegaria que se expresa ante Dios con un tono de confianza y que brota al mismo tiempo de la fe. Después de haber aprendido la misericordia en su retirada al torrente de Kerit, Elías enseña a la viuda de Sarepta la fe en la palabra de Dios, fe que confirma con su oración insistente: Dios devuelve la vida al hijo de la viuda (cfr 1R 17, 7-24) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2583).
1R 18, 1-19. El autor sagrado presenta en contraste a Elías, que obedece al mandato divino, y a Ajab, que se esfuerza en encontrar por su cuenta medios de subsistencia pensando sólo en conservar sus bienes. El envío del profeta al encuentro del rey Ajab es tan arriesgado que incluso a un hombre temeroso de Dios como Obadías le parece impensable e irrealizable. Pero el profeta sabe que va de parte de Dios, que es infinitamente más poderoso que el rey. Así lo indica el nombre de Señor de los ejércitos que recuerda el poder de Dios que acompañaba al Arca (cfr 2S 6, 2) y que se convertirá en uno de los epítetos divinos más frecuentes en la tradición judía. La valentía con que Elías afronta su misión es modelo para el cristiano que está en el mundo confiando en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por Él se determina a dejarlo todo (S. Teresa de Jesús, Camino de Perfección 1, 2).
1R 18, 20-40. El Carmelo es una cadena montañosa que comienza junto al puerto de Haifa y desciende unos 30 km. al sudeste. Su altura (casi 600 m.) y su fascinante vegetación lo hacían particularmente apto para ser lugar de culto de la religión local que en ese tiempo adoraba al dios Baal. Allí a través del fuego del sacrificio se manifiesta el verdadero y único Dios. El silencio inicial del pueblo ante la acusación de Elías contrasta con la confesión de fe que todo el pueblo proclama al final del episodio (v. 39). Esa confesión de fe del pueblo aparece aquí como el eco de la fe del profeta, testigo del Dios vivo. El nombre de Elías, “El Señor es mi Dios”, anuncia el grito del pueblo en respuesta a su oración sobre el Monte Carmelo (Catecismo de la Iglesia Católica, 2582).
El fuego que consume el sacrificio es figura del Espíritu Santo. En efecto, mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que “surgió (…) como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha” (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cfr 1R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que “bautizará en el Espíritu Santo y el fuego” (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lc 12, 49). En la forma de lenguas “como de fuego”, el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cfr San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). “No extingáis el Espíritu” (1Ts 5, 19) (Catecismo de la Iglesia Católica, 696).
La comparación entre el fuego del sacrificio de Elías y la acción del Espíritu Santo en el sacrificio eucarístico fue ya notada por los Padres. Pero la tipología se prolonga hacia otros aspectos: En el sacrificio sobre el Monte Carmelo, prueba decisiva para la fe del pueblo de Dios, el fuego del Señor es la respuesta a su súplica de que se consume el holocausto (…) “a la hora de la ofrenda de la tarde”: “¡Respóndeme, Señor, respóndeme!” son las palabras de Elías que repiten exactamente las liturgias orientales en la epíclesis eucarística (Catecismo de la Iglesia Católica, 2583).
El gesto final de Elías de dar muerte a todos los falsos profetas hay que comprenderlo a la luz de su celo por el Señor, y de la mentalidad de aquella época, pues la ley mosaica prescribía tal sentencia para los profetas de las divinidades paganas con el fin de salvaguardar la pureza religiosa del pueblo (cfr Dt 13, 13-19).
1R 18, 41-46. En esta escena vuelve a resaltarse la eficacia de la oración de Elías (v. 42). Ahora viene caracterizada por la seguridad de haber conseguido lo que pide (v. 41) y por la perseverancia (v. 43).
Elías orando en la cima del Carmelo aparece como tipo y figura de nuestro Señor Jesucristo. Elías oró y ofreció el sacrificio, y Cristo se ofreció a sí mismo en sacrificio inmaculado por el mundo universo. Elías oró en el monte Carmelo y Jesucristo en el monte de los olivos. Elías oró para que la lluvia viniese sobre la tierra, y Cristo para que descendiera la gracia divina a los corazones humanos. Lo que dijo Elías a su criado: “sube y mira siete veces”, designaba la gracia septiforme del Espíritu Santo que había de ser dada a la Iglesia. Y cuando aquél dijo que veía una pequeña nubecilla subiendo del mar, figuraba la carne de Cristo, que había de nacer en el mar de este mundo (Sermones atribuidos a San Agustín, Sermones 40, 5).
El monte Carmelo ha sido también foco de espiritualidad cristiana especialmente desde que en el siglo XII, algunos eremitas se retiraron a aquel monte, constituyendo más tarde una orden dedicada a la vida contemplativa, bajo el patrocinio de la Virgen María. Con razón se ha visto en la nubecilla divisada por el criado de Elías una figura de la Santísima Virgen, pues lo mismo que de aquella pequeña nube llovió agua abundante para fecundar la tierra, así de la Virgen María, humilde esclava del Señor, nació Cristo por quien la gracia y la misericordia de Dios se derramaron sobre el orbe entero.
1R 19, 1-8. Elías repite en cierto modo el camino del pueblo elegido al salir de Egipto perseguido por el faraón. El alimento que le da el ángel también ha sido visto en la tradición de la Iglesia como una figura de la Eucaristía ya que los fieles, mientras viven en este mundo, por la gracia de este sacramento disfrutan de suma paz y tranquilidad de conciencia; reanimados después con su virtud suben a la gloria y bienaventuranza eterna, a la manera de Elías, quien, fortalecido con el pan cocido debajo de la ceniza, anduvo (cuarenta días y cuarenta noches) hasta llegar al Horeb, monte de Dios, cuando se le acercó el tiempo de salir de esta vida (Catecismo Romano 2, 4, 54).
1R 19, 5 A lo largo de la historia narrada en la Biblia ya han ido apareciendo los ángeles en muchas ocasiones: para proteger a algunas personas (a Lot en Gn 19; a Agar e Ismael en Gn 21, 17-19; etc.), para guiar al pueblo por el desierto (cfr Ex 23, 20-23), o para comunicar los designios divinos (cfr Jc 6, 11-24; Jc 13, 1-25). Ahora el ángel del Señor se hace presente para asistir al profeta.
1R 19, 9-14. Volviendo a andar el camino del desierto hacia el lugar donde el Dios vivo y verdadero se reveló a su pueblo, Elías se recoge como Moisés “en la hendidura de la roca” hasta que “pasa” la presencia misteriosa de Dios (cfr 1R 19, 1-14; Ex 33, 19-23). Pero solamente en el monte de la Transfiguración se dará a conocer Aquél cuyo Rostro buscan (cfr Lc 9, 30-35): el conocimiento de la Gloria de Dios está en el rostro de Cristo crucificado y resucitado (cfr 2Co 4, 6) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2583).
Es llamativo el contraste entre los elementos espectaculares de la naturaleza en los que no está Dios, y el suave susurro de una voz, como una brisa en la que el profeta reconoce la presencia del Dios vivo (vv. 11-13). De este modo -comenta San Ireneo- el profeta, que estaba profundamente abatido por la transgresión del pueblo y por la matanza de los profetas, aprendía a obrar con moderación, y así se significaba además la venida del Señor como hombre; venida que, después de la ley dada por Moisés, sería suave y dulce y en la que ni partió la caña cascada ni apagó el leño humeante. Se significaba también el descanso dulce y en paz de su reino. En efecto, tras el viento que conmueve los montes, tras el terremoto y tras el fuego, vendrán los tiempos tranquilos y pacíficos de su reino, en los cuales el Espíritu de Dios reanimará y hará crecer al hombre con suavidad (Adversus haereses 4, 20, 10).
1R 19, 15-18. Es importante notar que aquí aparece la unción del profeta (v. 16) al mismo nivel que la de los reyes y que ya se habla de un resto de Israel (cfr Is 4, 3).
1R 19, 19-21. La respuesta de Eliseo a la llamada de Elías es ejemplar: deja todo y se pone al servicio del profeta. Así será también la respuesta de los Apóstoles a Jesús (cfr Mt 4, 20.22; etc.) y así habrá de ser la respuesta a la vocación cuando el Señor llama a una misión que exige dejarlo todo. Pero la llamada de Jesús es aún más apremiante que la de Elías, tal como se pone de relieve en el pasaje evangélico en el que Jesús, a uno que le dice: Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa, el Señor le responde: Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios (Lc 9, 61-62). Y es que obedecer a la llamada supone radicalidad en la entrega: Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas. Porque -dice el Papa San Gregorio- el demonio nada tiene propio en este mundo, y desnudo acude a la contienda. Si vas vestido a luchar con él, pronto caerás en tierra: porque tendrá de donde cogerte (S. Josemaría Escrivá, Camino, 149).
El nombre de Eliseo significa Mi Dios salva y da razón de la figura y actividad de este profeta, de modo semejante a como el nombre de Elías encerraba la esencia de su mensaje: Mi Dios es El Señor.
1R 20, 1-21. Se trata ahora de Ben-Hadad II, sucesor de Ben-Hadad I que aparece en 1R 15, 18. Las pretensiones del rey de Siria no quedaban ya en que Ajab reconociese su superioridad y le pagase tributo, sino que llegaban a querer adueñarse de hecho de la ciudad de Samaría. Aunque Ajab no busca la ayuda de Dios, sin embargo le es enviado un profeta que le predice la victoria. La aparición de este profeta anónimo significa en el conjunto de la historia que si Ajab venció en las guerras contra Siria fue porque ésta era la voluntad de Dios en favor de su pueblo.
1R 20, 22-25. Vuelve a ponerse de relieve la superioridad del Dios de Israel sobre las divinidades de los otros pueblos. Los siervos del rey de Siria piensan, según la mentalidad del tiempo, que el poder de una divinidad se extendía sobre el territorio en el que se veneraba. Por eso cambian de estrategia. Pero el autor sagrado, al introducir este detalle, conociendo la victoria de Israel que tendrá lugar a continuación, ya está en cierto modo ridiculizando tal opinión. El verdadero Dios lo es de las montañas y también de los valles (cfr 1R 20, 28). Él protege a su pueblo en todo lugar y circunstancias.
1R 20, 26-43. Afec estaba situada a unos 8 km. al este del lago de Genesaret, y la batalla pudo haberse producido en el valle del Jordán, cerca de la desembocadura del río Yarmuc. Tras la victoria, Ajab respeta la vida de Ben-Hadad y hace un tratado con él, quizá porque le interesaba tenerle como muro de contención frente al poder de Asiria que comenzaba a manifestarse.
La actitud de Ajab hacia Ben-Hadad es denunciada por los círculos proféticos, porque Ajab decide y obra por su cuenta sin consultar a Dios: suelta al prisionero cuando éste propiamente no le pertenecía a él sino al Señor que lo había entregado en sus manos. Por eso Ajab, siguiendo la antigua ley del anatema (cfr Lv 27, 28), debería haberle dado muerte.
Los llamados hijos de los profetas (v. 35) eran miembros de ciertas asociaciones que practicaban ritos religiosos de carácter extático. Es posible que en algunos casos aquellos grupos estuvieran liderados por profetas en sentido estricto como Samuel, Elías o Eliseo. El recurso profético empleado para que Ajab hable recuerda el que utilizó Natán con David (cfr 2S 12, 1-4), ordenado a que el rey pronuncie su propia sentencia.
1R 21, 1-28. En realidad este capítulo podría ir -y así aparece en la versión griega de los Setenta- antes que el anterior, ya que continúa narrando la actividad de Elías. Sin embargo el orden del texto hebreo parece reflejar mejor el sucederse de los acontecimientos en la vida de Ajab. Yizreel sería la segunda residencia de Ajab ya mencionada en 1R 18, 45.
La denuncia de los atropellos a los débiles será uno de los cometidos de los profetas (cfr Is 5, 8-24; Am 2, 6-16; etc.), como lo será también de la Iglesia en el cumplimiento de su función profética: El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral. Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas (Catecismo de la Iglesia Católica, 1930).
1R 21, 1-4. La negativa de Nabot ante la propuesta razonable del rey se explica por la significación que para un israelita tenía la heredad de sus padres, que, según la Ley, no se debía enajenar (cfr Lv 25, 23; Nm 36, 7). Además ahí reposaban generalmente los restos de sus antepasados (cfr 1S 25, 1).
1R 21, 5-16. Se proclamaban ayunos públicos cuando el pueblo se veía amenazado por alguna desgracia, pues se pensaba que ésta se debía a algún pecado cometido por el pueblo (cfr 1S 7, 6). Entonces debía descubrirse al transgresor (cfr 1S 14, 24-45). Jezabel tiene cuidado de que al cometer su crimen se cumplan los requisitos de la ley: que el delito sea de muerte (cfr Ex 22, 27-28), que haya dos testigos (cfr Dt 17, 6), y que se ejecute a Nabot por lapidación (cfr Lv 24, 14-16). A Ajab no parece importarle la forma en que ha muerto Nabot. Una vez más actúa obcecado por su propio interés, despreocupándose de la justicia y del derecho.
Hijos de Belial significa aquí malvados o hijos de la iniquidad (cfr 1S 10, 27). Más tarde el nombre Belial se empleará para designar al príncipe de los demonios, Satanás (cfr 2Co 6, 15).
1R 21, 17-24. Elías, que había defendido la fe en el verdadero Dios frente a los cultos idolátricos, defiende ahora los derechos del hombre en nombre del mismo Dios. Actúa de manera parecida a como lo hiciera Natán con David cuando también éste había mandado asesinar llevado por su concupiscencia (cfr 2S 12). Ajab, con su desinterés por la justicia, se había hecho culpable del crimen, lo mismo que Jezabel. El primer castigo que le anuncia el profeta refleja la ley del talión (v. 19; Ex 21, 23-25) y lo encontramos cumplido en 1R 22, 38. Pero en seguida se amplía la perspectiva y se le anuncia la desaparición trágica de la dinastía como consecuencia de su conducta (vv. 21-22). En cuanto a Jezabel, se le anuncia un castigo que refleja su condición de extranjera y malvada en extremo; lo veremos cumplido en 2R 9, 30-37.
1R 21, 25-28. A pesar de su conducta reprobable, que el autor sagrado resume aquí interrumpiendo la narración (vv. 25-26), Ajab tiene un gesto de conversión que es reconocido y valorado por Dios. El Señor siempre aprecia la penitencia y recompensa por ella: a Ajab le concede todavía un sucesor (v. 28).
La figura de Ajab, un rey triste y humillado, contrasta con la de Nabot, un pobre avasallado pero feliz. Así los contempla San Ambrosio de Milán que comentó específicamente este pasaje en una obra titulada Sobre Nabot. El mismo santo comenta en otro lugar: Nabot era feliz, incluso cuando era lapidado por el rico porque, aunque pobre y débil frente a la prepotencia del rey, era tan rico en sus sentimientos y en su religiosidad que no aceptó el dinero del rey a cambio de la viña heredada de sus padres, y por eso mismo se comportaba con perfección, porque a costa de su vida defendía los derechos de sus padres. En cambio Ajab era un mísero, incluso a su propio juicio, porque había hecho matar a un pobre para adueñarse de su viña (De officiis, 2, 5.17). También puede verse en Nabot una figura de Cristo, en cuanto que éste fue crucificado tras aducir contra él falsos testimonios, siendo él, el Hijo de Dios, dueño de la viña, es decir, Israel (cfr Mt 21, 23).
1R 22, 1-54. Habían pasado tres años sin guerra pero, a pesar del tratado aludido en 1R 20, 34, los sirios no habían devuelto a Israel Ramot-Galaad, ciudad situada junto al río Yarmuc en Transjordania y que había sido propiedad israelita desde los tiempos de Josué (cfr Jos 20, 8; 1R 4, 13). Ahora Ajab decide apoderarse de ella por la fuerza con ayuda del rey de Judá con el que había emparentado (cfr 2R 8, 18) y con el que estaba en paz. El interés del pasaje no está centrado tanto en el hecho militar, que fue un fracaso, cuanto en mostrar cómo el Señor guía los acontecimientos de modo que se cumple la palabra que Él pronuncia mediante los verdaderos profetas.
1R 22, 1-12. El que la iniciativa de consultar al Señor parta de Josafat, rey de Judá, está indicando ya la recta conducta religiosa de este rey (cfr 1R 22, 43) frente a la despreocupación de Ajab, rey de Israel, que planea la empresa sin contar para nada con Dios.
La actitud y la conducta del rey Ajab en este episodio no deja de recordar a aquellas personas que actúan de hecho guiadas por un ateísmo práctico, y sobre las que el Concilio Vaticano II decía: Sin duda, aquellos que voluntariamente se esfuerzan por alejar a Dios de su corazón y evitar las cuestiones religiosas, sin seguir el dictamen de su conciencia, no carecen de culpa (Gaudium et spes, 19).
1R 22, 13-28. Este profeta Miqueas, distinto del Miqueas del libro sagrado del mismo nombre que vivió unos ciento cincuenta años después, se diferencia de los profetas de la corte de Ajab por su misma forma de vida, lejos del rey.
La visión que narra Miqueas (vv. 19-23) tiene como objeto dar al rey una explicación de por qué los profetas de su entorno le aconsejan ir a la guerra: aunque de manera inconsciente tales profetas son también instrumentos de Dios que ya tiene decretada la perdición de Ajab. El lenguaje antropomórfico del profeta expresa que, en realidad, todo responde al designio divino, incluido el hecho de que haya quienes se dejen guiar consciente o inconscientemente por el espíritu de la mentira y, en concreto, el hecho de que el rey se deje engañar voluntariamente por aquellos falsos profetas.
Miqueas, solo ante la multitud de los cuatrocientos profetas, sufre la humillación e incluso la violencia como les sucederá tantas veces a los verdaderos profetas que son figura de nuestro Señor Jesucristo, que también sufrió toda clase de vejaciones en su pasión (cfr Jn 18, 22). El profeta entonces únicamente apela a la voluntad del Señor, es decir, al desarrollo de los acontecimientos en los que ésta se manifestará realmente. El cumplimiento de tales anuncios es, en definitiva, la garantía de la verdad de las palabras del profeta y de la autoridad de éste (cfr Dt 18, 21-22).
1R 22, 29-40. Al narrar la muerte de Ajab el autor sagrado deja constancia de su pericia en la batalla y de su valor militar (v. 35), pero por encima de eso quiere resaltar que se cumplen las palabras pronunciadas por los profetas del Señor, tanto por Miqueas como por Elías. El detalle de las prostitutas en el v. 38 no estaba predicho en la profecía de Elías de 21, 19. Quizá procede de otra fuente, pero en cualquier caso resalta el infortunio del rey por su pecado de idolatría y de asesinato. Josafat, en cambio, sale ileso del combate porque, según 2Cro 18, 31, al gritar, el Señor vino en su auxilio alejando de él a sus enemigos.
1R 22, 41-51. Josafat fue un buen rey de Judá, que mantuvo la paz con Israel y proyectó diversas empresas militares y marítimas aunque no le acompañó el éxito. Sin embargo, el hagiógrafo todavía juzga su mandato como insuficiente desde el punto de vista religioso (cfr v. 44), porque, al narrar la historia de este rey, está pensando en la reforma mucho más profunda que llevará a cabo más tarde el rey Josías. El libro de las Crónicas, en cambio, describe con detalle la reorganización del culto y de la justicia que Josafat emprendió (cfr 2Cro 19, 1-2Cro 20, 37).
1R 22, 52-54. Como todos los reyes de Israel, el hijo de Ajab siguió el camino de la idolatría. Aquí se hace notar la influencia de la madre Jezabel (v. 53). Con la presentación en paralelismo de los reyes de Judá y de Israel y la distinta valoración religiosa de unos y otros, la narración bíblica va mostrando cómo se desarrolla la historia de la salvación entre luces y sombras. En el reino de Judá continúa existiendo un foco de verdadera religión, a pesar de la apostasía de Israel con el que está en estrecho contacto.
2R 1, 1-18. De nuevo el relato bíblico se fija en el profeta Elías cuya actividad había quedado interrumpida en 1R 21, 29. La situación de debilidad militar de Israel tras la derrota de Ajab en Ramot-Galaad queda reflejada en el v. 1 que anticipa lo que se narrará en 2R 3, 4-27. Sobre la anexión de Moab a Israel cfr nota a 1R 16, 23-28.
2R 1, 1-4. Baal Zebub o baal (señor) de las moscas es un nombre despectivo dado aquí al dios filisteo. El nombre según inscripciones encontradas en Ugarit, sería Baal Zebul o baal, el príncipe. En el Nuevo Testamento se aplica este nombre al diablo y se le da el significado de príncipe de los demonios (cfr Mt 10, 25).
El texto muestra un contraste entre los mensajeros enviados por el rey (v. 2) y aquellos de los que se sirve Dios, el ángel (mensajero) y Elías. Por eso ahora la misión le es revelada a Elías, como en 1R 19, 5-6, mediante un ángel y no directamente a través de la palabra del Señor como es lo más frecuente. Elías sigue siendo el representante del Dios de Israel enviado para defender los derechos del verdadero Dios frente a la pretensión del rey de acudir a un dios extranjero.
2R 1, 5-15. La forma de vestir del profeta (v. 8) por la que se le reconoce será imitada por Juan Bautista (cfr Mt 3, 4), y parece contrastar con la que emplean el rey y sus cortesanos. Esa sencillez del vestido de algunos profetas es signo de denuncia del lujo y del materialismo al que lleva la idolatría o falta de religión. Así lo denunciará también el Bautista (cfr Mt 11, 7-8; Lc 7, 24-25).
Los mensajeros del rey enviados a Baal Zebub le traen un oráculo del verdadero Dios; y los enviados más tarde para obligar al profeta -obsérvese el elevado número de soldados- a bajar del monte, al parecer, el Carmelo, no pueden cumplir su encargo. Elías baja cuando se lo dice el Señor (cfr v. 15). Ellos ordenan bajar del monte al hombre de Dios -expresión que en boca de los enviados está llena de ironía- y lo que baja es fuego del cielo. Este episodio es el que parece estar latente en la celosa intervención de Santiago y Juan ante la falta de acogida que le dispensó a Jesús un pueblo de samaritanos (cfr Lc 9, 54-55).
La actitud humilde del último jefe militar enviado, que no ordena sino que suplica al profeta (v. 13), hace que su misión tenga éxito: Cuando un hombre se humilla por sus defectos, entonces fácilmente aplaca a los otros y sin dificultad satisface a los que lo odian. Dios defiende y libra al humilde; al humilde ama y consuela; al hombre humilde se inclina, al humilde concede gracia, y después de su abatimiento lo levanta a gran honra (Tomás de Kempis, Imitación de Cristo 2, 2).
2R 1, 16-18. El empeño del rey por detener al profeta se debía a que de esa forma le obligaría a retractarse o le mataría, de manera que, según la mentalidad de la época, dejaría de cumplirse el oráculo y quedaría sin efecto. Pero lo que el rey consigue es precisamente lo contrario: se ratifica el oráculo (cfr v. 16) y después se cumple (cfr v. 17). Interpretando el texto hebreo, las versiones latinas traen reinó en su lugar su hermano Joram.
2R 2, 1-2R 13, 25. Terminada la sección dedicada a los reyes en tiempos de Elías (cfr 1R 17, 1 - 2R 1, 18), el relato bíblico se centra ahora en la figura de Eliseo. Se narra primero cómo sucede a Elías (cap. 2), y después su actividad milagrosa y profética, hasta su muerte (cap. 13). La narración de su muerte, ocurrida a comienzos del s. VIII a.C., parece cerrar un periodo de la historia de Israel marcado por la presencia sucesiva de estos dos grandes profetas, Elías y Eliseo.
La actividad de Eliseo se distingue de la de Elías en muchos sentidos: en primer lugar, los milagros de Eliseo están orientados a solucionar dificultades y problemas de sus contemporáneos, mientras que Elías buscaba subrayar con ellos la soberanía del único Dios; en segundo lugar, Eliseo interviene mucho más que Elías en los asuntos políticos y está más cerca de los reyes que su predecesor; finalmente, Eliseo tiene mayor relación con los grupos de profetas que Elías. Eliseo, en resumen, es un profeta más cercano al pueblo, reflejando el lado amable de Dios con los suyos.
2R 2, 1-25. Eliseo se convierte en heredero del espíritu de su maestro porque ve cómo éste es arrebatado al cielo (vv. 9-12). Por los signos que Eliseo realiza a continuación es reconocido como el sucesor de Elías: primero por el resto de los profetas, que comprueban que Elías ya no está en este mundo (vv. 13-18), y después por todo el pueblo ante el que Eliseo hace prodigios extraordinarios (vv. 19-25).
2R 2, 1-12. Estamos ante uno de los episodios más misteriosos, y a la vez más populares, narrados en el Antiguo Testamento: el traslado de Elías al cielo en medio de un torbellino de nubes y viento, semejante a una tempestad. Dios quiere dar a conocer el destino reservado al profeta Elías a causa de su fidelidad, semejante al que reservó a Henoc por haber andado con Dios (cfr Gn 5, 21-24).
Al poner por escrito esta vieja tradición acerca de Elías, el autor sagrado resalta ciertos aspectos sobre la relación de Elías con los grupos proféticos y especialmente con Eliseo al que ya Elías había designado como su sucesor (cfr 1R 19, 19-21), y que le acompaña constantemente. La petición de Eliseo de recibir dos tercios del espíritu de Elías recuerda la herencia de los primogénitos en Israel que recibían doble parte de los bienes de la casa paterna (cfr Dt 21, 17). La condición que Elías pone a Eliseo para recibir esa parte de su espíritu indica que los dones divinos sólo pueden ser transmitidos a quienes están en condiciones de recibirlos (cfr vv. 10-12).
La función del carro y de los caballos de fuego es separar a Eliseo de Elías mientras éste es arrebatado por el torbellino. Al cabo de los años el libro de Ben Sirac (Eclesiástico) los interpreta como señal de que Dios lo llevó al cielo (cfr Si 48, 9). Los carros de fuego son también símbolo de la presencia y de la gloria de Dios, como en Sal 18, 11-13; Sal 68, 18; etc. El dato de que Elías no hubiera muerto es el fundamento para asignarle una función en el futuro, en la restauración mesiánica de las doce tribus (cfr Si 48, 10) y antes de la llegada del día del Señor (cfr Ml 3, 23). Así se contempla también la figura de Elías en el Nuevo Testamento donde es identificado con Juan Bautista, precursor de Jesucristo (cfr Mt 11, 14; Mt 17, 10-12), dando a entender que el Bautista actúa movido por el mismo espíritu que actuó en Elías.
El último hecho prodigioso realizado por Elías en las aguas del Jordán (cfr v. 8) le asemeja, una vez más, a Moisés (cfr Ex 14, 16-21 y notas a 1R 19, 1-18). Incluso el lugar en el que Elías es arrebatado al cielo coincide en cierto modo con aquel en el que murió Moisés (cfr Dt 34, 4-6) antes de entrar en la tierra prometida. Estas semejanzas entre Moisés y Elías hacen de ellos dos personajes de algún modo paralelos: Moisés representa la Ley que Dios dio a Israel por su mediación; Elías, el espíritu profético que Dios manifestó a través de la vida del profeta y su traslado al cielo. Será por tanto comprensible que cuando nuestro Señor Jesucristo quiere mostrar su gloria ante los discípulos transfigurándose en el monte Tabor aparezca junto a Moisés y Elías porque en Él culminan y se cumplen la Ley y los Profetas (cfr Mt 17, 3 y par.).
2R 2, 13-18. El manto es el símbolo de la autoridad de aquel a quien pertenece y, en este caso, de la posesión del espíritu profético (cfr 1R 19, 19-21). Con él Eliseo repite el prodigio sobre las aguas que antes había realizado Elías; pero ahora para pasar en dirección a la tierra de Israel como hiciera antiguamente el pueblo bajo las órdenes de Josué (cfr Jos 3, 14-17).
Al ver el prodigio realizado por Eliseo, los profetas le reconocen como el auténtico sucesor de Elías (v. 15); pero quieren comprobar que no se trata de un traslado a otro lugar de la tierra, según se pensaba a nivel popular que le había sucedido a Elías (cfr 1R 18, 12).
2R 2, 19-25. En Jericó, con aquel prodigio, Dios muestra su favor a quienes apoyan al profeta; un prodigio que recuerda al realizado por Moisés en el desierto en favor del pueblo volviendo dulces las aguas amargas (cfr Ex 15, 25). En Betel, en cambio (vv. 23-24), centro cultual de los reyes del norte (cfr 1R 12, 29), adonde el profeta se dirige a continuación, se muestra el castigo que reciben quienes se burlan de los enviados de Dios. Si pensamos que el llevar rapada la cabeza podría ser un signo de carácter religioso (cfr Is 15, 2), la burla de los niños de Betel no se dirigía tanto al aspecto físico de Eliseo cuanto a su condición profética. Esto hacía aquella burla particularmente grave.
2R 3, 1-27. El texto bíblico se centra ahora de nuevo en la historia de los reyes dando así el punto de referencia histórico sobre la actividad del profeta Eliseo. La escena tiene gran semejanza con la narrada en cap. 1R 22 donde se contaba la unión de los reyes de Israel y de Judá en la guerra contra Siria. El punto central del relato es mostrar cómo se cumplen las profecías de Eliseo. El mismo acontecimiento militar que aquí se narra aparece en una estela moabita dedicada al rey Mesá, si bien en ésta se ven las cosas de otra forma: fue la ira de su dios Camós la que se desató contra su pueblo, por lo que el rey Mesá ofreció en sacrificio a su hijo (cfr 2R 3, 27).
2R 3, 1-12. De nuevo se ponen de manifiesto las actitudes diferentes del rey de Israel, en este caso Joram, y del rey de Judá (Josafat). Aquél, ante la adversidad de la falta de agua, se lamenta y desespera; el rey de Judá, en cambio, recurre a consultar la palabra del Señor y reconoce a Eliseo como verdadero profeta. El episodio es así un ejemplo para que no nos rindamos ante las contrariedades y acudamos a Dios que, por nuestra oración, es capaz hasta de cambiar sus designios: En el pasado, la oración alejaba las plagas, desvanecía los ejércitos de los enemigos, hacía cesar la lluvia. Ahora, la verdadera oración aleja la ira de Dios, implora a favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. ¿Y qué tiene de sorprendente que pueda hacer bajar del cielo el agua del bautismo, si pudo también impetrar las lenguas de fuego? Solamente la oración vence a Dios; pero Cristo la quiso incapaz del mal y todopoderosa para el bien (Tertuliano, De oratione 29).
2R 3, 13-19. Al recordar la profecía de Eliseo se pone de nuevo de relieve la aversión del profeta sucesor de Elías -y también la del autor sagrado- hacia los reyes de Israel, que siguen inmersos en la idolatría, y la mirada favorable hacia los reyes de Judá (cfr vv. 13-15). Eliseo entra en trance sirviéndose de la música como aquellos antiguos profetas mencionados en 1S 10, 5. Pero quien habla por medio de él es el Señor, Dios de Israel, y su palabra se cumple.
2R 3, 20-27. El error de los moabitas confundiendo las aguas con sangre parece indicar que lo que se produjo fue una inundación imprevista en el campamento de los israelitas, quizá motivada por lluvias torrenciales caídas en otros lugares (cfr v. 17). De esta forma el mismo fenómeno sirve para remediar la necesidad de agua del ejército de Israel, y para darle la victoria sobre el enemigo. Se cumple admirablemente la profecía de Eliseo.
El v. 27 recuerda como costumbre abominable e impía de los moabitas el sacrificio de niños a la divinidad. En el texto no queda claro si los israelitas se retiraron al ver tal acción, como señal de repulsa; o si más bien se desató la ira contra los israelitas en cuanto que se produjo un feroz contraataque de los moabitas exaltados por aquel sacrificio.
2R 4, 1-2R 8, 15. Comienza ahora la narración de una serie de milagros realizados por Eliseo. Todos ellos tienen en común mostrar el socorro que el Dios de Israel otorga por medio del profeta a los atribulados. A continuación el texto sagrado dará cuenta de ciertas profecías de Eliseo y de su exacto cumplimiento. Tanto los milagros como las profecías traspasan el ámbito de Israel y de los israelitas, mostrando así que el Dios de Israel, que actúa mediante Eliseo, es el único y verdadero Dios, Señor de todos los pueblos. Algunos de los milagros de Eliseo recuerdan a los de Elías, pero tienen ciertos matices -gratuidad, compasión y universalismo- que los hacen más parecidos a los que realizará nuestro Señor Jesucristo. Eliseo puede ser así considerado como figura de Jesucristo por haber tenido un precursor (Elías) y por los prodigios que realizó.
2R 4, 1-7. Este milagro de Eliseo tiene cierto paralelismo con el de Elías narrado en 1R 17, 12-16. Ahora sin embargo no viene introducido por la necesidad que tiene el profeta, sino que refleja sobre todo la misericordia de Dios para los que le temen (v. 1). La amenaza de esclavitud para los hijos de aquella viuda responde a una antigua legislación de Israel (cfr Lv 25, 39-41) que continuará hasta después del destierro (cfr Ne 5, 5).
2R 4, 8-37. Eliseo aparece ahora como un profeta itinerante que sólo va acompañado por su criado y que tiene su punto de referencia en el Carmelo: son rasgos que le asemejan a Elías. La historia que recoge aquí el texto sagrado muestra, en primer lugar, cómo Dios bendice con el don de la maternidad, por la intervención del profeta, a aquella mujer sin hijos (vv. 11-17); y, en segundo lugar, cómo el profeta tiene poderes extraordinarios para resucitar al niño muerto (vv. 18-37).
Desde el punto de vista literario se trata de un relato bien construido en el que los detalles que se introducen contribuyen a intensificar su tensión dramática. Los sentimientos de la mujer, que primero recibe el don del hijo sin haberlo pedido, y que después no se resigna a perderlo, constituyen el hilo conductor que da emoción a la historia. San Juan Crisóstomo cita este pasaje para mostrar que el verdadero amor lleva a preocuparse también del bienestar material de los demás: Así Eliseo no sólo ayudaba espiritualmente a la mujer que lo había acogido sino que intentaba recompensarla desde un punto de vista material (S. Juan Crisóstomo, De laudibus Sancti Pauli Apostoli 3, 7).
La primera parte de este relato sobre Eliseo pone de relieve la recompensa que recibe quien acoge a un profeta por ser profeta; es un preludio de la recompensa que Jesucristo anuncia que merecerá quien reciba a un apóstol por ser apóstol (cfr Mt 10, 13-14).
De este pasaje se deduce ante todo, como de 1R 17, 20, el poder de la oración del profeta y de toda oración a Dios hecha con fe. Pero también aprendemos aquí que cuando Dios concede un don, por sorprendente o inesperado que sea -como el hijo a aquella mujer- da también la gracia para conservarlo y hacerlo fructificar. El Señor no nos deja abandonados después de habernos otorgado beneficios tales como las propias capacidades personales o la vocación misma, aunque no lo hubiéramos pedido antes.
La ida de Eliseo hasta donde está el niño muerto y su actuación sobre él es comparada por el mismo San Agustín y por otros Santos Padres con la Encarnación de Cristo y con su obra redentora: Vino Eliseo y subió a la habitación, como había de venir Cristo y subir al patíbulo de la cruz. Eliseo se inclinó para resucitar al niño, Cristo se humilló a sí mismo para levantar al mundo que yacía en el pecado. Eliseo puso los ojos sobre los ojos, las manos sobre las manos. Ved, hermanos, cómo se contrajo aquel hombre adulto, para acomodarse al niño muerto. Cuanto Eliseo prefiguró en el niño, lo cumplió Cristo con todo el género humano. Escucha al apóstol: “Se humilló a sí mismo para hacerse obediente hasta la muerte”. Porque éramos niños se hizo niño; porque yacíamos muertos, ante todo, el médico se inclinó, pues nadie puede levantar al hermano postrado si no se inclina sobre él. Que el niño estornudase siete veces, significa la gracia septiforme del Espíritu Santo que se da al género humano, para que resucite, en la venida de Cristo (Sermones atribuidos a San Agustín, Sermones 42, 8).
2R 4, 38-41. Eliseo vuelve a Guilgal, ciudad situada al parecer a 2 km. al noroeste de Jericó, en la región de la que había partido al comenzar su actividad tras haber sido Elías arrebatado al cielo, y donde había grupos proféticos (cfr 2R 2, 7). El episodio que ahora se recuerda resalta las dotes especiales de Eliseo y su cuidado por sus hermanos los profetas.
2R 4, 42-44. Baal-Salisá estaba situada a unos 25 km. al oeste de Guilgal. Puesto que el pan de las primicias estaba destinado a Dios (cfr Lv 23, 17-18) aquel hombre se lo ofrece a Eliseo como profeta del Señor; pero éste, dada la carestía existente, quiere compartirlo. Es probable que esos cien hombres pertenecieran a los círculos proféticos con los que vivía Eliseo. Eliseo da la orden de repartir el pan, a la vez que pronuncia el oráculo que ha recibido de Dios (v. 43), y el prodigio se realiza. También Jesucristo obrará el milagro de multiplicar los panes, y lo hará asimismo tras la objeción de los Apóstoles parecida a la que leemos en el v. 43 (cfr Mt 14, 20; Mt 15, 37 y par.). Pero Jesús realiza el milagro por propia iniciativa y alimenta a muchísimas más personas.
2R 5, 1-27. La manifestación del verdadero Dios a través del profeta Eliseo no sólo alcanza a los israelitas, sino también a los extranjeros y, en concreto, a un hombre de Siria, nación con la que Israel estaba en permanente conflicto (cfr 1R 20; 1R 22, 1-54; 2R 6, 8-23). Nuestro Señor Jesucristo citará esta curación, junto con el milagro de Elías en favor de la viuda de Sarepta (cfr 1R 17, 17-24), cuando fue rechazado por sus paisanos de Nazaret para hacerles ver el carácter universal de su misión, y que si ellos no querían escuchar su palabra, Dios atraería a otros pueblos.
2R 5, 1-8. El rey de Siria sería Ben-Hadad II, y Joram, el rey de Israel. Ya desde el comienzo del relato se hace notar que es el Dios único, el Señor, quien guía los acontecimientos incluso fuera de Israel (v. 1). Igualmente se muestra que también se deben al Señor las circunstancias que concurren para que Naamán tenga noticias del profeta. La reacción del rey de Israel es explicable ya que por todos es reconocido que sólo Dios es señor de la vida y de la muerte, el que da la salud y la enfermedad (cfr Dt 32, 39; Jb 5, 18).
2R 5, 9-14. La escena de la llegada del dignatario sirio a casa de Eliseo está llena de significado. Antes de alcanzar la curación de su cuerpo, Naamán ha de aprender la obediencia a la palabra del profeta. A la pomposidad con que llega Naamán se contrapone la mera palabra del criado de Eliseo; y a la esperada actuación solemne de carácter mágico, la orden de realizar unos simples baños de purificación en el Jordán. Naamán ha de entender que el profeta del Señor no es un mago ni un curandero, sino que es Dios quien le limpia al obedecer su palabra.
La curación se debe a Dios, como reconocerá Naamán, y no a una cualidad especial de aquellas aguas. Pero se requiere la obediencia probada, que en la historia de Naamán queda reflejada en la realización de siete inmersiones. Una orden similar a la de Eliseo y una obediencia semejante a la de Naamán aparecen en la curación que realiza Jesús de un ciego de nacimiento (cfr Jn 9, 6-7). Con razón se ha visto en aquellos episodios una prefiguración del bautismo, sacramento en el que a través del agua y de la obediencia a la palabra de Cristo, el hombre queda limpio de la lepra del pecado y se le otorga el don de la fe: El paso del mar Rojo por los hebreos era ya una figura del santo bautismo, ya que en él murieron los egipcios y escaparon los hebreos. Esto mismo nos enseña cada día este sacramento, a saber, que en él queda sumergido el pecado y destruido el error, y en cambio la piedad y la inocencia lo atraviesan indemnes. (…) Finalmente, aprende lo que te enseña una lectura del libro de los Reyes. Naamán era sirio y estaba leproso, sin que nadie pudiera curarlo (…), se bañó, y, al verse curado, entendió al momento que lo que purifica no es el agua sino el don de Dios. Él dudó antes de ser curado; pero tú, que ya estás curado, no debes dudar (S. Ambrosio, De mysteriis 12, 19).
2R 5, 15-19. La confesión de fe de Naamán (v. 15) es el punto culminante de este relato, el verdadero milagro. En el contexto de la historia de los reyes de Israel se contrapone a la idolatría de estos reyes, constantemente denunciada en el texto sagrado. Se convierte así en ejemplo para todos los israelitas. El hecho de llevarse tierra de Israel responde a la mentalidad de que una divinidad sólo puede ser adorada en la tierra en que se ha manifestado, y a la convicción de que la tierra donde se practica un culto idolátrico queda profanada (cfr Am 7, 17).
La acción de gracias de Naamán (vv. 15-17) evoca aquel pasaje del evangelio (cfr Lc 17, 11-19) en el que Jesús cura a diez leprosos, pero sólo uno, un extranjero, vuelve a dar gracias. Con razón se queja Jesús (cfr Lc 4, 20-27) de la falta de la delicadeza de los hombres que nos atrevemos a considerar los dones de Dios como algo merecido.
2R 5, 20-27. Este incidente viene a resaltar la gratuidad de la curación de Naamán como don de Dios que era. La verdadera recompensa del profeta había sido ver la fe del general sirio. No lo entiende así el criado de Eliseo que usurpa la autoridad de su amo para sacar un beneficio personal. Con ello comprometía aquella gratuidad divina y el honor y credibilidad del profeta. Pero es imposible engañar a Dios y al verdadero profeta. Curiosamente Guejazí recibe la riqueza de Naamán y también su misma enfermedad.
2R 6, 1-7. De nuevo aparece la autoridad de Eliseo sobre los grupos proféticos de su entorno, así como su solidaridad con ellos. El incidente quiere resaltar que Dios otorgaba al profeta poder sobre las leyes de la naturaleza, y que éste lo empleaba para socorrer a sus hermanos los profetas.
Junto a este sentido obvio, los Santos Padres expusieron otros significados de este pasaje interpretándolo en sentido alegórico. Así Tertuliano entiende que las aguas del Jordán representan al Bautismo, el palo arrojado por Eliseo, la Cruz de Cristo, y el palo del hacha la dureza del corazón pecador que, inmersa en lo profundo del error de este mundo, es liberada en el Bautismo por el madero de Cristo, es decir, por su pasión (Tertuliano, Adversus Iudaeos 13). En un sentido similar comenta San Ambrosio: Todo hombre antes del Bautismo es pesado como el hierro y está sumergido. Cuando ha sido bautizado, ya no se hunde como el hierro, sino que se eleva como una especie de madera ligera fructuosísima (S. Ambrosio, De Sacramentis 2, 4, 11).
San Agustín, en cambio, entiende que las aguas del río representan los pecados y concupiscencias en los que estábamos inmersos y de los que nos libera Eliseo, o sea Cristo, por el madero de la cruz: Aquel hacha yacía en lo profundo como el género humano estaba inmerso en los crímenes (…). Llegó Eliseo, arrojó el leño y flotó el hierro. ¿Qué significa arrojar el leño y hacer subir al hierro, sino subir al madero de la Cruz y sacar al género humano de la profundidad del infierno y liberarlo del hierro de todos los pecados por el misterio de la Cruz? Después de flotar el hierro, el profeta lo destina al servicio de su dueño. Así se ha hecho con nosotros que por la soberbia habíamos caído de la mano del Señor y ahora por el madero de la Cruz hemos merecido volver de nuevo a su mano. Trabajemos, por tanto, cuanto podamos con su ayuda, no sea que por la soberbia nos escurramos de nuevo de su mano (Sermones atribuidos a San Agustín, Sermones 45, 1-2).
2R 6, 8-23. La actividad de Eliseo se sitúa ahora en un contexto muy diferente al del capítulo anterior. Se trata de la guerra entre Israel y Siria que, a pesar del milagro en favor de Naamán narrado en el capítulo 5, sigue siendo una constante. Eliseo está de parte de Israel. No sólo predice las victorias y derrotas, como era habitual en los profetas (cfr 2R 3, 15-19), sino que da muestras de poseer un conocimiento sobrehumano de las cosas secretas, ya hayan sido éstas planeadas por el rey de Siria, ya estén en los planes de Dios. El autor sagrado recuerda dos sucesos que, sin duda, eran populares y resaltaban los poderes extraordinarios del profeta (2R 6, 8-23 y 2R 6, 24-2R 7, 20). En ambos casos Dios salva a través de Eliseo, tal como indica la etimología de su nombre (cfr nota a 1R 19, 19-21), alterando las sensaciones visuales o auditivas de los personajes.
Al presentar este nuevo milagro de Eliseo no se dan los nombres de los reyes porque en realidad no interesan para la historia que se cuenta. Pero siguen siendo Ben-Hadad II y Joram. Lo que sí interesa al narrador inspirado es mostrar los dones que Dios ha concedido a Eliseo, y cómo mediante la oración y la acción de éste, Dios cambia las situaciones: los que se habían emboscado contra el rey de Israel (v. 9), acaban siendo ellos mismos víctimas de otra emboscada por la acción del profeta (v. 20).
Dotán estaba a 15 km. al norte de Samaría, y la fama de Eliseo se había extendido por Siria (cfr cap. 5). Al gran contingente militar enviado por el rey de Siria para apresar al profeta se contrapone otro contingente mayor dispuesto por Dios y que es invisible para el hombre (v. 17). El profeta sabe que Dios vela por él. Dios atiende su oración y los ojos de su criado se abren para ver realidades celestes de forma que se fortalezca su confianza en Dios y en el profeta. De manera semejante Dios atiende la plegaria para que se cierren los ojos de los soldados y no vean ni la realidad terrena, cayendo así en la trampa (v. 18). Dios es quien, a petición del profeta, da la luz o la oscuridad. Los caballos y carros de fuego simbolizan el poder divino (cfr nota a 2R 2, 1-12).
La escena final (vv. 21-23) refleja el respeto del rey hacia el profeta, y, sobre todo, la forma de actuar de éste: no busca la solución mediante la violencia, sino con la magnanimidad y buen trato de los prisioneros. En el horizonte cristiano esta actitud del profeta se ilumina con el mandato de Cristo de buscar la paz (cfr Mt 5, 9; Jn 14, 27; etc.), pero no a través de la violencia, sino por el camino del amor y el esfuerzo por vencer las propias pasiones.
2R 6, 24-2R 7, 20. Con verdadero dramatismo se narran la situación de la ciudad sitiada y el sucederse de los acontecimientos.
La situación descrita es tan trágica que los habitantes de Samaría no sólo quebrantan la ley que prohíbe comer animales impuros como el asno (cfr Lv 11, 2-7; Dt 14, 4-8), sino que han llegado a las aberraciones más monstruosas en contra de la Alianza (vv. 28-29; cfr Lv 26, 29; Dt 28, 53-57). El pueblo acude al rey buscando una ayuda que éste no puede dar. Reconoce, en efecto, que aquella situación depende de Dios y, precisamente por eso, jura solemnemente dar muerte al profeta, ya que es sobre el profeta sobre quien, según el rey, recae la responsabilidad, pues él es el representante de Dios. El arrebato del rey contra Eliseo recuerda al de Ajab contra Elías (cfr 1R 18, 10; 1R 21, 20); pero aquí no hay ninguna crítica del rey. Es más, se llega a reconocer que el rey hace penitencia (v. 30). Con todo, el rey actúa contra Eliseo llevado por la cólera.
Pero Eliseo no ha abandonado al pueblo: está con los ancianos (v. 32). Con clarividencia profética toma precauciones frente a un rey cuyos antepasados no dudaban en asesinar (cfr 1R 21, 8-16). Sin embargo, la pregunta que hace el rey en el v. 33 indica que la cólera ha dado paso a la lamentación y a la súplica. Es entonces cuando el profeta pronuncia su oráculo favorable: los precios bajarán de un modo increíble; tanto que el oficial más cercano al rey duda de que Dios pueda hacerlo. Esta duda será la causa de que haya para él un oráculo desfavorable (2R 7, 2). Quien no cree no puede ser partícipe de la salvación que el Señor anuncia.
Los leprosos, de acuerdo con su condición y con la ley (cfr Lv 13, 46; Nm 5, 2-3), viven fuera de los muros de la ciudad y adoptan una resolución desesperada. El redactor de la historia explica anticipadamente al lector lo sucedido (2R 7, 6) dando la impresión de que pudo ser el mismo Eliseo la fuente de su información. La forma en que Dios actúa es, en todo caso, semejante a la que empleó cuando el profeta le pidió que los soldados no vieran el camino (2R 6, 18): entonces Dios les privó de visión, ahora confunde sus oídos.
El desarrollo de la narración, con el tema de los leprosos que actúan rectamente (2R 7, 9-10), la desconfianza y precauciones tomadas por el rey (2R 7, 12-14), y lo que sucede a continuación (2R 7, 15-20) pone de manifiesto hasta qué punto fue inesperada y sorprendente aquella forma con la que Dios salvó a la ciudad, y cómo se cumplió fielmente el oráculo del profeta en todos sus detalles.
A lo largo de esta historia se percibe con claridad que el hagiógrafo, inspirado por Dios, ofrece la comprensión y explicación de los sucesos que sobrepasa la simple mirada humana. Así, en efecto, se cuenta que la causa de la huida del ejército sirio fue una acción divina concreta aunque nadie hubiera sido testigo de dicha acción. Algo parecido sucede con la muerte del oficial del rey: aunque causada directamente por la multitud desbordada, el hagiógrafo se detiene en explicar cuál ha sido la causa verdadera, imperceptible para quien no conoce ni cree en el oráculo.
2R 7, 1 Para seáh y seim ver nota a 1S 25, 18.
2R 8, 1-6. Este relato continúa la historia de 4, 8-37, pero al parecer ha sido situado aquí por razones cronológicas: habían pasado siete años (v. 1). El episodio sirve para poner de manifiesto, una vez más, las dotes proféticas de Eliseo, que prevé el futuro (vv. 1-2); y añade como novedad el prestigio y la fama alcanzados por el profeta, hasta el punto de que incluso el rey desea escuchar la historia de sus milagros. Por otra parte el relato viene a concluir que quien sigue el consejo del profeta, por el que habla el Señor, recibe siempre nuevos beneficios.
2R 8, 7-15. La marcha de Eliseo a Damasco puede explicarse por la presencia de judíos en aquella ciudad; el hecho habría tenido lugar en el año 843 a.C. Una inscripción cuneiforme de Salmanasar III de Asiria confirma la usurpación del trono de Siria por Jazael, llamado ahí hijo de nadie, es decir, que no pertenecía a la dinastía.
El profeta Eliseo se ve involucrado en el golpe de estado que se produce en Damasco, y cumple así, de algún modo, la orden que Dios había dado a su maestro Elías de ungir como rey a Jazael (cfr 1R 19, 15). El profeta anuncia al mismo tiempo dos cosas: que el rey no moriría de aquella enfermedad, y que, sin embargo, el fin de su vida es inminente (cfr v. 10). El sujeto de la primera parte del v. 11 no viene explicitado en el texto y puede ser tanto Jazael como el hombre de Dios. En el primer caso, la rigidez que sobrecoge a Jazael se debería a que se da cuenta de que sus planes asesinos han sido descubiertos por el profeta, y por ello más adelante quiere disimularlos (v. 13). En el segundo caso, la rigidez de Eliseo estaría producida por lo que el Señor le da a conocer en ese momento: el sufrimiento que Jazael, siendo rey, va a causar a Israel. En cualquier caso el oráculo profético se cumple: Jazael se convierte en rey tras asesinar a Ben-Hadad (v. 15).
2R 8, 16-29. El autor sagrado interrumpe la historia de Eliseo y retorna a la de los reyes de Judá que había dejado en 1R 22, 41-51. Aunque estos dos reyes apenas tienen relieve político, son importantes desde el punto de vista religioso, pues a ellos se debe que, después de que sus predecesores Josafat y Asá (cfr 1R 22, 43) hubiesen fortalecido el verdadero culto al Señor, Judá volviera a practicar de nuevo la idolatría y el sincretismo que reinaban en el Norte. Primero fue Joram al tomar como esposa a Atalía, hija del rey del Norte (2R 8, 16-24); después su hijo Ocozías, dominado por su madre (2R 8, 25-29). A pesar de todo, siguen siendo el eslabón que lleva adelante la sucesión davídica.
2R 8, 16-24. El hagiógrafo vuelve al esquema habitual para presentar a los reyes, pero en este caso, aun tratándose de un rey de Judá, silencia el nombre de la madre quizá porque el nuevo rey había sido corregente con su padre durante cinco años y lo que sucede ahora es que comienza a reinar él solo (cfr 2R 1, 17; 2R 3, 1), incluso viviendo todavía su padre, según el texto hebreo. Muchas versiones, sin embargo, entre ellas la de los Setenta, omiten la frase mientras Josafat era rey de Judá (v. 16) porque ya se había hablado de la muerte de este rey al presentar el esquema de su reinado (1R 22, 51).
El pasaje destaca la mala conducta del nuevo rey de Judá debida a la contaminación de la idolatría del reino del Norte. La causa fue haber emparentado con los reyes de Israel.
Las rebeliones contra Judá, difíciles de precisar históricamente, sirven en el texto para mostrar cómo a un rey que actúa mal en relación con Dios, también le van mal las cosas en el orden político.
2R 8, 25-29. El juicio sobre este rey es tan negativo como el emitido sobre su padre, y las razones son las mismas (cfr 2R 8, 18). Se recuerda una nueva acción aliada del rey de Israel y del de Judá contra Siria, parecida a la que habían emprendido Ajab de Israel y Josafat de Judá (cfr cap. 1R 22). Aunque al parecer esta nueva expedición tuvo éxito, ya que era posible moverse sin dificultad hasta Ramot (cfr 2R 9, 4-5), el autor sagrado presenta ya las circunstancias, derivadas de la guerra, en las que ambos reyes encontrarán la muerte (cfr 2R 9, 14-28). La mala conducta de ambos merecía, según la forma de pensar del Deuteronomio, su trágico final.
2R 9, 1-2R 10, 36. De nuevo aparece en escena Eliseo, pero únicamente para intervenir en el advenimiento de una nueva dinastía en Israel (2R 9, 1-13). Ya no volverá a aparecer hasta que se narre su muerte en 2R 13, 14-20. Jehú, el iniciador de la nueva dinastía, es presentado como el instrumento por el que se van a cumplir las profecías de castigo que Dios había hecho a Ajab y a su casa por medio de Elías (2R 9, 14-2R 10, 11); y es mostrado también como el que va a erradicar el culto a Baal en Israel (2R 10, 15-27). Sin embargo, lo mismo que todos los reyes del Norte, recibirá una valoración negativa por parte del autor sagrado (2R 10, 28-36).
2R 9, 1-10. La acción de Eliseo representa el cumplimiento de la orden que Dios había dado a su maestro, el profeta Elías (cfr 1R 19, 16). Si no va Eliseo personalmente a ungir a Jehú es quizá por no llamar la atención, pues su presencia entre los jefes del ejército podía haber levantado sospechas. También podría deberse a la edad de Eliseo. Es la primera vez que Dios ordena la unción de un rey de Israel, de forma semejante a como fueron ungidos Saúl (cfr cap. 1S 10), David (cap. 1S 16) o Salomón (1R 1, 11-31). Aunque cada dinastía que había ocupado el trono de Israel lo había hecho por designio divino y con intervención de un profeta (así Jeroboam según 1R 11, 29-39; Zimrí según 1R 16, 1-4.12), solamente Jehú recibe la unción real por orden del Señor. Este dato indica ya el carácter especial de este rey de Israel. Así lo muestran las palabras de los oráculos de los vv. 6-8 cuyo contenido va más allá de la mera orden dada por Eliseo a su criado en el v. 3.
2R 9, 11-13. La proclamación de Jehú como rey presenta un rasgo novedoso con respecto a las proclamaciones similares en las que se reconoce al rey por aclamación (cfr 2S 15, 10; 1R 1, 39; 1R 11, 12; etc.). Aquí se realiza el gesto de extender los mantos ante el rey; gesto que volverá a repetirse al ser aclamado rey Jesucristo en su entrada a Jerusalén (cfr Mt 21, 8).
2R 9, 14-26. El escenario del encuentro, la viña de Nabot (v. 21), contribuye al recuerdo de los crímenes de Jezabel y Ajab. Arrojar el cadáver a aquel campo de modo que quede insepulto hace que se cumpla la profecía de Elías (cfr 1R 21, 17-19), y viene a ser una justificación religiosa de la acción de Jehú. Éste comienza así a cumplir la misión para la que había sido ungido (cfr vv. 6-10).
La conducta de Jehú puede sorprendernos si no tenemos en cuenta el progreso de la revelación divina. Todo aquello correspondía a una etapa en la que la erradicación de la idolatría parecía tener que imponerse mediante la desaparición de la persona idolátrica, y en la que aún se pensaba que los hijos sufrían el castigo por culpa de sus padres (cfr Dt 5, 9). Aquellas muertes violentas, tanto la de Joram como las que se cuentan a continuación, reflejaban el severo juicio de Dios sobre quienes practicaban la idolatría. Estos aspectos irán siendo purificados en la misma revelación contenida en el Antiguo Testamento y, sobre todo, en el Nuevo. En efecto, los profetas posteriores proclamarán la responsabilidad personal por el pecado (cfr Jr 31, 29-30; Ez 18, 1-32 e incluso Dt 24, 16) y que Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez 33, 11). Nuestro Señor Jesucristo se mostró misericordioso con los pecadores (cfr Jn 8, 3-11) y, aunque ciertamente en el Nuevo Testamento se condena la idolatría, se deja siempre al juicio de Dios el castigo de quienes la practican (cfr Rm 14, 10-12).
2R 9, 27-29. Aunque dar muerte al rey de Judá no entraba en la misión de Jehú, ni siquiera en el oráculo de 9, 6-10, sin embargo, el parentesco con Ajab (cfr 2R 8, 26-27) y su presencia junto a Joram son para Jehú motivo suficiente. El autor sagrado señala la diferente condición de los reyes de Israel y de Judá recordando que este último recibió la sepultura que le correspondía.
2R 9, 30-37. Jezabel, procedente de Sidón (cfr 1R 16, 31), es considerada la principal causante de la introducción en Israel de los cultos a Baal, así como su defensora acérrima enfrentándose al profeta Elías (cfr 1R 18, 4) y persiguiéndole (cfr 1R 19, 1-2). El castigo que había de recaer sobre ella ya había sido anunciado por aquel profeta (cfr 1R 21, 23). Ahora se cumple por medio de Jehú.
Jezabel mantiene su dignidad de reina y aparece en público con sus mejores adornos, quizá esperando que el pueblo se inclinase por ella. El saludo que hace a Jehú comparándole con aquel regicida que sólo había reinado una semana, Zimrí (cfr 1R 16, 9-15), indica su intento de presentar la empresa de Jehú como destinada al fracaso. Pero los que rodean a la reina optan por Jehú.
La forma en que se narra la muerte de Jezabel quiere resaltar que recibió el castigo merecido según la ley del talión -ella había hecho asesinar a Nabot-, y que así se cumple la profecía de Elías sobre ella (1R 21, 23-24). Las versiones griega y latina interpretan que los caballos pisaron el cuerpo de Jezabel (v. 34), pero el verbo pasó en hebreo va en singular, por lo que parece más lógico interpretar que el sujeto es Jehú.
Las palabras del v. 37, que no estaban en la profecía de Elías, quieren expresar que la completa desaparición de Jezabel, incluso la de su cadáver, era designio divino (cfr Jr 8, 2).
2R 10, 1-27. Jehú ha dado muerte al rey de Israel, al de Judá y a Jezabel. Ahora va a eliminar de raíz a sus respectivos seguidores o grupos que pudieran oponérsele: primero a la familia de Joram, designada como de Ajab (vv. 1-11), después a la de Ocozías (vv. 12-14), y, finalmente, a los profetas y seguidores de Baal apoyados por Jezabel (vv. 18-27).
Samaría, la capital del reino, se encontraba a unos 30 km. al suroeste de Yizreel. Allí vivía la familia real y estaba la administración del reino. Jehú actúa con astucia: primero consigue que los principales de la ciudad se pongan a su favor mediante una invitación irónica a resistirle; después les implica en el levantamiento haciendo que también ellos manchen con sangre sus manos dando muerte, ellos mismos, a la totalidad de los descendientes reales.
2R 10, 12-14. Hermanos tiene aquí un sentido amplio: puede indicar familiares, incluso servidores de la corte de Ocozías. Su encuentro casual -parece que desconocen los hechos- con Jehú les cuesta la vida. Tampoco esta acción de Jehú estaba predicha en las profecías.
2R 10, 15-17. Según Jr 35, 6-10 Yehonadab, hijo de Recab, fue iniciador de un grupo de ascetas que intentaban revivir la forma de vida de Israel en el desierto. Se llamaban los recabitas, y eran fervientes adoradores del Dios de Israel. Yehonadab representa, pues, el movimiento más fuerte de aquel tiempo en buscar la fidelidad al Dios de los padres. Su asociación a Jehú da impulso a éste en su lucha contra el baalismo, y es, al mismo tiempo, el signo de la rectitud de la conducta del rey Jehú aniquilando a los seguidores de Baal. En cuanto a la eliminación del resto de los partidarios de Joram, queda justificada en el texto aludiendo de nuevo a los oráculos de Elías (cfr 1R 21, 21-24).
2R 10, 18-27. Aquí culmina la acción de Jehú para erradicar de Israel el culto a Baal. El relato pone de relieve, una vez más, la astucia del rey para que no quede ni rastro de aquellos cultos (v. 18). Jehú cumple la ley que encontramos en Dt 12, 2-3 sobre la destrucción de lugares paganos.
La forma de actuar de Jehú utilizando la astucia y la violencia ponen de relieve la importancia, y también la dificultad, de llevar a cabo el fin que Jehú se propone. Además, en el trasfondo late un tono de ironía: la ofrenda y el holocausto que Baal merece es la muerte de sus adoradores. Estos comportamientos, que son ciertamente reprobables, Dios los permitía en aquella época y, según la mentalidad y cultura de aquellas gentes, para que el pueblo elegido no cayese totalmente en la idolatría. De hecho en Os 1, 4 encontramos un juicio desfavorable a la conducta sanguinaria de Jehú.
2R 10, 28-36. Jehú había luchado contra el culto a Baal procedente de Canaán y ajeno a la tradición de Israel, un culto idolátrico. Por eso recibe recompensa del Señor (v. 30). Pero para el autor sagrado aquel celo de Jehú no era suficiente, puesto que el culto al Señor, Dios de Israel, que se realizaba en el reino del Norte no era legítimo (v. 31). Había sido introducido por Jeroboam, y sus símbolos inclinaban a la idolatría (cfr 1R 12, 28-29). De ahí que ese reinado se valore negativamente, y que los reveses que Jehú sufre frente a los enemigos exteriores sean presentados como castigo de Dios a Israel.
2R 11, 1-2R 12, 22. Con la familia de Ajab el culto a Baal se había introducido no sólo en Israel sino también en Judá al casarse el rey Joram con Atalía, de la casa de Ajab (cfr 2R 8, 25-27). Era por tanto necesaria en Judá una purificación similar a la que Jehú había llevado a cabo en el reino del Norte (cfr caps. 9-10). Es la historia que recogen estos dos capítulos que en este sentido son paralelos a los dos anteriores. Pero en Judá debía permanecer la misma familia real, la dinastía de David, según la promesa de 2S 7, 1-17. Por eso Dios guía los acontecimientos de otra forma: mediante la salvación providencial de un hijo del rey (vv. 1-3) que es ungido en el Templo (vv. 4-12) y, tras la muerte de la reina idólatra (vv. 13-16), mediante la renovación de la Alianza (vv. 17-18) y la entronización del descendiente de David (vv. 19-20).
2R 11, 1-3. Atalía actúa así por su ansia de poder: quiere hacerse con el trono sin que quede ningún contrincante. Pero querer eliminar a la casa de David era ir contra el plan de Dios (cfr 2S 7, 1-17). El Templo de Jerusalén y su sacerdocio representan la protección divina sobre el pequeño Joás. Según 2Cro 22, 11, Yehoseba era la esposa del jefe de los sacerdotes, Yehoyadá, y, aunque hija del rey Joram, lo sería de otra esposa distinta de Atalía. El relato del libro de las Crónicas, más pendiente que el libro de los Reyes en narrar los avatares del Templo, da más detalles sobre la familia de este rey (cfr caps. 2Cro 21-22).
2R 11, 4-12. Es significativo que Yehoyadá comience a actuar el año séptimo, pues era el año jubilar, año de descanso y liberación (cfr Lv 25, 2-7). Los carios eran mercenarios al servicio de quienes los contrataban, quizá los mismos que en 1R 1, 38 son llamados quereteos. El testimonio -interpretado como insignias reales en la versión griega- refleja más bien una relación de los títulos reales que pertenecían al ungido, o una copia de los diez mandamientos designados con la misma palabra en Ex 25, 16, o, lo que es más probable, un documento que contenía los deberes del rey respecto a la Alianza con Dios establecidos en Dt 17, 14-20. En cualquier caso, en la narración está presente el tema de la Alianza (cfr v. 17).
2R 11, 13-16. El Templo del Señor es santo y por eso no se puede derramar sangre humana en el interior. El autor sagrado recuerda este detalle quizá como contrapunto a lo que sucedió en el templo de Baal en Samaría donde Jehú dio muerte a los sacerdotes (cfr 2R 10, 25).
2R 11, 17-18. Tras la infidelidad religiosa y la alteración social impuesta por los últimos reyes de Judá, y sobre todo por Atalía, era necesario renovar la Alianza de Dios, comprometiéndose de nuevo el pueblo a ser el pueblo de Dios, a la manera como se había hecho en otros momentos decisivos (cfr caps. Ex 24; Jos 24). También era necesario restablecer la relación entre el rey y su pueblo según el pacto tradicional expresado en 2S 5, 3. Hasta qué extremo había llegado la idolatría en Jerusalén lo refleja la existencia de ese templo a Baal, obra sin duda de Atalía.
2R 11, 19-20. Sobre la muerte de Atalía, aquí parece recogerse una tradición diferente de la del v. 16. El autor sagrado no cuenta a Atalía entre los reyes de Judá, según se puede deducir de la forma en que termina el relato sin hacer de su reinado el resumen acostumbrado.
2R 12, 1-17. Al comenzar su reinado, Joás era un niño y no podía tomar decisiones. Más bien serían los sacerdotes quienes decidieron recoger fondos para el arreglo del Templo, considerando su mal estado debido al tiempo transcurrido desde su construcción -más de 130 años- y al abandono de los reyes anteriores. Es a la edad de treinta años cuando Joás asume la dirección económica de las obras, dejando también algunos beneficios a los sacerdotes. Su preocupación por el Templo del Señor es el motivo por el que el autor sagrado hace una valoración religiosa positiva de todo su reinado (v. 3), si bien, como sucede con todos los reyes de Judá anteriores a Ezequías, juzga negativamente su falta de decisión para suprimir otros lugares de culto distintos del Templo de Jerusalén.
2R 12, 18-22. Los reveses sufridos por Joás frente al rey de Siria, y su muerte violenta, son interpretados en el pasaje paralelo de 2Cro 24, 17-27 como castigo divino por haberse separado de Dios a la muerte del sacerdote Yehoyadá y por haber asesinado al hijo de éste, Zacarías, al oponerse a sus planes. El autor del libro de los Reyes silencia este hecho y su interpretación como castigo divino (cfr nota a 2Cro 24, 1-27).
2R 13, 1-25. Entre los reyes del reino del Norte, Jehú fue el defensor del culto al Señor y el destructor del culto a Baal. Por eso Dios le prometió que su dinastía tendría continuidad por cuatro generaciones (2R 10, 30). Esa promesa se va cumpliendo con los reinados de Joacaz (vv. 1-9) y Joás (vv. 10-13). Estos reyes, aunque reprobables para el autor sagrado como todos los reyes del Norte, practican el culto al Señor, Dios de Israel, y consultan a su profeta Eliseo. Éste, antes de morir, anuncia la victoria sobre Siria con un gesto profético (vv. 14-21), y sus palabras se cumplen exactamente tras su muerte (vv. 22-25).
2R 13, 1-9. Encontramos aquí, expresado con claridad y concisión, el mismo proceso de pecado–castigo–conversión–salvación que aparecía ya en el libro de Jueces (cfr Jc 3, 7-11). Ahora este proceso se aplica al rey de Israel; pero para el autor de 2R la conversión de un rey del Norte nunca llegó a ser completa, pues mantenían el culto al Señor según el modo establecido por Jeroboam. No se dice el nombre del salvador (v. 5): puede ser Joás, hijo de Joacaz (cfr 2R 13, 25), o algún enemigo extranjero que ataca a Ben-Hadad, como el asirio Adad-Nirari III, u otro rey posterior de Israel como Jeroboam II (cfr 2R 14, 27). Al final del cap. 13 se completan las noticias sobre Joacaz en otro sumario.
2R 13, 10-13. El autor de 2R introduce aquí el resumen completo del reinado de Joás, aunque la presencia de este rey continúa hasta 2R 14, 15-16 donde se repite la misma conclusión que en los vv. 12-13. Además se puede observar un desajuste cronológico entre la fecha del comienzo del reinado señalada en el v. 10 y la información de 13, 1. Son detalles que muestran la labor redaccional del autor del libro para introducir lo que viene a continuación.
2R 13, 14-21. El afecto del rey Joás por Eliseo y la forma de hablarle, repitiendo las palabras que el mismo Eliseo había dicho a Elías (cfr 2R 2, 12), indican que el profeta Eliseo es reconocido como el verdadero defensor de Israel. En efecto, él había ungido al abuelo de Joás, Jehú, para erradicar la idolatría de Israel (cfr 2R 9, 1-10), y en esa misma línea se había mantenido Joás. A éste el Señor le quiere recompensar ahora concediéndole por mediación del profeta la victoria sobre los enemigos extranjeros. El gesto profético se desarrolla en dos momentos: en el primero, al lanzar la flecha hacia oriente, se significa la victoria total sobre Siria, y al poner el profeta su mano sobre la del rey (v. 16), hace a éste partícipe de la fuerza con la que él actúa; en el segundo momento se pone de relieve que el rey recibe sólo una pequeña parte de la fuerza del profeta por haber sido inconstante en realizar lo que el profeta le ordena (v. 19).
El poder divino que acompañaba a Eliseo se muestra en el último milagro narrado al recordar su entierro (v. 21). El texto no dice expresamente que aquel milagro lo realizase Eliseo, pero así se interpreta en la tradición bíblica (cfr Si 48, 13-14).
2R 13, 22-25. Aunque Israel se hubiese separado de la dinastía davídica, Israel sigue siendo parte del pueblo elegido y heredero de las promesas hechas a los patriarcas. Es ésta la única vez que se hace una afirmación de este tipo sobre el reino del Norte (v. 23).
El Señor aprecia la vuelta a Él de los reyes del Norte y les concede su favor, animándoles de esa forma a una conversión sincera y constante que luego en realidad no se dio. Y es que Dios otorga los dones y es fiel a sus promesa, pero pide de nosotros fidelidad con obras: Procuremos hacernos dignos de la bendición divina y veamos cuáles son los caminos que nos conducen a ella. Consideremos aquellas cosas que sucedieron en el principio. ¿Cómo obtuvo nuestro padre Abrahán la bendición? ¿No fue acaso porque practicó la justicia y la verdad por medio de la fe? Isaac, sabiendo lo que le esperaba, se ofreció confiada y voluntariamente al sacrificio. Jacob, en el tiempo de su desgracia, marchó de su tierra, a causa de su hermano, y llegó a casa de Labán, poniéndose a su servicio; y se le dio el cetro de las doce tribus de Israel. El que considere con cuidado cada uno de estos casos comprenderá la magnitud de los dones concedidos por Dios. (…) ¿Qué haremos, pues, hermanos? ¿Cesaremos en nuestras buenas obras y dejaremos de lado la caridad? No permita Dios tal cosa en nosotros, antes bien, con diligencia y fervor de espíritu, apresurémonos a practicar toda clase de obras buenas. (…) Démonos cuenta, por tanto, de que todos los justos estuvieron colmados de buenas obras, y de que el mismo Señor se complació en sus obras. Teniendo semejante modelo, entreguémonos con diligencia al cumplimiento de su voluntad, pongamos todo nuestro esfuerzo en practicar el bien (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 31-33).
2R 14, 1-2R 17, 41. Tras la desaparición de Eliseo, la historia contenida en 2R continúa ocupándose paralelamente de los reyes de Israel y de Judá, pero -excepto la breve mención de Jonás en 2R 14, 25- apenas nos ofrece ya noticias sobre la actividad y el mensaje de los profetas. Es probable que la omisión de algunos profetas -tales como Amós y Oseas-, que vivieron en ese tiempo del reino del Norte, se deba a que su vida y sus oráculos se transmitían ya en otras obras, o a que la actividad de esos profetas no estaba en los anales de los reyes que sirven de fuente a 2R. La historia paralela de los dos reinos continúa hasta la caída de Samaría en el año 722 (cfr 2R 17, 5-6), caída que da pie a una reflexión sobre los hechos a la luz de la Alianza con Dios (cfr 2R 17, 7-41).
2R 14, 1-2R 15, 22. Con Jeroboam II y Zacarías, reyes de Israel descendientes de Jehú, se cumple la promesa que el Señor hizo a este rey (cfr 2R 15, 12), y termina el periodo de la historia de Israel marcado por el gobierno de la dinastía de Jehú (años 842-747 a.C.). Fueron tiempos prósperos para Israel, especialmente bajo el reinado de Jeroboam II (2R 14, 23-29). Pero una vez más el autor sagrado no muestra interés por el esplendor político o económico, sino que valora ante todo la conducta religiosa de aquellos reyes de Israel. Quiere resaltar que ese resurgir se debía a la paciencia del Señor que todavía no había decidido borrar a Israel de la faz de la tierra (cfr 2R 14, 27). Los reyes de Judá entretanto, aunque inferiores en fuerza, derrotados por el rey de Israel (cfr 2R 14, 12), o castigados por Dios con la enfermedad (cfr 2R 15, 5), representan en aquel tiempo, según el autor sagrado, la esperanza de futuro por ser los descendientes de David.
2R 14, 1-14. Aunque Joás había sido asesinado en un complot contra él (2R 12, 21), no hay cambio de dinastía, como sucedía en casos similares en el reino del Norte. La dinastía de David continúa en el trono, y cuando el hijo de Joás, Amasías, se hace con el control del poder, no actúa dejándose llevar por el deseo de venganza, sino que aplica la ley contenida en Dt 24, 16 donde se manda dar muerte sólo al culpable. Es un rasgo digno de atención señalado por el autor sagrado como una novedad en alabanza a este rey. En la fábula del v. 9 -que recuerda a la de Jc 9, 8-15- se muestra la ligereza con la que actuó y las consecuencias que le acarreó la guerra contra Israel.
2R 14, 15-16. Aquí tiene su puesto lógico este resumen que aparecía anticipado en 2R 13, 12-13.
2R 14, 17-22. También Amasías, como su padre, muere víctima de una conspiración. Pero es su hijo quien ocupa el trono. Sigue adelante la dinastía davídica (cfr 2S 7, 14).
2R 14, 23-29. El reinado de Jeroboam II fue el más largo de los reyes del Norte, y en él Israel alcanzó su mayor expansión territorial, llegando a restablecer las fronteras que tenía en los tiempos de David y Salomón. Fue una época de prosperidad. Pero el autor sagrado quiere dejar claro que no se debió a la conducta del rey, sino a la voluntad de Dios manifestada por el profeta Jonás (v. 25), y a su misericordia con el pueblo que se hallaba sumido en la desgracia (v. 26). El reinado de Jeroboam aparece como un periodo en el que Dios todavía daba al reino del Norte la oportunidad de convertirse y salvarse (v. 27). Luego llegará el momento en que no habrá remedio (cfr 2R 17, 18). Por los profetas Amós y Oseas, que ejercieron su actividad en tiempos de este rey, sabemos que se daba una religiosidad formalista y que se faltaba gravemente a la justicia. Del profeta Jonás, mencionado en el v. 25, el autor de 2R no nos dice nada más, pero más tarde, tras la vuelta del destierro, este profeta será tomado como protagonista de una historia profética ejemplar en el libro que lleva su nombre.
La reflexión religiosa que el autor sagrado hace del reinado de Jeroboam como tiempo de la paciencia de Dios y de oportunidad para la conversión (v. 27) es aplicable también a cualquier tiempo. En efecto, quienes anunciaron la verdad y fueron ministros de la gracia divina, cuantos desde el comienzo hasta nosotros trataron de explicar, en sus respectivos tiempos, la voluntad salvífica de Dios hacia nosotros, dicen que nada hay tan querido ni tan estimado de Dios como el que los hombres, con una verdadera penitencia, se conviertan a él (S. Máximo Confesor, Epistolae 11).
2R 15, 1-7. El rey Azarías, también llamado Uzías (Ozías, en griego) en este libro (cfr 2R 15, 33.34) y en el libro de las Crónicas, fue uno de los que más tiempo permaneció en el trono de Judá. En los cincuenta y dos años que dice el texto hay que incluir los que ejerció la corregencia con su padre; él gobernó en realidad del 785 al 759 a.C. Sin embargo, de su reinado el autor sagrado sólo cuenta la enfermedad que padeció. La lepra se consideraba un castigo divino (cfr Nm 12, 10-15), y en 2Cro 26, 16-23 se da cuenta del pecado cometido por este rey: haberse atribuido indebidamente funciones sacerdotales llevado por la soberbia. Es citado en el libro de Isaías para situar cronológicamente la visión del profeta (cfr Is 6, 1).
2R 15, 8-12. A diferencia de lo que sucede en Judá, en Israel, cuando un rey es asesinado, el asesino le sucede en el trono. La continuidad dinástica no se da en el reino del Norte: ahora termina la dinastía de Jehú, puesto que el Señor ya ha cumplido lo que había prometido (v. 12; cfr 2R 10, 30).
2R 15, 13-2R 17, 4. A partir de la desaparición de la dinastía de Jehú, en el reino de Israel se suceden los cambios de reyes con rapidez y de forma violenta -cinco en menos de veinticinco años- hasta llegar al trágico desenlace de la invasión asiria en el año 722. Son años de violencia y confusión política y religiosa denunciadas en Os 7, 7; Os 8, 4; Is 9, 19-20. Judá entretanto goza de bastante estabilidad política con Jotam (2R 15, 32-38) y con Ajaz (2R 16, 1-20). La política de estos reyes de Judá -aunque con excepciones- es distinta de la que siguieron los reyes del Norte. Éstos, frente al poder asirio que ya se desplegaba por todo el oriente, hacen una alianza con Siria y tratan de resistir. La consecuencia fue primero la caída de Damasco y después la de Samaría. En cambio, el rey de Judá, Ajaz, se somete a Asiria, aunque por ello tenga que sufrir el ataque de Israel y Siria aliados entre sí. El resultado fue que Jerusalén se salvó.
2R 15, 13-16. El reinado de Salum fue tan breve que el autor sagrado no emite sobre él el juicio religioso acostumbrado. Le interesa más mostrar la violencia del siguiente rey, Menajem, que quizá era el jefe de la guarnición de Tirsá, antigua capital del reino del Norte (cfr 1R 14, 17). La crueldad de Menajem se manifiesta ya en el ataque a Tifsaj, cuya localización se desconoce. Puesto que no es lógico que se trate de la Tifsaj conocida y situada a orillas del Éufrates (cfr 1R 5, 4), quizá haya que leer, con el texto griego, Tapnah, una ciudad situada en la frontera entre Efraím y Manasés (cfr Jos 16, 8). La crueldad ejercida por Menajem sobre las mujeres embarazadas también la encontramos testimoniada en otras partes (cfr 2R 8, 12; Os 14, 1; Am 1, 13).
2R 15, 17-22. Este reinado se caracteriza porque es entonces cuando comienzan las incursiones asirias sobre Israel. La expansión de Asiria se había iniciado con Asurbanipal II en la primera mitad del siglo IX a.C., buscando una salida al mar a través de Siria. La coalición de los reyes de Siria y sus vecinos, entre ellos Ajab de Israel, frenó el expansionismo asirio durante más de un siglo, a pesar de que Salmanasar se atribuía la victoria sobre esa coalición en la batalla de Carcar (853 a.C.). Ahora, con la subida al trono de Asiria de Teglatpalasar III (745 a.C.), esta nación comienza de nuevo su expansión imperialista, y conquista Damasco, Tiro y otras ciudades de la zona durante una campaña realizada el año 743 a.C. El año 729 a.C. Teglatpalasar conquistará Babilonia y tomará el nombre de Pul. Lleva a cabo también campañas hacia occidente, pero en esta ocasión Menajem consigue que Asiria se retire, aunque para ello tiene que pagarle un enorme tributo que hace recaer sobre el pueblo.
2R 15, 23-26. Lo más notable del reinado de Pecajías es la rebelión de su escudero Pecaj que no parece secundar la política de sometimiento a Asiria, sino que busca la alianza con Damasco.
2R 15, 27-31. Los veinte años de su reinado incluirían aquellos en los que Pecaj era jefe militar de Galaad (cfr 2R 15, 25); probablemente desde la muerte de Salum. En realidad, en Samaría no pudo reinar más de cuatro o cinco años. La actitud de Pecaj, hostil a Asiria, hace que ésta se decida a intervenir de nuevo en los años 735-732 a.C. y a invadir los territorios más fértiles de Israel. La conjura de Oseas y la muerte de Pecaj contribuyeron a que Teglatpalasar III detuviese por el momento la invasión.
2R 15, 32-38. Los dieciséis años de Jotam deben de incluir los que estuvo al frente del reino por la lepra de su padre Azarías (Uzías). En 2Cro 27, 3-4 se habla más ampliamente de las construcciones llevadas a cabo por Jotam. Junto a ello, el autor de 2R recuerda que entonces da comienzo, por querer divino, la guerra sirio–efraimita, es decir, el intento del rey de Siria aliado con el de Israel de forzar a Judá a entrar en la alianza antiasiria. Puesto que Jotam era contrario a esa alianza, aquellos reyes quieren suplantarle por otro más manejable que secunde sus planes. Pero la muerte de Jotam y el advenimiento de Ajaz en Judá cambian la situación.
2R 16, 1-20. Dos hechos distinguen el reinado de Ajaz: su inclinación a los cultos paganos practicando un sincretismo religioso (vv. 3-4.10-18), y su alianza con Asiria contribuyendo a la caída primero de Damasco y después de Samaría (vv. 5-9).
En el aspecto religioso, el juicio del autor sagrado sobre Ajaz es doblemente negativo: no sólo se recuerda que llegó a cometer las peores abominaciones prohibidas por la Ley (v. 3; cfr Lv 18, 21; Dt 12, 31), sino que se detalla cómo cambió el altar y el mar de bronce del Templo de Jerusalén puestos por Salomón (cfr 1R 8, 64; 1R 9, 25) para colocar otros semejantes a los que tenían los gentiles.
La alianza con Asiria viene motivada por la coalición de Israel y Siria contra Judá, intentando conquistar Jerusalén y poner allí como rey al hijo de Tabel, que no pertenecía a la dinastía de David (cfr Is 7, 6). El profeta Isaías era contrario a aquella alianza con Asiria, y fue precisamente en esa situación cuando pronunció sus profecías sobre el auxilio de Dios a Jerusalén y la continuidad de la dinastía davídica (cfr Is 7-8), dando como señal el célebre oráculo sobre el nacimiento de un hijo de estirpe real (cfr Is 7, 14). Ajaz, sin embargo, no escuchó la voz del profeta.
En el v. 6, por conjetura crítica, algunas versiones cambian Siria, Aram, por Edom, y sirios, eromim, por idumeos, edomim. La razón del cambio es de carácter geográfico: Siria estaba muy lejos de Elat (en el golfo nordoriental del Mar Rojo), mientras que Edom era colindante.
La importancia del reinado de Ajaz, según la Biblia, no está en su política, aunque globalmente considerada fue un acierto pues salvó a Judá de la destrucción que Asiria llevó a cabo sobre otros pueblos como Siria e Israel, ni tampoco en su conducta religiosa, pues desconfía del Dios de sus padres y de las promesas. El reinado de Ajaz es importante en la Biblia porque durante él Dios prometió a través de Isaías el nacimiento del Emmanuel (cfr Is 7, 14; Mt 1, 22-23).
2R 17, 1-4. Después del golpe de estado dado por Oseas (cfr 2R 15, 30), éste se somete a Asiria. Pero al morir Teglatpalasar III y ocupar el trono de Asiria un nuevo rey, Salmanasar V (727-722 a.C.), Oseas ve quizá posibilidades de liberarse del yugo asirio recurriendo a la ayuda de Egipto. El nombre que aquí se da del rey de Egipto, Soa, sugiere que no se trata de un faraón, sino probablemente de un alto funcionario llamado en egipcio Sibú. El doble juego de la política de Oseas (cfr Os 7, 11; Os 11, 5; Os 12, 2) provoca la ruina de Samaría y de sus habitantes.
2R 17, 5-41. Con la caída de Samaría desaparece el reino del Norte. Este acontecimiento suponía sin duda un drama político y de supervivencia para el pueblo elegido. Pero el autor sagrado se fija más en la dimensión religiosa que conllevaba aquel drama. Por una parte ofrece una explicación de él a la luz del conjunto de las relaciones entre Dios y su pueblo, y así ve en los hechos una lección para Judá (vv 7-23). Por otra parte, la situación creada tras la conquista asiria da pie al autor para mostrar que la población samaritana de su tiempo no ha de considerarse ya parte del pueblo elegido (vv. 24-41).
2R 17, 5-6. Las crónicas asirias atribuyen la toma de Samaría a Sargón II, que sucedió a Salmanasar V en diciembre del año 722 a.C., y dan noticia de que fueron deportados 27.290 israelitas, lo que constituiría el 10 de la población. En tal caso la deportación habría sucedido el 721 a.C. La práctica asiria era deportar a las clases altas que podrían oponer más resistencia.
La fecha de la conquista de la ciudad se pone en relación con el último año del reinado de Oseas, que dejó de ser rey en el 724 a.C. Durante los tres años de cerco Samaría no tuvo monarca.
2R 17, 7-23. La amplitud de esta explicación contrasta con la brevedad de la descripción de la caída de Samaría. El autor sagrado quiere resaltar por qué se ha producido aquel hecho tan trágico para Israel. La causa ha sido su pecado, cuya gravedad aparece precisamente al ser puesto en contraste con los dones divinos.
Ahora sólo queda la tribu de Judá que, además, tampoco ha sido fiel al Señor (vv. 18-19). Para el autor de 2R la desaparición del reino del Norte es la culminación de un proceso que comienza con Jeroboam y con la construcción de los becerros de oro (cfr 1R 12, 25-33). Aquel alejamiento de la casa de David es lo que ha conducido a los del Norte a quedar alejados de la presencia de Dios. Al dar esta explicación, el autor sagrado está enseñando una vez más que Dios ha prometido la salvación, y en concreto la continuidad de un reino, a la descendencia davídica (2S 7, 14). El reino del Norte, separado de la casa de David, ha dejado de existir. Pero queda Judá que, aunque también ha pecado, confía en el cumplimiento de la promesa divina. El redactor de los libros de los Reyes sabe que también Jerusalén será destruida y que el pueblo de Judá será conducido al destierro (cfr 1R 9, 7-9), pero no apartado de la presencia del Señor; no desaparecerá porque Dios es fiel a la promesa hecha a la casa de David.
La caída del reino del Norte servía ciertamente de lección a Judá; una lección que no aprendió (cfr Jr 16, 10-13). Pero también es lección para todos los hombres de todos los tiempos: el abandono de Dios y el alejamiento de Cristo, el Hijo de David, pone al hombre en peligro de perdición eterna. Comentando esta caída de los reinos, San Macario extraía una conclusión espiritual: ¡Ay del alma privada del cultivo diligente de Cristo que es quien le hace producir los buenos frutos del Espíritu!, porque, hallándose abandonada, llena de espinos y de abrojos, en vez de producir fruto, acaba en la hoguera. ¡Ay del alma en la que no habita Cristo, su Señor!, porque, al hallarse abandonada y llena de la fetidez de sus pasiones, se convierte en hospedaje de todos los vicios (Homiliae spirituales 28, 2).
2R 17, 24-41. El traslado de la población de unas regiones a otras era parte de la política asiria para evitar levantamientos. El nombre de la ciudad Samaría, se hace ahora extensible a todo el territorio conquistado. La población israelita sigue siendo sin duda el núcleo más numeroso y sigue practicando el culto al Señor, el Dios de sus padres. El redactor del libro, sin embargo, no considera ya a los samaritanos pertenecientes al pueblo de Israel. Según él, incluso los que de entre ellos siguen dando culto al Dios de Israel en Betel no son israelitas: si adoran al Señor es por la necesidad que tienen a causa de los leones (vv. 25-28) que, en efecto, abundarían al quedar deshabitada la tierra. La condición religiosa de los samaritanos que, por otra parte, siempre reivindicaron ser ellos los verdaderos continuadores de la tradición patriarcal y mosaica, es considerada por el redactor de 2R un burdo sincretismo; para él, ni son ya descendientes de Jacob, ni mantienen la Alianza del Éxodo (vv. 34-40). Tal aversión hacia los samaritanos continúa entre los judíos hasta la época de Jesucristo, como se refleja en Jn 4, 9. Sin embargo, también a ellos se dirige Jesús y se les anuncia luego el mensaje del Evangelio (cfr Hch 8, 4-25).
2R 18, 1-2R 25, 30. Esta última parte del libro concluye con la caída de Jerusalén y la deportación de los judíos a Babilonia (2R 24, 1-2R 25, 30). Toda la historia anterior ha sido escrita teniendo en cuenta ese desenlace y como preparándolo. Ahora, tras haber dado a conocer al lector el final del reino del Norte y explicar sus causas desde el punto de vista religioso, el autor sagrado pasa a exponer la reacción de Judá ante aquellos hechos. Narra la sucesión de los reyes de Judá y cómo, por sus pecados, el destierro a Babilonia se hace inevitable (cfr 2R 20, 16-19; 2R 21, 10-15; 2R 22, 15-19; 2R 23, 26-27).EstaPara resaltar que Dios ayudó a Judá a reaccionar, y que no quería su ruina, el autor de 2R vuelve a fijarse en los profetas enviados por Dios: Isaías (caps. 19-20) y la profetisa Juldá (2R 22, 11-20). De esta forma, también de Judá podrá decirse lo mismo que se había dicho de Israel: que no escuchó a los profetas enviados por Dios (cfr 2R 17, 13).
Esta parte de la historia de los reyes de Judá muestra que, en efecto, Dios es fiel a su promesa a pesar del pecado del hombre; pero muestra, al mismo tiempo, que la forma en que se cumplen las promesas divinas es misteriosa, a veces incomprensible de manera inmediata, y en ella entra en juego también la fidelidad del hombre. La muerte de Cristo en la Cruz es la suprema manifestación de ese misterio: «Nadie pudo ver ni dar a conocer a Dios, sino que fue él mismo quien se reveló. Y lo hizo mediante la fe, único medio de ver a Dios. Pues el Señor y Creador de todas las cosas, que lo hizo todo y dispuso cada cosa en su propio orden, no sólo amó a los hombres, sino que fue también paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno, bueno, incapaz de ira y veraz; más aún, es el único bueno; y cuando concibió en su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo. (…) Y cuando nuestra injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de manifiesto que el suplicio y la muerte, su recompensa, nos amenazaban, al llegar el tiempo que Dios había establecido de antemano para poner de manifiesto su benignidad y poder (¡inmensa humanidad y caridad de Dios!), no se dejó llevar del odio hacia nosotros ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a su propio Hijo como precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al inocente por los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales» (Epistula ad Diognetum 2R 8, 5-2R 9, 2).
2R 18, 1-2R 21, 25. Tras la caída de Samaría y de Damasco en manos de los asirios, Judá queda como un pequeño reino entre dos imperios, Asiria y Egipto, siempre obligada a buscar la ayuda de uno o de otro. En tal situación los profetas abogan sin embargo por apoyarse únicamente en la ayuda del Señor. En ese contexto se lleva a cabo una reforma religiosa por parte de Ezequías (2R 18, 1-2R 20, 21), pero que no será secundada por sus sucesores, Manasés y Amón (2R 21, 1-25). Este aspecto de fidelidad al Señor y pureza en su culto constituye desde ahora el hilo conductor de la trama que desembocará en la ruina de Jerusalén.
2R 18, 1-2R 20, 21. Junto a su preocupación por el culto del Señor, Ezequías desarrolló una política antiasiria (cfr 2R 18, 7) que provocaría la invasión de Senaquerib (cfr 2R 18, 13).
El rey es asistido por el profeta Isaías, el cual, ante la invasión asiria (2R 18, 13-30), pronuncia oráculos de salvación que se cumplen exactamente (2R 19, 1.14-37). Asimismo se cumple el oráculo profético sobre la curación del rey (2R 20, 1-11). Y así habrá de cumplirse también el terrible oráculo final del profeta que anuncia ya el destierro en Babilonia (2R 19, 14-19).
2R 18, 1-8. La conducta religiosa de este rey es muy buena; el autor sagrado la compara a la de David. Es el tercer rey de Judá equiparable en ese sentido a él: los otros fueron Asá en 1R 15, 11 y Josafat en 1R 22, 43, pero éstos no habían destruido los lugares de culto al Señor diseminados por Judea. Ezequías lo hizo, e incluso se atrevió a destruir la serpiente de bronce que mandara hacer Moisés (cfr Nm 21, 4-9) porque la habían convertido en una especie de ídolo dándole un nombre propio, Nejustán. Aunque no significa otra cosa que serpiente de bronce, aquel nombre indicaba que era considerada como un dios, olvidándose del Señor (cfr Sb 16, 6).
La confianza en Dios, en la que ningún otro rey igualó a Ezequías -de Josías se dirá algo parecido en cuanto a la observancia de la Ley (cfr 2R 23, 25)-, fue premiada con los éxitos militares que Dios le concedió (vv. 7-8).
2R 18, 9-12. La repetición de la noticia de la caída de Samaría (cfr 2R 17, 1-6) sirve en este contexto para recordar de nuevo el poderío amenazante de Asiria y para resaltar, a modo de contraste, la liberación de Jerusalén que se va a narrar a continuación.
2R 18, 13-37. ¿Cómo había sido posible que Jerusalén se librase de caer en manos de Asiria, cuando ciudades más fuertes que ella, como Damasco y Samaría, habían sucumbido? El autor de 2R da la respuesta con una exposición de los hechos que llega hasta 2R 19, 37, y que aparece asimismo recogida al pie de la letra en Is 36, 1-Is 37, 38: Jerusalén fue salvada de la amenaza de Senaquerib milagrosamente.
En los anales asirios del rey Senaquerib, que describen su campaña del año 701 a.C. contra Fenicia, Judá y Egipto, se recuerda la conquista por parte de Senaquerib, hijo de Sargón, de algunas ciudades de Judá y el tributo que pagó Ezequías (vv. 13-16). Ahí se dice que Ezequías fue hecho prisionero en Jerusalén como un pájaro en su jaula, pero no hay noticia de que la ciudad fuera conquistada.
Es significativo que la amenaza se hace precisamente desde el mismo lugar en el que el profeta Isaías había conminado al rey Ajaz a confiar en el Señor y no en la alianza con Asiria (v. 17 cfr Is 7, 3). La coincidencia del lugar recuerda la promesa de Dios por medio del profeta.
El comandante asirio, hombre de la casa del rey, emplea magistralmente la guerra psicológica, intentando quebrantar primero la confianza de Ezequías en Egipto, después la del pueblo en el rey, y, en consecuencia, en el Señor, su Dios. Para ello quiere aprovechar los posibles resentimientos que pudieran tener algunos contra Ezequías por haber eliminado los lugares de culto que existían en el país (cfr 2R 18, 3-4). Realmente el ejército de Judá apenas podía ofrecer resistencia al de Asiria, ni podía esperar ayuda de fuera. La situación era realmente dramática.
2R 19, 1-7. El rey ante todo hace penitencia y recurre a Dios (v. 1). Luego pide la intercesión del profeta Isaías (vv. 2-4), el único de los profetas escritores que aparece en la historia de los reyes. El carácter angustioso de la situación se refleja en la frase proverbial del v. 3; y la identidad del verdadero Dios frente a los ídolos se manifiesta al llamarle el Dios vivo (cfr vv. 16-18): En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de Él no hay dioses (cfr Is 44, 6). Dios transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: “Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan (…) pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años” (Sal 102, 27-28). En él “no hay cambios ni sombras de rotaciones” (St 1, 17). Él es “El que es”, desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas (Catecismo de la Iglesia Católica, 212).
2R 19, 8-9. Se cumple al pie de la letra la primera parte del oráculo del profeta (cfr 2R 19, 7). Dios se sirve del rey de Etiopía para que Senaquerib tenga que abandonar, al menos momentáneamente, su empresa contra Jerusalén.
2R 19, 9-13. El rey de Asiria no sólo no renuncia a sus planes, sino que menosprecia al Dios que protege a Ezequías; le considera igual a los dioses de las otras naciones a las que los asirios habían vencido y sometido. Ésta es la cuestión que se plantea a lo largo de todo este relato: la singularidad del Dios de Israel como el único y verdadero Dios. Las palabras de Senaquerib reflejan por un lado la mentalidad de aquella época de que cada pueblo tiene su dios que le protege, pero, por otro lado, ponen de manifiesto que aquel rey apoyado en la fuerza militar asiria se siente superior a todos aquellos dioses. Su proyecto contra Jerusalén va a enfrentarlo al Dios vivo y verdadero. Con este motivo el texto bíblico nos ofrecerá a continuación, en la oración de Ezequías y en las palabras de Isaías, una nueva enseñanza sobre la unicidad de Dios y su proyecto de salvación.
2R 19, 14-34. En un gesto significativo que supone la fe en la presencia de Dios en el Templo, Ezequías extiende las cartas del rey de Asiria para que el Señor mismo vea su contenido. En su oración el rey explica por qué han sido vencidas otras naciones (vv. 17-18) y pide que Dios se muestre como el único Dios (v. 19): La confesión de la unicidad de Dios, que tiene su raíz en la Revelación Divina en la Antigua Alianza, es inseparable de la confesión de la existencia de Dios y asimismo también fundamental. Dios es Único: no hay más que un solo Dios: “La fe cristiana confiesa que hay un solo Dios (…) por naturaleza, por substancia y por esencia” (Catech.R., 1, 2, 2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 200).
También el oráculo del profeta deja entender que el Dios de Israel es el único Dios, porque todo sucede según sus designios, incluso las victorias asirias (vv. 25-26), y porque Él conoce todas las acciones y pensamientos del hombre (v. 27). Él ha decidido salvar a Jerusalén como un resto de Israel (vv. 29-31) según la promesa que hiciera a David (v. 34): Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. (…). Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!” (Is 6, 5). (…) El apóstol Juan dirá igualmente: “Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1Jn 3, 19-20) (Catecismo de la Iglesia Católica, 208).
2R 19, 35-37. Probablemente el desastre se debió a una peste. Sobre el ángel del Señor, cfr nota a 2S 24, 1-25. Ahora se cumple la segunda parte del oráculo de Isaías (cfr 2R 19, 7), y se pone en evidencia que el dios al que adora Senaquerib no tiene poder de salvarle. La muerte de Senaquerib hay que situarla el año 681 a.C.; de su asesinato a manos de sus hijos da cuenta también un monolito asirio dedicado al rey Asarhadón.
2R 20, 1-11. Los hechos narrados en este capítulo hay que situarlos más bien antes de la invasión de Senaquerib (2R 18, 13), según se desprende del año de la muerte de Ezequías (698 a.C.) y de la misma promesa divina en el v. 6. Quizá se han trasladado a este lugar porque aquí se va a contar la muerte del rey (cfr 2R 20, 20-21). Aunque se relata la historia del monarca, la atención sigue centrada en la persona y las palabras del profeta, y, de hecho, estos mismos acontecimientos los encontramos narrados en Is 38-39.
Las alusiones a David y el tiempo en que sufriría el rey esta enfermedad hacen pensar que todavía no había nacido Manasés. En tal caso, Dios concede al rey tiempo suficiente -quince años de vida- para tener descendencia y poder ver la liberación milagrosa de la ciudad.
Como en otras ocasiones (cfr 2R 19, 29; Is 7, 14) el profeta da una señal que manifiesta la voluntad divina. En este caso la petición de una señal por parte de Ezequías contrasta con el rechazo de Ajaz cuando el profeta le dijo que la pidiera (cfr Is 7, 9).
Del episodio de la curación del rey se desprende la eficacia de la oración, con la que Dios cuenta para mostrar su voluntad: ¿Podrá Dios negar algo a la oración hecha en espíritu y verdad, cuando es Él mismo quien la exige? ¡Cuántos testimonios de su eficacia no hemos leído, oído y creído! Ya la oración del Antiguo Testamento liberaba del fuego, de las fieras y del hambre, y, sin embargo, no había recibido aún de Cristo toda su eficacia. ¡Cuanto más eficazmente actuará, pues, la oración cristiana! No coloca un ángel para apagar con agua el fuego, ni cierra las bocas de los leones, ni lleva al hambriento la comida de los campesinos, ni aleja, con el don de su gracia, ningún sufrimiento; pero enseña la paciencia y aumenta la fe de los que sufren, para que comprendan lo que Dios prepara a los que padecen por su nombre (Tertuliano, De oratione 29).
2R 20, 12-19. El texto llama Merodac-Baladán (cfr Is 39, 1) a Marduc-Apla-Iddina que ocupó el trono de Babilonia del 721 al 710 a.C. y que, depuesto por Sargón II, volvió a ocuparlo más tarde del 703 al 702. Su embajada a Jerusalén tendría como objetivo buscar un aliado contra Asiria, y Ezequías intenta impresionarle con sus riquezas y su poder en vistas a una alianza. Pero Isaías es contrario a cualquier alianza con reyes extranjeros, pues esto suponía no poner toda su confianza en el Señor. Quizá por eso el rey no dice al profeta el motivo de la embajada; pero el profeta predice ya lo que en realidad hará Babilonia con la riqueza y descendencia del rey de Judá. Las últimas palabras de Ezequías reflejan la aceptación de esa decisión divina, porque él ya no va a sufrirla.
2R 20, 20-21. El túnel mandado excavar por Ezequías para llevar agua desde la fuente de Guijón a un estanque dentro de la ciudad, la piscina de Siloé, todavía se conserva. En 1880 se descubrió en el túnel una inscripción de aquella época.
2R 21, 1-26. La tensión de la historia narrada en 2R va aumentando. En el horizonte está el castigo divino sobre Judá, el destierro en Babilonia anunciado en 2R 20, 17-18 y conocido por el redactor del libro. Éste, por tanto, ha de mostrar cómo Judá llegó a merecer tal castigo, y lo hace al exponer la historia del impío rey Manasés (vv. 1-18) y de su sucesor, Amón (vv. 19-26).
2R 21, 1-18. Manasés fue el rey que más tiempo permaneció en el trono de Judá (v. 1), sin duda como vasallo de Asiria. Desde el punto de vista religioso, que es el único que parece interesar al autor sagrado, fue totalmente contrario a la reforma religiosa que había emprendido su padre. Su reinado fue tan desastroso en ese aspecto que por su causa Dios decidió la ruina de Jerusalén (vv. 11-15). Su conducta es descrita a la luz de la reflexión hecha por el autor de 2R tras la caída de Samaría (cfr 2R 17, 7-23).
Entre la sangre inocente derramada por Manasés la tradición judía entendió que estaba la de Isaías. Así aparece en una obra posterior conocida como La ascensión de Isaías en la que se narra su martirio a manos de Manasés, que ordenó aserrarlo con una sierra de madera. A ello parece hacer alusión el autor de la Carta a los Hebreos (cfr Hb 11, 37). Por otra parte, según 2Cro 33, 11-20, Manasés fue llevado cautivo a Babilonia y se convirtió de sus pecados; después se esforzó en reparar el mal que había hecho.
2R 21, 19-26. A pesar de la mala conducta de Amón y de su muerte violenta, la dinastía davídica sigue adelante gracias a la gente sencilla del pueblo. Éste es ahora el instrumento para que vayan adelante los designios divinos sobre la descendencia de David.
2R 22, 1-2R 23, 30. El reinado de Josías, al que se dedica amplio espacio, sólo es contemplado por el autor de 2R bajo su aspecto religioso.
Según el texto, da la impresión de que aquella reforma religiosa se llevó a cabo en un año, tras el hallazgo del libro de la Alianza; pero hemos de pensar que fue fruto de un largo proceso y que la Ley de Moisés, así como la actividad profética de Jeremías (cfr Jr 1, 2; Jr 22, 15-16), tuvieron un influjo determinante desde el comienzo de la reforma. Ni Jeremías ni Sofonías (cfr So 1, 1) son mencionados en este libro.
El imperio asirio comienza a declinar en aquellos años y apuntan el poder medo y babilónico -Nínive será destruida el 612-. Aquella situación internacional permite a Josías una independencia de Asiria y un intento de hacer resurgir el reino de Judá. Pero el Señor ya había dictado sentencia sobre Judá y Jerusalén (2R 23, 26-27).
2R 22, 1-2R 23, 3. La reforma religiosa llevada a cabo por Josías se apoya en las palabras de un libro encontrado en el Templo. Se piensa que este libro era una parte del Deuteronomio actual, quizá Dt 12, 1-Dt 26, 19, ya que la reforma emprendida por el rey sigue las normas que allí se contienen referentes a un único lugar de culto (cfr Dt 12, 2-7). El mismo Deuteronomio se designa a sí mismo también con el nombre de libro de la Ley (Dt 29, 20; Dt 31, 26).
2R 22, 1-2. Se hace de Josías la mayor alabanza que podía hacerse de un rey de Judá: el haber seguido fielmente el modelo davídico (cfr nota a 2R 18, 1-8).
2R 22, 3-10. Como correspondía a un rey piadoso, la primera preocupación de Josías es reparar el Templo en el que habita el Señor. Para esa restauración, necesaria después de que hubieran transcurrido doscientos años desde la última y después de los excesos de Manasés, Josías aplica las disposiciones establecidas por Joás (cfr 2R 12, 10-16).
2R 22, 11-20. Nada más sabemos de la profetisa Juldá. Podemos pensar que fue consultada porque vivía en Jerusalén (v. 14). La decisión divina viene justificada por la mala conducta de los antecesores de Josías. En cuanto a éste, no se le anuncia que morirá de muerte natural, sino que la desgracia que se avecina no sucederá en sus días (v. 20).
La versión latina interpreta que al rey se le estremeció el corazón al oír las palabras contenidas en el libro (vv. 18-19; cfr 2Cro 34, 27).
2R 23, 1-3. Josías y el pueblo vuelven a renovar la Alianza poniendo como su fundamento el libro que contiene los decretos y normas del Señor. Aquel libro se convierte, de este modo, en el Libro de la Alianza, y adquiere un valor sagrado y normativo para todas las generaciones posteriores. Cuando Jesucristo realice la nueva Alianza sellada y fundamentada en su sangre (cfr Mc 14, 22-25; 1Co 11, 23-25), aquel libro, junto a otros con los que fue completado, seguirá siendo el testimonio de la antigua Alianza, y la Iglesia lo llamará después Antiguo Testamento.
2R 23, 4-30. Estamos ante uno de los hechos más desconcertantes de los libros de los Reyes e incluso de toda la historia deuteronomista: el que un rey tan piadoso y fiel al Señor (v. 25) como Josías, precisamente el que lleva a cabo la mayor reforma religiosa, termine su vida de forma sangrienta a manos de sus enemigos (v. 29). A lo largo de la historia de los Reyes y del Deuteronomio subyace la constante de que a quien es fiel al Señor le acompaña el éxito y largos días, mientras que los que se apartan de Él reciben el castigo merecido. Con Josías se quiebra esa convicción de manera irreparable. Pero el autor de 2R pasa de prisa, sin ningún comentario, la muerte de este rey, que no encaja en el esquema doctrinal que domina su obra. Serán otros autores bíblicos, inspirados también por Dios, quienes se plantearán el misterio del sufrimiento del hombre inocente; así el autor de los Cantos del Siervo del libro de Isaías, el autor del libro de Job, o el del Eclesiastés. Pero la respuesta clara de Dios a esos interrogantes sólo llegará con nuestro Señor Jesucristo, con su muerte en la Cruz y su resurrección.
2R 23, 4-20. El redactor de 2R no sigue un orden preciso en la descripción de la actividad antiidolátrica de Josías, pero nos deja un muestrario bastante completo de la diversidad de cultos, algunos de ellos aberrantes, que existían en Judá y Jerusalén durante la época de la monarquía. De esta manera el lector puede entender la manera de actuar de Dios con Judá y Jerusalén, permitiendo las desgracias que ya se avecinan (cfr 2R 23, 26).
El cuadro de degradación religiosa (culto a la diosa Astarté -Aserá-, prostitución sagrada -hieródulos-, etc.) con el que se encontraba Josías nos da idea de hasta dónde pudo llegar la infidelidad de Judá, aun contando con la Ley de Moisés, la Alianza con Dios y las promesas de David. De esta infidelidad del pueblo que llevó a la caída de Jerusalén y a la destrucción del Templo, algunos autores extrajeron una aplicación espiritual: Así como en otro tiempo Dios, irritado contra los judíos, entregó a Jerusalén a la afrenta de sus enemigos, y sus adversarios los sometieron, de modo que ya no quedaron en ella ni fiestas ni sacrificios, así también ahora, airado contra el alma que quebranta sus mandatos, la entrega en poder de los mismos enemigos que la han seducido hasta afearla (S. Macario, Homiliae spirituales 28, 1).
2R 23, 21-23. La singularidad de esta Pascua consistió en ser celebrada según las normativas de Dt 16, 1-8, que ordena que el cordero pascual sólo puede ser sacrificado en el Templo de Jerusalén. De esta forma la fiesta adquiere la dimensión de unidad nacional en torno a un único Santuario, como en los tiempos del desierto en torno al Arca (cfr Ex 23, 15-17; Lv 23, 4-14), sobrepasando el contexto familiar que había adquirido durante la monarquía y que se refleja asimismo en Ex 12, 1-14.43-49. De manera análoga la Pascua cristiana, cuyo cordero pascual es Cristo, significa y realiza la unidad de todo el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Este sentido de unidad engendrada en la Pascua está así presente en la enseñanza de los escritores cristianos: Ahora ha llegado aquel tiempo en que todo vuelve a comenzar, a saber, el anuncio de la Pascua venerable, en la que el Señor fue inmolado. (…) Ahora bien, el mismo Dios, amados hermanos, que al principio instituyó para nosotros esta fiesta, nos ha concedido poderla celebrar cada año; y el que entregó a su Hijo a la muerte por nuestra salvación nos otorga, por el mismo motivo, la celebración anual de esta santa solemnidad. Esta fiesta nos sostiene en medio de las miserias de este mundo; y ahora es cuando Dios nos comunica la alegría de la salvación, que irradia de esta fiesta, ya que en todas partes nos reúne espiritualmente a todos en una sola asamblea, haciendo que podamos orar y dar gracias todos juntos, como es de ley en esta fiesta. Este es el prodigio de su bondad: que él reúne para celebrarla a los que están lejos y junta en una misma fe a los que se encuentran corporalmente separados (S. Atanasio, Epistulae festales 5, 1-2).
2R 23, 24-27. La acción de Josías se dirige ahora contra las formas de idolatría que se daban más a nivel familiar o personal. El autor de 2R subraya que el piadoso rey cumplía lo escrito en el libro y así aparece, en efecto, en Dt 18, 10-12. El cumplimiento fiel de la ley deuteronómica y haber vivido perfectamente según las palabras de Dt 6, 5 recogidas más tarde en la oración de la Shemá, es lo que hace único a Josías entre todos los reyes de Judá (v. 25), de manera semejante a como Ezequías lo había sido por su confianza en Dios (cfr 2R 18, 15). Así queda claro que Josías no se hizo partícipe de la causa que traerá el desastre ya decretado por Dios sobre Jerusalén (vv. 26-27).
Sobre los terafim, cfr nota a Jc 17, 5.
2R 23, 28-30. El faraón Necó II (610-595 a.C.) subió a ayudar al rey de Asiria que, tras la destrucción de Nínive en el año 612 a.C., fue obligado a refugiarse al este del Éufrates. Con esa excusa Necó quiere imponer su poder en Palestina y Siria. Josías le hace frente, temeroso de que Judá pierda su independencia. En 2Cro 35, 20-25, donde se cuenta con más detalle la muerte de Josías, ésta se atribuye a que el rey no escuchó la palabra de Dios que hablaba por boca del faraón, confirmando así la retribución personal e inmediata. Es una forma, sin duda bastante artificiosa, de dar explicación de aquella muerte, sobre la que el autor de 2R no emite juicio alguno.
2R 23, 31-2R 25, 30. Llegamos al trágico desenlace de la historia de Judá y de Jerusalén, que ya había sido anunciado por el profeta Isaías (cfr 2R 20, 17-18), y decidido inexorablemente por Dios ante la perversidad de Manasés (cfr 2R 21, 11-15). Ni siquiera la fidelidad de Josías cambiará aquella decisión divina (cfr 2R 23, 27).
2R 23, 31-2R 24, 20. Desde el punto de vista socio–político la caída de Jerusalén y el destierro se deben a la torpe actuación de estos reyes, que oscilan entre la sumisión a Babilonia o a Egipto. Pero el autor sagrado contempla una causa más profunda y real: la voluntad de Dios de corregir a su pueblo (2R 24, 3).
2R 23, 31-35. A la muerte de Josías, el pueblo elige rey a Joacaz, que no era el primogénito (cfr 1Cro 3, 15 donde se le llama Salum), sin duda porque seguía la línea antiegipcia de su padre. Pero el faraón Necó, terminada su campaña por el norte, vuelve a ocuparse de los asuntos de Judá y de Jerusalén. Ahora es Egipto quien domina en la zona, y Judá ha de someterse a su voluntad, de grado o por la fuerza, pagándole tributo. Al cambiar el nombre al rey de Judá (v. 34), el faraón quiere aparecer como el que actúa en nombre del Dios de Israel, pues el nuevo nombre, Yoyaquim, hace referencia a Yahwéh, mientras que el antiguo llevaba el teóforo genérico El (Eliaquim). Por otra parte repone en el trono al que tenía más derechos por ser hermano mayor.
2R 23, 36-37. Los sucesores de Josías vuelven a merecer un juicio negativo. El reinado de Yoyaquim se caracterizó por la corrupción y la injusticia (cfr Jr 23, 13-19); él fue el responsable del asesinato del profeta Urías (cfr Jr 26, 20-24), y no quiso escuchar la palabra del Señor por boca de Jeremías (cfr Jr 36).
2R 24, 1-7. Después de la batalla de Carquemís (605 a.C.), en la que fue derrotado el faraón Necó II, el poder de Babilonia se extiende por todo el Oriente Próximo. Nabucodonosor (604-562 a.C.) impuso tributo a los reinos de la región. El año 601 se dirigió hacia Egipto, pero fue rechazado por una fuerte resistencia. Probablemente es entonces cuando Yoyaquim, no haciendo caso a las advertencias de profeta Jeremías (cfr Jr 27, 9-11), se rebeló contra Nabucodonosor y atrajo sobre sí los ataques a pequeña escala de los reinos vecinos favorables al poder babilonio (vv. 1-2). Pero para el autor sagrado no son las circunstancias políticas las que van a decretar la ruina de Judá, sino la voluntad del Señor que, debido a los pecados del pueblo, representados en los de Manasés, no quiso perdonar (v. 4). Con esta frase terrible queda expresado el significado de todo lo que va a suceder a Judá y Jerusalén.
2R 24, 8-17. Aunque rechazado de Egipto, Nabucodonosor controla todo el territorio al norte del río de Egipto, y el 597 a.C. sus soldados ponen cerco a Jerusalén. La muerte del rey Yoyaquim y la sucesión de su hijo Yoyaquín no cambió las cosas. A los tres meses éste se rinde y es llevado cautivo a Babilonia (vv. 12-16) en el año octavo del reinado de Nabucodonosor.
2R 24, 18-20. Nabucodonosor nombra rey en Jerusalén a otro de los hijos de Josías (cfr 2Cro 36, 10) del que sin duda espera una sumisión pacífica. Pero la decisión del Señor sobre su pueblo debe cumplirse, y Sedecías vuelve a rebelarse contra Babilonia, quizá tras subir al trono de Egipto el ambicioso faraón Jofrá (589 a.C.), o presionado por alguna facción proegipcia en Jerusalén. Las consecuencias serán catastróficas para el rey y para el resto de los habitantes de Jerusalén.
2R 25, 1-21. En esta narración de la caída de Jerusalén destacan tres temas: la suerte del rey y sus hijos (vv. 1-7), el despojo del Templo (vv. 13-17), y las personas llevadas cautivas (vv. 8-12.18-21). A los que ya habían sido deportados anteriormente (cfr 2R 24, 14-16) hay que sumar ahora gentes dedicadas al cultivo de la tierra (v. 19). De esta forma los que quedaron -se calcula diez o quince mil en toda Judá- se convirtieron en grandes propietarios, y quizá también por eso mismo, en personas favorables a los babilonios.
2R 25, 1-7. Los sucesos durante aquel prolongado asedio a Jerusalén los conocemos con más detalle por los profetas Jeremías y Ezequiel, testigos de aquella tragedia (cfr Jr 39, 1-10; Ez 17, 11-21). Las fechas exactas no pueden ser precisadas a pesar de los datos que ofrece 2R. Lo más probable es que el asedio comenzase a principios del 588 y durase hasta el verano del 587. Entretanto el faraón Jofrá envió auxilios a Judá puesto que estaba de su parte (cfr Ez 17, 15-18; Lm 4, 17), por lo que el ejército de Babilonia en algún momento levantó el cerco para combatir a los egipcios (cfr Jr 37, 5-11). Pero, vencidos éstos, el asedio continuó hasta que el hambre hizo huir a los soldados y al rey (vv. 6-7). Sedecías podía haber evitado aquel terrible castigo si hubiese hecho caso al profeta Jeremías que le aconsejaba entregarse a los babilonios (cfr Jr 38, 14-28).
2R 25, 8-21. La fecha de la caída de Jerusalén y del incendio del Templo no podía quedar en el olvido: corresponde probablemente al 14 de agosto del año 587 a.C.
Los objetos saqueados (vv. 13-17) son los que aparecen en 1R 7, donde se narra la ornamentación del Templo hecha por Salomón. Ahora, el incendio y el despojo significan que aquel Templo ha dejado de ser el lugar elegido por Dios para poner allí su nombre (cfr 1R 8, 16-29), y que la gloria del Señor lo ha abandonado (cfr Ez 10, 18-22). La etapa iniciada por David y Salomón en la que la presencia del Señor se manifestaba en el Templo de Jerusalén ha llegado a su fin. Ahora aquel lugar sólo es ya ruina y desolación, aunque sobre él seguirá brotando el clamor y la oración al Señor (cfr Sal 74, 1-23). El autor de 2R da cuenta de algunas ejecuciones sumarias de sacerdotes y de jefes del ejército (vv. 18-21) que vienen a significar que todo aquello ha terminado.
La destrucción del Templo es signo de su carácter transitorio; queda ya claro que Dios no había unido su presencia a aquel lugar de forma incondicionada: exigía una fidelidad que no se dio. La tradición judía posterior recordará esta verdad y, aunque el Templo volverá a ser edificado tras el destierro y se reanudará el culto en él (cfr Esd 3, 1-13), irá creciendo la convicción inspirada por Dios de que la salvación del pueblo no llegará por el Templo, sino por la fidelidad de un siervo del Señor que obedientemente tomará sobre sí y sufrirá el castigo por los pecados del pueblo (cfr Is 42, 1-9; Is 52, 13-Is 53, 12). Jesucristo será ese siervo sufriente, y en Él la presencia de Dios se hará real entre los hombres como en un nuevo y definitivo Templo (cfr Jn 2, 11-22): Aquellas instituciones temporales -comenta un antiguo escritor cristiano- que existían al principio para prefigurar la realidad presente eran sólo imagen y prefiguración parcial e imperfecta de lo que ahora aparece; pero una vez presente la realidad, conviene que su imagen se eclipse; del mismo modo que, cuando llega el rey, a nadie se le ocurre venerar su imagen, sin hacer caso de su persona (Homilia paschale).
2R 25, 22-30. El libro termina con estas informaciones sobre la inseguridad que reina entre los que han permanecido en Jerusalén, y sobre la suerte del rey en Babilonia. No hay ninguna alusión a Dios, ni valoraciones religiosas; pero puede entreverse la providencia divina sobre el rey de Judá.
2R 25, 22-24. Judá quedó convertida en una provincia del imperio babilonio con un gobernador nombrado por Babilonia de entre la nobleza local: Godolías era nieto de un alto funcionario de la corte de Josías (cfr 2R 22, 10). La administración fue trasladada a Mispá, al noroeste de Jerusalén (cfr 1R 15, 22), dado el estado caótico en el que había quedado la capital. Godolías dio muestras de ser una persona práctica que aceptaba la situación (cfr Jr 40, 7-Jr 41, 8).
2R 25, 25-26. En Judá seguían existiendo cabecillas rebeldes a Babilonia entre los que se encontraba el citado Ismael. Éste tenía pretensiones al trono y estaba apoyado por los amonitas (cfr Jr 40, 13-14). Entre los que huyen a Egipto está, llevado por la fuerza, el profeta Jeremías (cfr Jr 43, 6).
2R 25, 27-30. Al subir al trono, el nuevo rey de Babilonia en el año 562 a.C. decreta una amnistía que afecta al rey Yoyaquín. También los archivos babilónicos de la época dan noticia de Yoyaquín, de cinco de sus hijos y de las raciones que tenían asignadas. El autor de 2R resalta que, aunque vasallo, Yoyaquín es considerado en la corte de Babilonia un verdadero y legítimo rey de Judá. De Sedecías ya no se dice nada. En el conjunto de la historia de 1R-2R, este reconocimiento del rey de Judá significa que sigue perdurando la dinastía davídica y que, aunque está en el destierro, no se ha de perder la esperanza en que Dios cumplirá la promesa hecha a David (cfr 2S 7, 12-16).
Es probable que sea precisamente esa esperanza la que el autor de 1R-2R ha querido infundir en el lector de su obra, aunque tal como se describe la situación no parece vislumbrar ningún futuro a la descendencia de David; ni siquiera menciona a los hijos de Yoyaquín. Pero la historia de los Reyes muestra a todo lector de la Biblia que, a pesar de aquellos desastres, Dios no abandonó a su pueblo, sino que le aplicó un castigo saludable encaminado a un nuevo recomenzar a partir del destierro. Al lector cristiano, en concreto, esa historia le muestra además que queda abierto el camino para que el futuro de salvación, sólo presente en los planes de Dios, llegue a realizarse y se manifieste a través de Jesús de Nazaret, reconocido y proclamado como el Mesías, el Hijo de David.
1Cro 1, 1-1Cro 9, 44. Las genealogías contenidas en estos capítulos están distribuidas en dos listas, la primera desde Adán a Israel (1Cro 1, 1-54), la segunda desde los doce hijos de Israel hasta David (1Cro 2, 1-1Cro 9, 44). Ambas están elaboradas con la misma intención doctrinal de todo el libro, esto es, señalar que el pueblo de Dios que ha regresado del destierro ha mantenido la identidad que tenía desde Adán y es, por tanto, el depositario de las promesas de salvación; tras el destierro, su existencia y su vida giran en torno a la figura de David y a la ciudad de Jerusalén. Las listas se basan en las genealogías ya conocidas por los libros anteriores -desde Génesis hasta Reyes-, pero sin ceñirse a ellas con exactitud, pues con frecuencia eliminan algunos nombres que podrían desviar la atención de la línea genealógica predominante -como ocurre con los descendientes de Caín recogidos en Gn 4, 17-24- o añaden otros, como ocurre en las genealogías de los levitas.
Aunque no se relatan con detalle los grandes acontecimientos de la historia de Israel, se recogen breves noticias sobre algunos episodios significativos, especialmente los relacionados con el asentamiento de las tribus en las diversas zonas de la tierra prometida. También en este caso se mantiene el objetivo de destacar la ciudad de Jerusalén, resaltar la continuidad del pueblo y legitimar las funciones de cada tribu, en particular las de los levitas. Así se omite cualquier alusión a Moisés y al Éxodo que podría empañar la procedencia lineal de Abrahán; en cambio se subrayan los hechos, personas o lugares que acentúan la identidad del pueblo. De este modo, mientras que en el Génesis la tribu de Judá ocupa el cuarto lugar entre los hijos de Jacob (Israel) (cfr Gn 29, 35; Gn 35, 23; Gn 46, 12; Gn 49, 8; cfr también 1Cro 2, 1), aquí pasa a ocupar el primer lugar (cfr 1Cro 2, 3; 1Cro 12, 25), pues ella recibió en herencia Jerusalén y de ella nació David. Lo mismo ocurre con la tribu de Leví, tan importante en la sociedad postexílica: se reseñan varias listas genealógicas y se enumeran varios grupos de ciudades levíticas (cfr 1Cro 5, 27-1Cro 6, 66).
En el primer gran periodo (1Cro 1, 1-54) Jacob es nombrado como Israel (v. 34), probablemente porque el Cronista piensa más en la unidad del pueblo que en los hechos históricos del progenitor. A los descendientes de Esaú (vv. 35-53) se les dedica bastante atención pero no volverán a aparecer en todo el libro. De este modo se concede una cierta relevancia a los edomitas (descendientes de Esaú/Edom), pero muy escasa si se compara con los israelitas (descendientes de Jacob/Israel), que van a ocupar el resto del libro. Solamente hay una breve alusión a un dato histórico: Antes de que hubiera rey en Israel (v. 43), dejando así constancia de que la monarquía fue un hito fundamental en la historia del pueblo de Abrahán; cabría decir que todo lo anterior es prehistoria.
El segundo periodo (caps. 2-7) comprende los largos años que van desde el nacimiento de las tribus de Israel hasta su asentamiento definitivo en las distintas zonas de Palestina. También aquí la intención doctrinal del Cronista orienta la elaboración de las listas realzando la descendencia de Judá (cap. 2), y, sobre todo, la de David (cap. 3) como figura culminante en la historia y punto de referencia para la identidad del pueblo. Del mismo modo se destaca la tribu de Benjamín, en cuyo territorio está la Ciudad Santa de Jerusalén (1Cro 7, 6-12; 1Cro 8, 1-40). Finalmente se da especial relieve a la tribu de Leví (1Cro 6, 1-66) haciendo constar los miembros que la componen, las funciones que desempeñan en el Templo y las ciudades que ocupan.
Los capítulos 8-9 constituyen un apéndice sobre los descendientes de Benjamín, entre los que sobresale Saúl, el primer rey de Israel, y sobre los habitantes de Jerusalén antes y después del destierro. Entre los que regresaron y ocuparon sus antiguas posesiones destacan las familias levitas. Estas genealogías últimas ponen más de relieve la estrecha relación de los repatriados con los antepasados de Saúl y de David; y, por tanto, el derecho a la herencia de las promesas patriarcales. La doctrina que subyace en las listas pervive hasta el Nuevo Testamento, donde las genealogías de Jesús (cfr Mt 1, 1-16; Lc 3, 23-38) le vinculan con los patriarcas, con David y con los repatriados de Babilonia. De esta forma los evangelistas confiesan que con Jesús da comienzo la plenitud de la historia de la salvación que en ningún momento llegó a interrumpirse.
1Cro 1, 5-16. Las genealogías de Jafet (cfr Gn 10, 2-4) y las de Cam (cfr Gn 10, 6-9) son breves en comparación con la de Sem que culmina en Abrahán (v. 28). De esta forma el autor sagrado destaca a Noé y a Abrahán como dos figuras relevantes de la historia de la salvación. Nótese que de los dos hijos de Abrahán (v. 28) se nombra a Isaac antes que a Ismael aunque nació después.
1Cro 2, 15 David es descendiente destacado de Judá. Según 1S 17, 12.14 era el más pequeño de ocho hermanos, sin embargo aquí ocupa con carácter simbólico el número siete.
1Cro 3, 1 La lista de los hijos de David nacidos en Hebrón coincide con la de 2S 3, 2-5. Únicamente se cambia el nombre del segundo, Quilab, que en Crónicas es llamado Daniel. Es posible que tuviera ambos nombres, o que muriera muy joven, pues no tuvo ninguna relevancia en comparación con sus hermanos Amnón, Absalón y Adonías que fueron los aspirantes al trono de David.
1Cro 3, 5-6. Salomón ocupa el último lugar entre los hijos de Betsabé, no porque sea el más joven, sino porque el autor, nombrándolo al final de la lista, quiere señalar que fue el más importante de sus hermanos.
Betsabé, hija de Amiel. El texto hebreo dice Batsúa que es quizá otra forma del mismo nombre; por otra parte, según 2S 11, 3 era hija de Eliam. Este tipo de variantes se explican porque el autor de Crónicas probablemente utilizó, además de los libros de Samuel y Reyes, otras fuentes extrabíblicas que hoy no conocemos. Parece que ha habido repetición o confusión en los nombres de Elisamá y Elifélet (v. 6).
1Cro 3, 10-24. Los descendientes de Salomón están distribuidos en dos listas sucesivas. En la primera (vv. 10-16) se enumeran los reyes de Judá hasta el destierro; en la segunda (vv. 17-24), los dirigentes repatriados de Babilonia. El destierro es aludido en el apelativo el cautivo de Jeconías (v. 17) para subrayar de esta manera la vinculación de los contemporáneos del Cronista con los que formaban el reino de Judá.
1Cro 4, 1-23. Esta genealogía de Judá repite, con algunas variantes, la contenida en 1Cro 2, 3-55, y pone de relieve que la tribu más significativa de Israel es la de Judá, puesto que de ella había de nacer David en Belén (v. 4).
Los vv. 9-10 indican la importancia de Yabés, que en 1Cro 2, 55 aparece como ciudad. En las listas genealógicas se identifica frecuentemente el lugar geográfico de una familia con el personaje que se supone su fundador o antepasado. En todo caso el Cronista no deja de señalar que el desarrollo de los clanes se debe a una especial protección divina (v. 10).
1Cro 4, 17-19. Estos versículos son distintos en el texto griego y en el hebreo, y ninguno de los dos es del todo inteligible. Hemos tomado como base el griego, aunque lo hemos completado con el hebreo que dice así: 17 Hijos de Ezrá: Yéter, Méred, Éfer y Yalón. Yéter engendró a Miriam, Samay y Yisbaj, padre de Estemoa. 18 Su mujer, la de Judá, le dio a luz a Yéred, padre de Guedor, a Éber, padre de Socó y a Yecutiel, padre de Zanóaj. Éstos son los hijos de Bitia, la hija de Faraón que tomó como esposa Méred. 19 Y los hijos de la mujer de Hodías, hermana de Nájam, fueron: el padre de Queilá, el garmita, y Estemoa, el maacatita.
1Cro 4, 24-43. La tribu de Simeón ocupaba el sur, junto con la de Judá, pero tuvo un desarrollo más limitado. En esta lista además de los descendientes (vv. 24-27 y 34-40) se señalan las ciudades adquiridas por herencia y otras que se anexionaron en sus incursiones pacíficas y bélicas (vv. 28-33 y 41-43).
1Cro 5, 1-10. La genealogía de Rubén encabeza las de las tribus de Transjordania. Antes de iniciar la lista el Cronista intercala una indicación en la que justifica tres datos significativos: la pérdida de los privilegios por parte de Rubén, a pesar de ser el primogénito (v. 1; cfr Gn 35, 22); la primacía de la tribu de Judá, porque de ella había de nacer David, el soberano (v. 2), el gran rey; y la importancia de las tribus de Efraím y Manasés, más extensas porque heredaron el derecho de primogenitura de José, el predilecto de Jacob. Estos datos confirman que las genealogías de Crónicas están elaboradas con criterios doctrinales más que con exactitud cronológica.
1Cro 5, 11-22. La tribu de Gad habitó en Galaad, al otro lado del Jordán, en vecindad con la de Rubén. El Cronista, que sigue pendiente de la orientación doctrinal más que de la exactitud geográfica o cronológica, se detiene en el pacto estrecho que establecieron los de Gad con los de Rubén y los de Manasés para entablar batalla con un enemigo común, los agaritas (vv. 18-22). El Señor les prestará una especial protección y podrán apoderarse de los enseres y del territorio de los vencidos porque pelearon unidos en una guerra santa, es decir, en una guerra querida por Dios (v. 22).
1Cro 5, 23-26. Al final de la genealogía de la tribu de Manasés, que ocupó la región más septentrional de Transjordania, el autor sagrado deja una muestra más de la interpretación religiosa de los acontecimientos. La causa de la invasión de Asiria (durante los años 733-732 a.C., cfr 2R 15, 29) fue la infidelidad y la idolatría de las tribus que formaban el reino del Norte, y el rey asirio fue el instrumento del castigo en manos de Dios. Aplicando de esta manera la doctrina de la retribución queda justificada la desaparición del territorio de estas tribus para siempre.
1Cro 5, 27-41. La tribu de Leví recibe una atención especial, pues se le dedica más espacio que a ninguna otra (1Cro 5, 27-1Cro 6, 66) y se coloca la genealogía de sus clanes y familias en el centro de las demás.
Esta primera genealogía de Leví enumera a los sumos sacerdotes pertenecientes a la familia de Aarón y Eleazar (cfr Nm 26, 59-60) y deja entrever la especial protección divina sobre ellos, al destacar algunos detalles importantes: es la única relacionada con el Templo de Salomón, de modo que su construcción divide la genealogía en dos etapas casi simétricas; realza, como hace la otra genealogía de Aarón recogida más adelante (1Cro 6, 36-38), la figura de Sadoc de quien tomaron nombre los sadoquitas -saduceos del Nuevo Testamento-, que ejercían el sacerdocio cuando se escribió este libro; y, sobre todo, subraya la continuidad del sacerdocio supremo desde Aarón hasta Yehosadac, deportado a Babilonia (v. 41) y padre de Josué, primer sumo sacerdote de la restauración a la vuelta del destierro (cfr Esd 3, 2).
1Cro 6, 1-15. Esta segunda lista nombra en primer lugar a los descendientes de Leví (vv. 1-4), pero sin mencionar a María, la hermana de Aarón (cfr Ex 6, 16-19 y Nm 3, 17-20), que no fue progenitora de ninguna línea sacerdotal. A continuación (vv. 5-15) enumera otras familias sacerdotales, distintas de los sumos sacerdotes, con la intención de justificar que todos los que ejercieron el sacerdocio en Israel eran descendientes de Leví. En concreto, Samuel y su padre Elcaná (v. 12) entran aquí en la línea genealógica de los levitas, a pesar de que provenían de la tribu de Efraím (cfr 1S 1, 1). En cambio no figura Elí, el sacerdote de Siló, de quien el propio Samuel heredó el sacerdocio, porque sus hijos fueron castigados severamente a no transmitirlo a sus descendientes (cfr 1S 2, 34-36). Sin duda el Cronista pasa por alto las dificultades que podría plantearse un historiador minucioso y se limita a certificar la descendencia levítica de todos los sacerdotes.
1Cro 6, 16-38. Dentro de la familia levítica ocuparon un puesto relevante los cantores, necesarios en el culto de después del destierro a Babilonia (cfr cap. 25). Aquí se señala que David en persona les encomendó la dirección del canto (vv. 16-17) y que, por tanto, había instituido este ministerio para siempre. Por otra parte, en la lista aparecen como descendientes de Leví los tres grandes sabios a los que se atribuye la composición de algunos salmos (cfr 1R 5, 11; Sal 89, 1): Hemán (vv. 18-23), Asaf (vv. 24-28) y Etán (vv. 29-32). De esta manera los cantores adquirieron una altísima dignidad como sabios, como compositores de salmos y hasta dotados de funciones proféticas (cfr 1Cro 25, 2).
Además de dirigir el canto, los levitas de grado inferior ayudaban en todos los servicios del Templo (cfr Nm 3, 9) a los sacerdotes, que eran los encargados de las ofrendas y los sacrificios (vv. 33-34).
1Cro 6, 39-66. En la enumeración de las ciudades heredadas o cedidas a la tribu de Leví se sigue la relación de Jos 21, 1-42 con pequeñas variantes. Hay levitas y sacerdotes en todas las regiones en las que están asentadas las restantes tribus, mostrando de este modo que eran imprescindibles en la vida del país. En concreto la distribución es la siguiente: a) Ciudades sacerdotales en el territorio de Judá y Simeón, con Hebrón como centro y ciudad de refugio (vv. 39-45; cfr Jos 21, 9-19). b) Ciudades levíticas en Efraím, con Siquem como centro y ciudad de refugio (vv. 51-55; cfr Jos 21, 20-26). c) Ciudades levíticas del norte asignadas a los guersonitas (vv. 56-61; cfr Jos 21, 27-33). d) Ciudades levíticas de la zona de Zabulón (vv. 62-66; cfr Jos 21, 34-35). El centro de la sección (vv. 46-50) resume esta misma distribución de ciudades entre las grandes familias levíticas: Quehat, Guersón y Merarí (cfr Jos 21, 5-8).
1Cro 7, 1-40. Las listas de las tribus del norte, excepto la de Dan y la de Zabulón, completan el mapa genealógico de Israel. A pesar de que los del norte ocuparon una zona muy amplia y de que desarrollaron una historia muy intensa, el Cronista se limita a reseñar las genealogías sin mencionar ningún episodio. De esta forma se refleja el convencimiento de que sólo los descendientes de las tribus del sur, es decir, los antepasados de los que regresaron del destierro, mantuvieron su identidad mientras que los del norte habían desaparecido en castigo por su idolatría y por sus otros pecados.
La genealogía de Benjamín (vv. 6-12) no coincide plenamente con la que aparece en 8, 1-32. Aunque se han propuesto diversas explicaciones, únicamente puede afirmarse que a esta familia pertenecían gran parte de los repatriados. Quizá por eso conservaban dos genealogías diferentes.
1Cro 8, 1-32. La genealogía de Benjamín recogida en este capítulo contiene anotaciones breves de episodios que, aunque difíciles de comprobar, van orientados a encumbrar unas veces la tribu de Benjamín, y otras la ciudad de Jerusalén. Ehud es el juez que liberó a los hijos de Benjamín de la esclavitud de Moab según cuenta Jc 3, 12-30. El drama de Guibeá está narrado con detalle en Jc 19, 1-Jc 21, 25 y la huida de los benjaminitas (cfr Jc 20, 45-47) es considerada aquí como una deportación (v. 7). En el v. 28 se reseña que los benjaminitas residían desde antiguo en Jerusalén (cfr v. 32), la futura capital del reino. Pero en Jc 1, 21 se dice que los benjaminitas no pudieron expulsar a los jebuseos.
1Cro 8, 33-40. Entre los descendientes de Benjamín sobresale Saúl, el primer rey de Judá. Su genealogía se repite en 1Cro 9, 35-44, pero aquí se reseña el valor y la destreza de los benjaminitas con el arco (v. 40; cfr 2S 1, 22; 1Cro 12, 2). El Cronista apenas recoge sucesos de la vida de Saúl, y atribuye a la familia entera las cualidades personales del rey.
1Cro 9, 1-44. Este capítulo, que cierra la primera parte del libro dedicada a los antepasados de David, contiene unas listas de descendientes de Judá y Benjamín (vv. 4-16) casi idénticas a las de Ne 11, 3-19. A continuación, enumera a los levitas porteros, con la descripción de sus funciones (vv. 17-34), y la genealogía de Saúl (vv. 35-44), reseñada en el capítulo anterior (1Cro 8, 33-40).
Pero antes de estas últimas genealogías hay una breve introducción (vv. 1-3) con los puntos doctrinales que vertebran la orientación religiosa del libro: en primer lugar, las listas aquí contenidas no son invención del autor, puesto que todos los israelitas (v. 1), literalmente todo Israel, estaban inscritos en el libro de los Reyes. Esto significa que entre los que regresaron del destierro y los protagonistas de la historia antigua no hay ruptura. En segundo lugar, el destierro es interpretado como castigo por las infidelidades de los propios deportados, no de sus antepasados. Resplandece de esta manera la doctrina de la retribución personal e inmediata. Por último, Jerusalén es la capital donde residen tanto las tribus del sur (Judá y Benjamín) como las del norte (Efraím y Manasés). Se quiere certificar que se ha alcanzado la unidad, el todo Israel, y que se ha superado toda división entre los reinos antiguos.
1Cro 9, 20 Que el Señor esté con él es una fórmula frecuente en el judaísmo tardío para manifestar el respeto por una persona ya fallecida, pero que en la Biblia sólo aparece aquí: Pinjás había merecido una bendición especial del Señor (cfr Nm 25, 6-13).
1Cro 9, 35-44. La repetición de la genealogía de Saúl cierra esta primera parte dedicada a los antepasados. La dinastía que viene a continuación, la de David, ha de marcar el modo de ser del pueblo: es nueva porque nada tiene que ver con la de Saúl, pero es antigua porque hunde sus raíces en el origen mismo de la humanidad.
1Cro 10, 1-14. Al comenzar los relatos de la monarquía el Cronista dedica unas líneas al reinado de Saúl y a su muerte, antes de presentar la figura de David, que será el protagonista y rey ejemplar en el resto de este primer libro de Crónicas. Nada se dice de Samuel y de los acontecimientos bélicos, sociales y religiosos que acaecieron en Israel durante la azarosa vida de Saúl, narrados en el primer libro de Samuel.
La muerte de Saúl (v. 13) pone fin a la primera dinastía que no llegó a consolidarse y deja el camino expedito para la siguiente, la de David, que permanecerá incólume y elevará al pueblo a la dignidad que le corresponde. La narración tomada de 1S 31, 1-13 introduce la noticia de que en la batalla murieron junto con el rey todos los de su casa (v. 6). Con esta modificación el Cronista deja sentado que la desaparición de la familia de Saúl fue parte del designio divino. David nada tuvo que ver, ni pudo ser acusado de crimen para alzarse con el trono.
Por otra parte, los últimos versículos (vv. 13-14), específicos de este libro, están redactados a modo de sentencia judicial: Saúl murió por su infidelidad al no guardar la palabra de Dios y no consultar al Señor sino a una pitonisa (cfr 1S 28, 1-25). El Cronista interpreta los hechos aplicando la doctrina de la retribución personal, según la cual cada uno recibe el castigo merecido por sus propios delitos, pero el Señor mantiene la iniciativa benéfica en el devenir de la historia. Ambos elementos están contenidos en la frase final: el Señor le hizo morir, y entregó el reino a David, hijo de Jesé (v. 14).
La insistencia en la responsabilidad personal de los propios actos constituye una novedad frente a la idea extendida en aquella época en el mundo oriental de que cada individuo es tan solidario con su familia y su pueblo que Dios castiga en los hijos los pecados de los padres (cfr Introducción). La enseñanza de que la retribución personal se dará en la otra vida es propia del Nuevo Testamento. Debe ser un estímulo para un comportamiento recto de cara a la eternidad. La retribución de la transformación futura se promete a los que en la vida presente realicen la transformación del mal al bien (S. Fulgencio de Ruspe, De remissione peccatorum 2, 12).
1Cro 11, 1-1Cro 12, 41. Los acontecimientos del reinado de David van a ser ordenados con el fin de dejar constancia de la personalidad y cualidades de David; por tanto, aunque casi todos los datos están tomados del segundo libro de Samuel, las modificaciones son siempre interesantes para conocer la orientación doctrinal de Crónicas.
El reinado de David, tal como está recogido en este libro, comprende tres acontecimientos trascendentales: la subida al trono (caps. 11-12), el traslado del Arca a Jerusalén (caps. 13-16) y los preparativos para la construcción del Templo (caps. 17-29).
La subida al trono contiene la proclamación de David como rey (1Cro 11, 1-3), la conquista de Jerusalén (1Cro 11, 4-9), y la lista de los seguidores más fieles, primero los valientes (1Cro 11, 10-47) y luego los representantes de las tribus (1Cro 12, 1-41). Para ensalzar el prestigio de David se hace hincapié en que no encontró obstáculos en su ascenso al trono y, sobre todo, que desde el principio fue rey de todo Israel, no sólo del sur.
1Cro 11, 1-3. En este breve relato, paralelo a 2S 5, 1-3, afloran de nuevo los criterios de interpretación del reinado de David. En primer lugar no hay ningún dato de las divisiones entre el norte y el sur: acudieron a Hebrón todos los israelitas, los de Judá -los que pronuncian las palabras: Nosotros somos de tu misma carne… (v. 1)- proclamaron a David rey en asamblea solemne (v. 2), los de Israel lo ungieron en un rito cultual (v. 3). La expresión todo Israel, que aparece por vez primera en 9, 1, vino a ser una fórmula fija (1Cro 11, 4.10) que refleja la unidad del pueblo.
Por otra parte, David es rey por designio divino, puesto que así lo había dicho el Señor por medio de Samuel (v. 3). Es doctrina repetida en el libro que Dios comunica su voluntad por medio de los profetas, de ahí que Samuel sea aquí considerado como profeta más que como juez o sacerdote.
1Cro 11, 4-9. La conquista de Jerusalén, que será capital política de todo Israel (v. 4), está relatada según los datos de 2S 5, 6-10, pero omitiendo lo que puede entenderse como negativo para David, por ejemplo la oposición de los ciegos y cojos. Se trata de una entrada triunfal en la que David, además de apoderarse de la ciudad, antes Jebús, inicia su organización y gobierno: Joab se encarga de las restauraciones secundarias mientras que David en persona se reserva la construcción de las murallas de la ciudad.
Sobre el Miló (v. 8) cfr nota a 2S 5, 9.
1Cro 11, 10-47. En el libro de Samuel esta relación de hombres valerosos está interpretada como un apéndice (cfr 2S 23, 8-38); aquí, al colocarla al comienzo del reinado de David, se da a entender que desde el comienzo todo Israel (v. 10) y sus más valerosos representantes dieron su consentimiento y su apoyo al nuevo rey. La insistencia en la unidad era una interpelación para los contemporáneos del Cronista, y lo es también para todos los creyentes de todos los tiempos. Cuando nuestras ideas nos separan de los demás, cuando nos llevan a romper la comunión, la unidad con nuestros hermanos, es señal clara de que no estamos obrando según el espíritu de Dios (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 17).
1Cro 12, 1-23. Junto a los más valientes, están los representantes de las distintas tribus que apoyaron a David, las del norte y las del sur. Amasay actúa como profeta, pues se dice que el espíritu le invadió (v. 19) y confirma con solemnidad que la monarquía de David es parte del designio divino.
1Cro 12, 24-41. El censo del poderoso ejército de David refleja que el inicio de la monarquía no puede ser más prometedor: los soldados son numerosos y valientes, expresan su lealtad sin fisuras (v. 39) y traen abundancia de provisiones y de pertrechos (cfr v. 41). Todo ello confirma la protección divina a David y a su reinado.
1Cro 13, 1-1Cro 16, 43. Siguiendo el relato del libro de Samuel (cfr 2S 5, 1-2S 6, 23), después de haber erigido Jerusalén como capital política, David le confirió también el rango de capital religiosa. Éste es el sentido del traslado del Arca de Dios a Jerusalén.
Pero el Cronista subraya en esta historia su particular orientación doctrinal. En primer lugar, la unidad del pueblo: toda la asamblea y todo Israel (cfr 1Cro 13, 2.4-6; 1Cro 15, 3.28; 1Cro 16, 3.43) aprueba sin excepción las decisiones del monarca. En segundo lugar, la ejemplar personalidad de David: no busca el provecho personal en la posesión del Arca (1Cro 13, 13), es apreciado por sus vecinos de Tiro (1Cro 14, 1-2), bendecido por Dios con numerosos hijos (1Cro 14, 3-7) y temido por sus enemigos, los filisteos (1Cro 14, 8-17). En tercer lugar, la importancia del culto y del Templo (1Cro 15, 1-1Cro 16, 43): el traslado del Arca se convierte en una liturgia extraordinaria con el protagonismo de levitas y sacerdotes, preámbulo y hasta prototipo de las ceremonias que habrán de tener lugar en el futuro Templo, una vez que regresen del destierro de Babilonia.
1Cro 13, 1-14. La propuesta del rey fue aprobada de buen grado por toda la asamblea, es decir, por el pueblo considerado como comunidad cultual (v. 4). De esta manera se pone de relieve que el traslado del Arca no es un acto social o político, sino estrictamente religioso. El Arca, el objeto más sagrado del culto premonárquico, era un cofre rectangular, de madera de acacia y recubierto de oro por dentro y por fuera (cfr nota a Ex 25, 10-22). Entre otras denominaciones recibía la de Arca de Dios, pues representaba la presencia de Dios entre su pueblo. Aunque el Cronista no oculta que el trato irrespetuoso del Arca puede acarrear incluso la muerte, como le sucedió a Uzá (v. 10; cfr nota a 2S 6, 1-23), sin embargo, en este libro termina el relato de forma positiva, con la bendición divina sobre Obededom y sus posesiones (v. 14).
1Cro 14, 1-17. En estos episodios, tomados de 2S 5, 11-25, David es respetado y temido por los reyes extranjeros (vv. 1.17), pero sobre todo es el rey piadoso que reconoce la soberanía del Señor (v. 2) y cumple escrupulosamente la Ley al mandar destruir los ídolos de los filisteos (v. 12). La orden de quemar los ídolos, que no aparece en el libro de Samuel, es muy significativa para el Cronista, luchador infatigable contra la idolatría y defensor de la adoración al único Dios verdadero: Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. (…) La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo (Catecismo de la Iglesia Católica, 2097).
1Cro 15, 1-24. En los preparativos del traslado del Arca intervienen los protagonistas de la vida del pueblo y del culto: en primer lugar el propio David que prepara el lugar del Arca (v. 1), convoca al pueblo (v. 3) y da las órdenes oportunas (vv. 4.11-12.16). En segundo lugar, los levitas, escogidos en exclusiva para llevar el Arca (vv. 2.12) y organizar el canto litúrgico (v. 19). En tercer lugar, los sacerdotes, particularmente los nombrados por David, Sadoc y Abiatar (cfr 2S 8, 17), que se santificaron junto con los levitas (vv. 11.14). Y finalmente el pueblo entero convocado en asamblea litúrgica.
La liturgia de la Iglesia recoge gran parte de este pasaje en la Misa de la Vigilia de la Asunción de la Virgen. Enseña de esta manera que María Santísima es la verdadera Arca de la Alianza, Templo de la definitiva Presencia de Dios sobre la tierra. Hablando de la Asunción de Santa María dice San Juan Damasceno en un significativo juego de palabras: Hoy descansa en el Templo divino, no fabricado por mano alguna, la que fue también Templo del Señor (In Assumptionem 2).
1Cro 15, 25-29. En el cortejo procesional aparecen los ancianos y los jefes de mil, es decir, todos los que gozaban de alguna autoridad; destaca una vez más la egregia figura de David, vestido como todos los levitas (v. 27), es decir, con la más alta dignidad en el culto. David es despreciado por Mical (v. 29), pero él no le responde como narra el libro de Samuel (cfr 2S 6, 20-23). De esta forma el episodio con Mical queda reducido a una simple anécdota que no empaña la grandiosidad de la ceremonia.
1Cro 16, 1-43. Los levitas que habían trasladado el Arca reciben del mismo David el encargo de organizar el servicio litúrgico y el canto. Queda así establecido el estatuto de los levitas, como punto de referencia para los que vengan después, también para los que vivían cuando se compuso este libro.
Celebrar, dar gracias y alabar al Señor (v. 4) son tres elementos esenciales de la liturgia que estructuran también el salmo que viene a continuación. Celebrar es recordar gozosamente los prodigios del Señor (vv. 12.15); dar gracias es reconocer al Señor en sus obras (vv. 8.34.35); alabarle es participar de su gloria, gloriarnos en Él (vv. 10.25.36). En la liturgia cristiana, como respuesta de fe y de amor a las bendiciones espirituales que Dios Padre nos da, la Iglesia, unida a su Señor y “bajo la acción del Espíritu Santo” (Lc 10, 21) bendice al Padre “por su don inefable” (2Co 9, 15) mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias (Catecismo de la Iglesia Católica, 1083).
1Cro 16, 8-36. El himno es un conjunto de piezas ya existentes, en concreto, del Sal 105, 1-15 (vv. 8-22), Sal 96, 1-13 (vv. 23-33) y Sal 106, 1.47-48 (vv. 34-36). Algunas modificaciones son importantes, como la del v. 13 estirpe de Israel, en vez de estirpe de Abrahán (Sal 105, 6), pues de este modo quien canta es el Israel que ha vuelto del destierro de Babilonia y que celebra en su vida y liturgia los prodigios que Dios le ha hecho en el pasado y se sabe reunido de entre las naciones para dar gracias a tu santo nombre (v. 35).
Los que han vuelto del exilio encuentran en el culto un lugar privilegiado para reconocer su identidad como pueblo elegido por Dios que existe desde antiguo y por siempre (v. 36).
1Cro 17, 1-27. Comienza la última sección del libro dedicada a narrar los preparativos para la edificación del Templo, la gran tarea que llevará a cabo Salomón. La profecía de Natán está recogida con fidelidad a partir de 2S 7, 1-29. Sin embargo, con pequeños retoques adquiere una orientación doctrinal acomodada a la etapa en que se encuentran tras el regreso del destierro. Mientras que el oráculo del libro de Samuel tiene carácter mesiánico, puesto que es aplicable a la dinastía davídica como tal y a cada uno de los descendientes de David, aquí tiene aplicación inmediata a Salomón y al Templo que se va a edificar.
En concreto, en el v. 1 se evita presentar a David como rey de paz y se omite y el Señor le concedió la paz con los enemigos de alrededor (1S 7, 1); con esto se indica que el Señor no se opone a la construcción del Templo, sino a que lo construya David, que no fue capaz de alcanzar la concordia con los vecinos y que durante toda su vida fue hombre de guerra (cfr 1Cro 28, 3). David, de hecho, cuidará con esmero los preparativos, pero será Salomón quien lleve a cabo la edificación. También es significativo el cambio de la pregunta: ¿Eres tú el que va a edificar una casa…? (2S 7, 5), por la negativa tajante: No eres tú el que me va a edificar… (v. 4). En cambio se asegura que Salomón sí va a edificar el Templo: en 2S 7, 12 se lee: Suscitaré después de ti un linaje salido de tus entrañas…, mientras que en Crónicas leemos suscitaré después de ti a uno de tus hijos, de tu linaje (v. 11), concretando así que el linaje es Salomón.
Otra ligera modificación sirve para señalar que Dios no da estabilidad a la dinastía sino a la sucesión inmediata. La promesa: Tu casa y tu reino permanecerán para siempre en mi presencia (2S 7, 16), se cambia del modo siguiente: Lo [Salomón] estableceré en mi casa y en mi reino para siempre (v. 14). Después del destierro, cuando no hay monarca reinante, permanecerá el mismo Templo y el mismo Señor que garantizará la permanencia del mismo pueblo. El significado teológico del Templo ha servido para explicar la novedad extraordinaria de la Encarnación de Jesucristo: La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación del divino Templo, pero con mayor gloria; este nuevo Templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la ley, o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras. Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo siguiente: el Templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar, Jerusalén, y sólo un pueblo, el israelita, podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando se hizo semejante a nosotros el Unigénito, (…) la tierra se ha llenado de templos santos y de adoradores innumerables, que veneran sin cesar al Señor del universo con sus sacrificios espirituales y con oraciones (S. Cirilo de Alejandría, In Aggaeum 14).
Los cambios introducidos en la oración de David (vv. 16-27) en relación a como se recoge en 2S 7, 18-29 realzan más y más la piedad profunda del monarca dispuesto a reconocer que sus cualidades y sus éxitos se deben sólo al Señor.
1Cro 18, 1-1Cro 20, 8. Las guerras de David relatadas en esta sección ponen de relieve cómo Dios bendice todas las empresas del monarca (cfr 1Cro 17, 27), incluidas las bélicas. Pero también manifiestan el comportamiento intachable del rey, de modo que los detalles más cruentos transmitidos en los relatos paralelos del libro de Samuel, aquí se atenúan o se omiten. Y sobre todo contribuyen de algún modo al esplendor del Templo pues, gracias al botín conseguido, Salomón podrá elaborar la pila y los demás objetos de bronce (1Cro 18, 8). Por último, el adulterio y la muerte de Urías, que el libro de Samuel narra en el contexto de estas guerras amonitas (cfr 2S 10, 1-2S 12, 31), se han omitido, posiblemente con el fin de preservar la fama de Salomón de toda sombra de impureza, incluso la que podría haber heredado de sus padres.
1Cro 18, 17 Los hijos del rey, que según 2S 8, 18 eran sacerdotes, en este libro son presentados sólo con función política, reservándose para los levitas y los sacerdotes lo referente al culto. Esta separación de lo religioso y lo político llegó a ser importante a la vuelta del destierro y lo será más en el Nuevo Testamento. Los evangelistas recogen las palabras de Jesús que fundamentan la distinción entre el servicio de Dios y el de la comunidad política: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 21).
1Cro 19, 1-19. Este relato bélico es casi idéntico a 2S 10, 1-19, y las escasas modificaciones se deben al interés del autor por realzar la personalidad del rey David.
1Cro 20, 1-8. Las guerras contra los amonitas y los filisteos son interpretadas como episodios en los que resplandecen las extraordinarias cualidades de David. Así, en la conquista de la capital amonita, Rabá, David no es el estratega que se contrapone a su lugarteniente Joab (cfr 2S 12, 26-28), sino el rey piadoso que lucha contra la idolatría y destroza la imagen de Milcom. Y en la lucha contra los gigantes refaítas no es David el joven osado que se enfrenta a Goliat (cfr 1S 17, 1-58) sino el rey maduro que acepta el sometimiento de los enemigos (v. 8), mientras deja que sus hombres protagonicen las peleas más cruentas. En cuanto rey vencedor, pero pacífico, es también figura de Cristo. La palabra David significa mano fuerte. Era, pues, un gran guerrero. Confiando en el Señor, su Dios, emprendió todas las guerras, derrotó a todos sus enemigos; ayudándole Dios, llevaba el gobierno de aquel imperio; con todo, prefiguraba a cierto individuo de mano fuerte que había de someter a los enemigos: el diablo y sus ángeles. La Iglesia vence a todos estos enemigos. ¿Cómo los vence? Con la mansedumbre. Con la mansedumbre venció nuestro Rey al diablo (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 131, 3).
1Cro 21, 1-30. El episodio del censo, a pesar de que supone una ofensa contra Dios, (v. 7; cfr 2S 24, 1), es interpretado en este relato como marco para ensalzar la piedad de David, que se arrepiente sinceramente y prepara con esmero el lugar definitivo donde se levantará el Templo.
En efecto, el rey, engañado por Satán (v. 1), ordenó hacer el censo sin darse cuenta del pecado que cometía. Pero en cuanto conoció la decisión divina de castigar a Israel, comprendió la gravedad y necedad de su comportamiento y se humilló sinceramente (v. 8); aceptó el castigo, hizo penitencia junto con los ancianos (v. 16) e intercedió con insistencia por el pueblo pidiendo que el castigo recayera sólo sobre él (v. 17). A continuación el profeta Gad le hizo ver que Dios había elegido la era de Ornán para edificar allí el altar, lugar que será también el elegido para edificar el futuro Templo (v. 18): la presencia del ángel (vv. 15.19) confirma la elección, y el fuego sobre el altar de los holocaustos demuestra la aceptación definitiva de ese lugar por parte de Dios. David pagó una cantidad fuerte por la era, seiscientos siclos (v. 25). Según el libro de Samuel (2S 24, 24) pagó únicamente cincuenta; es probable que el Cronista interpretara que eran cincuenta siclos por cada una de las doce tribus, para que así todas colaboraran en los gastos. Al terminar los trámites de la compra el rey proclamó con toda solemnidad: Éste es el Templo del Señor Dios, y éste el altar de los holocaustos de Israel (1Cro 22, 1).
1Cro 21, 1 Satán es el personaje que incita a los hombres al mal. El libro de Crónicas refleja una etapa muy avanzada de la revelación sobre el diablo y sobre los ángeles. En libros anteriores la palabra hebrea satán designa en general a todo adversario (cfr 1R 5, 18; 1R 11, 14-23) o al que engaña (cfr 1R 22, 19-23); todavía en Jb 1, 6-12; Jb 2, 1-10 hace este papel de acusador ante el Señor y en Za 3, 1 acusa ante Dios al sacerdote. Pero aquí satán, sin artículo, es nombre propio: El que maquina el mal contra los hombres. En el Nuevo Testamento se designa con el nombre griego de diablo al mismo que urde las tentaciones al Señor (cfr Mt 4, 1-11; cfr Lc 4, 1-13) y ejerce la posesión de los endemoniados. La doctrina cristiana es clara sobre el carácter personal del diablo y sobre su intención de inducir a los hombres al pecado. “Satanás, el seductor del mundo entero” (Ap 12, 9) es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo, y por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será “liberada del pecado y de la muerte” (MR, Plegaria Eucarística IV) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2852).
El ángel, en cambio, es el cumplidor fiel de los mandatos divinos (vv. 12.15-16.20.30). En este episodio ha de ejecutar el castigo impuesto por Dios, por lo que se le denomina también ángel exterminador (v. 15; cfr Ex 12, 23), y atemoriza a los hombres (v. 30). Dios interviene en los asuntos humanos a través de sus ángeles: De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (Catecismo de la Iglesia Católica, 334).
1Cro 22, 1-1Cro 29, 30. La última sección de 1Cro no tiene paralelos exactos en los libros de Samuel o Reyes aunque conserva algunos elementos aislados. El tema central es el proyecto de edificación del Templo, que por ser la última gran gestión del reinado de David, tiene carácter de testamento que tendrán que ejecutar su hijo Salomón, los sacerdotes y los levitas. Se muestra a David al final de su vida en paralelismo con Moisés: éste no llegó a entrar en la tierra prometida y tuvo que dejarle el puesto a su lugarteniente Josué (cfr Dt 31, 1-3); David tampoco vio cumplido su gran deseo de edificar el Templo, y tuvo que encomendárselo a su hijo Salomón. En ambos casos el Señor guía los hilos de la historia a través de los hombres, instrumentos leales.
Todo el conjunto consta de tres elementos simétricos: los discursos de David dirigidos a Salomón y a los ancianos del pueblo (cap. 22), las listas de los servidores del Templo (caps. 23-27) y los discursos finales sobre la edificación y el ulterior servicio cultual (caps. 28-29).
1Cro 22, 1-19. El discurso de David a Salomón (vv. 7-16) es un canto a la paz: la dedicación a la guerra fue el verdadero impedimento para que David no edificara personalmente el Templo; y no porque todas las guerras sean moralmente condenables, sino porque sólo un hombre de paz podía construir el Templo que debe ser lugar de paz y descanso (cfr 1Cro 28, 2). Salomón, el elegido para edificarlo, lleva impuesto un nombre relacionado fonéticamente con Shalom (paz); en sus días el Señor concederá paz y tranquilidad a Israel (v. 9). En este sentido Salomón será también figura de Cristo, Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios y, restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo, mató en su propia carne el odio y, exaltado por la resurrección, derramó el Espíritu de caridad en los corazones de los hombres (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 78).
El segundo discurso dirigido a los jefes (vv. 18-19) es una exhortación a buscar al Señor (v. 19), es decir, a cumplir decididamente la voluntad de Dios que en concreto era la edificación del Templo. Este testamento de David, que llevarán a cabo sus súbditos, deberá ser actualizado entre los que más tarde habían de volver del destierro y tenían la obligación de restaurar el Templo profanado por los babilonios.
1Cro 23, 1-6. David transmitió personalmente el trono a Salomón sin intrigas sucesorias (v. 1), estableció las funciones de cada grupo de levitas (vv. 4-5) y distribuyó las familias levíticas por turnos (v. 6). De esta forma queda de manifiesto la lucidez mental y el gobierno eficaz de David hasta los últimos días. Y, sobre todo, su piedad y su dedicación al culto ya que puso las bases para el buen funcionamiento de los levitas.
La edad mínima de los levitas para iniciar su ministerio no fue siempre la misma: parece que inicialmente era de treinta años (v. 3; cfr Nm 4, 3); en algún momento se rebajó a veinticinco (cfr Nm 8, 24) y en la época de composición de Crónicas bajó hasta los veinte años (cfr v. 27). Probablemente a partir del siglo II a.C. la mayoría de edad estaba en los veinte años como lo atestiguan muchos documentos hallados en Qumrán (Regla de la Congregación 1, 7-12). Estos detalles ayudan a comprender que Jesús, al comenzar su vida pública hacia los treinta años (cfr Lc 3, 23), era considerado una persona de edad madura.
1Cro 24, 1-19. La distribución de los sacerdotes en veinticuatro turnos (v. 4), atribuida a David, es un anacronismo porque refleja una organización que no llegó a tener vigencia hasta unos años después de Nehemías (cfr Ne 7, 39-42; Ne 10, 2-9; Ne 12, 1-7.12-21). Sin duda el autor sagrado busca fortalecer el sacerdocio como institución fundamental a la vuelta del destierro de Babilonia. Esta misma distribución se mantuvo hasta el Nuevo Testamento donde se señala que Zacarías pertenecía al turno octavo de Abías (cfr Lc 1, 8).
1Cro 25, 1-31. Los cantores estaban distribuidos en 24 turnos, lo mismo que los sacerdotes. Después del destierro, cuando el culto adquirió mayor esplendor, los cantores estaban muy bien considerados y eran imprescindibles.
Ejercían funciones proféticas (v. 2) significa que en tiempos del Cronista ya se atribuía la composición de muchos salmos a las familias de cantores, especialmente a Asaf, Hemán y Etán. Y, en todo caso, es señal de que las composiciones musicales fueron adquiriendo cada día mayor relieve en la liturgia del Templo.
El cristianismo ha heredado el aprecio por la música en el culto: La tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 112).
En el v. 3 Semeí no aparece en el texto hebreo, pero lo atestiguan varios manuscritos griegos y es coherente con el v. 17. Como dice a continuación los hijos de Yedutún eran seis (v. 6).
1Cro 26, 1-19. Los levitas encargados de guardar las puertas del Templo también gozaban de una dignidad muy alta puesto que estaban distribuidos también en veinticuatro turnos, como los sacerdotes. Obededom (v. 4), probablemente es el mismo que guardó el Arca en su casa (cfr 2S 6, 10-11; cfr 1Cro 13, 13). Por esta razón, a pesar de ser forastero, quizá filisteo, Dios le bendijo con una descendencia numerosa; y más tarde fue tratado como los levitas, con el encargo añadido de guardar los almacenes (v. 15).
1Cro 26, 20-32. Los levitas, según atestigua aquí el libro de las Crónicas, tuvieron una enorme influencia en el Israel de después del destierro. Además del protagonismo en el culto, tenían a su cargo los tesoros del Templo y, sobre todo, la función de escribas, encargados de poner por escrito las decisiones administrativas, y la de jueces, encargados de dirimir los pleitos (v. 29).
1Cro 27, 1-34. La organización del cuerpo administrativo, impuesta por David, era semejante a la del cuerpo cultual y reflejaba una sociedad muy jerarquizada y teocrática. Constaba de cuatro estamentos o clases: el ejército (vv. 2-15) dividido en doce secciones; la administración de las tribus (vv. 16-24) que recuerda la división del primer censo del desierto (cfr Nm 1, 5-16); la organización de los bienes de la casa real (vv. 25-31) y, finalmente, el cuerpo de consejeros reales (vv. 32-34).
La mención del censo que había hecho Joab (vv. 23-24; cfr 1Cro 21, 1-6) significa que era legítimo hacer el recuento de los hombres aptos para la guerra, es decir, de veinte años en adelante, pero no de todos los israelitas, porque esto supondría desconfiar de que el Señor cumpliría la promesa de multiplicarlos (cfr Gn 15, 5; Gn 22, 17).
1Cro 28, 1-1Cro 29, 30. La conclusión del libro tiene carácter de declaración de última voluntad. Consta de varios discursos de David, dirigidos a la asamblea entera del pueblo (1Cro 28, 2-10 y 1Cro 29, 1-5), a su hijo Salomón (1Cro 28, 20-21) y a Dios mismo en emocionada plegaria (1Cro 29, 10-19). En todos ellos se repite la misma doctrina que ha vertebrado el conjunto del libro. En primer lugar, la unidad del reino, sin peleas ni divisiones entre el norte y el sur; en este sentido se repite una y otra vez la expresión ya conocida de todo Israel (1Cro 28, 4; 1Cro 29, 21.23.25-26). En segundo lugar, la doctrina de la elección divina, interpretada de modo singular. En efecto, Salomón es el elegido por Dios (1Cro 29, 1), como antes lo había sido Saúl (cfr 1S 10, 24) y David (cfr 2S 6, 21), pero en este caso con una finalidad concreta, la edificación del Templo: El Señor te ha elegido para edificar un Templo que sea su santuario (1Cro 28, 10; cfr 1Cro 28, 6.20; 1Cro 29, 1). Llegamos así al tercero y más importante punto doctrinal, la centralidad del Templo en la vida de Israel: David, por ser hombre de guerra (1Cro 28, 3), no podrá edificarlo, pero dejará en herencia a su hijo y a la asamblea el diseño de todas las dependencias (1Cro 28, 11-12.19), como antiguamente había hecho Moisés en el desierto cuando encomendó a los hijos de Israel el modelo del Santuario (cfr Ex 25, 8-9). Más aún, David entregará las posesiones de la casa real y sus propios bienes (1Cro 29, 3-5) para contribuir a los gastos de construcción, y animará a los demás a hacer lo mismo (1Cro 29, 6-9).
Salomón llegará a edificar el Templo porque el Señor le concedió la paz (cfr 1Cro 22, 9) y él correspondió con la integridad de su corazón (1Cro 29, 19). Paz y virtud son condiciones previas para poner por obra los planes de Dios, así como el cumplimiento de los preceptos divinos (1Cro 28, 8-9) es requisito indispensable para poseer la herencia de la tierra y participar de las promesas divinas. Paz completa tienen los que aman tu Ley, no hay tropiezo para ellos, canta el Sal 119, 165. Y comenta San León Magno: Esta paz no se logra ni con los lazos de la más íntima amistad ni con una profunda semejanza de carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios (De beatitudinibus 95, 9).
1Cro 29, 10-19. La oración de David es un bello canto de acción de gracias, que concuerda más con la liturgia solemne del Templo reconstruido tras la deportación de Babilonia que con la sobriedad ceremonial que cabe suponer en tiempo de David. Consta de tres partes: una alabanza solemne a la soberanía y al poder de Dios (vv. 10-13), un reconocimiento humilde de la limitación de la persona y posesiones del orante, ya que todo es donación de Dios (vv. 14-17), y una petición para perseverar siempre con corazón íntegro (vv. 18-19). En esta plegaria David deja su testamento de hombre piadoso y queda como modelo para todos los israelitas que vengan después.
1Cro 29, 23-25. La proclamación de Salomón, según estos datos, fue pacífica y no tuvo que superar ninguna oposición; ni siquiera se menciona a Adonías (cfr 1R 2, 13-25). Lo único que importa es que tuvo lugar dentro de una solemne liturgia en la que también fue ungido el sacerdote Sadoc (1Cro 29, 22). El reinado de Salomón comienza como modelo de gobierno teocrático, pues el trono de Israel es ahora el trono del Señor (v. 23). Entre los israelitas, los reyes y sacerdotes lo eran por una unción material de aceite; no que fuesen ambas cosas a la vez, sino que unos eran reyes y otros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo, él, que vino a dar plenitud a la ley (Faustino Luciferano, De Trinitate 39). Los cristianos, por la unción recibida en el sacramento del Bautismo y de la Confirmación, participan de la misión de Jesucristo: Por la Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda “el buen olor de Cristo” (cfr 2Co 2, 15) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1294).
2Cro 1, 1-2Cro 9, 31. La primera parte del libro está dedicada al reinado de Salomón; refuerza los dos puntos doctrinales señalados en el primer libro de Crónicas: el primero es que el rey, en este caso Salomón, primer descendiente de David, ha sido elegido por el Señor y, por tanto, goza de las cualidades requeridas en un gobernante, y no ha cometido delitos o faltas que puedan empañar su imagen. El segundo es la importancia del Templo de Jerusalén que en la época del Cronista era tenido como síntesis de todas las maravillas obradas por Dios en la historia de los hombres y, más en concreto, en la historia de Israel.
Con el objetivo de enseñar esas dos ideas, la primera parte está estructurada en torno a la construcción y consagración del Templo (caps. 3-7). Previamente, a modo de introducción, se presenta a Salomón dotado de sabiduría y riqueza por parte de Dios (cap. 1) y reconocido por el rey de Tiro (cap. 2). Tras el relato de la consagración del Templo, se reseñan algunas actuaciones del gobierno de Salomón (cap. 8) y la visita de la reina de Sabá, que, como el rey de Tiro, a pesar de ser extranjera alaba con entusiasmo la sabiduría y riquezas de Salomón (cap. 9).
2Cro 1, 1-18. Salomón, dejando al margen las intrigas de su subida al trono (cfr caps. 1R 1-2), comenzó a reinar con absoluta tranquilidad sobre todo Israel (v. 2), y su primer gesto fue dirigirse con toda la asamblea (v. 3) a Gabaón donde Dios le concedió la sabiduría. Si en el libro de los Reyes (1R 3, 4-15) recibió la sabiduría sólo para gobernar a su pueblo, aquí recibe también riquezas (v. 12) para poder construir el Templo que será el objeto primordial de su reinado (v. 18). Así Salomón deja constancia del cumplimiento de las promesas del Señor y de la importancia central del Templo de Jerusalén. La insistencia en señalar que Salomón gobernó sobre todo Israel y que aglutinó a toda la asamblea despeja cualquier duda sobre divisiones en el reino de Salomón.
2Cro 2, 1-17. El pacto de Salomón con el rey de Tiro (cfr 1R 5, 15-32) es promovido para dar al Templo la dignidad extraordinaria que se merece: Ha de ser grande porque es grande nuestro Dios, más que todos los dioses (v. 4). Debe ser edificado por los artesanos más expertos y han de emplearse los mejores materiales. En su construcción se tendrán en cuenta, para darles cumplimiento, los datos detallados en la descripción del Santuario del desierto (Ex 25, 1-Ex 31, 18) y en la del Templo de Ezequiel (Ez 40, 1-Ez 48, 35).
El rey de Tiro reconoce la sabiduría de Salomón (vv. 10-15), no por los aciertos de un gobierno todavía incipiente, sino por la decisión de edificar un Templo para el Señor (v. 11). Cuando Jesús hable de la destrucción–reconstrucción del Templo como imagen de su muerte–resurrección hará una interpretación sublime de la centralidad del Templo en el Israel de esta época en que se escribe el libro de las Crónicas, dando a entender que el centro auténtico de la vida del pueblo de Dios es Él, Jesús, el Salvador (cfr Jn 2, 19-21).
El nombre del rey de Tiro es Jiram (cfr 1R 5, 15.22.25.32; 1R 9, 11.14 etc.), aunque en el texto hebreo de Crónicas se le denomina habitualmente Juram; nosotros hemos preferido utilizar el mismo nombre que en el libro de los Reyes, para evitar equívocos.
2Cro 3, 1-17. A pesar del paralelismo con 1R 6, 1-38 y 1R 7, 15-22 se han introducido pequeños retoques que realzan la grandiosidad del Templo y su carácter religioso: la mención del monte Moria (v. 1) es significativa, pues es el único texto bíblico que identifica el monte donde está edificado el Templo con aquél en el que Dios mandó a Abrahán sacrificar a su hijo Isaac (Gn 22, 2).
La introducción del relato (vv. 1-2) es solemne, como corresponde al inicio de una nueva etapa con un Templo nuevo, culto nuevo y sociedad nueva.
Parvaim (v. 6) es una ciudad desconocida que podría recordar el paraíso donde el oro era abundante y de gran pureza. Las medidas del Templo, tanto de la superficie (vv. 3-4) como de las naves (v. 8) y los querubines (vv. 10-11) son mayores que las señaladas en el libro de los Reyes. Probablemente son hiperbólicas para reflejar que el Templo contiene la gloria de Dios; al autor sagrado le interesaba su significado religioso más que la exactitud.
2Cro 4, 1-22. En la descripción de los objetos del Templo, paralela a 1R 7, 23-26.38-51, se han introducido muy pocas variantes, especialmente a partir del v. 11. La capacidad del depósito (literalmente mar) es de tres mil medidas (v. 5). Y como la medida (bat en hebreo) equivalía a unos 21 litros, habría que suponer que cabrían 63.000 litros. Pero no es muy posible que un depósito de las medidas señaladas en el v. 2 tuviera tal capacidad. En el libro de los Reyes (1R 7, 26) se indica que cabían dos mil medidas, o sea, unos 42.000 litros, que es más probable. Aquí, con intención teológica, se utiliza la hipérbole para reflejar la grandiosidad del Templo, que debía simbolizar hasta en los detalles de su ornato la grandeza de Dios.
2Cro 5, 1-14. El traslado del Arca está narrado como en 1R 8, 1-13, con la diferencia de que aquí (cfr también 1Cro 15, 2.16-24) los levitas tienen más protagonismo: ellos transportan el Arca, se encargan de los cantos y de los instrumentos y se colocan al lado de los sacerdotes dentro del Templo (vv. 12-13). Estos detalles muestran cómo los levitas ocupaban un papel relevante dentro del pueblo durante la época persa, cuando fue redactado este libro.
2Cro 6, 1-42. La plegaria de Salomón sigue palabra por palabra la recogida en 1R 8, 12-52, y lo hace tanto en el himno introductorio (vv. 1-2) como en el discurso al pueblo (vv. 4-11) y en la oración propiamente dicha (vv. 12-42). Únicamente introduce tres matices significativos: según el v. 11 el Señor estableció la Alianza con los hijos de Israel, expresión que abarca a los que vivían después del destierro, y no con nuestros padres (1R 8, 21); por tanto, los contemporáneos del autor del libro son beneficiarios de dicha Alianza y, por tanto, están sujetos a sus exigencias. Según el v. 13 Salomón habla desde un estrado construido al efecto, y no desde el altar (1R 8, 22) que estaba reservado a los sacerdotes. De esta forma, queda clara la distinción entre rey y sacerdote, entre función de gobierno y función de culto. Por último, los vv. 41-42 están tomados del sal 132, 8-11 en sustitución de 1R 8, 53 que evocaba a Moisés y la liberación de Egipto. El Cronista prefiere ver cumplidas las promesas divinas en el culto, en los sacerdotes y en los levitas más que en la historia del pueblo; y pone el acento en la Alianza con David más que en la Alianza con Moisés en el Sinaí. Con estos retoques mínimos la antigua plegaria de Salomón conserva su vigor en la compleja sociedad posterior al destierro. Es un claro ejemplo de relectura de un texto bíblico antiguo, aplicado a las nuevas circunstancias.
2Cro 7, 1-10. Después de la plegaria del rey comienza la celebración que consta de tres elementos fundamentales: la manifestación de Dios tanto en el fuego como en la gloria que llenaba el Templo (vv. 1-3), los sacrificios solemnes (vv. 4-6), y la fiesta propiamente dicha que, al coincidir con la fiesta de los Tabernáculos, se prolonga siete días más (vv. 8-10).
La manifestación divina sustituye la segunda bendición de Salomón narrada en el libro de los Reyes (cfr 1R 8, 54-61). Con gran expresividad se pone de relieve que Dios acepta el Templo reedificado y la oración de Salomón (cfr 1Cro 21, 26), evoca la consagración del Tabernáculo del desierto (v. 3; cfr Ex 40, 34-35), y revive la inauguración del ministerio de los sacerdotes (cfr Lv 9, 22-24); de este modo, quedó inaugurada con solemnidad la nueva etapa del culto israelita.
Los sacerdotes, y no el rey, son los encargados de ofrecer los sacrificios, y los levitas de dirigir el culto. En esta ocasión el estribillo, repetido con frecuencia en Crónicas (1Cro 16, 34.41; 2Cro 5, 13, etc.), y en los Salmos (Sal 106, 1; Sal 136, 1.3.8, etc.), constituye una importante doxología: Porque es bueno, porque su misericordia es eterna.
La fiesta de la Dedicación será actualizada cuando los Macabeos vuelvan a consagrar el altar profanado por Antíoco Epífanes (cfr 1M 4, 59) y se llamará Hanukkah o fiesta de las Lámparas; seguirá vigente en tiempo de Jesús (cfr Jn 10, 22) y todavía hoy se celebra en las comunidades judías.
2Cro 7, 11-22. La respuesta del Señor, casi idéntica a la recogida en 1R 9, 1-9, tiene importancia porque refleja hasta qué punto Dios asume que el Templo es el símbolo de la protección divina mientras éste se mantenga en pie, y el símbolo del castigo cuando sea destruido. Lo es también de la presencia del Señor siempre dispuesto a escuchar todas las peticiones y a socorrer a quienes acuden a Él en todas las necesidades (vv. 13-15). Es también una invitación a la confianza constante en Dios. Si no le dejas, Él no te dejará (S. Josemaría Escrivá, Camino, 730).
2Cro 8, 1-6. Además del Templo, Salomón edificó nuevas ciudades y reconstruyó otras muchas (cfr 1R 9, 10-18). Según el libro de los Reyes (1R 9, 11-14), algunas de estas ciudades fueron entregadas por el propio Salomón a Jiram en pago por la ayuda prestada para construir el Templo. Pero Jiram, descontento por su escaso valor, las devolvió. El Cronista, en cambio, pasa por alto esas desavenencias y se limita a insistir en que Salomón es el restaurador tanto de las ciudades recibidas en donación pacífica, como de las conquistadas o de las pertenecientes desde antiguo a Israel. De esta manera, la figura del gran rey queda fortalecida, pues todo lo hizo bien.
Tadmor (v. 4) es Palmira en griego, es decir, un oasis de palmeras y olivos situado en el centro del desierto de Siria y que llegó a ser en la época helenística un importante centro de comunicaciones y de intercambios comerciales y culturales.
2Cro 8, 7-18. Salomón organizó su gobierno con gran pericia (cfr 1R 9, 20-28) tanto en el comercio como en la administración interna. El relato contiene dos detalles significativos de la doctrina del libro. El primero, que Salomón nunca empleó a los israelitas en los trabajos penosos de construcción (cfr en cambio 1R 5, 27). El segundo, que edificó un palacio para la hija del faraón con quien se había casado (cfr 1R 3, 1; 1R 9, 16.24) no como regalo, sino por razones religiosas, para preservar al Templo y al palacio real de la impureza que llevaba consigo la estancia de una mujer pagana. Con estas dos decisiones Salomón se comporta como defensor de los suyos y como piadoso observante de las leyes cultuales. Fue modelo en todo porque obró como había ordenado Moisés (v. 13), y hasta en la distribución de los turnos a los sacerdotes y levitas se ajustó a lo establecido por David, su padre (vv. 14-15).
2Cro 9, 1-12. La visita de la reina de Sabá, narrada según el texto paralelo de 1R 10, 1-13, tiene aquí la finalidad de poner el acento en que los soberanos extranjeros, tanto el rey de Tiro (2Cro 2, 1-17) como la reina de Sabá, reconocen y se asombran ante la riqueza y sabiduría de Salomón. Se cierra así el reinado extraordinario de Salomón cuya sabiduría y poderío quedó plasmado en el Templo para admiración de propios y de extraños.
En el relato se ha cambiado la alabanza dichosas tus mujeres de 1R 10, 8 por el de dichosos tus hombres (v. 7): de este modo se evita ensalzar el harén de Salomón que podría interpretarse como consecuencia de las debilidades del monarca en el aspecto político y religioso.
2Cro 9, 13-28. El resumen del reinado de Salomón (cfr 1R 10, 14-29) está contenido en el v. 22: El rey Salomón sobrepasó a todos los reyes de la tierra en riqueza y sabiduría. Esta abundancia de recursos, exagerada si se compara con el texto paralelo del libro de Reyes, refleja que Dios ha bendecido a Salomón y le ha constituido como un monarca modélico en el gobierno y en la piedad. Si se omiten o suavizan los errores del rey (cfr 1R 11, 1-40) es para ponderar la eficacia de la intervención divina. Dios nunca defrauda y su designio siempre se cumple, como podían comprobar quienes contemplaban el Templo, obra primordial del gran monarca. El Templo vino a ser el símbolo del pueblo forjado desde antiguo y la señal palpable de que Dios seguía bendiciéndolo.
2Cro 9, 29-31. El colofón de los capítulos dedicados a Salomón está tomado de 1R 11, 41-43 y repite la fórmula final de la vida de otros reyes. Únicamente se añade la mención de los profetas Natán, Ajías de Siló y Yedó. Aunque hoy no se conocen los escritos de estos personajes, es evidente que el autor de Crónicas tiene interés en dejar constancia de que los profetas aprobaron el reinado y la persona de Salomón.
2Cro 10, 1-2Cro 28, 27. Comienza la segunda parte de este libro dedicada a la historia de los sucesores de Salomón en el reino de Judá. La fuente literaria más utilizada sigue siendo el libro de los Reyes. Sin embargo, se omite casi por completo todo lo relacionado con el reino del Norte -aunque en la realidad fue mucho más importante- y ni siquiera se mencionan los profetas Elías y Eliseo que ejercieron allí su ministerio. El autor sagrado, por otra parte, no pretende elaborar una crónica de lo acaecido en el reino de Judá y, menos aún, presentar con precisión las guerras, pactos, conquistas o derrotas que cada rey llevó a cabo; tampoco se ciñe a la doctrina deuteronomista que emite un juicio sobre cada monarca a partir del principio de que las desgracias y derrotas del pueblo son consecuencia y castigo del soberano reinante. Más bien se limita a reseñar la historia del Templo y de las instituciones cultuales que habían establecido David y Salomón, haciendo hincapié en que éstas se mantuvieron a pesar de los muchos y diversos ataques. Los reyes que favorecieron la desunión, como Roboam (caps. 10-12), o la idolatría, como Ajaz (cap. 28), son presentados con tintes negativos, mientras que los que fomentaron el culto verdadero y unificado en el Templo de Jerusalén son encumbrados y alabados. En este libro cada monarca es aprobado o censurado según su propia actuación, con lo que se subraya la doctrina de la retribución individual (cfr Ez 18, 1-32) tan acentuada por los que volvieron del destierro. Cada rey, por tanto, inicia una nueva andadura bajo la protección constante del Señor.
2Cro 10, 1-19. La separación de los dos reinos está narrada a partir de los datos de 2R 12, 1-25, pero dejando la impresión de que en realidad no se han escindido del todo. Ni Jeroboam fue nombrado rey (se omite 1R 12, 20), ni se ha dividido Israel. Se insiste, en cambio, en que Roboam siguió reinando sobre los israelitas, sobre todo Israel, que habitaban en las regiones de Judá (vv. 1-3.17). Con estos retoques el Cronista, manteniendo la fidelidad a los hechos, deja entrever que hay continuidad entre el Israel entero de David, el de Salomón, y el de los que permanecieron en Judá y Benjamín hasta después del destierro.
Los profetas y sus designios tienen enorme importancia en la segunda parte del libro de Crónicas. En este relato la separación de los del Norte resulta ser el cumplimiento de la profecía de Ajías de Siló (v. 15), mientras que, según el libro de los Reyes, fue causada por los pecados de Salomón (1R 11, 31). Lo que al autor de Crónicas le interesa es mostrar que Dios mismo había decidido esta situación de ruptura.
2Cro 11, 1-12. Siguiendo el texto paralelo de 1R 12, 21-24 se destacan aquí tres elementos doctrinales específicos del libro de Crónicas: en primer lugar, se evita cualquier referencia a la división de los reinos; de este modo los habitantes de Judá son el verdadero Israel, como lo muestra el matiz del v. 3, todos los israelitas de Judá y Benjamín, frente a el resto del pueblo de 1R 12, 23. Además en el mismo oráculo de Semaías se refiere a los del Norte como vuestros hermanos (v. 4), omitiendo la denominación los hijos de Israel (1R 12, 24). En segundo lugar, de ahora en adelante se subraya la obediencia a la palabra de Dios proclamada por los profetas (v. 4): al secundarla se obtiene prosperidad, al rechazarla sobrevienen las desgracias. Por último, Roboam, que ha seguido el designio divino, se dedica como su padre Salomón a reconstruir y fortificar las ciudades. Como conclusión de este buen comienzo del reino de Judá, Dios protegió a Jerusalén permitiendo al rey establecerse allí, y consolidó todo el territorio de Judá.
2Cro 11, 13-17. En contraste con la política nefasta de Jeroboam en el Norte (cfr 1R 12, 26-33), Roboam llevó a cabo un gobierno intachable: favoreció la unidad de los sacerdotes (v. 13), de los levitas (v. 14) y de todo Israel (v. 16); consiguió la fidelidad de los levitas (v. 14) y restableció el culto verdadero al Señor en Jerusalén (v. 16). Dios bendijo con la estabilidad el buen comportamiento inicial del rey Roboam (v. 17).
2Cro 11, 18-23. Dios bendijo también a Roboam con una familia numerosa. El Absalón, nombrado aquí (v. 20), no puede ser el hijo de David que murió sin descendencia (cfr 2S 18, 18), sino un familiar de Roboam (Abisalom, en 1R 15, 1) difícil de determinar como ocurre con muchos personajes mencionados en las listas genealógicas. En todo caso, se insiste en la protección del Señor que favoreció la subida al trono de Abías (también llamado Abiam en 1R 15, 1ss.), hijo de Maacá, la esposa predilecta de Roboam, y que ayudó a la distribución del territorio entre los descendientes del rey.
2Cro 12, 1-16. El texto paralelo (1R 14, 21-31) es tomado como punto de referencia, pero se modifica para introducir la doctrina de la retribución personal e inmediata, y la relevancia del mensaje del profeta. En efecto, el rey de Egipto ataca a Jerusalén como consecuencia de la infidelidad de Roboam (vv. 1-5), pero cuando los dirigentes de Judá hacen penitencia, el rey de Egipto se detiene en el ataque. El profeta Semaías es el encargado de interpretar el sentido del ataque egipcio y de transmitir el designio divino de preservar Jerusalén.
La terminología usada aquí tiene mucha importancia puesto que va a llegar hasta el Nuevo Testamento: la infidelidad se expresa como abandono de Dios y de su Ley (vv. 1.5; cfr Mt 23, 23; Mc 7, 8; etc.), y como rebelión (v. 2; cfr Rm 2, 8; Ef 5, 6; etc.); en cambio la fidelidad y conversión se traduce en búsqueda del Señor (2Cro 11, 16; 2Cro 12, 14; cfr Mt 6, 33; Lc 12, 31; Jn 5, 30; etc.), en humillación y en reconocimiento de que justo es el Señor (vv. 6-7).
El Catecismo Romano, citando el v. 6, enseña que los castigos que recibieron los israelitas por parte de sus reyes enemigos, imagen del mundo en sentido peyorativo, los permitió Dios para que aprendiéramos que no son amigos de Dios sino los enemigos del mundo y los peregrinos en la tierra (…); y para que, convertidos al culto de Dios, entendiésemos que son al fin más dichosos los que sirven a Dios que los que sirven al mundo (Catecismo Romano 3, 1, 13).
2Cro 13, 1-23. El reinado de Abías ocupa muy pocas líneas en el libro de los Reyes (1R 15, 1-8, donde se le llama Abiam); en cambio, aquí se amplía con el discurso que Abías dirigió a sus hermanos del Norte. La batalla entre ambos (cfr 1R 15, 6) se convierte en contienda religiosa en la que están en juego los principios doctrinales recogidos en el discurso de Abías (cfr el discurso semejante de David ante Goliat, 1S 17, 45-47), y que resumen la enseñanza de Crónicas: el reino legítimo es el de Judá (v. 5); los del Norte son rebeldes (v. 6), idólatras (v. 8) y están dirigidos por sacerdotes ilegítimos (v. 9), mientras que los de Judá no han abandonado al Señor (v. 10) y conservan el culto legítimo llevado a cabo por sacerdotes auténticos (vv. 10-11).
La batalla más que militar está descrita como una procesión litúrgica con sus elementos característicos: oración inicial, sonido de trompetas, grito de guerra, contienda y victoria concedida por Dios a sus fieles (vv. 14-18). El triunfo, por tanto, es ante todo religioso y supone no sólo la continuidad de la dinastía davídica en Judá, sino también la permanencia del culto y del sacerdocio.
El pasaje también enseña que la fidelidad a Dios y al honor que se le debe es garantía de victoria. Frente a lo inútil que resulta tratar de enfrentarse a Dios, tal como lo reflejan las palabras del v. 12: Hijos de Israel, no luchéis contra el Señor, Dios de vuestros padres, que no triunfaréis, destaca el éxito de los que se mantuvieron fieles a su lado: Los de Judá salieron fortalecidos por haber confiado en el Señor, Dios de sus padres (v. 18). El episodio es una invitación permanente a la fidelidad basada en la omnipotencia divina: Confía siempre en tu Dios. —Él no pierde batallas (S. Josemaría Escrivá, Camino, 733).
Dios bendijo a Abías afianzando su reinado y concediéndole una familia numerosa (v. 21), es decir, le retribuyó personalmente y lo hizo de modo inmediato por haber permanecido fiel.
2Cro 13, 5 Alianza inviolable, al pie de la letra alianza de la sal: así como la sal preserva los alimentos y al disolverse no pierde su sabor, el pacto no debía perder su vigor, sino vitalizar las relaciones entre los pactantes (cfr Lv 2, 13 y nota; Nm 18, 19; Esd 4, 14).
2Cro 14, 1-2Cro 16, 14. El reinado de Asá está narrado siguiendo los datos del libro de los Reyes (1R 15, 9-24), pero introduciendo las modificaciones oportunas para resaltar de nuevo la retribución personal e inmediata: en los diez primeros años el país gozó de tranquilidad (2Cro 13, 23) porque Asá obró lo bueno y recto a los ojos del Señor (2Cro 14, 1), y así continuó hasta el año trigésimo quinto de su reinado (2Cro 15, 19). Pero, a partir del año trigésimo sexto (2Cro 16, 1), las cosas cambiaron: el rey saqueó los tesoros del Templo (2Cro 16, 2), hizo una alianza con el rey sirio (2Cro 16, 3) y declaró la guerra a las ciudades de Israel (2Cro 16, 4). Como consecuencia de ello, el año trigésimo noveno Asá enfermó gravemente, no recurrió al Señor y murió (2Cro 16, 12).
La determinación cronológica de treinta y cinco años buenos y cinco catastróficos suman el número significativo de cuarenta, es decir, un ciclo vital completo que dejó paso a un nuevo periodo con un nuevo rey. Cada ciclo y cada rey heredan la promesa de protección divina con todas las características positivas que conlleva, pero no el lastre de los pecados de los antepasados.
2Cro 14, 1-14. Dos grandes gestiones ocuparon a Asá en sus primeros años: la lucha contra la idolatría (vv. 2-4) y la reconstrucción de las ciudades de Judá (vv. 5-6). Como premio, el Señor atendió las súplicas confiadas del rey (v. 10) y le concedió la victoria en todas las batallas.
La plegaria de Asá (v. 10) contiene los elementos típicos de la piedad y el culto: reconocimiento del poder soberano de Dios, confianza plena en Él y, finalmente, intención religiosa en la actividad militar y de gobierno.
2Cro 15, 1-19. La reforma religiosa llevada a cabo por Asá (vv. 8-18) fue radical: eliminó la idolatría e impulsó el culto verdadero (v. 8; cfr 2Cro 14, 1-2), convocó en asamblea litúrgica a todos sus súbditos para renovar la Alianza (vv. 9-15) y llegó incluso a destituir a su abuela de la dignidad de reina madre (v. 16). El discurso profético de Azarías (vv. 2-7) resume la enseñanza de esta sección: Si le buscáis [al Señor] se dejará encontrar; pero si le abandonáis, Él os abandonará (v. 2). Estas palabras fueron el motor de la reforma, que se concretó en destruir todo signo idolátrico (v. 8), restaurar el altar que estaba ante el vestíbulo y comprometerse a buscar al Señor con todo empeño (v. 12). Buscar al Señor es el único camino para alcanzar la salvación y la verdadera alegría: Que se alegren y se gocen todos los que buscan al Señor (Sal 70, 5). Y buscar al Señor Jesús ha de ser el empeño de todo buen cristiano. En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 300).
2Cro 16, 1-14. La última etapa de Asá contrasta con la primera en lo esencial: en la falta de confianza en el Señor (v. 7) y en la búsqueda de pactos con los reyes paganos (v. 3). Como consecuencia sobrevino de modo incomprensible la cólera del rey contra los mismos miembros del pueblo (v. 10), y también las guerras (v. 9). El Señor castigó al monarca culpable con la muerte (vv. 12-13), pero mantuvo la predilección por su pueblo, que se consolidó en el reinado de Josafat, hijo y sucesor de Asá (2Cro 17, 1).
El autor sagrado aprovecha cualquier oportunidad para recordar que el verdadero Israel está en el reino de Judá, y así, al recordar por vez primera la fórmula frecuente en el libro de los Reyes para concluir el relato de un reinado: el resto de los hechos de Asá… están escritos en el libro de los reyes de Judá (1R 15, 23), añade: y de Israel.
2Cro 17, 1-2Cro 20, 37. El reinado de Josafat está narrado en el libro de los Reyes con mucha sobriedad (cfr 1R 15, 24b y 1R 22, 1-35.41-51). Es posible que el Cronista utilizara otras fuentes que hoy desconocemos, o que sencillamente ampliara los datos del libro de Reyes, añadiendo elementos útiles para hacer hincapié en su interpretación de la historia. Así, insiste en la protección divina del monarca mientras éste permanece fiel, y en su castigo cuando se desvía. Repite su doctrina sobre el progreso del pueblo al comienzo del reinado (2Cro 17, 3-2Cro 18, 1) y los desastres al final (2Cro 20, 37); sobre la permanencia del verdadero Israel a pesar de las vicisitudes del gobierno de Josafat; y, por encima de todo, sobre la necesidad del culto y de la plegaria confiada al Señor.
En concreto, el reinado de Josafat está dividido en cinco etapas: el comienzo vigoroso dedicado a combatir la idolatría y a reconstruir ciudades (cap. 17); la alianza con Ajab y la batalla contra Siria (cap. 18); la reorganización interna de la administración, valiéndose de sacerdotes y levitas (cap. 19); la plegaria y la victoria sobre amonitas y moabitas (2Cro 20, 1-30); y, finalmente, la conducta impía del monarca acompañada de derrotas y desgracias (2Cro 20, 31-37). En su conjunto fue un reinado floreciente porque fueron muchas las reformas religiosas llevadas a cabo.
2Cro 17, 1-19. El resumen de la primera etapa está contenido en el v. 3: El Señor estaba con Josafat porque seguía la antigua conducta de David. El autor sagrado, apoyado en la doctrina de la retribución personal, desarrolla con gozo los beneficios que Dios concedió al rey y a los súbditos: riquezas, ejércitos, construcciones, etc. Todo les fue bien. Esta enseñanza de la solicitud divina por los suyos será recogida por San Pablo cuando escribe: Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios (Rm 8, 28).
El libro de la ley del Señor (v. 9). En la época persa se denominaba así al Deuteronomio y quizá al Pentateuco entero (cfr 2Cro 34, 14.19). Los levitas tenían el encargo de instruir al pueblo en las cuestiones doctrinales y morales contenidas en dicho libro.
2Cro 18, 1-34. La alianza con Ajab, rey de Israel, y la batalla contra Siria (vv. 2-27) están tomadas casi al pie de la letra de 1R 22, 3-36. Dentro de la doctrina del Cronista se resalta la intervención del profeta Miqueas, hijo de Yimlá. La palabra del Señor, transmitida por el profeta del Señor, es infalible y siempre se cumple.
Este profeta es distinto de Miqueas de Moréset cuyo libro se conserva entre los profetas menores. Las palabras del v. 16 son una llamada a la responsabilidad del monarca sobre su pueblo; son un eco de la petición que había hecho Moisés para que Josué gobernara al pueblo (Nm 27, 17) y de la denuncia de los malos pastores hecha por Ezequiel (Ez 34, 5). En el Evangelio se encuentra la misma fórmula: Como ovejas que no tienen pastor (Mt 9, 36; Mc 6, 34), para indicar la situación de abandono en que Jesús encontró a sus oyentes.
Josafat se salvó milagrosamente no tanto por sus gritos como relata 1R 22, 32, sino porque el Señor escuchó su plegaria e intervino en su favor (v. 31). La actitud piadosa de Josafat borró el delito de la alianza con Ajab (v. 1) y fue la razón de que saliera ileso del combate. De nuevo resplandece la retribución inmediata, pues el Señor castigó a Ajab y liberó a Josafat.
2Cro 19, 1-11. Este capítulo no tiene paralelo en el libro de los Reyes; relata la institución de los jueces inspirándose en los datos del Deuteronomio (cfr Dt 16, 18-20; Dt 17, 8-13), con lo que se atribuye a Josafat parte de la reforma que más tarde llevaría a cabo Josías. El fruto de la gestión jurídica es tan positivo porque, a pesar de los defectos, el rey decidió en su corazón buscar a Dios (v. 3). La exhortación a la integridad que el rey dirige a los jueces es válida para todos nosotros, que debemos juzgar siempre a las personas de cara a Dios. Jesús ratificó esta doctrina extendiéndola a cualquier situación en la que uno deba emitir un juicio condenatorio del prójimo: No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis, se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá (Mt 7, 1-2; cfr también Rm 2, 1-3).
Los sacerdotes y los levitas tienen la función de juzgar las causas más importantes, pero también los laicos, cabezas de familia (vv. 8.11), debían juzgar las causas civiles o causas del rey. Estos datos reflejan el ambiente de los tribunales en el s. IV a.C.
2Cro 20, 1-30. La batalla y la victoria de Josafat sobre los moabitas, amonitas y meunitas está narrada con el esquema de las guerras en las que se cuestionan valores religiosos más que razones políticas o de territorio. En la primera sección del relato (vv. 3-5), ante el ataque inminente de los enemigos se describe el terror del pueblo y su reacción de invocar al Señor (v. 4). La plegaria del rey (vv. 6-12) contiene la doctrina fundamental de todo el libro (cfr 2Cro 14, 10): soberanía de Dios, confianza en su protección y compromiso de acudir con piedad al Templo (v. 9). La arenga del levita Yajaziel (vv. 15-17) presenta las características de un oráculo profético que recuerda la exhortación de Moisés antes de cruzar el mar Rojo (cfr Ex 14, 13-14).
La batalla se transforma así en una procesión litúrgica (cfr notas a 2Cro 13, 1-23) en la que tienen una función insustituible los cantores (v. 21) y los levitas (vv. 14.19). La victoria culmina en una peregrinación hacia el Templo enfervorizada con cantos y música: esta entrada en Jerusalén (vv. 27-28) recuerda el regocijo del pueblo cuando transportaron el Arca en tiempo de David (cfr 1Cro 15, 28).
2Cro 20, 31-37. Los últimos días de Josafat están marcados por la infidelidad y el castigo correspondiente. Comparado con el paralelo de 1R 22, 41-46.49-51, aquí se añade el nuevo pacto con el rey impío de Israel, el oráculo del profeta Eliézer, condenando esta acción, y el desastre de la armada (vv. 35-37). El autor sagrado deja constancia de que todo el que se aparta de los planes de Dios recibirá un castigo, aunque antes haya obrado con rectitud; es decir, se cumple una vez más la retribución personal e inmediata.
2Cro 21, 1-20. El reinado de Joram fue muy negativo en todos los sentidos: idolatría, pactos con el rey de Israel y abandono del culto dieron lugar a derrotas estrepitosas, a la peste entre el pueblo y a la enfermedad vergonzante del propio rey. Pero a pesar de que según la retribución personal e inmediata el Señor tuvo que infligir al rey un severo castigo, mantuvo la alianza hecha con David (v. 7). En la narración de los reinados menos brillantes, el Cronista deja siempre a salvo la fidelidad del Señor que, a pesar de los castigos, nunca abandonó a su pueblo.
Joacaz, el más pequeño (v. 17). Este hijo pequeño de Joram es Ocozías, que le sucedió en el trono (2Cro 22, 1). Quizá hay un error en la transmisión manuscrita, puesto que el texto griego lee Ocozías, o era un sobrenombre como a veces ocurre con otros nombres de la Biblia.
2Cro 21, 2 Josafat, rey de Israel. Aunque en algunos manuscritos se lee rey de Judá en consonancia con la realidad explicada en los capítulos precedentes, el original hebreo mantiene esta denominación. Si el Cronista le designa rey de Israel es porque considera que el reino de Judá es el heredero de las promesas antiguas y, por tanto, el verdadero Israel.
2Cro 21, 7 Este versículo es paralelo a 2R 8, 19, pero añade el dato de la alianza con David como razón para que el Señor no destruyera la dinastía. El Cronista da mayor relevancia a la Alianza con David que a cualquier otra, incluso a la establecida con Moisés en el Sinaí.
2Cro 21, 12-15. Elías proclama un oráculo contra Joram, al estilo de los profetas de Judá que también anunciaron el castigo a otros reyes (cfr 2Cro 16, 7; 2Cro 20, 37). Según el libro de los Reyes (2R 3, 11) en tiempos de Joram ya no vivía Elías, pero el Cronista lo menciona para dar mayor autoridad a la denuncia severa contra Joram. Por otra parte, es la única vez que se recoge la actuación de un profeta del reino de Israel, señal evidente del prestigio que conservaba la memoria de Elías, en el tiempo en el que el libro de las Crónicas fue redactado.
2Cro 22, 1-12. Los reinados de Ocozías y de Atalía fueron también muy negativos para Judá tanto en el aspecto religioso como en el político. El relato sobre Ocozías está inspirado en 2R 8, 25-27; 2R 9, 27-29 poniendo el acento en que las desgracias del pueblo fueron causadas por los delitos del rey, en concreto por los pactos establecidos con Ajab, rey de Israel. La muerte de Ocozías está narrada con toda intención: fue cosa de Dios y llevada a cabo por Jehú a quien el Señor había ungido (v. 7).
Los crímenes de Atalía, la única mujer que reinó sobre Judá (vv. 10-12), reflejan la crisis profunda de la dinastía davídica. En esta narración, que sigue muy de cerca el texto paralelo de 2R 11, 1-3, se ensalza la figura de Yehoseba, hija del rey Joram y, por tanto, hermana de Ocozías, por parte de padre. Ella, salvando a Joás, garantizó la permanencia de la dinastía davídica. El Cronista subraya que era esposa del sacerdote Yehoyadá, mostrando así que el sacerdocio y el Templo tuvieron un papel relevante en momentos de crisis.
2Cro 23, 1-21. La proclamación de Joás como rey y la muerte de Atalía formaban parte del designio divino de salvación; ambos episodios están narrados siguiendo de cerca el texto paralelo de Reyes (2R 11, 4-20), pero con pequeños matices para subrayar el papel importantísimo de los sacerdotes y del Templo: Yehoyadá, como sacerdote (2Cro 22, 11; 2Cro 23, 8.11), reunió a los levitas (v. 2) haciéndoles partícipes de la trama contra Atalía, puesto que, como encargados de revisar la ceremonia de proclamación, eran los únicos que podían entrar en el Templo (vv. 4-8).
Después de la desaparición de Atalía, el mismo Yehoyadá llevó a cabo una reforma entre los ministros del culto, acomodándose a las antiguas disposiciones de David (vv. 18-19). Una vez más los sacerdotes garantizaron la permanencia de la dinastía davídica y del Templo.
2Cro 23, 13 Pueblo llano (cfr vv. 20.21). Literalmente el pueblo de la tierra, que en griego traduce aquí simplemente por laós. De esta palabra viene laico, que significa el que pertenece al pueblo sin tener una especial consagración. En la Nueva Alianza, los cristianos, al participar de la función sacerdotal de Cristo por la fe y el Bautismo, participan en la vocación sacerdotal del Pueblo de Dios: Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo “un reino de sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap 1, 6). Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 10).
2Cro 24, 1-27. El reinado de Joás está narrado con clara orientación pedagógica y, por tanto, distribuido en dos etapas para mostrar con más facilidad la doctrina religiosa de la historia.
La primera (vv. 1-16), dedicada a recabar fondos (siguiendo el texto paralelo de 2R 12, 1-17) para la restauración del Templo. Durante estos años el protagonista verdadero fue el sacerdote Yehoyadá, que secundó las iniciativas reales para reconstruir el Templo y devolverlo a su esplendor primitivo (v. 13). Al morir recibió sepultura en la ciudad de David (v. 16), es decir, se le reconocieron y tributaron, como a los reyes, los mayores honores.
La segunda etapa fue de deslealtad al Señor y de idolatría. Los desastres bélicos y las conjuras vinieron como castigo por los pecados del rey (vv. 17-26). El delito más grave fue la muerte ignominiosa del hijo de Yehoyadá, el profeta Zacarías (distinto del último de los profetas menores), que se atrevió a denunciar los delitos del monarca. Como consecuencia de este crimen el propio rey perderá su vida a manos de los conspiradores (v. 25). De nuevo se pone de relieve en esta narración que Dios no deja impunes los delitos y que castiga a quien los comete.
Este profeta Zacarías es probablemente el que fue recordado por Jesucristo como paradigma de víctima inocente sacrificada por los suyos: … para que caiga sobre vosotros toda la sangre inocente que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al que matasteis entre el Templo y el altar (Mt 23, 35). El hecho de que Jesús le llame hijo de Baraquías en vez de hijo de Yehoyadá, puede que responda al empleo de genealogías diferentes o a una confusión en la transmisión textual. En cualquier caso, teniendo en cuenta que el libro de las Crónicas ocupa el último lugar en la Biblia hebrea, Jesús está indicando que todas las víctimas inocentes, desde la primera (Abel) hasta la última (Zacarías), son figuras de los mártires cristianos y participan de la redención llevada a cabo en la Cruz. No se os ocurra, por tanto, hermanos, pensar que todos aquellos justos que padecieron persecución de parte de los inicuos, incluso aquellos que vinieron enviados antes de la aparición del Señor, para anunciar su llegada, no pertenecieron a los miembros de Cristo. Es imposible que no pertenezca a los miembros de Cristo, quien pertenece a la ciudad que tiene a Cristo por rey. Efectivamente, toda aquella ciudad está hablando, desde la sangre del justo Abel, hasta la sangre de Zacarías. Y a partir de entonces, desde la sangre de Juan, a través de la de los apóstoles, de la de los mártires, de la de los fieles de Cristo, una sola ciudad es la que habla (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 61, 4).
2Cro 25, 1-28. El reinado de Amasías está dividido también en dos etapas, la primera de fidelidad y prosperidad (vv. 1-13) y la segunda de impiedad y, en consecuencia, de desgracias y de derrotas (vv. 14-24). En cada una interviene un profeta indicando el plan de Dios: en la primera el rey lo escucha (vv. 9-10), en la segunda lo rechaza (v. 16). Todo el relato vuelve a ser una enseñanza sobre la retribución individual e inmediata; y en este caso, la primera decisión del monarca de mantener vivos a los asesinos de su padre está regida por el principio de que cada uno debe pagar por sus delitos, no por los de los antepasados (v. 4). Las palabras citadas en el v. 4 están tomadas de Dt 24, 16, donde se refieren a la justicia humana.
La muerte de Amasías a manos de los conspiradores (v. 27), como antes la derrota por el rey de Israel (v. 20), no son simples episodios casuales, sino castigos divinos por la idolatría e infidelidad del monarca.
2Cro 26, 1-23. El esquema de las dos etapas, fidelidad–infidelidad, es aplicado también a la narración del reinado de Uzías, poniendo el acento en la retribución individual, tanto cuando el rey sigue los designios divinos como cuando se opone a ellos. Sin embargo, en este relato hay algunos detalles de especial interés.
Con el nombre de Uzías (Ozías, en griego) se designa aquí al mismo rey que es denominado ordinariamente Azarías en el libro de los Reyes (cfr 2R 14, 21-22 y 2R 15, 1-3.5-7; pero Uzías en 15, 34), y es el que está atestiguado en los profetas (cfr Is 6, 1) y en el Nuevo Testamento (cfr Mt 1, 8-9). Quizá era un sobrenombre o un diminutivo.
Las construcciones llevadas a cabo, así como las victorias sobre los filisteos y árabes, o la fortaleza del ejército son presentadas como premio a la fidelidad del monarca mientras siguió los consejos de un hombre del que sólo conocemos que se llamaba Zacarías (v. 5), distinto de aquel al que se hace referencia en 24, 20ss. Entre los edificios construidos destacan las torres y cisternas del desierto (v. 10), probables cimientos de los edificios posteriores de Qumrán.
En sintonía con la doctrina del Cronista, se subraya la importancia de los sacerdotes y del Templo: Zacarías enseñó al rey el temor de Dios durante la primera época (v. 5); y el sacerdote Azarías le echó en cara su infidelidad durante la segunda (vv. 17-18). El Templo fue, por otra parte, el escenario del castigo divino, puesto que la enfermedad impura por antonomasia, la lepra, le sobrevino al rey en el Templo y como castigo por haber usurpado funciones que sólo los sacerdotes podían ejercer.
Las palabras mientras buscó al Señor, Dios le hizo progresar (v. 5) muestran una vez más los beneficios que se siguen de la fidelidad a Dios. Cuando se hace el esfuerzo de seguir la voluntad de Dios, el Señor no deja de recompensarlo. Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz (S. Josemaría Escrivá, Surco, 18).
2Cro 27, 1-9. El rey Jotam cumplió con piedad y fidelidad sus funciones hasta el final de sus días (cfr 2R 15, 32-38). Los únicos datos propios de este libro (vv. 4-6) realzan una vez más que la actividad constructora del monarca y la expansión del territorio fueron consecuencia de que el rey se mantuvo fiel al Señor, su Dios (v. 6).
2Cro 28, 1-27. Ajaz es el contrapunto negativo de su piadoso abuelo Uzías: todo su reinado estuvo plagado de impiedad y de idolatría; la derrota era el final de todas las batallas que entabló. Pero el delito más grave y que con más severidad condena el Cronista fue la profanación del Templo y de sus objetos (vv. 20-24).
La guerra sirio–efraimita (vv. 5-15) contiene en esta narración elementos desconocidos en el libro de Reyes (2R 16, 5-9) y en el de Isaías (Is 7, 1-8, 23). Aquí el Señor, para castigar a Ajaz (v. 5), decide la derrota, primero a manos de los sirios y luego de los efraimitas (vv. 5-8). En esta narración la intervención de un profeta y la ayuda del pueblo israelita a los de Judá (vv. 9-15) son determinantes para paliar los efectos de la derrota; no hubo grandes quebrantos. De todo esto se deduce la predilección divina a favor de los judíos y la certeza de que nunca llegarán a ser esclavos de nadie a pesar de que sus reyes sean impíos y merezcan severos castigos.
La alianza de Ajaz con los asirios es, si cabe, más humillante (v. 19) porque en vez de ayudarle asediaron Jerusalén y exigieron grandes tributos. No hubo desgracias personales, pero se cometieron en el Templo las idolatrías más vergonzosas (v. 23) y las profanaciones más horribles hasta llegar incluso a clausurar el Templo (v. 24).
En la interpretación religiosa que el libro de Crónicas hace de la historia, éste es el momento más crítico porque llegó a ponerse en peligro la dinastía davídica y la permanencia del Templo, es decir, la identidad misma del pueblo.
En el v. 19 se llama a Ajaz rey de Israel, aunque la versión griega corrige rey de Judá. El Cronista está más atento a presentar a Israel como un solo reino que a la exactitud histórica.
2Cro 29, 1-2Cro 32, 32. Ezequías obró con rectitud a los ojos del Señor como lo había hecho su padre David (2Cro 29, 2). Este juicio tan positivo sobre Ezequías orienta la amplia sección de cuatro capítulos dedicada a relatar los acontecimientos de su reinado. Como imitador de David, Ezequías devolverá a Jerusalén su prestigio original de capital política y religiosa, y procurará la unidad de los dos reinos acogiendo a los grupos venidos de Israel (2Cro 30, 25); conseguirá que todos los israelitas (literalmente todo Israel, 2Cro 31, 1) se decidan a destruir los lugares altos, y convocará la Pascua por todo Israel (2Cro 30, 5).
Como rey piadoso que obró con rectitud, llevó a cabo una decisiva reforma religiosa que abarcaba los aspectos más importantes del culto: la reapertura y purificación del Templo (2Cro 29, 3-19), el restablecimiento del culto (2Cro 29, 20-36), la celebración de la Pascua en todo el país (2Cro 30, 1-27), la destrucción de todo lo idolátrico (2Cro 31, 1) y la reorganización del clero en el servicio del Templo (2Cro 31, 2-9). El calificativo final sobre Ezequías, uno de los reyes de Judá más extraordinarios, es casi idéntico al del comienzo, pues se revela que todo lo hizo para buscar de todo corazón a Dios; y por eso tuvo éxito (2Cro 31, 21).
El último acontecimiento de su vida fue su comportamiento gallardo y, a la vez, piadoso ante la invasión de los asirios (2Cro 32, 1-23) y, en otro orden de cosas, su humildad para pedir al Señor la curación de su gravísima dolencia (2Cro 32, 24-26).
Fueron años de gran prosperidad política y religiosa que el Cronista interpreta como fruto de la bendición divina y del comportamiento ejemplar del rey.
2Cro 29, 3-36. El relato de la reforma religiosa no se encuentra en el libro de los Reyes, pero proporciona datos que confirman el influjo enorme de los sacerdotes y levitas en la sociedad contemporánea del libro de Crónicas. Con especial énfasis se indica que el Templo y sus puertas son las mismas, aunque restauradas.
Los ritos de purificación, tanto de las personas como del santuario y de sus elementos, siguen las normas contenidas en el Levítico (cfr Lv 13, 1-Lv 16, 34).
El discurso de Ezequías (vv. 5-11) contiene los temas específicos de la predicación de los profetas: infidelidad de los antepasados, castigo merecido y necesario, invitación a la conversión y ratificación de la Alianza. Esta doctrina está en la base de la reforma que se llevará a cabo.
El esplendor de los sacrificios, cantos y ritos de purificación prefigura la liturgia de la Iglesia y los sacramentos: El pueblo elegido recibe de Dios signos y símbolos distintivos que marcan su vida litúrgica: no son ya solamente celebraciones de ciclos cósmicos y de acontecimientos sociales, sino signos de la Alianza, símbolos de las grandes acciones de Dios en favor de su pueblo. Entre estos signos litúrgicos de la Antigua Alianza se puede nombrar la circuncisión, la unción y la consagración de reyes y sacerdotes, la imposición de manos, los sacrificios, y sobre todo la pascua. La Iglesia ve en estos signos una prefiguración de los sacramentos de la Nueva Alianza (Catecismo de la Iglesia Católica, 1150). Y en lo que se refiere específicamente a los cantos el Concilio Vaticano II enseña: La tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne (Sacrosanctum concilium, 112).
2Cro 30, 1-27. La celebración de la Pascua fue la señal más perceptible de que el culto estaba normalizado: se había restaurado el Templo y se habían purificado los ministros (los levitas con más diligencia que los sacerdotes: cfr v. 3; 2Cro 29, 34). Sólo faltaba reunir a todo Israel y Judá (v. 1) en la fiesta más específica del pueblo elegido.
Los preparativos (vv. 1-12) reflejan la orientación abierta que Ezequías quiso dar a su primera Pascua. El pregón real (vv. 6-9), invitando a los israelitas del Norte, parece recogido aquí para que lo escucharan los samaritanos y otros disidentes contemporáneos del Cronista. Contiene una vibrante exhortación a reconciliarse: sólo convirtiéndose al Señor es posible la unidad de todos los israelitas. Esta llamada sigue siendo válida hoy día en la tarea ecuménica: El verdadero ecumenismo no puede darse sin la conversión interior. Los deseos de la unidad surgen y maduran de la renovación del alma, de la abnegación de sí mismo y de la efusión generosa de la caridad. Por eso tenemos que implorar del Espíritu Santo la gracia de la abnegación sincera, de la humildad y de la mansedumbre en nuestros servicios y de la fraterna generosidad del alma para con los demás (Conc. Vaticano II, Unitatis redintegratio, 7).
La celebración propiamente dicha (vv. 13-22) es solemne y multitudinaria. Como muchos habían venido de lejos no tuvieron tiempo de purificarse y los levitas tuvieron que multiplicarse para inmolar tantas víctimas. En este contexto es importante la oración del rey (vv. 18-19) que considera la limpieza del corazón por encima de la pureza ritual.
La alegría (vv. 23-27) fue desbordante, tanto que decidieron prolongar la fiesta durante una semana más, como había hecho Salomón para celebrar la Dedicación del Templo (cfr 2Cro 7, 9). Los levitas, señala el autor sagrado una y otra vez, fueron los grandes protagonistas, hasta el punto de que acompañaron a los sacerdotes en la solemne bendición al pueblo (v. 27), sobrepasando sus funciones propias.
2Cro 31, 1-21. La reforma de Ezequías fue ante todo cultual, haciendo del único Templo de Jerusalén el centro de toda actividad religiosa. El rey determinó con detalle las funciones de los sacerdotes y levitas con relación al culto (v. 2), como habían hecho David y Salomón; pero además destinó una parte de los sacrificios para ellos con el fin de que pudieran dedicarse de lleno a la Ley del Señor (v. 4). De este modo quedó establecido que los levitas fueran los responsables de la enseñanza de la Ley.
La abundancia de ofrendas que llegaban al Templo (v. 10) era un claro indicio de que la reforma había calado en el pueblo, y también de que el Señor bendecía los esfuerzos realizados. Conforme a la doctrina del Cronista, se enseña de nuevo que Dios premia con creces lo que se hace por Él. Dios no se deja nunca ganar en generosidad (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 40).
Sobre los diezmos ver nota a Dt 14, 22-29.
El autor sagrado concluye el relato de la reforma religiosa (vv. 20-21) ponderando de nuevo la persona y actuación de Ezequías en favor del Templo, de la Ley y de los mandamientos.
2Cro 32, 1-32. En este capítulo se resumen los tres episodios finales de la vida de Exequias, que en otros libros están más desarrollados (cfr 2R 18, 9-2R 20, 21; Is 36, 1-Is 38, 20): la invasión asiria, la enfermedad–curación del rey y la prosperidad de este reinado. Al narrarlos de forma breve, se pone el acento, una vez más, en que el Señor bendice al que le busca sinceramente (v. 7).
En la invasión asiria destaca la pericia militar de Ezequías que decidió desviar las aguas de la fuente de Guijón (vv. 3-30) hacia el centro de Jerusalén mediante un canal, que hoy todavía se conserva y se llama Canal de Ezequías, para mantener abastecida a la ciudad durante el asedio. Y, por encima de todo, sobresale su piedad y su confianza en el Señor, al enfrentarse al poderoso ejército asirio. El resultado fue que el Señor salvó a Ezequías y a los habitantes de Jerusalén de la mano de Senaquerib y les concedió paz en sus alrededores (v. 22) como había ocurrido en tiempos de Salomón.
La enfermedad no tuvo carácter de castigo como en Asá y Joram (cfr 2Cro 16, 12; 2Cro 21, 18-19), sino que fue ocasión para que el Señor obrara un prodigio (v. 24). Sin embargo estuvo a punto de ser ocasión de ruina para el rey porque en un primer momento no lo reconoció; no obstante, supo humillarse y evitó el castigo (v. 26). El autor sagrado subraya la necesidad de acudir con humildad y confianza al Señor tanto en problemas públicos como privados. La actitud del rey es un anticipo de la enseñanza del Nuevo Testamento de confiar siempre en Dios: Ésta es la confianza que tenemos en Él: si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha (1Jn 5, 14). La liturgia de la Iglesia lo recuerda también con sencillez y belleza: Dios todopoderoso, lleno de misericordia, mira compasivo nuestras penas, alivia el dolor de tus hijos y robustece su fe, para que siempre confíen en tu paternal providencia (Misal Romano, Misa por cualquier necesidad B, oración colecta).
La prosperidad del reinado de Ezequías es señal de la bendición del Señor (vv. 27-29). La relación con los emisarios de Babilonia (cfr 2R 20, 12-19; Is 39) es relatada escuetamente (v. 31) y pone de relieve la humildad y piedad de Ezequías (vv. 25-26).
Sobre el Miló (v. 5) cfr nota a 2S 5, 9.
2Cro 33, 1-20. El reinado de Manasés tuvo dos épocas, pero en contra de lo que era habitual en sus predecesores, la primera fue de impiedad (v. 1-9) y la segunda, después de su conversión, fue de fidelidad al Señor (vv. 10-20). El relato de la época de infidelidad sigue de cerca el libro de los Reyes (2R 21, 1-10), que presenta a Manasés como uno de los reyes más crueles e impíos. En cambio, el relato de la segunda época es específico de este libro: de nuevo se busca una interpretación religiosa de la vida de Manasés. Si este rey se mantuvo en el trono durante cincuenta y cinco años (698-642), más que David o Salomón, fue porque el rey se humilló profundamente ante el Dios de sus padres (v. 12), y, por lo tanto, el Señor le bendijo (v. 13). Si todavía pervivieron cultos idolátricos, no fue achacable al rey, sino a la gente (v. 17). Con esta interpretación queda en pie la doctrina de la retribución personal que informa todo el libro de Crónicas.
El Señor se conmovió y escuchó su plegaria (v. 13). Posiblemente este dato dio pie a la Oración de Manasés, que es un salmo apócrifo, breve, que aparece en algunos códices griegos al final del libro de los salmos y que fue utilizada en la liturgia cristiana durante la Cuaresma. Es una plegaria piadosa compuesta probablemente en el siglo I o II d.C., que trata sobre la infinita compasión de Dios Todopoderoso y la eficacia del verdadero arrepentimiento: He pecado, Señor, he pecado / y mis faltas yo conozco, / pero Te pido suplicante: / ¡Aparta de mí tu enojo, Señor, aparta de mí tu enojo / y no me hagas perecer junto a mis faltas / ni, eternamente resentido, me prestes atención a las maldades / ni me condenes a los abismos de la tierra! / Porque Tú eres, Señor, el Dios de los que se arrepienten y en mí mostrarás tu bondad / ya que aun siendo indigno, me salvarás conforme a tu mucha misericordia (Oratio Manassae 12-14).
2Cro 33, 3 A lo largo de los libros de las Crónicas, pero de manera cada vez más acentuada en los últimos capítulos, hay continuas referencias a la edificación de lugares altos por parte de hombres impíos. Se trataba originariamente de santuarios cananeos o ilegítimos, en donde se realizaban actos de culto por pensarse que se estaba más cerca de la divinidad. En la época de los reyes, probablemente se trate de cerros artificiales, plataformas ovales o circulares, construidos con fines cultuales. cfr también nota a 1R 3, 2-14.
2Cro 33, 21-25. El reinado de Amón fue breve, pero tan desastroso como el de su padre Manasés. Aquí se recogen los datos del libro de Reyes (2R 21, 19-24), pero se añade que no se humilló ante el Señor (v. 23) para señalar que su muerte prematura fue castigo de su comportamiento impío, aunque de hecho fuera consecuencia de una conspiración.
2Cro 34, 1-2Cro 35, 27. Josías fue el rey piadoso que llevó a cabo una reforma profunda, seguramente más trascendente que la de Ezequías, ya que tuvo el honor de encontrar el libro de la Ley, es decir, el núcleo fundamental de lo que hoy se recoge en el libro del Deuteronomio (cfr 2R 22, 1-2R 23, 30). El relato de Crónicas sigue de cerca los datos de la narración de Reyes, pero ordenándolos de manera que resplandezca la piedad de Josías, el protagonismo de los levitas y la centralidad del Templo. Así, la primera actividad del monarca consistió en destruir los lugares idolátricos de Judá (2Cro 34, 3) y en purificar el resto de ciudades, incluidas las del norte (2Cro 34, 6-7). Después, cuando todo estaba ya purificado, encontró el libro (2Cro 34, 8ss.). Así este hallazgo no es tanto el origen de la reforma, sino el premio a la restauración llevada a cabo.
Los levitas fueron imprescindibles en la reforma: ellos llevaron la dirección de los trabajos de reparación del Templo (2Cro 34, 12-13); fueron testigos de la renovación de la Alianza (2Cro 34, 30) y, sobre todo, se encargaron de dirigir la celebración de la Pascua (2Cro 35, 3-16). Finalmente el Templo de Jerusalén volvió a ser el centro del culto y de la enseñanza religiosa. Precisamente el libro de la Ley apareció al extraer el dinero aportado al Templo del Señor (2Cro 34, 14), es decir, como recompensa divina por los cuidados mostrados hacia la Casa de Dios. Y al Templo acudirán a celebrar la Pascua tanto los de Judá como los de Israel (2Cro 35, 18). Es probable que las ceremonias de la Pascua descritas aquí perduraran todavía en tiempo de Jesús.
2Cro 34, 19-28. El rey, impresionado por la lectura del libro, envió una embajada a consultar a la profetisa Juldá, con lo que mostraba su actitud humilde a aceptar su contenido, como venido de Dios. Todo este relato sigue muy de cerca la narración contenida en 2R 22, 11-20; pero añade un matiz significativo al recordar las maldiciones contenidas en el libro (v. 24), en alusión a los últimos capítulos del Deuteronomio (cfr Dt 30, 7.15-20). De esta forma el Cronista da por sentado que el libro de la Ley era en la época persa todo el Deuteronomio -no sólo la parte central, de carácter normativo-, y quizá todo el Pentateuco.
2Cro 35, 20-27. La muerte trágica del piadoso rey Josías resultaba difícil de explicar para los que pensaban que una vida ejemplar no podía terminar en tragedia. Pero, al indicar que el rey de Egipto envió mensajeros anunciándole que su incursión no era contra él (v. 21), se señala que Josías desobedeció al no atender esas palabras que venían de Dios (v. 22). Este pecado fue la causa de su muerte y, de este modo, quedaba en pie la doctrina de la retribución personal e inmediata. cfr también nota a 2R 23, 4-30.
2Cro 36, 1-21. El reinado de los últimos reyes de Judá (cfr 2R 23, 1-2R 25, 30) está relatado casi de forma telegráfica, sin utilizar con detalle la fórmula introductoria habitual: Comenzó a reinar…, ni la conclusiva: El resto de los hechos…. Únicamente se reseña el comportamiento impío de cada monarca y, como castigo, su deportación. Además, a la escalada de impiedad corresponde una trágica progresión en el castigo: Joacaz fue deportado a Egipto él solo, sin repercusión en las posesiones ni en los habitantes del pueblo (v. 4); Yoyaquim y Yoyaquín obraron mal y fueron llevados a Babilonia junto con muchos objetos del Templo, pero sin daños en otras personas (vv. 7 y 10); y finalmente, Sedecías, que arrastró a los dirigentes al mal, decidió no volver al Señor y profanó el Templo del Señor (v. 14), atrajo el más severo castigo: la muerte de los mejores, la destrucción del Templo y la demolición de Jerusalén, y la deportación de los supervivientes (vv. 17-20).
De este modo, el destierro no es interpretado como un castigo infligido al pueblo entero por las infidelidades cometidas a lo largo de su historia, sino únicamente como castigo a Sedecías y a sus contemporáneos por sus propios pecados. La nueva generación que vuelva del destierro no heredará las consecuencias de esos delitos, sino que comenzará de nuevo, contando con la protección divina.
2Cro 36, 9 Yoyaquín tenía dieciocho años. Seguimos a muchos manuscritos y versiones antiguas porque el texto hebreo que dice tenía ocho años parece equivocado: con esa edad no habría sido responsable de mal a los ojos del Señor.
2Cro 36, 21 La mención de Jeremías (cfr Jr 25, 11-12; Jr 29, 10) indica que su libro era ya reconocido en tiempos del Cronista como profético y sagrado; y, por otra parte, subraya que el destierro fue un acontecimiento previsto por Dios que guardó la tierra en sábado prolongado, es decir, descanso total, hasta la vuelta de los que constituían el verdadero Israel. Al omitir el gobierno de Godolías (cfr 2R 25, 22-26) se evita la ocasión de marcar divisiones entre los deportados y los que quedaron en Jerusalén.
2Cro 36, 22-23. El final del libro de Crónicas es idéntico al comienzo del de Esdras (Esd 1, 1-3) y probablemente se repitió cuando los libros de Crónicas fueron definitivamente separados de los de Esdras y Nehemías. En todo caso refuerza la enseñanza, contenida en los versículos anteriores, de que el destierro no es el fin, sino que todo ha de continuar igual que antes de ir a Babilonia puesto que volverán los que pertenezcan al pueblo y seguirá en pie la clave de la fe: que el Señor está con ellos, con todos los que al redactarse este libro, pertenecían al pueblo.
Esd 1, 1-Esd 6, 22. El libro segundo de las Crónicas se cerraba con la narración de la ruina de Jerusalén, consecuencia de la repetida infidelidad a Dios de sus habitantes (cfr 2Cro 36, 17-21), y con el decreto de Ciro ordenando, de parte de Dios, la reconstrucción del Templo de Jerusalén y la vuelta de los desterrados (cfr 2Cro 36, 22-23). El libro de Esdras comienza exponiendo esto mismo (Esd 1, 1-4) y a continuación narra cómo se realizó. Da cuenta de la preparación para la vuelta (Esd 1, 5-11), y de quiénes fueron los que regresaron entonces (Esd 2, 1-70); de cómo se construyó en Jerusalén, antes que nada, un altar y se reanudó el culto (Esd 3, 1-6), y de la oposición que, al empezar a reconstruir el Templo, les presentaron las gentes del país (Esd 4, 1-5), que escribieron al rey persa, el cual ordenó parar las obras (Esd 4, 6-24). Pero los que habían regresado, animados por los profetas Ageo y Zacarías, las reemprendieron de nuevo (Esd 5, 1-2) y las continuaron, esperando la confirmación del rey (Esd 5, 3-5). Una nueva carta dirigida ahora al rey Darío por parte de aquellas autoridades (Esd 5, 6-17) y la respuesta de éste ordenando dejar a los judíos construir en paz el Templo según lo había decretado Ciro (Esd 6, 1-12), hacen que, efectivamente, puedan terminarlo y dedicarlo al Señor (Esd 6, 13-18), y después celebrar con gozo la primera Pascua en el país (Esd 6, 19-22).
En esta primera parte del libro destacan la piedad y la tenacidad de los repatriados, dedicados por completo al culto del Señor y a la reconstrucción de su Templo. Pero también queda resaltada la animosidad contra ellos de los que habitaban en el país. Sólo la voluntad de Dios que actúa a través de las decisiones de los reyes persas hace posible que pueda llevarse a término aquella empresa que suponía el nuevo resurgir del pueblo en la tierra prometida.
En la tradición cristiana, a la luz del mensaje de Jesucristo, se han leído estas páginas en sentido espiritual buscando en ellas unos puntos de referencia adecuados para trabajar en la construcción de la Iglesia. En efecto, así como el pueblo de Dios en el Antiguo Testamento volvió a reconstituirse después de la dura experiencia del destierro y pervivió a pesar de las dificultades que hubo de padecer en esta y otras circunstancias, así el nuevo Pueblo de Dios se mantiene a lo largo de los siglos aunque continuamente haya de afrontar la tarea de superar los obstáculos que se le presenten. Si no crees en las palabras, cree en las obras. ¿Cuántos tiranos han intentado oprimir a la Iglesia? ¡Cuántos calderos de aceite hirviendo!, ¡cuántos hornos, y dientes de fieras, y espadas afiladas! ¡Y no la han sofocado! ¿Dónde están ahora aquellos que la han combatido? ¿Y dónde está la Iglesia? Brilla más que el sol. La fuerza de aquellos se ha apagado, pero la fuerza de la Iglesia es inmortal. Si cuando los cristianos eran todavía pocos no pudieron vencerlos, ahora que el mundo entero está lleno de fe y religiosidad, ¿tú podrás vencerla? “El cielo pasará pero mis palabras no pasarán”; y es obvio: la Iglesia es más querida por Dios que el mismo cielo. Él no asumió un cuerpo celeste sino un cuerpo eclesial. Por la Iglesia existe el cielo y no la Iglesia por el Cielo (S. Juan Crisóstomo, Sermo antequam iret in exilium 2).
Esd 1, 1-4. Ciro reinó en Persia desde el año 559 hasta el 529 a.C. Los testimonios históricos coinciden en presentarlo como un rey tolerante con las costumbres tradicionales de sus vasallos y respetuoso con sus prácticas religiosas. Por eso, cuando Ciro entró triunfante en Babilonia el año 539 a.C., restableció allí el culto a Marduc, y cuando tuvo noticias de lo sucedido con los deportados de Jerusalén dio toda clase de facilidades para que regresaran a su tierra y reconstruyeran el Templo de su Dios.
Pero el libro sagrado, que enseña la realidad desde una perspectiva más profunda, hace notar que esas decisiones no fueron simple consecuencia del buen carácter de este gobernante, sino que tuvieron su origen en Dios. El Señor movió el espíritu de Ciro (v. 1) y el de los cabezas de familia de Judá y Benjamín (Esd 1, 5) para que, en esta nueva etapa en la historia de la salvación se llevara a cabo la reconstrucción del pueblo y del Templo de Dios en Jerusalén. Dios se sirve de un rey pagano como instrumento para llevar a cabo su designio salvador sobre el pueblo elegido. En este sentido en Is 45, 1 se llama a Ciro Ungido del Señor, pues aunque él no lo sepa -sin que tú me conozcas (Is 45, 4)- sirve a los planes de Dios. Además, los setenta años de destierro profetizados por Jeremías (cfr 2Cro 36, 21) se han abreviado con la decisión de Ciro, que hace que el regreso del destierro se produzca el año 538 a.C. Se trata de dos aspectos que resaltan la soberanía de Dios sobre todos los reyes y naciones, y su misericordia con su pueblo.
A diferencia de otros pasajes en los que vuelve a aparecer el decreto de Ciro (cfr 2Cro 36, 22-23; Esd 6, 3-12), aquí se atribuye a este rey el reconocimiento de que el Señor, Dios de los cielos (v. 2) -que al parecer era el título dado a la suprema divinidad persa Ahura-Mazda- es el mismo que el Señor, Dios de Israel, que es el Dios que está en Jerusalén (v. 3). Se profesa de este modo la fe en un solo y verdadero Dios, el que se ha revelado al pueblo judío, pero cuyo poder se extiende sobre todas las naciones.
Esd 1, 5-11. Aunque el decreto de Ciro iba dirigido a todos los pertenecientes al pueblo de Dios (Esd 1, 3) residentes en el imperio persa, considerados ya como el resto de lo que fue el antiguo Israel (Esd 1, 4), ahora se habla únicamente de los cabezas de familia de Judá y Benjamín (v. 5); precisamente las dos tribus que habían formado el reino del Sur o de Judá. Los deportados a la caída del reino del Norte (cfr 2R 17, 6) han desaparecido del horizonte del autor de manera parecida a como ese reino había sido olvidado por el autor de 1-2Cro. La reconstrucción del pueblo en la nueva etapa que va a comenzar se basa exclusivamente en lo que fue el reino de Judá, con los sacerdotes y levitas que habían permanecido en el Templo de Jerusalén (2Cro 29, 4), pues para este autor sólo los de Judá eran el verdadero pueblo de Dios, y entre éstos, de manera especial los que corrieron la aventura de la vuelta abandonando su posición en Babilonia.
Es muy posible que Sesbasar, llamado príncipe de Judá (v. 8), fuese hijo del rey Yoyaquín (cfr 2Cro 36, 9-10), y el que mantenía el título de rey de Judá, como rey vasallo, cuando Ciro ocupó el trono de Babilonia. Así parece reflejarlo 1Cro 3, 17-18 aunque ahí se le llame Senasar. Él no sólo se hace cargo de los utensilios sagrados robados por Nabucodonosor (cfr 2Cro 36, 10; 2R 25, 14-15), sino que conduce el primer grupo de los que retornaron y pone los cimientos del Templo (cfr Esd 5, 15-16). En tal caso tanto él como su sobrino Zorobabel (cfr 1Cro 3, 19), que fue quien guió la siguiente expedición (cfr Esd 2, 2), eran de la familia de David. Este hecho no dejaría de tener importancia en aquellos momentos, ya que suponía la continuación de la estirpe de David. Y, sin embargo, el texto de Esdras no da a su condición davídica ningún relieve. Tanto es así que por esta ausencia de datos se ha pensado a veces que Sesbasar y Zorobabel eran la misma persona. En cambio, los profetas Ageo (cfr Ag 2, 20-23) y Zacarías (cfr Za 4, 6-10) tendrán en cuenta esa condición en el caso de Zorobabel y alimentarán esperanzas mesiánicas. El autor de Esdras se fija en la continuidad que supone el empleo de los mismos objetos de culto.
En la narración del regreso de los deportados, hay elementos que rememoran acontecimientos del Éxodo, no sin dejar de manifiesto un cierto contraste entre ambas situaciones. El primer éxodo comenzó cuando el rey opresor, el faraón, accedió a que los israelitas salieran de su país, obligado por las plagas (cfr Ex 3, 12; Ex 7, 26; etc.). En cambio, en este segundo éxodo ha bastado el poder de Dios para remover en un instante el espíritu de Ciro. Además, así como los israelitas no salieron de Egipto con las manos vacías, ya que despojaron a sus vecinos de sus objetos de oro y plata (cfr Ex 3, 21-22; Ex 12, 35-36), así tampoco los deportados regresaron de vacío después de la cautividad, sino que volvieron a Jerusalén cargados de abundantes regalos. Si en el primer éxodo Israel se había constituido como pueblo, el éxodo que se narra ahora es presentado como un nuevo resurgir.
Cuanto aquí se narra ofrece su enseñanza permanente para todos los tiempos. En la Sagrada Escritura se muestran numerosas intervenciones salvíficas de Dios, muchas de ellas narradas de modo espectacular y otras con mayor sobriedad. Dios guía la historia incluso por medio de aquellos que no le reconocen. Aunque cambian las condiciones sociales y políticas en las que se encuentra el pueblo de Dios, éste sigue siendo el mismo; permanece un resto con el que se da un nuevo recomenzar. Esto es aplicable a la Iglesia en su historia: cambian las circunstancias e incluso pueden cambiar las formas de organización, pero la Iglesia sigue siendo siempre la misma que fundó Jesucristo y estableció sobre el fundamento de los Apóstoles.
Esd 2, 1-63. Al principio del libro del Éxodo se enumeraban los hijos de Israel que bajaron a Egipto con Jacob para mostrar que existía continuidad entre la generación que había llegado a ese país en la época de los patriarcas y la generación que salió de allí guiada por Moisés (cfr Ex 1, 1-7). Más adelante, en el libro de los Números, se incluyeron dos censos del pueblo en los que se especificaban los miembros de cada linaje: uno en el desierto del Sinaí (Nm 1, 1-46 y Nm 3, 1-39), y otro en las estepas de Moab a las puertas de la tierra prometida (Nm 26, 1-65). Estos censos están situados en dos momentos decisivos: el primero cuando los hijos de Israel se habían constituido en pueblo de Dios mediante la Alianza, y el segundo cuando se preparaban para instalarse en el país que Dios les iba a entregar. En ambos casos era necesario que quedara constancia de las personas y linajes que formaban parte del pueblo.
Ahora, cuando se inicia la reconstrucción de ese mismo pueblo en la tierra que Dios les había entregado y de la que habían sido deportados por los babilonios, también se recoge en un censo quiénes constituyen ese nuevo pueblo. La misma lista aparece en las memorias de Nehemías (Ne 7, 6-72) de donde la habría podido tomar el autor de Esdras-Nehemías acomodándola a la situación que describe. Ahora se trata de mantener vivo el recuerdo de los que fueron pioneros en la reconstrucción del pueblo y de mostrar su pertenencia a él. Comienza con once nombres (según Ne 7, 7 son doce) que podrían representar simbólicamente a todo Israel. A continuación se da la lista de los hombres del pueblo, o laicos (vv. 3-35), según su ascendencia o su lugar de origen, indicando quizá de este modo su distinta relevancia social. Después se da la relación de sacerdotes (vv. 36-39), cuyo elevado número respondería al objetivo primero de la misión, establecer el culto, y de los levitas (v. 40), mucho menos numerosos, puesto que no eran allí tan necesarios para enseñar la Ley. Cantores y porteros (vv. 41-42) tenían asimismo una función importante en el culto; netineos, que significa donados, y los hijos de los siervos de Salomón (vv. 43-58), descendientes de prisioneros de guerra que habrían abrazado el judaísmo (cfr Nm 31, 30.47; Jos 9, 19-27; 1R 9, 20-21) ejercían los servicios más humildes.
El dejar constancia de que algunos no pudieron probar su ascendencia judía (vv. 59-63) sirve para resaltar el rigor requerido en este asunto, especialmente si se trataba de personas que figuraban entre los sacerdotes, ya que la participación de estos últimos en los sacrificios comiendo la parte de la víctima correspondiente al sacerdote, haría aquellos actos inválidos e impuros. La solución acerca de la identidad de estas personas sólo podía venir de parte de Dios, cuando un sacerdote mediante las suertes (urim y tummim) llegase a conocerlo.
Esd 2, 64-67. El número de los que vuelven es bastante elevado, si bien sólo representa una pequeña parte de los judíos de la diáspora. Los siervos y siervas, aunque no muchos, indican que había familias de buena posición económica. Los medios de transporte utilizados en el viaje parecen más bien escasos para el largo camino recorrido por aquella multitud. Los cantores y cantoras mencionados en el v. 65 sugieren el carácter litúrgico y de peregrinación que tuvo la marcha.
Esd 2, 68-70. Destaca la generosidad de esta primera comunidad judía. Su establecimiento en Jerusalén y en las ciudades de Judá se ve aquí como una nueva toma de posesión de la tierra por parte del pueblo; allí llega todo Israel. El autor sagrado no recuerda ni las penalidades del camino ni las dificultades que lógicamente hubieron de sufrir para establecerse. Lo que cuenta, en definitiva, es el hecho de haber dejado Babilonia y haber entrado en la tierra, haber sido los primeros en tomar posesión de ella.
Esd 3, 1-6. El mes séptimo correspondía al primer mes de otoño (15 de septiembre o 15 de octubre), en el que se celebraba la fiesta de los Tabernáculos en recuerdo de la permanencia de los israelitas en el desierto (cfr Lv 23, 33-34). Lo más urgente por tanto para los repatriados era restablecer la comunicación con Dios por medio de los sacrificios y especialmente de los prescritos para esa fiesta. De ahí la rápida construcción del altar para actuar como los israelitas tras salir de Egipto (cfr Ex 29, 35-46). Se destaca la acción de Josué, el sacerdote, y Zorobabel, el descendiente de David, aunque este último no tiene ahora el relieve que le correspondería, quizá porque cuando se escribe el libro de Esdras ha desaparecido del horizonte la perspectiva de la restauración monárquica. San Beda comenta la prioridad que dieron a la construcción del altar de esta forma: [los que regresaron de la cautividad] primero, una vez construido el altar, cada día ofrecían por sí mismos holocaustos a Dios, para que así, mejor purificados, fueran dignos de emprender la reconstrucción del Templo. Así sucede también en la edificación espiritual, en la que es absolutamente necesario que el que pretende enseñar, primero se enseñe a sí mismo: quien pretenda instruir al prójimo en el temor o en el amor de Dios, que primero se haga digno del oficio de doctor sirviendo él mismo a Dios con constancia (In Esdram et Nehemiam 1, 3).
Esd 3, 7-Esd 6, 18. Comienza ahora la narración de cómo se llevó a cabo la reconstrucción del Templo. El autor sagrado ha reunido diversas informaciones para resaltar las dificultades que tuvieron que superar hasta llevar a término aquella empresa (Esd 4, 1-Esd 6, 12), y la alegría y la alabanza al Señor con que la iniciaron (Esd 3, 10-13) y la completaron (Esd 6, 16-18). Esas informaciones no están presentadas con riguroso orden histórico, pero, en cualquier caso, dejan constancia de que la construcción del Templo fue tarea que duró unos veinte años, desde el 536 a.C., que comienzan las obras (Esd 3, 8), hasta el 515 en que fue dedicado el nuevo Templo (Esd 6, 15). Para justificar esa tardanza se incluyen informaciones de época posterior tocantes a la construcción de la muralla (Esd 4, 6-23).
Esd 3, 7-13. De modo parecido a como habían actuado David y Salomón, se contratan gentes especializadas para los trabajos y se recaban de Fenicia los materiales convenientes (cfr 1Cro 22, 1-5; 2Cro 2, 1-14). Entre los que dirigen los trabajos destacan de nuevo Zorobabel y Josué, mientras que Sesbasar (cfr Esd 1, 8) ha desaparecido de la escena. En algunos Salmos, como el 100, 106 y sobre todo el 136, quedan reflejadas la alegría y alabanza a Dios de esos momentos, aunque no deja de señalarse aquí el dolor por el anterior Templo destruido.
Esd 4, 1-7. Las dificultades comienzan cuando los repatriados quieren mantener su identidad judía frente a los que, a su llegada, habitaban la tierra. Éstos, calificados aquí como enemigos de Judá y Benjamín (v. 1), eran los que no habían pertenecido al reino de Judá, es decir, aquella población que los asirios habían llevado a Samaría después de la caída del reino del Norte (722 a.C.), y que al caer Jerusalén y ser deportados sus habitantes, habían ocupado asimismo esta región, mezclándose con los judíos que no fueron deportados. Habían aceptado el culto al Señor, Dios de Israel, junto a sus propios cultos, de manera que practicaban una religiosidad sincretista (cfr 2R 17, 24-41). Su participación en la construcción del Templo les hubiera dado derecho a ofrecer allí sacrificios al Dios de Israel comprendiéndolo como un dios local más. Esto no podía ser aceptado en modo alguno por los repatriados. Así comienza el enfrentamiento que pronto deriva en oposición abierta por parte de la gente del país, no sólo a la reconstrucción del Templo, sino a la de la ciudad. En el origen de todo ello hay una causa religiosa: la afirmación judía de la fe en un solo y único Dios, el Dios de Israel, que se ha elegido un pueblo. No se trata por tanto de exclusivismo racial, pues más adelante se dirá que también las gentes del país que se habían apartado de la idolatría celebraron la Pascua con los judíos (cfr Esd 6, 21).
Esd 4, 8-24. Como testimonio de las dificultades que surgieron en la construcción, el texto sagrado reproduce el contenido de una carta en la que se pide al rey de Persia la orden de paralizar las obras (vv. 11-16). Esa carta es reproducida en el texto sagrado en arameo, el idioma en que fue escrita. A partir de ahí, el resto del relato sobre las vicisitudes de las obras hasta que se termina de construir el Templo y tiene lugar su Dedicación (Esd 6, 18) está redactado en esta lengua. Después, el texto sagrado vuelve a utilizar la lengua hebrea. En la primera carta y en la respuesta del rey se habla de la reconstrucción de la muralla y de la ciudad que se realizaría más adelante (vv. 12.21; cfr Ne 2, 11-18). En cuanto al Templo, lo cierto es que se paralizaron las obras hasta el año 520 a.C., segundo del reinado de Darío (v. 24), debido no sólo a las dificultades que pusieron las gentes del país, sino también quizá al desánimo que se produjo entre los repatriados al verse solos en aquella empresa (cfr Esd 4, 4). Las cartas escritas al rey reflejan perfectamente cuáles eran las autoridades delegadas de éste para la región, el prefecto y el gobernador, que residían en Samaría (cfr v. 9; Esd 5, 3), y la condición de las gentes que habitaban la tierra (v. 10).
Esd 5, 1-5. También en estos pasajes redactados en arameo en el texto original se hace notar, de una parte, el cuidado que Dios tiene de los suyos y el apoyo que presta a su tarea, y de otra, el esfuerzo constante de los constructores, que ponen todos los medios humanos a su alcance para que los trabajos prosigan sin interrupción. El cuidado de Dios se manifiesta suscitando nuevos profetas (Ageo y Zacarías) y moviendo a Josué y Zorobabel. Al poco tiempo de acceder Darío al trono, los israelitas reemprendieron la construcción desafiando la prohibición de las autoridades locales (vv. 3-5). Dios los protegió para que pudieran continuar con sus trabajos mientras llegaba la respuesta del nuevo rey.
Esd 6, 1-12. Finalmente, la providencia de Dios hizo que se esclareciera la situación y quedase de manifiesto la legalidad de las obras, de modo que Darío no sólo autorizó sino que favoreció la conclusión de la labor emprendida. Los repatriados reciben en esta ocasión un trato de favor de parte del rey persa, como si éste reconociese no sólo los legítimos derechos que tenían, sino al Dios al que ellos van a dar culto en aquel Templo. A ese Dios invoca Darío contra quienes no cumplan los decretos reales (v. 12). Es como el signo de que la obra que están llevando a cabo es voluntad divina, aunque se muestre a través de un rey extranjero. Lo mismo había ocurrido con Ciro.
Esd 6, 13-15. Llama la atención que sea a los ancianos de los judíos a quienes se atribuye ahora la última etapa de construcción y la terminación del Templo. Quizá Zorobabel y Josué ya han desaparecido de la escena. Asimismo queda claramente reflejado que el mandato divino se realiza a través de los decretos de los reyes persas, nombrados ahora según el orden de sus respectivos reinados. Dada la importancia del suceso no podía faltar el recuerdo de la fecha exacta: el tres de marzo del año 515 a.C.
En el Nuevo Testamento se dice que la Iglesia es edificación de Dios (1Co 3, 9). El mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron los que edificaban, pero que fue puesta como piedra angular (cfr Mt 21, 42 par.; etc.). Sobre ese fundamento levantan los Apóstoles la Iglesia (1Co 3, 11) (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 6). En ella, nosotros como piedras vivas entramos en su construcción en este mundo (cfr 1P 2, 5). Esta edificación de Dios está bien fundada, pero progresa constantemente y está continuamente por hacer. No le faltan las dificultades de fuera ni las que proceden del cansancio de los constructores, pero así como el Señor permitió entonces que se concluyera felizmente la reconstrucción del Templo, también ahora saca adelante a su Iglesia apoyándose en el trabajo esforzado de cada cristiano en el lugar que ocupa en el mundo.
Esd 6, 16-18. A pesar de ser un momento culminante en la trama del libro, la Dedicación del Templo es descrita de manera sucinta, sobre todo si se compara con la Dedicación hecha por Salomón según 2Cro 5, 1-2Cro 7, 22. Probablemente se quiere así poner de manifiesto que no se trata de un nuevo Templo, sino que es continuación del que ya existía. En cambio, para legitimar la novedad del altar y aun del Templo, en 2M 1, 18-36, atribuyendo su construcción a Nehemías, se recuerda una tradición distinta.
El texto de Esdras evoca con gusto la generosidad de las ofrendas de los israelitas. En la tradición cristiana, la ceremonia de la Dedicación ha quedado presente en la Dedicación de las Iglesias, y los pastores no han dejado de alentar a los fieles para que presentaran ofrendas espirituales adecuadas: Por esto, nosotros, carísimos, si queremos celebrar con alegría la dedicación del templo, no debemos destruir en nosotros, con nuestras malas obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella. ¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos (S. Cesáreo de Arlés, Sermones 229, 3).
Esd 6, 19-22. En la narración del regreso de los deportados se rememoran acontecimientos que guardan cierto paralelismo con los relatados en el Éxodo. Uno de ellos es la celebración de la Pascua. Sin embargo, el contexto y el significado de esa celebración tiene sus propios matices en cada caso.
En el Éxodo la Pascua se celebró antes de partir, como preparación para esa gran intervención salvadora que Dios habría de realizar en favor de su pueblo. Aquí la Pascua se sitúa como punto final y ratificación del agradecimiento a Dios, que les ha permitido regresar de Babilonia, reconstruir el Templo y recomenzar la vida ordinaria en la tierra que les había prometido. Conviene observar que junto a los que volvieron del destierro también comen la Pascua algunas gentes del país (v. 21).
La Pascua es la gran fiesta de la acción liberadora de Dios, que no queda en el pasado como simple recuerdo de la salida de Egipto, sino que se actualiza de diversos modos en las cambiantes circunstancias históricas de la vida del pueblo. La celebración de la Pascua es memorial de lo que ya ha pasado pero que se actualiza cada vez que se celebra. Se va preparando así el camino que permite entender el sentido del misterio pascual de Jesús, la gran intervención salvadora de Dios a favor del género humano, que llevaría a su plenitud las antiguas celebraciones pascuales. También hoy cada vez que se celebra el memorial del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús en la Eucaristía se actualiza su acción salvífica.
Esd 7, 1-Esd 10, 44. Las autoridades persas fueron bastante tolerantes con las leyes y costumbres tradicionales de los pueblos que les estaban sometidos. De este modo se ganaban su respeto. Así como Ciro había permitido el regreso de los deportados para que reconstruyeran el Templo, Artajerjes envió a Esdras, que era experto en la Ley que el Señor Dios de Israel había entregado a Moisés, para que la hiciera cumplir en Jerusalén y sus alrededores. No se sabe con certeza si se trata de Artajerjes I (465-425 a.C.) o Artajerjes II (405-359 a.C.), aunque, según apuntan los datos conocidos, fue con mayor probabilidad Artajerjes II (cfr Introducción).
La segunda parte del libro de Esdras narra lo sucedido en el cumplimiento de esa misión. La mayor parte de su contenido probablemente procede de un documento conocido como las memorias de Esdras (que, además de lo recogido aquí, también incluiría cap. Ne 8). En ellas, Esdras habría consignado un informe dirigido a las autoridades imperiales persas, sobre cómo había realizado la misión que le asignaron.
Las memorias de Esdras comienzan exponiendo la misión que le fue encomendada y reproducen el documento, redactado en arameo, por el que Artajerjes le entregaba todos los poderes necesarios para llevarla a cabo (Esd 7, 11-26). Después se describe la comitiva que Esdras formó para que le acompañase hasta Jerusalén, la preparación material y espiritual para esa marcha, y su camino hasta llegar a la Ciudad Santa (Esd 8, 1-36). Una vez allí, el problema que más preocupó a Esdras fue la relajación en el cumplimento de algunas disposiciones que servían para salvaguardar la identidad del pueblo, como eran las que prohibían los matrimonios con extranjeros y el dar culto a sus dioses. Ante la gravedad de la situación, Esdras se dirigió a Dios entonando una plegaria penitencial en la que reconoció las culpas del pueblo (Esd 9, 1-15). Por último se pusieron los medios para arreglar aquella situación (Esd 10, 1-44).
En el plan redaccional conjunto de los libros de Esdras y Nehemías, esta sección tiene gran importancia. Como ya se dijo, los deportados se habían ocupado primero de lo que se refería a Dios, y habían comenzado por reconstruir el Templo (Esd 1, 1-Esd 6, 22). Terminadas las obras y restablecido el culto, había llegado el momento de poner en orden las propias vidas de acuerdo con la Ley de Dios. Sobre estos aspectos tratan fundamentalmente los capítulos que siguen.
Esd 7, 1-10. Las genealogías en la Biblia tienen entre otras funciones la de mostrar la importancia de un personaje. A veces se incluyen al hablar de su nacimiento (Gn 11, 10-32; Mt 1, 1-17) o al inicio de su misión (Ex 6, 14-27; Jdt 8, 1; Lc 3, 23-28), como en este caso (vv. 1-5), donde se indica que Esdras es del linaje de Aarón y, por tanto, sacerdote. Así lo llamará el texto en numerosas ocasiones (cfr Esd 10, 10.16; Ne 8, 2.9, etc.). Pero de él también se dice que era escriba experto en la Ley de Moisés (v. 6). De ahí que otras veces se le denomine simplemente como Esdras, el escriba (Ne 8, 1.4.5.13, etc.), o sacerdote y escriba al mismo tiempo (Esd 7, 11.12.19, etc.). Probablemente el título de escriba hace referencia a su papel de consejero y secretario del gobierno persa para asuntos judíos y también a que era especialista en los textos y tradiciones judaicas. Así pues, con Esdras comienza a tener enorme influencia en el pueblo judío la figura del sacerdote experto en la Ley, y a comprenderse ésta como un conjunto de prescripciones escritas en unos libros. Esta figura se había desarrollado en el destierro y ahora va a imponerse sobre todo el judaísmo. Por eso, la tradición posterior señalará a Esdras como el primer recopilador de los libros sagrados, el primero en hacer un canon bíblico.
Esdras se sintió movido por Dios a enseñar y hacer cumplir en Israel la Ley del Señor, y para ello comenzó por reunir en torno a sí un grupo de personas que lo acompañasen a Jerusalén, y por solicitar el permiso del rey persa para llevar a cabo su proyecto. Lo logró gracias a la protección de Dios: en dos ocasiones se dice que la mano del Señor estaba con él (vv. 6 y 9). Y Dios le prestó su ayuda porque vio la rectitud de su intención: Esdras tenía bien dispuesto su corazón para buscar la Ley del Señor (v. 10). La misma idea se repite más adelante: La mano de nuestro Dios está sobre los que lo buscan para hacer el bien (Esd 8, 22). San Beda comenta que uno se hace idóneo para acercar a otros a Dios mediante su doctrina, cuando primero él mismo se fortalece interiormente con su gracia para hacer frente a todo lo que se opone a esta santa tarea (In Esdram et Nehemiam 1, 10). En la tradición cristiana la figura de Esdras es contemplada en relación con Jesucristo: así como Esdras instruyó en la Ley de Moisés al pueblo de Dios, Jesús enseñó esa Ley y la llevó a la plenitud (cfr Mt 5, 17).
Esd 7, 11-26. Esdras es enviado a Jerusalén con unos poderes verdaderamente extraordinarios. Por una parte lleva la Ley reconocida por el rey persa como ley de Judá y Jerusalén (v. 14), y lleva también la autoridad, recibida del mismo rey, para imponerla a todos los judíos que viven al oeste del Éufrates (v. 25). Por otra parte, Esdras recibe el poder de recaudar fondos para el Templo de Jerusalén y de administrarlos por su cuenta (vv. 16-18). La actividad de Esdras no se reducía por tanto a la enseñanza de la Ley de Dios para la renovación religiosa del pueblo, sino que suponía una organización del judaísmo que implicaba al mismo tiempo su autoridad en cuestiones de ámbito civil, como el nombramiento de magistrados y jueces, y la ejecución de sentencias (v. 26). Es así como se va a configurar el judaísmo oficial después del destierro, de forma que, aunque cambien los reyes y los imperios, el sumo sacerdote y la clase sacerdotal seguirán ejerciendo esas funciones en la medida de lo posible.
Esd 7, 27-28. Desde este momento hasta el final del capítulo 9 hay cambio de narrador. Ahora es Esdras quien comienza a hablar en primera persona. Al reconocer lo que Dios ha hecho en el corazón del rey, exclama lleno de júbilo: ¡Bendito sea el Señor, Dios de nuestros padres!. Como buen israelita, al constatar los beneficios de Dios con él y su pueblo, bendice al Señor, reconociendo que Dios, fuente de toda bendición, una vez más ha obrado maravillas. También Jesús, de quien Esdras es figura, enseñó a reconocer y agradecer los beneficios de Dios. Él mismo, por ejemplo, en el llamado himno de júbilo (Mt 11, 25-27) alaba al Padre en agradecimiento por la acogida que tiene la Palabra de Dios entre los humildes: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra…. Después, los Apóstoles, a imitación de su Maestro, proclamarán con gozo por los grandes bienes que Dios nos ha obtenido en Cristo: ¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos! (Ef 1, 3). La bendición se convierte así en una bella forma de oración. La bendición expresa el movimiento de fondo de la oración cristiana: es encuentro de Dios con el hombre; en ella, el don de Dios y la acogida del hombre se convocan y se unen. La oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque Dios bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquél que es la fuente de toda bendición. Dos formas fundamentales expresan este movimiento: o bien la oración asciende llevada por el Espíritu Santo, por medio de Cristo hacia el Padre (nosotros le bendecimos por habernos bendecido); o bien implora la gracia del Espíritu Santo que, por medio de Cristo, desciende del Padre (es Él quien nos bendice) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2626-2627).
Esd 8, 1-14. El nuevo contingente de repatriados suponía sin duda un refuerzo importante para los que habían llegado a la Ciudad Santa con anterioridad, pues aunque ya hubiesen reconstruido el Templo y probablemente la muralla, era necesaria una reorganización de la comunidad judía, y, sobre todo, una reafirmación de su identidad religiosa. Entre los componentes del nuevo grupo se cuentan primero dos familias sacerdotales (Pinjás e Itamar), luego un descendiente de David (Jatús), aunque no se le da más relieve, y, a continuación, miembros de doce familias de Israel. En estos números y en el orden de presentar los componentes de la expedición puede haber un simbolismo de lo que era Israel para el autor.
Esd 8, 15-30. Ya en la primera expedición el número de levitas era sorprendentemente reducido (cfr 1, 40). Ahora se requiere una intervención específica de Esdras para reclutarlos, y el hecho de que se unan a la caravana se considera un favor divino (v. 18). Es probable que éstos tuviesen mejores condiciones en Babilonia que en Jerusalén. En la narración del viaje queda reflejada la confianza que Esdras y sus acompañantes tienen en el Señor, hasta el punto de que, para que no apareciesen siquiera signos de lo contrario, prescinden de la posible protección y ayuda que pudieran haber obtenido del rey (vv. 21-23). La atención, con todo, se centra especialmente en la enorme cantidad de oro y plata que llevan consigo al Templo del Señor (vv. 24-30). Suponía al mismo tiempo una aportación económica importante para la comunidad de los repatriados.
Esd 8, 31-35. El viaje concluye felizmente con la protección del Señor. En Jerusalén los recién llegados encuentran la hospitalidad de los ya asentados en la ciudad, pero la atención sigue centrada en su aportación al Templo y en el culto que allí ofrecen.
Esd 8, 36 El reconocimiento de la autoridad de Esdras por parte de los representantes de la autoridad del rey persa fue de primera importancia para el desarrollo de los acontecimientos. Aquí se interpreta como algo favorable a todo el pueblo judío y al Templo.
Esd 9, 1-15. Esdras se duele profundamente al comprobar que el pueblo de Dios se ha mezclado con las gentes del país, contrayendo matrimonio con personas que no pertenecen al pueblo elegido por Dios. El motivo de su dolor, que le lleva a hacer penitencia reconociendo ese pecado, es la prohibición de los matrimonios mixtos recogida en la Ley (cfr Dt 7, 3-4).
Esd 10, 1-44. El empeño manifestado por Esdras y los que habían venido en la primera expedición por cumplir y hacer cumplir la Ley sobre los matrimonios mixtos (cfr Esd 10, 5-44) no pretende inculcar una actitud aislacionista ni xenófoba, sino que hace entender que el pueblo de Israel es un pueblo santo, depositario de una Ley y unas promesas de Dios. Por este motivo debe conservar su propia identidad, que está ligada a su fidelidad al Señor. Para salvaguardarla y defenderse del peligro de idolatría era conveniente que mantuviera un cierto distanciamiento en la relación con sus vecinos, aunque esto creara no pocas dificultades, como lo reflejan los vv. 12-17. Este texto sagrado expresa la importancia de poner los medios para proteger los dones recibidos de Dios y permanecer fieles. No obstante, había también posturas que reflejaban una actitud más abierta. De hecho, el libro de Rut, compuesto también en esta época, nos habla de la historia de una mujer de Moab que se casó con un israelita, y tras convertirse al Dios de Israel, llegó a ser nada menos que la bisabuela del Rey David.
En el Nuevo Testamento y en la práctica de la Iglesia siempre se han tenido presentes los riesgos de los matrimonios mixtos o de disparidad de cultos, al tiempo que se ve en ellos un camino para acercar a los cónyuges a la verdadera fe: La diferencia de confesión entre los cónyuges no constituye un obstáculo insuperable para el matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos ha recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de que la separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión de los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas dificultades. Divergencias en la fe, en la concepción misma del matrimonio, pero también mentalidades religiosas distintas pueden constituir una fuente de tensiones en el matrimonio, principalmente a propósito de la educación de los hijos. Una tentación que puede presentarse entonces es la indiferencia religiosa (Catecismo de la Iglesia Católica, 1634).
Ne 1, 1-Ne 13, 31. El libro de Nehemías constituye una unidad literaria con el de Esdras. En éste se había narrado el regreso de los deportados, la reconstrucción del Templo (cfr Esd 1, 1-Esd 6, 22) y la restauración religiosa llevada a cabo por Esdras, el escriba (cfr Esd 7, 1-Esd 10, 44). Ahora la narración continúa con la reconstrucción y repoblación de Jerusalén, y con la restauración del pueblo en la Ciudad Santa, llevada a cabo por Nehemías (Ne 1, 1-Ne 13, 31).
Nehemías fue un funcionario de la corte real persa a quien el rey Artajerjes dio la autorización para dirigirse a Jerusalén, en la provincia de Judá, y reconstruirla. El origen de la mayor parte de este libro se encuentra probablemente en las memorias de Nehemías, escritas por él mismo unos años después de haber llevado a cabo su misión, y redactadas a partir de un breve informe elaborado inmediatamente después de los acontecimientos. Estas memorias constituyen una valoración de los hechos vividos a la luz de la fe en el Dios de Israel. El autor sagrado que redactó el libro en su forma actual uniendo las memorias de Esdras y Nehemías organizó los contenidos de esas memorias insertando en las de Nehemías datos de las de Esdras, como por ejemplo el que habla de la lectura de la Ley realizada por Esdras (cap. 8).
El relato comienza con el proyecto de reconstrucción de Jerusalén, principal objetivo de la primera misión de Nehemías (Ne 1, 1-Ne 2, 20); a continuación se describen las obras de restauración de la ciudad (Ne 3, 1-Ne 6, 19), y las tareas de repoblación (Ne 7, 1-72). Sin embargo, el núcleo central del libro lo constituyen la proclamación de la Ley realizada por Esdras y la confesión de los pecados del pueblo que se compromete a cumplir la Ley (Ne 8, 1-Ne 10, 40). Una vez expuesta la idea central, se describe la repoblación del resto del territorio (Ne 11, 1-Ne 12, 26) y la dedicación de la muralla ya reconstruida (Ne 12, 27-47). Finalmente, el libro concluye con la reseña de la restauración de la sociedad judía según la Ley de Moisés, principal tarea de la segunda misión de Nehemías (Ne 13, 1-31). De este modo, en el centro de la estructura literaria del libro se puede descubrir su enseñanza fundamental: la valoración, a la luz de la Ley de Dios, de la propia vida y de la historia del pueblo, y la confesión de los pecados puestos al descubierto por la Ley.
En la tradición cristiana la reconstrucción de la Ciudad de Dios, relatada en este libro, ha sido identificada alegóricamente con la edificación de la Iglesia.
Ne 1, 1-11. Las memorias de Nehemías exponen en primer lugar los motivos de los que se sirvió el Señor para mover a Nehemías a pedir al rey el permiso para dirigirse a Jerusalén y restaurar la Ciudad Santa. Están escritas en primera persona y con la espontaneidad y el agradecimiento a Dios de quien, pasado el tiempo, recuerda con emoción los esfuerzos realizados al servicio de su Señor.
Al enterarse Nehemías de que la ciudad de Jerusalén estaba desolada, al parecer por algunos acontecimientos recientes que desconocemos, tuvo una reacción profundamente religiosa: comprendiendo que esa situación era consecuencia de las infidelidades cometidas contra Dios, hizo penitencia y, dolido, oró ante el Señor (v. 4). En este sentido, San Beda comenta que así como entonces Jerusalén estaba desolada, también ahora la Iglesia es afligida, y se duelen con una saludable tristeza los que mirándose a sí mismos observan que, como consecuencia de sus pecados pasados, de los vicios de otros y de la negligencia de quienes podían haber hecho que las cosas fuesen mejor si hubieran corregido a muchos, el diablo tiene un acceso a la Iglesia tan fácil como a través de los muros derruidos de la ciudad (In Esdram et Nehemiam 3, 15).
La oración de Nehemías (vv. 4-11) incluye el reconocimiento de los pecados cometidos, la confianza en que Dios escucha las súplicas que se le dirigen, y la convicción de que sólo Él puede hacer cambiar el curso de los acontecimientos. Recuerda al Señor la promesa que había hecho a Moisés previendo de antemano el destierro (cfr Dt 30, 1-4).
Ne 2, 1-20. Nehemías, absolutamente confiado en el Señor, puso los medios humanos a su alcance para ayudar a sus compatriotas. Después de haber rezado durante cuatro meses -desde Kisleu (Ne 1, 1) hasta Nisán (v. 1)-, y aprovechando una ocasión propicia, resolvió exponer sus proyectos al monarca, y consiguió de éste no sólo la autorización para llegar hasta Judá y reconstruir Jerusalén, sino también los materiales necesarios para su construcción (vv. 1-9). El rey Artajerjes al que se alude (v. 1) sería probablemente Artajerjes I (465-425 a.C.); y el año veinte de su reinado corresponde al 445 a.C.
Cuando Nehemías llegó a la ciudad de sus antepasados, encontró desde el principio la oposición del gobernador de Samaría, Sanbalat, y de Tobías, un influyente hacendado que había emparentado con familias sacerdotales (cfr Ne 6, 17-18). Sin embargo, consiguió que personajes influyentes de Jerusalén (v. 16) se uniesen a su proyecto. Actuando con prudencia, y al mismo tiempo con audacia, se apoyó siempre en la certeza de que contaba con el auxilio del Señor para sacar adelante sus proyectos (v. 20).
Ne 3, 1-38. Se introduce aquí, rompiendo el hilo del relato que se reanuda en el v. 33, una lista de los grupos que participaron en esa tarea, especificando la zona en la que trabajó cada uno. Entre los constructores figuran sacerdotes y levitas; nobles y príncipes; representantes de diversos gremios, como los orfebres, los perfumistas o los mercaderes; los jefes de los distritos de la provincia, y gentes venidas de otras ciudades como Jericó, Tecoa, Gabaón o Mispá. Todos ellos colaboraron en la obra común desempeñando cada uno su labor en el lugar asignado. Así pues, para que el proyecto del Señor en favor de su pueblo se desarrollara con éxito, fue necesario el esfuerzo coordinado de muchos; pero, sobre todo, fue determinante el auxilio de Dios que escuchó sus plegarias (v. 36) y bendijo su esfuerzo.
También hoy, en la construcción de la Iglesia y de un mundo mejor no faltarán dificultades procedentes de personas que se sienten ofendidas por el esfuerzo y el entusiasmo de quienes toman en serio esa tarea. Así los enemigos de la Iglesia se enfadan cuando ven que los elegidos se ponen a trabajar en la restauración de los muros de la Iglesia, es decir, por la fe católica o por la reforma de las costumbres (S. Beda, In Esdram et Nehemiam 3, 16). Sin embargo, así como las burlas de sus oponentes no lograron disuadir a los que trabajaban en la reconstrucción de Jerusalén, de la misma manera, por grandes que sean los sufrimientos que haya que afrontar para superar los obstáculos, no puede faltar la certeza de que el Señor sigue apoyando el trabajo que su Iglesia realiza.
Ne 4, 1-17. Los que trabajaban en la reconstrucción de las murallas tuvieron que hacer frente a dificultades de todo tipo. La primera llegó de los pueblos de alrededor: Asdod por el este, Sanbalat y el ejército de Samaría al norte, los amonitas al oeste y los árabes en las zonas desérticas del sur se aliaron en contra de los habitantes de Jerusalén. La ciudad estaba totalmente rodeada. En esas circunstancias los judíos comenzaron a decir que estaban desanimados y sin fuerzas para construirla, tal vez intentando disuadir a sus enemigos de realizar un ataque (v. 4). Pero después, al recibir más noticias de las asechanzas que se cernían sobre la ciudad, Nehemías dispuso sus efectivos para la defensa; y, cuando se conjuró el peligro más inminente, dejó preparado un sistema capaz de reaccionar con prontitud ante cualquier agresión que se produjese (vv. 9-17). En una lectura espiritual del texto, aquellos constructores que tienen en una mano el instrumento de trabajo y en la otra la espada son imagen del cristiano que está llamado a edificar el Reino de Dios con obras de amor y caridad, y, al mismo tiempo, a defenderse mediante una lucha ascética constante de las asechanzas del enemigo.
Ne 5, 1-19. El segundo problema con el que se encontró Nehemías fue la situación social de los judíos. Existía descontento entre la población judía más pobre debido a que habían tenido que entregar sus campos a sus compatriotas más pudientes a cambio de préstamos para pagar el impuesto al rey. Ahora se encontraban sin campos y sin recursos, por lo que tenían que someter a sus hijos e hijas a servidumbre como si fueran esclavos. El peso de las deudas contraídas con sus compatriotas era realmente insoportable (vv. 1-5). Nehemías, con la autoridad que ya había adquirido entre sus compatriotas, y proponiéndose él mismo como ejemplo de solidaridad (vv. 14-16) emprende una reforma social de enorme importancia y trascendencia.
En primer lugar establece la condonación de las deudas y la vuelta de los campos enajenados a sus propietarios originales, al modo como se establece en Dt 15, 1-18 para el año sabático. Propone, además, que cada siete años se proceda a hacer lo mismo con los intereses de los préstamos efectuados (cfr Ne 10, 32). Nehemías encontró ciertas resistencias a tales medidas, sobre todo de parte de los hacendados o notables y de los funcionarios (cfr v. 7), aunque sin duda comprendían que a la larga aquella situación era insostenible. Por otra parte, ellos con sus fortunas ayudaban a sostener el culto del Templo, y por eso gozaban del apoyo de los sacerdotes. A estos últimos precisamente responsabiliza Nehemías de que se apliquen aquellas medidas, urgiéndoles mediante un gesto parecido a los que hacían los profetas (vv. 12-13; cfr Jr 18, 1-12). En contraposición y para compensar a los sacerdotes de las pérdidas que pudieran suponer para ellos y para el culto esas disposiciones drásticas, Nehemías establece otra forma de sostener el culto y el personal del Templo, que queda recogida en Ne 10, 33-40. Las nuevas medidas incluyen un impuesto general de dinero para el Templo, turnos para aportar leña para los sacrificios, ofrenda de las primicias para los sacerdotes y el diezmo de todo para los levitas, si bien bajo la supervisión de los sacerdotes.
Con esas reformas Nehemías sienta los fundamentos para la estructuración socioeconómica del judaísmo durante el periodo siguiente, hasta la destrucción del Templo. De manera semejante, la reconstrucción de la ciudad -las murallas y antes el Templo- constituye la base para hacer de ésta el centro espiritual de todos los judíos. Posteriormente se desarrollaron leyes más precisas -aunque también más idealizadas- sobre el año sabático y jubilar (cfr Lv 25, 1-55), y el centro de atención espiritual será ocupado por la Ley y sus prescripciones dictadas por Esdras (cfr Ne 8, 1-18).
Al presentar los problemas sociales como un obstáculo para el avance de las obras -problemas que muy probablemente no se produjeron como consecuencia de las tareas de reconstrucción sino que vendrían de antes- el texto sagrado resalta la necesidad de no descuidar la justicia social ni la solidaridad con los más desfavorecidos con la excusa de sacar adelante una gran empresa común, como en ese caso era la reconstrucción de las defensas de Jerusalén. En primer término estaba la dignidad de los judíos como miembros de un pueblo al que Dios había dado la libertad. El problema sigue siendo actual, y plantea un reto de coherencia entre la distribución de los bienes materiales y el reconocimiento de la dignidad humana, a la luz de la fe. El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Éstos, por su parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su parte, los grupos intermedios no han de insistir egoístamente en sus intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás. (…) La solidaridad nos ayuda a ver al “otro” -persona, pueblo o nación-, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un “semejante” nuestro, una “ayuda” (cfr Gn 2, 18, 20), para hacerlo partícipe como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios (Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, 39).
Ne 6, 1-19. Paralelo al progreso de las construcciones, se intensifica el empeño de los que se oponían a que llegasen a buen término. Insisten en llamar a Nehemías para que acuda a reunirse con ellos, tal vez con el propósito de matarlo (vv. 1-4). Restaurar la muralla equivalía a hacer de Jerusalén una ciudad fuerte, símbolo de la restauración del pueblo judío, con un gobernador propio, Nehemías, y con capacidad de cerrarla a los de fuera. De ahí la oposición de los habitantes de Samaría y de los pueblos vecinos, pero también de algunos judíos que quizá veían peligrar así sus negocios. Los gobernadores de esos pueblos amenazan a Nehemías con acusarlo ante el monarca persa de estar preparando una sublevación para proclamarse rey de Judá (vv. 5-8). También intentan asustarlo diciéndole que se está preparando un plan para darle muerte, y así ver si actúa con cobardía y se esconde, con lo que quedaría desprestigiado ante sus conciudadanos (vv. 10-13). Sin embargo, nada consigue apartarle de su camino, y por fin tiene el gozo de contemplar terminada su tarea, a comienzos de octubre del 445 a.C. (v. 15).
Aunque los constructores pusieron todos los medios humanos necesarios para llevar a cabo la reconstrucción, no se les ahorró ningún esfuerzo ni en la edificación ni en la defensa de las obras. Reconocen con sencillez que el mérito no es suyo, ya que la obra fue realizada con el auxilio de nuestro Dios (v. 16).
Ne 7, 1-72. Concluida la reconstrucción de los muros de la ciudad y colocadas las puertas, se tomaron las medidas pertinentes para custodiarla y controlar el tránsito por ella. Antes de narrar la ceremonia de la dedicación solemne de las murallas (cfr Ne 12, 27-47), el texto sagrado se detiene en la descripción de la restauración de la vida ciudadana y en primer lugar de la repoblación de Jerusalén y de Judá. El tema continuará en Ne 11, 1-36, pero antes el hagiógrafo dará cuenta de la renovación de la vida religiosa del pueblo en torno a la Ley (caps. 8-9) y del pacto escrito del pueblo con Dios (cap. 10).
Cuando Nehemías se dispone a realizar un censo de los habitantes de Jerusalén para su repoblación, encuentra una lista de los que habían regresado del destierro (vv. 6-72). Esa lista es la misma que figura en el libro de Esdras (cfr Esd 2, 1-67) reproducida aquí con muy pocas variantes. Una de las variaciones significativas es que mientras en Esd 2, 70 se supone ya repoblada Jerusalén, aquí (v. 72) se recuerda que los repatriados se establecieron en sus ciudades, sin mencionar a Jerusalén, ya que la tarea de repoblarla la va a llevar a cabo Nehemías, como se narra más adelante (Ne 11, 1-24). La lista de los repatriados sirve aquí no tanto como recuerdo de los primeros retornados -así sucede en Esd 2, 1-67-, sino para comprobar efectivamente quién pertenecía al pueblo y quién no. El que no pertenecía quedaba excluido, y el que no podía probar su pertenencia era al menos suspendido de sus cargos (vv. 64-65). Se considera que el pueblo lo forman los descendientes de los que regresaron del destierro -como antes lo habían formado los que subieron de Egipto- y los que aún permanecen en él. Para nada cuentan los hebreos en general descendientes de Abrahán, ni los que permanecieron en la tierra en tiempos de la cautividad, ni los que habían pertenecido al reino del Norte. La política de Nehemías, a diferencia de lo que había sucedido a la vuelta del destierro cuando incluso los extranjeros que se adherían al Señor eran admitidos en el pueblo (cfr Is 56, 1-8), era ahora claramente aislacionista. Este aspecto se pondrá aún más de relieve en el cap. 10 al narrar el pacto que el pueblo hace con Dios. En el conjunto de la historia de la salvación podemos comprender esta reforma de Nehemías como algo que sirvió para salvaguardar la pureza de la fe del antiguo pueblo judío hasta la llegada de Nuestro Señor Jesucristo.
Ne 7, 68 A partir de aquí hasta el v. 72b, en que vuelven a juntarse, la numeración de la Neovulgata va desfasada un número con respecto al Texto Masorético. Seguimos la numeración de la Neovulgata.
Ne 8, 1-18. El texto de este capítulo forma parte de las memorias de Esdras aunque el autor sagrado lo ha situado dentro del relato de la reconstrucción de la ciudad. Resalta así la importancia de la Ley en la configuración de la nueva etapa de la historia del pueblo elegido, que para el autor sagrado comienza con la reconstrucción de su vida nacional y religiosa llevada a cabo por el sacerdote Esdras y el laico Nehemías. No se conoce con exactitud el año que sucedió lo que aquí se narra, ni el contenido exacto de la Ley que fue proclamada en esa ocasión. Posiblemente se trataría de una parte considerable de lo que actualmente constituye el Pentateuco.
La lectura y explicación de la Ley no tuvo lugar en el recinto del Templo; el pueblo se reunió alrededor del estrado preparado al efecto fuera del Santuario. Si desde el reinado de Salomón hasta la caída de Jerusalén en manos de Nabucodonosor la actividad religiosa se había centrado en el culto del Templo, a partir del destierro fue configurándose en torno a la Ley mediante la institución de la sinagoga. Los deportados, al no poder acudir a la Casa del Señor, se reunían en casas particulares o al aire libre para escuchar la lectura de textos legales y proféticos. La reunión solemne, celebrada en una explanada delante de las murallas, testimonia que en esta nueva etapa protagonizada por Esdras la Ley del Señor estaba pasando a ocupar un lugar preferente en la vida religiosa del pueblo, y que era ya más importante que la ofrenda de víctimas para el sacrificio.
Al escuchar la lectura de los mandamientos de la Ley, el pueblo llora porque no cumplen muchos de ellos y podría sobrevenirles un castigo de parte de Dios. Pero Esdras y los levitas les harán comprender que se trata de recomenzar a partir de ese día, considerado, por ello mismo, santo. Era el día festivo del comienzo del año civil (cfr Lv 23, 24-25; Nm 29, 1-6).
La proclamación de la Ley aparece ligada a la celebración de la fiesta de las Tiendas. Esa celebración había sido ya mencionada, más brevemente, en Esd 3, 4-6, pero ahora presenta la novedad, sin duda debido a la interpretación de Esdras, de que las tiendas se construyen con los ramos cortados en el monte (cfr Lv 23, 39-43). De la fiesta de la Expiación, en cambio, que se celebraba el día diez de ese mes (cfr Lv 23, 26-32) no se hace mención. Durante los siete días de la fiesta de las Tiendas Esdras sigue haciendo la lectura de la Ley tal como prescribía Dt 31, 9-13 para cuando la fiesta caía en año sabático. En estas acciones de Esdras y de los levitas, maestros de la Ley, puede verse el inicio de lo que sería la gran sinagoga, órgano oficial del judaísmo durante los siglos siguientes para interpretar la Ley y discernir cuáles eran los libros sagrados. La lectura de los libros de la Ley se convierte en lo sucesivo en el medio más importante de encuentro con Dios y escucha de su palabra.
Ne 9, 1-37. Después de escuchar la proclamación de la Ley y transcurridos los días de alegría de la fiesta de las Tiendas (cfr Ne 8, 1-18), el pueblo confiesa sus pecados y reconoce la benevolencia con que Dios les ha tratado una y otra vez. Se ha cambiado el orden de las fiestas que aparecen en Lv 23, 26-32 retrasando el día de la Expiación a una fecha posterior a la lectura de la Ley, probablemente para resaltar que aquella lectura avivó en el pueblo la conciencia de su pecado (v. 3).
La oración que aquí se recoge, de estilo semejante a los salmos 78, 105 y 106, se inicia reconociendo las bendiciones recibidas de Dios a lo largo de la historia de la salvación, comenzando por la creación del mundo, la elección de Abrahán y la promesa de que su descendencia recibiría la tierra que ahora habitaban (vv. 5-8). Después se centra en la liberación de los hijos de Abrahán de la esclavitud de Egipto y cómo el Señor los cuidó en el desierto hasta que tomaron posesión de la tierra prometida (vv. 9-23). A continuación recuerda que, a pesar de las advertencias de los profetas, los israelitas fueron rebeldes una y otra vez, por lo que, aunque estaban viviendo en la tierra que el Señor había dado a sus padres, no la tenían en propiedad sino que estaban sometidos a la servidumbre de reyes extranjeros (vv. 24-37).
La costumbre de comenzar la oración reconociendo los beneficios del Señor tiene una gran tradición en la Sagrada Escritura tal como lo atestigua el texto que estamos comentando. Así lo hicieron también los primeros cristianos. Por ejemplo, cuando se reúnen en Jerusalén para orar por la libertad de Pedro, prisionero en la cárcel, se dirigen a Dios con las mismas palabras que aquí se emplean: Señor, Tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos (Hch 4, 24; cfr v. 6).
La confesión de los pecados refleja los sentimientos de la gente del pueblo que había permanecido en Judá desde que sus antepasados llegaron a esa tierra, y no los de los que habían regresado allí después de haber sufrido el destierro. A diferencia de estos últimos, no miran con simpatía a los soberanos persas (cfr vv. 36-37) y no hacen ninguna alusión al exilio ni a la posterior restauración.
Este doble movimiento de la oración, agradecimiento a Dios por sus dones y petición de perdón por nuestros pecados, está siempre presente en la oración de los santos y ha de estarlo en la de todo cristiano.
Ne 10, 1-40. Este capítulo continúa la temática del cap. 5 y presenta el compromiso del pueblo a aceptar la reforma propuesta por Nehemías. Sin embargo, el autor sagrado sitúa aquí este pacto, una vez escuchada la proclamación de la Ley hecha por Esdras (cfr Ne 8, 1-18), y después de que el pueblo ha reconocido ante Dios sus pecados (cfr Ne 9, 1-37). De esta forma realza la unidad entre la obra de Esdras y la de Nehemías, y deja entender que el pacto tenía como fundamento la Ley proclamada por Esdras. Aparece al principio la relación de los firmantes (vv. 1-29), que son ahora los intermediarios de aquel pacto del pueblo con Dios, de manera semejante a como en otras épocas lo fuera Moisés, o Josué o el rey. Como en Dt 5, 27; Dt 6, 25; Jos 24, 16, todo el pueblo se comprometió a guardar esta Ley (vv. 29-30). Los mediadores de la Alianza con el pueblo son sus instituciones y las personas que las representan. Sin duda esto respondía a la situación en que se encontraban, pero no significaba que fuese la definitiva, como pondrán de manifiesto otros libros del Antiguo Testamento, especialmente el de Daniel.
Las cláusulas concretas que se enumeran hacen referencia a las cuestiones especialmente relevantes en el tiempo de la llegada de Nehemías a Jerusalén y que no parece que se hubiesen planteado antes. Nehemías urge al cumplimiento de no emparentar con las gentes del país (v. 31), aplicando lo que en Dt 7, 3-4 se dice sobre los gentiles. Tal medida tenía como finalidad salvaguardar la identidad religiosa del pueblo, y, en estas circunstancias, la de los repatriados de Babilonia. Asimismo, Nehemías regula la observancia del sábado que no se cumplía en algunos aspectos y la práctica del año jubilar en lo concerniente a los préstamos (v. 32). Además establece la forma de proveer los medios para el culto, el Templo y su personal, actualizando leyes que se encuentran en el libro del Deuteronomio y de las Crónicas (cfr Dt 14, 22-28; Dt 26, 1-5; 2Cro 24, 6-9).
Ne 11, 1-36. En el cap. 7 de este libro, al concluir el relato de la reconstrucción de las murallas de Jerusalén, se informó de que la ciudad estaba casi despoblada (cfr Ne 7, 1-4) y se incluyó la lista de los que habían regresado del destierro (cfr Ne 7, 5-72). Después se abrió un largo paréntesis acerca de la reforma religiosa que llevó a cabo Esdras secundado por Nehemías (cfr Ne 8, 1-Ne 10, 40). Ahora llega el momento de explicar cómo tuvo lugar la repoblación de Jerusalén y del resto de las ciudades de Judá. Los datos pertenecían a las memorias de Nehemías.
Se llama a Jerusalén la ciudad santa (v. 1), nombre que se va a emplear con frecuencia a partir de esa época. Así se designa por ejemplo en dos ocasiones en el Evangelio de San Mateo (Ne 4, 5; Mt 27, 53) pero especialmente en el Apocalipsis (Ne 11, 2; Ap 21, 2.10; Ap 22, 19) al presentar la nueva Jerusalén como la Esposa del Cordero, una ciudad maravillosa en la que reinan Dios Padre y Cristo, y que es símbolo de la humanidad renovada.
Así como en la Ley estaba prescrito que se debían ofrecer al Señor los diezmos de lo producido por la tierra y también por el ganado (cfr Lv 27, 30-33; cfr Dt 14, 22-29), ahora se establece que una de cada diez personas fuera destinada a vivir en la Ciudad Santa, consagrada al Señor (v. 1).
La lista de los que se establecieron en Jerusalén y en Judá incluida en vv. 3-20 refleja la situación real de ese momento. Esa lista, con ligeras variantes, fue reproducida en 1Cro 9, 2-17 para hacer notar, lo mismo que ahora, la continuidad existente entre los antiguos pobladores del territorio y los nuevos habitantes de Jerusalén y de Judá después de la restauración. A esta primera lista se añadieron algunos datos complementarios relativos a las personas dedicadas al culto (vv. 21-24), así como un elenco de las ciudades que habitaban en el territorio de Judá y Benjamín (vv. 25-36).
Ne 12, 1-26. Antes de la dedicación de la muralla encontramos la relación de sacerdotes y levitas repatriados en la primera expedición, de modo parecido a como en Esd 2, 1-67 se recoge una lista similar antes de narrar el comienzo del culto en Jerusalén, y a como en Ne 7, 1-72 aparece la misma lista antes de que se celebre la proclamación solemne de la Ley. Ahora esta lista de sacerdotes y levitas prepara el otro momento importante en el conjunto de los acontecimientos narrados en Esdras-Nehemías: la dedicación de la muralla, en la que estos personajes tendrían un papel de primer orden, pues se trata de un acto de gran relevancia religiosa.
Es posible que la lista, que tal como está presenta signos de haber sido reelaborada según la intención del autor sagrado (cfr v. 26), respondiera originariamente a salvaguardar los derechos de antigüedad adquiridos por algunos sacerdotes y levitas. En cualquier caso el v. 10 nos ofrece un dato interesante para la cronología de los hechos, ya que nos dice que Elyasib, contemporáneo de Nehemías (cfr Ne 13, 4) era nieto de Josué, el sacerdote que llegó a Jerusalén con Zorobabel.
Ne 12, 27-43. Por fin llegó el momento largamente esperado por los deportados que habían regresado a restaurar la ciudad de Jerusalén. Concluidas las obras y repoblada la ciudad y sus alrededores, tuvo lugar la dedicación solemne de las murallas. Para ello, se organizaron dos cortejos que fueron rodeando la ciudad con cánticos hasta encontrarse en el Templo, donde se culminó la celebración con la ofrenda de grandes sacrificios. Desde el principio del pasaje (v. 27) hasta el final (v. 43) se subraya el gran gozo de todos por haber concluido la obra emprendida.
San Beda interpreta estos festejos del pueblo que toma posesión solemne de la ciudad como una alegoría de la entrada triunfal de la Iglesia en la gloria una vez realizada su misión en la tierra: Se hace la dedicación una vez terminada la Ciudad Santa. De igual modo, cuando al fin de los tiempos se haya completado el número de los elegidos, toda la Iglesia será introducida en los cielos para contemplar a su Fundador (In Esdram et Nehemiam 3, 33).
Aquellos hombres que, dirigidos por Nehemías, reconstruyeron la ciudad de Jerusalén tuvieron que superar numerosos obstáculos hasta vivir el gozo de ese momento; pero como fruto de su tenacidad y confianza en Dios, lograron ver recompensados sus esfuerzos al servicio del Señor y de sus conciudadanos. La profunda alegría de ese momento, fruto de la satisfacción del deber cumplido, es una perenne invitación a culminar las tareas que se afrontan. Comenzar es de todos; perseverar, de santos. Que tu perseverancia no sea consecuencia ciega del primer impulso, obra de la inercia: que sea una perseverancia reflexiva (S. Josemaría Escrivá, Camino, 983).
Ne 12, 44-Ne 13, 3. Queda aquí reflejada la situación ideal para el autor sagrado. El pueblo es feliz y su felicidad le viene de ver que el culto en el Templo se desarrolla perfectamente. Para ello se han previsto los mecanismos económicos necesarios y todos colaboran a su mantenimiento. En esa situación se ve cumplido el orden que había establecido David y que había recuperado Zorobabel con los primeros repatriados. Ahora se restablece gracias a Nehemías. El que aquí no se mencione a Esdras puede deberse a que lógicamente no aparecería en las memorias de Nehemías.
El cuadro idealizado del fruto de la reforma de Nehemías culmina con la aplicación de Dt 23, 4-7 que prohibía admitir en la comunidad a dos pueblos que combatieron a los israelitas antes de entrar en la tierra prometida (cfr Nm 22, 2-24, 25). Ahora esta prohibición se lleva al extremo y se hace extensible a todos los no judíos. La medida va más allá de lo establecido por Nehemías en su primera misión (cfr Ne 10, 31), y puede reflejar una situación posterior, aunque derivada ciertamente de aquellas reformas.
Si bien con rasgos idealizados, y reflejando el contexto propio de esa situación, el pasaje no deja de señalar el bien que supone para toda la sociedad el hecho de que haya personas consagradas a Dios y dedicadas al culto divino y a la oración. Asimismo, conlleva una invitación a alejar todo aquello que en el propio ambiente suponga un riesgo de infidelidad a Dios y a la vocación personal.
Ne 13, 4-31. El libro termina con unos recuerdos de las memorias de Nehemías en los que éste habla de su segunda misión, al volver de nuevo a Judá después de que hubiera regresado en el año 433 a.C. a la corte persa (v. 6). Esta segunda misión tuvo lugar antes del año 424 a.C., año en el que murió Artajerjes.
Se ve que las disposiciones de Nehemías en su primera misión no produjeron el efecto que él y la comunidad en el destierro deseaban. O al menos no todos las habían aceptado. Tras su marcha vuelven a imponerse en Jerusalén, e incluso en el Templo, los intereses de Tobías, el amonita (cfr Ne 6, 17-19), apoyado por el sumo sacerdote Elyasib, con el que había emparentado (vv. 4-7). Los impuestos para el Templo y los levitas habían dejado de pagarse (vv. 10-13), y los intereses comerciales prevalecían sobre el descanso sabático (vv. 15-22). Pero además, y probablemente como causa de todos estos males (cfr vv. 26-27), Nehemías ve que se siguen dando los matrimonios con mujeres no judías hasta el punto de que algunos pierden su identidad nacional y judía reflejada incluso en la lengua que hablan (vv. 23-25). Nehemías actúa con contundencia en todas estas cuestiones, pero especialmente con la familia del sumo sacerdote Elyasib y con Sanbalat, el gobernador de Samaría. Pero no llega a disolver aquellos matrimonios y expulsar a las mujeres extranjeras con sus hijos como hará Esdras (cfr Esd 10, 3.44). Es probable que el sacerdote que Nehemías apartó de su lado (v. 28) encontrase apoyo y se estableciese en Samaría, siendo el inicio, junto con otros, de lo que será más tarde otra rama del pueblo hebreo, los samaritanos.
Como es habitual en la redacción de sus memorias (cfr Ne 5, 19 y Ne 6, 14), Nehemías interrumpe de vez en cuando la narración para dirigirse al Señor pidiéndole que no se olvide de todo el bien que ha procurado hacer: ¡Acuérdate de mi, Dios mío! (vv. 14.22.31).
Tb 1, 1-Tb 3, 17. La primera parte del libro de Tobías está dedicada a presentar los personajes que van a ser protagonistas del relato (Tobit, su esposa, su hijo Tobías, Sara, sus padres, y el ángel Rafael), y a descubrir la situación crítica en que se encuentran Tobit en Nínive (Asiria) y Sara en Ecbatana (Media). Aunque estas dos personas se hallan en puntos muy lejanos entre sí, a unos mil kilómetros, y viven historias distintas, tienen mucho en común: ambas pertenecen al pueblo judío que está en la diáspora, e incluso a la misma tribu; las dos son justas y puras ante Dios: Tobit porque cumple a la letra la Ley, Sara porque obedece fielmente a su padre; ambas llegan a estar en situación humanamente desesperada; recurren en el mismo momento a Dios, por medio de la oración, poniéndose en sus manos; y, finalmente, ambas van a ser salvadas de su tribulación porque Dios decide enviar al ángel Rafael. La trama de la historia está bien organizada, aunque se adelante ya su desenlace. De esta forma queda clara ya desde el comienzo la idea central del libro: Dios socorre a quienes confían en Él y obran el bien con rectitud de corazón.
Tb 1, 1-2. Comienza hablando el narrador de esta historia para presentar a su principal protagonista: Tobit, padre de Tobías. Da cuenta de su estirpe, de su lugar de origen y del tiempo en que vivió, los últimos años del s. VIII a.C. El nombre de Tobías (cfr Tb 1, 9) significa mi bien es el Señor, y a esto efectivamente corresponde la historia que se va a contar: Dios y el cumplimiento de su ley son el mayor bien para Tobit, tanto cuando le va bien como en medio de las adversidades que sufre; por eso se le manifestarán la bondad y misericordia divinas socorriéndole de forma inesperada en la desgracia.
Tb 1, 3-22. Ahora es el mismo Tobit quien comienza a narrar su vida poniendo el acento en que él cumplió a la perfección en todo momento la ley de Dios, a pesar de que sus compatriotas, los israelitas del reino del Norte, no lo hacían ni cuando estaban en la patria ni en el destierro. En efecto, en la patria antes del destierro, Tobit había seguido subiendo a adorar a Dios en Jerusalén, según mandaba la Ley (cfr Dt 12, 1-18), y no había adorado a los becerros de oro construidos por Jeroboam (cfr 1R 12, 26-32); también había cumplido al detalle las normas sobre los tres diezmos (cfr Nm 18, 12ss.; Dt 14, 22-23.28-29); y se había mantenido fiel a la ley de tomar esposa de su misma nación (cfr Dt 7, 3). Después, en el destierro fuera de la patria, había permanecido puro sin contaminarse con los alimentos de los gentiles (cfr Lv 11, 1-47; Dt 14, 3-21); y, en vez de llevar los diezmos al Templo -algo imposible-, hacía limosnas a los pobres y se ejercitaba heroicamente en las obras de misericordia, especialmente en enterrar a los muertos. En realidad los signos de piedad que aquí se mencionan no corresponden a la época en que el autor supone que vivió Tobit, sino que se establecieron a partir de la reforma de Josías en el año 622 a.C. y a la vuelta del destierro. Pero sirven al autor sagrado para presentar a Tobit como ejemplo de judío piadoso tanto en la tierra de Israel como en la diáspora. Como judío, Tobit ejerce la misericordia sólo con los de su raza. En esto contrasta la enseñanza del libro de Tobías con la del Evangelio, que amplía el concepto de prójimo a cualquier persona, no importa su nación, raza o religión (cfr Lc 10, 29-37).
Tb 1, 15-18. Al autor del libro de Tobías no le interesa la exactitud de los acontecimientos del pasado. A Salmanasar V (727-722) le sucedió Sargón II (722-705), que fue el que conquistó Samaría y llevó cautivos a los israelitas. A éste le sucedió Senaquerib (704-681). Sobre el ataque de Senaquerib a Judea y Jerusalén, y cómo tuvo que retirarse, cfr 2R 18, 13-2R 19, 37; Is 37, 36-37.
Tb 1, 21-22. Ajicar es el protagonista de una obra de sabiduría, originaria de Asiria, que circuló ampliamente en la antigüedad incluso en medios judíos, y con la que tiene cierta semejanza el libro de Tobías. Al decir aquí que Ajicar era sobrino de Tobit se está dando a entender que la sabiduría de éste es superior a la de aquél, y como su fuente.
Tb 2, 1-14. La fiesta de las Semanas o Pentecostés, llamada así por celebrarse cincuenta días después de la Pascua (cfr Dt 16, 9-12; Lv 23, 16), era una de las fiestas de peregrinación a Jerusalén; en el destierro parece que se conmemoraba con una comida especial hecha como un rito en recuerdo de la fiesta. Preocupándose de los necesitados Tobías cumple en el destierro lo que mandaba la Ley para esa fiesta: ser solidarios con el forastero, el huérfano y la viuda (cfr Dt 16, 14), si bien lo aplica al judío que se mantuviese fiel a su religión. A pesar de su piedad y su pureza ritual (v. 5; cfr Nm 19, 11-12), Tobías es hecho partícipe del sufrimiento que el pueblo soportaba por su pecado (v. 6; cfr Am 8, 10). Pero las cosas van aún más allá: al practicar la misericordia le sobreviene la desgracia, primero la ceguera y, junto a ella, la penuria hasta el punto de que su mujer ha de dedicarse a un trabajo remunerado para poder sobrevivir. Después, la incomprensión de su esposa, que pone en tela de juicio la retribución divina por su conducta. A la ceguera física, soportable por la ayuda de sus parientes, se une la oscuridad interior provocada por las palabras de su esposa.
La situación vivida por Tobit se repite entre quienes se esfuerzan por ser fieles. Ya escribía San Pablo en 2Co 4, 8-10: En todo atribulados, pero no angustiados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados, llevando siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.
El v. 10 en la versión latina de la Vulgata incluye una reflexión sobre el sentido de las desgracias sufridas por Tobit: El Señor permitió que le llegara esta prueba para que quedara a quienes vienen detrás un ejemplo de su paciencia como la del santo Job. Puesto que desde su infancia había tenido temor de Dios y había guardado sus mandatos, no se irritó contra Dios cuando le vino la desgracia de la ceguera, sino que permaneció firme en el temor de Dios, dando gracias a Dios todos los días de su vida. Y así como al santo Job le insultaban reyes, así familiares y parientes de Tobit se reían de su forma de vida diciéndole: “¿Dónde está tu esperanza por la que dabas limosnas y enterrabas a los muertos?” Pero Tobit les replicaba: “No habléis así, porque somos hijos de santos, y esperamos aquella vida que Dios dará a los que no retiran de Él su confianza” (Tb, Vulgata, 2, 12-18).
Tb 3, 1-6. Tobit no responde a las recriminaciones de su esposa Ana, sino que recurre a Dios en una oración en la que resuenan frases de los Salmos, pero en la que, a diferencia de éstos, en los que siempre se pide la salud, Tobit acaba pidiendo la muerte. En esto se parece a Job (cfr Jb 3, 20-23), aunque Tobit reconoce que Dios es justo ya que le castiga por sus pecados y por los de sus padres con los que Tobit se siente solidario.
El texto griego no deja entrever que Tobit pensase en la vida eterna, sino únicamente en la liberación del sufrimiento. La versión latina de la Vulgata, en cambio, da a entender que Tobit espera ir junto a Dios: Ordena que mi espíritu sea recibido en paz (v. 6 de la Vulgata). En cualquier caso Tobit confía en Dios, y en esa confianza puede desearse la muerte, de manera análoga a como el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: “Deseo partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cfr Lc 23, 46) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1011).
Tb 3, 7-10. De nuevo comienza a hablar el narrador de la historia (cfr Tb 1, 1-2). Ahora presenta a otra familia judía en el destierro que también sufre tribulación. Son dos historias puestas en paralelismo. Pero, al señalar que las cosas suceden el mismo día, queda constancia de que ambas convergen ante Dios.
La buena condición moral de Sara queda reflejada en la obediencia a su padre y en la preocupación que siente por él (v. 10). El nombre del demonio Asmodeo recuerda el de Aeshma Deva uno de los siete espíritus malignos en los que creían los persas; pero también puede provenir de una palabra hebrea -smd- que significa destruir, aniquilar. Asmodeo es el demonio que aniquila a los maridos de Sara.
El texto no dice que el demonio estuviese enamorado de Sara, como se ha interpretado a veces; más bien parece que lo que intenta es tentarla llevándola a la desesperación, como sucedía en el caso de Job. De hecho Sara está al borde de cometer un gran pecado, el suicidio; pero la retiene el amor a su padre. La versión Vulgata latina quiere evitar presentar a Sara con el pensamiento del suicidio, y en vez de ello dice que subió al patio de arriba de su casa y se pasó tres días con sus noches sin comer ni beber, pidiendo incesantemente entre lágrimas que Dios la librase de aquella humillación.
En la Biblia rara vez aparece el suicidio (cfr 2S 17, 23) y no se emite juicio moral sobre él; pero del quinto mandamiento (cfr Ex 20, 13; Dt 5, 17) se deduce su reprobación moral. En efecto, el suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo (Catecismo de la Iglesia Católica, 2281).
Tb 3, 11-15. El gesto de extender las manos hacia la ventana significa probablemente que las extiende hacia Jerusalén, como debía hacer un buen judío al rezar (cfr Dn 6, 11). La oración de Sara comienza con una alabanza a Dios e inmediatamente pasa a pedir la muerte (v. 13). Presenta ante Dios su situación: ella es inocente (vv. 14-15) y, sin embargo, se ve condenada a no tener descendencia, por lo que, según la mentalidad judía de aquella época, la vida no tiene sentido para ella, siendo además víctima de las vejaciones de su criada. Pero Sara deja en manos de Dios el posible remedio de su desgracia, como esperando otra alternativa a la muerte (v. 15). Dios puede, en efecto, socorrer por caminos inesperados, porque la Providencia es el cuidado ejercitado por Dios con todo aquello que existe. (…) Y además son numerosísimos los modos de obrar de la divina providencia: tantos, que no pueden ser explicados con palabras, ni comprendidos con la mente. No se debe ignorar que todas las calamidades buscan la salvación de aquellos que las soportan dando gracias; resultando de ello un gran beneficio para ellos mismos. Pues Dios, según su voluntad antecedente, quiere que todos se salven y lleguen a ser miembros de su reino (1Tm 2, 4): Él no nos ha creado para castigarnos, sino que siendo bueno, quiere que participemos de su bondad (S. Juan Damasceno, Expositio fidei orthodoxae 2, 29).
Tb 3, 16-17. Se resaltan dos cosas: una, que Dios escucha las súplicas que le llegan hechas con sinceridad de corazón; otra, que Dios responde con misericordia, sabiduría y providencia de tal forma que supera las previsiones humanas. Ahora con una sola acción, el envío del ángel Rafael, va a socorrer a Sara y a Tobit. El nombre del ángel, Rafael, que significa Dios ha curado o medicina de Dios, indica el remedio que Dios dará en esas situaciones y anticipa de alguna manera la solución final de toda la historia.
Tb 4, 1-Tb 10, 13. La segunda parte del libro de Tobías está dedicada al viaje que hace el joven Tobías a Media guiado por el ángel. Se van describiendo los preparativos y el comienzo del viaje (caps. 4-5), las incidencias del camino (Tb 6, 1-9), la llegada a Ecbatana (Tb 6, 10-19), el matrimonio de Tobías y Sara (Tb 7, 1-Tb 8, 21), la recuperación del dinero (Tb 9, 1-6) y la despedida antes de iniciar la vuelta (Tb 10, 8-14), no sin haber presentado previamente el autor un breve cuadro de lo que está pasando en Nínive (Tb 10, 1-7). La historia está llena de emoción en cada una de sus escenas y a medida que avanza permite comprender mejor -mediante sucesivas anticipaciones del desenlace de los hechos- la idea que se quiere resaltar: la providencia divina supera la visión que el hombre pueda tener de las personas y de los acontecimientos. El joven acompañante de Tobías resulta ser un ángel, sin que ni Tobit ni su hijo lo sepan; las vísceras del pez amenazador van a ser medicina eficaz, e incluso la muerte de los siete maridos de Sara es providencial para que se cumpla la ley referente al matrimonio. Todo es providencia divina.
Tb 4, 1-21. El encargo de Tobit a su hijo de ir a buscar el dinero depositado en Media forma parte de la trama de la historia (cfr Tb 1, 14). Pero el autor sagrado aprovecha también para introducir una exhortación, como si fuese un primer discurso de testamento de Tobit a su hijo. En ésta se expone la identidad del verdadero israelita con alusiones a la Ley de Moisés y a los libros de sabiduría, especialmente a los Proverbios.
Las recomendaciones de Tobit, especialmente la que se refiere a la limosna, han quedado muy grabadas en la tradición cristiana: Cuando podáis hacer el bien, no lo difiráis, porque la limosna libra de la muerte. Someteos los unos a los otros, teniendo un trato irreprensible entre los paganos para que por vuestras buenas obras también seáis alabados y el Señor no sea ultrajado por vuestra culpa (S. Policarpo, Ad Philippenses 10, 2).
La frase del v. 17 hace referencia a algún rito que se practicaba sobre las tumbas de los seres queridos. La versión de la Vetus latina añade a esparcir el pan derrama tu vino.
En el mundo grecorromano se denominaba hades (v. 19) a la morada de los muertos. cfr nota a 1R 2, 6.
Tb 5, 1-23. La preparación del viaje viene descrita en cuatro escenas con otros tantos diálogos, en los que se va poniendo de relieve cómo la providencia divina se adelanta a las previsiones humanas. Todo el capítulo se centra en la presencia del ángel Rafael que Dios ha enviado (cfr Tb 3, 17).
La primera escena (vv. 1-3) es el diálogo de Tobit con su hijo Tobías, y en él se resaltan las dificultades que plantea el viaje y las soluciones que Tobit tiene pensadas. Es el primer paso para que después todo se desarrolle según el plan de Dios. Y es que, en efecto, hemos de actuar como si todo dependiera de nosotros: Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio (Catecismo de la Iglesia Católica, 306).
La segunda escena (vv. 4-8) es el encuentro y diálogo de Tobías con un joven -el ángel Rafael- que curiosamente no sólo reúne todas las condiciones requeridas, sino que se muestra como el más indicado, por conocer a Gabael. Lo que refleja el texto sagrado es ante todo que Dios ejerce su providencia mediante los ángeles, sin que nadie note su deslumbrante presencia. Desde la infancia (cfr Mt 18, 10) hasta la muerte (cfr Lc 16, 22), la vida humana está rodeada de su custodia (cfr Sal 34, 8; Sal 91, 10-13) y de su intercesión (cfr Jb 33, 23-24; Za 1, 12; Tb 12, 12). “Nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida” (S. Basilio, Eun. 3, 1). Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 336).
La tercera escena recoge el diálogo de Tobit con el ángel (vv. 9-17). Tobit se preocupa no sólo de que el guía sea capaz de conducir a su hijo a Media, sino de que resulte una buena compañía para él, que sea un buen judío. Los nombres que el ángel pone ante Tobit son significativos: Azarías quiere decir Dios ayuda, y Ananías Dios es misericordioso. Tobit los entiende como de sus antepasados, mientras que el ángel los pronuncia como prueba de la protección divina. Es un juego de interpretación. Tobit trata al ángel como a su hijo, pues no sólo le ofrece una paga justa, sino que se preocupa de su sustento igual que lo hace del de su hijo (v. 15).
En la bendición de Tobit al ángel, y en la petición a Dios de que un ángel acompañe a su hijo en el camino (cfr Sal 91, 11-12), se da una paradoja, pues Dios ya ha enviado a su ángel que trae las bendiciones para Tobit. Dios se ha adelantado a sus peticiones. Dios sabe lo que necesitamos antes de que lo pidamos (cfr Mt 6, 8).
La cuarta escena (vv. 18-23) recoge el diálogo de Tobit con su esposa. Ahí se manifiesta el amor al hijo por encima del aprecio a los bienes materiales, pues éstos sólo tienen un valor relativo. Al mismo tiempo Tobit vuelve a mostrar su confianza en el auxilio divino porque el Señor, dice, escuchará su plegaria (cfr v. 17), y un ángel acompañará a su hijo (v. 22). El lector de la historia, que ya conoce la identidad del ángel, ve cumplidas las palabras de Tobit y le queda así claro que Dios despliega su protección por caminos insospechados para el hombre.
Tb 6, 1-9. El incidente del pez y la conversación de Tobías con el ángel contribuyen a resaltar que todo lo que les ocurre coopera a la providencia divina, pues sirviéndose de las vísceras de aquel pez Tobías expulsará al demonio (Tb 8, 3) y curará la ceguera de su padre (Tb 11, 8-12). En este suceso puede verse también un simbolismo más profundo, en cuanto que las aguas del río y el pez significarían las fuerzas adversas que atraen, y a la vez se muestran amenazadoras, al joven e inexperto Tobías. Pero éste puede vencerlas y ponerlas a su servicio mediante la obediencia a la palabra del ángel.
Tb 6, 10-18. Según la Ley (cfr Nm 36, 1-13) cuando una hija recibía la herencia paterna (cfr Nm 27, 1-11) debía casarse con un hombre de su misma tribu, para que así esa herencia no pasara a formar parte del lote correspondiente a otra de las tribus. Esto le correspondía hacerlo a Tobías, por ser el pariente más próximo, sin que el texto informe de si los anteriores maridos cumplían tal condición. El ángel presenta a Tobías las ventajas de cumplir aquella ley: no sólo recibiría la herencia a la que tenía derecho, sino que desposaría una mujer llena de buenas cualidades. Por todo ello el ángel propone hacerlo lo antes posible (v. 13).
A la propuesta del ángel, Tobías se resiste con objeciones de peso, no tanto porque tema a la muerte, sino pensando en sus ancianos padres y apelando a la piedad filial (vv. 14-15). También esto era una exigencia de la Ley. El ángel ofrece la solución a aquellas dificultades: le recuerda al joven el mandato paterno (v. 16, cfr Tb 4, 12), y le explica cómo superar la oposición del demonio (v. 17), no sólo con los remedios externos, sino también con la oración (v. 18). Las palabras está destinada para ti desde la eternidad muestran que el amor entre los jóvenes por el que se llega al matrimonio es guiado por la providencia divina y responde a un designio misterioso, pero real y eterno, de Dios. Así lo corrobora el hecho de que Tobías se enamore de la joven antes de conocerla al oír las palabras del ángel (v. 19). San Josemaría Escrivá aconsejaba a los jóvenes ponerse bajo la protección del arcángel Rafael: ¡Cómo te reías, noblemente, cuando te aconsejé que pusieras tus años mozos bajo la protección de San Rafael!: para que te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena y guapa y rica -te dije, bromista. Y luego, ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan: por si el Señor te pedía más (Camino, 360).
El texto de la Vulgata trae instrucciones más detalladas del ángel a Tobías sobre su unión con Sara. Dice a partir del v. 17: Aquellos que entienden la unión conyugal excluyendo de ella y de su mente a Dios, y se entregan al placer como caballos o mulos irracionales, están sometidos al poder del demonio. 18 Tú, en cambio, cuando la recibas como esposa y entres en la alcoba, manténte en continencia durante tres días, y no hagas otra cosa sino dedicarte con ella a la oración. 19 Aquella misma noche, quemando la hiel del pez, se ahuyentará el demonio. 20 La segunda noche serás admitido en la unión con los santos patriarcas. 21 La tercera noche alcanzarás la bendición para que nazcan de vosotros hijos incólumes. 22 Pasada la tercera noche recibirás a tu esposa virgen en el temor del Señor, movido por el deseo de hijos más que por la pasión, y así obtendrás la bendición de los hijos dentro de la estirpe de Abrahán.
Tb 7, 1-12. Ahora es Tobías quien toma la iniciativa y pide la mediación del ángel (v. 9). La bondad de Ragüel se pone de manifiesto en su sinceridad con el joven Tobías y en que intenta evitar su muerte queriendo dilatar la decisión que le pide la Ley del Señor (v. 10). Su consentimiento al final muestra que por encima de todo está la obediencia a la Ley de Moisés (v. 11), a pesar de las consecuencias que pudiera llevar consigo.
En la Vulgata la decisión de Ragüel viene motivada por unas palabras del ángel que le dice: No temas dársela, porque tu hija debía darse en matrimonio a éste que teme a Dios; por eso ningún otro pudo poseerla. A lo que responde Ragüel: No dudo de que Dios ha acogido en su presencia mis oraciones y lágrimas. Creo que por eso os ha hecho venir hasta mí, para que ella se una a un pariente suyo según la Ley de Moisés. Ahora no dudes de que voy a entregártela.
Tb 7, 13-17. Es la primera vez que encontramos en la Biblia un acto formal de contrato matrimonial con un documento escrito. Ese documento recibirá luego entre los judíos el nombre de Ketubá. Para los padres de Sara, la boda, más que una fiesta, parece un duelo, aunque conservan la esperanza de que esta vez las cosas serán de otra manera ya que todo se hace según la Ley del Señor, al que invocan.
Tb 8, 1-12. Tres acciones se desarrollan al mismo tiempo: la de Rafael que vence y encadena al demonio tras haber sido ahuyentado por un poco de humo, símbolo de su debilidad ante el hombre que se deja guiar por la palabra de Dios. La de los padres de Sara que cavan la fosa para Tobías, símbolo de los que obran guiados por la prudencia humana sin confiar en la providencia divina y que se equivocan. Y la de Tobías y Sara que dedican esa noche a la oración y así obtienen la bendición del Señor. Es ésta una oración de alabanza al Señor recordando la creación del hombre y de la mujer (cfr Gn 2, 18), y de petición de la bendición de Dios.
La Iglesia propone este último pasaje como uno de los que son aptos para leerse en la liturgia del sacramento del matrimonio, porque refleja el aspecto humano y divino del amor en el matrimonio. El amor matrimonial, dice el Concilio Vaticano II, por ser eminentemente humano, ya que se dirige de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y, por ello, puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con un don especial de la gracia y la caridad. Tal amor, que asocia a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, demostrado con ternura y afecto de obras, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad, se perfecciona y crece. Por consiguiente, supera con mucho la mera inclinación erótica, que, cultivada de forma egoísta, se desvanece muy rápida y miserablemente. Este amor se expresa y se perfecciona de manera singular en el acto propio del matrimonio. Por ello, los actos con que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud (Gaudium et spes, 49).
Tb 8, 13-21. La primera reacción de los padres de Sara al ver lo ocurrido es la oración, dando gracias, bendiciendo a Dios, y pidiendo la felicidad para sus hijos. Después viene lo demás: corregir el error (v. 18) y celebrar, ahora sí como verdadera fiesta, las bodas. En esta ocasión duran el doble de lo normal (v. 20) como expresión de lo excepcional que ha sido el favor divino. Por el matrimonio Tobías pasa a formar parte como hijo de la familia de Ragüel y Edna. La alegría que llena este matrimonio incoa la alegría con que los cristianos verán el matrimonio convertido en sacramento: ¿Cómo describiré la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia une, que la entrega confirma, que la bendición sella, que los ángeles proclaman, y al que Dios Padre tiene por celebrado?… Ambos esposos son como hermanos, siervos el uno del otro, sin que se dé entre ellos separación alguna, ni en la carne ni en el espíritu. Porque verdaderamente son dos en una sola carne, y donde hay una sola carne debe haber un solo espíritu… Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también Él, y donde Él está no puede haber nada malo (Tertuliano, Ad uxorem 2, 9).
Tb 9, 1-6. En la alegría de la boda, Tobías no olvida el motivo del viaje ni le abandona el recuerdo y la piedad hacia sus ancianos padres. Una vez más cuenta con la ayuda del ángel que ahora actúa como un fiel servidor a las órdenes del joven. Todo sucede según lo previsto. El autor sagrado se despreocupa de la lógica temporal de los hechos, pues Ecbatana estaba a 360 km. de Ragués, y el viaje duraría cerca de veinte días. Lo que le interesa mostrar es la servicialidad del ángel, la honradez de Gabael y su participación en la alegría de la boda. La oración fluye espontáneamente de labios de Gabael, como sucede a lo largo de todo el libro de Tobías. La compañía del ángel se ha mostrado como la ayuda más eficaz para cumplir la misión encomendada: Pido al Señor que, durante nuestra permanencia en este suelo de aquí, no nos apartemos nunca del caminante divino. Para esto, aumentemos también nuestra amistad con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es divina y humana. ¿Os acordáis de lo que dice el Señor?: ya no os llamo siervos, sino amigos (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 315).
Tb 10, 1-7. En casa de Tobit se da un fuerte contraste entre la actitud llena de esperanza de éste, que supone las dificultades que podía haber encontrado su hijo para retrasarse, y la postura desesperada de Ana, que se empeña en pensar que su hijo ha muerto. Aunque es Tobit quien está ciego físicamente, ahora es Ana la que se vuelve ciega en su alma por perder la confianza en Dios. En la tradición ascética cristiana ha quedado señalada esta paradoja: quien confía en el Señor siempre ve con claridad aunque las contrariedades externas parezcan ofuscarle: Por esto, debemos exclamar, plenamente convencidos, no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir, pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. Él es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis (S. Juan Mediocre de Nápoles, Sermones 18).
Tb 10, 8-13. Una vez más se enfatiza el amor de Tobías a sus padres y su firme decisión de cumplir sus deberes hacia ellos, a pesar de las instancias de Ragüel a retrasar el viaje de vuelta (v. 9). Las despedidas y las recomendaciones hechas por los padres de Sara a ésta y a Tobías rezuman de nuevo el respeto y amor hacia los padres, propios o del cónyuge, así como la solicitud y cariño que ha de tener el marido por su esposa, designada aquí como hermana (v. 12). Aunque tristes por la partida de la hija, los padres de Sara quedan con la esperanza de volver a verla de nuevo cuando Tobías haya cumplido sus obligaciones familiares (v. 12). Al final del pasaje el honrar a los padres durante toda la vida se considera una virtud que hay que alcanzar (v. 13). No en vano en la Ley de Dios el cuarto mandamiento encabeza la segunda tabla. Indica el orden de la caridad. Dios quiso que, después de Él, honrásemos a nuestros padres, a los que debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios. Estamos obligados a honrar y respetar a todos los que Dios, para nuestro bien, ha investido de su autoridad (Catecismo de la Iglesia Católica, 2197).
Tb 11, 1-Tb 14, 15. Después de haber narrado el viaje a Media, el autor sagrado, continuando el argumento de su obra, nos lleva de nuevo a Nínive. Da cuenta, en primer lugar, de la llegada de Tobías acompañado del ángel y de Sara, y de la curación de la ceguera de Tobit (Tb 11, 1-18). Con esto el ángel ha cumplido su misión (cfr Tb 3, 16-17), y ya puede manifestar abiertamente su identidad y desaparecer (Tb 12, 1-22). Tobit reacciona elevando a Dios un largo cántico de alabanza (Tb 13, 1-18), y, finalmente, tras dejar a su hijo su testamento espiritual, muere en la paz del Señor (Tb 14, 1-11). Tobías y Sara, por su parte, tras haber cumplido sus deberes filiales en Nínive, van a establecerse a Media junto a los padres de Sara (Tb 14, 12-15).
La historia tiene un final feliz, como correspondía a las buenas obras realizadas por Tobit, y a la misericordia de Dios que no abandona a los justos. Las pruebas han sido duras, pero la confianza puesta siempre en el Señor se ha visto recompensada por una especial providencia divina llevada a cabo mediante el ángel Rafael. Ésta es la lección más importante que deja el libro de Tobías. Cierto que no siempre los ángeles resuelven situaciones dolorosas de un modo tan prodigioso como lo muestra la historia de Tobías; pero siempre están junto a nosotros en las pruebas y nos confortan si confiamos en Dios. Así lo vemos cumplido ciertamente en la vida de nuestro Señor Jesucristo. En el momento de la pasión un ángel del cielo le confortó en el huerto de los olivos (cfr Lc 22, 43); pero Jesús hubo de beber el cáliz del sufrimiento y la muerte para cumplir la voluntad de Dios Padre en orden a la redención de los hombres.
Tb 11, 1-15. La escena previa a la entrada de los viajeros a Nínive (vv. 1-8) se parece a la descrita anteriormente, antes de la entrada a Ecbatana (cfr Tb 6, 10-19), y conecta con la del inicio del viaje mediante la mención del perro (cfr Tb 6, 1). Es el ángel el que de nuevo lleva la iniciativa e instruye a Tobías sobre lo que éste ha de hacer y lo que va a suceder. Después (vv. 9-15), el narrador sagrado describe con rapidez la acción de cada personaje: Ana, Tobit y Tobías. Ana queda curada de su ceguera espiritual al ver a su hijo; Tobit de su ceguera física gracias a la sabiduría del ángel y la obediencia y colaboración de Tobías. Por eso Tobit, en la plegaria que fluye de sus labios inmediata y espontáneamente, bendice a Dios y a todos sus ángeles aun sin conocer todavía la identidad de Rafael.
Tb 11, 15-18. La recuperación del dinero, que había sido el motivo inmediato del viaje, cede en importancia ante la noticia de la boda con Sara que Tobías comunica a su padre (v. 15). Éste, en efecto, no se ocupa en contar el dinero, sino en testimoniar que Dios le había curado (v. 16), y en dar la bienvenida a su nueva hija y festejar el matrimonio de Tobías (vv. 17-18). Todo se lleva a cabo haciéndolo al mismo tiempo motivo de oración y alabanza a Dios.
Nadab (el texto dice Nabad, pero cfr Tb 14, 10ss.) era sobrino de Ajicar. Según la obra que mencionábamos antes, la sabiduría de Ajicar (cfr nota a Tb 1, 21-22) y según el mismo libro de Tobías (cfr Tb 14, 10), Nadab traicionó a su tío Ajicar. El autor del libro de Tobías parece situar la historia antes de dicha traición (v. 18).
Tb 12, 1-22. Dar al ángel la mitad del dinero que han traído de Media es signo de la gran generosidad de Tobit y del reconocimiento por parte de Tobías de los grandes servicios prestados por el ángel. A él atribuye el joven todos los bienes reportados por el viaje (v. 3). Pero ahora el acento se pone en las palabras de Rafael que, por ser palabras angélicas, tienen un valor especial. San Ambrosio, al comentar el libro de Tobías, se fija de manera especial en aquellas virtudes que hacen de Tobit un modelo de justicia y misericordia: Pero el santo Tobías (…) sabía que también al servidor había que pagarle la recompensa. Ofreció hasta la mitad y no es casualidad que encontrara como servidor un ángel. Y tú, cuando defraudas la recompensa a un justo, peor aún a un débil -¡ay de aquél que escandalizara a uno de estos pequeños!- ¿cómo sabes que no estás defraudando a un ángel? No debemos pues dudar de que en el servidor pueda haber un ángel, desde el momento en que Cristo puede encontrarse en el más pequeño. Da pues su recompensa al servidor y no le prives del premio de su trabajo, porque también tú eres servidor de Cristo que te ha conducido a su viña y te ha preparado una recompensa celestial (S. Ambrosio, De Tobia 24, 91-92).
Ante el natural temor reverencial que sienten Tobit y su hijo por encontrarse en presencia de un ángel, Rafael les tranquiliza con las palabras habituales y haciéndoles ver que, en definitiva, todo responde a la voluntad de Dios, y que la respuesta a ello ha de ser la alabanza al Señor y el testimonio de sus obras puesto por escrito (vv. 17-20). Tobit y Tobías cumplen lo primero (v. 22); el autor sagrado ha cumplido lo segundo.
Numerosos salmos de la Biblia, sobre todo los de acción de gracias, corresponden a esa actitud de testimoniar lo que Dios ha hecho en la vida personal del salmista; pero donde tal testimonio brilla con el mayor esplendor es en el Magnificat, la oración de alabanza que pronunció la Virgen María después de la Anunciación (cfr Lc 1, 46-55).
Tb 13, 1-18. La forma actual del cántico, como se ve a partir del v. 9, no responde al contexto histórico en el que el autor había situado su historia, es decir, a la deportación de los israelitas a Asiria en el s. VIII a.C. El himno supone la destrucción de Jerusalén y la cautividad de los judíos en Babilonia que sucedió el s. VI a.C. Está compuesto para ser recitado por los judíos de la diáspora en cualquier circunstancia. Quizá a este uso se debe la fuerte discrepancia del texto entre unos y otros de los antiguos códices. En el Sinaítico, que parece reflejar el texto más antiguo conocido, faltan los versículos 8-10. Los que aparecen en la traducción están tomados de la versión latina de la Neovulgata que, a su vez, los recoge de versiones latinas anteriores a la Vulgata hecha por San Jerónimo en el s. IV d.C. En otros códices griegos, como el Vaticano y el Alejandrino, de los s. IV y V d.C., esos versículos cambian notablemente dando cabida a locuciones de Tobit en primera persona. En ellos leemos: 8 Yo le proclamo en la tierra de mi cautividad / y muestro su poder y majestad / a gente pecadora. / Convertíos, pecadores, / y practicad la justicia en su presencia. / ¿Quién podrá saber si os volverá a querer / y a tener misericordia con vosotros? / 9 Yo ensalzo a mi Dios / y mi alma al rey del cielo, / y me alegro por su inmensa grandeza. / 10 Todos le alaban, lo proclaman en Jerusalén. / ¡Jerusalén, ciudad santa!, /que será castigada por las acciones de sus hijos, / pero otra vez se apiadará de los hijos de los justos. / 11 De nuevo construirá en ti con alegría tu tabernáculo.
En los versículos 11-18 del canto de Tobit que aparece en el texto resuenan frases tomadas de los Salmos y del libro de Isaías, presentando la alegría de los deportados al volver a la Tierra (cfr Is 66, 1-24), la peregrinación de todas las naciones a Jerusalén (cfr Is 2, 1-5; Is 60, 1), la dicha de los que hayan llorado por ella (cfr Is 66, 10), y su reconstrucción (cfr Is 49, 17; Is 61, 4). Como en estos pasajes citados, también en el cántico de Tobit late la esperanza de la reunificación del pueblo judío en torno a una Jerusalén maravillosamente reconstruida (vv. 17-18). Esperanza que continúa hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo y que en el Nuevo Testamento se proyecta a la Iglesia, la nueva Jerusalén que aparecerá gloriosa al fin de los tiempos (cfr Ap 21, 2-Ap 22, 15).
Tb 14, 1-11. Tobit es presentado con los rasgos de los antiguos patriarcas, tanto por la edad avanzada en la que muere, como por el testamento que pronuncia antes de morir, semejante a los Testamentos de los doce patriarcas según han llegado en una obra apócrifa que lleva ese nombre. Como en esos testamentos también el autor del libro de Tobías hace un breve resumen de la vida del protagonista, en este caso Tobit, y transcribe después el testamento que deja a su hijo antes de morir. En él se habla de lo que va a ocurrir en un tiempo próximo y lo que ocurrirá cuando Dios cumpla definitivamente sus promesas (vv. 3-7). También como en aquellos testamentos, Tobit da exhortaciones sobre la conducta que han de guardar sus descendientes (vv. 8-11).
La vida de Tobit viene resumida en haber soportado pruebas, haber dado limosnas y haber bendecido al Señor. Un magnífico balance. La recomendación a su hijo Tobías de que salga de Nínive y vaya a Media viene apoyada en la fe de Tobit en que han de cumplirse las palabras de los profetas. Se cita expresamente a Nahúm, cuyos oráculos contra Nínive se conservan en el libro que lleva su nombre, transmitido en la colección de los doce profetas menores. Pero se piensa, al mismo tiempo, en todos los profetas, incluidos aquellos que posteriormente predijeron la ruina de Jerusalén, la cautividad de Babilonia y la vuelta del destierro (Isaías, Jeremías, etc.). En el testamento de Tobit se encuentra además el eco de otras voces que conocemos por la literatura apócrifa, como los libros de Henoc, y que consideran provisional el Templo reconstruido a la vuelta del destierro en el siglo VI a.C. En este sentido Tobit habla de un futuro lejano en el que el Templo será construido según el modelo anunciado por los profetas (cfr caps. Ez 40-44), todas las naciones de la tierra se convertirán, los israelitas serán congregados de entre las naciones y los pecadores desaparecerán de la tierra (vv. 5-7). Esas mismas perspectivas las encontramos en algunos pasajes de los Testamentos de los doce patriarcas, y quedan recogidas, si bien en otro lenguaje aún más simbólico, en el libro de Daniel (cfr Dn 9, 24). La recomendación de Tobit a su hijo anunciándole las catástrofes futuras sobre Nínive encuentran un parecido en las palabras de Jesús cuando recomienda a sus discípulos que abandonen Jerusalén, anunciándoles también las desgracias que han de venir sobre la Ciudad Santa y uniéndolas a lo que sucederá al final de los tiempos (cfr Mt 24, 15-28 y par.).
Las exhortaciones de Tobit se dirigen primero a sus descendientes (v. 8), y luego directamente a Tobías, instándole de nuevo a que abandone Nínive en cuanto haya cumplido sus deberes filiales con su madre (v. 9). Pero esta vez el argumento es la corrupción que reina en la ciudad, y le pone como ejemplo el caso de Ajicar. Éste, en efecto, según se cuenta en la obra llamada Sabiduría de Ajicar (cfr nota a Tb 1, 21-22), había sido condenado a muerte por el rey Senaquerib a causa de la traición y acusaciones de su sobrino Nadab, pero consiguió escapar a la sentencia con ayuda de un amigo, y esconderse de su sobrino. Más tarde el rey necesitó de sus consejos y lo rehabilitó; pero Ajicar continuó instruyendo a su sobrino. En el recuerdo que se hace de Ajicar en el libro de Tobías se atribuye su triunfo a haber hecho limosnas. Éste es un estribillo constante del libro de Tobías: la oración es escuchada cuando va acompañada de las obras, especialmente de la limosna: Los que oran no pueden presentarse ante Dios con súplicas vacías, desprovistas de frutos. Una súplica estéril no tiene eficacia ante Dios. Así como todo árbol que no da fruto es cortado y arrojado al fuego, del mismo modo también la oración desprovista de fruto, es decir, no fecunda en obras buenas, no puede merecer ante Dios. Por ello la divina Escritura nos instruye diciendo: Buena es la oración con el ayuno y la limosna. (…) En efecto, las oraciones acompañadas con los méritos de las buenas obras suben inmediatamente ante Dios. Así se lo testificó el ángel Rafael a Tobías (S. Cipriano, De oratione dominica 32-33).
Tb 14, 12-15. El libro termina presentando a Tobías como modelo de piedad filial hacia sus padres y hacia sus suegros, y destacando el premio que recibe por ello (vv. 13-14). Al señalar que se cumplen las profecías sobre la caída de Nínive -destruida por Ciaxares, rey de los medos, unido a Nabucodonosor de Babilonia, el año 612 a.C.-, el autor sagrado deja entender que también se cumplirán las otras profecías sobre la edificación del Templo y reunificación de los judíos; de ahí la alegría de Tobías.
Jdt 1, 1-Jdt 7, 32. El libro de Judit es una invitación a la esperanza en Dios, que nunca abandona a su pueblo si éste permanece fiel. Sus relatos se despreocupan de la historia y de la geografía, pero ofrecen un marco admirable para una narración teológica. En la primera parte se cuenta la campaña militar realizada por un ejército extranjero de extraordinario poderío que pretende conquistar Jerusalén. Después de una larga marcha triunfal, llega a una pequeña ciudad, Betulia, último reducto defensivo de los judíos que podía detener el avance en dirección a la Ciudad Santa, y la somete a tal asedio que Betulia está a punto de rendirse.
El texto subraya que las terribles desgracias que las tropas traen consigo, son el resultado del afán de venganza de Nabucodonosor, un rey muy poderoso que se siente herido en su orgullo personal. Desde el comienzo del relato se subraya el potencial guerrero de su ejército: fue capaz de vencer en solitario a sus poderosos enemigos, pues nadie quiso prestarle ayuda (Jdt 1, 1-16); una vez alcanzada la victoria, toma represalias contra los que rehusaron auxiliarle, y su ejército mandado por Holofernes los derrota uno tras otro (Jdt 2, 1-Jdt 3, 10). Cuando en su avance triunfal se acerca a los judíos, éstos se preparan a hacerle frente atemorizados e invocando la protección de Dios (Jdt 4, 1-15). A pesar de la situación desesperada, el lector comienza a percibir que hay motivos para la esperanza. Cuando los jefes de las tropas enemigas están planeando el modo de acometer a los israelitas, un personaje de ese ejército, Ajior, el amonita, advierte a sus aliados de la fortaleza del pueblo al que se disponen a atacar cuando es fiel a su Dios (Jdt 5, 1-Jdt 6, 21). Pese a todo, la expedición sigue adelante, ponen cerco a Betulia, y su población llega a estar tan angustiada que se fijan un plazo de cinco días para presentar su rendición (Jdt 7, 1-32).
Jdt 1, 1-16. El enemigo es presentado como la síntesis de las potencias que habían causado el hundimiento de Israel y de Judá: la fuerza de Asiria (cfr 2R 17, 5-6) y el orgullo de Babilonia (cfr 2R 24, 10-2R 25, 21). Nabucodonosor no fue en realidad rey de los asirios en Nínive (v. 1), pero es el prototipo de gobernante poderoso, opresor y ensoberbecido en su dominio. El autor sagrado, que elabora una narración con fines didácticos más que históricos y cronológicos, se sirve de esa figura para aludir a los opresores seléucidas, que dominan sobre los judíos cuando se escribe el libro. De hecho el monarca aquí es descrito como un rey orgulloso y lleno de poder, que va extendiendo su dominio por todo el Oriente Medio. Primero planea enfrentarse en una gran batalla al rey Arfaxad, de quien se indica su poder ponderando la magnitud de las murallas con las que fortificó su capital, Ecbatana. A pesar de que Nabucodonosor buscó aliados para asediarla no los encontró, y prometió vengarse de los que no habían secundado sus proyectos. Con todo, el poder de su ejército era tal que pudo conquistar Ecbatana sin la ayuda de nadie. De este modo se enfatiza su enorme dominio.
Jdt 2, 1-Jdt 3, 10. Nabucodonosor, decidido a vengarse, encarga a Holofernes que, como comandante supremo de sus fuerzas, prepare todo lo necesario para la expedición de castigo. El año decimoctavo de Nabucodonosor es el 587 a.C., precisamente aquel en que Jerusalén fue conquistada por las tropas babilónicas, su Templo profanado e incendiado, y parte de su población deportada (cfr Jr 52, 29). La fecha está cargada de simbolismo: el que había destruido el Templo, Nabucodonosor, reclama para sí un poder divino.
Holofernes reúne una ingente tropa e inicia su campaña sembrando la destrucción y la muerte. La orden de que les preparen tierra y agua (Jdt 2, 7), fórmula persa para designar todo lo necesario para que el ejército vencedor pueda pasar y establecerse en un país, indica la voluntad de Nabucodonosor de que los pueblos le quedasen sometidos. Ultrajó a todos, incluso a los que no le opusieron resistencia. Pero la mayor afrenta consistió en forzar a las poblaciones conquistadas a que adorasen a Nabucodonosor y lo invocaran como a un dios (cfr Dn 3, 1-7). Por eso, el peligro que se cernía sobre Jerusalén era particularmente insidioso, ya que no se trataba solamente de que sus habitantes pudieran morir o quedar sometidos a un poder extranjero, sino que podrían verse forzados a la idolatría, tributando a un hombre el culto que sólo debían a Dios (Jdt 3, 8). Esta situación que describe el libro se vivió en Judea de modo particularmente intenso durante la dominación seléucida, en la cual, además de la opresión militar, se intentaba imponer la divinización del monarca.
El itinerario que se describe en Jdt 2, 21-Jdt 3, 10 es geográficamente inverosímil. El autor magnifica las hazañas de Holofernes para preparar la enseñanza religiosa que quiere trasmitir.
Jdt 4, 1-15. Los israelitas recibieron con temor las noticias del avance de Holofernes y se dispusieron a resistir. De una parte, se aprestaron a la lucha preparando fortalezas, reuniendo alimentos y distribuyendo a sus hombres en posiciones estratégicas (vv. 4-8). De otra, se esforzaron en buscar la ayuda de Dios mediante la oración y la penitencia (vv. 9-15).
El mensaje del libro aparece cada vez con más claridad. La lucha se plantea ante todo en el plano religioso. El ejército enemigo representa la fuerza de la impiedad y el orgullo de quien piensa que tiene todo el poder y no necesita contar con Dios. Los hijos de Israel son, por el contrario, hombres piadosos conscientes de que sólo en Dios pueden encontrar fortaleza, y de que la súplica es el mejor modo de reconocer su dependencia de Dios: Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él (Catecismo de la Iglesia Católica, 2629).
Jdt 4, 6 No ha sido posible identificar geográficamente la ciudad de Betulia. Es probable que se trate de una manifestación más de la libertad del autor que, basándose quizá en algunas historias de hazañas heroicas, prepara el relato para subrayar la enseñanza que va a trasmitir. Algunos autores señalan que el nombre de Betulia tiene sentido simbólico y significa virgen, casa del Señor Dios, o casa de la subida.
Jdt 4, 9 Se humilló profundamente, literalmente humillaron sus almas con fervor, es la traducción griega de una expresión hebrea referida al ayuno (cfr Jdt 4, 13; Lv 16, 29.31; Lv 23, 27). La Ley prescribía el ayuno sólo para el día de la Expiación (Yom kippur); pero, por indicación de los profetas, su práctica como muestra de penitencia, se vinculó (cfr Jl 1, 14; Jl 2, 12.15; Za 8, 19) a otras manifestaciones penitenciales como la oración, el vestir de saco, cubrirse la cabeza con polvo o ceniza, dormir en el suelo, etc. Tenía que ser señal de arrepentimiento y humillación. El profeta Isaías recuerda su valor simbólico como manifestación del deseo de abstenerse de toda obra mala (cfr Is 58, 3-5). En la época posterior al destierro llegó a ser una práctica habitual entre los judíos piadosos, que ayunaban dos días por semana (cfr Lc 18, 12). Esta costumbre queda reflejada en Jdt 8, 5-6 y en los libros de Tobías (Tb 12, 8) y Ester (Est 4, 16). Ante la amenaza de graves calamidades públicas se recurría al ayuno junto con la oración para implorar la misericordia de Dios (cfr Jon 3, 5; 2M 13, 12).
Jdt 5, 1-Jdt 6, 21. El relato sitúa a Holofernes con su ejército frente a los israelitas, dispuestos a repeler la invasión de su ciudad. Los hijos de Israel son un pueblo tan insignificante a los ojos del general extranjero que éste parece no saber nada de ellos y, antes de atacar, pide información para disponer su estrategia. Ajior, el comandante de los amonitas, toma entonces la palabra para responderle.
Ajior, cuyo nombre significa mi hermano es luz, le hace un resumen de las grandes etapas de la historia de Israel desde la época patriarcal hasta la ocupación de Canaán, aludiendo también a la conquista y saqueo de Jerusalén por obra de Nabucodonosor II. Explica que la singularidad de ese pueblo no se puede comprender con criterios exclusivamente políticos o sociológicos, y que su pervivencia no depende de la fuerza de las armas. El discurso se divide en tres partes: historia del pueblo judío (Jdt 5, 5-16), fidelidad a Dios como explicación de su fortaleza (Jdt 5, 17-19) y consejos a Holofernes para que pondere si le interesa enfrentarse con ellos o no (Jdt 5, 20-21). En este resumen no hay nombres concretos y a Dios no se le da el nombre específico de Señor, sino el más genérico y universal de Dios del cielo (cfr Esd 5, 11-12). Se trata de una visión teológica de la historia, análoga a la que encontramos en algunos Salmos (cfr Sal 78, 1-72; Sal 105, 1-45; Sal 106, 1-48; cfr también Ne 9, 6-37), que se pone en evidencia en la conclusión (Jdt 5, 17-18.21), pero que puede ser comprendida también por los paganos. La figura de Ajior, un extranjero que proclama tan atinadamente la acción de Dios con el pueblo israelita en medio del campamento enemigo, evoca de algún modo la figura del pagano Balaam (cfr Nm 22, 1-Nm 24, 25), que bendijo a Israel en presencia de quienes le habían llamado para que lo maldijera. Con sus palabras se pone de manifiesto que Dios es el refugio de Israel y éste no debe temer nada mientras se mantenga fiel al Señor.
Holofernes toma la palabra frente a Ajior y exalta el poder divino de Nabucodonosor con expresiones típicas del lenguaje profético (cfr Is 44, 6; Is 45, 21; Sal 18, 32). Así se acentúan por contraste las consecuencias religiosas de la expedición, en la que el deseo de venganza de Nabucodonosor se opone a la voluntad y poder del Dios de Israel. Lo confirma la frase (Nabucodonosor) habló y las palabras que pronunció no caerán al vacío (Jdt 6, 4), que encuentran su antítesis en varias afirmaciones de los Profetas (cfr Is 55, 10-11; Jr 1, 12; Ez 12, 28; 2R 10, 10). El combate es ideológico y religioso más que militar.
Holofernes, airado, castiga a Ajior abandonándolo en manos de los israelitas (Jdt 6, 1-13). Cuando éstos le detienen, sienten con mayor apremio la necesidad de acudir a Dios. Por su parte, acogen benignamente a Ajior.
Jdt 7, 1-32. Holofernes puso finalmente en marcha el asedio de Betulia. Los israelitas, a pesar de pedir ayuda a Dios (v. 19), al verse cercados se llenaron de temor. Al no vislumbrarse ninguna salida, el pueblo pidió a los príncipes de la ciudad que considerasen la conveniencia de rendirse. El discurso que el pueblo dirigió a Ozías, dirigente principal (cfr Jdt 6, 15), y al consejo de los ancianos refleja desesperación, como si hubieran perdido la fe en Dios, y recuerda las repetidas quejas de los israelitas en el desierto contra Moisés (cfr Ex 16, 2-3; Nm 11, 4-6; Nm 14, 2-4; Nm 20, 2-5). Ozías, presionado por el clamor popular, sólo consiguió retrasar cinco días la decisión de rendirse, confiando en que Dios aún podría manifestar su misericordia en ese breve plazo. El dramatismo del relato refleja la situación angustiosa en que se encontraban los judíos bajo el dominio de Antíoco IV Epífanes y, en general, bajo los seléucidas, pero también prepara la maravillosa intervención de Dios, que recuerda a la del Éxodo.
Jdt 8, 1-Jdt 16, 25. La segunda parte del libro narra el desenlace del drama. Comienza con la entrada en escena de una viuda joven y temerosa de Dios, que a pesar del desánimo generalizado se mantiene llena de confianza en el Señor y se apresta a intentar por sí sola la salvación del pueblo. Primero, ora confiadamente a Dios poniendo en sus manos el buen éxito de su propósito (Jdt 8, 1-Jdt 9, 14). Después, se dirige llena de audacia al campamento enemigo y consigue hablar con Holofernes, que cautivado por su hermosura y sensatez la acoge bien. Tras un banquete en el que Holofernes había bebido en exceso, Judit se acercó al lecho en que yacía y le cortó la cabeza. Aún de noche logró salir del campamento y se encaminó a Betulia llevando como trofeo la cabeza del jefe enemigo (Jdt 10, 1-Jdt 13, 20). Ajior, el comandante de los amonitas acogido por los hijos de Israel, al enterarse de lo sucedido creyó en Dios y se incorporó a la casa de Israel (Jdt 14, 1-10). Cuando las tropas del poderoso ejército que sitiaban Betulia descubrieron que Holofernes había muerto, huyeron presa del pánico (Jdt 14, 11-Jdt 15, 7). El libro termina exaltando la figura de Judit, pues por medio de ella y gracias a su fe y confianza en Dios, el Señor hizo grandes bienes a su pueblo (Jdt 15, 8-Jdt 16, 25).
Jdt 8, 1-8. En hebreo el nombre de la protagonista, Judit, quiere decir judía. Se trata, pues, de un gentilicio empleado como nombre propio. En la Biblia, el único antecedente de este nombre es el de una de las mujeres de Esaú (cfr Gn 26, 34), Judit, hija de Berí, el hitita; tal vez por eso y para subrayar la pertenencia de Judit al pueblo elegido se ofrece su genealogía hasta Jacob. Estos datos hacen pensar que para el autor sagrado Judit representaría a toda la nación judía. De hecho, en el himno que cierra el libro la personalidad de Judit se confunde con la del pueblo elegido. En la genealogía no se dice a qué tribu pertenecía, pero más adelante (Jdt 9, 2) alude a su pertenencia a la tribu de Simeón. Los nombres de Salamiel y Sarasadai figuran en Nm 1, 6 (en hebreo, Selumiel y Surisaday) entre los príncipes de aquella tribu. El difunto marido de Judit, Manasés, pertenecía a su misma tribu y familia, pues era costumbre de los judíos piadosos contraer matrimonio entre los del mismo clan (cfr Tb 4, 12).
Judit reúne todas las cualidades que se podían desear en una mujer, desde la hermosura hasta una posición económica acomodada y una piedad ejemplar. Para poder vivir retirada y dedicarse a la oración se construye en la parte alta de la casa una especie de cabaña o tienda. Ese tipo de construcciones no eran desacostumbradas (cfr Jc 3, 20; 2S 19, 1; 2R 4, 10; Ne 8, 16).
Jdt 8, 9-27. En el discurso de Judit (Jdt 8, 9-27) se pueden distinguir tres partes que corresponden a tres ideas distintas. En primer lugar (vv. 11-17), que no se pueden poner condiciones a Dios, sino que hay que suplicarle con fe y confianza. En segundo lugar (vv. 18-24), que los habitantes de Betulia, de una parte, tienen motivos para confiar en Dios, por lo que no pueden rendirse ante las dificultades; de otra, su ciudad es de una importancia estratégica fundamental para la defensa de Jerusalén y del Templo, por lo que rendirse equivaldría a hacerse responsables de la destrucción de la Ciudad Santa y del Santuario. Por último (vv. 25-27), que Dios somete a los hombres a distintas pruebas para purificarlos y manifestar luego su protección, como ya hizo con los Patriarcas.
Tres son también las ideas religiosas que sustentan el discurso de Judit: no se pueden conocer los pensamientos de Dios (vv. 13-14); Dios ha enviado castigos a su pueblo debido a la idolatría e infidelidad de los israelitas (vv. 18-20); y Dios pone a prueba a los que tiene cerca de sí (vv. 25-27). Cada una de estas convicciones posee numerosos pasajes paralelos en la Sagrada Escritura: por ejemplo en los cantos de consolación de Isaías (cfr Is 40, 12-26; Is 44, 24-28; Is 46, 8-13); en los Salmos que tratan de la historia de Israel (cfr Sal 78, 56-66; Sal 106, 34-46); y en el libro de Job. Sin embargo, en el discurso de Judit el sentido que se da al sufrimiento es superior al del libro de Job; se acerca más al del libro de la Sabiduría (cfr Sb 3, 1-9), y sobre todo al que se le da en la tradición cristiana, en cuanto amonestación y llamada a mayor perfección: El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 12).
Jdt 9, 1-14. La oración de Judit, llena de sentido poético, es un ejemplo de la piedad del pueblo judío, comparable a las numerosas plegarias que se recogen en los libros históricos del Antiguo Testamento, sobre todo en los tiempos posteriores al destierro (cfr Esd 9, 6-15; Ne 9, 5-37; Tb 3, 2-6.11-15; Est 4, 17h-17z). Se puede dividir en tres partes: 1) La alusión al episodio del rapto y violación de Dina, la hija de Jacob, por parte de Siquem, con la consiguiente venganza de Simeón y Leví (Gn 34, 1-31); en la plegaria de Judit ese suceso es símbolo de todas las ofensas, todavía frescas en el recuerdo, sufridas por el pueblo de Israel y especialmente de la conquista y destrucción de Jerusalén (vv. 2-6). 2) La descripción del poder militar de los asirios y la petición de la victoria sobre ellos por obra de una mujer (vv. 7-11). 3) La súplica de que se lleve a cabo su plan (vv. 12-14). Lo que Judit pide constantemente, con distintas consideraciones en cada parte, es la exaltación del Dios de Israel y la confusión de los enemigos. Momentos particularmente intensos de esta oración son las frases con que se alude a la bondad y providencia de Dios (v. 11) así como a su omnipotencia (v. 12). Dios es invocado con distintas expresiones que reflejan la piedad veterotestamentaria: es el Señor (v. 8) capaz de romper las batallas y dispersar a los enemigos como guerrero poderoso (cfr Ex 15, 3 griego; Jdt 16, 2); el Dios de la herencia de Israel, Señor de los cielos y la tierra, creador de las aguas, rey de todas tus criaturas (v. 12); y sobre todo es el Dios de los humildes, ayuda de los más débiles, protección de los enfermos, amparo de los desvalidos, salvación de los desesperados (v. 11).
La preocupación de Judit por el Santuario y por la Ciudad Santa es constante como lo demuestra el hecho de que hiciera su oración a la misma hora en que se ofrecía incienso en el Templo (v. 1; cfr Ex 29, 41; Esd 9, 4-5), así como las alusiones a Sión, al altar y al Santuario (vv. 8 y 13).
A través de las palabras de Judit se vislumbra parte de su plan: liberar a su pueblo. Los enemigos de Israel, Nabucodonosor y su general Holofernes, son los enemigos de Dios. La confrontación de la que habla este libro es una guerra religiosa sin piedad, dirigida a arrancar del pueblo elegido la fe, el culto y hasta su propia identidad. Por este motivo, se pide a Dios que haga fracasar esta tentativa idólatra y blasfema quitando de en medio a sus impulsores. En ningún momento se alabará el engaño y la seducción de Holofernes por parte de Judit. Más aún, la heroína misma se sentirá en la obligación de asegurar a los ancianos y al pueblo de Betulia que entre ella y Holofernes no hubo nada reprochable: Que viva el Señor que me ha protegido en el camino que he recorrido, porque la seducción de mi rostro le ha perdido, sin que haya cometido conmigo pecado alguno que me contaminara y avergonzara (Jdt 13, 16). Judit es la heroína que Dios suscitó para salvar a su pueblo en circunstancias graves y casi desesperadas. Para la tradición cristiana lo verdaderamente importante es que el enemigo de Israel y de Dios sea derrotado por una mujer. En esto se fija la liturgia de la Iglesia cuando dirige a la Santísima Virgen María la alabanza que Ozías o los ancianos de Jerusalén dirigirán a Judit: El Señor te ha bendecido con su poder, porque por tu medio ha aniquilado a nuestros enemigos. El Señor te ha bendecido, hija nuestra, más que todas las mujeres de la tierra (Liturgia de las Horas, 15-VIII¸ lect. brev.; cfr Jdt 13, 18); ¡Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el orgullo de nuestra raza! (Liturgia de las Horas, Común de Santa María Virgen, ad Laudes, antif. 2; cfr Jdt 15, 9).
Jdt 10, 1-Jdt 12, 9. La bienaventurada Judit, cuando su ciudad estaba cercada, pidió a los ancianos que le permitiesen salir al campamento de los extranjeros. Así pues, entregándose al peligro, por amor a su patria y su pueblo que se hallaba cercado, salió, y el Señor entregó a Holofernes en las manos de una mujer (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 55, 4-5).
Judit sigue poniendo en Él su confianza y cumple fielmente los preceptos de la Ley, por lo que rechaza los manjares que se le ofrecen (Jdt 12, 1-4), considerados impuros según la tradición de los judíos piadosos (cfr Tb 1, 10-12; Dn 1, 8). Por eso, lleva consigo las provisiones suficientes para alimentarse. El texto cita el vino, en una bota de cuero; el aceite, en un pequeño recipiente; y los alimentos sólidos: frutos secos, higos y uvas, y harina tostada (o granos tostados), que se llamaba en hebreo qali (cfr Rt 2, 14; 1S 25, 18) y se tomaba mezclada con agua y aderezada con aceite; todos, alimentos puros. Sólo come estas provisiones convencida de que el Señor acudiría prontamente en auxilio de su pueblo (Jdt 12, 1-4).
Judit, antes de poner por obra su plan, y dentro ya del campamento enemigo, se dedica intensamente a las prácticas de piedad: oración, baños rituales de purificación y ayuno (Jdt 12, 5-9). En la tradición cristiana, la oración de Judit ha quedado como ejemplo de eficacia para vencer las dificultades: Judit, después de elevar a Dios su plegaria, logró vencer con la ayuda de Dios a Holofernes, causando así una sola mujer hebrea la deshonra en la casa de Nabucodonosor (Orígenes, De oratione 13, 2).
Jdt 12, 10-Jdt 13, 20. Se acerca el momento de actuar. Holofernes organiza un banquete. Ella acude ataviada con sus mejores galas, pues la ocasión dispuesta por la providencia de Dios así lo aconseja. Al mismo tiempo mantiene interiormente una actitud de humildad y confianza en el Señor y se comporta en el festín con dominio y sobriedad. El texto da a entender que Holofernes y sus ministros acostumbraban a comer recostados sobre pequeños lechos o divanes cubiertos de pieles, según un uso reprobado por los profetas (cfr Am 6, 4; Ez 23, 41). En cambio Judit se recuesta sobre unas pieles extendidas directamente en el suelo. Es un detalle de austeridad en medio de un ambiente relajado y sensual. ¿Qué diré de la sobriedad? (…) Pues si Judit hubiese bebido, habría dormido con el adúltero, pero como no bebió, la sobriedad de una sola pudo, sin dificultad, vencer y ganar a los ejércitos ebrios (S. Ambrosio, De viduis 7, 40). En cambio, Holofernes bebió hasta perder el sentido. Se presentaba así ante Judit la ocasión providencial para resolver la difícil situación en que se encontraba su pueblo. Antes de ejecutar su propósito dirige a Dios una breve oración. No hay en ella ningún sentimiento de odio o de venganza, sino sólo la conciencia de actuar en defensa del pueblo elegido y por la glorificación de Jerusalén. Sus palabras recuerdan las de los Salmos de lamentación nacional (cfr Sal 79, 6-7; Sal 83, 10-15). Una oración parecida, pero más extensa, se encuentra en Si 36, 1-17.
Judit emplea para cortar la cabeza a Holofernes su alfanje. El texto griego habla de akinake, espada de origen persa, corta, que llevaban a la cintura los arqueros y las tropas ligeras. El relato presenta un cierto paralelismo con los episodios de la muerte de Sísara (Jc 4, 21) y de Goliat (1S 17, 49-51), en que los poderosos que confían en sus propias fuerzas caen derrotados ante los débiles que sólo cuentan con el apoyo de Dios.
Antes de que descubran lo sucedido, Judit regresa a Betulia llevando la cabeza de Holofernes. Las palabras de bendición pronunciadas por Ozías (vv. 18-20) en las que alude a que ha herido la cabeza del enemigo, contienen una cierta referencia al protoevangelio (Gn 3, 15).
También por este motivo, en la tradición cristiana se han subrayado las analogías entre Judit y María Santísima. Nótese el paralelismo entre la bendición de Ozías -Bendita tú, de parte del Dios altísimo, hija, por encima de todas las mujeres de la tierra, y bendito Dios, que creó los cielos y la tierra (Jdt 13, 18)- y la bendición de Santa Isabel -Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre (Lc 1, 42)-. Sobre el uso del libro de Judit en la liturgia de las fiestas de Nuestra Señora véase la nota a Jdt 9, 1-14.
Jdt 14, 1-10. Los acontecimientos narrados en la parte central de esta obra han venido a confirmar la verdad de las palabras de Ajior, el amonita (cfr Jdt 5, 6-19). Ahora, cuando la narración se acerca a su final, aparece de nuevo Ajior que, al enterarse de lo sucedido, creyó en Dios y decidió incorporarse al pueblo que goza de tal favor divino.
Jdt 14, 11-Jdt 15, 7>. El ejército que había recorrido un largo camino triunfal y se encontraba preparado para atacar a los israelitas (Jdt 5, 1ss.), se deshace en desbandada ante el poder del Dios de Israel que ha dado muerte a su general por medio de una mujer. Cada cual huyó como pudo. Los israelitas los persiguieron y lograron una gran victoria y un espléndido botín. La fuerza de los poderosos que confiaba en sus recursos humanos quedó deshecha por el poder del Señor. De Judit se ha alabado su valor, pero también su sabiduría: Pues con su mano vencería solamente a Holofernes, mientras que con la inteligencia venció a un ejército de enemigos. En efecto, habiendo levantado la cabeza de Holofernes -cosa que la sabiduría de los hombres no fue capaz de pensar-, levantó el ánimo de los suyos y quebrantó el de sus enemigos, incitando a los suyos con el sentido del honor, infundiendo terror en los enemigos, que por esto fueron vencidos y puestos en fuga. Así la templanza y la sobriedad de una sola viuda no sólo vencieron su propia naturaleza, sino -lo que es más importante- hizo también más fuertes a los hombres (S. Ambrosio, De viduis 7, 41).
Jdt 15, 8-Jdt 16, 25. El libro de Judit había comenzado describiendo la exaltación orgullosa de Nabucodonosor. La acción de Dios por medio de Judit puso fin a su engreimiento. El libro concluye con la exaltación de Judit, la viuda humilde que puso sólo en Dios su confianza (vv. 21-24). San Ambrosio ensalza la vida sencilla y ordinaria que llevó Judit en sus últimos días: No abandonó su fidelidad a la viudez, sino que despreciando a todos los que querían casarse con ella, se quitó el vestido de fiesta y se volvió a poner el de viuda, y ni siquiera apreció los adornos de sus triunfos, estimando que aquellos con los que se vencen los vicios del cuerpo son mejores que aquellos con los que se derrotan las armas de los enemigos (De viduis 7, 42).
A la luz del Nuevo Testamento se entiende con mayor claridad la lógica de Dios que este libro refleja: el Señor derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes (Lc 1, 52), pues, como enseñó Jesús, todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado (Mc 14, 11; Lc 18, 14; Mt 23, 12).
Jdt 16, 1-17. El cántico de Judit es una de las más bellas piezas poéticas del Antiguo Testamento por la riqueza de las imágenes y la profundidad del contenido. Se pueden distinguir cuatro partes: introducción, con la invitación a alabar a Dios y un breve resumen de los motivos de acción de gracias (vv. 1-2); exposición de los acontecimientos, desde la invasión asiria hasta la victoria conseguida por Judit (vv. 3-12); canto de alabanza a Dios por sus maravillas (vv. 13-15); invitación a la confianza y amonestación a los enemigos de Israel (vv. 16-17).
El himno comienza de modo similar a los Salmos de alabanza y acción de gracias (cfr Sal 81, 2-4; Sal 149, 1-3). Los tambores (literalmente tímpanos) y los platillos se mencionan también en el Sal 150, 4-5. Su música servía como acompañamiento festivo del canto.
La expresión Dios que quiebra las guerras (v. 2), indica el poder divino que derrota al enemigo en la batalla. Es éste un atributo de Dios mencionado en algunos Salmos (cfr Sal 46, 10; Sal 68, 31; Sal 76, 4) y que Judit ya había empleado en su oración (cfr Jdt 9, 7).
La parte final del himno presenta muchos paralelismos con otros textos poéticos del Antiguo Testamento. Son varios, por ejemplo, los Salmos que empiezan con un exhortación a entonar un cántico nuevo a Dios (Sal 33, 3; Sal 95, 1; Sal 96, 1; Sal 144, 9; Sal 149, 1). Además, la exaltación de Dios creador se encuentra en muchos lugares con acentos parecidos, por ejemplo en Sal 86, 10; Sal 148, 5 y sobre todo en los Sal 33, 6-9 y Sal 104, 1-8.29-30.
Est 1, 1a-1k. El recurso a sueños o visiones como manifestación del designio divino es característico del género apocalíptico, género que se emplea en éste y en otros libros de la Sagrada Escritura. El sueño de Mardoqueo anticipa veladamente el contenido de todo el libro y deja en el lector la incertidumbre sobre qué se ha querido manifestar con él. La duda se irá desvelando progresivamente, y no se dará la clave completa hasta el final, cuando se ofrezca la interpretación del sueño (Est 10, 3b-3k). Poco a poco se sabrá que los gritos y la confusión aluden a un gran combate. También se irá aclarando a qué se refiere esa fuente sencilla que acaba convirtiéndose en un río que se desborda, quiénes son los dragones que pelean, cómo luchan y quién acaba por imponerse. Sin embargo, es preferible no adelantar acontecimientos para que la lectura del libro conserve el interés que suscita.
Est 1, 1-22. Comienza a dibujarse uno de los contendientes en la batalla a la que aludía el sueño de Mardoqueo (Est 1, 1c-1f). Se trata de un reino con un gran poderío humano. Se describe el más amplio escenario geográfico de todo el Antiguo Testamento: desde la India hasta Etiopía, más allá del Alto Egipto. El número de ciento veintisiete provincias testimonia su gran extensión (doce por diez, más siete, números todos ellos de plenitud). Su riqueza también parece inconmensurable a juzgar por la calidad y duración del banquete organizado por quien lo gobierna, así como por la cantidad de invitados, la riqueza del palacio, el lujo de las vajillas y la abundancia de bebida.
El rey de tan fastuoso reino es Asuero (Jerjes), un monarca caprichoso y temible. Llegada la fiesta a su plenitud, la fantasía del rey se enciende por la abundancia del vino y manda llamar a su esposa Vasti, para mostrar su belleza a los invitados. Cuando la reina se niega a comparecer Asuero se enfurece. Tanto sus reacciones como las sugerencias de sus consejeros manifiestan costumbres muy rudimentarias y un marco legal muy poco flexible. La petición del rey refleja la superficialidad y las veleidades de un potentado caprichoso (v. 11). El consejo de sus asesores no apunta a buscar la verdad de las cosas, sino a dejar patente su prepotencia y su sumisión al monarca.
Tal es la descripción del primer contendiente: terrible, sumamente poderoso y arbitrario, muy peligroso para hacerle frente.
Est 2, 1-18. En medio de esa nación poderosa habitan gentes de un pueblo humilde y oprimido: los judíos que habían sido deportados de su tierra y vivían lejos de ella, dispersos por las provincias del gran reino. Y en ese pueblo hay una muchacha que no tiene ni puede nada: Ester, huérfana de padre y madre, educada por su tío Mardoqueo. Tiene en su sencillez el esplendor y la belleza del agua que brota entre las rocas. Ella es la pequeña fuente de la que hablaba el sueño (Est 1, 1h).
El contraste entre el poderío del gran reino y la desprotección de los judíos es muy fuerte. Son dos contendientes que nunca podrían entablar un combate equilibrado si se atiende a los recursos de unos y otros. Sin embargo detrás de los judíos, en su humildad, hay algo (que todavía no se explicita en el relato) que les hace encontrar el favor de las gentes. De este modo Ester, que renunció a pedir nada del monarca cuando fue llamada a su presencia, le cayó en gracia al rey y fue honrada con la diadema real.
Los nombres de Ester y Mardoqueo no son hebreos sino babilónicos, relacionados con los dioses Istar y Marduc. Tener nombres extranjeros era algo habitual entre los judíos de la diáspora (cfr Dn 1, 7). Además de esos nombres solían tener otro nombre judío. Ester se llama también Hadasá (v. 7), palabra hebrea que significa mirto, arbusto.
Est 2, 19-23. Mardoqueo es, en este libro, el prototipo del judío, cuya característica es la sabiduría y la discreción, capaz de descubrir las maniobras criminales de los cortesanos persas. Ester se ha mantenido fiel a su pueblo y, a pesar de su posición en el palacio real, sigue ateniéndose a los consejos de Mardoqueo. Éste, por su parte, no la abandona, y está al tanto de todo lo que le sucede.
Est 3, 1-6. Amán es el paradigma del enemigo de los judíos, a los que aborrece y combate con saña irracional. El texto sagrado lo presenta altivo y soberbio: se goza en recibir la adoración de la gente y se enfurece contra Mardoqueo porque no se digna doblar la rodilla ante él.
La reacción de Mardoqueo es de exquisita fidelidad a Dios -porque sólo a Él puede tributarse adoración-, y a la Ley mosaica, que prohibía dar culto a ninguna criatura (Ex 20, 4). Con esta actitud Mardoqueo arriesgaba su posición social y aun su propia vida, pero prefirió poner la lealtad a Dios por encima de cualquier valor humano. También hoy, en la realidad de su vida concreta en medio del mundo, los miembros del pueblo de Dios se ven obligados a asumir en conciencia decisiones que necesariamente llamarán la atención en el ambiente paganizado en que viven y que tal vez les traigan dificultades. Pero no por eso han de retraerse de tener un comportamiento cabal: Cuando está en juego la defensa de la verdad, ¿cómo se puede desear no desagradar a Dios y, al mismo tiempo, no chocar con el ambiente? Son cosas antagónicas: ¡o lo uno o lo otro! Es preciso que el sacrificio sea holocausto: hay que quemarlo todo…, hasta el “qué dirán”, hasta eso que llaman reputación (S. Josemaría Escrivá, Surco, 34).
Conforme a la trama general del libro anticipada en el sueño de Mardoqueo, una vez presentados los protagonistas de la contienda, comienza a vislumbrarse la persecución que se abate sobre los judíos: la lucha entre los dragones enormes (Est 1, 1d) ya está planteada. Frente a frente se encuentran Amán y Mardoqueo. Amán es llamado el agaguita (v. 1), esto es, de la estirpe de Agag, el amalecita. Por su parte, Mardoqueo es hijo de Quis, de la tribu de Benjamín (Est 2, 5), lo mismo que Saúl (1S 9, 1-2). En el trasfondo de la confrontación late la victoria de Saúl sobre Agag, rey de los amalecitas, narrada en el primer libro de Samuel (cfr 1S 15, 7-9). Se deja abierto así un atisbo de esperanza. La lucha entre israelitas y amalecitas alude, de acuerdo con el género apocalíptico del relato, a la confrontación entre el pueblo de Dios y los poderes de este mundo.
Est 3, 7-15.a. Comienza el combate (Est 1, 1e). Amán convenció al rey para que le otorgara un poder total, con intención de exterminar al pueblo que aborrecía. Se cursó a los gobernadores de todas las provincias una carta por la que se decretaba que todos los judíos debían ser exterminados el mismo día. La fecha fue fijada por sorteo: el día trece del mes de Adar. Aparece así en el horizonte el significado de lo que el sueño había anunciado: Todas las naciones se reunieron en un día de tinieblas y oscuridad (Est 1, 1e-1f).
La discrepancia sobre la fecha en el v. 13f obedece probablemente a la compleja transmisión textual que ha tenido el libro, quizá también por influencia de lo narrado en Est 9, 18.
Los argumentos esgrimidos para justificar el genocidio coinciden con los de otros libros de la época en que se escribe éste, como Daniel, Judit, Sabiduría: los judíos son un pueblo que vive diseminado entre las gentes, con costumbres diferentes (vv. 8 y 13d; cfr Dn 3, 10-12; Sb 2, 13-15). Sin embargo, lo que a sus enemigos parece reprobable es motivo de orgullo para el pueblo elegido: su singularidad es consecuencia de haberse mantenido fieles a Dios y a su Ley, sin miedo a ser señalados como extraños por no amoldarse a los modos de hacer de la mayoría (cfr nota a Nm 15, 37-41). Las motivaciones de sus enemigos no difieren mucho de los prejuicios antisemitas surgidos en numerosas ocasiones a lo largo de la historia hasta épocas recientes: La Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los Judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los Judíos (Conc. Vaticano II, Nostra aetate, 4).
Se advierte en el texto el contraste entre la confusión y dolor que la noticia provoca en los judíos, con la despreocupación de sus enemigos que continúan con sus banquetes y excesos en el palacio real (v. 15a). La historia de la salvación mostrará cómo se avanzará hasta hacer realidad las bienaventuranzas e imprecaciones que proclamaría nuestro Señor: Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis (Lc 6, 21), pero ¡ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! (Lc 6, 25).
Est 3, 15b-15i. Cuando la noticia del decreto urdido por Amán iba difundiéndose hubo una enorme agitación entre los habitantes de la tierra; y temiendo su propia ruina clamaron a Dios (Est 1, 1f-1g). El sueño de Mardoqueo se sigue desvelando, y ahora se da noticia de ese clamor de oraciones que se dirige hacia Dios: por parte de los judíos (vv. 15b-15i), por parte de Mardoqueo que avisa a Ester (Est 4, 1-17) y ora al Señor (Est 4, 17a-17m), y por parte de Ester (Est 4, 17n-17kk).
La oración de los judíos, atestiguada sólo por algunas versiones antiguas, está llena de sencillez y confianza en Dios. Reconocen la soberanía divina sobre todas las cosas y confiesan sus propias infidelidades, admitiendo que Dios no sería injusto si los abandonara, pero se acogen confiadamente a su misericordia. La humildad es la base de la oración (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559), y la petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cfr el publicano: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”: Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cfr 1Jn 1, 7-1Jn 2, 2): entonces “cuanto pidamos lo recibimos de él” (1Jn 3, 22) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2631).
Est 4, 1-17. Mardoqueo, al conocer la noticia de la desgracia que se cernía sobre él y su pueblo, hizo penitencia y a la vez ejercitó su iniciativa para buscar soluciones al problema. Para eso recurrió a Ester. Hizo valer su autoridad moral para que la joven accediese a asumir esa misión: le hace reflexionar sobre la responsabilidad de estar en un puesto influyente (vv. 12-14). Una persona que no pudiese hacer nada podría desentenderse de intervenir directamente en una cuestión tan delicada, pero ella, que tenía al menos una posibilidad de terciar ante el rey para impedir esa injusticia, no podía inhibirse. La petición de Mardoqueo a Ester es una invitación a muchas personas con posibilidades de influir en la vida pública para que intervengan en defensa del bien común. Es de esperar que todos aquéllos que, en una u otra medida, son responsables de una “vida más humana” para sus semejantes -estén inspirados o no por una fe religiosa- se den cuenta plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas, y con la naturaleza, y ello en función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo “de todo el hombre y de todos los hombres”, según la feliz expresión de la Encíclica Populorum Progressio (Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, 38).
La petición de Mardoqueo a Ester suponía arriesgar la propia vida para intentar salvar la de todo su pueblo. Ella accedió, poniendo toda su confianza en Dios. Por eso, antes de que llegase el momento de presentarse ante el rey, discurrió sobre el mejor modo de hacerlo, rezó, ayunó e hizo penitencia, y pidió a los demás que con sus ayunos intercedieran por ella ante el Señor.
Est 4, 17a-17m. La plegaria de Mardoqueo recuerda varios Salmos y otras oraciones del Antiguo Testamento. Proclama el poder del Señor y su dominio sobre todas las cosas (cfr 2Cro 20, 6-7), que tiene como fundamento el hecho de la creación (cfr Is 40, 21-26), y que ha manifestado en todos los momentos de la historia de la salvación. Lo invoca con la confianza de que seguirá cuidando de su pueblo como ya lo hizo con Abrahán, Isaac y Jacob, y con aquellos a los que libró de Egipto.
Sin embargo, a diferencia de otras plegarias del Antiguo Testamento, habla de sus sentimientos personales. Expone ante el Señor que su negativa a adorar a Amán fue hecha con rectitud de intención, buscando solamente la gloria del Señor y no la notoriedad personal.
En la oración de Mardoqueo, lo mismo que en la de Ester que sigue a continuación, se advierte un tono de familiaridad y confianza en el trato con Dios mayor de lo que es habitual en las oraciones más antiguas del Antiguo Testamento. No sólo se recuerdan sus gestas en favor del pueblo, o se hacen peticiones en favor propio o de toda la comunidad (vv. 17d-e.k-m), sino que también se comentan, ponderándolas en su presencia, las propias acciones personales abriendo la intimidad del alma (vv. 17f-h). Esta actitud llegaría a su plenitud con Jesucristo y su invitación a tratar a Dios como Padre.
Est 4, 17n-17k. La oración de Ester es una muestra del nuevo tono de oración confiada que se advierte en el libro, cercano ya al estilo del Nuevo Testamento. La repetición de un estribillo intercalado entre los recuerdos de algunas intervenciones salvadoras de Dios, a modo de letanía, recuerda la forma del Salmo 136. Ester se expresa con sencillez implorando el auxilio de Dios, con la confianza de que quien ha hecho tanto por su pueblo a lo largo de la historia no lo dejará desamparado en esa ocasión.
Est 5, 1-14. La pequeña fuente del sueño de Mardoqueo creció hasta hacerse un gran río, cuyo enorme caudal se desbordó (Est 1, 1h). Como ya se indicó (cfr nota a Est 2, 1-18), esa fuente representa a Ester. Gozaba del favor de Dios y creció hasta ser admitida en el aula real. Ahora, apoyada en su oración y en la plegaria de su pueblo, llega el momento de que su acción benéfica se desborde.
A diferencia de los demás añadidos griegos en otras partes del libro, en este caso (vv. 2a-p) el texto griego no es una adición que completa el texto hebreo (vv. 1-2), sino que lo integra y lo desarrolla con mucho más dramatismo y detalle. Siguiendo a la Neovulgata, dejamos los dos textos, aunque con ello se siga cierta repetición de la escena.
Lo que constituye la clave para entender el pasaje es que Dios mudó en dulzura el ánimo del rey (v. 2g). Queda claro que la intervención de Dios es ya una respuesta a la oración de Ester. San Agustín, viendo en este relato el cumplimiento de las palabras de Ester en Est 4, 17g, reflexiona sobre la eficacia de la oración para que Dios mueva los corazones de la criatura humana: ¿Para qué habría dirigido esta oración a Dios, si Dios no moviera la voluntad en el corazón de los hombres? Pero podría ser que esta mujer hubiese orado en vano. Veamos si se trató de una vana aspiración de quien oraba, y por eso no tuvo efecto su petición. Pues resulta que se dirigió hacia el rey. No nos extenderemos: puesto que, impulsada por tan gran necesidad, se presentó ante él al margen de lo previsto, él la miró, como está escrito, como un toro enfurecido. La reina se llenó de miedo y se demudó su semblante y apoyó su delicada cabeza sobre quien la precedía. Y el Señor lo cambió, y transformó su indignación en dulzura. Para qué recordar lo que sigue, pues la Escritura testifica que Dios cumplió lo que ella le había pedido moviendo la voluntad en el corazón del rey, de modo que dio orden de que se hiciera lo que la reina le había pedido (S. Agustín, Contra duas epistolas pelagianorum 1, 20, 38).
Est 6, 1-14. Cuando se acercó el momento culminante de la narración, simbolizado en el sueño de Mardoqueo por la lucha entre los dos grandes dragones, despuntaron la luz y el sol (Est 1, 1i). Los justos habían puesto su confianza en el Señor, de acuerdo con la recomendación del Salmo: Encomienda al Señor tu camino, confía en Él, que Él actuará, y hará despuntar tu justicia como la aurora, y tu derecho como la luz del mediodía (Sal 37, 5-6). Sus plegarias y su penitencia han sido atendidas.
La intervención de Dios en favor de su pueblo, siempre de modo muy discreto, comienza a manifestarse. El insomnio del rey y la lectura del libro en el que se recordaban las gestas de su reinado fueron la ocasión para que se le iluminara la idea de ensalzar a Mardoqueo por el favor que éste le había prestado. De este modo comienza a ceder el poder de Amán mientras Mardoqueo aumenta en consideración ante el monarca.
El relato ridiculiza la soberbia de Amán, que piensa que es el único digno de ser apreciado por el rey, y que se ve humillado al tener que proclamar la grandeza de aquel a quien aborrecía. El pasaje es un buen ejemplo de lo que enseñó nuestro Señor: El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado (Mt 23, 12).
Est 7, 1-10. La lucha del pueblo de Dios por defenderse de sus adversarios, personificados en Amán, llega a su punto decisivo. Ester tenía perfectamente preparados su banquete y su estrategia: llega el momento de presentar al rey su petición y desenmascarar a su enemigo. Lo hace con tal convicción que el rey cae en la cuenta de la maldad de Amán, y lo condena a muerte.
La justicia se acaba imponiendo, y el que había maquinado planes siniestros para dar muerte humillante a Mardoqueo es colgado en la misma horca que le había preparado. Se cumplen así las palabras del Salmo: Los impíos perecerán; los enemigos del Señor se marchitarán como el lustre de los prados, se desvanecerán como el humo (Sal 37, 20).
Est 8, 1-17. En contraste con la caída en desgracia de Amán se produce la exaltación de Mardoqueo. Sin embargo, según las costumbres del imperio persa, los decretos del rey son irrevocables; nadie, ni el propio soberano puede cambiarlos. Por eso, no le es posible a Asuero acceder a la petición de Ester de que se derogue el decreto preparado por Amán en el que se fijaba la fecha para eliminar a los judíos. En cambio, les deja libertad para que preparen unos nuevos decretos que autoricen a los judíos a defenderse y a dar muerte a sus perseguidores (v. 11). Los decretos son enviados con presteza a todas las provincias.
Est 9, 1-19a. Al final de su sueño Mardoqueo había visto que los humildes se alzaron y devoraron a los soberbios (Est 1, 1i). Las cartas con los decretos llegan a tiempo a su destino, y el que había de ser para ellos día de llanto se torna en día de gloria. En el relato se exagera el número de las víctimas.
Dentro de la crudeza de la escena se justifica que los judíos actuaron para defenderse y no se aprovecharon de su victoria para enriquecerse; por eso no se apropiaron de las posesiones de sus víctimas (cfr vv. 10.15.16). Este detalle es significativo si se tiene en cuenta que en el trasfondo de la lucha está la batalla entre Saúl y Agag (cfr nota a Est 3, 1-6); en aquella batalla Saúl y sus hombres se quedaron con el botín y por eso fueron rechazados por Dios (cfr 1S 15, 7-23); pero ahora los miembros del pueblo de Dios se guardan mucho de hacerlo. De este modo se marca también el contraste entre ellos y sus enemigos: Amán calculaba obtener del saqueo de los judíos una suma enorme de dinero, diez mil talentos de plata (un talento de plata podía ser equivalente al salario de un trabajador durante todo un año), que se quedaría para sí mismo con el beneplácito del rey (cfr Est 3, 9-11). En cambio, los judíos no se quedaron con nada.
Así como el Señor había manifestado su poder en favor de su pueblo en otras ocasiones, también ahora les proporciona una victoria sonada sobre sus perseguidores. Se hace realidad, una vez más, que el Señor salva a los justos, Él es su refugio en tiempo de angustia; el Señor los socorre y los libera, los libra de los impíos y los salva, porque en Él buscaron refugio (Sal 37, 39-40). Y por eso Ester es alabada: Ester, la perfecta por su fe, para salvar a las doce tribus de Israel que iban a ser aniquiladas (…), por su ayuno y humillación suplicó al Señor que todo lo ve, al Dios de los siglos, que viendo la humildad de su alma, libró al pueblo por el que ella se había arriesgado (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 55, 6).
Est 9, 20-32. Cuando Amán decidió el exterminio de los judíos, recurrió a las suertes para determinar el día en que se habría de llevar a cabo la ejecución, y salió el día trece del mes de Adar (Est 3, 7). La suerte, o sorteo, en lengua babilónica se dice pur (en plural purim). Precisamente en la fecha que salió en ese sorteo fue en la que los judíos tomaron venganza de sus enemigos. Al día siguiente lo celebraron con banquetes y festejos en todos los lugares, excepto en Susa donde la venganza se prolongó durante dos días (Est 9, 17-18).
Así se explica el origen de la fiesta de los Purim que celebran los judíos todos los años durante los días catorce y quince del mes de Adar. Son días de fiesta popular, en los que hay banquetes e intercambio de regalos.
Est 10, 3b-3l. El libro termina exponiendo la interpretación del sueño de Mardoqueo con el que había comenzado. Ahora ya queda claro que el tema de fondo es la persecución que los judíos padecieron por su fidelidad al Dios Único, y la protección que Dios les dispensa. Los gritos que aparecían en el sueño aluden a la lucha entre los judíos y sus enemigos. Las figuras más significativas en ese combate, Mardoqueo y Amán, están representadas por los dragones. Cuando el pueblo clamó ante su Señor, éste hizo que una muchacha humilde fuera engrandecida, como la pequeña fuente que llega a ser un río fuera de cauce. Finalmente, la gente sencilla del pueblo de Dios terminaría por tomar venganza de sus perseguidores.
Con rasgos propios del género apocalíptico el texto sagrado enseña que Dios escucha las súplicas de los suyos cuando lo invocan con humildad, e interviene en la historia para salvar de las tribulaciones que sobrevengan a quienes le son fieles.
El v. 3l figura como colofón en el texto griego, pero no ha sido recogido por la Neovulgata.
1M 1, 1-64. El pueblo judío hubo de soportar la terrible prueba de la dominación griega. Durante ésta se mantuvo fiel a la Alianza que Dios estableció con los Patriarcas, defendiéndola frente a la religión y cultura griegas que se imponían con fuerza en todo el Oriente conquistado por Alejandro Magno. Las costumbres paganas se introdujeron en Jerusalén y en Judá. A ello contribuyeron dos factores: la infidelidad de muchos judíos a su propia religión atraídos por la novedad y esplendor que aportaba la cultura helenística, y el intento de Antíoco Epífanes de dar unidad política a sus territorios mediante la imposición de la civilización y la religión griega. Para conseguir este objetivo Antíoco atacó los tres pilares en los que se apoyaba la religión judía: el Templo de Jerusalén; las costumbres religiosas, especialmente la circuncisión y la guarda del sábado; y los libros de la Ley de Moisés. Humanamente parecía inevitable la desaparición del judaísmo o su simbiosis con el modelo griego, como sucedió en el resto de los pueblos influidos por el helenismo. Pero no fue así: Israel mantuvo su identidad religiosa gracias a una especial providencia divina, para poder, de esta forma, seguir siendo el pueblo elegido del que nacería el Mesías, Jesucristo. Ésta es la enseñanza de los libros de los Macabeos que fue percibida en la tradición de la Iglesia al aceptarlos como parte de la Sagrada Escritura. San Agustín, al hablar de ellos, es consciente de que los hebreos no tienen estos libros en el mismo rango que la Ley, los Profetas y los Salmos, pero no han sido recibidos por la Iglesia inútilmente, si se leen o se escuchan con serenidad, en especial lo referente a los mismos Macabeos que, por la ley de Dios, como verdaderos mártires padecieron cosas tan indignas y horrendas (S. Agustín, Contra Gaudentium 1, 31, 38).
1M 1, 1-10. Como tierra de Quitim (en griego khettiim) se entiende originariamente el país de Chipre, pero se aplica también a Grecia y Macedonia. Alejandro Magno murió en Babilonia en el año 323 a.C. Sus sucesores, llamados los Diadocos, lucharon entre ellos para apoderarse de las distintas partes del imperio. Egipto quedó en manos de Tolomeo I que fundó la dinastía de los Lágidas. Siria y Babilonia en manos de Seleuco, del que provienen los Seléucidas. Palestina permaneció al principio bajo el dominio de los Lágidas, pero el año 197 a.C., después de la batalla de Panión en la que fue derrotado Egipto, pasó a manos de los Seléucidas. Antíoco IV Epífanes, que era hijo de Antíoco III y hermano de Seleuco IV (cfr 2M 4, 7), había sido entregado por su padre como rehén a los romanos en el tratado de Apamea (188 a.C.). El año ciento treinta y siete, contando a partir del 312 a.C. en que tuvo lugar la fundación de la dinastía seléucida, corresponde al 175 a.C.
1M 1, 11-15. Vivir según las costumbres de los griegos equivalía en aquella situación a abdicar de la fidelidad al Señor y a la Alianza. Los gimnasios estaban presididos por dioses paganos, y hacerse como los gentiles era equivalente a ocultar los signos de la circuncisión cuando realizaban desnudos los ejercicios atléticos. La pertenencia al pueblo de Dios exigía un comportamiento moral distinto del de los gentiles, como lo exige también la pertenencia a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, frente a corrupciones y conceptos de vida contrarios a la ley natural y a la ética cristiana.
Así lo enseñaba San Pablo a los primeros cristianos: Por lo demás, hermanos, os rogamos y os exhortamos en el Señor Jesús a que, conforme aprendisteis de nosotros sobre el modo de comportaros y de agradar al Señor, y tal como ya estáis haciendo, progreséis cada vez más. Pues conocéis los preceptos que os dimos de parte del Señor Jesús. Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación: que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor, sin dejarse dominar por la concupiscencia, como los gentiles, que no conocen a Dios (1Ts 4, 1-5).
Rechazad el engaño -advierte San Josemaría Escrivá- de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error no libera; el único que libera es Cristo (cfr Ga 4, 31), ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida (cfr Jn 19, 6) (Amigos de Dios, 26).
1M 1, 16-28. Antíoco llevó a cabo dos expediciones contra Egipto; y en las dos, a la vuelta, saqueó Jerusalén. La primera, que es la que aquí se narra, tuvo lugar el año 169 a.C. En ella logró considerables éxitos, aunque no consiguió tomar Alejandría. La segunda, que se narra en 2M 5, 1.11-21, ocurrió un año más tarde. Fue en esta última cuando el legado romano le informó de la tutela de Roma sobre Egipto. Entonces Antíoco, retirándose enfurecido, se ensañó contra Jerusalén. En ambas ocasiones se hizo con un abundante botín.
1M 1, 29-40. Comienza ahora la persecución sistemática de los judíos en la propia Jerusalén. Se da muerte indiscriminadamente a la población arrebatándoles sus bienes. Además, una fuerza del ejército de Antíoco se instala en la colina de la parte occidental de la ciudad donde construye una fortaleza, llamada el Acra o Ciudadela, desde la que se dominan el Templo y la parte baja de Jerusalén. El acceso al Templo queda así controlado e impedido (cfr 2M 5, 24-26).
1M 1, 29 Recaudador jefe de impuestos. Quizá haya que leer misarca (cfr 2M 5, 24), título del ejército seléucida. Etimológicamente significa jefe de mercenarios de Misia (región de Asia Menor), en hebreo sar musim o sar misim, que se habría distorsionado en sar missim, jefe de impuestos.
1M 1, 41-53. Hasta este momento los judíos se regían por sus propias leyes que eran al mismo tiempo religiosas y civiles. Antíoco, pretendiendo la unidad política de su imperio, quiere establecer por la fuerza la unidad religiosa. Los judíos que ya se habían dejado llevar por las novedades griegas, no tuvieron inconveniente en aceptar aquellas leyes cuya imposición, según el autor sagrado, se debía a haberlas aceptado antes, y que ahora suponían la apostasía formal de su propia religión. Otros judíos, quizá los más, las acataron por miedo. Y otros, finalmente, los considerados por el autor sagrado como el verdadero Israel (v. 53), tuvieron que ocultarse para poder seguir siendo fieles a su religión.
1M 1, 54-64. Se recuerda con dolor extremo la fecha exacta en que fue erigida en el Templo de Jerusalén un ara, o quizá una estatua, dedicada a Zeus Olímpico: el ocho de diciembre del año 167 a.C. La repulsa que los judíos sintieron hacia tal objeto queda reflejada por el nombre con el que lo designaron: La abominación de la desolación (cfr Dn 9, 27; Dn 11, 31; Dn 12, 11). En esta expresión, tal como rezaría en hebreo, resuena el nombre de Baal de los cielos, el ídolo cananeo que atraía en tiempos antiguos a los israelitas y contra el que lucharon los profetas (cfr 1R 18, 20-40). Pero en sí misma significa, al mismo tiempo, algo abominable que lleva a la perdición total. Es, en definitiva, el símbolo del culto idolátrico que quiere imponerse por la fuerza al culto del verdadero Dios. Nuestro Señor Jesucristo recordará estos hechos usando ese mismo nombre abominación de la desolación para anunciar la tribulación que se abatirá sobre Jerusalén -como efectivamente ocurrió cuando la conquistaron los romanos el año 70 d.C.-, y que será como un signo de las tribulaciones que sobrevendrán al final de los tiempos (cfr Mt 24, 15-25 y par.).
Los sucesos que se narran aquí sucintamente y la violencia de la persecución sufrida por los judíos, así como los ejemplos heroicos de fidelidad, se cuentan con más detalle en 2M 6, 1-11.18; 2M 7, 1-42. Fueron momentos de extrema dureza para Israel en los que se acrisolaba la fidelidad a Dios. Éste es el sentido de las persecuciones que Dios permite, tanto para Israel como luego para la Iglesia.
1M 2, 1-70. Matatías comienza la guerra contra los enviados del rey para defender su religión y su patria, tras darse cuenta de que la huida, la lamentación (vv. 6-14), o la resistencia pasiva como la de los mártires (vv. 29-38) no eran suficientes. La realidad religiosa y la patriótico–política estaban entonces unidas de tal forma que eran inseparables. Por eso la defensa de la religión implicaba en aquel momento la lucha armada. La supervivencia del judaísmo iba unida, dada la política de Antíoco, a la consecución de cierta autonomía y libertad en el ámbito político. La guerra emprendida por Matatías no fue propiamente una guerra santa, orientada a imponer una religión o a destruir a quienes practicaban otra, sino que se trataba de una guerra de defensa de su libertad y de su tierra ante la imposición por la fuerza de una religión ajena. Es un caso, por tanto, de guerra justa.
La Iglesia en su doctrina no ha dejado de recordar a los hombres la necesidad de trabajar por conseguir la paz. Sin embargo, mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 79, 4). Por ello, invita a considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez: que el daño infligido por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; que los restantes medios para ponerle fin hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición. Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la guerra justa (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2308-2309).
1M 2, 1-14. Matatías quizá se había trasladado a Modín, a unos 30 km. al noroeste de Jerusalén, debido a la persecución surgida en esta última ciudad (cfr 1M 1, 53). Su ascendencia sacerdotal (cfr 1Cro 24, 7) es importante, porque legitimará más tarde que su hijo Jonatán asuma el sumo sacerdocio (cfr 1M 10, 20). El sobrenombre de cada uno de los hijos parece que refleja su propio modo de ser: Gadi significa afortunado; Tasí, ardoroso; Macabeo, martillo; Avarán, despierto; y Apfús, inteligente. Sin embargo a los cinco hermanos la tradición los designa como los Macabeos por extensión del sobrenombre de Judas. A los descendientes de éstos se les reconoce como los asmoneos, porque, según el historiador Flavio Josefo, Asmón era un antepasado de Matatías (cfr De bello Iudaico 1, 36), quizá el padre de su abuelo Simón (cfr Antiquitates Iudaicae 12, 265).
1M 2, 15-28. La acción de Matatías, ciertamente brutal en sí misma, adquiere aquí un significado especial pues viene a legitimar su liderazgo y el de sus descendientes en la liberación de Israel. Matatías era una persona notable por su condición sacerdotal, y su comportamiento podía arrastrar a muchos. Aquí representa en cierto modo al pueblo. Él no sólo no sucumbe a la tentación de una promoción social y de ventajas económicas a cambio de ser infiel a su conciencia y religión (cfr vv. 17-22), sino que da muestras de actuar como salvador del pueblo. En efecto, su acción es comparada a la de Pinjás (en griego llamado Finés), aquel sacerdote que, según se cuenta en Nm 25, 6-15, traspasó con su lanza a un judío y a una mujer madianita, y, al instante, cesó la cólera de Dios sobre Israel. Por eso Dios concedió a Finés una alianza de paz y le prometió un sacerdocio perpetuo (cfr v. 54). Además Dios dispuso entonces que los judíos atacasen a los madianitas y les vencieran. La memoria de Pinjás estaba viva en la tradición judía (cfr Sal 106, 28-31; Si 45, 23). Aunque el autor sagrado no lo dice expresamente, la comparación con Finés deja entrever que también el sacerdote Matatías se convierte en portador de una alianza con Dios y en salvador del pueblo.
Tanto a Finés como a Matatías les movía el celo por el Señor y por su Ley (vv. 24.26-27; Nm 25, 11). Aunque su forma de actuar sólo es comprensible en aquella época antigua, pues hoy en día ya no es aceptable, sí siguen siendo ejemplo de su celo por Dios y por las cosas de Dios (cfr Orígenes, Commentarii in Epistulam ad Romanos 8, 1). También nuestro Señor Jesucristo sentirá el celo por la casa de Dios, el Templo, y realizará un acto simbólico de violencia contra quienes lo profanaban (cfr Jn 2, 17; Sal 69, 10). Es el celo que ha de llevar al cristiano a la santa intransigencia. Sé intransigente en la doctrina y en la conducta. -Pero sé blando en la forma. -Maza de acero poderosa envuelta en funda acolchada. Sé intransigente, pero no seas cerril (S. Josemaría Escrivá, Camino, 397).
1M 2, 29-48. cfr 2M 6, 11. La defensa de la propia vida estaba por encima del precepto sabático. Así lo mostrará más tarde nuestro Señor Jesucristo cuando cure en sábado (cfr Mt 12, 9-14 y par.), y proclame que el sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado (Mc 2, 27).
1M 2, 42 El término asideos significa fieles, leales o piadosos. Con este término aquí se designa a un grupo distinto del de los seguidores de Matatías y que, al parecer, ya existía antes. Éstos no provocan la revuelta, pero se unen a los Macabeos (cfr 2M 14, 6). Sin embargo conservan su propia identidad (cfr 1M 7, 13) y de ellos procederá después el grupo de los fariseos y probablemente también el de los que se retiraron a Qumrán.
1M 2, 49-70. Como Jacob (cfr cap. Gn 49), Josué (cfr Jos 24, 1-24), Samuel (cfr 1S 12, 1-25) o David (cfr 1R 2, 1-9), Matatías, antes de morir, deja a sus hijos su testamento espiritual. Les recuerda los ejemplos de personas ilustres en la historia del pueblo que mejor convenían a aquella situación, y les exhorta a mantener el celo por la Ley de Dios y la confianza en la ayuda divina, así como la unidad entre ellos. Éstos serán los medios para alcanzar la victoria. Matatías, sin embargo, piensa todavía según la ley del talión (cfr v. 68), que quedó abolida por nuestro Señor Jesucristo (cfr Mt 5, 28-42).
1M 2, 52 San Pablo y Santiago recuerdan este mismo hecho de la vida de Abrahán (cfr Rm 4, 3; St 2, 23), si bien lo hacen citando literalmente Gn 15, 6: Abrahán creyó en el Señor, quien se lo contó como justicia. El autor de 1M resalta que Abrahán fue fiel en la prueba a la que Dios le sometió; San Pablo, en cambio, acentúa que lo que justificó a Abrahán fue su confianza en Dios; y Santiago, por su parte, dice que la fe de Abrahán se manifestó en su forma de obrar. Son tres aspectos de la fe inseparables entre sí: fidelidad, confianza y obras que la muestren.
1M 3, 1-1M 9, 22. Al morir Matatías Judas toma el mando militar (cfr 1M 2, 66). Comienza por enfrentarse y vencer a los jefes de las tropas sirias destacadas en Judea (1M 3, 10-26). Este hecho provoca que Antíoco envíe contra Jerusalén a dos de sus mejores generales, Nicanor y Gorgias, que son vencidos por Judas cerca de Emaús (1M 3, 27-1M 4, 25). Entonces interviene Lisias, jefe supremo del ejército; pero al comprobar el coraje de los judíos, se retira a Antioquía para reclutar más gente (1M 4, 26-35). Judas aprovecha aquel respiro para purificar el Templo y reanudar el culto (1M 4, 36-61). Además emprende unas campañas fuera de Judea para ayudar a los judíos que vivían en aquellas regiones y asegurar su posición (1M 5, 1-68). Entretanto muere Antíoco Epífanes y le sucede su hijo Antíoco V Eupátor (1M 6, 1-17); es el año 164 a.C. Ante el intento de Judas de apoderarse de la Ciudadela, el rey envía el grueso de su ejército contra Jerusalén (1M 6, 18-42). Judas no puede detenerlo y se repliega en la Ciudad Santa donde queda asediado (1M 6, 47-54). Pero los acontecimientos en Antioquía -Filipo quiere hacerse con el poder- obligan a Lisias a volver precipitadamente ofreciendo un tratado de paz a Judas (1M 6, 55-63). El año 162 a.C. Demetrio se hace con el trono de Siria, y el partido prohelenista de Jerusalén consigue que nombre sumo sacerdote a Alcimo, que intenta imponer la política de los seléucidas de Siria (1M 7, 1-20). La reacción de Judas contra Alcimo y los suyos hace que el rey envíe de nuevo a Nicanor con un gran ejército, pero es derrotado por Judas (1M 7, 21-50). Éste, temiendo represalias, acude a los romanos (1M 8, 1-32); Demetrio, sin embargo, vuelve al ataque y Judas muere en la batalla (1M 9, 1-22).
Tal es la sucesión de los hechos que presenta la primera parte de 1M. Pero en realidad, viendo el distinto orden en que aparecen en 2M (cfr 2M 9, 1-29; 2M 10, 1-8; 2M 11, 1-15), y atendiendo a la lógica de los acontecimientos, todo parece indicar que Antíoco Epífanes murió cuando Lisias estaba sitiando Jerusalén, lo que obligó a Lisias a volver a Antioquía y ofrecer la paz a Judas. Será entonces, cuando éste consiga cierta libertad religiosa para los judíos (1M 6, 55-63), y cuando se lleve a cabo la purificación del Templo (1M 4, 36-61; 2M 10, 1-8). Tanto 1M como 2M alteran, cada uno a su manera, el orden de los sucesos. 1M lo hace con el fin de mostrar que la purificación y la dedicación del Templo se debió a las victorias de Judas, y no tanto a una paz otorgada por necesidad de parte de Lisias (1M 4, 26-61). 2M altera a su vez el orden cronológico, con el fin de resaltar que Dios quiso que el Templo fuera purificado tras la muerte del tirano (2M 9-10). Por otra parte, retrasando la muerte de Antíoco Epífanes a un tiempo posterior a la purificación del Templo, 1M la une a la sucesión de su hijo en el trono (1M 6, 1-17). Con todo, no es fácil explicar los cambios de orden cronológico que aparecen en los libros de los Macabeos. Para sus autores ese orden era secundario, porque su propósito era ensalzar a Judas y mostrar sus gestas en la causa de la liberación del Templo y del pueblo.
1M 3, 3-9. Judas es alabado por dos cosas: por perseguir y eliminar a los judíos apóstatas, y por liberar al pueblo del poder seléucida. En la loa parece predominar la primera, y se presenta esa purificación del pueblo como causa de que cesara la cólera de Dios sobre Israel (v. 8; cfr 1M 2, 27). La forma en que se realiza aquella purificación persiguiendo y dando muerte a los apóstatas, sólo es explicable en aquella situación histórico–religiosa. El celo por la santidad de la comunidad, sin embargo, es un aspecto positivo permanente.
1M 3, 10-26. Según Flavio Josefo, la batalla contra Apolonio, gobernador de Samaría, tuvo lugar un poco al norte de Jerusalén. Bet-Jorón, en cambio (v. 24), está situada a unos 8 km. al noroeste de la capital. El autor sagrado resalta la inferioridad militar de Judas y la confianza de éste en el Señor. También los motivos que conducen a la lucha a los dos contendientes son distintos (vv. 18-22). La actitud de Judas preludia la actitud del cristiano que tras la muerte de Cristo se sabe vencedor: Recordad qué advertencias da a los suyos Cristo, el Señor, en el Evangelio; recordad que el Rey de los mártires es quien equipa a sus huestes con las armas espirituales, quien les enseña el modo de luchar, quien les suministra su ayuda, quien les promete el remedio, quien, habiendo dicho a sus discípulos: “En el mundo tendréis luchas”, añade inmediatamente, para consolarlos y ayudarlos a vencer el temor: “Pero tened valor: Yo he vencido al mundo” (S. Agustín, Sermones 276, 1).
1M 3, 27-1M 4, 25. De la lucha de guerrillas se pasa ahora a una batalla en toda regla entre ejércitos organizados. El autor sagrado se detiene en explicar las circunstancias y preparativos de la batalla: la crisis financiera de Antíoco a causa de la guerra judía (vv. 28-37), la organización del ejército sirio (vv. 38-41), la preparación del ejército de Judas (vv. 42-60), y el desenlace a favor de los judíos (1M 4, 1-25).
1M 3, 28-37. El viaje de Antíoco a Persia, región que pertenecía a su imperio, puede estar relacionado no tanto con la recogida de impuestos cuanto con la reconquista de Armenia, que se había hecho independiente. 1M sin embargo entiende que el principal y único problema del rey es Israel (v. 36).
1M 3, 38-41. Tolomeo era el gobernador de Celesiria y Fenicia; Gorgias, un general del ejército con gran experiencia; Nicanor, al parecer, el superintendente general que financiaba y dirigía la operación (cfr 2M 8, 8-11). Emaús estaba a unos 30 km. al oeste de Jerusalén. No es probable la identificación de esa plaza con el Emaús del Nuevo Testamento, que está a unos 10 km. de Jerusalén.
1M 3, 42-60. El ejército de Israel se preparaba para la batalla con lamentaciones, penitencias y oración. Como no podían acudir al Templo, lo hacen en Mispá, lugar de oración en el pasado (cfr Jc 20, 1), a 15 km. al norte de Jerusalén. Allí también fueron conducidos los nazareos, que tenían voto de no cortarse el pelo ni de tomar bebidas con alcohol, para que pudieran realizar los ritos de conclusión de su voto, pues había transcurrido el tiempo indicado (cfr Nm 6, 1-21). Puesto que en ese momento no hay profetas, consultan el libro de la Ley para conocer la voluntad de Dios (v. 48) y ponen su confianza en la decisión del cielo (v. 60). Precisamente por eso la leva militar no es total (v. 56).
1M 4, 1-25. Se resalta aquí la inteligente estrategia de Judas, pero sobre todo el convencimiento de que es Dios quien salva a Israel (vv. 10-11.24-25). Dios se sirve de Judas y de su pequeño y desarmado ejército (v. 6) para dar la victoria a su pueblo.
1M 4, 26-35. Al año siguiente de la victoria de Judas en Emaús, es decir, en el año 164 a.C., Lisias, que dirigía el imperio en nombre de Antíoco (cfr 1M 3, 32), lanza un nuevo ataque contra Judea y Jerusalén viniendo esta vez por el sureste. Judas le sale al encuentro en Bet-Sur, plaza fuerte de los sirios a 30 km. de Jerusalén, junto a la frontera con Idumea. 1M presenta aquí una nueva victoria apoteósica de Judas (v. 34). Pero quizá el desarrollo de la contienda fue más complejo. Aunque Judas pudiera, en efecto, vencer en algún encuentro, como aquí se dice, y Lisias hubiese de buscar refuerzos, al final las tropas sirias se impusieron y llegaron a Jerusalén para sitiar la ciudad (cfr 2M 11, 13-15; 1M 6, 47-54). El autor de 1M quiere resaltar una victoria de Judas como antecedente inmediato de la purificación del Templo.
1M 4, 36-61. Una vez rechazado el enemigo, la primera preocupación de los Macabeos es la de purificar el Templo y reanudar el culto, ya que esto significaba volver a vivir de nuevo la plena relación con su Dios, y tal era el objetivo de la guerra.
La purificación la llevan a cabo sacerdotes irreprochables, tal como establece la Ley (cfr Lv 22, 3-9). Las piedras del altar que había consagrado Esdras (cfr Esd 3, 2-5) no podían ser arrojadas al valle de la Gehenna, como las de los altares construidos por los paganos. Por eso se busca una solución provisional de aquel problema a la espera de que aparezca un profeta (v. 46; cfr 1M 9, 27; 1M 14, 41; Dn 3, 38). La construcción de un altar nuevo siguiendo la prescripción de Ex 20, 25 imprime a ese momento una semejanza con el de la dedicación del Templo por Salomón (cfr 1R 8, 1-66) o el de la restauración llevada a cabo por Esdras y Nehemías (cfr Esd 5, 1-Esd 6, 22). En 2M 10, 1-8 se ofrece una descripción más breve de los sucesos, pero se resalta la novedad del fuego que va a ser utilizado para los sacrificios.
La importancia que adquiere la fiesta que queda establecida con motivo de la Dedicación del Templo se encuentra expuesta en 2M 1, 9.18; 2M 2, 16. En hebreo esta fiesta se llama Hanukkah y en griego Encenias porque en ella se encendían lámparas en las casas -y se encienden actualmente entre los judíos- simbolizando la luz de la Ley. En esta fiesta Jesús se declaró Hijo de Dios ante los judíos (cfr Jn 10, 22-39).
1M 5, 1-54. Las guerras emprendidas por Judas contra los pueblos que rodeaban Judea vienen justificadas porque los judíos que vivían en aquellas regiones sufrían una persecución a muerte por parte de sus vecinos. La causa de esta persecución podía ser el temor de aquellos pueblos ante el resurgir de Judea, o sencillamente, secundar la política unificadora de Antíoco. En cualquier caso, también pudieron influir en Judas otros motivos como el saldar antiguas querellas o el querer recuperar territorios que habían pertenecido a Israel.
Judas inicia sus campañas y se dirige primero hacia el sur, al país de Idumea (Edom o Esaú) tradicional rival de los judíos. Castiga a alguna tribu seminómada como los bayanitas (vv. 3-5) y después se encamina hacia el este pasando el Jordán y atacando en Amón (vv. 6-8). A continuación planea las expediciones hacia el norte y organiza dos campañas simultáneas a uno y otro lado del Jordán: Galilea al oeste, y Galaad al este (vv. 9-19). Envía a Simón a Galilea (vv. 21-22) y él marcha a Galaad (vv. 23-54). Pero aunque en Galaad cuenta con el apoyo de los nabateos (v. 25), se encuentra con la dura resistencia de Timoteo y de las ciudades de la región, a las que va reduciendo sistemáticamente, y les aplica con rigor las leyes de la guerra propias de la época (vv. 35.44.51). Por último, vuelve a Jerusalén. La finalidad de las campañas, según el autor de 1M, es rescatar a los israelitas que viven en aquellas regiones y traerlos a Judea (vv. 23.43-54).
1M 5, 55-68. José y Azarías, que habían quedado a cargo de la defensa de Judea, también quieren obtener la gloria de la victoria y, desobedeciendo las órdenes de Judas, atacan Yamnia, al oeste de Judea; sin embargo, son derrotados por Gorgias, pues ellos no eran los elegidos por Dios para salvar a Israel porque no pertenecían a la familia de los Macabeos (vv. 55-62). No obstante, Judas y sus hermanos vuelven y atacan victoriosamente el sur y el oeste de Judea, con lo que concluyen sus expediciones (vv. 65-68).
Del relato se puede desprender que sólo a Judas y a sus hermanos reserva Dios las victorias, y que ellos son instrumento de salvación no sólo para Judea sino para los judíos que viven en las regiones de alrededor. Esta perspectiva responde a una de las finalidades de 1M: explicar y legitimar la dinastía asmonea. Sólo los que colaboran y obedecen a los Macabeos, primeros representantes de aquella dinastía, contribuyen a la salvación de Israel.
1M 6, 1-17. Según 1M 3, 29 Antíoco había emprendido aquella expedición para remediar la ruina económica que había causado al imperio la guerra contra los judíos. Ahora se dice que fueron las noticias llegadas al rey sobre aquella guerra las que le causan la muerte. Los datos que aquí se dan sobre la muerte de Antíoco coinciden con los de 2M 9, 1-29 sólo de forma muy genérica. 1M habla de Elimaida como una ciudad, cuando parece que se trata de una región de Persia (Elam) donde se encontraba la capital, Susa. El rey muere a causa de la depresión que le producen las noticias de las victorias judías y reconoce que ha obrado mal con los judíos. Sin embargo no llega a invocar al Dios de Israel como en 2M 9, 13. Por su parte, 2M presenta un relato más trágico. No obstante, en ambos libros queda claro que Antíoco se da cuenta de que al perseguir a los judíos y profanar el Templo de Jerusalén se ha enfrentado a alguien mucho más poderoso que él, y que por eso recibe un castigo divino. En la tradición cristiana (S. Hipólito, In Danielem 4, 49; S. Jerónimo, Commentaria in Danielem 11), Antíoco quedó como el primer modelo del Anticristo que por un tiempo quiso sustituir a Dios pero que finalmente es vencido por Él.
La muerte de Antíoco, consecuencia de su frustración por no lograr su intento de erradicar el seguimiento y el culto del verdadero Dios, representa de algún modo la tragedia que experimentan quienes intentan positivamente erradicar a Dios de su propia vida o de la sociedad.
1M 6, 18-42. De nuevo se pone de relieve la perversidad de los judíos traidores a la Ley y aliados por intereses propios a los sirios. Son ellos los que piden la intervención del rey ante el intento de Judas de hacerse con el control militar de Jerusalén. El autor sagrado se detiene en describir la magnitud, fuerza y organización del ejército sirio -que de nuevo ataca por el sur (cfr 1M 4, 28-35)- como preparando al lector para que comprenda la retirada de Judas que se narrará a continuación (cfr v. 47).
1M 6, 43-46. La acción heroica de Eleazar no obtuvo el resultado esperado para el desenlace de la batalla. Sin embargo él obtuvo una fama eterna. San Gregorio Magno le daba a este pasaje una aplicación espiritual exhortando a vivir la humildad: Eleazar derribó al elefante hiriéndolo en la batalla, pero debajo del mismo que mató, murió él. ¿A quiénes representa éste, que fue aplastado por su propia victoria, sino a aquellos que vencen a los vicios, pero que, al ensoberbecerse, quedan ellos caídos debajo de los mismos a los que vencen? Porque debajo del enemigo derribado muere el que se ensalza a causa de la culpa vencida. Así que hay que considerar con mucha diligencia que los bienes no pueden aprovecharnos si no nos protegen de los males que nos asaltan a escondidas. Todo lo que se hace perece si no se protege solícitamente con la humildad (Moralia in Iob 19, 21, 34).
1M 6, 47-54. El autor de 1M tiene cuidado de no presentar la situación como una derrota de los judíos, y de no hacer responsable a Judas del trágico estado de penuria que llevó finalmente a algunos sitiados a dispersarse (vv. 53-54). Por eso señala que era el año séptimo, es decir, año jubilar en el que no se trabajaba la tierra.
1M 6, 55-63. Cuando Filipo regresa de Persia a Antioquía con las credenciales reales (cfr 1M 6, 14-15), Lisias ve en peligro su posición de regente, así que decide volver enseguida a Antioquía. Las razones que Lisias aduce ante el rey son, sin embargo, muy distintas: la fortaleza de los judíos y la inutilidad de querer suprimir sus tradiciones. Pero lo importante es que se concede a los judíos la independencia y libertad en el ámbito de la práctica de su religión. Así, de forma inesperada, y a través de las disensiones políticas internas del imperio, Dios socorre a Judas y a los sitiados en Jerusalén. Pero al autor de 1M no le interesa destacar este socorro, porque prefiere ver la ayuda divina en las espectaculares batallas ganadas por Judas.
1M 7, 1-20. Demetrio, hijo de Seleuco IV (187-175 a.C.), era el legítimo heredero del trono de Siria, pero no había podido ejercer su derecho ya que había sido llevado como rehén a Roma en sustitución del rey Antíoco IV Epífanes (cfr 1M 1, 10). Demetrio logró escapar de Roma con la ayuda del historiador Polibio, amigo suyo, y en una nave fenicia llegó a Trípoli (cfr 2M 14, 1) donde se proclamó rey.
El partido prohelenista de Jerusalén, capitaneado por Alcimo, enseguida busca ganarse la voluntad del nuevo rey y enfrentarle con el partido de Judas y sus seguidores que están imponiendo en Jerusalén las costumbres tradicionales. El tal Alcimo había sido depuesto del cargo de sumo sacerdote (cfr 2M 14, 3-4), y ahora ve el momento propicio para hacerse de nuevo con el cargo y controlar Jerusalén. Y, en efecto, el rey entiende que el decidido filohelenismo de Alcimo por un lado, y su posición de sacerdote como descendiente de Aarón, por otro (v. 14), además de su ambición, le convierten en la persona idónea para encauzar la política con los judíos. De hecho, los asideos (cfr 1M 2, 42) lo aceptaron dejándose engañar y separándose del partido de Judas. Por eso sufrieron el castigo anunciado en Sal 79, 2-3 (vv. 13-17). Una vez más el autor sagrado destaca que los judíos infieles a Dios y a su causa, es decir, los que no secundaban a Judas y a sus hermanos, eran los promotores de los males que se avecinaban.
1M 7, 21-50. La oposición de Judas a la política de Alcimo -peor ésta que la de los gentiles porque seducía a muchos judíos-, y la protesta de éste ante el rey, ocasionan un nuevo ataque del ejército imperial contra Judea y Jerusalén. Esta vez al frente del ejército viene Nicanor, que ya conoce la valentía y la capacidad estratégica de Judas (cfr 1M 3, 48-1M 4, 27). Por eso el sirio recurre al engaño, aunque según 2M 14, 15-33 los sentimientos de Nicanor hacia Judas eran al principio sinceros, y sólo se convierten en odio por las maquinaciones de Alcimo. En cualquier caso, Nicanor desprecia al pueblo y sus sacrificios, y amenaza con destruir el Templo (vv. 33-35). Frente a aquella arrogancia, el autor sagrado nos informa de la oración de los sacerdotes (vv. 36-38) y del mismo Judas pidiendo el castigo de aquel blasfemo como ya había ocurrido en el pasado (v. 41; cfr 2R 18, 17-2R 19, 37). Dios no sólo da la victoria a Judas, sino que proporciona al blasfemo un castigo ejemplar (v. 47). Sobre estos sucesos y la fiesta del día de Nicanor, véase 2M 15, 25-36.
Una vez más, Judas aparece como el salvador del judaísmo. Ahora frente al intento del sumo sacerdote Alcimo y de sus partidarios de darle una forma helenizada y, además, impuesta por la fuerza con ayuda de una potencia extranjera. En el conjunto de 1M este nuevo atentado contra la religión judía aparece como un argumento para justificar la legitimidad y la política de los asmoneos, sucesores de los Macabeos. En el conjunto de la Biblia, esta reafirmación del judaísmo constituye un paso más hacia la aparición del verdadero Israel, que surgirá de la fidelidad y obediencia a Dios de Jesucristo en la Cruz (cfr Ef 2, 14-16; Flp 2, 7-9), cuya lucha no será contra ejércitos humanos sino contra las asechanzas del diablo (cfr Ef 6, 11-13).
1M 8, 1-32. Judas es consciente de que él solo no puede mantenerse frente al poder militar del imperio sirio, aunque haya alcanzado la independencia en materias religiosas. Aspira a la independencia política, y sabedor de que el poder de Roma se está imponiendo en Oriente y Occidente busca la alianza con Roma. Quizá Judas no es tan consciente de que la ayuda que Roma presta a los reinos sometidos a otros imperios tiene el precio de someterse a su yugo. En cualquier caso parece que era lo más conveniente en aquellas circunstancias, y la alianza con Roma se ve en 1M como un dato muy positivo que honra la memoria de Judas. Para el autor de 1M la admiración hacia Roma recae sobre todo en sus victorias en países lejanos como España, o sobre los enemigos de Israel como los sirios (vv. 2-13). Después muestra su admiración por la forma de gobierno de Roma (vv. 14-16). Aunque las informaciones no son del todo exactas sirven para contrastar con el despotismo ejercido por los seléucidas.
La alianza con Roma se hace según las costumbres establecidas y de forma solemne. 1M la presenta como un verdadero tratado internacional de alianza mutua. Sin embargo, para los romanos, dada la escasa importancia de Judea y el hecho de que falte el aval religioso, quizá no era sino un simple pacto de amistad. Los negociadores judíos son personas insignes: sobre el padre de Eupólemo, véase 2M 4, 11; sobre el de Jasón, 2M 6, 18-20. Los resultados obtenidos por la legación son satisfactorios, pero con ello Judea entra en el juego de la política romana. Al final sólo le traerá complicaciones y el desastre, pero en ese momento suponía la posibilidad de la independencia frente a Siria.
1M 9, 1-22. El rey Demetrio no se da por vencido con la muerte de Nicanor y ordena un nuevo ataque contra Jerusalén; esta vez por el norte. Berea está a unos 15 km. al norte de Jerusalén. Es la primavera del año 160 a.C., pues el primer mes del calendario babilónico correspondía a la segunda mitad de marzo y primera de abril del nuestro. El autor sagrado parece querer dejar clara la excesiva temeridad de Judas en esta ocasión y al mismo tiempo su arrojo. No sólo porque se empeña en atacar tras haber sido abandonado por los suyos, sino también porque lo que busca en primer lugar es su gloria. Curiosamente no se dice que en esta batalla Judas pidiese la ayuda de Dios (vv. 6-10).
El lamento por la muerte de Judas está inspirado en la elegía de David por Saúl y Jonatán (cfr 2S 1, 19-27); todas sus hazañas se condensan en la expresión el héroe que salvaba a Israel (v. 21). Judas fue el instrumento elegido por la providencia divina para salvar en aquel momento al judaísmo frente al sincretismo de las religiones helenísticas, y para mantener la identidad de Israel de tal modo que de él como pueblo pudiese surgir Cristo, el Mesías.
1M 9, 23-1M 12, 53. La época de Jonatán se caracteriza no tanto por las victorias con las armas cuanto por las victorias diplomáticas. Jonatán lidera al pueblo judío del 160 al 142 a.C. Tras la muerte de Judas es él quien se enfrenta al general sirio Báquides hasta derrotarle (1M 9, 23-73). Pero la situación político–militar cambia el año 152 a.C. cuando comienza una guerra civil entre los dos pretendientes al trono de Siria: Alejandro Balas, sucesor de Antíoco V (cfr 1M 6, 17), por un lado, y los sucesores de Seleuco IV, uno de los cuales, Demetrio I, ocupaba el trono (cfr 1M 7, 1), por otro. Ambos quieren captar para su causa a los judíos y ofrecen a Jonatán notables ventajas. Alejandro llega incluso a nombrarle sumo sacerdote (1M 10, 1). Jonatán se inclina del lado de Alejandro, y es nombrado jefe militar (estratega) y gobernador de los judíos (1M 10, 48-66); pero tendrá que enfrentarse a Demetrio II, hijo de Demetrio I. Jonatán vence a Apolonio, general de Demetrio II, en las ciudades de la costa mediterránea (1M 10, 67-88). Pero Demetrio II logra hacerse con el trono merced a la ayuda de Tolomeo, rey de Egipto, el año 145 a.C. (1M 11, 1-19). El nuevo rey no quiere tener como enemigo a los judíos, y no sólo ratifica las concesiones hechas por Alejandro, sino que les exime de pagar tributos (1M 11, 20-37). Jonatán está ahora del lado de Demetrio II y le envía soldados que le ayuden a mantenerse en el trono (1M 11, 38-53).
Sin embargo, pronto, el año 144 a.C., el hijo de Alejandro, Antíoco VI, recupera el trono de su padre apoyado por Trifón, un personaje ambicioso que causará grandes males a los judíos. Jonatán se pone entonces al lado de Antíoco VI y lucha contra el ejército de Demetrio obteniendo importantes victorias en Galilea (1M 11, 54-74). Es el momento propicio para ratificar los tratados con Roma y Esparta, y así lo hace Jonatán (1M 12, 1-23), que sigue luchando contra las tropas de Demetrio. De esta forma él consigue imponerse en los territorios de norte, en la región de Amat, y su hermano Simón en el este. Tras asegurar la sumisión en aquellas regiones, reconstruyen Jerusalén (1M 12, 24-38). Pero en la corte de Antíoco VI las cosas no van bien: Trifón da muerte al rey y ocupa el trono; luego tiende una trampa a Jonatán y le hace prisionero en Tolemaida (1M 12, 39-53).
Con Jonatán los judíos adquieren no sólo la independencia y libertad religiosa, sino también la soberanía política, pero al mismo tiempo entran en el juego de la lucha por el poder dentro del imperio sirio. Los sorprendentes cambios de bando que realiza Jonatán muestran su talante práctico y su habilidad en el terreno político. De ello se sirve Dios para ir conduciendo a su pueblo.
1M 9, 23-34. Quizá tras la muerte de Judas transcurre un periodo de prepotencia del partido prohelenista. Tal situación le hace recordar al autor los difíciles tiempos de la reconstrucción de Jerusalén a la vuelta del destierro de Babilonia, cuando actuaron los últimos profetas como Ageo, Zacarías y Malaquías. Tecoa está a unos 20 km. al sur de Jerusalén.
1M 9, 35-42. Según parece, Jonatán y sus seguidores no cruzaron entonces el Jordán, sino que enviaron a Juan a poner a salvo, junto a los nabateos, el equipamiento y quizá también a las mujeres y a los niños. Con la tribu del desierto, la de Yambri, que había atacado a Juan Macabeo al otro lado del Jordán, Jonatán lleva a cabo la venganza de sangre (v. 42).
1M 9, 43-53. Báquides, al parecer, no llega a cruzar el Jordán, a pesar de lo que se dice en el v. 34, sino que intenta atrapar a Jonatán en la ribera occidental. Allí se entabla un combate en el que nadie vence. Báquides queda ileso y Jonatán escapa cruzando a la otra orilla del Jordán. Después Báquides asegura las fortalezas que rodeaban Jerusalén.
1M 9, 54-73. El sumo sacerdote Alcimo pretende derribar el muro del Templo que separaba el patio de los gentiles del atrio de los judíos para anular así las diferencias entre judíos y gentiles, atentando de esta forma contra la identidad religiosa de los israelitas, en cuanto adoradores del verdadero y único Dios, por la que tanto habían luchado los profetas (v. 54; cfr 1R 18, 1-15; etc.). La enfermedad y muerte de Alcimo, que detienen aquella operación, tienen el carácter implícito de castigo divino (vv. 55-56).
La asimilación a los gentiles que pretendía Alcimo no era el camino para lograr la unidad de los judíos y gentiles en un solo pueblo. Aún no había llegado el momento elegido por Dios. Esa unidad llegará como don de Dios en el tiempo elegido por Él, y no mediante la infidelidad a la Ley o mediante el rechazo de la identidad religiosa del pueblo, sino al contrario, mediante la obediencia suprema a la voluntad divina por parte de Jesucristo en la Cruz, y mediante el reconocimiento de Dios como Padre de todos los hombres. Así nacerá el nuevo Israel formado por judíos y gentiles. En este sentido, y utilizando la imagen del muro del Templo, escribirá San Pablo: En efecto, él (Cristo) es nuestra paz: el que hizo de los dos pueblos uno solo y derribó el muro de la separación, la enemistad, anulando en su carne la ley decretada en los mandamientos. De ese modo creó en sí mismo de los dos un hombre nuevo, estableciendo la paz y reconciliando a ambos con Dios en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad (Ef 2, 14-16).
A la muerte de Alcimo siguieron dos años de paz (159-157 a.C.); paz que, una vez más, terminó por culpa de los judíos traidores a la Ley (vv. 58-59). Pero en esta ocasión Jonatán y los suyos vencen a Báquides en Bet-Basí, cerca de Belén, gracias a la pericia militar de Jonatán que abandona la ciudad para atacar a tribus árabes partidarias de Báquides (vv. 65-66) y facilita la victoria de Simón (vv. 67-68). Jonatán ofrece la paz a Báquides y se instala en Micmás, a unos 12 km. al noroeste de Jerusalén, suficientemente lejos de la Ciudadela donde todavía seguían los sirios.
1M 10, 1-47. Alejandro Epífanes, también llamado Alejandro Balas, era un desconocido que, habiéndose ganado el favor de los romanos, se presentó como hijo de Antíoco IV (según Flavio Josefo, Antiquitates Iudaicae 13, 35). Jonatán sabe sacar partido de las ofertas que se le hacen desde los dos bandos. Acepta la oferta de Demetrio y se traslada a Jerusalén exigiendo la liberación de los rehenes retenidos en la Ciudadela (vv. 3-14); y por otro lado, acepta también la oferta del sumo sacerdocio hecha por Alejandro (vv. 15-21). Al final se inclina por el bando de Alejandro (vv. 46-47). Jonatán actuó con buen sentido, pues este último resultó vencedor. Sin embargo, seguramente no todos los judíos estuvieron de acuerdo con esa decisión tan valorada en 1M -y quizá por eso la carta de Demetrio va dirigida al pueblo judío, no a Jonatán (v. 25)-, ya que, de hecho, suponía arrebatar el sumo sacerdocio a la familia de los Oníadas que lo ostentaban tradicionalmente (cfr 1M 12, 7-8.19-20; 2M 3, 1-5; 2M 4, 7). Sabemos que Onías IV, hijo de Onías III, al que en realidad pertenecía tal cargo, partió a Egipto y levantó allí un templo réplica del de Jerusalén (cfr Flavio Josefo, Antiquitates Iudaicae 12, 387; 13, 62-73). Se piensa que es a Jonatán a quien designan con el nombre de sacerdote impío los que se retiraron a Qumrán con el Maestro de Justicia.
1M 10, 48-66. A pesar de las protestas presentadas ante el rey por el partido prohelenista, desde el que siguen maquinando contra Jonatán, éste es nombrado oficialmente gobernador en Judea y estratega de los judíos. El partido de los Macabeos y su política de restauración de las costumbres judías había vencido, y Jonatán tiene en sus manos el poder civil y religioso.
1M 10, 67-89. Al ponerse del lado de Alejandro, Jonatán corría el riesgo de enfrentarse con Demetrio, como así sucedió. El año 147 a.C., el hijo del rey Demetrio, Demetrio II Nicátor, tras apoderarse de Celesiria, se propone castigar a Jonatán por su apoyo a Alejandro. Pero Apolonio, enviado por Demetrio, no mide bien las fuerzas del ejército de Jonatán -cree que sólo tiene capacidad de guerrillas (vv. 70-71)- y es derrotado por éste. Jonatán obtiene, además del botín, la administración de Ecrón (Acarón) a 35 km. al oeste de Jerusalén.
1M 11, 1-19. La intervención de Tolomeo VI, rey de Egipto, va a cambiar el panorama político de Siria. Jonatán prudentemente honra al rey egipcio acompañándole hasta el río Eléuteros, al norte del Líbano. Con ayuda de Tolomeo, Demetrio II recupera el trono de Siria.
1M 11, 20-37. El intento de Jonatán de recuperar la Ciudadela recordaba la anterior concesión ofrecida por Demetrio (cfr 1M 10, 32.47), aún pendiente. Jonatán se muestra noble y valiente al acudir personalmente ante el rey y, aunque no consigue todo lo que solicita (v. 28), sí obtiene la exención de tributos para Judea y la ampliación del territorio de Judea con tres distritos más que antes pertenecían a la administración de Samaría: Aferema, Lida y Ramataim (v. 34), equivalentes a Efraím, Lod y Ramá. Esta concesión territorial y la dignidad de ser amigo del rey constituyen un gran éxito de la gestión de Jonatán. La Ciudadela, sin embargo, no sale en las conversaciones y sigue en poder de los sirios.
1M 11, 38-53. De las relaciones de Jonatán con Demetrio, el autor sagrado pone de relieve ante todo la constancia de Jonatán de reivindicar la posesión de la Ciudadela (v. 41), y al mismo tiempo, la lealtad hacia Demetrio enviándole tropas que le ayuden a mantenerse en el trono. El hecho sirve también para destacar el coraje y la valentía de los soldados judíos, aunque no estuvieron exentos de brutalidad (vv. 47-50). Pero Demetrio no responde a la lealtad de Jonatán (v. 53), de modo que el cambio de bando que se narrará a continuación queda ya justificado.
1M 11, 54-74. Según el historiador romano Tito Livio, Antíoco VI tenía seis años cuando Trifón lo proclama rey aprovechando la debilidad del ejército de Demetrio. Jonatán no duda en ponerse del lado del nuevo monarca ya que éste -o mejor, su regente- no sólo le confirma las concesiones ya otorgadas antes, sino que nombra a Simón estratega de toda la zona de la costa, desde la frontera de Egipto al sur, hasta el extremo norte, un pico al que se accede por escalones en la roca, situado a 15 km. al sur de Tiro (v. 59). De este modo los Macabeos sustituyen a los gentiles en el control militar de la región. Aunque el estratega es Simón -y quizá así Trifón intentaba desconcentrar el poder de manos de Jonatán- es Jonatán quien lleva la iniciativa y conduce el grueso del ejército hacia los territorios más alejados de Jerusalén, mientras que Simón se queda en Bet-Sur (v. 65). Jonatán llega hasta la llanura que hay al norte del lago de Genesaret, entre éste y el lago de Hule (v. 67). Allí se encuentra con dificultades, pero la oración y el coraje le dan la victoria (vv. 71-72). Es la primera y única vez que en 1M se menciona la oración de Jonatán. La figura de este Macabeo no parece distinguirse por su piedad sino por su capacidad negociadora y su firmeza en las batallas.
1M 12, 1-23. Sobre el tratado con los romanos véase 1M 8, 1-32. La mención del tratado con los espartanos tiene ante todo la finalidad de presentar a Jonatán como un jefe de estado con relieve internacional. Se trataría en todo caso de un tratado de mutua ayuda, teniendo como telón de fondo la vieja enemistad entre Esparta y Atenas. Esparta podría aparecer como símbolo del enfrentamiento al expansionismo griego contra el que luchaban los Macabeos. La alusión a la carta de Areio a Onías I (vv. 7-8) y el contenido de esa carta (vv. 20-23) parecen más bien un recurso diplomático de Jonatán o del autor de 1M. No es verosímil que hacia el año 300 a.C. -época de Onías I- y movidos por el conocimiento de su afinidad racial (vv. 20-21), los espartanos se interesasen por Judea, sometida por entonces a los Lágidas de Egipto. Sin embargo, la carta de Jonatán a los espartanos sirve para poner de relieve los verdaderos apoyos que dan fuerza a Israel: las escrituras santas (v. 9) y la ayuda del cielo (v. 15). No se dice cuáles eran esas escrituras santas, pero a la luz de 1M 3, 48; 2M 2, 13-14; 2M 8, 23 podemos entender que se trata de la Ley y los Profetas cuyos libros tenían carácter sagrado.
En la carta de los espartanos -ficticia o auténtica- hay una intención que, si bien oscura y en este contexto infundada, apunta a lo que será una gozosa e impresionante realidad en un tiempo posterior, cuando Dios cumpla sus promesas por medio de Jesucristo. En efecto, entonces no sólo los espartanos sino gentes de todos los pueblos llegarán a ser hijos de Abrahán por la fe en Jesucristo: Por tanto, daos cuenta de que quienes viven de la fe, ésos son hijos de Abrahán. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano a Abrahán: En ti serán bendecidas todas las naciones. Así pues, los que viven de la fe son bendecidos con el fiel Abrahán (Ga 3, 7-9; cfr Rm 4, 18-25).
1M 12, 24-38. Jonatán y Simón cumplen sus funciones de estrategas. Jonatán en las regiones del norte, desde Amat, ciudad fronteriza al norte de Canaán, hasta Damasco. Simón en la zona de la costa mediterránea. De esta forma no sólo defienden los intereses de Antíoco VI contra Demetrio, sino también los de los judíos, pues contribuyen a la seguridad de Judea y de los distritos anexionados. En efecto, esas empresas les permiten reconstruir y anexionarse Adidá (v. 38), a 6 km. al noreste de Lod, desde la que dominan la llanura costera (Sefelá) en manos de los filisteos.
La fuerza adquirida por los Macabeos les permite, si no apoderarse de la Ciudadela, lo que hubiese supuesto declaración de guerra al rey, sí aislarla de la ciudad y reconstruir ésta, alguno de sus barrios (Cafenatá) y sus murallas.
1M 12, 39-53. Trifón sospechaba que Jonatán, cuyo poder había ido en aumento, no iba a estar a favor de su traición al rey y de su usurpación del trono. En realidad se equivocaba, pues al Macabeo sólo le movían los intereses de Judea y no los asuntos internos de la corte de Antioquía. Por eso, tras un amago de enfrentamiento en Bet-San, en la llanura de Esdrelón (vv. 40-41), Jonatán no tiene inconveniente en ir con un número reducido de soldados a Tolemaida, contando además con la promesa de Trifón de entregarle la ciudad (vv. 45-47). Pero actúa ingenuamente, pues Trifón no ha cambiado, y la cita resulta fatal para Jonatán. Las empresas que los Macabeos habían llevado a cabo como estrategas se vuelven ahora contra ellos (v. 53).
1M 13, 1-1M 16, 24. La época de Simón se caracteriza por ser aquella en la que Judea alcanza plena independencia política como nación. Judas Macabeo y su hermano Jonatán habían preparado el camino: el primero consiguiendo la autonomía religiosa, y el segundo la dirección no sólo en asuntos religiosos sino también en cuestiones políticas y militares. Pero Judea seguía siendo parte del imperio sirio, y en Jerusalén la Ciudadela seguía estando ocupada por una guarnición de tropas y mandos sirios. Con Simón Macabeo van a cambiar las cosas.
Simón comienza pidiendo al pueblo su elección (1M 13, 1-11) y, una vez conseguida, se enfrenta a Trifón que por su parte ataca Judea y da muerte a Jonatán al que tenía prisionero (1M 13, 12-30). Entonces Simón busca la amistad de Demetrio II, que dominaba en algunas regiones del imperio, y consigue de él la plena independencia política. Se adueña además de Gazara (Guézer) que le permite el acceso al mar, y toma la Ciudadela en Jerusalén (1M 13, 31-53). Todo esto motiva el encendido elogio que le tributa el autor de 1M (1M 14, 4-15). Simón además renueva los tratados de paz con Roma y Esparta (1M 14, 16-24), y recibe la alabanza del pueblo en una amplia inscripción conmemorativa (1M 14, 25-49). Por su parte Antíoco VII, hijo de Demetrio II, antes de enfrentarse con Trifón, ratifica la independencia de Judea y permite a Simón que acuñe moneda propia (1M 15, 1-14). Entre tanto llega el reconocimiento de Roma en favor de Judea (1M 15, 15-24), pero Antíoco, receloso de aquella independencia, y a pesar del intento conciliador de Simón, decide atacar Judea (1M 15, 25-41). Ahora es Juan Hircano, hijo de Simón, quien logra detener a los enemigos (1M 16, 1-10). Pero la conspiración de uno de los hombres de Simón, Tolomeo, acaba con la vida del Macabeo y de sus hijos Matatías y Judas (1M 16, 11-17). Juan Hircano sin embargo la descubre a tiempo y consigue desarticularla quedando él al frente de los judíos (1M 16, 18-24).
Así acaba la historia de los Macabeos, los hijos de Matatías. Sus sucesores, a partir de Juan Hircano, son conocidos como los asmoneos; y su historia sólo la conocemos por fuentes extrabíblicas.
1M 13, 1-11. Quizás no todos en Jerusalén estaban de acuerdo con las empresas militares de Jonatán y de Simón al servicio de Siria, ni con las consecuencias que estaban acarreando para los judíos. Por eso Simón apela a los sacrificios que han realizado -hasta dar la vida- en defensa de la Ley y del Templo, y muestra su propósito de continuar de esa forma. Sin embargo, su primera acción es conquistar Jope, un puesto marítimo importante (v. 11).
1M 13, 12-30. Simón conoce la vil condición de Trifón y sus engaños, pero cede a su propuesta para evitar comentarios malévolos entre el pueblo (v. 18). Trifón avanza por el sur hacia Judea -Adorá está a 10 km. al oeste de Hebrón-, y Simón vuelve a practicar la guerra de guerrillas (v. 20). Era el invierno del 143 a.C., y la nieve -no insólita en la región de Jerusalén- obliga a Trifón a retirarse dejando en el camino el cadáver de Jonatán (v. 23). La reconstrucción del sepulcro familiar de los Macabeos en Modín se hace al estilo egipcio (vv. 28-29).
1M 13, 31-53. El autor de 1M condensa los acontecimientos relacionados con Siria en el v. 31 sin dar una información completa y ordenada. Trifón, en efecto, ya actúa como rey a la vuelta de su expedición contra Judea el año 142 a.C., y continuará haciéndolo hasta el 138 a.C. Pero en el 139 a.C., cuando Trifón da muerte a Antíoco VI, Demetrio II -que probablemente dominaba alguna región de Siria, y no cesaba de aspirar al trono-, al ver que Simón acude a él, lo considera como señal de que no reconoce ni a Trifón ni a Antíoco. Quizá por eso, además de su falta de poder, Demetrio hace tales concesiones a Simón. En concreto le exime de todo tributo, lo que equivale a la práctica independencia política, a dejar de estar sometidos al yugo de los gentiles; era el año 142 a.C. (vv. 41-42; cfr v. 39). Simón aprovecha aquella situación para conquistar Gazara (Guézer), en la costa mediterránea, y hacerse, por fin, con la Ciudadela, un constante tormento para los judíos de Jerusalén (cfr 1M 1, 35-36), cuya desaparición celebran con gozo y se recuerda especialmente: era el cuatro de junio del 141 a.C.
1M 14, 1-15. Ocupado Trifón en sus asuntos de la corte, y preso Demetrio II por los persas, los judíos pueden gozar de paz. Todo gracias a Simón, por el que el autor de 1M se deshace en elogios. Resalta la paz y la alegría que reina en el país y las hazañas guerreras de su líder; también menciona la atención de éste a los humildes y su preocupación por el Templo. Simón aparece con los rasgos del rey ideal.
1M 14, 16-24. Ahora la renovación de los tratados de amistad con Roma y Esparta es presentada como una iniciativa de estos pueblos al llegarles la noticia de que gobierna Simón. La carta de los espartanos está redactada como respuesta a la de 1M 12, 6-18. La de los romanos aparecerá más adelante en 1M 15, 15-21; pero se alude aquí a ella para resaltar el protagonismo de Simón en ese tratado (vv. 16.24).
1M 14, 25-49. Antes, el autor de 1M elogiaba por su cuenta a Simón (cfr 1M 14, 1-15); ahora quiere dejar constancia del elogio y aceptación de Simón por parte del pueblo. Todo va orientado a resaltar la dinastía asmonea, que comienza propiamente con Simón y su hijo Juan Hircano, y a presentar como su carta constitucional. Es curioso que no se mencione a Judas Macabeo, y que se haga alusión a Jonatán sólo en cuanto predecesor de Simón (v. 30).
La fecha de la inscripción corresponde a septiembre del 140 a.C., y el lugar en el que se toma la decisión, Asaramel, parece ser el atrio exterior del Templo. En aquella asamblea está representada toda la estructura social del pueblo (v. 28). Del contenido de la inscripción cabe destacar -además de los temas ya presentes en el elogio anterior (cfr 1M 14, 1-15)- la generosidad de Simón para hacer posible la guerra (v. 32), su elección como sumo sacerdote y jefe por el pueblo viendo su fidelidad a la Ley (v. 35), incluso antes de ser confirmado como tal por el rey sirio (v. 38), y su indiscutible autoridad (vv. 43-44).
En el v. 41 queda reflejada, con todo, la provisionalidad de la jefatura de Simón y de sus descendientes, los asmoneos, que durará hasta que surja un profeta fiel. Sin duda este dato supone el recuerdo de tiempos antiguos cuando los profetas designaban y ungían a los reyes, como Samuel a David (cfr 1S 16, 1-13); pero incluye al mismo tiempo la esperanza de un ungido del Señor, un Mesías, que estará por encima de la dinastía asmonea. Para los cristianos, ese Mesías ungido por el Espíritu de Dios y presentado por un profeta como Elías, cuya figura se asocia en los evangelios con Juan Bautista (cfr Mt 3, 13-17; Mt 17, 3-13), es Jesucristo, con quien se cumplen las esperanzas de Israel.
1M 15, 1-14. Este Antíoco era hijo de Demetrio I y hermano de Demetrio II. Como este último sigue prisionero de los partos (cfr 1M 14, 3), Antíoco se dispone a arrebatar el trono a Trifón. Quiere contar con la ayuda de pequeños estados como Judea, y por eso no repara en concesiones para ganárselos; sin embargo, más tarde intentará retractarse. En concreto a Simón le concede el permiso para acuñar moneda propia, lo que significa prácticamente el reconocimiento de su independencia política (vv. 6-7). Antíoco VII desembarca en Siria el año 138 a.C., y pone cerco a Trifón en Dora, a 12 km. al norte de Cesarea Marítima.
1M 15, 15-24. La carta va dirigida a los estados y ciudades de las zonas sobre las que Roma ejerce autoridad, aunque fueran nominalmente independientes. La copia que se lee y transmite es la dirigida al rey de Egipto. Los judíos son considerados como un estado más, y se les concede el derecho de extradición sobre quienes desde el exterior se oponían al gobierno de Simón. En la Neovulgata (v. 24) se añade que la copia de la carta iba dirigida también al pueblo judío.
1M 15, 25-41. Como era previsible, una vez en Palestina y viendo quizá que Trifón no puede resistirle, Antíoco se retracta de sus concesiones a Simón y rechaza la ayuda que éste se dispone a prestarle. Sin embargo, Antíoco trata a Simón como a un invasor, no como a un súbdito rebelde (vv. 28-29). Simón a su vez le responde desde una situación de igualdad, dispuesto a pagar únicamente por Jope y Gazara, que no pertenecían al territorio de Judá, ni a los distritos cuya administración le había concedido Demetrio (cfr 1M 11, 34.57), pues Simón consideraba estos últimos como tierra patria por derecho propio. Tras la huida de Trifón al norte de Siria -1M no informa de cómo pudo conseguirlo- Antíoco manda atacar Judea por la parte occidental; pero el estratega Cendebeo, desconocido en otras fuentes (v. 38), se dedica más bien a saquear la zona. Lo más que consigue es instalarse en Cedrón, a pocos kilómetros al sur de Yamnia.
1M 16, 1-10. Simón, ya anciano, transmite a dos de sus hijos la misión de defender a Israel en el campo de batalla, tal como hasta entonces la habían llevado a cabo Matatías y los hermanos Macabeos (vv. 2-3). Parece por tanto una responsabilidad de la familia que continuará ejerciéndose en el reinado de los asmoneos. Es curioso, sin embargo, que no se mencione al tercer hijo, Matatías (cfr 1M 16, 14).
La batalla dirigida por Juan se desarrolla en las cercanías de Modín donde estaba el sepulcro familiar de los Macabeos (cfr 1M 13, 26-30). El torrente mencionado puede ser Wadi Katra, a unos 25 km. de Modín en dirección a Azoto. El gesto de valentía de Juan al cruzar el río es similar a los gestos realizados por sus antepasados (cfr 1M 5, 42-43).
1M 16, 11-17. Simón no termina sus días a manos de los sirios, enemigos opresores de Israel, como había sucedido a sus hermanos (cfr 1M 9, 18; 1M 12, 48). Muere víctima de la traición de su propio yerno, Tolomeo, quizá un idumeo con el que Simón había emparentado por razones políticas. En cualquier caso, el suceso acaecido el año 134 a.C., refleja no sólo la ambición y vileza del asesino, sino también que existía entre algunos cierta animosidad contra los Macabeos. Tolomeo pudo querer aprovecharla en su favor. La ciudadela de Doc era una fortaleza levantada sobre el monte de la cuarentena, a unos 8 km. de Jericó.
1M 16, 18-24. El autor de 1M sólo ha querido contarnos cómo Juan salvó su vida de aquella traición. Sin embargo, por el modo de concluir su obra, similar a la forma en que se cuenta el final de los reinados en los libros de los Reyes (vv. 23-24), podemos pensar que conocía lo realizado por Juan hasta su muerte en el año 104 a.C. Por las Antigüedades Judías de Flavio Josefo sabemos que Juan se enfrentó a Tolomeo en Jerusalén, y que el pueblo se puso de parte de Juan. Esto obligó a huir a Tolomeo, que se llevó como rehén a la madre del Macabeo, a la que dio muerte en Cedrón. También sabemos que Juan se llamó Hircano y que reconstruyó las murallas de Jerusalén, llegando Judea a ser un estado plenamente soberano. Si el autor de 1M no cuenta nada de esto es porque quiere ceñir su historia a las hazañas de los Macabeos y a los sufrimientos padecidos por el pueblo judío para salvar su fe y su tradición. La historia de los sucesores de los Macabeos no entra en su propósito, seguramente porque para él no es significativa en las relaciones de Dios con su pueblo.
2M 1, 1-2M 2, 32. Como introducción a su obra el autor de 2M incluye unas cartas dirigidas por los judíos de Jerusalén a los de Egipto (2M 1, 1-2M 2, 18), y ofrece una breve explicación del contenido del libro, así como de la forma y objetivo con que ha sido compuesto (2M 2, 19-32). La lectura de este libro sagrado debe comenzar por tanto con el convencimiento de que su contenido atañe a todos los que se sienten miembros del pueblo elegido, estén donde estén, y con un sentimiento de simpatía hacia el autor que expone con sinceridad sus intenciones y deseos.
2M 1, 1-2M 2, 18. Estas dos cartas existían con anterioridad a la redacción de 2M, y son independientes de la fuente que el autor resume. Es probable, sin embargo, que estén algo retocadas en su contenido.
2M 1, 1-9. Esta carta, escrita en el año 124 a.C., refleja, ante todo, la comunión entre los judíos de Jerusalén y los de Egipto, fundada en que todos participan igualmente de la Alianza de Dios con los patriarcas, y que se debe manifestar en la celebración común de la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén llamada aquí fiesta de las Tiendas del mes de Kisleu (v. 9) por su semejanza con la de los Tabernáculos (cfr 2M 10, 1-8). Incluye el resumen de otra carta escrita el año 143 a.C., en la que los judíos de Jerusalén habían notificado a los de Egipto la reanudación del culto. Aspecto fundamental de esa comunión es la oración de unos por otros (v. 6). A este respecto comenta San Ambrosio: Si oras solamente por ti, serás, como ya hemos dicho, el único intercesor en favor tuyo. En cambio, si tú oras por todos, también la oración de todos te aprovechará a ti, pues tú formas también parte del todo. De esta manera, obtendrás una gran recompensa, pues la oración de cada miembro del pueblo se enriquecerá con la oración de todos los demás miembros. (De Cain et Abel 1, 9, 39).
2M 1, 10-2M 2, 18. Se trata ahora de una carta oficial enviada por las autoridades de Jerusalén y por el mismo Judas Macabeo (v. 10) a Aristóbulo, un filósofo judío de Alejandría que escribió un libro dedicado a Tolomeo VI (180-145 a.C.). Aunque la carta no lleva fecha, deja entrever que ha sido escrita justo antes de celebrarse en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del año 164 a.C. El contenido de la carta es complejo y los datos que ofrece sobre la muerte de Antíoco IV (vv. 13-16) no coinciden con los que aparecen luego en 2M 9, 1-17 o en 1M 6, 1. Sin embargo, ese desajuste no parece importar mucho al autor de 2M, pues lo que intenta al introducir la carta en la obra es recordar que los judíos de Egipto recibieron la invitación a celebrar la fiesta.
La carta da noticia, en primer lugar, de la muerte de Antíoco IV -confundiéndola quizá con la de Antíoco III- y después pasa a justificar la legitimidad del culto que se ha restablecido en Jerusalén narrando cómo, a la vuelta del destierro, Dios dio señales, mediante un fuego milagroso, de que aceptaba el sacrificio de Nehemías (vv. 18-36). Lo mismo había sucedido con los sacrificios de Moisés (cfr Lv 9, 24), de Salomón (cfr 2Cro 7, 1), y de Elías (cfr 1R 18, 20-30), consumidos por un fuego milagroso. En este fuego San Ambrosio ve una figura del Espíritu Santo y alaba la fe, la esperanza y la piedad de aquellos sacerdotes que lo escondieron: No fue su preocupación enterrar el oro o esconder la plata para sus sucesores, sino que con un pensamiento de honestidad, aun en medio de su situación desesperada, juzgaron que debían conservar el fuego para que los impíos no lo contaminaran, ni la sangre de los muertos lo extinguiera, ni la masa horrenda de las ruinas lo sofocara. Fueron pues a Persia libres, sólo con su religión porque sólo ésta no podían arrancársela con la esclavitud (S. Ambrosio, De officiis 3, 17, 99-100).
La carta recoge asimismo datos de tradición popular, como la ocultación del Arca y del altar por Jeremías (2M 2, 5-8). El autor sagrado no juzga la veracidad de estos hechos, sino que los rememora para expresar la esperanza en una intervención definitiva de Dios que congregue a su pueblo desde todas las naciones de la tierra en las que estaba disperso. Para el autor de la carta, el hecho de haber recuperado el Templo y de celebrar la fiesta de la Dedicación es ya un signo de que Dios va a llevar pronto a cabo esa intervención salvífica (2M 2, 16-18). Leída desde una perspectiva cristiana la carta contiene un anuncio de la unidad de la Iglesia, en la que es reunido el nuevo pueblo de Dios.
2M 2, 19-32. La documentación epistolar precedente servía ya al propósito del libro: mostrar cómo se desarrollaron los hechos que llevaron a la liberación del judaísmo y a la institución de la fiesta de la Dedicación del Templo. Ahora el autor de 2M informa sobre la fuente de la que ha extraído los datos (vv. 19-23) y de su propia forma de proceder (vv. 24-32). De Jasón de Cirene no conocemos nada más de lo que aquí se dice. Hay que suponer que el redactor de 2M hizo con fidelidad su resumen; pero no podemos saber hasta qué punto es obra suya la interpretación religiosa de los hechos y de los sentimientos de los personajes, constante a lo largo de todo el libro; tampoco sabemos si la obra de Jasón acababa con el reinado de Antíoco V Eupátor (v. 20), mientras que 2M continúa narrando la historia de los tiempos de su sucesor, Demetrio I (cfr caps. 2M 14-15). En cualquier caso, el autor inspirado de 2M no asume la responsabilidad de la exactitud histórica (v. 30). Su preocupación es hacer una obra de lectura agradable y útil para el lector (v. 25). Aunque parece que no era propósito inicial del hagiógrafo relatar los sucesos bajo el reinado de Demetrio I, rey de los seléucidas sirios, de hecho dedica los dos últimos capítulos (14 y 15) a la lucha de Judas Macabeo contra Nicanor, general de Demetrio I. Es posible que el autor de 2M haya optado por tal ampliación para explicar el origen de la fiesta de la muerte de Nicanor, celebrada en la víspera del Día de Mardoqueo (2M 15, 36).
La confesión que hace el autor en este pasaje sobre sus vicisitudes en la composición del libro -y su renuncia a la exactitud a la hora de narrar los detalles de los acontecimientos (v. 28)- hicieron dudar a algunos Padres, y a algunos autores cristianos, de la veracidad del libro, y en consecuencia de su canonicidad. Sin embargo, esta confesión nos ayuda a comprender mejor cómo actúa la inspiración divina en el hagiógrafo: no facilitando milagrosamente los datos al escritor, sino precisamente, y de modo misterioso, a través de los propios intereses del autor del libro y de su esfuerzo literario: En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería (Conc. Vaticano II, Dei verbum, 11).
2M 3, 1-2M 10, 8. Siguiendo su fuente, el autor expone cómo fue la purificación del Templo y la dedicación del altar (2M 2, 19). Enlaza así con el contenido de las cartas introducidas al principio (2M 1, 1-2M 2, 18). Pero, para apreciar todo el significado de aquella purificación, ha de dar cuenta de la situación a la que se había llegado y de cómo se había producido. Por eso se exponen con detenimiento las causas que condujeron a la tragedia (caps. 3-4), los sufrimientos que ésta acarreó al Templo y a los mártires (cap. 5-7), la valentía de Judas y de los que combatieron para remediar los males (cap. 8), el castigo divino a su principal responsable, Antíoco (cap. 9), y, finalmente, la purificación y dedicación del altar (2M 10, 1-8). Estos hechos son expuestos por el autor sagrado desvelando al mismo tiempo su dimensión religiosa. Aunque el Templo era inviolable por su santidad (cap. 3), el pecado de algunos, sobre todo de los sacerdotes ilegítimos (cap. 4), hizo que se levantara la ira de Dios contra su pueblo y recayera sobre el Templo -solidario con la suerte del pueblo (2M 5, 1-6)- y sobre los mártires (2M 6, 18-2M 7, 12), a modo de castigo pasajero y saludable. La fidelidad de estos últimos hace cesar la ira de Dios. Dios comienza a actuar con misericordia, concediendo la victoria a Judas (2M 8, 1-36), haciendo que el perseguidor Antíoco se convierta antes de morir (2M 9, 1-29), y permitiendo la recuperación del Templo (2M 10, 1-8).
En esta primera parte de 2M aprendemos cómo la fidelidad a Dios exige actitudes heroicas, a veces hasta la muerte, y cómo los sufrimientos aceptados con fe tienen un valor redentor, en cuanto que mueven a Dios a actuar con misericordia para salvar a su pueblo. Estos capítulos nos preparan así a comprender la eficacia redentora de la muerte de Jesucristo y su valor salvífico para todos los hombres.
2M 3, 1-40. En este relato se quiere poner de relieve que el Templo de Jerusalén era inviolable porque estaba protegido por el mismo Dios. La acción divina viene representada en imágenes de caballos y jinetes, símbolos de su poder, que son familiares al autor del libro (cfr 2M 5, 2; 2M 10, 29; 2M 11, 8) y que aparecen en otros libros bíblicos (cfr Ap 6, 2-8; Ap 19, 11-16). Destaca ya la iniciativa de algunos judíos proclives a las costumbres griegas, en concreto Simón que, al parecer, pretende que el mercado de Jerusalén sea como los mercados griegos, sin restricciones marcadas por las leyes alimentarias judías.
El sumo sacerdote Onías III es considerado en 2M como un hombre santo (cfr 2M 4, 2-5.35-37; 2M 15, 12); su padre, Simón II, es alabado en Si 50, 1-21. La oración de Onías y la del pueblo mueve a Dios a intervenir de forma extraordinaria. Eran tiempos en los que, como señala el hagiógrafo al comienzo (v. 1), el sumo sacerdote era piadoso, y por tanto se cumplía la Ley de Dios y había paz. Dios protegía su Templo. Si después va a ser profanado no será porque Dios no pueda protegerlo ni porque el Templo haya dejado de ser un lugar santo, sino porque el sumo sacerdote no cumple la Ley y no es legítimo en su cargo.
El cambio de actitud de Heliodoro, golpeado por alguna desgracia repentina, quizá una enfermedad o un ataque de los judíos celosos, refleja el poder de la oración. Orígenes, al hablar del poder de la oración de los santos, que siempre consiguió lo que pidieron, invoca entre otros el ejemplo de los justos del tiempo de los Macabeos: Otros que en el Templo de Jerusalén se atrevieron a insultar la religión de los judíos, hubieron de sufrir lo que se escribe en el libro de los Macabeos (Orígenes, Contra Celsum 8, 46).
2M 4, 1-22. Sigue aumentando la tensión entre las mismas personas que aparecen en 2M 3, 1-6. Cuando Onías va a Antioquía, el rey Seleuco ya ha sido asesinado por Heliodoro, y en el trono está Antíoco IV (175 a.C.). Éste ve en Jasón un instrumento útil para helenizar Palestina (ya se había cambiado el nombre judío Jesús por el griego Jasón). Dado el estatus de que goza Jerusalén -el autor de 2M menciona anticipadamente (v. 11) el tratado con Roma (cfr 1M 8, 17-32)- era necesaria licencia real para lo que Jasón pretende. La efebía era el lugar de reunión de los jóvenes de dieciocho a veinte años para el ejercicio físico y cultural. La construcción del gimnasio junto al Templo suponía una especie de competencia con éste. El petaso era un gorro con alas que formaba parte de la indumentaria de los efebos. Ser inscritos como antioquenos significaba tener la nacionalidad de esta ciudad. Jerusalén participa en los juegos en honor a los dioses paganos (vv. 18-20) y aclama al rey Antíoco (vv. 21-22). En conjunto es una descripción de cómo se transforma la vida de la ciudad asemejándose a la de los paganos. Estos hechos se encuentran resumidos en 1M 1, 10-15. Según Flavio Josefo, Jasón recibió el sumo sacerdocio tras la muerte de Onías (cfr Antiquitates Iudaicae 12, 237). Es posible que el autor de 2M lo cuente de otra forma para resaltar la ilegitimidad del sumo sacerdocio de Jasón.
Las dificultades del ambiente, como tantas veces lo anunciaría el Señor (cfr Mt 10, 16-42; Mt 24, 9-13; etc.), son compañeras cotidianas del que quiere ser fiel a Dios. Pero con la esperanza encendida se convierten en crisol de la fe y en forja de las virtudes: El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 77).
2M 4, 14 La llamada del disco. No se sabe a ciencia cierta a qué se refiere. Podría indicar la llamada a lanzar el disco, o una llamada realizada con una especie de gong.
2M 4, 23-29. La confirmación del sumo sacerdote dependía del rey de Siria debido a las implicaciones civiles que conllevaba el cargo. Ahora el sumo sacerdocio se ha convertido en objeto de compra y el mejor postor es Menelao, que no pertenece siquiera a la tribu sacerdotal (v. 26; cfr 2M 3, 4). Esta circunstancia muestra hasta qué punto se habían degradado las instituciones religiosas judías.
2M 4, 30-38. El talante sacrílego de Menelao queda reflejado en el robo de los objetos del Templo que acaban vendidos en los mercados de las ciudades paganas. Sorprende la reacción del rey Antíoco ante la muerte de Onías, y quizá hay que pensar que el rey aprovecha la ocasión para deshacerse de Andrónico. El autor sagrado, en cambio, cuenta así las cosas para resaltar la bondad de Onías y la estima que le tenía incluso el rey. El relieve de la figura de Onías como intercesor por el pueblo vuelve a aparecer en la narración de un sueño de Judas Macabeo (cfr 2M 15, 12), y es muy probable que a él se refiera Dn 9, 26-27, cuando ve en la supresión de un ungido el comienzo del cumplimiento del juicio de Dios.
2M 4, 39-50. El hagiógrafo ha ido mostrando cómo los que obran el mal reciben el castigo correspondiente a su propio pecado. Así les sucede a los que seguían las costumbres griegas (v. 16): Jasón, a quien Menelao arrebata el cargo, tiene que huir (v. 26); Andrónico, que había asesinado a Onías, es ajusticiado por Antíoco (v. 38); y Lisímaco, el ladrón sacrílego, muere a manos de la multitud (v. 42). Sin embargo, a veces, la injusticia humana, en el caso de Menelao el soborno, puede conseguir que ese castigo se retrase. Esas circunstancias, en las que parece que el mal queda sin castigo no dejan de ser una llamada a la paciencia y a la confianza en Dios.
2M 5, 1-27. Por 1M 1, 16-24 y Dn 11, 25-31 sabemos que Antíoco Epífanes hizo dos expediciones a Egipto. La primera en el año 169 a.C., que le fue favorable; a la vuelta hacia Antioquía saqueó el Templo de Jerusalén (cfr 1M 1, 16-24; Dn 11, 25-28). La segunda en el año 168 a.C., cuando los romanos le obligaron a retirarse. Después de ésta es cuando cometió las mayores atrocidades en la Ciudad Santa. Al poco tiempo, el año 167 a.C., mandó poner en el Templo de Jerusalén la estatua de Zeus Olímpico (cfr 2M 6, 1-2; 1M 1, 29-64; Dn 11, 29-31). El autor de 2M resume el saqueo del Templo y las atrocidades de Antíoco tras la segunda expedición. Ya había advertido al lector que no pretendía contar con exactitud los hechos (cfr 2M 2, 28). Lo que pretende sobre todo es mostrar sus causas profundas y su explicación. Para ello narra primero una manifestación celeste que anuncia la desgracia (vv. 2-4; cfr 2M 2, 21); después se fija de nuevo en el pecado del pueblo, es decir, en la guerra intestina en Jerusalén, consecuencia de la avaricia de Jasón y causa inmediata de la intervención de Antíoco (vv. 5-10); y, finalmente, describe los horrores de la actuación de Antíoco (vv. 11-26), haciendo una alusión a Judas Macabeo como puerta a la esperanza (v. 27).
La manifestación celeste (v. 2-4), descrita con recursos literarios de la época (cfr 2M 3, 25), tiene el carácter de un presagio popular. La muerte de Jasón es narrada poniendo una vez más de relieve que los malvados pagan el precio de su propio pecado (vv. 9-10; cfr nota a 2M 4, 39-50). El saqueo del Templo fue posible porque Dios había abandonado el Santuario debido a los pecados del pueblo (vv. 18-20). Los que apoyaban la implantación griega sufren sus consecuencias (vv. 22-26; cfr 2M 4, 16).
La frase del v. 19 expresa que lo que realmente cuenta para Dios es el pueblo elegido y en función de ese pueblo y para su bien, Dios había elegido habitar en aquel Santuario.
Cuando el pueblo, o mejor, los sumos sacerdotes y sus secuaces, rechazan a Dios, Dios rompe la relación especial que había establecido con él mediante su presencia en el Santuario, y buscará otra forma nueva de relacionarse con su pueblo. Las instituciones religiosas, por tanto, están al servicio del hombre y de su relación con Dios: no tienen carácter absoluto. Así lo proclamará nuestro Señor Jesucristo a propósito del sábado utilizando una frase paralela a la del v. 19: El sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2, 27). Con ello Jesús indica que Él, como enviado del Padre, es el camino de una nueva relación con Dios; es, por tanto, Señor del sábado. El sábado instituido por Dios al comienzo del mundo como expresión de su poder creador y de su amor al hombre (Gn 2, 1-3), lo mismo que el Santuario en el que puso su gloria, han dejado paso a la definitiva manifestación del poder y del amor de Dios, así como a su nueva presencia entre los hombres a través de Jesucristo. Para el lector cristiano de 2M, aquella dolorosa profanación del Templo de Jerusalén era un signo de que la presencia de Dios en medio de los hombres no estaba necesariamente vinculada a aquel lugar y a aquella institución. Así lo manifiesta el mismo autor inspirado de 2M.
Sobre el misarca (v. 24) ver nota a 1M 1, 29.
2M 6, 1-11. Se impone por la fuerza la helenización de Jerusalén y de otras ciudades judías (vv. 1.8; cfr 1M 1, 41-61). En cambio, según Flavio Josefo (Antiquitates Iudaicae 12, 257), los samaritanos pidieron a Antíoco que dedicara su templo de Garizim, construido por Alejandro Magno, al dios griego. Para el autor de 2M los dos templos, el de Jerusalén y el de Garizim, corren una suerte similar, signo del carácter transitorio de ambos. Así lo reafirmará Jesucristo en el diálogo con la samaritana (cfr Jn 4, 5-30), aunque dando por supuesto la santidad y legitimidad del Templo de Jerusalén (cfr Jn 4, 22).
La lectura de las atrocidades, es un estímulo para rechazar la violencia en materia religiosa. La Iglesia, consciente de la dignidad de todo hombre, declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar libres de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier poder humano; de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella pública o privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se conoce por la palabra de Dios revelada y por la misma razón. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de forma que se convierta en derecho civil (Conc. Vaticano II, Dignitatis humanae, 2).
2M 6, 12-17. Del texto se desprende que Dios trata a su pueblo como un padre a su hijo: le castiga para corregirlo (cfr Dt 8, 5). No sucede así, según el autor de 2M, con los pueblos paganos. En el Nuevo Testamento encontramos también la enseñanza de que las tribulaciones presentes sirven como corrección paterna de parte de Dios (cfr Hb 12, 6; Ap 3, 19). Pero cuando en el Nuevo Testamento se habla del retraso del castigo divino se entiende que no es para que el hombre culmine su pecado, sino porque Dios espera y da tiempo cara a su conversión (cfr Rm 2, 4-5; 2P 3, 9). Sin embargo, se puede llegar a colmar el pecado, como los judíos que rechazaron a Cristo (cfr Mt 23, 32) o los que impedían la propagación del evangelio (1Ts 2, 16). Pero incluso en esos casos no se niega la posibilidad de conversión.
2M 6, 18-31. El recuerdo de Eleazar enseña que la fidelidad a la ley de Dios es el valor supremo para el hombre justo, y que el ejemplo dado por personas de relevancia social tiene consecuencias de enorme importancia. San Gregorio Nacianceno llama a Eleazar primicia de aquellos que sufrieron antes de Cristo; así como Esteban lo es de aquellos que sufrieron después de Cristo (Orationes 15, 3). En la tradición ascética ha quedado como un modelo de fortaleza: Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla. Recordad el ejemplo que nos narra el libro de los Macabeos: aquel anciano, Eleazar, que prefiere morir antes que quebrantar la ley de Dios. Animosamente entregaré la vida y me mostraré digno de mi vejez, dejando a los jóvenes un ejemplo noble, para morir valiente y generosamente por nuestras venerables y santas leyes (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 77).
2M 6, 23 En el mundo grecorromano se denominaba hades a la morada de los muertos, en hebreo, sheol (cfr nota a 1R 2, 6).
2M 7, 1-42. Éste es uno de los pasajes más conocidos y populares de la historia de los Macabeos, hasta el punto de que, de forma impropia, tradicionalmente se suele dar a estos hermanos el nombre de macabeos. El autor sagrado no recuerda sus nombres ni el lugar de la escena; y la presencia del rey tiene carácter retórico. La valentía de estos jóvenes aparece como el efecto del buen ejemplo dado por Eleazar (cfr 2M 6, 28). La intervención de la madre divide la escena en dos partes: la primera con el martirio de los seis hermanos mayores (vv. 2-19); la segunda con el martirio del menor y de la madre (vv. 20-41).
En la primera parte aparece progresivamente la afirmación de la resurrección de los justos y el castigo de los malvados. Cada una de las respuestas de los seis primeros hermanos contiene un aspecto de esa verdad. El primero afirma que los justos prefieren morir antes que pecar (v. 2) porque Dios les premiará (v. 6); el segundo, que Dios les resucitará a una vida nueva (v. 9); el tercero, que resucitarán con sus cuerpos rehechos (v. 11); el cuarto, que para los malvados no habrá resurrección a la vida (v. 14); el quinto, que para los malvados habrá castigo (v. 17); y el sexto, que cuando el justo sufre se debe a que es castigado por el pecado (v. 18).
En la segunda parte, tanto la madre como el hermano menor reafirman la doctrina anterior; pero este último ofrece un aspecto nuevo, afirmando que la muerte aceptada por los justos tiene un valor expiatorio en favor de todo el pueblo (v. 37-38).
La resurrección de los muertos, que fue revelada progresivamente por Dios a su pueblo (Catecismo de la Iglesia Católica, 992), se apoya primero en las palabras de Moisés acerca de que Dios consolará a sus siervos (v. 6; cfr Dt 32, 36), y si éstos mueren prematuramente recibirán el consuelo en la otra vida. Es el argumento del primero de los hermanos, que supone que Dios mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia (ibidem, 992). En el razonamiento de la madre (vv. 27-28) la fe en la resurrección se impone como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo (ibidem, 992). Nuestro Señor Jesucristo ratifica la resurrección de los muertos y la une a la fe en Él (cfr Jn 5, 24-25; Jn 11, 25); al mismo tiempo purifica la representación de la resurrección que tenían los fariseos, resultado de una interpretación meramente materialista (cfr Mc 12, 18-27; 1Co 15, 35-53).
En las palabras de aquella madre (v. 28) aparece también la fe en la creación desde la nada como una verdad llena de promesa y de esperanza (Catecismo de la Iglesia Católica, 297). A partir de este pasaje y de otros del Nuevo Testamento como Jn 1, 3 y Hb 11, 3, la Iglesia ha formulado la doctrina de la creación: Creemos que Dios no necesita nada preexistente ni ninguna ayuda para crear (cfr Cc. Vaticano I: DS, 3022). La creación tampoco es una emanación necesaria de la substancia divina (cfr Cc. Vaticano I: DS, 3023-3024). Dios crea libremente “de la nada” (DS, 800; 3025): “¿Qué tendría de extraordinario si Dios hubiera sacado el mundo de una materia preexistente? Un artífice humano, cuando se le da un material, hace de él todo lo que quiere. Mientras que el poder de Dios se muestra precisamente cuando parte de la nada para hacer todo lo que quiere (S. Teófilo de Antioquía, Autol. 2, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica, 296).
La afirmación del valor expiatorio de la muerte de los mártires, expresada en las palabras del último de los hermanos (vv. 37-38), nos prepara para comprender el valor redentor de la muerte de Jesucristo. Aunque hemos de tener en cuenta que Cristo, con su muerte, no sólo detiene el castigo merecido por todos los hombres, sino que, por su gracia, hace justos ante Dios a los hombres pecadores (cfr Rm 3, 21-26).
Muchos Santos Padres, entre los que destacan San Gregorio Nacianceno (Orationes 15, 22), San Ambrosio (De Iacob et vita beata 2, 10, 44-57), San Agustín (In Epistolam Ioannis 8, 7), o San Cipriano (Ad Fortunatum 11), dedicaron encendidas alabanzas a estos siete hermanos mártires y a su madre. San Juan Crisóstomo nos invita a imitarlos cuando nos invade la tentación: Toda la moderación que ellos mostraron en los peligros, igualémosla nosotros con la paciencia y la templanza contra las concupiscencias irracionales, contra la ira, la avaricia de las riquezas, las pasiones del cuerpo, la vanagloria y todas las otras semejantes. Pues si dominamos su llama, como aquéllos dominaron la del fuego, podremos estar cerca de ellos y ser participantes de su confianza y libertad (S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Maccabaeos 1, 3).
2M 8, 1-36. cfr 1M 2, 42-48. El autor de 2M sólo se fija en la acción de Judas, al que ve como modelo de oración, de confianza en Dios, de amor a su pueblo, de buen estratega militar, de valentía y de generosidad con los pobres. La batalla contra Nicanor y Gorgias (vv. 8-29) se encuentra narrada con más detalle en 1M 3, 38-1M 4, 25, por donde sabemos que tuvo lugar en Emaús el año 165 a.C. Los combates contra Timoteo y Báquides (vv. 30-33) se desarrollan, en cambio, el primero en Transjordania el año 163 a.C. (cfr 1M 5, 6-7), y el segundo en la región de Judá el año 161 a.C. (cfr 1M 7, 8-24). En 2M estos episodios se encuentran reunidos y entremezclados, quizá porque el argumento es semejante y para resaltar las luchas que hubo de afrontar Judas antes de la purificación del Templo.
Desde el punto de vista del autor sagrado, las victorias de Judas se deben a que Dios ha escuchado el grito de la sangre que clamaba hasta Él (v. 3), es decir, ha aceptado el sacrificio de los mártires (cfr cap. 6-7), y a que la ira divina se ha cambiado en misericordia (v. 5). La lectura del libro de la Ley (v. 23) tiene ahora la función de las palabras de los profetas (cfr 1M 3, 48). La cruel venganza de los judíos con los prisioneros (vv. 32-33) se ha de comprender teniendo en cuenta la ley del talión y la relación que el autor de 2M va mostrando entre el pecado cometido y el castigo del pecador.
2M 9, 1-29. La muerte de Antíoco ocurrió en octubre–noviembre del 164 a.C., poco antes de la purificación del Templo, tal como se cuenta aquí. Sin embargo 1M la sitúa después de la purificación (cfr 1M 6, 1-17), quizá porque la noticia llegó entonces a Jerusalén. Aunque ambos libros coinciden en que el motivo de la muerte del rey fue una enfermedad, difieren en el tipo de dolencia, en el lugar en que suceden los hechos, y en las noticias sobre la guerra judía que suscitan la ira del rey: en 1M había sido la derrota de Lisias; derrota que sin embargo en 2M se narra más adelante (cfr 2M 11, 1-12). En este último dato es más exacto 1M.
El autor de 2M quiere resaltar que la purificación del Templo no fue consecuencia de la paz otorgada por el rey tras aquella derrota de Lisias, sino que siguió al castigo divino que sufrió el tirano. Asimismo en 2M se pone en contraste la soberbia del rey con la humillación que Dios le inflige por medio del sufrimiento, hasta el punto que tiene que reconocer al Dios de los judíos y convertirse en favorable a su causa. Tal cambio llega demasiado tarde, pues el monarca había colmado la medida de sus pecados y Dios no iba a tener misericordia de él (vv. 9.13.18). Esta actitud divina tan severa es explicable en este caso porque Antíoco se convierte solamente para eludir el castigo, y porque el autor del libro ve una vez más en aquella terrible muerte el cumplimiento de la ley del talión. Además, una forma de muerte similar se narra con frecuencia a propósito de la muerte de los tiranos: de Herodes el Grande, según Flavio Josefo (Antiquitates Iudaicae 17, 168), y de Herodes Agripa, según Hch 12, 23.
La carta de los vv. 19-27 parece arreglada por el autor de 2M sobre la base de una carta del rey dirigida a los judíos helenizados de Antioquía, o a los de otras ciudades de Imperio. Ahora se convierte en el testimonio de un rey pagano convertido.
La soberbia de Antíoco creyéndose igual a Dios (vv. 8-12) es eco y consecuencia de aquella tentación que sufre el hombre desde el comienzo de su existencia en la tierra: Seréis como dioses (cfr Gn 3, 5); porque la soberbia, explica Santo Tomás, es el más grave de los pecados, ya que la aversión a Dios y a sus preceptos -que es como una consecuencia en los demás pecados- le pertenece por sí misma a la soberbia, pues su acto es el desprecio de Dios (S.Th. II-II, q. 162, a. 6).
2M 10, 1-8. Con la narración de este hecho el autor de 2M cumple una parte de lo que se proponía escribir (2M 2, 19) y fundamenta el contenido de las cartas introducidas al comienzo de su obra (2M 1, 1-2M 2, 18). La purificación del Templo tuvo lugar el 15 de diciembre del año 164 a.C. En 1M 4, 36-61 encontramos una exposición más amplia del mismo hecho. En contraste, en 2M se menciona el fuego nuevo con el que se reanudan los sacrificios.
Aunque Dios no había hecho bajar fuego del cielo como en otros tiempos (cfr 2M 1, 19-22; 2M 2, 10-11), el fuego que ahora se emplea no es un fuego profano, que hubiera hecho inválido el sacrificio (cfr Lv 10, 1). Algunas características de la nueva fiesta se parecen a las de la fiesta de los Tabernáculos que se celebraba unos dos meses antes, pero que aquel año ellos no habían podido celebrar. De 1M 1, 54; 1M 4, 52 se deduce que fueron tres años y no dos los que pasaron sin ofrecer sacrificios.
La reanudación del culto en el Templo era signo de que Dios seguía protegiendo a su pueblo y de que estaba a punto de cumplir sus promesas (cfr 2M 2, 18). En efecto, el lector cristiano del libro sabe que entonces comienza la última etapa del culto en el Templo de Jerusalén, pues éste será superado con el culto en espíritu y verdad (cfr Jn 4, 23) instaurado por nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, la destrucción definitiva del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C. no significa que Dios haya abandonado a su pueblo, sino sencillamente que aquel Templo había dejado de ser el lugar de la especial presencia de Dios.
2M 10, 9-2M 15, 39. Tal como anunciaba el autor al comienzo de libro (cfr 2M 2, 20), continúa narrando la guerra de Judas contra Antíoco V Eupátor hasta que, finalmente, el Macabeo consigue unos acuerdos que garantizan la paz y la seguridad del pueblo judío (2M 10, 9-2M 13, 26). Esta lucha se desarrolla en varias etapas. Primero, Judas se enfrenta y vence a los jefes militares locales Gorgias y Timoteo (2M 10, 9-38); después rechaza el ataque del mando supremo del ejército del rey, ostentado por Lisias (2M 11, 1-12), con el que llega a unos primeros tratados de paz, expuestos en unas cartas (2M 11, 13-38). Estos tratados, sin embargo, no son respetados por los jefes locales, por lo que la lucha contra Gorgias y Timoteo continúa (2M 12, 1-46), motivando la intervención del mismo Antíoco y de Lisias contra Judas, con la subsecuente victoria de éste y la retirada del rey, que ofrece de nuevo la paz (2M 13, 1-26). Para presentar este resumen, el autor de 2M ha desplazado de lugar algunos hechos, que son para él secundarios (cfr nota a 2M 2, 19-32).
A pesar de no haberlo anunciado al comienzo del libro, la narración continúa con las gestas de Judas en tiempos del siguiente rey, Demetrio I, hasta que con la victoria sobre Nicanor, Jerusalén quede completamente en manos de los judíos (2M 14, 1-2M 15, 34). El autor concluirá su obra recordando que aquella victoria dio origen a la institución de una nueva fiesta (2M 15, 35-36) y despidiéndose del lector (2M 15, 37-39).
2M 10, 9-38. Antíoco V, hijo de Antíoco IV (cfr 2M 9, 25), comenzó a reinar el año 164 a.C. y lo hizo hasta el 161 a.C. (cfr 2M 14, 1). Como se desprende del suicidio de Tolomeo Macrón -distinto del Tolomeo que aparece en 2M 4, 45 y 2M 8, 8-, en la corte del rey de Siria existían actitudes muy diversas sobre el modo de tratar a los judíos. A pesar de la conversión final de Antíoco IV (cfr 2M 9, 11-17), siguió imponiéndose la actitud más dura. Por eso Judas tuvo que seguir luchando hasta conseguir, con la ayuda de Dios, la plena libertad del pueblo.
Para mostrar esto último, el autor de 2M, o su fuente, sitúa en este momento episodios que en realidad sucedieron antes de la muerte de Antíoco IV y de la purificación del Templo. En efecto, Lisias ya había sido puesto antes al frente del gobierno por Antíoco IV (cfr 1M 3, 32-33), y las batallas aquí narradas contra Gorgias y los idumeos (vv. 14-23), así como la primera campaña de Lisias que se contará después (2M 11, 1-12), ya se habían dado en tiempos de Antíoco IV (cfr 1M 3, 38-41; 1M 4, 26-35). El autor de 2M retrasa estos hechos, mezclándolos con otros incidentes, como quizá el narrado en los versículos 24-31, porque quiere que el lector entienda que el tratado de paz y la retirada del rey de Siria fueron efecto de las victorias de Judas, mientras que la purificación del Templo había sido consecuencia sobre todo de la intervención de Dios, que había castigado a Antíoco IV (cfr cap. 9). El cambio de orden de los hechos importa menos al autor del libro, si con ello resulta una narración en la que quedan reflejadas por una parte la acción de Dios, que permitió la purificación del Templo, y, por otra, las victorias de Judas, que consiguieron la libertad de la patria.
Por esos motivos el hagiógrafo tampoco tiene inconveniente en adelantar a este momento, quizá por afinidad temática, otros sucesos que ocurrieron más tarde, como, posiblemente, la toma de la fortaleza de Gazara (cfr 1M 13, 43-48) y la muerte de Timoteo (vv. 32-37), el cual vuelve a aparecer otra vez vencido por Judas en Galaad (cfr 2M 12, 1-25).
A lo largo de tales sucesos se vuelven a poner de relieve la piedad de Judas y los suyos, la soberbia de los enemigos confiados en sus propias fuerzas, y la ayuda que Dios presta a los judíos, manifestada en apariciones celestes que contribuyen a darles la victoria.
2M 11, 1-15. La batalla de Bet-Sur ocurrió en el año 164 a.C., viviendo todavía Antíoco IV y antes de la purificación del Templo (cfr 1M 4, 26-35). Habría que situarla cronológicamente después de 2M 8, 36. Antíoco IV había preparado una expedición a Persia, dejando a Lisias al frente del gobierno y como preceptor de su hijo Antíoco V (cfr 1M 3, 32-36). Al morir inesperadamente el rey en aquellas regiones (cfr cap. 9), Lisias debe acudir a Antioquía a pesar de no haber vencido la resistencia judía; pero sin duda se va con ánimos de volver (cfr 1M 4, 35). Parece ser que apremiado al mismo tiempo por los romanos, a los que han acudido los judíos (cfr 2M 11, 34-38), les concede a éstos un respiro de paz (cfr 1M 6, 55-63). Es entonces cuando a finales del año 164 a.C. tiene lugar la purificación del Templo. Tanto en 1M como aquí se resalta la victoria de Judas, pero desde distinta perspectiva. En 1M 4, 36 como precedente inmediato que posibilita la recuperación y purificación del Templo; aquí como motivo que obliga a Lisias a ofrecer la paz a los judíos (vv. 13-15).
2M 11, 16-38. La carta de Lisias (vv. 11, 16-21), la del rey a los judíos (vv. 27-33), y la de los romanos (vv. 34-38) están datadas en el año 164 a.C. y responden bien a la situación creada tras la batalla de Bet-Sur. En cambio la carta del rey a Lisias (vv. 22-26) no lleva fecha y responde mejor al contexto de las negociaciones tras la segunda campaña de Lisias (cfr 2M 13, 1-26; 1M 6, 28-63). El autor de 2M trae juntas las cuatro por la afinidad de contenidos. Con ellas se permitía a los judíos vivir según sus costumbres, y que quienes estuviesen en lugares ocultos pudieran volver a las ciudades (cfr v. 29).
2M 12, 1-9. El contenido de todo este capítulo coincide en gran medida con el capitulo de 1M 5 y refleja la misma situación; si bien 1M une estos conflictos al hecho de haber sido purificado el Templo (cfr 1M 5, 1-2), 2M los considera como pasos hacia la definitiva liberación de los judíos. Los sucesos de Jope y Yamnia, que no están expresamente mencionados en 1M, ponen de relieve cómo Judas es el vengador de la sangre de sus hermanos: sale en su defensa y cumple con los enemigos la ley del talión.
2M 12, 10-31. El escenario cambia bruscamente y la acción de Judas se sitúa ahora en Transjordania. Según 1M 5, 9-13, los judíos de esa región pidieron ayuda a Judas. Para 2M se trata de una persecución contra Timoteo que lleva al Macabeo primero hasta Caspín, a unos 20 km. al este del lago de Genesaret, y luego a unos 140 km. más al sur (v. 17), al territorio de Amán, para subir de nuevo a Carnión, hacia el Jordán, y, a través de Bet-San, o ciudad de los escitas (v. 29), llegar a Jerusalén para la fiesta de las Semanas (v. 31). Algunos códices griegos añaden que Lisias estaba en Efrón (v. 27), pero es del todo inverosímil a no ser que se tratase de otro Lisias.
2M 12, 32-37. Ahora Judas se dirige al sur, al territorio de Idumea, tras otro acérrimo enemigo de los judíos, Gorgias (cfr 2M 8, 9; 2M 10, 14). Como siempre el Macabeo pelea ayudado por el Señor y sale victorioso.
2M 12, 38-46. Aquellos soldados habían muerto en batalla debido a su pecado (v. 40), y por eso todos oran (v. 42) y Judas manda ofrecer un sacrificio expiatorio por el pecado (v. 43). Estos hechos, en sí mismos, podían no significar otra cosa que la voluntad de aplacar a Dios para que el castigo de aquel pecado no recayera sobre el pueblo (cfr Jos 7, 1). Pero el hagiógrafo da una interpretación más profunda y exacta: que Judas, al igual que aquellos siete hermanos mártires y su madre (cfr cap. 2M 7), creía en la resurrección futura de los que morían por la causa del judaísmo. En el texto queda resaltado que también Judas compartía esa fe (v. 44), y por ello es presentado como hombre piadoso y como ejemplo para los demás. La Iglesia, profundizando en esa doctrina a la luz de las enseñanzas del Señor, afirmó desde su inicio la fuerza de la comunión de los santos y la especial conveniencia de la oración por los difuntos: La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, “porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados” (2M 12, 46). Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidos; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 50).
El ofrecer aquel sacrificio, y las súplicas por los que habían muerto, significa para el autor sagrado no sólo la esperanza en la resurrección, sino la convicción de que es posible una purificación personal del pecado después de la muerte, y de que las oraciones y sacrificios por los difuntos son eficaces para esa purificación. Es lo que la Iglesia cree cuando afirma la existencia del Purgatorio y el valor expiatorio de los sacrificios por los difuntos. Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cfr DS, 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos (Catecismo de la Iglesia Católica, 1032).
2M 13, 1-17. Estos sucesos se desarrollan en el año 163 a.C. Según 1M 6, 18-28 la causa del ataque del rey fue que Judas había puesto sitio a la Ciudadela donde estaba la guarnición siria de Jerusalén. El autor de 2M en cambio se fija sobre todo en la traición del sumo sacerdote Menelao (cfr 2M 4, 23-29), dejando entender que el partido progriego seguía teniendo fuerza y que, como ya había ocurrido antes, algunos de los mismos judíos eran la causa de los males (cfr 2M 4, 30-32). Una vez más el castigo del culpable está en relación con su pecado (v. 8). Y también, de nuevo, la victoria de Judas se debe a la protección divina implorada mediante la oración (vv. 10-14).
2M 13, 18-26. Comparando este pasaje con 1M 6, 48-63 se ve que la victoria de Judas aparece aquí magnificada y que la verdadera causa de que el rey pactara con los judíos y se retirara de Bet-Sur fue la rebelión de Filipo en Antioquía (v. 23). Judas queda de hecho como gobernador de Judea con autoridad reconocida por el rey. Los judíos pueden practicar su religión con libertad. A este momento correspondería la carta del rey a Lisias que se recoge en 2M 11, 22-26. Parte de lo que el rey concedía ya lo habían conseguido los judíos.
2M 14, 1-2M 15, 39. Aunque al comienzo de 2M no se prevé contar los sucesos relativos al reinado de Demetrio I (cfr 2M 2, 19-23), el autor del libro continúa la narración ofreciendo un amplio informe sobre el rebrote de la persecución y de las nuevas victorias de Judas al comienzo de ese reinado (161 a.C.). Como ya había sucedido en el inicio de la persecución (cfr 2M 3, 4-6; 2M 4, 1-2.7-8), también ahora ésta se origina con la traición a la patria de algunos judíos, en este caso Alcimo (2M 14, 1-36). Al ejemplo heroico de los mártires anteriores (cfr 2M 6, 18-2M 7, 41), sucede ahora el del anciano Razías (2M 14, 37-46). A la muerte del perseguidor y blasfemo Antíoco IV (cfr 2M 9, 1-28) corresponde ahora la de Nicanor (2M 15, 25-34). Así como antes fue instituida la fiesta de la Dedicación del Templo (2M 10, 1-8), ahora se instituye la del Día de Nicanor (2M 15, 35-36). De esta forma la obra termina en armónico paralelismo con la primera parte, consiguiendo así la belleza que pretendía el autor (cfr 2M 2, 25; 2M 15, 38-39).
2M 14, 1-14. 1M 7, 1-50 nos informa de manera más concisa de esos mismos acontecimientos. El nuevo rey llegó desde Roma a Trípoli, una ciudad fenicia. El sumo sacerdocio de Jerusalén estaba vacante desde la muerte de Menelao (2M 13, 3-8), y Alcimo, del partido favorable a los griegos, actúa contra Judas con astucia y sin escrúpulos, buscando hacerse con el poder en Jerusalén. Sobre los asideos (v. 6) ver nota a 1M 2, 42.
2M 14, 15-25. El pacto entre Judas y Nicanor, y la amistad entre ellos, de lo que sólo tenemos información por 2M, sirve para resaltar la valentía, y a la vez, el talante pacífico de Judas, así como para poner más de relieve la maldad de Alcimo que conseguirá arruinar aquella amistad.
2M 14, 26-36. Frente a la noble actitud de Judas, Alcimo emplea la mentira acusando a Judas y a Nicanor de deslealtad al rey, y temiendo quizás que Judas llegara a ser nombrado sumo sacerdote o amigo del rey. Nicanor reacciona con servilismo hacia el rey y con deslealtad hacia Judas, pero éste se muestra más inteligente. La actitud de Nicanor ante el Templo es incluso peor que la de Antíoco IV, pues amenaza no sólo con profanarlo sino con destruirlo.
El comportamiento de Nicanor que, aun reconociendo la rectitud de Judas (v. 28), busca por todos los medios darle muerte, recuerda el de Pilato ante nuestro Señor Jesucristo y el de aquellos que llegan a conocer la verdad, pero después no saben comportarse con coherencia: Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida. En este sentido el Cardenal J.H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: “La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes” (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 34).
2M 14, 37-46. Una vez más podemos apreciar el gusto del autor de 2M por el dramatismo de las escenas. El episodio carece de precisiones cronológicas y topográficas, y recuerda el caso de Saúl que se dio muerte de manera parecida para no caer en manos de los enemigos (cfr 1S 31, 4). No tenemos más noticias de este anciano y de su trágica muerte; el recuerdo de su acción sirve al autor sagrado para mostrar, como hiciera en los relatos martiriales de 2M 6, 18-2M 7, 41, que es preferible morir antes que quebrantar la ley de Dios o verse obligado a ello por los impíos. Más que justificar el suicidio, cuya moralidad no se plantea aquí, el texto presenta un ejemplo de heroísmo y de esperanza en la resurrección (v. 46). El suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo de amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y la muerte (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 66). cfr también notas a 1S 31, 4-5 y Tb 3, 7-10.
2M 15, 1-11. En el último acontecimiento contado en el libro, el autor de 2M despliega todo su arte de narrador melodramático. El suspense está creado desde el principio al exponer la terrible blasfemia de Nicanor que se cree más poderoso en la tierra que el mismo Dios (v. 5), y, en contraposición, la actitud de Judas que pone su confianza en Dios, apoyándose en las Sagradas Escrituras y en las experiencias de la misericordia divina tenidas anteriormente (v. 9). Con este planteamiento se pone en juego el mismo honor divino y la veracidad de su historia de salvación. El enfrentamiento no es tanto entre Nicanor y Judas, sino entre Nicanor y Dios. El desenlace deberá ser tremendo. Los mismos sucesos están narrados con tonos más sobrios en 1M 7, 33-50.
El recurso a la Sagrada Escritura como fuente de confianza en Dios y de sabiduría que lleva a la salvación será más tarde recomendado en 2Tm 3, 15-16, pero en cuanto que las Escrituras llevan a la fe en Cristo Jesús. Por ello, el Magisterio de la Iglesia anima a vivir de ellas: Toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual (Conc. Vaticano II, Dei verbum, 21).
2M 15, 12-16. Tanto Onías como Jeremías son personajes significativos en relación a la situación que está atravesando en ese momento el pueblo. Onías con su oración había evitado el expolio del Templo (cfr 2M 3, 16-19.20-21). Jeremías había orado (cfr Jr 11, 20) y después había llorado sobre Jerusalén, y había prometido de parte de Dios la restauración de Judá (cfr Jr 30, 1-31, Jr 26, 1-6; 2M 2, 1-18). Además, Onías, como sacerdote, representa a la Ley, y Jeremías a los Profetas.
El sueño de Judas es digno de crédito (v. 11) porque el autor sagrado cree firmemente que los justos que han muerto prestan su ayuda a los vivos intercediendo por éstos ante Dios (vv. 12.14) y capacitándolos para la lucha (v. 15). Esta enseñanza se corresponde con la de 2M 12, 38-45 sobre la ayuda que los vivos pueden prestar también a los que han muerto. Esta intercomunicación entre los vivos y los difuntos es afirmada y vivida en la Iglesia mediante la comunión de los santos. La tradición cristiana ha visto en este texto uno de los ejemplos en los que a la oración hecha en la tierra se une la intercesión de Jesucristo, la de los ángeles y la de los santos: Pero no es sólo el Pontífice el que se une a la oración de los que oran debidamente, sino también los ángeles que se alegran en el cielo más por el pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no precisan de ella; y del mismo modo también las almas de los santos que ya descansaron. (…) Según se lee en el libro de los Macabeos, Jeremías se apareció destacándose por la blancura de sus cabellos y por su gloriosa dignidad, nimbado de admirable y magnífica majestad… y extendía su diestra y entregaba a Judas una espada de oro. Era Jeremías, de quien otro santo que ya había muerto testimonió: “Este es el que ora mucho por el pueblo y por la Ciudad Santa: Jeremías, el profeta de Dios” (Orígenes, De oratione 11, 1).
2M 15, 17-27. El hagiógrafo sólo parece querer poner la atención en los medios espirituales que se emplean para preparar y dar la batalla. Lo que preocupa realmente a Judas y a sus soldados son las cosas de Dios (vv. 17-18), y aparece con toda claridad que la victoria es de Dios (vv. 21.27). Algo parecido sucede en la vida cristiana, en la que la lucha no es contra enemigos armados sino contra el pecado.
2M 15, 28-36. El macabro tratamiento que se da al cadáver de Nicanor se ha de comprender teniendo en cuenta la mentalidad de aquella época, en la que, entre los judíos, todavía regía la ley del talión. La complacencia del autor sagrado al narrar tal hecho refleja su convencimiento, expresado a lo largo de todo el libro, de que hay una relación entre el pecado y el castigo que se sufre por él (vv. 5-6.32). Por otra parte la descripción pertenece al estilo dramático con el que el autor sagrado quiere presentar su narración; quizá por eso señala la relación con el día de Mardoqueo en la que se celebra la venganza judía contra sus enemigos en Babilonia (cfr Est 9, 1-19). Desde la consideración cristiana se trata de una etapa ya superada por el progreso de la revelación (cfr Mt 5, 43-45).
2M 15, 37-39. El autor de 2M puede decir que la ciudad está en manos de los judíos porque han obtenido el control del Templo. Pero en realidad todavía eran los sirios quienes mandaban en la ciudad, y la Ciudadela mencionada anacrónicamente en 2M 15, 35 tardará unos veinte años en pasar al poder de los judíos (cfr 1M 13, 51). A lo largo del libro se han mezclado datos históricos rigurosos, a veces alterados en su cronología, con interpretaciones de carácter religioso hechas por el autor, como se mezcla el agua con el vino (v. 39). La finalidad primera era agradar y edificar. Son aspectos propios de una obra literaria de género mixto, de los que se vale la Palabra de Dios.
Jb 1, 1-Jb 2, 13. Esta introducción en prosa con la que comienza el libro, además de presentar al protagonista y de describir sus circunstancias familiares, plantea el problema que motiva los diálogos entre Job y sus amigos: la explicación teológica del sufrimiento del justo.
El prólogo comprende tres escenas conectadas entre sí: a) La presentación de Job, sus cualidades y sus posesiones (vv. 1-5); b) El diálogo de Satán con Dios y la prueba a la que somete al justo (Jb 1, 6-2, 10) -esta escena se desglosa en dos etapas simétricas que contienen cada una los mismos elementos: proyecto malévolo de Satán y permiso del Señor (Jb 1, 6-12; Jb 2, 1-7a), ejecución de lo pactado (Jb 1, 13-19; Jb 2, 7b) y reacción de Job (Jb 1, 20-22; Jb 2, 8-10)-; c) La llegada de los amigos a solidarizarse con Job (Jb 2, 11-13).
Las historias de justos que sufren, suplican a los dioses y son librados de sus desgracias eran frecuentes en Egipto y Mesopotamia. Muestras de ellas se han encontrado también en Canaán, concretamente en Ugarit, desde donde pudieron pasar fácilmente a la tradición israelita. Quizá el autor sagrado toma datos para su historia de ese trasfondo. Pero al incorporarlos a su obra como prólogo o introducción lo hace para enmarcar el problema del justo sufriente en la fe del pueblo de Israel. Por un lado, habla de Dios llamándole Yhwh, nombre específico del Dios de la Alianza, mientras que en los diálogos a lo largo del libro emplea el nombre de El u otros comunes en Canaán para designar a Dios. Por otro lado, da ya al lector la clave de por qué sufre un hombre justo: para poner a prueba su fidelidad. Ni Job ni sus amigos conocen esa clave; sólo la conocen Dios y el mundo angélico que le rodea. Por eso el problema se va a plantear entre los hombres. Las cualidades de Job (vv. 1-5) y su reacción sumisa (Jb 1, 21; Jb 2, 10) al aceptar la desgracia como venida de Dios, realzan la figura del protagonista, presentado como patriarca y como prototipo de israelita bueno y piadoso, y no sólo como modelo de justo que sufre.
Jb 1, 1-5. Según la doctrina reflejada en los libros históricos y en la sabiduría tradicional recogida en los Proverbios y en los Salmos, la prosperidad era consecuencia del buen obrar; por eso, el que conservaba su pureza, justicia y temor de Dios era bendecido con riquezas e hijos. Conforme a esta doctrina, el protagonista, Job, es presentado gozando de riquezas abundantes y de descendencia numerosa por ser un hombre ejemplar (v. 1).
El número de hijos es señal de plenitud en la paternidad: tanto el número siete como el tres indican perfección. En el epílogo el Señor le duplicó todos sus bienes, pero le mantuvo el mismo número de hijos e hijas (cfr Jb 42, 10-15).
La costumbre de reunirse de vez en cuando en la casa de cada hermano (v. 4) muestra la posición holgada de todos ellos, pero también la armonía de la familia y, de modo especial, la piedad de Job que en esas ocasiones ofrecía holocaustos expiatorios por cada uno, por si habían ofendido a Dios (v. 5).
Con las pinceladas sobre la virtud, los hijos y las costumbres familiares, queda bien descrita la figura de Job. No se indica su genealogía, quizá porque se quiere presentar como modelo universal, ni se dan demasiados detalles geográficos; de Us únicamente se sabe que era una zona/tribu edomita del sur de Canaán. Tampoco hay datos cronológicos. Job viene a ser, por tanto, ejemplo para los israelitas, pero también para los gentiles. Es así modelo imitable por cualquier persona de toda región y época.
Jb 1, 6-12. Los protagonistas, Dios y Satán, se comportan como seres humanos: Dios, como un gran señor que convoca a sus colaboradores íntimos (v. 6); Satán, como un espía cualificado que parece ir en contra de un hombre temeroso de Dios, cuando en realidad va en contra de Dios mismo, pues invierte la doctrina tradicional sobre la retribución: no es que Dios bendiga al hombre piadoso, sino que éste se muestra piadoso porque Dios le bendice (vv. 9-11). La piedad, en este caso, no sería sincera, sólo consecuencia del interés y del egoísmo.
Satán en este libro no designa todavía al diablo, ángel caído y seductor que busca el mal de los hombres (cfr Ap 12, 9); es más bien el acusador por antonomasia que denuncia a los hombres ante Dios (cfr Za 3, 1). Una explicación más amplia puede verse en nota a 1Cro 21, 1.
Job, como Abrahán cuando se le exigió sacrificar a su hijo primogénito (cfr Gn 22, 1-12), no sabe que está siendo probado en su fe y en su temor de Dios. Sin embargo, tanto en la historia de Abrahán como en la de Job, Dios mismo lleva la iniciativa: no permitirá que el sacrificio, en el caso de Abrahán, llegue a consumarse, ni que la prueba, en el caso de Job, llegue más allá de lo que Él permita (v. 12).
Los ángeles de Dios -literalmente en hebreo hijos- (v. 6) son como los súbditos que están a sus órdenes.
Jb 1, 13-22. La ejecución de los planes de Satán se lleva a cabo en un sólo día (v. 13) y produce un dramático desastre en los bienes de Job. Consta de cuatro intervenciones, cada una más severa que la anterior, y todas ellas comunicadas a Job por un superviviente único. Primero le desaparecen los bueyes y los asnos, luego los rebaños, a continuación los camellos y, por último, los hijos. Se queda sin posesiones y sin posibilidad de adquirirlas de nuevo ya que ni siquiera sobrevive su descendencia. Job ha pasado así instantáneamente de ser una persona honorable y rica a un hombre en estado lastimoso y miserable.
Un rayo (v. 16). Al pie de la letra, un fuego divino, pero aquí no tiene sentido religioso, pues se trata simplemente de una expresión popular.
Jb 1, 20-22. La actitud de Job se refleja en sus gestos y en sus palabras. Los gestos de duelo, habituales en la Biblia, como se ve en la historia de José (cfr Gn 37, 34) y en el luto de David (cfr 2S 1, 11; 2S 13, 31), manifiestan un profundo dolor y tristeza. Las palabras forman un bello poema que subraya la condición del hombre como criatura débil e impotente. Job experimenta la desnudez total del ser humano y la soberanía absoluta del Señor, el único con poder para dar y quitar, y manifiesta su rendida aceptación de la voluntad divina. San Gregorio Magno subraya en su comentario estas buenas disposiciones: Si hemos recibido de Él los bienes que empleamos en esta vida, ¿por qué dolerse si el mismo Juez nos exige lo que generosamente nos había prestado? (Moralia in Iob 2, 31).
Delante de: Bendito sea el Nombre del Señor (v. 21), la versión de los Setenta y la Vulgata añaden: Como Dios ha dispuesto, ha sucedido. Probablemente es una adición tardía que extrae una enseñanza universal del caso concreto de Job.
En esta brevísima reflexión aparece hasta tres veces el nombre propio del Señor (Yhwh), de modo que quien lo pronuncia expresa una profunda fe en el Dios de la Alianza y un acatamiento sincero de los designios divinos.
La primera escena termina con el triunfo rotundo de Job que, lejos de maldecir al Señor como preveía Satán (v. 11), le bendice abiertamente (v. 21). El autor sagrado dictamina a su favor señalando que ni pecó ni cometió necedad. Satán se había equivocado.
Jb 2, 1-10. La segunda escena es más concisa que la primera pero más dramática: Dios reconoce solemnemente la integridad moral de Job, y Satán propone una prueba definitiva, una úlcera maligna terrible y vergonzante que llevara consigo el aislamiento del enfermo (cfr Lv 13, 45-46). Job, finalmente, queda maltrecho por la enfermedad y es despreciado incluso por su mujer, que sólo alcanza a interpretar aquellas desgracias como un severo castigo.
La reacción de Job es admirable y refleja su virtud extraordinaria, pero, sobre todo, su sabiduría: tilda de necia -no de malvada- a su mujer, y muestra lo incoherente de su conducta con una máxima propia de un sabio: Si aceptamos de Dios los bienes, ¿cómo no vamos a aceptar también los males? (v. 10).
El autor sagrado formula su dictamen, como al final del primer episodio, ratificando la inocencia del protagonista malherido: En todo esto tampoco pecó Job (v. 10b). Deja así el camino abierto para el diálogo que viene a continuación, en el que los datos son claros: Job nunca pecó y, sin embargo, ha contraído una grave y repugnante enfermedad. ¿Cómo se explica esta situación?
Jb 2, 4 Piel por piel. Es una expresión popular para indicar un intercambio justo. Aquí indicaría que Job sigue siendo íntegro no por virtud, sino sólo porque Dios le da la vida (cfr Jb 1, 6-12).
Jb 2, 11-13. La mujer de Job no habló con sabiduría, quizá movida por el afecto a su marido, y fue reprochada por necia (Jb 2, 10), pero no despreciada o repudiada. Y así, en el relato, queda como contrapunto que realza la piedad y la sabiduría del protagonista. Los amigos, en cambio, son presentados como sabios y educados, que saben medir sus gestos de compasión como saben medir sus palabras en el debate que se planteará a continuación. Su comportamiento es correcto; los siete días en silencio eran los que duraba el duelo por un difunto. Sus gestos reflejan respeto, pero no apasionamiento ni afecto, como en el caso de la esposa. Su diálogo será también desapasionado y frío, es decir, diálogo entre sabios, más que entre amigos.
Jb 3, 1-Jb 42, 6. La parte central y más importante del libro son los diálogos, compuestos en verso. Se trata de un debate sobre el sufrimiento de un inocente, que incluye a la vez cuestiones acerca de Dios, del ser humano y del orden del universo.
El debate parece tener a veces características académicas, como si se tratara de una discusión sobre ideas abstractas; otras veces es apasionado y refleja la situación angustiosa de uno de los contendientes. En todo caso, puesto que Job es presentado en el prólogo como un israelita piadoso, su diálogo con sabios extranjeros le convierten en figura y símbolo del pueblo de Israel sometido al imperio persa y a punto de perder las esperanzas que había abrigado al calor de la enseñanza profética. Pensando en la situación del pueblo durante y después del destierro, surgía la pregunta: ¿puede abandonar el Señor a su pueblo, que se ha mantenido fiel aun en las circunstancias más duras? ¿Puede oprimirle sin motivo?
Como hemos indicado en la introducción, hay tres grupos de discursos: el diálogo de Job con sus amigos (caps. 3-31), la intervención de Elihú (caps. 32-37), y los discursos del Señor (Jb 38, 1-Jb 42, 6).
Jb 3, 1-26. En las primeras palabras (v. 1) se resume con desgarro el tema de este largo monólogo de Job: la maldición del día de su nacimiento. Con expresiones fuertes, cargadas de dramatismo y de un cierto lirismo, el protagonista lamenta su existencia: en contraste con el haya luz de la creación (Gn 1, 3), por el que se estableció la distinción entre el día y la noche, se pide que el día del nacimiento se convierta en noche y ésta en tinieblas sin fin (vv. 3-10). Las preguntas retóricas y las afirmaciones de los vv. 11-19 ponen en duda el sentido de la existencia de quien sufre, presentando como más deseable la muerte. La última parte de este soliloquio (vv. 20-26) plantea la pregunta sobre Dios casi sin nombrarlo: ¿cómo comprender el designio divino de traer a la vida a quien está destinado a sufrir? Job no encuentra respuesta en medio de su dolor, pero al hacer las preguntas deja entender que deberá haber alguna.
El Job de los diálogos es bien diferente del presentado en el prólogo. Ahora interroga y se muestra disconforme, plantea con crudeza el sentido de la vida cuando existe el sufrimiento, y la impotencia del hombre para evitarlo, si no es con la muerte, con la no existencia que no depende de él.
Con frecuencia los comentaristas antiguos se preguntaban si Job cometió pecado con estas imprecaciones. San Gregorio Magno llega a decir que las palabras de Job son contrarias a la razón si se leen superficialmente, pero que con ellas el santo varón no quiso decir nada según el sentido literal (Moralia in Iob 4, 3). La mayoría de aquéllos, en cambio, justifican esta intervención de Job explicando que no hay pecado en el anhelo de no seguir viviendo cuando la vida está cargada de dolor; el pecado está en el suicidio practicado o deseado. También Jeremías maldijo el día de su nacimiento (cfr Jr 20, 14-17) y no pecó (cfr S. Tomás, Expositio super Iob). Análogamente, si bien por motivos distintos, los místicos experimentaron también deseos de morir por sus anhelos de la vida del cielo. De ahí que Santa Teresa de Jesús pueda exclamar: Y tan alta vida espero, que muero porque no muero (Poesías 2).
Los que maldicen el día (v. 8) son los que aman las tinieblas para hacer el mal; pero incluso éstos deberían maldecir aquella noche.
Jb 3, 8 Leviatán era el nombre de un monstruo marino, una especie de serpiente o dragón, que personificaba el caos de las aguas y encarnaba a las fuerzas maléficas enemigas a Dios. Ver nota a Jb 40, 25-Jb 41, 26.
Jb 3, 11-19. La muerte es contemplada del mismo modo que en la sabiduría tradicional, como una existencia desvaída cercana al no ser. Por eso, frente al sufrimiento es el lugar de descanso, como un sueño sin ruidos (v. 13), ajeno al tumulto de los malvados (v. 17) o a los gritos del capataz (v. 18). Y es el lugar donde no hay diferencias: se igualan los súbditos más pobres con los reyes y los ricos (vv. 14-15), los pequeños con los grandes, los siervos con los amos (v. 19).
A la luz de la revelación posterior, y sobre todo de la muerte y resurrección de Cristo, la muerte adquiere un nuevo sentido: ya no es sólo descanso de los sufrimientos, sino también inicio de la recompensa: Bienaventurados los muertos que desde ahora mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, porque sus obras les acompañan (Ap 14, 13). De este modo, para el cristiano, la muerte se convierte en la antesala de la resurrección definitiva: Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual manera también Dios, por medio de Jesús, reunirá con Él a los que murieron (1Ts 4, 14). San Bernardo lo expresa en frase feliz: La muerte del justo es buena por el descanso, mejor por la novedad del gozo, óptima por la seguridad de que será para siempre (Epistolae 105).
Jb 4, 1-Jb 5, 27. En el relato en prosa Elifaz es mencionado el primero y aquí es el primero de los amigos en tomar la palabra (Jb 2, 11), probablemente por ser el más anciano. Habla con dignidad y como quien goza de autoridad. Propiamente no responde al monólogo anterior de Job, puesto que en ningún momento recrimina sus palabras. Más bien pretende dar una lección (Jb 5, 27) y explicar el sentido de la situación deplorable en que Job se encuentra. Apela a una revelación personal (Jb 4, 12-21).
El largo discurso consta de dos partes. La primera contiene una breve interpelación introductoria (Jb 4, 2-6), unas reflexiones tomadas de la experiencia (Jb 4, 7-11) y la descripción de una visión nocturna aducida como argumento (Jb 4, 12-21). La segunda parte comienza con nuevos datos de experiencia (Jb 5, 1-7), un canto a la sabiduría del Dios Creador (Jb 5, 8-16) y una bienaventuranza para infundir ánimo al que sufre (Jb 5, 17-27).
En este primer discurso Elifaz emplea un estilo amigable, pero un tanto magisterial, cargado de enseñanzas y consejos hacia un discípulo poco sagaz. La doctrina es firme y acorde con la tradición sapiencial de la época: por encima de todo hay que mantener la retribución inmediata e implacable que consiste en que Dios castiga al pecador y concede bienes al justo (Jb 4, 7-9). De este principio se deduce que la desgracia, la enfermedad y el dolor son siempre consecuencia de un pecado. Como para no herir a Job arguye que todos, hombres y ángeles, tienen alguna falta ante Dios (Jb 4, 17-19), y por eso le invita a recurrir a Él reconociéndose pecador, para poder remediar el castigo. De ahí el consejo final: Escúchalo y aprovéchalo (Jb 5, 27).
Jb 4, 3-6. Elifaz quiere acusar a Job de la falta de coherencia entre lo que enseña y la actitud ante su propia desgracia; alaba la sabiduría de Job (vv. 3-4), pero sólo para impugnar su pecado con más crudeza e ironía. San Gregorio Magno extrae de su actitud una enseñanza sobre el comportamiento humano: Los malvados arremeten contra la vida de los buenos de dos maneras: afirmando que dicen cosas depravadas y asegurando que no cumplen las cosas rectas que dicen (…). Ahora le acusan de haber hablado con rectitud, pero no de haber cumplido lo dicho (…). Sus voces de reconocimiento se transforman en recriminaciones hiriendo con mayor gravedad la vida de los justos que poco antes simulaban defender (Moralia in Iob 5, 32).
Jb 4, 8 Esta máxima expresa con claridad el convencimiento de quienes explican el sufrimiento como castigo del pecado. En la opinión de los amigos de Job se expresa una convicción que se encuentra también en la conciencia moral de la humanidad: el orden moral objetivo requiere una pena por la transgresión, por el pecado y por el reato. El sufrimiento aparece, bajo este punto de vista, como un “mal justificado”. (…) Job, sin embargo, contesta la verdad del principio que identifica el sufrimiento con el castigo, y lo hace en base a su propia experiencia (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 10-11).
Jb 4, 10-11. La imagen del león y sus cachorros es muy expresiva: los cachorros que mueren de hambre son la prueba palpable de que su padre, el león, no cumple sus obligaciones por más que emita rugidos sonoros; la enfermedad, según Elifaz, es también prueba de que quien la padece no es inocente por más que alardee de lo contrario.
Cuando Elifaz acusa a Job de jactarse de inocencia, sus palabras se vuelven contra él, que es capaz de enseñanzas elevadas y no sabe comprender al que sufre.
Jb 4, 16-21. Apelando a una visión nocturna, Elifaz expone su idea negativa del hombre: no puede ser justo ni íntegro ante Dios. Tampoco el concepto de Dios es positivo: no se fía de sus servidores ni de sus ángeles. Más que a un Dios justo, presenta a un Dios justiciero; y más que a un hombre débil como criatura, presenta a un hombre abocado al delito, incapaz incluso de alcanzar la sabiduría (v. 21). A estas palabras de Elifaz se les puede aplicar el juicio genérico que San Gregorio Magno da sobre las intervenciones de los amigos de Job: Es claro que ciertas cosas son rectas en su formulación, pero pueden ser superadas cuando se las compara con otras mejores (Moralia in Iob 5, 27).
En la plenitud de la Revelación, en el Nuevo Testamento, Dios se dará a conocer como Creador y como Padre amoroso que cuida con diligencia de los hombres, más que de las aves del campo (cfr Mt 6, 25-34), y presenta al hombre como elegido desde la eternidad para ser santo ante Dios (cfr Ef 1, 4).
Jb 5, 3 La segunda parte de este versículo parece romper el hilo argumental del discurso, por lo que algunos comentaristas, forzando el texto, traducen: Y enseguida vi arruinarse su mansión. Sin embargo, tanto el texto hebreo como las versiones griega y latina transmiten la expresión que hemos aceptado. Elifaz ante el malvado (necio) que progresa y parece echar raíces se siente en la obligación de maldecirlo, porque, según la idea común entre los sabios, ese progreso era sólo aparente. De hecho, tras la maldición, la familia y la fortuna de aquel hombre se vendrán abajo (Jb 5, 4-7).
Jb 5, 9-13. Junto a las incontables maravillas que Dios obra en la naturaleza, especialmente la lluvia que parece estar orientada a beneficiar a los más desfavorecidos (vv. 9-11), se cuenta la de desorientar a los que se presentan como sabios pero son pecadores (vv. 12-13). Elifaz se considera sabio porque sabe razonar: la enfermedad es consecuencia del pecado, Job está enfermo, luego es pecador. Más pronto o más tarde Dios pondrá al descubierto sus delitos. ¡Qué distinta es la argumentación de San Pablo! Con una expresión semejante: Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios (1Co 1, 27), abre camino para comprender la verdadera sabiduría: ésta no es la del hombre arrogante, que, creyendo saber todo, afirma que el sufrimiento es consecuencia del delito, sino más bien la del hombre humilde capaz de reconocer la lógica de Dios que hace del dolor, de la Cruz de Cristo, fuente de sabiduría y de salvación. La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la sabiduría lo que San Pablo pone como criterio de verdad y, a la vez, de salvación (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 23).
Jb 5, 17 Esta bienaventuranza formulada por Elifaz contiene otra explicación común del sufrimiento como corrección enviada por Dios. Aun siendo una explicación verdadera, en este contexto supone que si Job la acepta da por supuesto que ha cometido un delito del que debe corregirse o un error que debe enmendar. Pero Job se sabe inocente, y por ello tal interpretación será insuficiente para él.
Jb 6, 1-Jb 7, 21. Frente a la doctrina teórica de Elifaz, Job expone su condición de enfermo y su debate interior entre aceptar el designio divino y defender su inocencia personal. ¿Quién es el causante del sufrimiento, sino Dios? ¿Cómo conocer lo que Dios quiere cuando el enfermo está al borde de la desesperación?
La intervención de Job, aunque es bastante homogénea, puede dividirse en cinco partes: apelación a Dios como único responsable de su infortunio y el único que puede poner remedio (Jb 6, 1-10); lamento por su soledad y abandono de los familiares y parientes (Jb 6, 11-20); queja por el trato de aquellos amigos suyos que, en vez de consolarle, le agobian con razonamientos fríos y acusadores (Jb 6, 21-30); nuevo lamento por su estado de postración sin esperanza de restablecimiento (Jb 7, 1-10); nueva apelación a Dios, porque le ha convertido en el blanco de su ira (Jb 7, 11-21).
Más que a sus amigos, Job se dirige a Dios en son de queja: siendo omnipotente, deja al hombre abandonado en su miseria. De este modo expone con toda crudeza el problema del sufrimiento, achacando a Dios su causa y esperando de Él la solución.
Jb 6, 9-10. Job anhela la muerte, no por desesperación, sino por temor a sucumbir bajo el peso del dolor y renegar de los mandatos del Santo (cfr v. 10). Hasta ahora no se ha levantado contra Dios, frente a lo que opina Elifaz, el temanita (cfr Jb 4, 7-11), pero ansía morir porque, como les ocurrió a Moisés (cfr Nm 11, 15) o a Elías (cfr 1R 19, 4), duda de su propia capacidad de resistencia. En ningún momento piensa Job en quitarse la vida, lo que constituiría un gravísimo pecado, sino en que sea Dios mismo quien le conceda la muerte: Pues Dios lo comenzó, que lo acabe, y pues me ha llagado de muerte, que acabe de dármela y que no me hiera con tenedor, sino que suelte a su mano la rienda para que deshaga enteramente a éste que tiene ya tan deshecho (Fray Luis de León, Expositio libri Iob 6, 9).
Jb 6, 14 Job alude aquí a que la falta de bondad con los amigos significa no temer al Señor. De ahí que Fray Luis de León citando a 1Jn 4, 20 dictamine: Se atreverá con Dios quien desampara a su amigo caído (Expositio libri Iob 6, 14). Job, que sufre el abandono de su familia, de sus hermanos (cfr Jb 6, 15-20), espera en vano el apoyo de sus amigos (cfr Jb 6, 21-30).
Jb 6, 21-30. Job comprende que sus interlocutores han dejado de ser amigos para convertirse en sabios contrincantes; llegaron con muestras de afecto, pero, ante tanto tormento, se han llenado de temor (v. 21). Job ya no les pide los favores de la amistad (vv. 22-23), pero al menos espera que sean leales en el debate: ya no está en juego su vida o sus bienes, sino su honra y su justicia (v. 29).
Algunos comentaristas antiguos han deducido de estas palabras de Job una enseñanza sobre la necesidad de evitar las discusiones, ya que con frecuencia producen más perjuicios que beneficios. En este sentido San Lorenzo Justiniani, primer patriarca de Venecia, del siglo XIII, escribía: La disputa es saeta encendida por el diablo para perder a las almas. ¡Cuántas rencillas y cuántos odios han nacido de la discusión! ¡Cuántas veces se oculta la verdad o se defiende el error por miedo a saberse vencido! Es malo dedicarse a discutir, porque se disgregan los lazos de la amistad y se disuelven los vínculos de las almas (De disciplina et perfecta monastica conversatione 13).
Jb 7, 1-2. Consciente de que su caso particular no es una excepción de la condición de hombre, Job aplica las afirmaciones generales (vv. 1-2) a su situación concreta (Jb 7, 3-10). Las imágenes de la milicia (cfr Jb 14, 14) y del asalariado son muy gráficas para expresar las penalidades que sufre el hombre durante su vida entera. Reflejan la enseñanza bíblica sobre la dramática situación en la que se encuentra el mundo como consecuencia del pecado original y de los pecados personales. Esta situación hace de la vida del hombre un combate: “A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo” (GS 37, 2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 409). Nadie puede verse libre de este combate. Sin embargo, como muestra la experiencia, no todos luchan de la misma forma. La vida del hombre sobre la tierra es milicia, y sus días transcurren con el peso del trabajo. Nadie escapa a ese imperativo; tampoco los comodones que se resisten a enterarse: desertan de las filas de Cristo, y se afanan en otras contiendas para satisfacer su poltronería, su vanidad, sus ambiciones mezquinas; andan esclavos de sus caprichos.
Si la situación de lucha es connatural a la criatura humana, procuremos cumplir nuestras obligaciones con tenacidad, rezando y trabajando con buena voluntad, con rectitud de intención, con la mirada puesta en lo que Dios quiere. Así se colmarán nuestras ansias de Amor, y progresaremos en la marcha hacia la santidad, aunque al terminar la jornada comprobemos que todavía nos queda por recorrer mucha distancia (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 217).
Jb 7, 7-10. En la súplica que comienza con una solemne fórmula -recuerda-, Job arguye que si su fin va a ser la muerte, no tiene sentido su dolor; se muestra aún obsesionado con la muerte como meta y fin de las angustias de la vida (cfr Jb 3, 11-19; Jb 10, 20-22; Jb 14, 1-22). Refleja una mentalidad que corresponde a un momento en el que todavía no estaba clara la doctrina de la resurrección después esta vida. Sin embargo, estas expresiones tampoco pueden entenderse como negación de la vida futura; únicamente evidencian la ansiedad del protagonista que, agobiado por el sufrimiento, desea que termine cuanto antes. Estas palabras fueron pronunciadas por Job para confirmar la fragilidad de la vida; y, sobre todo, para enseñar que quien ha muerto ya no regresa a esta vida corruptible ni vuelve a sus funciones ordinarias (Dídimo el Ciego, In Iob, ad locum).
Jb 7, 11-21. La preocupación de Dios por el hombre que los Salmos consideran manifestación de su providencia amorosa (cfr Sal 8, 5; Sal 144, 7) es interpretada en este pasaje como persecución molesta y como vigilancia agobiante. La inmensidad del Mar La inmensidad del Mar (Yam) o el poder del mítico Monstruo marino (Tannin) (v. 12) le sirven a Job para contrastar la pequeñez del ser humano con la grandeza de Dios: si el hombre es tan insignificante no debería recibir tanta atención por parte de Dios, ni sus delitos deberían considerarse tan graves como para merecer tales suplicios. A la doctrina antigua expuesta por su amigo Elifaz (cfr Jb 4, 7-9), según la cual el sufrimiento humano es siempre castigo por el pecado, Job viene a responder que dada la grandeza de Dios e insignificancia del hombre, no se comprende la saña divina en castigarlo (vv. 20-21).
En el modo de hablar de Job hay una cierta ironía, que deja entrever que la Providencia divina, el pecado y el castigo no pueden comprenderse con las categorías de la retribución al modo humano, sino que han de tener un sentido más profundo, aunque no logremos explicarlo, porque Dios es infinitamente superior al hombre.
Jb 8, 1-22. Bildad se enfrenta a Job en dos flancos: como interlocutor, calificando de rudas sus palabras (v. 2; cfr Jb 6, 26), y como sabio, basando su argumentación en la justicia divina que no puede fallar. Apela a la enseñanza de las generaciones pasadas.
En el discurso hay dos razonamientos: primero, que los hijos de Job ya han pagado con la muerte sus pecados; él, sin embargo, todavía está vivo y puede recurrir a Dios y salvarse (vv. 1-7); segundo, que la aparente prosperidad del impío que no confía en Dios se desvanece porque no tiene base; es como el papiro, la tela de araña o el árbol trasplantado (vv. 8-19). La conclusión es clara: todavía hay remedio y Job, si actúa rectamente, podrá recuperar la alegría (vv. 20-22).
Jb 8, 3 Este principio, formulado al comenzar el discurso, no admite discusión, pues la justicia es atributo propio de Dios y el derecho regula todas sus acciones. Pero Bildad entiende la retribución de modo mecánico deduciendo de lo que le ha ocurrido a Job y a sus hijos que, a pesar de las apariencias, eran pecadores. Sólo así quedará a salvo, para Bildad, la justicia divina.
Jb 9, 1-Jb 10, 22. Este nuevo discurso de Job toma pie de las palabras de Bildad sobre la justicia divina (cfr Jb 8, 3.20), y se desarrolla como una apelación directa a Dios para que acepte un hipotético pleito entre los dos, con el fin de mostrar que él (Job) ha obrado con justicia. Aquí no hay ninguna mención de los amigos. En cambio, contiene expresiones audaces, casi irreverentes, contra el proceder del mismo Dios, aun manteniéndose dentro de la estricta ortodoxia sobre la acción creadora y providente del Señor. Job llega a lamentar su impotencia ante Dios.
La introducción plantea el problema fundamental del largo parlamento: la justicia -integridad- del hombre ha de medirse a la luz de la grandeza y del poder divinos (Jb 9, 1-4). La primera parte contiene un canto de exaltación de la omnipotencia de Dios en la creación (Jb 9, 5-10), que contrasta con el comportamiento divino respecto del ser humano, a quien maltrata (Jb 9, 11-24); termina lamentando la condición de inferioridad del hombre ante Dios, ya que no puede ir a pleito con Él para determinar la rectitud de su comportamiento (Jb 9, 25-35). La segunda parte del discurso es una súplica similar a la contenida en el discurso anterior (cfr Jb 7, 16-21). En ella Job se queja de que Dios le trate con tanta severidad (Jb 10, 1-7) a pesar de haberlo modelado con detalle (Jb 10, 8-12). Termina pidiendo al Señor que le permita vivir en paz, que no le aflija continuamente con el dolor (Jb 10, 13-22).
La terminología procesal de este discurso sirve para poner de relieve que Dios no actúa como actúan los hombres, y que su acción no puede entenderse con criterios humanos. Más bien al contrario, el criterio del hombre debe tener en cuenta la forma de actuar de Dios.
Jb 9, 4 La sabiduría y la omnipotencia son dos atributos divinos alabados una y otra vez en los Salmos y en los libros sapienciales (cfr Sal 115, 3; Sal 135, 5-6; Pr 8, 22-31) porque guían la acción divina tanto en la creación como en la historia de la salvación. Santo Tomás, al tratar de la justicia de Dios, había dicho: La justicia se corrompe por dos motivos, o por la astucia de un sabio o por la violencia de un poderoso. Pero en Dios se dan la sabiduría perfecta y la omnipotencia, de modo que ni por la sabiduría se pervierte el juicio divino porque no actúa con astucia, ni por la omnipotencia, porque no quebranta con violencia lo que es justo (Expositio super Iob 8, 3). Ahora añade: En ambas cualidades Dios supera a todos, porque supera toda sabiduría y toda fortaleza (ibidem 9, 4).
Jb 9, 9 La mención de estas constelaciones refleja que el poder creador de Dios abarca todos los seres que percibimos con los sentidos, como los montes, los astros, los cielos y los mares, incluidos los que tenían carácter mitológico y eran tenidos como divinidades entre los pueblos vecinos de Israel.
Con frecuencia los Santos Padres han subrayado que este v. 9, junto con Jb 38, 31-32, muestra cómo todas las cosas, aun las que algunos consideran con poderes sobre el hombre, han sido creadas por Dios y están sometidas a Él. Así, San Gregorio de Nisa, en su polémica contra los arrianos, enseña que los nombres de las constelaciones no suponen ningún poder sobre las personas: Dios no sólo ha contado el número de las estrellas sino que las llama por su nombre. Esto significa que su conocimiento preciso alcanza a las cosas más pequeñas, y que las conoce una a una como al hombre. (Contra Eunomium 2, 435-436). La enseñanza en definitiva es clara: Dios está por encima de todo.
Los nombres de las estrellas Osa, Orión, y Pléyades, que tienen su origen en la mitología griega, son los que utiliza la versión griega y la Vulgata como traducción de los Ais, Quesil, Quimah del texto hebreo, que provienen de la mitología babilónica. Las Cámaras del Sur forman otra constelación desconocida en la mitología griega.
Jb 9, 13 Rahab es una figura mítica del mal, asociada al mar (cfr Jb 26, 12), que a veces se usa como símbolo de Egipto (cfr Is 30, 7).
Jb 9, 19-24. Frente a la doctrina simplista de que Dios premia a los buenos y castiga a los malos ya en esta vida, Job aduce el dato más contundente de la experiencia: a todos, buenos y malos, Dios envía la muerte sin consideración de la edad (v. 22), y además, deja que los malvados triunfen (v. 24). Esto muestra que el hombre no puede comprender la forma en que Dios actúa. Por eso es imposible un pleito con Él (v. 19), como es imposible cualquier exigencia por parte del hombre: ni puede exigir de Dios ser escuchado (cfr Jb 9, 16) ni ser valorado por su buena conducta (v. 21), ni menos ser tratado con favores especiales (cfr Jb 9, 14-15). El hombre, como criatura que es, debe someterse y aceptar los designios divinos, aunque con frecuencia no los comprenda; de lo contrario, corre el peligro de interpretar lo que le acontece como una incongruencia insolente de Dios (vv. 23-24).
Jb 9, 32-34. La transcendencia de Dios es el presupuesto que impide dirigirse a Él en un hipotético pleito. Dios sólo puede ser el juez supremo, nunca una de las partes sometida a un árbitro pues esto equivaldría a negar la soberanía de Dios sobre todo lo creado. Santo Tomás, partiendo de la verdad de que Dios es el juez, explica las dos razones que impiden someter a juicio sus designios: Una, porque conviene que el juez esté dotado de una sabiduría superior a las partes (…) y es claro que la sabiduría divina es la regla primera ante la que toda verdad es examinada (…); la segunda, porque conviene que el juez tenga una potestad superior a la de las partes (…) y esto es evidente por la inmensidad del poder divino, como se ha mostrado antes (Jb 9, 5-10) (Expositio super Iob 9, 32).
Jb 10, 4-7. Mediante preguntas retóricas que afirman con rotundidad lo que parecen poner en duda, Job pide a Dios que le trate como lo que Él es, no como los hombres. La diferencia esencial entre Dios y el hombre es una de las enseñanzas más notables de la Biblia (cfr Os 11, 9; Sal 50, 21) y también del libro de Job: los amigos interpretan las acciones divinas y la retribución al modo humano; Job, en cambio, incluso en las frases más atrevidas, insiste en que Dios no es como las criaturas; el juicio de Dios no puede ser como el juicio de los hombres. Santo Tomás, al comentar estos versículos, explica que ante Dios el sufrimiento no es una prueba para descubrir la inocencia o culpabilidad del que sufre: A veces cuando un inocente es acusado, el juez le somete a algún tormento para descubrir la verdad; pero la razón que podría justificar esa decisión es que el conocimiento humano es imperfecto (Expositio super Iob 10, 4).
Jb 10, 8-12. Job se sabe criatura, más aún, hechura de las manos de Dios en alusión velada al relato de la creación (cfr Gn 2, 7). Éstos versículos conservan algunos detalles de los conocimientos biológicos de la época acerca del proceso de gestación del hombre dentro del seno materno: primero, la coagulación de la sangre de la madre; después, la formación de la piel y de las partes blandas del cuerpo, y finalmente la estructura ósea. Estos datos han sido superados por la ciencia, pero no la verdad religiosa que subyace: todo hombre recibe el cuidado divino desde su concepción.
Jb 10, 16-22. Si me levanto (v. 16). Suponemos que el sujeto en primera persona es Job que se siente débil y agazapado como el león ante un cazador potente. Pero el texto original es muy complicado, pues en hebreo el verbo está en tercera persona, y en griego no se menciona la acción de levantarse. La Neovulgata, influida por la Vulgata, lee: si superbia extollar (si por soberbia me enalteciera), entendiendo el posible castigo como efecto del orgullo. Tanto en esta interpretación religiosa como en una lectura literal, es evidente que la imagen de la caza refleja con cuánta crudeza parece comportarse Dios con el hombre, que queda tan indefenso como la presa ante el cazador.
En esta situación de angustia, Job se siente desesperado y pide aguardar la muerte sin que Dios se fije en él (vv. 20-22), pues sólo lo hace para castigarle.
Las expresiones crudas de este discurso de Job reflejarían la imagen de un Dios justiciero y vengador. Sin embargo, Dios no utiliza el sufrimiento como instrumento de castigo por el pecado, sino que actúa como quiere de forma incomprensible para la criatura. En esa libre voluntad divina actúa también su cuidado por el hombre en el seno materno y su desvelo por el pueblo como padre compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad (Ex 34, 6).
Jb 11, 1-20. Sofar es el tercero de los amigos en hablar. De los tres, Elifaz es el que se había mostrado más benigno, pues había expuesto su enseñanza con suavidad, apoyándose en revelaciones sobrenaturales. Bildad fue más brusco, pero todavía admitió el diálogo y adujo el apoyo de la tradición de los mayores. Sofar, por último, se presenta como oponente cruel; trata a Job de necio y charlatán y ofrece sólo argumentos humanos. Se diría que es el más racionalista de los tres. Su intervención toma pie de las palabras de Job en las que presumía tener razón (v. 4; cfr Jb 9, 35) y le responde con dureza despiadada.
El discurso es breve y lineal: en la introducción ironiza sobre la locuacidad de Job (vv. 1-4); en la parte central ensalza la sabiduría de Dios que conoce y castiga la maldad (vv. 5-12); en la conclusión desarrolla la única salida que le queda a Job: corregir su conducta y suplicar a Dios con la esperanza de que el Señor no tenga en cuenta sus delitos y le otorgue sus bendiciones (vv. 13-20).
Jb 11, 2 Alude Sofar a un principio de sabiduría popular frecuentemente formulado en el libro de los Proverbios: En el mucho hablar no faltan culpas (Pr 10, 19; cfr también Pr 13, 3; Pr 17, 27). Ahora bien, este principio que condena la locuacidad -en cuanto que a menudo ésta es ocasión de ocultar la verdad- no es empleado aquí rectamente. Su aplicación pierde valor ya que Sofar olvida el sufrimiento de Job e interpreta las palabras de éste como una mofa. Sólo busca acusarle, haga lo que haga: si calla, porque acepta su culpa; si habla, porque es charlatán. De este modo, aunque el texto no enjuicia directamente la actitud de Sofar, deja entender que está faltando a la verdad sobre la realidad de Job. De ahí que San Gregorio Magno condene la hipocresía de este modo de proceder cuando comenta: El valor de la ciencia se pierde cuando no se aplica con rectitud. En concreto, es cierto que el hombre locuaz no es justificado, pero no todo el que habla es charlatán. Esa sentencia verdadera, si sólo se aplica para condenar la virtud de los buenos, pierde su valor; y con frecuencia revierte contra quien la pronuncia (Moralia in Iob 2, 10, 2).
Jb 11, 12 Sofar, además de no mostrar compasión ante el estado lamentable de Job, lo desprecia como incapaz de recuperar la sabiduría. No tiene en cuenta que en ocasiones la sabiduría divina se manifiesta a los hombres, tal como enseñaba Elifaz (cfr Jb 4, 12), o que de hecho había sido revelada a los antepasados, como daba por supuesto Bildad (cfr Jb 8, 8), sino que se limita a echar en cara a Job su necedad incorregible.
El proverbio propuesto es cruel en su aplicación porque da por sentado que en temas de sabiduría Job está desahuciado: el onagro o asno salvaje, incapaz de llegar a ser útil como el asno doméstico, era símbolo de los ismaelitas, la tribu ruda por antonomasia (cfr Gn 16, 12) y, junto al caballo y el mulo, era prototipo de irracionalidad (cfr Sal 73, 22).
Jb 11, 18-19. La propuesta de Sofar de alcanzar tranquilidad y descanso sería correcta si no estuviera basada en planteamientos meramente humanos: la seguridad y el bienestar no son consecuencia automática del comportamiento del hombre, sino don de Dios que lo concede a quien quiere y cuando quiere.
Jb 12, 1-Jb 14, 22. Con este largo discurso Job da respuesta a Sofar y a la vez a las propuestas de los tres amigos. Las afirmaciones que hace Job darán pie a continuación a una nueva ronda de intervenciones. En ellas los amigos repetirán una y otra vez la misma doctrina de la retribución entendida de modo mecánico. Job, en cambio, aporta ahora algunas pistas de reflexión más novedosas sobre el modo de intervenir el Señor en la vida del hombre. Intensifica el diálogo con Dios, mientras que los amigos pasan a un segundo plano.
El discurso consta de dos partes simétricas, cada una de las cuales contiene una sección breve dirigida a los amigos y otra más larga centrada en Dios. En la primera parte Job se encara con sus amigos (Jb 12, 1-3) y les hace ver que la creación entera muestra que no hay una lógica en la retribución sino que Dios actúa como quiere (Jb 12, 4-12); a continuación, ensalza en un amplio himno el dominio de Dios sobre las criaturas y su soberanía absoluta, independiente de toda norma (Jb 12, 13-25). En la segunda, se encara de nuevo con los amigos (Jb 13, 1-2) y contrapone su experiencia de dolor con la más acomodada de sus oponentes (Jb 13, 3-19). Luego se dirige directamente a Dios (Jb 13, 20-Jb 14, 22). En este intenso coloquio, elaborado con lenguaje forense, Job insiste en atribuir al Señor la responsabilidad de las desgracias que padece.
Jb 12, 2-3. Job reivindica para sí la misma sabiduría de la que hacen gala los amigos; él ya conocía los argumentos que han expuesto y, a pesar de ello, sigue sufriendo. Por eso busca una respuesta distinta e interpela a Dios para que se la dé a conocer. No le bastan los razonamientos humanos; de ahí que haya que seguir buscando perspectivas nuevas. Éstas vendrán en efecto de la Revelación. Su luz nos estimula a no quedar satisfechos con lo ya conseguido, como recuerda Juan Pablo II: La Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar continuamente el campo del propio saber hasta que se dé cuenta de que no ha realizado todo lo que podía, sin descuidar nada (Fides et Ratio, 14).
Jb 12, 7-9. El recurso a los animales como término de comparación (cfr Jb 11, 12), o como fuente de conocimiento (cfr Pr 30, 24-28), es frecuente en la literatura sapiencial. Aquí son aludidos según la división clásica de bestias, aves, reptiles y peces (cfr Gn 1, 20-25) para enseñar que Dios es el Hacedor de todos los vivientes (v. 9) y, por tanto, el único que los dirige: El que hizo todas las cosas, dispone también de qué manera deben ser administradas (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 3, 9, 4).
Jb 12, 10 El Catecismo de la Iglesia Católica cita este versículo como resumen de su enseñanza sobre el quinto mandamiento (Catecismo de la Iglesia Católica, 2318). En efecto, la Iglesia enseña que la vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum vitae, 22; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2258).
Jb 12, 12 Esta máxima sapiencial era aceptada sin discusión, como se ve en el discurso del joven Elihú (cfr Jb 32, 7): la experiencia, sin duda, acrisola el saber. Pero aquí es además un recurso literario para introducir un himno que ensalza la sabiduría y fortaleza de Dios. Así pues, el autor sagrado va subiendo poco a poco desde la consideración de las realidades naturales, cuya observación constituye una fuente de conocimiento (vv. 7-12), hasta la sabiduría de Dios, que domina la naturaleza y dirige las acciones de los hombres (vv. 13-25). Fray Luis de León, comentando juntos los vv. 12-13, escribe: Es de advertir que de los ancianos dice: en los ancianos sabiduría, y no dice más. Pero de Dios: con Dios sabiduría y también fortaleza. Porque lo que hay en los hombres es parte y venido de otra parte, más en Dios es el todo y no recibido de otro, sino suyo y propio (Expositio libri Iob 12, 13).
Jb 12, 13-25. El himno parte de cuatro atributos divinos relacionados con su actuar, que merecen el mayor reconocimiento: sabiduría y fortaleza, inteligencia y consejo (v. 13). Sin embargo, a continuación sólo se mencionan consecuencias negativas de la intervención divina. Éstas muestran su poder sobre la naturaleza y sus decisiones de retirar la sabiduría a los sabios de este mundo. Se insiste, por tanto, en que Job encuentra dificultades en compaginar los males de la creación con la sabiduría de Dios. En este poema queda bien asentado que los desastres naturales (vv. 14-15), las desgracias humanas (vv. 16-21) y los vaivenes de las naciones y de los pueblos (vv. 22-25) tienen su origen último en Dios. Job se encuentra confuso, pero no se engaña ni tergiversa su experiencia como hacían los amigos. No comprende el sentido de tantos males, pero confiesa con firmeza que todo tiene su origen en Dios. [Job] nunca se opone al juicio de Dios. Conoce la grandeza y la profundidad de la sabiduría y de la ciencia de Dios, y que sus juicios son incomprensibles y sus caminos inescrutables (cfr Rm 11, 33) (S. Ambrosio, De interpellatione Iob 1, 9, 28).
Jb 12, 17 Literalmente, hace andar descalzos a los consejeros. Es una imagen que sugiere que han sido despojados de su capacidad de juicio.
Jb 13, 1-19. Después de repetir la reivindicación del principio (vv. 1-2; cfr Jb 12, 2-3), el discurso se torna agresivo contra los amigos y les emplaza a un juicio sobre Dios y con Dios. Abundan las expresiones severas: unas veces exigiendo a sus amigos que callen y dejen de proferir falsedades (vv. 4-5); otras, haciéndoles ver que en el discurso sobre Dios no cabe la mentira (vv. 7-9) y, sobre todo, mostrándoles que en este debate él se juega la vida (vv. 14-16), no sólo el prestigio de ser sabio.
La idea del pleito judicial se va haciendo reiterativa: no se trata tanto de juzgar entre Job y sus amigos, sino de entablar una causa independientemente, primero entre Dios y los amigos, y finalmente entre Dios y Job. A este pleito estará dedicado el resto de esta parte del discurso, cargado de sorprendente audacia (Jb 13, 20-28).
Jb 13, 15-16. La primera frase del v. 15 ha sufrido modificaciones, probablemente al ser transmitida. Según el texto hebreo dice: Puede matarme, no tengo esperanza; pero la versión griega y otras muy antiguas presentan la traducción que hemos adoptado. La esperanza en Dios mismo, a pesar de que sus acciones parezcan ir contra el hombre, es el fundamento de la gran osadía de Job. Presentarse ante la presencia de Dios es ya un reconocimiento de inocencia, porque ante Él no comparece el impío (v. 16). Santo Tomás comenta así estas palabras: Si mi esperanza en Dios se basara sólo en bienes temporales, estaría obligado a desesperar; pero puesto que mi esperanza en Dios se basa en bienes espirituales que permanecen después de la muerte, aunque Él me aflija hasta faltarme la vida, no cesará la esperanza que tengo en Él (Expositio super Iob 13, 15). Esta firme confianza de Job en Dios destaca por encima de todas sus rebeldías y se convierte en un permanente estímulo para los hombres de todos los tiempos.
Jb 13, 20-Jb 14, 22. Job continúa su discurso con este impresionante alegato dirigido a Dios, en el que se mezclan el desafío y la actitud confiada, la acusación y la esperanza. La solicitud de un pleito con Dios enmarca la nueva búsqueda de solución al problema del hombre que sufre.
En primer lugar, Job interroga a Dios sobre su pecado. Quiere conocerlo para que quede manifiesto que Dios se está excediendo contra él, que no es sino una criatura débil, tan endeble como una hoja llevada por el viento o un vestido carcomido por la polilla (Jb 13, 20-28). En segundo lugar, Job plantea a Dios qué sentido tiene que Él llame al hombre a juicio y se ensañe con él haciéndole sufrir cuando, en realidad, éste tiene una existencia tan breve y mísera, y está abocado a la muerte sin retorno posible (Jb 14, 1-12). En comparación con otras criaturas el hombre parece más limitado y caduco (Jb 14, 7-15). Si Dios tuviera eso en cuenta -continúa Job-, perdonaría en vez de ensañarse (Jb 14, 16-17); pero no, quita toda esperanza (Jb 14, 18-20). La reflexión final (Jb 14, 21-22) viene a ser una cierta añoranza de vida permanente, un inconformismo ante el destino del hombre a morir, un atisbo de esperanza de que no puede terminar todo con la muerte. San Gregorio Magno explica la vida futura a partir de esta sección: A la vida breve sucede la eternidad. El hombre fue fortalecido un poco al recibir aquí las fuerzas del vivir por breve tiempo para pasar a lo perdurable, donde su vida no estará sujeta a ningún fin (Moralia in Iob 3, 12, 19).
Jb 14, 3-6. Aquí Job responsabiliza a Dios de la debilidad del ser humano. El hombre no es capaz de prolongar el plazo de su vida, ni de alcanzar cotas de pureza; ni siquiera es responsable de su inclinación al mal. Considerando el santo varón nuestra fragilidad dijo: El hombre nacido de mujer, corto de días, está lleno de muchas miserias. Como si dijera más claramente: ¿qué fortaleza va a tener en sí mismo el que ha nacido de la fragilidad? (…) Como flor brota y se marchita. Como flor brota porque sale de la carne, pero se marchita, porque vuelve a la podredumbre. (…) Perdido el amor del creador, se perdió el calor del corazón y permaneció solo en la frialdad de la iniquidad (Lathcen, Ecloga de Moralibus Iob 11). Desde Orígenes, la tradición ha comentado con este texto las consecuencias del pecado original; lo suele explicar junto al Sal 51, 7: En culpa nací, y en pecado me concibió mi madre.
Jb 15, 1-35. El segundo discurso de Elifaz es más áspero que el primero (caps. 4-5). En la primera parte (vv. 1-16) interpela con dureza a Job echándole en cara su carencia de sabiduría (vv. 2-3), su escasa piedad (vv. 4-5) y, sobre todo, su falta de pureza y sencillez al quererse enfrentar directamente con Dios (vv. 6-16). Más que una conversación amistosa es una condena despiadada acusándole de no aceptar el contenido de la reflexión sapiencial que él había expuesto (vv. 7-9), ni los consuelos que le han brindado los amigos (vv. 11-13). El final de esta primera parte (vv. 14-16) es repetición casi exacta de parte del discurso anterior (cfr Jb 4, 17-19), pero concretando mucho más: en el primer discurso se describe la condición humana en general, aquí se acentúa la impureza y corrupción de Job: ¿cómo un hombre así se atreve a entablar una discusión con el mismo Dios? A pesar de la crudeza de la interpelación, este discurso no contiene ideas o argumentos nuevos, sino que repite el convencimiento de que hay dolor porque previamente ha habido delito.
La segunda parte (vv. 17-35) es una reflexión teórica y, por tanto, fría y desapasionada, pero carente también de novedad en el planteamiento, o de interés en el razonamiento. Con insistencia se reincide en que el impío, incluso cuando parece triunfar, está abocado al fracaso (vv. 20-24); así lo muestran las imágenes de los bandidos (v. 21), de las casas ruinosas (v. 28), o de los árboles que no llegan a dar frutos sazonados a pesar de las apariencias (vv. 31-32).
Jb 15, 35 El proverbio final de este discurso insiste una vez más en el fracaso inevitable del impío, aplicado con crudeza al dolorido Job. Esta formulación feliz bajo la imagen de la mujer que da a luz lo que previamente engendró vuelve a aparecer con pequeñas variantes en el Sal 7, 15 y en la carta de Santiago, cuando enseña el recorrido del alma que comienza cediendo a la concupiscencia y termina en la muerte espiritual: La concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz al pecado y éste, una vez consumado, engendra la muerte (St 1, 15).
Jb 16, 1-Jb 17, 16. En la nueva intervención de Job no se percibe una lógica clara. Más que de partes del discurso hay que hablar de temas predominantes. Éstos son: las quejas dirigidas contra sus amigos (Jb 16, 2-6), el lamento por el trato que recibe de Dios (Jb 16, 7-17), un canto de esperanza (Jb 16, 18-22), una nueva súplica doliente (Jb 17, 3-7) y una respuesta a la doctrina expuesta por los visitantes (Jb 17, 8-16).
Comienza con una queja cargada de irritación contra los amigos a los que define como consoladores funestos (Jb 16, 2); Job es consciente de que si en una hipótesis imposible se invirtiera la situación de los protagonistas, él mismo sería capaz de brindar las mismas palabras huecas de consuelo que ellos pronuncian (Jb 16, 3-6).
Sigue un lamento profundo y emocionado por el comportamiento de Dios, el único a quien Job hace responsable de su estado de postración (Jb 16, 7-17). Se utilizan audazmente cuatro imágenes de gran fuerza expresiva aplicadas a Dios. Lo presenta como fiera que desgarra a su presa (Jb 16, 9), como depredador que tritura el cráneo (Jb 16, 12), como arquero que dispara contra el blanco (Jb 16, 12-13) y como guerrero que se lanza al asalto (Jb 16, 14). Probablemente esta sección es una de las más apasionadas de todo el libro, por la fuerza con que se contrapone el enojo e impotencia de Job frente al poder de Dios, y por la expresividad con que describe su propia miseria; Job se ve como un animal vencido y humillado que se esconde en retirada (Jb 16, 15-17).
Tras este lamento vehemente, Job eleva un magnífico canto de esperanza (Jb 16, 18-22): Dios en el cielo es testigo de su dolor, defensor de su inocencia (Jb 16, 19), árbitro del conflicto entre ambos (Jb 16, 21). El mismo apasionamiento que motiva sus quejas, impregna su confianza.
La oración que sigue (Jb 17, 1-7) contiene los elementos característicos de los Salmos de súplica individual, a saber, el acoso de los enemigos (Jb 17, 1-2), el estado de soledad y abandono (Jb 17, 4-7), el ruego emocionado (Jb 17, 3). Aunque por faltar el sujeto explícito de los verbos toda la sección resulta un tanto compleja, al menos queda claro el sentimiento de confianza del hombre humillado que acude a Dios con la certeza de ser atendido.
La última sección del discurso (Jb 17, 8-16) es una respuesta sapiencial a la doctrina de los amigos. Ante la brevedad de la vida (Jb 17, 11), el intento de los sabios de aclarar las dudas sin conseguirlo (Jb 17, 12) y el inminente desenlace de la muerte (Jb 17, 14), sigue resonando el grito de quien, en medio de sufrimientos y a causa de su dolor (Jb 17, 13.15), no ve dónde poner su esperanza. Quizá bajo la pregunta: ¿Dónde está mi esperanza? (Jb 17, 15), implícitamente está pensando en Dios y no en la vida. Será una actitud similar a la de Sal 39, 8: Ahora, Señor, ¿qué puedo esperar? Mi esperanza está en Ti. San Gregorio Magno lo entiende en este mismo sentido: ¿Qué otra cosa puede ser la esperanza de los justos, sino sólo Dios que es justo y justificador, que descendió espontáneamente hasta las penalidades del género humano y redimió con su justicia a los cautivos de la muerte? Por eso no cesaban de esperar esa presencia de Dios que, aun sabiendo que había de llegar, deseaban que llegara cuanto antes (Moralia in Iob 3, 12, 46).
Jb 16, 7 El texto hebreo de este versículo es ambiguo porque en la primera parte el sujeto del verbo no está expreso y podría parecer que es Dios quien oprime a Job hasta el agotamiento. Sin embargo, parece más lógico suponer que el sujeto es el dolor mencionado en el versículo anterior, como hace la Vulgata. El paso de la tercera persona a la segunda en un mismo versículo denota la oscilación de los sentimientos frente a la realidad dolorosa que padece y en relación a Dios con quien dialoga. Santo Tomás explica cómo el dolor intenso merma la capacidad de raciocinio: El dolor me ha impedido usar la razón con facilidad y libertad, como antes solía hacer. Porque, cuando hay un dolor vehemente en los sentidos, conviene que los deseos del alma eviten cualquier consideración intelectual (Expositio super Iob 16, 7).
Jb 17, 6 Me ha hecho hablilla de la gente (cfr Sal 44, 15). Se trata de una expresión que refleja la alta consideración que tenían los israelitas de sí mismos. Llegar a ser burla de otros pueblos era una de las mayores desgracias (cfr Sal 79, 4; Sal 80, 7; Jb 30, 9) porque equivalía a sentirse abandonado por Dios. San Agustín, que presenta a Job como prefiguración de la Iglesia, aplica este versículo a las persecuciones: Me has hecho hablilla de la gente, a mí, al hombre que redimiste, es decir, a la Iglesia de la que hablarán las naciones o que los judíos hablarán de ella a las naciones (Adnotationes in Iob, 17, 6).
Jb 18, 1-21. El segundo discurso de Bildad no es prolongación del primero (cfr Jb 8, 1-22), ni tiene apenas puntos comunes con aquél, sino que conecta más bien con el último de Elifaz (cfr Jb 15, 1-35). Comienza también interpelando con severidad la presunción de Job, que parece suponer que con su sufrimiento se ha alterado el orden de la creación (vv. 2-4). Describe a continuación la desaparición de todo lo que rodea al malvado en esta vida: luces, vigor físico, salud o vivienda (vv. 5-15); y de todo lo que podría sobrevivirle: herencia, memoria, descendencia, etc. (vv. 16-19). La conclusión es una sentencia inapelable: ésa es la suerte del impío (vv. 20-21).
Tampoco Bildad presenta argumentos nuevos y originales; repite la misma doctrina tradicional de la retribución automática, subrayando que el impío acaba mal necesariamente. Sin embargo, como buen conocedor de los procedimientos sapienciales, utiliza imágenes vivas para expresar los elementos del bienestar humano que se derrumban: la luz que se apaga (vv. 5-6), los pies ágiles que terminan en el cepo (vv. 7-11), el vigor juvenil que es consumido por el hijo de la muerte (vv. 12-13), la tienda segura que hay que abandonar para comparecer ante el rey de los terrores (vv. 14-15). Es, por tanto, una hermosa pieza literaria pero carente de calor y de convencimiento.
Jb 18, 2-3. El texto hebreo utiliza el plural: Cuándo pondréis fin (…), reflexionad (…), vuestros ojos, quizá en señal de respeto a Job, o más probablemente porque el autor sagrado ha querido dar a este discurso un aire más académico que amistoso, y supone que hay unos oyentes que se unen a las opiniones de Job. La versión griega ya lo cambió al singular, que es más acorde con el contexto de diálogo con Job.
La mayor acusación que se puede hacer a un sabio es la falta de reflexión. Fray Luis de León explica: [Bildad] le dice [a Job] que se le va todo en hablar, y que como no atiende a lo que le dicen, no entiende. Que lo entienda primero una vez y que después hable si tiene qué (Expositio libri Iob 18, 2).
Jb 19, 1-29. Este discurso es uno de los más comentados entre los cristianos, en especial los vv. 25-27, que han sido entendidos como confesión de fe en la resurrección. Dentro del libro supone un momento álgido de lirismo y de intensidad en las súplicas. Comienza Job, una vez más, quejándose de sus amigos que le ultrajan y le calumnian: no comprenden que con esto desprecian a Dios, el único causante de sus desgracias (vv. 2-7). A continuación, utilizando expresiones en tercera persona, se queja de cómo actúa Dios con él (vv. 8-20): Dios se ha ensañado con Job como con un enemigo (vv. 8-12) y ha extendido su acción devastadora a los familiares y amigos, a todos los que están cerca de él (vv. 13-20). De modo inesperado formula una súplica angustiosa a los amigos (vv. 21-22), implorando comprensión y pidiendo que se pongan a su favor frente al Dios perseguidor. Y llegamos a la parte más solemne (vv. 23-27) que Job desearía esculpir en bronce o en piedra. A pesar de los pesares su esperanza se dirige a Dios, el único que vive antes de los hombres y el único que permanece cuando éstos han desaparecido. En la conclusión (vv. 28-29) se dirige de nuevo a los amigos para hacerles ver que por encima de su condena hay uno, Dios, que les juzgará también a ellos: Es necesario temer ahora al Juez, cuando aún no ejercita el juicio, cuando todavía soporta nuestros males y tolera nuestras obras perversas; porque cuando extienda su mano, tanto más severo será el castigo en el juicio cuanto más largo fue el tiempo que nos esperó (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 3, 14, 59).
Jb 19, 4 Mi error quedaría sólo para mí. Job llega a aceptar una falta o un error, pero nunca un delito o un pecado. Y en todo caso -viene a decir-, eso sería cosa suya, en la que ni los amigos deben intervenir ni tienen derecho a condenar. Job se queja de que los amigos se sirvan de la sabiduría no para ayudar, sino para echarle en cara sus deficiencias. Toda nuestra ciencia, comenta San Gregorio aplicando estos versículos a los herejes, no está en vosotros porque está contra vosotros, engreídos de soberbia. En cambio, mi ignorancia está sólo para mí, porque no me atrevo a escudriñar ninguna cosa de Dios con soberbia, sino que me mantengo humildemente en la verdad. Los herejes desean saber muchas cosas para fomentar su soberbia, y para aparecer doctos contra los fieles y los humildes (Moralia in Iob 3, 14, 28).
Jb 19, 8 La imagen del camino vallado y oscurecido expresa la incapacidad de vivir y de hacer méritos ante Dios. Probablemente esta imagen está tomada del libro de las Lamentaciones (Lm 3, 6.9), que ya era conocido cuando se escribió el de Job. En concreto, el capítulo 19 contiene muchas expresiones y muchas ideas que evocan el contenido de las cinco Lamentaciones.
Jb 19, 20 El texto hebreo y las versiones antiguas no coinciden en este verso. Quizá se trate de un refrán o modismo antiguo que indica la extrema delgadez del enfermo terminal. Escapar con la piel entre los dientes podría reflejar que el enfermo tirita de frío y de debilidad.
Jb 19, 21-22. En esta súplica a los amigos se utiliza la misma fórmula que aparece en los Salmos para dirigirse a Dios: Ten piedad de mí, Dios mío, ten piedad de mí (Sal 57, 2; cfr Jb 9, 14; Jb 31, 10, etc.). Job pide que sus amigos tengan misericordia de él ante la desgracia y que no le atormenten con sus acusaciones como poniéndose en lugar de Dios. La verdadera amistad implica la misericordia: La misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 232).
Jb 19, 25 Bien sé yo que mi defensor vive. Como en 16, 19, vuelve a aparecer la idea de un ser extraordinario que salga a favor de Job, Pero en aquel discurso se trataba de un testigo y defensor en un pleito, es decir, tenía sentido judicial. En cambio, aquí el defensor (goel en hebreo) tiene sentido institucional: según la Ley y la tradición el goel era el familiar más próximo, el que estaba obligado a defender los derechos conculcados, unas veces recobrando las posesiones injustamente arrebatadas, otras rescatando de la esclavitud al familiar ultrajado, e incluso vengando su muerte (cfr Ex 6, 6; Lv 25, 23.47; Nm 35, 21). Dios recibe el título de goel en los textos que interpretan el retorno de Babilonia como una redención llevada a cabo portentosamente (cfr Is 59, 20; Is 60, 16; Is 63, 16; Jr 50, 34).
Job proclama con solemnidad su fe en el goel. Sorprende que se refiera a Dios con este título, puesto que es Él quien le ultraja y le humilla, y no se ve cómo puede ser a la vez ultrajador y defensor. Sin embargo, esta doble condición es posible porque en su profunda tensión interior Job apela a Dios, casi simultáneamente, en son de queja y en son de súplica (cfr Jb 16, 7-9.21-22). A pesar de ser quien le hace sufrir de manera incomprensible, Dios sigue ahí, como el Dios vivo, el único que puede cambiarle la situación, si tal es su voluntad, y rehabilitarlo ante sus amigos. En este sentido es su goel. Por otra parte, invocar a Dios como goel era común entre los judíos de la época.
San Jerónimo, siguiendo la interpretación rabínica, tradujo este término en la Vulgata por Redentor, y a partir de ahí la tradición cristiana lo ha entendido del Mesías, más en concreto, del Mesías resucitado que vive para siempre como Redentor de la humanidad. Santo Tomás, que recoge esta tradición antigua, comenta: El hombre que había sido creado inmortal por Dios, incurrió en la muerte por el pecado, como dice Rm 5, 12 (…); de ese pecado había de ser redimido el género humano por medio de Cristo; esto es lo que por la fe vio Job. Cristo nos redimió del pecado muriendo por nosotros (…). Ahora bien, la humanidad misma fue reparada al resucitar para la vida (…) y la vida de Cristo resucitado se difundirá a todos los hombres en la resurrección común (Expositio super Iob 19, 15). Y San Gregorio ya había escrito: Cualquier infiel sabe que Cristo había sido azotado, escarnecido, herido con las manos, coronado de espinas, manchado con salivazos, crucificado y muerto. Pero yo sé con fe muy cierta que vive después de la muerte, confieso con libertad que vive mi Redentor, el que había muerto entre las manos de los malos (Moralia in Iob 3, 14, 54).
Él, el último, se alzará sobre el polvo. Probablemente Job quiere expresar la certeza de que la sentencia divina será la definitiva, por encima de los juicios humanos, tan débiles como el polvo. Dios, que está en los cielos (cfr Jb 16, 19), es el único que, como ser permanente, juzga sin prisa y sin apasionamientos circunstanciales.
La tradición cristiana, basándose en la traducción de la Vulgata: En el último día resucitaré de la tierra, ha visto en estas palabras el anuncio de la resurrección de los hombres al final de los tiempos como participación en la resurrección de Jesucristo: Así como el Padre tiene vida en sí mismo, le concedió al Hijo tener vida por sí mismo. Por tanto la causa primordial de la resurrección humana es la vida del Hijo de Dios (S. Tomás, Expositio super Iob 19, 25). Y en palabras más sencillas de San Gregorio Magno: Nuestro Redentor recibió la muerte para que no temiésemos morir, y manifestó la resurrección para que confiemos en que podemos resucitar (Moralia in Iob 3, 14, 55).
Jb 19, 26 El texto original es complejo porque admite varias interpretaciones, en especial la segunda parte desde mi carne veré a Dios. Nosotros hemos pretendido ceñirnos al hebreo entendiendo que Job espera entablar una contienda directa con Dios (ver a Dios) a pesar de encontrarse en extrema debilidad. La Neovulgata ha acomodado también al original hebreo la versión de la antigua Vulgata que en este punto interpretaba cómo habría de ser la resurrección de la carne: Y de nuevo, seré rodeado de mi piel, y en mi carne veré a Dios. A tenor de estas palabras el texto ha sido frecuentemente empleado en la tradición de la Iglesia para enseñar la doctrina sobre la resurrección de los muertos. Por ejemplo, San Clemente Romano lo emplea para reafirmar a los fieles de Corinto la promesa en la futura resurrección; y comenta: Así pues, con esta esperanza unamos nuestras almas a Aquél que es fiel a las promesas y justo en sus juicios. El que mandó no mentir, mucho menos mentirá Él mismo, pues nada hay imposible para Dios a no ser el mentir (Ad Corinthios 26).
Ahora bien, aun en el supuesto de que aquí no se hable abiertamente de la resurrección al final de los tiempos, no cabe duda de que Job ansía intensamente entablar una relación vital con Dios: Él es el defensor y el autor de la vida, y Él permanece eternamente. Job espera conservar un hilo de vida para contemplarlo con sus ojos (cfr v. 27), para dialogar personalmente con Él y no como ajeno o extraño (y no otro). Se trata, por tanto, de un magnífico canto de esperanza de vida perdurable, que brota desde la más profunda miseria.
Jb 20, 1-29. La segunda intervención de Sofar vuelve a incidir en la retribución automática, repitiendo la idea de que el malvado no progresa y de que los bienes que posee o son aparentes o son efímeros. Este discurso no es una respuesta pormenorizada a la intervención anterior de Job, ni siquiera es prolongación del primer discurso del mismo Sofar (Jb 11, 1-20); parece más bien una composición artificial que sirve de enlace entre el discurso encendido de Job del capítulo precedente y el que viene a continuación.
Sofar comienza (vv. 2-3) justificando su intervención porque ha escuchado doctrinas que me molestan (v. 3), sin especificar cuáles son, ni razonar su apreciación. A continuación expone la doctrina conocida del castigo de los malvados (vv. 4-22), elaborando un parlamento bien cuidado con metáforas e imágenes expresivas: para los impíos la alegría y el prestigio son como un sueño; y la belleza o vigor juveniles como una visión nocturna (vv. 4-11); el mal que hacen es para ellos como un alimento placentero al paladar pero dañino para el organismo (vv. 12-16), y la riqueza, como una cosecha abundante que no se puede disfrutar (vv. 17-22). La última parte del discurso (vv. 23-29) recuerda la severidad del juicio divino, el día de la cólera (v. 28), que es inapelable. No menciona en ningún momento ni a Job, ni su desgracia; se limita a exponerle una lección teórica, repetida machaconamente. Da la impresión de que va buscando más la propia complacencia que el remedio de su interlocutor. Pero en su contexto es una acusación a Job de estar entre los malvados; aunque recobrara la alegría sería efímera, pues no reconoce su pecado.
Jb 20, 26 Le devora un fuego que nadie atiza. La imagen del fuego es muy frecuente en la Biblia para expresar la severidad del castigo divino: Hará llover ascuas y azufre sobre los impíos; un viento abrasador será la porción de su copa (Sal 11, 6). A partir de estas imágenes y de las afirmaciones del Nuevo Testamento, los Santos Padres han visto en el fuego inextinguible una señal de que el castigo del infierno es severo y eterno: La justicia del Omnipotente, sabedora de las cosas futuras, creó el fuego del infierno desde el nacimiento del mundo de modo que su ardor, aunque sin leña, nunca feneciese (Moralia in Iob 3, 15, 29).
La enseñanza de la Iglesia utiliza la imagen del fuego eterno (cfr Mt 5, 22.29; Mt 13, 42.50; Mc 9, 43-49), para significar las penas de todo tipo que sufrirán los condenados. Así, el Credo del Pueblo de Dios confiesa que los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará (Credo del Pueblo de Dios, 12). Y más recientemente el Catecismo de la Iglesia Católica explica: La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno”. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira (Catecismo de la Iglesia Católica, 1035).
Jb 21, 1-34. Viene ahora un discurso de Job que tiene rasgos nuevos: en los anteriores contraponía su experiencia del sufrimiento a la doctrina tradicional de la retribución; en éste contrapone la experiencia de que hay impíos a los que les va bien hasta su muerte, y piadosos que sufren toda clase de desgracias. Job pretende rebatir así la doctrina de los amigos con argumentos semejantes a los suyos. Resulta de este modo un discurso más sereno, pero también más frío y académico.
En la introducción Job solicita la atención de los interlocutores, que deben escuchar su argumentación antes de rebatirla (vv. 1-6). En el cuerpo del discurso describe primero la prosperidad de los malvados, a los cuales no les afecta ninguna disposición divina, pues ni Dios mismo parece preocuparse de su comportamiento, ni ellos hacen nada por conocer los caminos de Dios (vv. 7-18). A continuación señala la despreocupación de los impíos por el futuro: ni les afecta que los hijos tengan que pagar por las culpas de los padres (vv. 19-22), ni les importa lo que pueda acaecerles en el momento de morir (vv. 23-26). La conclusión es incuestionable: sus amigos enseñan la teoría de la precariedad de los bienes del malvado, pero la experiencia muestra lo contrario, que el impío siempre encuentra resquicios para escapar de los desastres y con facilidad se mantiene en su abundancia (vv. 27-34).
Jb 21, 7 Se trata de una cuestión que subyace en todo el libro, y que está formulada aquí con sencillez y crudeza: ¿Por qué siguen viviendo los impíos?. Es una pregunta que desmorona el edificio doctrinal de los amigos de Job, pero va también dirigida a Dios en cuanto que cuestiona el misterio de la Providencia divina. También Jeremías (cfr Jr 12, 1-2) y el salmista (cfr Sal 73, 3) expresan su sorpresa ante el bienestar de los malvados y el sufrimiento de los buenos.
En muchos ambientes de hoy se plantea un problema similar aunque con matices distintos. No se trata tanto de que los impíos vivan y progresen a pesar de estar lejos de Dios, sino de que el progreso del hombre, al margen de Dios y olvidándose de Él, parece invitar a negarle. Así el Concilio Vaticano II advierte: Negar a Dios o la religión, o bien prescindir de ellos, no constituye ya, como en épocas anteriores, un algo insólito e individual; hoy en día aparecen muchas veces casi como exigencias del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo (Gaudium et spes, 7). Es más, en ocasiones se presenta la fe en Dios como irreconciliable con la realización del hombre y de su libertad: El ateísmo moderno (…) conduce el deseo de autonomía del hombre a encontrar dificultad en cualquier dependencia de Dios. Los que profesan este ateísmo pretenden que la libertad consiste en que el hombre sea el fin de sí mismo, el artífice y demiurgo único de su propia historia; opinan que esto no puede conciliarse con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todas las cosas, o que, al menos, esto hace totalmente superflua su afirmación. El sentimiento de poder que el progreso técnico actual confiere al hombre puede favorecer esta doctrina (Gaudium et spes, 20). Sin embargo, los cristianos, lejos de pensar que las obras que los hombres han generado con su ingenio y su valor se oponen al poder de Dios y que la criatura racional se alza casi como rival del Creador, están más bien persuadidos de que las victorias del género humano son signo de la grandeza de Dios y fruto de su inefable designio (Gaudium et spes, 34).
Jb 21, 16 El texto original es poco claro y admite interpretaciones diversas, como lo muestran las versiones griegas y latinas antiguas. No hay coincidencia plena entre ellas. En nuestra traducción hemos seguido de cerca el texto hebreo, entendiendo este versículo como un paréntesis y un soliloquio de Job que manifiesta su rechazo del mal, aunque con ello pierda los bienes materiales. Santo Tomás explica a propósito de estas palabras que las adversidades le resultan más gravosas al impío que al justo, porque cuando éste sufre una adversidad temporal le queda el apoyo de la virtud y el consuelo en Dios; en cambio, a los impíos, al perder los bienes temporales, que son su único objetivo, no les queda ningún otro apoyo (Expositio super Iob 21, 16).
Jb 22, 1-30. Interviene de nuevo el primero de los amigos, Elifaz. Éste, que al principio había tenido una actitud respetuosa hacia Job, le acusa ahora con dureza, no de pecados genéricos sino de abusos sociales y de incoherencia entre fe y comportamiento. Al final le insta a convertirse a Dios para alcanzar el bienestar que necesita. Presenta un discurso bien construido y cargado de alusiones bíblicas que lo dignifican, pero tiene más artificio que sinceridad, pues muchas de las expresiones son citas sin nervio y los pecados mencionados son recurso fácil en una acusación sin argumentos.
En concreto, la introducción (vv. 1-5) gira en torno al utilitarismo en las relaciones del hombre con Dios. En el prólogo del libro, Satán ponía en duda la sinceridad de Job diciendo que era piadoso sólo porque se sentía favorecido con abundantes riquezas y buena salud (cfr Jb 1, 10; Jb 2, 5), como si el hombre pagara a Dios con su piedad los beneficios recibidos. Ahora Elifaz proclama que si el hombre no debe buscar a Dios sólo a causa de los beneficios materiales, mucho menos debe actuar pensando que Dios sacará del recto comportamiento humano algún provecho para Sí. El centro del discurso es una severa acusación a Job de injusticia (vv. 6-11) inspirada en antiguas quejas de los profetas (cfr Is 58, 7; Ez 18, 7-8; Am 2, 6-8; Am 4, 1). Elifaz, a falta de razones convincentes, afirma claramente que todo enriquecimiento, también el de Job, fue a costa del empobrecimiento de otros, sin dejar espacio a la posibilidad de un enriquecimiento legítimo. Sigue otra acusación de impiedad (vv. 12-20), con alusiones al modo de razonar de los más descreídos, que piensan que Dios no sabe ni se ocupa de lo que sucede en la tierra (cfr Sal 73, 11; Sal 94, 7; Si 23, 25; Jr 23, 23-24). La exhortación final a volver a Dios (vv. 21-30) parece sincera a primera vista, pero sigue fundada en la doctrina de la retribución inmediata, tantas veces repetida por los amigos: a mejor comportamiento corresponde mayor progreso económico y social, y al alejamiento de Dios, la pérdida del bienestar.
Jb 22, 22 En los libros sapienciales la Ley se refiere, como en toda la Biblia, a los preceptos y a las palabras de Dios (cfr Dt 6, 6; Dt 11, 18), pero además la Ley se identifica con la sabiduría que procede de Dios y guía la historia de Israel (cfr Sb 10-11), y así, muchas traducciones modernas cambian aquí Ley por enseñanza. En la tradición cristiana también la historia tiene esta función didáctica. San Gregorio de Nisa explicaba con claridad el significado amplio de la ley en la Iglesia: El gran apóstol llama espiritual a la ley, y por tal entiende también las narraciones históricas, de modo que toda la Escritura inspirada por Dios es ley para los que la leen, pues les instruye no sólo por medio de preceptos, sino también por la historia (In Canticum Canticorum commentarius, prefacio).
Jb 22, 29-30. El final del discurso es sorprendente por la doctrina que encierra, que parece demasiado elevada para estar en labios de Elifaz. El v. 29 en el original es una máxima sin sujeto que admite muchas interpretaciones; así, la Vulgata traducía: El que sea humillado, alcanzará la gloria, con una expresión próxima al Nuevo Testamento (cfr Mt 23, 12; Lc 14, 11; Lc 18, 14). Nosotros pensamos que el sujeto de la frase es Dios que en la retribución emite un juicio severo sobre los soberbios. El v. 30 es más oscuro aún, y las versiones antiguas difieren del texto hebreo, que dice al pie de la letra: Él (Dios) librará al no inocente, y será librado por la pureza de tus manos, es decir, Dios librará incluso al culpable gracias a tu inocencia (la de Job). La doctrina de la salvación de los pecadores gracias a la inocencia de un justo no se compagina con la enseñanza de los amigos de Job y resulta extraña en boca de Elifaz. Quizá por eso, tanto la versión griega como la Vulgata leen hombre inocente en vez de no inocente: El inocente se salvará; se salvará por la inocencia de sus manos, reflejando la enseñanza tradicional de la retribución. Nuestra traducción recoge el fondo doctrinal de la versión griega y latina, pero mantiene el pronombre original de segunda persona (tus manos). Elifaz dirá a Job que él, por tanto, recibirá premio o castigo por sus obras. Tal afirmación, siendo cierta, no dice todo acerca de Dios. Así, para que nadie interprete que el cielo es pago necesario y no don gratuito de Dios, San Gregorio Magno explica a propósito de este versículo: Dios da a cada uno según sus obras (…), pero si se piensa que alguno se salva por la inocencia de sus manos de tal manera que él por sus propias fuerzas llegó a ser inocente, sin duda es error. Porque si la gracia divina no va por delante, nunca llega nadie a ser inocente y a merecer la remuneración (Moralia in Iob 3, 16, 25).
Jb 23, 1-Jb 24, 25. Este nuevo discurso de Job es tan largo y, sobre todo, tan denso, que muchos comentaristas actuales han sospechado que el texto original era diferente al actual: unos han propuesto que el cap. 24 debió de pertenecer a otro discurso de Job; otros muchos han asignado la sección de Jb 24, 18-25 a uno de los amigos, generalmente a Sofar, que inesperadamente no interviene, según el texto actual (cfr Introducción). Se basan además en que el contenido de esa perícopa contrasta con la enseñanza de los anteriores discursos de Job y es más coherente con la de los amigos. Por nuestra parte, pensamos que, a pesar de las dificultades que entraña, es preferible explicar el texto tal como ha llegado hasta nosotros, a no ser que haya testimonios textuales que justifiquen cambios de secciones de un lado a otro, cosa que no sucede en este caso.
El discurso tiene dos partes. La primera (cap. 23) contiene un deseo intenso de entablar un pleito directo con Dios, que parece mostrarse huidizo; cuadra con los anhelos de Job expuestos antes. La segunda (cap. 24) es una exposición del actuar cruel de los malvados hacia los más pobres (vv. 1-17), y de cómo Dios castiga a aquéllos inmediatamente con la muerte (vv. 18-25). Job no ha sentido ese castigo, por lo que resultan falsas las acusaciones que le hacía Elifaz (cfr Jb 22, 6-9).
Jb 23, 8-17. Job, que busca encontrarse con Dios para dirimir la justicia y rectitud de su conducta, sólo encuentra soledad (vv. 8-9). No pretende negar la presencia de Dios en todas partes, descrita casi con la misma terminología que en los Salmos (cfr Sal 139, 8-10); lo que Job busca es poder encontrarse con Él y recibir respuesta sobre su dolor. Pero Dios no se deja encontrar. ¿Será que ha dictado ya sentencia condenatoria, como piensan los amigos, y no puede retractarse? (v. 13); ¿será que el que sufre no tiene más salida que vivir estremecido y aterrado hasta que llegue la muerte? (vv. 15-16). Job no se resigna a esa condición y no está dispuesto a sucumbir sin recibir una respuesta divina (v. 17). Ésta llegará al final del libro.
Jb 24, 5 Este versículo presenta alteraciones tanto en el texto hebreo como en la versión griega. Nosotros hemos seguido el original hebreo, introduciendo ligeras modificaciones para reflejar mejor su sentido: los malos son como asnos salvajes que sólo buscan su provecho, destrozando el escaso pasto de la estepa. Parece que estos animales cuando pastan arrancan la hierba de raíz y, por tanto, destrozan la campiña impidiendo que otros pasten con ellos.
Jb 24, 12 Pero Dios no presta oído a su oración. El lamento significa que Job comprende que Dios permita la violencia y crueldad de los malvados. De esta forma traslada el problema al ámbito religioso: ¿cómo es que Dios no interviene y auxilia al débil? Los Salmos repiten que Dios escucha el grito de los oprimidos (cfr Sal 55, 17-19), pero Job constata aquí lo contrario. Éste es uno de los problemas que plantea también el libro de Job: Dios asiente a esta aparente injusticia y, por tanto, tiene alguna responsabilidad en ella. Sólo en el discurso final del Señor (caps 38-41) se vislumbra la respuesta a esta dificultad.
Jb 24, 14-15. Como resumen de todos los delitos de los malvados se señalan el asesinato, el robo y el adulterio; los tres que en el Decálogo están formulados escuetamente: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás (cfr Ex 20, 13-15; Dt 5, 17-19), y que los profetas suelen condenar severamente (cfr Jr 7, 9; Os 4, 2). Aquí Job subraya que estos delitos se cometen de noche, dando a entender que los malvados piensan que Dios no se entera de ellos. San Gregorio Magno, en su comentario, entiende que al cometer estos pecados se intenta olvidar el juicio definitivo de Dios: El adúltero cubre su rostro para no ser conocido y todo el que vive sintiendo u obrando mal cubre su rostro, porque con la perversidad de su obra o doctrina tiende a no ser conocido por Dios en el juicio postrero (Moralia in Iob 3, 16, 51).
Jb 24, 23-24. Aunque algunas exposiciones sobre la muerte inmediata de los malvados (cfr Jb 24, 18-22) reflejan la doctrina tradicional, Job se sirve de ellas en coherencia con su argumentación. Dios tiene siempre en cuenta el comportamiento, y si bien es Él quien da la vida, pronto la arrebata a esos malvados (v. 24). Job, una vez más, no busca tanto la comprensión de los amigos ni verse libre de sus desgracias, cuanto pleitear con Dios, el único que sabe valorar el comportamiento de cada uno y que todavía le mantiene en vida.
Jb 25, 1-6. El discurso de Bildad, insertado aquí según el orden del texto que han transmitido todos los manuscritos hebreos y griegos, es el más breve, y también el más genérico. Sin dirigirse directamente a Job, formula dos principios indiscutibles que, por otra parte, ya han aparecido en los discursos anteriores de los amigos de Job. El primero (vv. 2-3) es la soberanía de Dios que, estando en lo más alto del cielo (cfr Jb 22, 12) y gobernando los fenómenos atmosféricos, como recordaba Elifaz (cfr Jb 5, 9-10), extiende su dominio pacificador a todo el universo, en especial a los cielos donde están las estrellas (sus huestes) y de donde proviene la luz. El segundo principio es que ante ese Dios nada ni nadie puede pretender ser justo, y mucho menos el hombre (cfr Jb 4, 17; Jb 15, 14), que viene a ser como un gusano que vive en la oscuridad (vv. 4-6). Sale así al paso de la pretensión de Job de encararse con Dios (cfr Jb 23, 2-7). Las palabras de Bildad responden ciertamente a la verdad sobre Dios y sobre el hombre, pero no tienen en cuenta la situación de Job ni son aplicadas a su caso. Job no se considera puro como la luz, o absolutamente justo; sólo busca la respuesta divina a un sufrimiento que no se corresponde a su conducta y no comprende.
Una vez más la enseñanza de las grandes verdades no es suficiente si no se tiene en cuenta la situación cultural, social y hasta psicológica de la persona a quien se comunica: La presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un respeto profundo y sincero -animado por el amor paciente y confiado-, del que el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a sus dificultades, debilidades y situaciones dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá renunciar al principio de la verdad y de la coherencia, según el cual no acepta llamar bien al mal y mal al bien, ha de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pábilo vacilante (cfr Is 42, 3) (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 95).
Jb 26, 1-Jb 31, 40. Tal como aparece el texto, toda esta sección está puesta en boca de Job como su discurso final en la polémica con sus amigos. Sin embargo, sólo en los caps. 26-27 hay expresiones que indican que Job se dirige a sus interlocutores (cfr Jb 26, 2-4; Jb 27, 12). El cap. 28 es más bien un himno sobre la sabiduría sin conexión inmediata con lo anterior, y los caps. 29-31 una lamentación de Job en forma de soliloquio. De ahí que únicamente los caps. 26-27 hayan de considerarse respuesta de Job en los diálogos. El resto del discurso, aún puesto a continuación y en boca de Job, no formaría parte de esa respuesta, sino que habría sido introducido aquí por el autor del libro como colofón a los diálogos. Han de leerse por lo tanto como piezas independientes (cfr Introducción).
Jb 26, 1-Jb 27, 23. Job responde poniendo de manifiesto la falta de solidaridad de los oponentes (Jb 26, 1-4) y alaba el poder de Dios que se manifiesta en la creación (Jb 26, 5-14). Job, que es inocente (Jb 27, 1-6), no espera el castigo de los malvados (Jb 27, 1-23).
Jb 26, 1-4. La respuesta de Job comienza con una crítica irónica a las palabras de Bildad, que pretendían ser una alabanza a Dios y en realidad en su boca son un repetitivo cúmulo de palabras huecas, una descalificación a raíz de la actitud de Job. La alabanza de las cualidades divinas se desvirtúa si se hace con intenciones torcidas, porque Dios no necesita de ella. Quizá Bildad ha querido defender la causa de Dios contra Job, ayudar a Dios, pero a costa de hundir a su amigo. Un signo de amor es ayudar al débil, y querer ayudar al poderoso lo es de soberbia (…). Muchas veces ayudamos a Dios, aunque no es débil, si lo hacemos humildemente; porque cuando nosotros colaboramos con palabras de exhortación con Aquel que nos infunde intrínsecamente la gracia, entonces ayudamos por fuera lo que Él hace por dentro con su Espíritu (…). Pero los que se complacen en saber cosas muy altas no pueden ser ayudadores de Dios, porque piensan que sirven de provecho a Dios, pero se quedan lejos del fruto de la utilidad (Moralia in Iob 4, 17, 18).
Jb 26, 5-14. El cuerpo de este discurso de Job es un canto al poder de Dios como réplica a la alabanza pronunciada por Bildad. Dado que hasta ahora no ha aparecido la alabanza en labios de Job, muchos comentaristas asignan esta sección a Bildad, como continuación de Jb 25, 1-6, o a Sofar, que no interviene en esta última serie de discursos. Sin embargo, también la alabanza cabe en un discurso de Job, puesto que también él es capaz de componer un himno sobre Dios creador. Job canta el poder de Dios manifestado en la creación visible, pero concluye que hay algo más en Él que no podemos comprender. El v. 5 está mal conservado en hebreo, y en griego falta la sección 5-11. El término hebreo que traducimos por fantasmas (refaim) refleja el carácter misterioso de la vida en el océano, que sin embargo está sometido a la soberanía de Dios. Podría traducirse también por las sombras, las ánimas o los difuntos; es una expresión típica referida a los habitantes del reino de los muertos. En el discurso hay varios términos tomados de los mitos, pero que en el lenguaje sapiencial evocan seres o lugares desconocidos por el hombre. Además de esos fantasmas, que eran gigantes legendarios, encontramos el seol y el abismo (abaddom) para designar la morada de los muertos (v. 6); Rahab (v. 12), que evoca la fiereza indómita del océano (cfr Jb 9, 13); y la Serpiente Huidiza (v. 13), que es un monstruo marino identificado o, al menos, asociado a Leviatán (cfr Is 27, 1). Es como si el autor del libro quisiera poner en boca de Job una discusión de gran altura cultural y literaria.
Jb 26, 8 La literatura sapiencial está llena de imágenes y metáforas, y con frecuencia, como en este caso, se detiene en descripciones de alto valor poético. Santo Tomás, inclinado a la especulación más que a la poesía se deja, sin embargo, cautivar por la belleza de esta descripción de la lluvia: Éste es el primer efecto del poder divino en el aire, y resulta maravilloso: que el agua esté suspendida en el aire, elevada como vapor, y que no caiga toda de golpe sino en gotas (Expositio super Iob 26, 8).
Jb 26, 14 Al final del himno sobre Dios, Job confiesa que apenas sabemos nada de Él, sólo percibimos un susurro. El autor sagrado ha dejado aquí una reflexión que estimula la búsqueda, puesto que siempre podemos crecer en el conocimiento de Dios. Los autores espirituales han expresado con asombro la experiencia de conocer a Dios sin llegar nunca a quedar satisfechos: Tú, Trinidad Eterna, eres como un mar profundo, en el que cuanto más busco más encuentro, y cuanto más encuentro más te busco. Tú sacias el alma de una manera en cierto modo insaciable, ya que siempre queda con hambre y apetito, deseando con avidez que tu luz nos haga ver la luz que eres tú misma (S. Catalina de Siena, Diálogo, cap. 167).
Jb 27, 1-23. Según el texto, este capítulo continúa la respuesta de Job iniciada en el anterior. Su desarrollo es complejo. En la primera parte (vv. 1-6) contiene unas imprecaciones emotivas con las que Job defiende su inocencia ante los hombres y ante Dios; en la segunda, en cambio, vuelve al tema, tantas veces repetido, de la suerte desgraciada del malvado (vv. 7-23). Muchos comentaristas suponen que esta sección era originariamente el discurso de Sofar, o al menos los vv. 13-23 (cfr Introducción); pero no hay razones suficientes para estos cambios y se puede explicar tal como ha llegado hasta nosotros. En efecto, es coherente que Job confiese con juramento su inocencia (vv. 1-6), pero también que proclame la doctrina de la retribución de los malvados (vv. 7-23). De esta forma querría demostrar que si él ha elevado una queja no es porque desconozca o no acepte esa doctrina, sino que, aun asumiéndola, no la ve aplicable a su caso. Así queda claro que el problema planteado es otro, a saber, que el sufrimiento no es necesariamente señal de castigo.
Jb 27, 2 La confesión de inocencia de Job se basa en su propia conciencia (Jb 27, 6; cfr 1Co 4, 4; 1Jn 3, 21), que se refleja en la fórmula de juramento que suena paradójica: Job invoca a Dios, aunque le niega el derecho a defenderse; pone por testigo al Omnipotente, aunque es la causa de sus angustias. De esta forma da por zanjado el diálogo con sus amigos, porque no ha recibido de ellos ni consuelo en sus dolores, ni respuesta suficiente a sus interrogantes. El autor sagrado deja abierto el camino al único interlocutor posible, a Dios mismo, cuyos discursos cerrarán la parte poética del libro (caps. 38-41).
Jb 27, 7 No es claro quiénes son designados aquí como enemigos. Que se refiera a los malvados en general y en abstracto, es difícil de explicar en boca de Job. Pero si en coherencia con todo el discurso son los interlocutores, sus amigos, Job está pidiéndoles que se apliquen a sí mismos la doctrina que tan insistentemente han repetido. Ellos, que presumen de conocer tan perfectamente el poder de Dios (v. 12), que se atengan a las consecuencias y se sometan al castigo divino que ellos mismos han descrito: descendencia exterminada (v. 14), fortuna perdida (v. 19) y aniquilamiento personal (v. 21).
Jb 28, 1-28. La exaltación de la sabiduría supone la culminación de los diálogos. Muchos comentaristas de este siglo, al investigar el proceso de redacción del libro, han supuesto que este capítulo es de un autor distinto, anterior o posterior al de los diálogos, y que el redactor final lo incluyó, consciente de su alto valor literario y doctrinal. Otros piensan que en el original no estaría puesto en boca de Job, porque encajaría mejor al final de los discursos del Señor, o que quizá habría que leerlo como reflexión del autor de la obra y no en boca de Job. Sin embargo, todos los testimonios que poseemos, tanto en hebreo como en griego, contienen este elogio de la sabiduría en el mismo lugar. Por otra parte, el lenguaje y el estilo coinciden con el resto del libro y no dan pie a atribuirlo a un autor diferente. Además no rompe el hilo conductor de la obra suponer que Job, una vez que ha rechazado los argumentos de los amigos que se jactaban de conocer las fuentes de la sabiduría y todos sus entresijos, prorrumpiese con este poema sobre la inaccesibilidad de la sabiduría.
Al margen de estas cuestiones de asignación, el poema es de gran belleza: trata de la sabiduría no como cualidad humana, sino como patrimonio de Dios, inaccesible a toda criatura. De acuerdo con la tradición sapiencial llega a contemplarla como cualidad independiente y personificada en consonancia con otros pasajes de la Biblia (cfr Pr 8, 22-31; Ba 3, 9-Ba 4, 4). El himno comprende tres partes separadas por las preguntas acerca del origen de la sabiduría y el lugar donde se encuentra (vv. 12.20). La primera parte (vv. 1-11) pondera la habilidad del hombre capaz de descubrir y dominar lo más profundo de la tierra; la segunda (vv. 12-19) presenta el afán de todo hombre por alcanzar la sabiduría sin que conozca completamente su valor ni sepa dónde encontrarla; la tercera (vv. 20-28) desarrolla la respuesta a esa inquietud: sólo Dios conoce el camino para alcanzarla, porque sólo Él sabe dónde está (v. 23). La última frase (v. 28) señala cómo puede el hombre participar de ella.
Jb 28, 1-11. Oro, plata, hierro y cobre (vv. 1-2) eran los metales conocidos hasta entonces. El autor sagrado aporta datos sobre los avances técnicos usados en la minería de la época; de este modo deja también constancia del dominio que el hombre ejerce sobre la creación, cumpliendo el mandato originario de Dios (cfr Gn 1, 28). Pero, por encima de esto, el autor subraya el asombro que le produce el hombre inteligente, capaz de extraer los grandes tesoros de las entrañas de la tierra, de construir sofisticadas galerías o de trabajar en posturas extrañas (v. 4). En esta actividad el homo faber no tiene competidor entre los seres creados, porque ni las aves más sagaces, ni las fieras más feroces llegan donde llega la investigación y la técnica del hombre (vv. 7-8). Pero la técnica todavía no es la sabiduría. La Iglesia, que reconoce los enormes progresos técnicos de la humanidad, clama para que se reconozca también el sentido y el valor de la actividad humana: El hombre siempre se ha esforzado con su trabajo y su ingenio por desarrollar más su vida; hoy en día, sobre todo gracias a la ciencia y a la técnica, ha ampliado y continuamente amplía su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, principalmente con ayuda del aumento de medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se reconoce y se constituye, poco a poco, como una comunidad en todo el mundo. Con ello, muchos bienes que el hombre esperaba antes principalmente de fuerzas superiores, hoy se los procura ya con su propia habilidad. Ante este inmenso esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres muchos interrogantes: ¿Cuál es el sentido y valor de esta actividad? ¿Cómo se deben utilizar todas estas cosas? ¿Cuál es el fin que pretenden conseguir los esfuerzos de los individuos y las sociedades? (…) El hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 33-34).
Jb 28, 12-19. Adquirir sabiduría (v. 18) es el objetivo máximo al que se puede aspirar, pero si no se alcanza con la técnica y la industria, como se explica en la primera parte, tampoco se consigue con dinero (v. 15). Este poema, como se ha señalado, aporta datos para conocer los avances técnicos de aquel tiempo; también contiene elementos del comercio de entonces y de lo que se consideraba más valioso (oro, plata, gemas). Utiliza todos estos datos para subrayar el valor de la sabiduría. Frente a la opinión más generalizada de que la sabiduría proporciona riqueza (cfr 1R 10; Ez 28, 4), el himno sostiene que todas los bienes del mundo ni igualan ni pueden compararse con ella. San Gregorio Magno, siguiendo su método de lectura espiritual, identifica la sabiduría con Jesucristo y comenta: ¿Qué otra cosa quiere decir que la sabiduría no se compara a las piedras preciosas sino que Aquel que es virtud de Dios y sabiduría de Dios, es decir, el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, excede a todas las cosas en tanta grandeza que ni los hombres en la tierra ni los ángeles en el cielo le pueden ser comparados? (Moralia in Iob 4, 18, 47).
Jb 28, 20-27. El himno juega con abundancia de verbos para marcar grados en la consecución de la sabiduría: las criaturas, hasta las más misteriosas, llegan a tener noticias sólo de oídas (v. 22); en cambio, Dios conoce y sabe (v. 23). Sólo Él puede contemplar y conocer todo lo creado (v. 24) y, por tanto, puede ver la sabiduría, examinarla, revisarla, y escudriñar su origen (v. 27). Dios la creó en el principio (cfr Pr 8, 23), y la pudo contemplar en el proceso de la creación.
Jb 28, 28 El hombre no alcanza la sabiduría sólo por su técnica o industria, tampoco por su actividad comercial; pero puede alcanzarla mediante la piedad. El temor de Dios es el principio de la sabiduría (cfr Pr 1, 7; Sal 111, 10), teniendo en cuenta que temor no es miedo. El miedo paraliza, mientras que el temor de Dios mueve al hombre a acercarse a Él, único autor de la sabiduría, a aceptar sus proyectos y a seguir sus caminos; y, por encima de todo, impulsa a pedir la sabiduría en una oración humilde y sencilla (cfr Sb 8, 21; Sb 9, 4).
Jb 29, 1-Jb 31, 40. Amplio discurso de Job que no pretende ser una respuesta a sus amigos, como lo indica la frase introductoria: Continuó su discurso (literalmente, su poema o narración), que es distinta del habitual intervino o respondió. Es un monólogo que sirve de unión entre los diálogos que han resultado estériles y -tras la intervención de Elihú (Jb 32, 1-Jb 37, 24)- los discursos del Señor (Jb 38, 1-Jb 41, 26), que aportarán la solución definitiva. Como todas las palabras de Job, esta pieza está cargada de sentimiento y de pasión; prepara la teofanía, que será no tanto una respuesta teórica a las cuestiones que agitan el alma de Job, como un encuentro personal que apacigüe sus inquietudes más profundas. Por tanto, aunque algunas secciones sean una reflexión personal, contienen siempre una referencia a Dios, único interlocutor de este discurso.
Se puede dividir en tres partes que coinciden con los tres capítulos: en primer lugar, la memoria del pasado feliz, cargada de añoranza (cap. 29); luego, el lamento del presente, en el que vuelven a aparecer las quejas de soledad y sufrimiento (cap. 30); por último, la confesión de inocencia, también conocida pero expresada aquí con acentos de patetismo desconsolado (cap. 31). En esta confesión están recogidas las frases más tensas y los desafíos más ásperos dirigidos a Dios.
Jb 29, 1-25. Los recuerdos de Job evocan la etapa de su vida narrada en el prólogo, cuando vivía en prosperidad. Ahora se describe esa misma situación, pero con un estilo poético y de manera idealizada. El centro lo ocupa la persona de Job, que añora los días en que se sentía protegido por Dios (vv. 1-6), y recuerda con nostalgia cuando era honrado por todos, jóvenes y ancianos, notables y jefes (vv. 7-11), porque reconocían que en la administración de justicia era modelo de preocupación por los más débiles y necesitados (vv. 12-17). Confiesa que se prometía un futuro feliz (vv. 18-20), porque su prestigio y su influencia entre todos era enorme (vv. 21-25).
La descripción del pasado de Job, lejos de significar una actitud gozosa y agradecida, es el arranque de una queja contra Dios que le ha abandonado. Pero, al mismo tiempo, es una muestra profunda de fe en el Dios único, autor de la prosperidad pasada y de la desgracia presente.
Los Santos Padres han visto en Job una imagen de Cristo sufriente, y también de la Iglesia que ha padecido a lo largo de la historia las heridas de los herejes y el dolor de las persecuciones. Así, San Gregorio Magno comenta que en las palabras de este capítulo Job denuncia lo que ha de venirle a la Santa Iglesia; y por lo que él padece demuestra lo que ella ha de padecer (…). Sucederá que serán tantas las tribulaciones que ha de soportar, que deseará con ansiedad estos tiempos, aunque nosotros los soportamos con trabajo (Moralia in Iob 4, 19, 9-10).
Jb 29, 4 Los días de mi otoño. Así el texto hebreo, en una expresión gráfica de los días de plenitud, puesto que el otoño es tiempo de recolección de frutos. La Neovulgata, siguiendo al griego, traduce los días de mi adolescencia, es decir, los años iniciales de la vida. En todo caso, es una imagen poética que indica el tiempo más gozoso y pletórico de la persona.
Jb 29, 18 En mi nido moriré. La imagen del nido expresa gráficamente el calor de la familia frente a la desolación del vagabundo (cfr Pr 27, 8). Job añora la prosperidad de sus bienes, pero sobre todo la compañía de sus hijos, entre los que hubiera acabado sus días como lo hicieron los patriarcas.
Numerosos como arena serán mis días. Así, según el texto hebreo. Puesto que la arena suele usarse en la Biblia como imagen de la descendencia numerosa, más que de la larga vida, las antiguas versiones, como la Vulgata, tradujeron como la palmera, que era uno de los árboles conocidos más longevos. Los comentaristas judíos de la Edad Media traducían como el ave fénix, en referencia a la leyenda griega del ave que resurgía una y otra vez de sus cenizas.
Jb 30, 1-31. En contraste con la prosperidad pasada, Job llora la desgracia presente, los males que le aquejan ahora (vv. 1.9.16). Fray Luis de León lo describe con precisión: Y agora, como diciendo, esto fue entonces: dábanme el primer lugar a doquier que llegaba, cercábanme como a rey, estaban de mi boca colgados; mas agora hacen mofa de mí los mozos y viles, no sólo los ancianos y graves. Y para encarecer más el desprecio, encarece con particulares señales la bajeza y vileza de los que le menosprecian (Expositio libri Iob 30, 1).
Con tono pesimista Job se queja del desprecio de los jóvenes, los miserables y los delincuentes (vv. 1-10), y más aún de la humillación a la que Dios le ha sometido con tanta abundancia de males (11-19). Job grita suplicante a Dios, pero como respuesta sólo percibe el silencio (vv. 20-23); está a punto de perder toda ilusión y se siente totalmente deprimido (vv. 24-31). El centro del capítulo es la oración dolorida sin respuesta aparente (v. 20), en cuanto que refleja la fe del que ama en medio de desgracias y de dudas, y persevera en su esperanza de obtener algo de Dios: Mucho aprovecha para acrecentar la sabiduría de los santos recibir tarde las cosas que demandan, para que en la dilación crezca el deseo y con el deseo se acreciente el entendimiento. Y cuando el entendimiento se esfuerza, se le manifiesta en Dios el amor más encendido (Moralia in Iob 4, 20, 31).
Jb 30, 3-8. La descripción de los desheredados es particularmente cruda y contrasta con la consideración positiva que los pobres tienen en toda la Biblia y también en el pensamiento de Job, como queda reflejado en Jb 30, 25 y Jb 31, 13-23. Pero aquí el autor sagrado quiere acentuar en lenguaje poético la desgracia y el desamparo de Job, y lo expresa mediante la burla que recibe de los que socialmente están más marginados.
Jb 30, 24 Este texto admite muchas interpretaciones, pues tanto el original hebreo como la versión griega resultan ininteligibles. Nosotros hemos tomado como base el hebreo haciendo una lectura coherente con el contexto, especialmente con el v. 23. Entendemos que aquí se describe el desaliento del enfermo que no encuentra salida a su desgracia, pero que tampoco está conforme con su suerte.
Jb 31, 1-40. Con especial crudeza proclama Job su inocencia ante los hombres y, en particular, ante Dios: una y otra vez le interpela y le solicita su sentencia favorable. En este largo parlamento se pueden distinguir las secciones siguientes: a modo de introducción (vv. 1-6) Job reclama a Dios que manifieste su justicia para que todos puedan verla. El cuerpo del discurso (vv. 7-34) está formado por una serie de juramentos de disculpa; en ellos se usa una fórmula conocida ya en algunos textos egipcios, que incluye la descripción del delito o la culpa con una condicional: Si mis pasos se han desviado…, y mi corazón fue tras mis ojos… (v. 7), y luego una automaldición en la que se menciona la pena a la que se somete en caso de haber cometido el delito: que otro consuma lo que yo siembre…, que mi mujer muela para otro… (vv. 8.10); la automaldición a veces falta porque se sobreentiende. La parte final (vv. 35-40) contiene un fuerte alegato a Dios, conminándole a que responda a la confesión de inocencia. Aunque es casi un ultimátum, está basado en una firme esperanza en Dios, el único que puede escucharle.
Jb 31, 1-6. Como anticipo del resto del discurso, Job subraya que ha evitado los delitos: en concreto, ha prevenido los malos deseos carnales (v. 1) y ha rechazado el engaño y la mentira (vv. 5-6). A la vez dirige las primeras imprecaciones a Dios que parece ajeno a los buenos deseos del inocente (vv. 2-4) y desentendido de la integridad del justo (v. 6).
La referencia a la guarda de los sentidos (cfr Si 9, 5-8) y a la sinceridad, como exponentes de virtud (cfr Sal 12, 2-3), aparece únicamente en los libros sapienciales. Esto supone un gran avance en la moral personal, que alcanzará su culminación en el Nuevo Testamento (cfr Mt 5, 28.37). Son dos virtudes tan relacionadas que de ordinario no se da la una sin la otra. San Josemaría hablando de la santa pureza, decía con fuerza: Perdonad mi machaconería, pero juzgo imprescindible que se grabe a fuego en vuestras inteligencias que la humildad y -su consecuencia inmediata- la sinceridad enlazan los otros medios, y se muestran como algo que fundamenta la victoria (…). ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor (Amigos de Dios, 188-189).
Jb 31, 7-34. En esta serie de juramentos se contiene la lista de pecados más amplia del Antiguo Testamento; concretamente se enumeran doce: la codicia de los bienes materiales (vv. 7-8), el adulterio (vv. 9-10), la violación de los derechos de los subordinados (vv. 13-14), el abandono de los pobres y de las viudas (vv. 16-17), la negación del vestido al indigente (vv. 19-20), el abuso de poder contra el huérfano (vv. 21-22), el apego a las riquezas (vv. 24-25), el culto a los astros (vv. 26-27), la alegría por el mal ajeno (vv. 29-30), negar la hospitalidad (vv. 31-32), el disimulo y la hipocresía (vv. 33-34) y, al final del discurso, la explotación abusiva de la tierra (vv. 38-40). Posiblemente es un artificio buscado para dar relieve a la idea de que el hombre piadoso debe rechazar todos los vicios, dado que el número doce resultaba tan significativo en el Antiguo Testamento. Más que seguir el Decálogo, Job menciona junto a la idolatría los pecados que se cometen contra el prójimo, en especial contra los más débiles y despreciados de la sociedad. Job no usa aquí una terminología jurídica, como era habitual en los discursos anteriores, sino moral, como buscando presentar ante Dios una conducta irreprochable desde el punto de vista ético y no sólo legal.
Jb 31, 18 Los pronombres de este versículo son imprecisos y son interpretados de distintas maneras: la Neovulgata se acomoda a la versión griega en la que el sujeto es Job: Lo he criado [al huérfano] desde niño como un padre, y la he guiado [a la viuda] desde el seno materno. Nuestra traducción sigue el texto hebreo que tiene por sujeto de las acciones a Dios; este sentido es coherente con el contexto, pues señala que la preocupación por los más necesitados se fundamenta en la convicción de que cada hombre es un proyecto de Dios; ahí radica su dignidad (cfr Jb 31, 13-15).
Jb 31, 35 Ésta es mi rúbrica. El texto dice literalmente: Ésta es mi tav, que es la última letra del alfabeto hebreo. Era frecuente poner esta letra al final de los documentos oficiales importantes. Seguramente aquí significa: Ésta es mi última palabra sobre mi propia inocencia; ahora le toca a Dios responder. El desafío es audaz, casi ofensivo; sin embargo late en el fondo una fuerte esperanza. Job provoca a Dios para poder acercarse a Él, para manifestar que tiene confianza en que la justicia viene de Él, para proclamar ante los hombres que el que se muestre la inocencia de su comportamiento también depende de Dios.
Jb 32, 1-Jb 37, 24. Cuando la tensión, los diálogos y la lamentación de Job han llegado a su punto álgido y parece que habría de venir la intervención de Dios, irrumpe Elihú, un personaje desconocido hasta ahora, con un parlamento mucho más largo que el de los amigos anteriores. Su nombre, a diferencia de los mencionados antes, es israelita y bastante común en la Biblia (cfr 1S 1, 1; 1Cro 12, 21; 1Cro 26, 7; 1Cro 27, 18); y sus discursos también son diferentes tanto en el fondo como en la forma. Todos estos datos han dado pie a que algunos comentaristas hayan considerado que esta sección fue añadida cuando el libro estaba terminado y que podría tratarse de un primer comentario a los discursos de Job (cfr Jb 33, 9-11; Jb 34, 5-6; Jb 35, 2-3), de los amigos y del mismo Dios (cfr Jb 37, 14-18). Sin embargo, a pesar de las diferencias, los discursos de Elihú también tienen muchos puntos de contacto literarios y doctrinales con el resto de los discursos, y bien podrían deberse al mismo autor del libro que decidiera intercalarlos cuando había compuesto ya la intervención de Dios.
Dejando a un lado las cuestiones sobre la redacción del libro, que necesariamente se mueven en el ámbito de las hipótesis, es evidente que desde muy antiguo se consideró que la intervención de Elihú formaba parte de la trama como tal, pues así ha llegado hasta nosotros en todos los testimonios, tanto hebreos como griegos y latinos. En cualquier caso, los discursos de Elihú no son elementos sin conexión con lo precedente, pues tienen como base los diálogos anteriores, aluden a las palabras de Job y mencionan las argumentaciones de los amigos. En sí mismos constituyen una pieza unitaria con una estructura sencilla: el primer discurso (Jb 32, 6-22) sirve de exordio; los tres siguientes (Jb 33, 1-33; Jb 34, 1-37 y Jb 35, 1-16) desarrollan la temática ya vista, a saber, la culpabilidad del que sufre y la retribución inmediata; el último discurso, el más largo (Jb 36, 1-Jb 37, 24), es un himno a la soberanía de Dios manifestada en la historia y en la creación.
Jb 32, 1-5. Es significativa esta amplia presentación de Elihú, que incluye su genealogía y explica los motivos que tiene para intervenir. Se trata de un personaje que, hasta ahora, por cortesía con los ancianos, había permanecido callado, y que, movido por su celo y su piedad, se enfurece contra Job y contra los amigos. El narrador trata a Elihú con un punto de ironía, quizá para aludir a las corrientes sapienciales de los que abusaban de las palabras sin tener ideas sólidas: Después de los amigos se allega Elihú, más joven, para reprender al bienaventurado Job; en su persona se perciben las formas de algunos doctores fieles pero arrogantes (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 5, 23, 31, 4).
Jb 32, 6-22. Elihú justifica su intervención con tres explicaciones concatenadas: primero, porque tiene deseos de hablar como uno más entre los sabios (vv. 6-10); segundo, porque tiene algo que añadir a los argumentos esgrimidos hasta ahora, que se le antojan escasos (vv. 11-16); por último, porque tiene necesidad de decir en voz alta lo que lleva dentro (vv. 17-22).
Comienza solicitando con insolencia la atención de sus oyentes: Escuchadme (v. 10), y habla como si se dirigiera a un público más numeroso (v. 15) con referencias despectivas en tercera persona a los amigos de Job. Elihú aparece como un personaje altivo y así lo han descrito los comentaristas cristianos: Cualquier arrogante busca no tanto tener ciencia, sino aparentar que la tiene, porque ciertamente los orgullosos no se esfuerzan por alcanzar la sabiduría sino por mostrarla (…). En cambio, los santos se complacen en lo más íntimo de la sabiduría; y, cuando por caridad manifiestan el bien que han recibido, se gozan más del provecho de los oyentes que de su propia demostración (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 5, 23, 10, 17).
Jb 33, 1-33. Elihú se dirige directamente a Job con una perorata construida con artificio. En el exordio solicita de nuevo la atención de su interlocutor y le invita a dialogar entre los dos como iguales (vv. 1-7). En el cuerpo del discurso va respondiendo a las grandes afirmaciones de Job: a su proclamación de inocencia (vv. 8-11) y a la queja del silencio de Dios (vv. 12-25), y termina aconsejándole cómo tiene que comportarse (vv. 26-30). La conclusión (vv. 31-33) es una nueva interpelación retórica, semejante a la del comienzo, para dar al discurso aire de pieza oratoria perfecta.
Hay en este discurso muchos aspectos de gran valor humano y religioso, como la trascendencia de Dios que está por encima de los hombres (v. 12), o el modo de comunicarse Dios en la intimidad del sueño o por medio del dolor (vv. 19ss.). Pero hay demasiado artificio y las razones suenan a hueco, a un cierto aire vanidoso que provoca rechazo: La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 100).
Jb 34, 1-37. También este discurso está construido según las reglas retóricas como corresponde a quien está versado en lides sapienciales. Ahora se dirige y solicita la atención de los sabios (vv. 2-4), aunque el tema siga siendo como en el discurso anterior el juicio que merece el comportamiento de Job. Las fórmulas de interpelación (vv. 2.10.16.34) marcan las secciones del discurso. En la primera (vv. 5-9), Elihú recoge las objeciones de Job, que se siente injustamente tratado por Dios, y le acusa de afirmar que con la inocencia no se obtienen beneficios. En la siguiente (vv. 10-15) proclama la justicia divina en la retribución. En la parte central y más amplia (vv. 16-33), Elihú expone con cierto desorden el dominio soberano de Dios: como buen gobernante se cuida de todos con imparcialidad, sin acepción de personas, y administra justicia con equidad, sin favorecer a los poderosos contra los más débiles. En la sección conclusiva (vv. 34-37), solicita un veredicto de condena contra Job. Elihú, que se había presentado como sabio entre sabios (cfr Jb 32, 8-9), va poco a poco asumiendo funciones de juez y dictando sentencias que no le corresponden.
El autor sagrado deja traslucir irónicamente la vanidad de Elihú, dispuesto a dar lecciones y a someter a juicio a Job sin tener en cuenta su penosa situación; pero pone en labios de este joven israelita palabras correctas sobre Dios y su actuar en el mundo (vv. 16-33). El autor sagrado utiliza de este modo un sutil recurso literario para dejar bien sentada la doctrina sobre Dios como único y soberano Señor del universo y de los hombres; viene a decirse que hasta los que yerran en el modo de hablar, aciertan en la verdad sobre Dios.
Jb 34, 12-13. Como argumento principal para demostrar que Dios retribuye a cada uno con justicia, Elihú aduce el poder supremo de Dios. En efecto, Dios no depende de nadie ni en la creación ni en la providencia; actúa con total libertad porque quiere y, por tanto, no puede sino amar lo que ha creado y procurar lo mejor para aquello que Él gobierna: Por sí solo rige el mundo quien por sí solo lo creó, y no tiene necesidad de ayuda ajena para regirlo quien no tuvo necesidad de ella para crearlo. Todo esto se ha dicho para demostrar con claridad que Dios Todopoderoso no descuida regir por sí mismo lo que por sí mismo creó; lo que hizo piadosamente no puede disponer de ello con crueldad, y el que cuidó que comenzaran a existir los que todavía no existían, no puede abandonar a los que ya existen. Así, pues, porque está presente en la gobernación el que fue hacedor en la creación, no puede olvidar el cuidado por cada uno de nosotros (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 5, 24, 20, 46).
Jb 35, 1-16. El tercer discurso de Elihú es breve, pero tan recargado de preguntas retóricas y de artificios oratorios, que apenas llegamos a comprender con claridad los argumentos. Comienza, como de costumbre, resumiendo la opinión de Job que a continuación va a rebatir, en este caso, porque se confiesa inocente ante Dios, y no se siente atendido por Él (vv. 1-3). Sigue con un primer argumento: el pecado y la inocencia no quitan ni añaden nada a Dios, sino que afectan sólo al hombre que peca o se mantiene fiel (vv. 4-8). El segundo argumento parece más enmarañado: cuando los hombres sufren, gritan, suplican y no son atendidos por Dios es o porque ese grito no va dirigido a Dios, por tanto no es oración, o porque no buscan con sinceridad al Dios verdadero, al único creador, y la plegaria no es válida (vv. 9-11); o, también, porque lo hacen con soberbia, y entonces inutilizan la plegaria (vv. 12-13). En conclusión tu queja -dice dirigiéndose a Job- de que Dios no te escucha carece de sentido, no se apoya en motivo fundado (vv. 14-16).
Tampoco en este discurso da Elihú una respuesta comprensiva a los lamentos de Job sumido en el sufrimiento, sino que sólo pretende reprenderle y hacerle callar, sin tener la más mínima tolerancia hacia sus quejas y preguntas (v. 16). San Gregorio Magno, que ve en Elihú el prototipo de orador vanidoso, escribe a propósito de este versículo: Este defecto suele ser propio de los soberbios: que tienen por pocas las muchas cosas que han dicho, y creen que son muchas las pocas que les dicen a ellos, porque como siempre quieren decir sus cosas, no escuchan las ajenas y piensan que se les lleva la contraria si no derraman destempladamente lo que también sin templanza se les ocurre (Moralia in Iob 5, 26, 22, 40).
Jb 35, 2 Mi justificación está ante Dios. El texto hebreo admite varias interpretaciones. Así la versión griega traduce: Soy justo delante del Señor, mientras que la Vulgata lee: Soy más justo que Dios; otros entienden: Tengo razón ante Dios. Nuestra traducción, concorde con el original hebreo y coincidente con la Neovulgata, pretende reflejar las ideas de que Job se sabe inocente (justo) ante Dios, y de que sólo de Dios espera el veredicto definitivo, que será positivo.
Jb 36, 1-Jb 37, 24. En este último y largo discurso el joven Elihú pone en juego todas sus dotes oratorias estructurando minuciosamente su intervención. En efecto, a pesar de que algunos versículos son difíciles de entender, quizá por no haberse transmitido bien el texto, la estructura parece clara. En el exordio (Jb 36, 2-4) Elihú reclama, como en otros discursos, la atención de su interlocutor -Job, aunque no lo nombra- porque le queda algo importante que decir en favor de Dios. El cuerpo del discurso (Jb 36, 5-Jb 37, 13) está distribuido en tres grandes secciones de distinta extensión, pero introducidas con una misma confesión: Dios es grande (v. 5), Dios es sublime (v. 22), Dios es grande, no podemos abarcarlo (v. 26). La conclusión (Jb 37, 14-24) contiene la última interpelación a Job para que acepte su situación aunque no la comprenda (vv. 14-18), y la explicación de que ningún mortal puede abarcar la justicia y las decisiones divinas; sólo puede crecer en el temor de Dios (vv. 19-24).
Jb 36, 1-4. Reclama Elihú la atención porque, según él, el tema, la defensa de Dios, lo merece y porque quien va a hablar es un sabio perfecto (v. 4) o cabal. San Gregorio Magno subraya la insolencia de esta introducción y comenta que los oradores vanidosos procuran mostrarse a sí mismos más que predicar las acciones de Dios (Moralia in Iob 5, 26, 23, 41).
Fray Luis de León, más benévolo, resume los temas del discurso y puntualiza que en ellos también estará de acuerdo Job: Elihú, cuanto dice no es propiamente contra lo que Job siente o afirma, sino contra lo que él se imagina que dice. Y, en efecto, prueba en el pasado y en este capítulo aquello de que Job no tiene duda ninguna: que Dios es justo, que tiene providencia y que reparte el castigo y la pena (Expositio libri Iob 36, 1).
Jb 36, 5-10. Los vv. 5-9 presentan dificultades y alteraciones en su transmisión: el texto hebreo es difícil de entender y la antigua versión griega los omite. Según la posible lectura del texto que hemos seguido, queda clara su enseñanza sobre el modo de intervenir de Dios en la vida personal de los hombres. Una de las aportaciones más importantes de estas palabras de Elihú es el poner de relieve el carácter pedagógico del sufrimiento. Mantiene, en coherencia con los amigos de Job, que Dios castiga a los impíos, pero añade que a veces también a los justos, y en ese caso lo hace para descubrirles (v. 9) las obras de cada uno y para abrirles el oído (v. 10). Fray Luis captó muy bien la pedagogía del dolor cuando escribía que también nosotros solemos advertir a los niños con un repelón o con tirarles ligeramente la oreja. Y son sin duda como repelones que da Dios a los suyos los trabajos a quien en la brevedad de esta vida los sujeta, para despertar su niñez, o por mejor decir para, despejándolos de ella, darles juicio entero y perfecto de hombres (Expositio libri Iob 36, 10).
Jb 36, 15 Esta afirmación frecuente en los oráculos proféticos de salvación (cfr Is 40, 2; Is 48, 10) es poco común en los libros sapienciales, que se limitan a ver el dolor como castigo por algún pecado. Aquí parece insinuarse el valor positivo del sufrimiento para quien lo sufre. En el Nuevo Testamento se afirmará con claridad: En la Cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido (…). Cada uno está llamado a participar en este sufrimiento [de Cristo] por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 4 y 19).
Jb 36, 16-17. El texto hebreo de estos versículos es confuso y resulta imposible traducirlo con fidelidad; las versiones antiguas no ayudan mucho porque el griego los omite, y la Vulgata contiene una lectura casi incomprensible. Nosotros hemos intentado no apartarnos del texto hebreo manteniendo incluso el sentido ambiguo. Así el v. 17 expresaría que Job por su comportamiento es juzgado como los impíos y debe asumir la misma sentencia, y también que Job ha juzgado como malvados a sus oponentes y, por eso, su propia sentencia revierte sobre él.
Al margen de las dificultades que el texto comporta, queda claro que Elihú aplica a la situación de Job el aspecto pedagógico del sufrimiento: también él puede alcanzar la salvación por medio de sus angustias (v. 16), y también él debe alejarse de la maldad (v. 21). En definitiva, cada hombre puede encontrar en el sufrimiento un modo de acercarse más a Dios.
Jb 36, 19-20. También estos versículos ofrecen dificultades textuales y están recogidos de diversas maneras en las versiones antiguas. Elihú denuncia que pueda utilizarse el sufrimiento o las noches en vela para formular peticiones egoístas.
Jb 36, 22-25. Con preguntas retóricas Elihú proclama dos propiedades que pertenecen exclusivamente a Dios: Él es el único maestro, Él es el único árbitro del comportamiento humano. Por tanto, el hombre no es quién para juzgar a Dios, sino que debe adoptar la actitud del discípulo, dispuesto a aprender y a imitar. Esta doctrina es correcta y ha sido muchas veces enseñada en la tradición cristiana: Si nos preguntaran por muchas maravillas de la naturaleza -escribió San Agustín- nos veríamos obligados a confesar la impotencia y la limitación de nuestra inteligencia. Sin embargo estamos seguros de que el Omnipotente no hace nada sin razón, aunque el intelecto humano, que es débil, no puede dar razón de ello. Estamos, sin embargo, convencidos de que en muchas cosas no es incierto su querer y de que no es imposible para Él nada de cuanto quisiere. Por eso nosotros asentimos a lo que nos dice porque no podemos tenerle ni por incapaz de obrar todo ni menos por mentiroso (De Civitate Dei, 21, 5). Y San Gregorio Magno escribió al hilo de estos versículos: Nadie juzga bien lo que desconoce. Así que debemos mantenernos en silencio bajo los juicios de Dios, puesto que vemos que no podemos alcanzar las razones de los mismos (Moralia in Iob 5, 17, 3, 5).
Jb 36, 26-Jb 37, 13. Esta parte del discurso es un himno en el que se exalta cómo gobierna Dios los fenómenos atmosféricos. En los primeros versículos (vv. 26-31) se contempla el prodigio de la lluvia, que unas veces cae mansamente y otras en chaparrones torrenciales. Con todo esto Dios gobierna a los pueblos (v. 31). Fray Luis de León, en sintonía con este espíritu contemplativo, comenta: Porque vemos cómo Dios suspende unas veces la lluvia y otras en gran copia las envía, y no sabemos la razón que le mueve ni a lo uno ni a lo otro; y cómo cubre a tiempos con nubes el cielo y a tiempos lo descubre puro y sereno, y no sabemos la causa de la serenidad ni del nublado; y cómo truena unas veces y lanza rayos, y no sabemos por qué; ansí los días y la vida del hombre los gobierna Dios con diferentes sucesos, unos prósperos, otros adversos, unos claros, otros turbios y tristes, y algunos mortales y de postrera calamidad. Y no hay que pedirle cuenta ni alcançar lo que hace, como en lo demás no se alcança (Expositio libri Iob 36, 36).
Jb 36, 32-Jb 37, 5. La tormenta con el aparato eléctrico que suele acompañarla es con frecuencia en la Biblia imagen de la teofanía (cfr Ex 19, 16-25) y, en especial, de la manifestación de la ira divina (cfr Sal 18, 14-16). Elihú hace hincapié en los elementos más estremecedores -relámpago, rayos, truenos potentes- para ensalzar el poder de Dios, y describe los fenómenos naturales más misteriosos para enaltecer la sabiduría divina: La voz de Dios (cfr Jb 37, 2) no sólo tiene como objetivo manifestar la doctrina que deben escuchar los hombres, sino también descubrir la perfección de las obras naturales que se hacen en virtud del mandato de la sabiduría divina (S. Tomás, Expositio super Iob 37, 2).
Jb 37, 6-13. Como la tormenta, también los demás fenómenos atmosféricos -nieve, hielo, nubes, rayos- reflejan el poder y la sabiduría de Dios. Los hombres y los animales lo perciben cuando se sienten obligados a refugiarse en sus casas o en sus guaridas. Aquí Elihú añade, como algo importante, que las acciones divinas llevadas a cabo con poder y sabiduría tienen como finalidad última el ejercicio de la justicia, retribuyendo con bienes a los buenos y con males a los malos (v. 13).
Jb 37, 14-24. Job había terminado sus discursos pidiendo la intervención de Dios y su veredicto favorable (cfr Jb 31, 35), pero Elihú considera inaceptable esa actitud y vuelve a hacerle dos recomendaciones: contemplar y admirar las maravillas de Dios (v. 14), y orientar toda su vida en el temor de Dios (v. 24). Muchas de las consideraciones que aquí se hacen coinciden con las del discurso del Señor (cfr Jb 38, 5-11), pero el tono agrio y recriminatorio las vacía de eficacia. Santo Tomás señala con acierto que Elihú habló correctamente en sus discursos, pero estaba equivocado en la persona de Job, porque pensaba que su desgracia era castigo por algún pecado oculto, y que la inocencia que parecía tener era simulada (Expositio super Iob 37, 24).
Jb 38, 1-Jb 42, 6. La teofanía y el subsiguiente discurso del Señor constituyen la culminación de la trama del libro: después de que cada uno de los amigos y el atrevido Elihú han expuesto sus opiniones sobre la actitud de Job y sobre el sentido del sufrimiento, y después de que el propio Job ha solicitado una y otra vez el veredicto divino, la presencia del Señor viene a ser el remate perfecto de la discusión. El Señor desautoriza a los amigos que negaban la posibilidad de una manifestación de Dios para responder a Job, y acredita a éste que ansiaba encontrarse con Él.
El contenido de los discursos de Dios coincide con los anteriores en la consideración de las criaturas como reflejo del poder y de la sabiduría de su Hacedor, pero difiere radicalmente en el tono. El Señor no se enfrenta con las opiniones de Job ni lamenta su situación angustiosa, y ni siquiera responde directamente al requerimiento sobre su inocencia; más bien le invita a contemplar, como en un extraordinario reportaje fotográfico, las maravillas de la creación, a descubrir la belleza y las cualidades extraordinarias de los seres creados, y a reconocer, con sencillez, la soberanía y la sabiduría del Creador.
Desde el punto de vista literario, los discursos del Señor contienen expresiones de alto valor lírico y excelentes descripciones de las diversas criaturas, como la del avestruz (Jb 39, 13-18), la del caballo de guerra (Jb 39, 19-25), o las de Behemot y Leviatán (Jb 40, 15-Jb 41, 26). En la presentación de estos animales se mezclan rasgos realistas y pinceladas fantásticas con tal pericia que no se sabe si se trata de seres reales o míticos. En todo caso son criaturas del Señor.
La estructura de la teofanía es sencilla: dos amplios discursos de Dios (Jb 38, 4-Jb 39, 30; Jb 40, 15-Jb 41, 26), precedidos cada uno de una interpelación a Job (Jb 38, 1-3; Jb 40, 6-14) y seguidos de una respuesta de acogida y sumisión por parte de Job (Jb 40, 3-5; Jb 42, 1-6).
Jb 38, 1-Jb 39, 30. El primer discurso del Señor, de enorme riqueza expresiva y de cuidada construcción literaria, es sencillo en su enseñanza: Dios está presente donde nunca lo estuvo Job ni ningún otro hombre; ha intervenido e interviene donde nunca lo hizo ni lo puede hacer el ser humano; organiza sabiamente y cuida con esmero de las criaturas -estrellas, aves o animales- que quedan lejos del alcance de los hombres. En resumen, Dios es infinitamente más poderoso y más sabio que Job; y, sin embargo, entabla diálogo con él y le invita a admirar juntos las maravillas del cosmos y de los animales.
No es propiamente una lección teológica sobre la creación y, de hecho, las coincidencias con los relatos del Génesis o con el libro de la Sabiduría son escasas e irrelevantes; es más bien una descripción sapiencial del universo entero y del comportamiento de las criaturas en sí mismas, prescindiendo de las causas segundas y de la utilidad que pueda representar para el hombre.
Consta de una introducción (Jb 38, 1-3) y de dos amplias secciones. La primera se centra en el mundo inanimado (Jb 38, 4-38), la segunda en los animales (Jb 38, 39-Jb 39, 30). La primera sigue un cierto orden lógico y hace un recorrido desde los elementos más conocidos a los más desconocidos: tierra, mar, luz, extremo del mundo y abismo, fenómenos atmosféricos y cuerpos celestiales. La segunda, en cambio, no parece tener orden claro, pero utiliza recursos propios de la literatura sapiencial: en la enumeración de diez animales -león y cuervo, rebecos y ciervos, onagro y toro salvaje, avestruz y caballo, gavilán y águila-, presenta todo un simbolismo como número que significa plenitud; y en la elección de los que nunca han sido domesticados por el hombre, acentúa el poder de Dios.
Jb 38, 1-3. La introducción a los discursos contiene las claves para comprenderlos mejor. Utiliza el nombre propio del Dios de Israel, el Señor (Yhwh), como en el prólogo (Jb 2, 1-7) y en el epílogo (Jb 42, 7-17), mientras que en los diálogos, como hemos comprobado, aparece el nombre genérico de Dios (El, Eloah, Elohim, Sadday). Se quiere subrayar de esta forma que la sabiduría auténtica pertenece al Dios de Israel, y Éste la comunica a su pueblo. Por otra parte, hay una insistencia en que Dios habla: Respondió… diciendo. Habría bastado la teofanía desde el seno del torbellino, es decir, desde el mismo fenómeno que llevó a Elías al cielo (2R 2, 1.11) y que forma parte del cuadro cósmico de las apariciones escatológicas del Señor (cfr Ez 1, 1-Ez 3, 15; Za 9, 14); habría sido suficiente la presencia del Señor en silencio para satisfacer los deseos de Job que pedía un encuentro con Él. Pero, al responderle con la palabra, Dios le otorga a Job el mismo favor que a los patriarcas y a Moisés, con los que Él hablaba cara a cara. El autor sagrado consigue así realzar la figura del protagonista a la dignidad más elevada.
Mis designios (v. 2). Este término -en hebreo ‘esah- indica el plan de Dios, sus proyectos, que son estables desde toda la eternidad (cfr Is 25, 1) e irrevocables (Is 14, 24.26). En primer lugar, el término expresa aquí el gobierno del universo, la providencia divina: Puesto que la sabiduría humana no basta para comprender la verdad sobre la providencia divina, fue necesario que la disputa previa [de Job y los amigos] se resolviera con la autoridad divina (…). Y así el Señor, en cuanto resolutor de la cuestión, recrimina a los amigos porque no juzgaban con rectitud a Job con su modo incorrecto de hablar y a Elihú por su determinación inconveniente (S. Tomás, Expositio super Iob 38, 2). Pero como en el Antiguo Testamento ese término está siempre unido a la intervención divina en la historia de los pueblos y de los individuos (Jr 32, 19), aquí sirve también para expresar la acción de Dios en la existencia dolorida del propio Job. Es esa acción la que Job ha puesto en tela de juicio. El Señor mismo invita ahora a contemplar esos designios desde la perspectiva de Dios y no desde la del hombre, que resulta pequeña y enturbiadora.
Yo te preguntaré y tú me instruirás (v. 3). De acuerdo con el tono irónico que aflora en otros momentos del discurso (Jb 38, 4.18.21), el Señor concede a Job el rango de interlocutor y le supone capaz de dar respuesta a las grandes preguntas y a los argumentos de tipo sapiencial que va a utilizar en su intervención. En ningún momento pretende el Señor humillar a Job, sino más bien estimularle para que acepte de buen grado la enseñanza que le va a ofrecer.
Jb 38, 4-15. La descripción de la tierra (vv. 4-7), del mar (vv. 8-11) y de la luz (vv. 12-15) contiene rasgos simbólicos de gran expresividad. La tierra, por ejemplo, es pintada como un grandioso edificio que causa asombro a los seres celestiales. Con razón San Gregorio Magno aplica esta descripción a la Iglesia, querida por Dios, edificada sobre el fundamento de los Apóstoles y apoyada en la piedra angular que es Cristo; la tierra y la Iglesia son el asombro de los ángeles (cfr Moralia in Iob 6, 28, 5-7, 14-35).
El océano, que se muestra bravío en alta mar, se amansa en la orilla (vv. 8-11), como un bebé inquieto que se calma al sentirse vestido y arropado. Las puertas de la Santa Iglesia, explica San Gregorio Magno en sentido místico, podrán ser combatidas por las olas de la persecución, pero nunca podrán ser quebrantadas; la ola de la persecución podrá moverlas por fuera, pero nunca puede penetrar lo de dentro de su corazón (Moralia in Iob 6, 28, 18, 38).
La luz del amanecer disipa las tinieblas (vv. 12-13), que son las aliadas de los delincuentes, como había confesado antes Job (cfr Jb 24, 13-17): Los malhechores aman la noche, y encógense y desaparecen luego que el día amanece. Y por eso añade: Y sacudiste della los malvados, esto es, hiciste que se escondiesen huyendo, quitándoles con la luz del día el manto que los cubre de noche (Fray Luis de León, Expositio libri Iob 38, 13).
Jb 38, 16-38. Los elementos mencionados en esta sección resultaban enigmáticos para el hombre antiguo hasta el punto de que con frecuencia fueron mitologizados. Presenta primero las realidades misteriosas que se ven en la tierra: mar, abismo, muerte, sombras, luz–tinieblas (vv. 16-21); después, los fenómenos atmosféricos: nieve, granizo, sol tórrido o aguacero, centella y trueno, lluvia o hielo (vv. 22-30); y por último las constelaciones y cuerpos celestiales (vv. 31-38). Dios, en cambio, los conoce a la perfección, los dirige, los ordena y los gobierna. Es decir, todos esos elementos constituyen una manifestación de su omnipotencia por la que ha creado todas las cosas con sabiduría y amor: Creemos que esa omnipotencia es universal, porque Dios, que ha creado todo (cfr Gn 1, 1; Jn 1, 3), rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre (cfr Mt 6, 9); es misteriosa, porque sólo la fe puede descubrirla cuando se manifiesta en la debilidad (2Co 12, 9; cfr 1Co 1, 18) (Catecismo de la Iglesia Católica, 268).
La enseñanza es clara. Hemos de creer en la soberanía de Dios y en la bondad de su Providencia, aunque no alcancemos a comprender del todo cómo el sufrimiento humano y el mal en general forman parte del plan divino: Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cfr Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra (Catecismo de la Iglesia Católica, 314).
Jb 38, 39-Jb 39, 30. Antes se ponía de relieve que los elementos de la creación y los fenómenos atmosféricos no existen sólo en función del hombre, ni para favorecerle ni para castigarle; sencillamente son un elemento más del maravilloso tapiz de lo creado. Los animales salvajes, que ahora se describen con sus costumbres específicas, también existen y viven al margen del ser humano; no lo necesitan ni para alimentarse ni para reproducirse. Más aún, unos son depredadores y pueden llegar a atacar al hombre -león, cuervos, aves rapaces- (Jb 38, 39-41; Jb 39, 26-30); otros, como los ciervos o como el onagro y el toro salvaje, contrastan y ridiculizan al asno y al buey que sufren la humillación de haber sido domesticados (Jb 39, 1-12); otros, como el avestruz (Jb 39, 13-18) o el caballo (Jb 39, 19-25), pueden ser despreciados o admirados, pero ninguna de sus cualidades o deficiencias se la deben a los hombres.
La descripción del caballo de guerra (Jb 39, 19-25) merece una lectura pausada ya que, dentro de su belleza literaria, resalta los valores más apreciados en el mundo cultural del autor del libro: la fortaleza y la belleza de dicho animal (v. 19), la audacia y el valor de sus acciones (vv. 20-23), la agilidad y la decisión de sus movimientos (vv. 24-25). Job ha de comprender que no sólo no ha hecho nada para dotar de estas cualidades a este esbelto y admirable animal, sino que ni siquiera puede fomentarlas o dominarlas. Fray Luis de León transcribe en su comentario una descripción del caballo de guerra tomado de las Geórgicas de Virgilio, precisamente porque coincide en muchos aspectos con la del libro de Job.
Jb 40, 1-5. El discurso del Señor se interrumpe y deja paso a un diálogo breve pero intenso entre Dios y Job. De nuevo aparece el estilo de disputa sapiencial y, para el interés del lector, el libro llega a un punto decisivo por el encuentro entre los dos protagonistas. Con este recurso literario el autor sagrado consigue mantener la atención en esta parte culminante de su obra.
Jb 40, 6-Jb 41, 26. El Señor cambia radicalmente el modo de enfocar el problema del dolor del inocente, tal como lo planteaba Job. También con frecuencia se plantea así en muchos ámbitos del pensamiento moderno. A veces se condena a Dios (v. 8) porque no parece justo su proceder con el inocente. Pero en este discurso se enseña que Dios, en su justicia y providencia, tiene en cuenta el conjunto de los seres creados y no sólo algunos; y que el sufrimiento, lo mismo que los seres monstruosos, Behemot y Leviatán, símbolos del mal, entran en los designios divinos.
Jb 40, 6-14. Con ironía que raya en el absurdo, el Señor invita a Job a ponerse en su lugar (vv. 10-13) y a aplicar la justicia vindicativa que propugna: humillaría, derribaría y aplastaría a los que considera malvados. Al final, el mismo Señor le alabaría reconociendo su victoria (v. 14), pero habrían desaparecido todos los seres de la creación. La enseñanza es grandiosa: a Dios no le alabamos porque su forma de hacer justicia se acomode a la nuestra, sino por su sabiduría, por su magnanimidad. Así, en el Evangelio se dice que hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores (cfr Mt 5, 45). Dios es el hacedor, y no se dedica a destruir sino a conservar incluso a los seres como Behemot y Leviatán, que pueden parecer dañinos y terribles a los ojos de los humanos, pero que embellecen la creación y reflejan la fuerza del poder de Dios. Así, el sufrimiento del hombre entra también en los planes divinos sobre el hombre en la creación, aunque éste no entienda cómo. Ha de aceptarlo porque en último término también viene de Dios.
Jb 40, 15-24. Behemot, como Leviatán, descrito más adelante, es imagen de un animal monstruoso que causa pavor al hombre por su tamaño, su fuerza y su voracidad. Etimológicamente es el plural de una palabra que designa al ganado de casa, pero es evidente que el parecido con los animales domésticos es nulo. Santo Tomás, siguiendo la interpretación de los antiguos, lo identificó con un elefante y explicó, al hilo del texto bíblico, sus cualidades. Los comentaristas más modernos prefieren ver en la base de la descripción al hipopótamo, pero descrito con trazos hiperbólicos hasta presentarlo como un ser fantástico. En todo caso el autor sagrado esta pensando en una fiera que habita en tierra, frente al Leviatán que habita en el mar.
Los rasgos intencionalmente exagerados ponen de manifiesto la grandeza extraordinaria del Señor, porque Behemot es también una criatura (v. 15) y todas sus perfecciones se deben a su Hacedor (v. 19). En sentido alegórico Behemot ha sido visto como figura del demonio: Ahora, comenta Santo Tomás, se dedica a describir la malicia del diablo (…) y lo hace bajo la figura de animales extraordinarios y monstruosos. Entre los animales terrestres sobresale el elefante por su tamaño y por su fuerza, y por eso el Señor describe al diablo bajo la figura del elefante (Expositio super Iob 40, 15).
Jb 40, 25-Jb 41, 26. Leviatán designa, según los antiguos, a un monstruo marino, una especie de serpiente o dragón (cfr nota a Jb 3, 8): Después de que el Señor ha descrito al diablo en la figura del elefante, que es el mayor de los animales terrestres, ahora lo describe bajo la figura del Leviatán, es decir, del cetáceo, que es el mayor de los animales del mar (…). San Isidoro explica que este animal es una ballena porque lanza el agua a mayor altura que cualquier otro animal (S. Tomás de Aquino, Expositio super Iob 40, 25). Los comentaristas modernos suelen ver en esta descripción al cocodrilo, sin olvidar que en otros lugares de la Biblia el Leviatán personifica al monstruo primordial que se opone a los planes de Dios (Jb 3, 8; Sal 74, 14; Sal 104, 26; Is 27, 1).
La primera sección (Jb 40, 25-32) pone de manifiesto mediante preguntas retóricas que es una criatura indómita que escapa al saber y al poder humano; la segunda (Jb 41, 1-26) es una descripción pormenorizada del animal. Ambas consideraciones están orientadas a señalar que existen criaturas fuertes, poderosas y hasta dañinas para el hombre, pero que no por eso van a ser aniquiladas puesto que cumplen su función en la armonía de la creación.
Jb 41, 1-3. El texto hebreo tal como está es poco inteligible y el griego no aclara apenas nada. Los comentaristas, tanto antiguos como modernos, discrepan en sus interpretaciones. Nosotros hemos traducido el original hebreo siguiendo posibles conjeturas con objeto de aclarar su sentido: la esperanza de capturar al Leviatán es ilusoria porque él aniquila a todos, animales y hombres, que se le enfrentan. El autor sagrado carga las tintas en la ferocidad y violencia de este mítico cetáceo para hacer hincapié en que Dios cuenta con él en su proyecto sobre la creación.
Jb 42, 1-6. La conclusión de la parte poética del libro está puesta en labios de Job, que recoge, a su vez, dos interpelaciones que el Señor le había planteado. A la primera (v. 3) Job responde reconociendo que ha hablado sin conocer todos los datos, es decir, sin tener a la vista la armonía de todos los seres creados, las maravillas que reflejan incluso los seres aparentemente inútiles y hasta dañinos. Se puede calificar de respuesta sapiencial. Al segundo requerimiento (v. 4) Job da una respuesta llena de fe reconociendo que Dios se le ha manifestado en persona: ahora le ha visto con sus ojos (v. 5), como le habían visto Moisés y los profetas. Job se siente consolado y se arrepiente a partir de la experiencia que ha vivido en su encuentro con Dios. Este encuentro, más que las palabras que ha escuchado, ha sido decisivo para él: Una cosa es oír de Ti, otra verte delante de los ojos, que como delante del sol se aclara todo y huyen sin dejar rastro de sí las tinieblas, ansí tu rostro resplandeciente, amanecido en el alma, hace huir della toda ignorancia y error. Assí que ahora que te veo a Ti, me reprendo y me repruebo a mí, y me duelo amargamente de te haber en alguna manera ofendido (Fray Luis de León, Expositio libri Iob 42, 6).
Jb 42, 7-17. El epílogo en prosa supone una rehabilitación extraordinaria de Job, como sabio por haber hablado certeramente y como persona por haber dialogado con sus oponentes y estar dispuesto a interceder por ellos. Es casi seguro que el pasaje pertenecía al relato originario junto al prólogo, puesto que ambos están muy relacionados y contienen rasgos literarios similares. Algunos comentaristas han pensado que este final feliz no encaja bien con la doctrina del libro porque parece confirmar que a los buenos les va bien, y a los malos mal. Pero no es del todo así. En este epílogo resplandece la misericordia de Dios que, como juez supremo, tiene en proyecto la salvación de todos; la de algunos por medio de su dolor, como en el caso de Job.
Hay detalles que ayudan a comprender el objetivo de este final del relato: Satán ya no es mencionado, quizá porque su presencia era irrelevante en la cuestión que el libro plantea. Elifaz y sus amigos, que pensaban haber hablado en favor del Señor, han de reconocer su error, ya que no hablaron con rectitud (vv. 7-8) y han de convertirse al Señor, pues sólo en el encuentro con Dios está la verdad. Job, finalmente, es compadecido y reconocido por parte de sus familiares y amigos (vv. 10-11), y bendecido por Dios con abundancia de hijos, de riquezas y de días de vida (vv. 12-17). En consecuencia Dios no se supedita al pensamiento y a la lógica de los hombres, sino son éstos quienes han de admirar a Dios y ponerse en sus manos.
Jb 42, 11 La moneda de plata, en hebreo qesitáh, debía de ser una pieza de gran valor, usada para solventar asuntos graves de familia (cfr Gn 33, 19; Jos 24, 32). Al entregarla junto al anillo de oro se pone de relieve que la familia era acomodada y, sobre todo, que Job fue acogido dentro de ella con todos los derechos.
Jb 42, 12-17. La bendición divina lleva consigo abundancia de hijos y de riqueza. Es relevante el realce que se da a las hijas: participarán en la misma herencia que sus hermanos, son las más bellas del país y reciben nombres que así lo subrayan: Yamimá, según la etimología árabe (Jamama) significa Paloma; Casia es nombre de árbol, seguramente Acacia, muy apreciado en aquella región por su belleza; y Queren-Hafuc o Cuerno de Antimonio designaba un recipiente de perfumes de extraordinario valor.
Los Santos Padres que, como hemos venido indicando, muestran cómo Job prefigura a Jesús, aplican también a él la restauración final de Job: Job recobró la salud y la fortuna. También el Señor, al resucitar, otorgó a los que creen en Él no sólo la salud, sino la inmortalidad, y recobró el dominio de toda la naturaleza, como Él mismo atestigua cuando dice: Todo me lo ha dado mi Padre. Job engendró nuevos hijos en sustitución de los anteriores. También el Señor engendró a los santos apóstoles como hijos suyos, después de los profetas. Job, lleno de felicidad, descansó por fin en paz. Y el Señor permanece bendito para siempre, antes del tiempo y en el tiempo, y por los siglos de los siglos (S. Zenón de Verona, Tractatus 1, 15).
Jb 42, 17 Se aplica a Job la fórmula que cerraba el relato de la vida de los patriarcas (Gn 25, 8; Gn 35, 29). Los Santos Padres suelen entender estas palabras en sentido amplio, como un resumen de los bienes que recibirán los bienaventurados en el cielo. Santo Tomás, siguiendo esta explicación, escribe: Por la plenitud de días se designa la abundancia tanto de los bienes materiales como de los bienes de la gracia, con los cuales fue llevado Job a la gloria que dura por los siglos de los siglos (Expositio super Iob 42, 17).
Sal 1, 1-3. El hombre justo es caracterizado ante todo por su conducta, alejada de la de quienes desprecian la Ley divina. Los términos seguir, detenerse y tomar asiento indican tres estadios sucesivos de alejamiento de la conducta recta (v. 1). El justo busca y encuentra en la Ley de Dios el criterio para orientar su vida (v. 2). Será feliz porque tendrá éxito (v. 3). La imagen del árbol frondoso significa la prosperidad y el bienestar.
Sal 1, 4-6. Con el árbol firme (v. 3) contrasta la paja o el polvo de la era dispersados por el viento, con la que se compara la vida de los impíos y los pecadores (v. 4). Éstos no podrán imponerse sobre los justos (v. 5) porque, en definitiva, es el Señor quien juzga la conducta de unos y otros (v. 6).
La oración de Sal 1 invita a seguir leyendo el libro, pues es en los salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y traducirla en la vida (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 44).
Sal 2, 1-3. En los vv. 1-3 se emplean términos hiperbólicos, ya que Israel, sólo en contadas ocasiones y por poco tiempo, tuvo sometidos reinos de su alrededor como Edom, Moab, o Amón. Pero en la perspectiva del salmo, el rey de Israel, en cuanto ungido de parte de Dios (cfr 1S 16, 13) representa a Dios, y por eso a Él se han de someter todos los pueblos y reyes de la tierra. Cuando éstos atentan contra el Ungido del Señor, lo hacen contra el mismo Dios (v. 2); cuando pretenden escapar del vasallaje a ese rey, están rechazando a Dios (v. 3). Las palabras de los vv. 1-2 las vieron cumplidas los Apóstoles en el acuerdo entre Herodes y Poncio Pilato para dar muerte a Jesús (cfr Hch 4, 25-26); y pueden verse cumplidas a lo largo de la historia en los ataques que sufre la Iglesia. San Josemaría, que utilizó muchas veces este salmo en su predicación, comentaba: ¿Lo veis? Nada nuevo. Se oponían a Cristo antes de que naciese; se le opusieron, mientras sus pies pacíficos recorrían los senderos de Palestina; lo persiguieron después y ahora, atacando a los miembros de su Cuerpo místico y real. ¿Por qué tanto odio, por qué este cebarse en la cándida simplicidad, por qué este universal aplastamiento de la libertad de cada conciencia? (Es Cristo que pasa, 185).
Sal 2, 4-6. Dios se ríe, se burla, … habla en su ira…. Son expresiones antropomórficas que indican su absoluta superioridad sobre los poderosos de este mundo, a los que hace conocer su voluntad manifestada en la unción de un nuevo rey en Sión, es decir, Jerusalén, la ciudad santa edificada sobre una colina.
Sal 2, 7-9. También el nuevo rey reconoce y proclama el señorío divino, haciéndose eco de las palabras del v. 6. No reina por su propio poder o en virtud de su ascendencia, sino por decreto del Señor que lo ha elegido y le ha prometido el dominio sobre todos los pueblos de la tierra. Es el acta que legitima la subida al trono. La elección se expresa en términos de generación humana: Tú eres mi hijo…; y el día de la coronación es el hoy en el que se cumplen las promesas de Dios a David (cfr 2S 7, 14). Esta forma de hablar en sentido figurado queda abierta a un significado más pleno cuando llegue el momento, el hoy, del cumplimiento definitivo de las promesas. Así, ese decreto divino, punto central del salmo, volvió a ser pronunciado por Dios cuando Cristo fue bautizado en el Jordán (cfr Mt 3, 17 y par.), y cuando se transfiguró en el Tabor (cfr Mt 17, 5 y par.). Él es el Hijo en el que se complace Dios Padre. Al resucitarle de entre los muertos Dios cumplió aquel decreto que a su vez era una promesa (cfr Hch 13, 32-33). Las mismas palabras del v. 7 son citadas en la Carta a los Hebreos para mostrar la dignidad de Cristo, superior a los ángeles, por ser el Hijo de Dios (cfr Hb 1, 5). Siguiendo esta aplicación a Jesucristo comenta San Cirilo de Alejandría: Dice haber engendrado hoy a quien era Dios, engendrado de Él mismo desde antes de los siglos, a fin de recibirnos por su medio como hijos adoptivos; pues en Cristo, en cuanto hombre, se encuentra significada toda la naturaleza: y así también el Padre, que posee su propio Espíritu, se dice que se lo otorga a su Hijo, para que nosotros nos beneficiemos del Espíritu en Él. Por esta causa perteneció a la descendencia de Abrahán, como está escrito, y se asemejó en todo a sus hermanos (Commentarium in Ioannem 5, 2).
Por otra parte, los santos padres ven dirigidas a Jesucristo las palabras del v. 8. Así, por ejemplo, Orígenes comenta que como nadie puede tener un don de Dios si no lo pide, el mismo Salvador es exhortado por el Padre a pedir para que se lo pueda dar (In Evangelium Ioannis 13, 3). Y Clemente de Alejandría dirá que Dios enseña a que se le haga una petición verdaderamente digna de un rey, la salvación de los hombres, sin recompensa a cambio, para que nosotros podamos heredar y poseer al Señor (Stromata 4, 136).
Cada cristiano puede escuchar esas mismas palabras como dirigidas a él: La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185).
Sal 2, 10-12. Al final del poema habla de nuevo el salmista invitando a los reyes a actuar con sabiduría. Es la sabiduría de reconocer a Dios y darle culto. El v. 12 exhorta a rendir homenaje al hijo (v. 7), es decir, al rey designado por Dios, para evitar así el castigo destinado a los rebeldes. La invitación a aprender -escarmentad- (v. 10) y volver al Señor muestra que Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 186).
Sal 3, 2-3. La situación es dramatizada por el salmista como si fuese perseguido por multitud de enemigos (cfr v. 7). Lo más doloroso para él es que ponen en duda que Dios le salve.
El término hebreo que traducimos por Pausa y que aparece con bastante frecuencia se refiere probablemente a alguna indicación para el canto o recitación del salmo.
Sal 3, 4 Ante la duda de los adversarios, se alza el grito de confianza del salmista, que clama a Dios como protector -escudo-, y como el que puede darle éxito frente a aquéllos -mi gloria-.
Sal 3, 5-7. El Señor escucha siempre la plegaria que se le dirige en el Templo de Jerusalén (cfr 1R 8, 30). El sueño del que, gracias al Señor, se despierta el salmista simboliza el sueño de la muerte del que despertó Jesucristo por el poder de Dios que le resucitó de entre los muertos (cfr Rm 1, 4). En los salmos hallamos profetizado no sólo el nacimiento de Jesús, sino también su pasión salvadora, su reposo en el sepulcro, su resurrección, su ascensión y su glorificación a la derecha del Padre. El salmista anuncia lo que nadie se hubiera atrevido a decir, aquello mismo que luego, en el Evangelio, proclamó el Señor en persona (S. Ambrosio, Enarrationes in XII Psalmos 1, 8).
Sal 3, 8-9. Se pide a Dios que se levante en paralelismo a como se alzan los enemigos (v. 2), y que actúe como lo hizo en otras ocasiones. La petición por el pueblo puede reflejar que es el rey quien ora en este salmo.
David es, por excelencia, el rey “según el corazón de Dios”, el pastor que ruega por su pueblo y en su nombre, aquél cuya sumisión a la voluntad de Dios, cuya alabanza y arrepentimiento serán modelo de la oración del pueblo. Ungido de Dios, su oración es adhesión fiel a la promesa divina (cfr 2S 7, 18-29), confianza cordial y gozosa en aquél que es el único Rey y Señor. En los salmos, David, inspirado por el Espíritu Santo, es el primer profeta de la oración judía y cristiana. La oración de Cristo, verdadero Mesías e hijo de David, revelará y llevará a su plenitud el sentido de esta oración (Catecismo de la Iglesia Católica, 2579).
Sal 4, 2 Invocar a Dios como Dios de mi justicia es invocarle como salvador frente a quienes oprimen injustamente al que confía en Él. Justicia en el lenguaje bíblico significa conceder a cada uno lo que necesita y, por tanto, equivale a salvación y misericordia de parte de Dios. La súplica al Señor de que escuche la oración aparece plenamente cumplida al final, en los vv. 8-9.
Sal 4, 3-7. El salmista ofrece su testimonio personal a quienes no acuden a Dios sino a los ídolos (v. 3), o no le honran como es debido con la oración y sacrificios sinceros (vv. 5-6), o dudan de Él (v. 7). La traducción del v. 5 en la Neovulgata -irascimini et nolite peccare- sigue la interpretación que hace la versión de los Setenta. De ella depende San Pablo cuando, citando este pasaje, enseña: Si os enojáis, no pequéis; no se ponga el sol estando todavía airados, y no deis ocasión al diablo (Ef 4, 26-27).
Sal 4, 7b-9 El punto culminante del salmo es la alegría, paz y seguridad que Dios otorga al hombre que confía plenamente en Él y acude a Él en los momentos difíciles. A la tribulación exterior, Dios responde concediendo paz interior. Así, por ejemplo, lo reafirmaba Santa Teresa de Jesús a sus monjas: Poned los ojos en vos y miraos interiormente, como queda dicho; hallaréis vuestro Maestro, que no os faltará, antes mientras menos consolación exterior, más regalo os hará. Es muy piadoso, y a personas afligidas y desfavorecidas jamás falta, si confían en Él solo. Así lo dice David, que está el Señor con los afligidos. O creéis esto o no. Si lo creéis, ¿de qué os matáis? (S. Teresa de Jesús, Camino de Perfección 29, 2).
Las últimas palabras del salmo (v. 9) son especialmente aptas para ser recitadas antes de acostarse. Aparecen recogidas en la oración para antes del descanso nocturno en la Liturgia de las Horas.
Sal 5, 2-4. Al invocar a Dios como Rey mío -expresión que aparece en los salmos seis veces (cfr Sal 44, 5; Sal 47, 7; Sal 68, 25; Sal 74, 12; Sal 84, 4)- se resalta la confianza en que Él interviene estableciendo la justicia y el derecho. Una vez presentada ante Él la súplica, se puede esperar confiadamente (v. 4). El amanecer, contrapuesto a la noche, se considera el momento más propicio para las intervenciones divinas (cfr Sal 17, 15).
Sal 5, 5-7. Dios no es como los jueces de la tierra que se dejan sobornar por los malvados.
Sal 5, 8 El salmista reconoce que sólo por la bondad de Dios le es permitido entrar en el Templo, donde, en el sacrificio matutino, culmina la oración iniciada al comienzo del día (v. 4). Bondad (hesed) equivale aquí a fidelidad, porque Dios escucha siempre a quien le suplique en el Templo (cfr 1R 8, 30-39).
Sal 5, 9-11. Ahora el salmista no sólo pide que Dios le escuche y le defienda (cfr Sal 3, 8), sino que le guíe por el camino de la justicia -de la santidad- que Dios ha manifestado en sus leyes. De esta forma sus enemigos no tendrán fundamento para acusarle. La caracterización de los impíos culmina en que se han rebelado contra Dios (v. 11), y esa rebelión se manifiesta en las mentiras e intrigas tramadas contra el justo (vv. 9-10); en algunos salmos se trata de maquinaciones contra el rey cuando parece que éste ha perdido fuerza para mantener su reinado (cfr Sal 17; Sal 25; Sal 35; etc.). En el v. 10 la maldad del impío se expone con cuatro imágenes construidas a partir de cuatro partes del cuerpo humano, indicando así la perversión de toda la persona. San Pablo tomará la segunda parte de este versículo para perfilar la imagen pecadora del hombre, sea judío o gentil, que necesita la redención de Cristo (cfr Rm 3, 13). Las imprecaciones del v. 11 son una apelación a Dios para que el justo se salve, dejando que el impío sufra en sí mismo las consecuencias de sus propios actos. En eso consiste el castigo divino.
Sal 5, 12-13. En contraposición a la suerte del impío, está la del justo que, al recurrir a Dios, encuentra su protección y su bondad. Nombre (v. 12) equivale a persona. Los que aman tu Nombre equivale a aquellos que reconocen con agradecimiento lo que Dios -que reveló su nombre a Moisés (cfr Ex 3, 14)- ha hecho por su pueblo y confían en Él. En la nueva Alianza Dios ha otorgado a Jesucristo el Nombre que está sobre todo nombre (Flp 2, 9). Por eso para el cristiano no existe bajo el cielo otro Nombre en el que pueda encontrarse la salvación que el de Jesús (cfr Hch 4, 12). El nombre de Cristo -comenta San Gregorio de Nisa- lleva la justicia, la sabiduría, el poder, la verdad, la bondad, la vida, la salvación, la inmortalidad. La virtud que está por encima de todo cambio y mutación (Ad Harmonium 14).
Sal 6, 2 Dios es invocado como aquel que reprende y castiga para corregir (cfr Sal 38, 2; Jr 10, 24), como un padre hace con su hijo (cfr Pr 3, 11-12; Hb 12, 5-7).
Sal 6, 3-4. La interrogación: ¿Hasta cuándo?, indica la justa impaciencia del hombre que vuelve sus ojos a Dios en el sufrimiento.
Sal 6, 5-6. Se presentan dos motivos para que Dios intervenga: primero, su amor y misericordia paternales (v. 5); segundo, el deseo del salmista de seguir recordando y alabando a Dios, cosa que él piensa que no va a ser posible tras la muerte (v. 6), ya que todavía no se había esclarecido la pervivencia en el más allá. El seol era entendido como el lugar en el que los muertos permanecían como sombras.
Sal 6, 7-8. La angustia experimentada con más profundidad en la soledad de la noche aviva la oración de modo parecido a como en el salmo anterior era avivada al comenzar el día (cfr Sal 5, 4).
Sal 6, 9-11. Queda expresada la seguridad del salmista frente a quienes estaban en su contra debido a la enfermedad, e intentaban minar su confianza en Dios. Esa seguridad le viene de la certeza de que va a ser curado, bien porque confía plenamente en que se va a producir, bien porque se le ha confirmado a través de un oráculo en el Templo. También puede entenderse -y parece lo más lógico- que el salmo en su conjunto está compuesto tras experimentar la curación recogiendo en él la súplica que había elevado con anterioridad. En cualquier caso, es la expresión de que Dios ha perdonado al ver el llanto y las lágrimas del hombre que, arrepentido, acude a Él. Éste es el punto central del salmo. Las primeras palabras del v. 9 las emplea Jesús para expresar el castigo que recibirán los que quieren obrar en su nombre sin cumplir sinceramente la voluntad de Dios (cfr Mt 7, 23).
Sal 7, 1 Este título puede referirse al momento en que David conoció por medio de un cusita la muerte de Absalón (cfr 2S 18, 21).
Sal 7, 2-3. La petición inicial supone la persecución a muerte del salmista por parte de sus enemigos. No se dice quiénes son éstos, pero su intención y ferocidad quedan reflejadas en la imagen del león. A tenor de los versículos siguientes esos enemigos son los que le acusan injustamente de haber obrado el mal y de haber violado el derecho y la justicia.
Sal 7, 4-6. Puesto que el salmista no puede defenderse en un juicio humano, apela a Dios haciendo profesión o juramento de inocencia, quizá en el Templo ante el sacerdote (cfr Dt 12, 4-12; 1R 8, 31).
Sal 7, 7-10. Dos rasgos caracterizan a Dios como juez: Él es el juez supremo y universal de los pueblos; y Él conoce verdaderamente el pensar y el querer -el corazón y las entrañas- de cada hombre (v. 10). También nuestro Señor Jesucristo, como Dios, conocía el interior de cada hombre (Jn 2, 25) y no necesitaba que nadie le informara sobre los hombres. Nada hay escondido para el Señor, sino que aun nuestros secretos más íntimos no escapan a su presencia. Obremos, pues, siempre conscientes de que Él habita en nosotros (S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios 15, 3).
Sal 7, 11-12. Apelar con sinceridad al juicio divino significa, para todo hombre de corazón recto (v. 11), esperar encontrar en Dios su defensa -escudo- frente a sus acusadores injustos.
Sal 7, 13-17. Los pecadores, en contraste con el justo, sufrirán los castigos divinos -representados aquí con imágenes de guerra- en cuanto que sus actos violentos se volverán contra ellos. El mal sigue su curso y da su fruto con la misma continuidad con la que a la generación sigue el parto (v. 15), y tal como muestra la experiencia (cfr Pr 26, 27). El pecado del hombre siempre se vuelve contra el mismo hombre, porque el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo (…). Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana (Catecismo de la Iglesia Católica, 1849).
Sal 7, 18 Su justicia. Es la actuación de Dios que, como juez justo y supremo, reconoce la conducta recta -justicia del hombre (cfr v. 9)- y le salva de sus perseguidores.
Sal 8, 1 Según la de Gat. Parece que hace referencia a un acompañamiento musical, un arpa o una melodía.
Sal 8, 2 Dios es aquel que se ha dado a conocer y se ha elegido un pueblo -Señor nuestro-; pero a la vez es aquel a quien pertenecen todos los pueblos, toda la tierra, y cuya gloria se manifiesta desde el lugar de su morada, encima de los cielos visibles o firmamento.
Sal 8, 3 También en la tierra y en la historia hace Dios brillar su gloria cuando es reconocido y alabado por los que son débiles -los pequeños y los niños de pecho- y de esa forma vence la obcecación de quienes rechazan o rehúsan someterse a Él y a su voluntad. Sus planes se van cumpliendo en la historia a través de personas socialmente insignificantes, como lo era David en sus comienzos, o a través de un pueblo políticamente sin relieve, como lo era Israel. Jesús aplicó las palabras de este versículo a los niños que, cuando él entró en Jerusalén, gritaban: Hosanna al Hijo de David (Mt 21, 15-16). La alabanza a Dios expresada en este salmo la realiza el cristiano alabando al mismo tiempo a Jesucristo: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. La Iglesia utiliza este salmo en la celebración litúrgica de la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Sal 8, 4-10. Entre los humildes que reconocen a Dios se encuentra el salmista que manifiesta su admiración ante el hecho de que Dios, creador del universo, se haya fijado en el hombre y haya cuidado especialmente de él, y le haya dado además el dominio y señorío sobre toda la creación, haciéndole partícipe de su propio poder (vv. 6-9). Expresa de una manera poética que el hombre es «imagen y semejanza» de Dios (cfr Gn 1, 26-27). El reconocimiento de la grandeza del hombre lleva a la contemplación de la grandeza infinitamente mayor de Dios. Contrasta con la actitud de quien, creyéndose poderoso, rechaza a Dios y se rebela contra Él (cfr v. 3).
«Poco menor que los ángeles» (v. 6). Así traducen los Setenta y las versiones latinas. En hebreo dice literalmente «poco menos que un dios» o «que unos dioses», aludiendo a los seres intermedios entre el dios supremo y los hombres, que se adoraban en el panteón cananeo.
En la Carta a los Hebreos se citan las palabras de los vv. 5-7 para afianzar la esperanza en el futuro mundo glorioso que pertenece a Cristo y que ya ha comenzado a realizarse con su resurrección y ascensión a los cielos: «Ahora no vemos que todo le esté ya sometido. En cambio, a aquel que fue hecho por un momento inferior a los ángeles, a Jesús, le vemos coronado de gloria y honor a causa de la muerte padecida. De modo que, por gracia de Dios, experimentó la muerte en beneficio de todos» (Hb 2, 8-9). San Pablo apela asimismo al v. 7 para enseñar que la muerte será vencida definitivamente por Jesucristo, y que la creación entera será sometida a Dios por la obra redentora de Jesús: «Como último enemigo será destruida la muerte porque [Dios] ha sometido todas las cosas bajo sus pies [de Cristo]… Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas» (1Co 15, 26-28). El sometimiento de la creación al hombre y con él a Cristo está, por tanto, en proceso; pero ya se ha iniciado de manera irreversible en la resurrección de Jesús. Cristo lo va realizando mediante la Iglesia, en la medida en que los cristianos ponen a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Pues Dios «todo lo sometió bajo sus pies [de Cristo] y a él lo constituyó cabeza de todas las cosas en favor de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud de quien llena todo en todas las cosas» (Ef 1, 22-23). «La Sagrada Escritura enseña que el hombre ha sido creado “a imagen de Dios” capaz de conocer y amar a su Creador, y que ha sido constituido por Él señor de todas las criaturas terrenas (cfr Gn 1, 26; Sb 2, 23), para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios (cfr Si 17, 3-10)» (Gaudium et spes, 12).
Con este salmo se da gracias a Dios por la dignidad que le ha otorgado al hombre. «Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Porque te ocupas ciertamente de él, demuestras tu solicitud y tu interés para con él. Llegas hasta enviarle tu Hijo único, le infundes tu Espíritu, incluso le prometes la visión de tu rostro. Y, para que ninguno de los seres celestiales deje de tomar parte en esta solicitud por nosotros, envías a los espíritus bienaventurados para que nos sirvan y nos ayuden, los constituyes nuestros guardianes, mandas que sean nuestros ayos» (S. Bernardo, Sermones de tempore 3).
Sal 9, 2-3. Las maravillas son las grandes obras que el Señor ha realizado en la creación y en la historia de Israel, y también lo que Dios ha hecho en la vida personal del salmista.
Sal 9, 4-7. Dios ha mostrado ser un juez justo que tiene poder para ejecutar su sentencia como un rey poderoso. Los enemigos aquí son los pueblos gentiles. La oración, por tanto, parece pronunciada por el rey.
Sal 9, 8-11. De la consideración de lo que Dios ha hecho con los pueblos enemigos de Israel, se pasa a contemplar su poder y su justicia sobre toda la tierra (vv. 8-9), y su auxilio a quien sufre la injusticia y recurre a Él (vv. 10-11).
Sal 9, 12-13. El salmista invita a quienes le escuchan, o al lector del poema, a unirse a su misma alabanza (cfr v. 3: Canto salmos).
Sal 9, 14-15. La alabanza y acción de gracias a Dios por lo que ha sucedido suscitan la petición de una nueva intervención divina en la vida del salmista. En contraste con las puertas de la muerte están las puertas de Jerusalén, símbolo de salvación.
Sal 9, 16-19. Sobre los enemigos se pide al Señor que desaparezcan, es decir, que vayan al seol, el lugar donde reposan los muertos.
Sal 9, 20-21. El juicio divino ya se ha realizado en parte cuando, a lo largo de la historia, han ido desapareciendo las naciones -ciudades- que han oprimido a Israel (vv. 4-7.16), y cuando Dios ha mostrado su protección hacia el pobre que ha recurrido a Él (cfr vv. 10.14-15.19). Pero el juicio de Dios que el salmista implora va a realizarse definitivamente en el futuro y pondrá en evidencia el señorío universal de Dios (v. 20; cfr Sal 96, 13; Sal 98, 9). Era razonable que no sólo se estableciesen premios para los buenos y castigos para los malos en la vida futura, sino que también se decretase en un juicio general y público, a fin de que resultase para todos más notorio y grandioso, y para que todos tributasen a Dios alabanzas por su justicia y providencia, en vez de aquella injusta queja que hasta los varones justos solían a veces exhalar como hombres cuando veían a los malos engreídos en sus riquezas y alegres con sus honores (Catecismo Romano 1, 8, 4).
Sal 10, 1 El interrogante inicial está motivado por el aparente silencio de Dios ante las injusticias y atropellos que sufre el salmista. Como glosa Santo Tomás de Aquino: “Al no castigar a los que nos afligen, parece que Tú nos desprecias”. (…) Parece que el Señor duerme cuando permite que los justos sufran (Postilla super Psalmos 9, 22 y 33). Ante el acoso del pecado y del mal, el cristiano se dirige a Dios con un sentimiento similar al expresado en este versículo: Imaginamos que el Señor no nos escucha, que andamos engañados, que sólo se oye el monólogo de nuestra voz. Como sin apoyo sobre la tierra y abandonados del cielo, nos encontramos. (…) Es la hora de clamar: acuérdate de las promesas que me has hecho, para llenarme de esperanza; esto me consuela en mi nada, y llena mi vivir de fortaleza (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 304-305).
Sal 10, 2-11. El mal comportamiento de los impíos tiene su raíz en la avaricia humana (vv. 3.8-10), unida al desprecio de Dios (vv. 4.11) y de sus leyes, que provoca una falsa autosuficiencia en el hombre (vv. 5-6). San Pablo empleará precisamente las palabras del v. 7 -unidas a las de otros salmos como las de Sal 5, 10- para trazar el cuadro de la humanidad pecadora alejada de Dios.
Sal 10, 12-18. Frente a la forma de pensar y de actuar de los soberbios se encuentra la actitud del salmista y de todo hombre que reconoce a Dios y pone su confianza en Él. Éste cree en la misericordia de Dios, en su providencia con los débiles de este mundo (v. 14) y en su absoluto señorío (v. 16). De esta fe brota la súplica, en la que, además de pedir la intervención divina en favor del pobre, pide también que la humanidad entera reconozca su limitación y vuelva al camino del bien. Cuando se le invoca, Dios interviene a favor del humilde -el pobre, el huérfano y desvalido-, víctima de la conducta inicua y traicionera del malvado. Así muestra la falsedad de la autosuficiencia humana (v. 18).
Sal 11, 1 Aquí está concentrada la fuerza del salmo: el salmista ha decidido buscar su seguridad en el Templo, junto al Señor, en vez de huir lejos y escapar de la ciudad, como humanamente podría aconsejar la situación de peligro creada por las asechanzas y calumnias de los enemigos.
Sal 11, 2-3. Ante las maquinaciones de los impíos y la anarquía social reinante, parece que nada puede hacer el hombre justo.
Sal 11, 4-6. En la situación descrita, el salmista cuenta, sin embargo, con la presencia del Señor en el Templo, estando a la vez el Señor en los cielos (cfr Sal 8, 2), desde donde ve y juzga todas las acciones de los hombres. Desde allí envía a los impíos su castigo que ahora no es descrito con imágenes de algo que puedan hacer los hombres -espada, flechas y dardos (cfr Sal 7, 13-14)- sino como algo que sólo Dios puede realizar, algo que baja del cielo, como en el castigo de Sodoma y Gomorra (v. 6; cfr Gn 19, 24). Tal es la suerte -porción de su copa (v. 6)- que espera a los impíos.
Apoyándose en la literalidad del v. 4, y trasponiéndolo a la presencia de Dios en el cristiano, comenta San Jerónimo: Cuando el trono del Señor está en el cielo (…) está colocado solamente en una parte del cielo; en cambio, cuando el trono del Señor es el cielo (cfr Is 66, 1), todo el cielo es trono del Señor. De aquí que por elevación el Señor que habita en su Templo santo, es decir, en el alma del creyente, o la habita parcialmente o la ocupa totalmente. Cuando somos todavía imperfectos, y en nosotros se encuentran todavía cosas buenas y malas, Dios habita sólo parcialmente en nuestra alma, es decir, en su cielo. Pero, cuando alcanzamos la perfección plena, somos transformados completamente en lugar donde Dios habita, y somos así el cielo que es su trono. Propiamente, sin embargo, sólo Nuestro Señor y Salvador es el Templo de Dios (Breviarium in Psalmos 10, 5).
Sal 11, 7 La alabanza conclusiva refleja la esperanza del justo. Ver el rostro de Dios significa aquí tener libre y confiado acceso a Dios en el Templo, de modo parecido a como la expresión ver el rostro del rey indica en otros pasajes del Antiguo Testamento poder acceder a él libre y confiadamente (cfr Gn 43, 3.5; Gn 44, 23-26; 2S 3, 13). Jesús en las Bienaventuranzas promete asimismo a los limpios de corazón que verán a Dios (cfr Mt 5, 8). [Esta] promesa supera toda felicidad. (…) En la Escritura, ver es poseer (…). El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir (S. Gregorio de Nisa, De beatitudinibus 6; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2548).
Sal 12, 2-3. La difusión de la mentira -doblez de corazón- imposibilita la confianza leal y fraterna entre los hombres. Ante ello, sólo queda recurrir al Señor.
Sal 12, 4-5. El punto culminante de la mentira es la afirmación de que nada ni nadie es más fuerte que ella misma. El salmista recoge esta afirmación, al parecer generalizada, tal como la harían los soberbios. Resuena el poder que tiene la mentira y el daño que produce: La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a otro. Atenta contra él en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales (Catecismo de la Iglesia Católica, 2486).
Sal 12, 6-7. A la afirmación de los soberbios se opone la palabra del Señor que contiene una promesa de salvación. Puede tratarse de un oráculo pronunciado por el sacerdote en el Templo, o de una afirmación del mismo salmista en nombre de Dios. En cualquier caso expresa una constante en los salmos y en la Biblia (cfr Sal 76, 10; Sal 102, 14; Is 33, 10) que siempre puede oponerse a la autosuficiencia humana basada en la mentira. El salmista resalta la veracidad de esa palabra de Dios con imágenes bien expresivas (v. 7).
Sal 12, 8-9. Recogen, con otras palabras, la misma súplica de protección con la que se iniciaba el salmo.
Sal 13, 2-3. Al sufrimiento, quizá por una enfermedad (cfr v. 4), se une el del acoso de los que rechazan a Dios, que ven precisamente en aquella desgracia el signo de que Dios ha abandonado al hombre (v. 2; cfr v. 5). El cristiano que esté experimentando una situación similar a la del salmista puede hacer suyo su clamor con la seguridad de que, si persevera, el Señor saldrá en su ayuda: Comprendan todas las almas que, si Dios no les cumple enseguida lo que le piden y necesitan, no fallará a su debido tiempo si ellas son constantes y no desmayan y se desalientan (S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual 2, 4).
Sal 13, 4-5. La angustia expresada por el salmista no está tanto en su situación de sufriente, cuanto en el aparente abandono de Dios.
Sal 13, 6 El autor del salmo no duda; ha confiado en el amor divino y ya goza de la salvación. Por eso promete seguir alabando a Dios en el futuro.
Sal 14, 1-3. La contraposición entre el necio que dice: No hay Dios (v. 1), y el sensato -sabio- que busca a Dios (v. 2) desarrolla la ya establecida en Sal 1 entre el impío y el justo. El pensamiento del necio: No hay Dios, va inseparablemente unido, según el salmista, a su conducta: No hay quien haga el bien (vv. 1.3). Más que negar teóricamente la existencia de Dios, el razonamiento del necio discurre en el sentido de que Dios no se ocupa de los asuntos humanos ni se fija en la conducta del hombre. Queda denunciado el ateísmo práctico que dominaba -y que domina- la sociedad. De ahí que San Pablo transcriba las palabras de este salmo (vv. 1-3) cuando describe la situación de la humanidad alejada de Dios (cfr Rm 3, 10-12). La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cfr Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 24, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre mayor” (S. Agustín, Sal 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas (Catecismo de la Iglesia Católica, 2628).
Sal 14, 4-6. La conducta del necio que denuncia el salmo se debe a la falta de discernimiento ante la seguridad interior del hombre que confía en Dios (v. 6), y ante el futuro juicio divino (v. 5). En la primera parte del v. 4 no está claro si habla el salmista o Dios. Con la mención de mi pueblo -que ha de entenderse como el resto fiel que es oprimido y devorado por los impíos- cambia la perspectiva del comienzo, y la atención se centra en el pueblo de Israel.
Sal 14, 7 Se contempla la vuelta de los desterrados en Babilonia como obra realizada por Dios desde su Templo de Jerusalén. Esto mismo debería hacer reflexionar al necio.
Sal 15, 1 Esta pregunta podría hacerla un sacerdote, o un levita de los que habitaban con cierta estabilidad en dependencias situadas en el recinto del Templo (cfr Jr 35, 2-4; Jr 36, 10-21; Ez 42), o incluso un simple fiel que subía a rezar al Templo. En este caso podría ser parte de una liturgia de entrada en la que a la pregunta del visitante seguía la respuesta del sacerdote (cfr Sal 24, 3). En el salmo la pregunta tiene un significado simbólico de unión con Dios, ser grato en su presencia y encontrar su protección.
Sal 15, 2-5. Las condiciones para habitar en el Templo no son la pureza ritual o los sacrificios que se ofrecen, sino unas exigencias morales de conducta recta y honrada con el prójimo, tal como establecía la Alianza de Dios con su pueblo (cfr Ex 20, 1-17), y recordaba la tradición profética (cfr Is 1, 10-17; Jr 7, 2-7; Ez 18, 5-9; Os 6, 6; Am 5, 14-15; etc.). El hombre que cumple esas condiciones se hace grato al Señor y encuentra, por tanto, la firmeza y seguridad en su vida.
Este salmo culmina en la vida de nuestro Señor Jesucristo que enseñó que el amor a Dios no se puede separar del amor al prójimo: De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la Cruz que redime, signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4, 20) (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 14).
Sal 16, 1 El que ha buscado refugio en el Señor parece ser un sacerdote o levita que vive dedicado totalmente a Él (cfr Sal 11, 1).
Sal 16, 2-6. El autor de la oración ha elegido al Señor como su único bien, y se ha unido con todo su afecto a aquellos que participan de la santidad de Dios. El v. 3 puede referirse a los sacerdotes dedicados al servicio divino (cfr Sal 106, 16) o a los israelitas fieles, miembros de un pueblo santo (cfr Sal 34, 10). Frente a los que adoran ídolos y ofrecen sacrificios humanos (cfr Is 57, 5-6; Is 65, 11; Ez 22, 4), el salmista se mantiene fiel al Dios de Israel, y sólo a Él presta adoración (v. 4). Su situación (vv. 5-6) es como la de los hijos de Leví, a quienes no se les había dado parte alguna de la tierra prometida porque su heredad era el servicio del Templo y la parte que les correspondía de las ofrendas (cfr Nm 18, 20; Dt 10, 9; Jos 13, 14; Sal 73, 26). En el v. 5 se manifiesta la aceptación gozosa de aquella condición.
Sal 16, 7-9. Estos versículos, que comienzan con una alabanza–bendición a Dios, expresan los bienes que de Él recibe quien le sirve en exclusividad: ser guiado por Él en todo momento, hallar en Él la seguridad, la alegría y la salud.
Entendiendo que es Jesucristo quien habla en el salmo, el v. 9 sirvió a los Santos Padres para reafirmar que resucitó con el mismo cuerpo que tenía en su vida mortal: Ya que algunos sostienen de varias maneras que, como el Señor entró con las puertas cerradas (Jn 20, 19), no resucitó con el mismo cuerpo que había muerto, escuchemos que el Señor mismo en el salmo recuerda: Hasta mi carne habitará en la esperanza (Sal 16, 9). Sin duda, tras la muerte y la resurrección del Salvador, aquel cuerpo que estuvo vivo fue depositado en el sepulcro; en consecuencia resucitó el mismo cuerpo que había sido puesto exánime y sin vida en el sepulcro. Pero si resucitó el cuerpo idéntico, ¿cómo es que algunos sostienen que el Señor ha resucitado en una especie de cuerpo espiritual y poderoso, pero no el nuestro? Nosotros no pensamos esto; sería como negar que el cuerpo de Cristo se ha revestido de aquella gloria que, como creemos, también un día recibirán los santos (S. Jerónimo, Breviarium in Psalmos 15, 10).
Sal 16, 10-11. La experiencia personal de Dios (v. 9) lleva a dirigirse nuevamente a Él manifestándole la esperanza de ser librado de la muerte y colmado de alegría por el cumplimiento de la Ley y por la dedicación a su servicio (vv. 10-11). Las palabras del v. 10 son interpretadas por la versión griega de los LXX como liberación de la corrupción del sepulcro tras la muerte, es decir, en el sentido de resurrección. Así fueron comprendidas también por los Apóstoles que vieron profetizada en ellas la resurrección de Jesucristo, argumentando que si eran palabras de David -como se consideraban todos los salmos- y David estaba muerto, tenían que referirse a alguien distinto de David: a Jesucristo. Hermanos, permitidme que os diga con claridad que el patriarca David murió y fue sepultado, y su sepulcro se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta, y sabía que Dios le había jurado solemnemente que sobre su trono se sentaría un fruto de sus entrañas, lo vio con anticipación y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en los infiernos ni su carne vio la corrupción (Hch 2, 29-31; cfr Hch 13, 35). Orígenes refería las palabras: No abandonarás mi alma en el seol (v. 10) al descenso de Cristo a los infiernos y a su resurrección (cfr Orígenes, In Evangelium Ioannis 1, 220).
Santa Teresa de Jesús recogió magníficamente los sentimientos contenidos en este salmo al escribir: Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta (Poesía 30).
Sal 17, 1-5. La inocencia o justicia que el salmista puede presentar ante el juicio de Dios en todo momento se debe a que ha guardado los mandamientos de la Ley (v. 4).
Sal 17, 6-12. El salmista pasa a una nueva apelación a Dios para que le salve de sus enemigos, ya que confía en Él. El cuidado que Dios había tenido de su pueblo en el desierto, como la niña de sus ojos (cfr Dt 32, 10), y la protección que le había otorgado -sombra ante el sol abrasador (cfr Nm 14, 9)-, los pide para sí el salmista (v. 8) comparando los peligros del desierto con los que ahora le presentan sus enemigos. La metáfora de la sombra la aplica a la protección que Dios otorga desde su Templo, en el que las alas de los querubines colocados sobre el Arca manifiestan su presencia (cfr 1R 6, 23-28; 1R 8, 6-7). La misma metáfora de las alas (v. 8), con significado de preocupación y cuidado maternales, la empleará Jesús para expresar su amor a Jerusalén cuando ésta le rechazaba (cfr Mt 23, 37).
Sal 17, 13-15. La tercera parte del salmo es una imprecación contra los enemigos descritos al final de la segunda (vv. 10-12). El salmista deja el castigo de aquéllos en manos de Dios, renunciando así él a cualquier violencia por su parte (vv. 13-14a), y pone en contraposición la suerte -lote- de aquéllos, reducida a los bienes materiales de este mundo (v. 14b), con la suya personal que consiste en contemplar el rostro de Dios (v. 15). Las últimas palabras del salmo al despertar… pueden ser entendidas en sentido propio -al llegar la mañana- como en Sal 3, 6; Sal 5, 4, o en sentido metafórico -despertar de la muerte- como en Dn 12, 2; Is 26, 19. En cualquier caso, igual que en Sal 16, 10, manifiestan la esperanza de que el bien supremo del hombre trasciende los bienes de este mundo y está en la contemplación gozosa de Dios. Sólo Éste puede saciarle, porque la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 19).
Sal 18, 2-3. La proclamación de Dios como refugio seguro e inexpugnable -roca, fortaleza, peña, escudo, etc.-, la encontramos también al final del salmo (cfr vv. 47-50). Comentando el v. 3, exclama San Agustín: ¡Oh Dios mío, que primeramente me prestaste el auxilio de tu llamamiento para que pudiera confiar en ti! Protector mío y escudo de mi salud y mi redentor: eres mi protector porque no presumí de mis fuerzas levantándome contra ti con el arma de la soberbia, sino que fuiste mi arma, es decir, encontré una firme fortaleza de salvación, de modo que al instante de mostrármela me redimiste (Enarrationes in Psalmos 17, 3).
Sal 18, 4-7. En el lenguaje de lamentación empleado en estos versículos, la muerte se atribuye al adversario del hombre más fuerte que él (v. 5). Etimológicamente Belial significa inútil, pero con este término se denomina al demonio y su poder de hacer el mal a los hombres (cfr nota a 1R 21, 5-16). San Pablo lo contrapone a Cristo en 2Co 6, 15.
Sal 18, 8-20. La amplia descripción de la teofanía divina (cfr Ex 19, 16-19; Jc 5, 4-6; etc.), resalta la superioridad del poder de Dios, su omnipotencia, frente a las fuerzas de la muerte.
Sal 18, 21-25. En el centro del salmo está la proclamación de que Dios salva al hombre que cumple los mandamientos de la Ley. Tal es el sentido de mi justicia (v. 21).
Sal 18, 26-30. Pero más allá de la justicia del salmista, el motivo por el que Dios salva es la fidelidad divina. Dios no se deja ganar en fidelidad y siempre responde al hombre según éste se comporte ante Él (vv. 26-27). Con frase lapidaria escribe San Josemaría refiriéndose a Jesucristo: Si nos damos, Él se nos da (Amigos de Dios, 22). Por su fidelidad, Dios salva, asimismo, al resto fiel de su pueblo por medio del rey y sus victorias (vv. 28-30).
Sal 18, 31-35. Comienza el segundo relato de salvación, en el que se describe la victoria en una batalla. El salmista reconoce que su justicia (cfr v. 21) y su integridad en cumplir los mandamientos se deben en definitiva a la ayuda del Señor (vv. 33-34). Lo mismo sucede en las batallas humanas (v. 35).
Sal 18, 36-43. La alternancia entre lo que Dios hace y lo que hace el hombre (el rey en la batalla) pone en evidencia que la ayuda divina cuenta, al mismo tiempo, con la audacia y el esfuerzo humano en la lucha.
Sal 18, 44-46. La figura del rey como orante, aunque subyace en todo el salmo, aparece con más claridad en estos versículos. Expresan el dominio que Dios otorga al rey sobre el pueblo de Israel y sobre los demás pueblos (cfr Sal 28, 8-9).
Sal 18, 47-50. La consecuencia última del dominio universal del rey es la alabanza que se va a elevar al Señor en todos los pueblos. San Pablo ve en ese rey a Jesucristo, por quien Dios es reconocido tanto entre los judíos como entre los gentiles: Digo, en efecto, que Cristo se hizo servidor de los que están circuncidados para mostrar la fidelidad de Dios, para ratificar las promesas hechas a los padres, y para que los gentiles glorificaran a Dios por su misericordia, conforme está escrito: Por eso te alabaré a ti entre los gentiles, y cantaré en honor de tu nombre (Rm 15, 8-9; cfr v. 50).
Sal 19, 1-5. El salmista no sólo reconoce la grandeza de Dios al contemplar el firmamento (cfr Sal 8, 4), sino que además proclama, en lenguaje poético, que también la reconoce toda la tierra (v. 5a), porque la gloria divina se manifiesta continuada y silenciosamente a través de la sucesión de los días y las noches (v. 3). San Pablo, entendiendo que la voz del Señor es el Evangelio, aplica a los judíos que no quisieron aceptarlo las palabras del v. 5: Pero yo digo, ¿es que no oyeron? Todo lo contrario: A toda la tierra llegó su voz (Rm 10, 18). Por eso quienes no reconocen a Dios no carecen de culpa.
Sal 19, 5c-7 La sucesión del día y la noche se debe a la salida y al recorrido realizado por el sol. Pero el sol es una criatura de Dios que está bajo su cuidado. Siguiendo la forma de pensar de la antigüedad, el salmista expresa poéticamente que Dios proporciona al sol el descanso nocturno en una tienda como las usadas por los nómadas para pasar la noche, y que cada mañana se alza como un esposo y como un héroe. Más allá del lenguaje poético, en el salmo se percibe que, en efecto, nuestra inteligencia, participando en la luz del Entendimiento divino, puede entender lo que Dios nos dice por su creación (cfr Sal 19, 2-5), ciertamente no sin gran esfuerzo y en un espíritu de humildad y de respeto ante el Creador y su obra (cfr Jb 42, 3). Salida de la bondad divina, la creación participa en esa bondad (“Y vio Dios que era bueno… muy bueno”: Gn 1, 4.10.12.18.21.31). Porque la creación es querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es destinada y confiada. La Iglesia ha debido, en repetidas ocasiones, defender la bondad de la creación, comprendida la del mundo material (Catecismo de la Iglesia Católica, 299).
Sal 19, 8-11. Parecida al sol es la Ley del Señor. También sus excelencias proclaman la gloria de Dios. Son cantadas en seis afirmaciones. En ellas se contemplan las maneras en que se ha manifestado (ley, preceptos, mandatos, mandamientos… etc.), se exponen sus cualidades (perfección, firmeza, rectitud, pureza, etc.), y se señalan sus efectos saludables para el hombre (vida, sabiduría, alegría, luz, etc.). Son ideas que se encuentran desarrolladas ampliamente en Sal 119. El temor del Señor (v. 10) ha de entenderse incluido en la Ley en cuanto que ésta manda al hombre respetar y venerar a Dios. La gloria de Dios se manifiesta en los bienes que el hombre recibe por el conocimiento y cumplimiento de la Ley de Dios, de modo parecido a como la tierra recibe el calor y la luz del sol.
Sal 19, 12-15. El salmista sabe, sin embargo, que ante la Ley puede haber faltas de las que él no es consciente y que no escapan al juicio divino (vv. 12-13) como nada se oculta al calor del sol (cfr v. 7). Por eso pide perdón a Dios y le manifiesta el sincero deseo de ser íntegro ante Él (v. 14). La expresión de este deseo se une al canto de la gloria de Dios realizado silenciosamente por la creación entera (cfr v. 2). De esta forma, la alabanza a Dios y la santidad personal adquieren una dimensión cósmica: La creación entera anhela la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19). Las peticiones del salmista en los vv. 13-14 culminan en la petición del Padrenuestro: Y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal (Mt 6, 13). Con ella pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final (Catecismo de la Iglesia Católica, 2863).
Los apelativos Roca y Redentor con los que se aclama finalmente al Señor -cuyo nombre se repite siete veces en la segunda parte del salmo- expresan la confianza en Dios, Señor de la naturaleza y de la vida del hombre. Aunque el salmo ha recogido dos temas bien distintos -el del sol y el de la Ley- los integra perfectamente en una sola oración de alabanza.
Sal 20, 2-6. A lo largo del salmo hablan distintas voces (cfr vv. 2.6.7), probablemente en el contexto de ofrecer sacrificios en el Templo para pedir la victoria antes de la batalla (vv. 3-4). Por el tono de las expresiones parece que es primero el sacerdote quien en los vv. 2-5 desea al rey la ayuda y la benevolencia divinas. A su voz se une la del pueblo prometiendo alabar a su Dios si el rey sale victorioso (v. 6).
Sal 20, 7-9. Alguien -quizá el mismo rey o el sacerdote- pronuncia un oráculo de salvación asegurando el auxilio de Dios desde el cielo (v. 7) en respuesta a la petición que se hace desde el Templo (v. 3; cfr 1R 8, 30-35). Y, a modo de comentario al oráculo, el pueblo -o quizá el ejército- da testimonio de haber salido vencedor gracias a la invocación del Señor (vv. 8-9); su fuerza y su confianza no estaban puestas en los medios humanos -carros y caballos-, sino en la oración. El paralelismo antitético en los vv. 8-9 resalta con fuerza las distintas actitudes y sus efectos. Acomodando el salmo a la vida cristiana, comenta San Agustín: Unos ponen su confianza en ser arrastrados por el éxito voluble de los bienes temporales, y otros la ostentan en los deslumbrantes honores, engriéndose con ellos. Pero nosotros nos gozaremos en el nombre del Señor, Dios nuestro: nosotros, afianzando la esperanza en las cosas eternas, sin buscar nuestra gloria, nos alegraremos en el Nombre del Señor (Enarrationes in Psalmos 19, 8).
Sal 20, 10 La respuesta favorable de Dios a su pueblo coincide con la salvación, es decir, con la victoria obtenida por el rey.
Sal 21, 2-7. Los dones otorgados al rey (v. 2) no sólo responden a sus peticiones (vv. 3.5), sino que algunos le han sido dados anticipadamente a modo de bendición, como la coronación real (v. 4), y el honor, majestad y gozo en presencia de Dios (vv. 6-7). Las palabras del v. 5 se pueden ver cumplidas en Jesucristo, el cual en los días de su vida en la tierra, ofreció con gran clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado por su piedad filial, y, aun siendo Hijo, aprendió por los padecimientos la obediencia. Y, llegado a la perfección, se ha hecho causa de salvación eterna para todos los que le obedecen (Hb 5, 7-9).
Sal 21, 8 Dos cosas se requieren para la firmeza del rey: que confíe en el Señor y que Éste muestre su misericordia. San Agustín, aplicando estas palabras a Cristo, comenta: Cristo Jesús, el Rey que reina desde ese patíbulo de los esclavos, que es la Santa Cruz, no fracasa, no se ensoberbece. (…) Por el contrario, humilde, espera en la misericordia de su Padre y, debido a la obediencia, su flaqueza humana no se conmoverá (Enarrationes in Psalmos 20, 8).
Sal 21, 9-13. Los enemigos del rey lo son al mismo tiempo de Dios, y el rey no es otra cosa que instrumento de los castigos divinos significados en la imagen del fuego (v. 10; cfr Gn 15, 17).
Sal 21, 14 Este versículo final vuelve a proclamar la fuerza de Dios, como ya se hacía en el primero; pero ahora quien se beneficia de ella es el pueblo. A través del auxilio otorgado al rey Dios auxilia a su pueblo (cfr Sal 20, 10).
Sal 22, 2-3. Más que una protesta por la lejanía y el silencio de Dios, estos versículos expresan la angustiosa incomprensión, ante el actuar divino, del hombre que sufre habiendo acudido al Señor. Pero la confianza en Dios sigue firme y viva, como indica la expresión Dios mío, repetida tres veces.
Sal 22, 4-6. El salmista confiesa su fe en la cercanía de Dios para con su pueblo en el Templo y en la historia.
Sal 22, 7-9. Asimismo es consciente de que si Dios lo abandonara no sería ya un hombre, sino como un gusano (v. 7). Su dolor se acentúa porque quienes le contemplan en aquel estado afirman que Dios no lo ama (v. 9). Jesús en la pasión sufrió el oprobio y desprecio del pueblo (v. 7) al soportar los insultos y las burlas (cfr Mt 27, 39-44; Mc 15, 29; Lc 23, 35). Las gentes movían la cabeza (v. 8) al verle colgado del madero (cfr Mt 27, 39; Mc 15, 29; Lc 23, 35), y decían que Dios era el que debía salvarlo (v. 9) retándole a bajar de la cruz (cfr Mt 27, 43).
Sal 22, 10-11. El salmista, no obstante, apela a que Dios le cuidó al nacer; por eso vive.
Sal 22, 13-14. Las metáforas para designar a los enemigos -novillos, toros y leones (cfr perros, v. 17)- expresan su fuerza, ferocidad y saña. Basán era una región cerca de Golán, famosa por sus pastos y la bravura de su ganado (cfr Dt 32, 14).
Sal 22, 15-16. A la fuerza y ferocidad de los enemigos se contrapone la debilidad del hombre enfermo, comparándose al agua que se derrama y desaparece, o a la cera que se derrite y pierde su forma (v. 15). Los síntomas de su enfermedad, debido a la alta fiebre, son de muerte (v. 16).
Sal 22, 17-19. Como víctima de una cacería, el salmista se siente acorralado y herido -han taladrado puede entenderse también como han atado- en sus manos y en sus pies, e incapaz ya, por tanto, de defenderse o huir (v. 17). Las heridas dejan todos los huesos de su cuerpo al descubierto (cfr Jb 19, 20; Sal 69, 27) y los enemigos le consideran ya muerto, por lo que se reparten sus vestidos (vv. 18-19). En el caso de Jesús, los síntomas previos a la muerte (v. 16) le hacen gritar: Tengo sed (Jn 19, 28; cfr Mt 27, 48; Mc 15, 36; Lc 23, 36). Sus manos y sus pies (v. 17) fueron taladrados al ser crucificado, y sus ropas repartidas, echando a suertes su túnica (v. 19; cfr Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).
Sal 22, 20-22. Acorralado y sin salida humana el salmista pide el auxilio del Señor para que le libre, presentando ahora los males que le afligen en orden inverso al que los había expuesto antes -espada o muerte, perros, león, búfalo-. Este orden indica la inmediatez del mal soportado. El texto hebreo y algunas versiones antiguas introducen al final del v. 22 la frase: Tú me diste respuesta. Con ella se introduciría la segunda parte del salmo.
Sal 22, 23-25. El rápido cambio en el tono del salmo indica que el salmista está seguro de la respuesta divina, y por eso hace votos de alabanza. En su alabanza–acción de gracias, el salmista va a ir asociando a grupos cada vez más amplios. Primero, al pueblo de Israel que había experimentado la protección del Señor cuando había clamado a Él. Son los hermanos del salmista. El autor de la Carta a los Hebreos pone en boca de Cristo el v. 23 ampliando el sentido de hermanos a todos los hombres. Cristo, en efecto, haciéndose solidario con el sufrimiento de todos los hombres, lleva a cabo el sacrificio redentor: Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos, y dice: Anunciaré tu nombre a mis hermanos… (Hb 2, 11-12). De esta forma el sufrimiento de Jesús en su pasión y muerte, expresado al hilo de Sal 22, nos hace ver su verdadera humanidad. La afirmación del salmo acerca del mísero que clama al Señor (v. 25) se cumple en Jesús que gritó en la cruz antes de entregar su espíritu (cfr Mt 27, 50; Mc 15, 37; Lc 23, 46).
Sal 22, 26-27. Las promesas del salmista implican una invitación a la alabanza dirigida a todos los que buscan al Señor, a los que desea una felicidad sin fin, superior a la de los bienes de la tierra.
Sal 22, 28-29. Se tienen en cuenta todas las naciones, con una visión que contempla el reinado universal de Dios.
Sal 22, 30 Presenta serias dificultades para una traducción exacta. Puede entenderse en el sentido de que también los muertos se unirán a la alabanza del salmista. Pero también podría significar que los ricos y autosuficientes se humillarán ante Dios en el momento de la muerte.
Sal 22, 31-32. En cualquier caso el salmista termina su oración mirando al futuro: la alabanza (o el culto) al Señor continuará en las generaciones siguientes y en el nuevo pueblo que va a surgir.
Los Santos Padres recurren a este salmo en multitud de ocasiones, pues, al asumir los sentimientos expresados en él, Jesús muestra su condición humana, al mismo tiempo que es Dios: Manténgase vigilante nuestra fe; comprenda que aquel al que poco antes contemplábamos en la condición divina aceptó la condición de esclavo, asemejado en todo a los hombres e identificado en su manera de ser a los humanos, humillado y hecho obediente hasta la muerte; pensemos que incluso quiso hacer suyas aquellas palabras del salmo, que pronunció colgado de la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Por tanto, es invocado por nosotros como Dios, pero Él ruega como siervo; en el primer caso, le vemos como creador, en el otro como criatura; sin sufrir mutación alguna, asumió la naturaleza creada para transformarla y hacer de nosotros con Él un solo hombre, cabeza y cuerpo. Oramos, por tanto, a Él, por Él y en Él, y hablamos junto con Él, ya que Él habla junto con nosotros (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 85, 1).
Sal 23, 1-4. La imagen del pastor se aplica en el antiguo Oriente y en el Antiguo Testamento al rey (cfr 2S 5, 2; Is 44, 28; etc.), y también a Dios como protector y guía de su pueblo (cfr Sal 28, 9; Is 40, 11; Ez 34, 11-16; etc.). La novedad en este salmo está en afirmar de manera personal: El Señor es mi pastor (v. 1), y en expresar con la imagen de las acciones propias del pastor, la relación de Dios con el hombre que busca la justicia, la santidad (vv. 2-3), en este caso el mismo rey ungido (cfr v. 5). La seguridad que ofrece el Señor, aun en medio de las tribulaciones, lleva a dirigirse directamente a Él (v. 4) y a reconocer su protección frente a los enemigos -tu vara- y su autoridad y firmeza -tu cayado-.
Sal 23, 5-6. Tras reconocer la protección del Señor, se pasa a agradecerle sus beneficios: ha hecho al salmista su huésped, le ha ungido y le ha colmado de bienes (v. 5). Por eso el orante continúa exponiendo a Dios su seguridad en seguir gozando de los bienes de la Alianza -bondad y misericordia (cfr Sal 6, 5)- y en seguir visitando el Templo durante largo tiempo (cfr Sal 15, 1).
A la luz de la proclamación que Jesús hace de sí mismo como Buen Pastor, los sentimientos y las palabras del salmista puede hacerlas suyas todo aquel que cree en Él y en su obra redentora: Y, del mismo modo que el pastor, cuando ve a sus ovejas dispersas, toma a una de ellas y la conduce donde quiere, arrastrando así a las demás en pos de ella, así también el Verbo de Dios, viendo al género humano descarriado, tomó la naturaleza de esclavo, uniéndose a ella, y, de esta manera, hizo que volviesen a Él todos los hombres y condujo a los pastos divinos a los que andaban por lugares peligrosos, expuestos a la rapacidad de los lobos. Por esto, nuestro Salvador asumió nuestra naturaleza; por esto, Cristo, el Señor, aceptó la pasión salvadora, se entregó a la muerte y fue sepultado: para sacarnos de aquella antigua tiranía y darnos la promesa de la incorrupción, a nosotros, que estábamos sujetos a la corrupción. En efecto, al restaurar, por su resurrección, el templo destruido de su cuerpo, manifestó a los muertos y a los que esperaban su resurrección la veracidad y firmeza de sus promesas (Teodoreto de Ciro, De incarnatione Domini 28).
Este salmo es recitado en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús para expresar la bondad y la misericordia de Dios manifestada en la humanidad de Cristo (cfr v. 6) y en la festividad de Cristo Rey como reconocimiento de que es Él quien guía y protege a la Iglesia (cfr v. 2).
Sal 24, 1-2. Esta primera estrofa -recogiendo quizás palabras de un levita o empleado del Templo al ver acercarse a los peregrinos- se hace eco de Gn 1, 1-10: Dios es el dueño de cuanto existe por ser Él el creador de todas las cosas (cfr Ex 9, 29; Dt 10, 14) y el que asentó la tierra sobre las aguas -según la antigua cosmogonía oriental (cfr Jb 38, 4-6; Sal 104, 5)-; pero, al mismo tiempo, Dios se hace accesible en el Templo. San Pablo apela a las primeras palabras de este salmo: Del Señor es la tierra y cuanto hay en ella, para mostrar que no existen alimentos impuros como pensaban algunos cristianos influidos por la mentalidad judía (cfr 1Co 10, 25-26). Son palabras que expresan, en efecto, la bondad de todo lo creado.
Sal 24, 3-6. Estos versículos corresponden a una liturgia de entrada en el Templo: a la pregunta de los que se acercan (v. 3), sigue la respuesta de un levita o encargado de la entrada que describe las condiciones para recibir allí la bendición del Señor (vv. 4-5). A diferencia del salmo 15, donde sólo aparecen las relaciones justas con el prójimo, aquí éstas, resumidas, se unen a no dar culto a los ídolos -la vanidad (v. 4)-. El v. 6 puede reflejar la respuesta de los que se acercan identificándose como adoradores del Dios de Israel.
Sal 24, 7-8. La entrada de los fieles en el Templo recuerda la del Señor que llega al Templo para encontrarse con el hombre (cfr Is 6, 1-6). Se le aclama litúrgicamente recordando el traslado del Arca a Jerusalén (cfr 2S 6) y al Templo (cfr 1R 8). Ahora quien llega es el Señor que habita en los cielos (cfr Sal 2, 4; Sal 11, 4). Las puertas son demasiado bajas y estrechas para su paso, y, poéticamente, se les invita a elevarse (vv. 7.9). Al pasar por ellas el Señor, adquieren el rasgo de eternas como eterno es Dios. Son símbolo de poder y de dominio. A coro se confiesa que el Señor que entra es el que ha otorgado las victorias a Israel, quizá haciendo referencia a la salida de Egipto y a la conquista de la tierra (cfr Ex 15, 1-18; 2S 5, 6-10).
Sal 24, 9-10. El título Señor de los ejércitos, que en otros lugares significa el poder de Dios acompañado de los astros (cfr Sal 29; Sal 103; Sal 104; Sal 148), ahora se pone en paralelismo a Señor, defensor de su pueblo en la guerra (v. 8), y tiene este significado.
Partiendo de que también el cristiano es templo de Dios (cfr 1Co 3, 16-17), San Ambrosio aplica las palabras de los vv. 7 y 9 a la entrada de Dios en el alma: Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones! Alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo. Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa (Expositio psalmi CXVIII 14).
Sal 25, 1-3. Levantar el alma al Señor (cfr Sal 86, 4; Sal 143, 8) significa el ardiente deseo de poner ante Él la propia existencia. Alma es uno de los términos configuradores de este salmo (cfr vv. 1.20), como lo son confiar y esperar (vv. 2.21) y no quedar avergonzado (vv. 2.20). Los traidores sin motivo (v. 3) pueden ser o los enemigos del salmista, o quienes han abandonado al verdadero Dios por los ídolos, traicionando la Alianza; ambas cosas van unidas en el poema.
Sal 25, 4-7. Se pide al Señor ser instruido en sus caminos, pues es Él quien lleva al hombre a la salvación (vv. 4-5), y se le pide perdón en virtud de su misericordia, amor y bondad (vv. 6-7).
Sal 25, 8-10. Pecadores y humildes están en paralelismo; humilde es el que reconoce su pecado ante Dios. Las palabras de estos versículos se cumplen en la venida de Nuestro Señor Jesucristo, pues todas las sendas del Señor son misericordia y verdad ¿Qué caminos les enseñará sino la misericordia, con la cual se aplaca, y la verdad, por la que es insobornable? Ejerce la una en unos, condonando el pecado, y la otra en otros, juzgando los méritos. Y por eso todos los caminos del Señor son las dos venidas del Hijo de Dios: la una de misericordia, la otra de juicio. Por tanto, se acerca al Señor, siguiendo sus caminos, el que viéndose librado, sin merecimiento alguno propio, depone la soberbia y, en adelante, evita la severidad del que lo escudriña todo porque ha experimentado la clemencia del que vino en su ayuda (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 24, 10).
Sal 25, 11 La súplica de perdón constituye el centro de esta oración sálmica, pues en el perdón se muestran la misericordia y bondad del Señor (cfr v. 7), fundamento de nuestra confianza en Él: No dudéis del perdón por grandes que sean vuestras culpas; la magnitud de su misericordia perdonará, sin duda, la enormidad de vuestros muchos pecados (S. Jerónimo, Commentaria in Ioelem).
Sal 25, 12-15. Teme al Señor el que cumple sus mandamientos, y como premio tendrá los bienes necesarios para la vida, descendencia y conocimiento del amor de Dios (vv. 12-14).
Sal 25, 16-21. El santo temor de Dios (cfr v. 12) hace volver constantemente a la oración, para -en primer lugar- pedir sin cesar perdón de todos los pecados (v. 18): de los errores de la juventud (cfr v. 7) y de las transgresiones de la Ley conscientes o inconscientes (cfr vv. 7.11). Sólo la experiencia del perdón divino puede liberar al hombre de su angustia personal (vv. 17-18). Por otro lado, la protección del Señor sobre la vida de quien acude a Él hace que éste pueda mostrarse como digno de respeto ante los demás (vv. 19-21).
Sal 25, 22 Esta breve súplica por Israel, añadida al final, quiere hacer partícipe a todo el pueblo de la liberación experimentada por el salmista (cfr v. 17).
Sal 26, 1-2. En la petición inicial subyace ya la contraposición entre el salmista y sus enemigos perseguidores, y entre la conducta de aquéllos y la de éste. Entrañas -literalmente riñones- y corazón indican lo más interior del hombre, la conciencia. Ahí es donde, en medio de las pruebas, surge la humildad y la paz que da el Señor, como enseñaba Santa Teresa de Jesús: El Señor os lo dará a entender, para que saquéis de las sequedades humildad y no inquietud, que es lo que pretende el demonio; y creed que adonde la hay de veras, que, aunque nunca dé Dios regalos, dará una paz y conformidad con que anden más contentas que otros con regalos; que muchas veces -como habéis leído- los da la divina Majestad a los más flacos; aunque creo de ellos que no los trocarían por las fortalezas de los que andan con sequedad. Somos amigos de contentos más que de cruz. Pruébanos, tú, Señor, que sabes las verdades, para que nos conozcamos (Moradas 3, 1, 9).
Sal 26, 3-8. En la apelación de inocencia (cfr Sal 7; Sal 17) se presenta primero el haberse mantenido en la Alianza con Dios (v. 3; cfr Sal 25, 10); después, el haber evitado los caminos del mal (vv. 4-5; cfr Sal 1, 1) y, finalmente, el haber acudido al Templo para purificarse (v. 6) y cantar alabanzas al Señor (vv. 7-8). La liturgia cristiana tomó las palabras de los vv. 6-12 para que sirvieran de oración al sacerdote en el momento del lavabo de la Santa Misa. Es, en efecto, en el sacrificio eucarístico donde podemos expresar a Dios nuestra inocencia, el haber sido lavados con la sangre del Cordero (cfr Ap 7, 14-17).
Sal 26, 9-12. Para mover a Dios a proteger la vida del justo se presenta ante Él el contraste de la propia conducta con la de quienes practican la violencia y la mentira (vv. 9-12a), así como el propósito de continuar alabándole en el Templo (v. 12b). La conciencia de caminar con integridad daba comienzo (cfr v. 1) y da fin a la oración.
Sal 27, 1 Las tres definiciones de Dios recuerdan a las de Sal 18, 3.29; pero ahora se acentúa la sensación personal de seguridad que tiene el salmista. La relevancia que las primeras palabras del salmo tienen para el cristiano podemos verla, por ejemplo, en un sermón de San Juan de Nápoles: El Señor es nuestra luz, Él es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A Él se refería proféticamente el salmista, cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El hombre interior, así iluminado, no vacila, sigue recto su camino, todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere (Sermones 7).
Sal 27, 2-3. Estos versículos hacen pensar en el rey combatido a muerte -devorar mi carne- por sus enemigos, y que, aun en las circunstancias más difíciles, recobra la plena confianza al pensar en su Dios. Pero las expresiones adquieren el carácter de metáforas que resaltan con viveza la situación de cualquier hombre que se siente perseguido a muerte. Y también podría aplicarse a las tentaciones que ha de soportar el que quiere ser fiel a Dios: Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 60, 3).
Sal 27, 4-6. El primer deseo es permanecer junto al Señor, es decir, poder estar en el Templo para recibir su auxilio y poder darle gracias. El deseo de habitar en la casa del Señor no es sino un trasunto del deseo de salvación y de ver a Dios (cfr v. 8).
Sal 27, 7-9. La oración que se expresa con la voz (v. 7) brota de lo más íntimo del hombre que ansía ver el rostro de Dios, obtener su benevolencia -litúrgicamente en el Templo- (v. 8). San Agustín, comentando este salmo, escribe: En lo escondido, donde solamente Tú lo oyes, te dijo mi corazón: Buscaré, Señor, tu rostro: perseveraré en esta búsqueda sin cansancio, a fin de amarte gratuitamente, pues nada encuentro más precioso que esto (Enarrationes in Psalmos 26, 8). Y San Anselmo, por su parte, exhorta: Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de Él. Di, pues, alma mía, di a Dios: Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro. Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte. (…) Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que Tú me enseñes, y no puedo encontrarte si Tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré (Proslogion 1, 97-100).
Sal 27, 10 En Dios encuentra el orante una seguridad y confianza comparables, aunque superiores, a las que encuentra en su padre y en su madre.
Sal 27, 11-12. Se pide al Señor no sólo que dé a conocer su voluntad sino la ayuda para secundarla (cfr Sal 25, 4-5; Sal 86, 11).
Sal 27, 13-14. Los sentimientos expresados ahora corresponden a aquéllos con los que comienza el salmo, si bien añaden el matiz de la esperanza.
Sal 28, 1-2. El salmista está convencido de que el silencio de Dios equivale a la muerte del hombre.
Sal 28, 3-5. La conducta perversa de los impíos proviene en último término de no reconocer en los acontecimientos de la vida la mano de Dios (v. 5). Si no escuchan a Dios están abocados a la muerte. Es lo que pide para ellos el salmista como consecuencia lógica de su forma de actuar (v. 4). La petición, parecida a la de Sal 5, 11, no está motivada por el deseo de venganza, sino por el de que brille la justicia divina.
Sal 28, 6-7. El orante sí comprende la acción divina en su propia vida -o por haber sido salvado de una desgracia o porque está seguro de que lo será-, y por eso bendice a Dios con la misma fuerza con que antes le suplicaba, manifestando la alegría y la paz que sólo le da la confianza en Él: La paz, que lleva consigo la alegría, el mundo no puede darla. -Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que Él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo. -Si nos conducimos de este modo, la alegría será tuya y mía, porque es propiedad de los que vencen; y con la gracia de Dios -que no pierde batallas- nos llamaremos vencedores, si somos humildes (S. Josemaría Escrivá, Forja, 102).
Sal 28, 8-9. Ahora la visión se amplía al pueblo elegido y a la persona del rey; concluye pidiendo por el pueblo. Estos versículos pueden ser adiciones posteriores a la composición originaria. El primero, para darle carácter comunitario recordando la figura del rey (v. 8); el otro (v. 9), cuando ya no existe la monarquía, para afirmar que Dios mismo pastorea -es rey- a su pueblo (cfr Is 40, 11; Ez 34). El término Ungido del v. 8 podría también referirse al pueblo en virtud del paralelismo del verso (cfr Ex 19, 6; Sal 105, 15).
Sal 29, 1-2. Los hijos de Dios a los que se dirige el salmista son los seres que rodean en el cielo el trono de Dios, los ángeles (cfr Sal 103, 20; Sal 148, 2; Jb 1, 6; Is 6, 2); o quizá se está refiriendo a los considerados dioses por la religión pagana cananea (cfr Sal 97, 7 con el que Sal 29 tiene rasgos comunes). En cualquier caso todos los seres celestes son invitados a reconocer la gloria del Señor, Dios de Israel. En su atrio santo es la interpretación que hace la versión griega (LXX) del término original hebreo que significa propiamente en santo esplendor -que puede entenderse como con ornamentos santos-, en cuyo caso estaría proyectando al cielo la forma en que se realizaba la liturgia de alabanza del Templo.
Sal 29, 3-9. La voz del Señor, equivalente al estruendo del trueno, tiene el significado simbólico de fuerza y de poder. Aparece siete veces -número de plenitud- y domina desde el mar (v. 3), pasando y haciendo sentir su fuerza en los bosques del Líbano, cuyos cedros eran símbolo de seguridad y de soberbia (cfr Is 2, 13; Sal 92, 13; Sal 104, 16), hasta el desierto (v. 8). La interpretación del v. 9 es dudosa. En vez de retuerce los robles, que tiene paralelismo con el v. 5, también podría traducirse que hace parir a las ciervas, en cuyo caso indicaría que el poder del Señor se extiende al reino animal, adelantando con la tormenta el parto de las ciervas. De todos modos el punto culminante del salmo está en afirmar que todos proclaman la gloria del Señor ante la magnificencia de la tempestad, tanto en su morada celeste como en el Templo terrestre, tanto los hijos de Dios (vv. 1-2) como los habitantes de la tierra (vv. 5-9).
Sal 29, 10-11. El Señor, Dios de Israel, es más que un dios de las tormentas, o de la lluvia, como se consideraba a Baal en la religión cananea, al que se dirigían himnos parecidos al de este salmo. El Señor domina las aguas (cfr Gn 1, 2.6-10), es rey eterno (v. 10) y concede la paz a su pueblo (v. 11).
Los judíos recitan este salmo en la fiesta de Pentecostés recordando la voz del Señor que dio la Ley en el Sinaí (cfr Ex 19-20; Dt 5, 2.22-23). La Iglesia lo recita en la fiesta del Bautismo del Señor, momento en que se dejó oír la voz del Padre. Los Santos Padres lo interpretaron como la promulgación del Evangelio tras la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Sal 30, 2-4. En todo el cántico queda reflejada la liturgia de acción de gracias en el Templo tras la curación de una enfermedad que le ha llevado al salmista al borde de la muerte.
Sal 30, 5-6. La perspectiva de los versículos anteriores se amplía contemplando la forma de actuar de Dios: su bondad sobrepasa con mucho a su ira (v. 6; cfr Is 54, 7-8).
Sal 30, 7-11. La ira divina en realidad consiste en ocultar su rostro, dejar solo al hombre (v. 8) cuando éste se considera autosuficiente (v. 7). Así lo ha experimentado el salmista mismo, que reaccionó a tiempo acudiendo a la súplica (vv. 9.11) y arguyendo ante el Señor la inutilidad de su muerte, ya que, en tal caso, no podría alabarle. Sólo vale la pena vivir porque se puede alabar al Señor, fuente de todo bien. Si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible (S. Josemaría Escrivá, Camino, 783).
Sal 30, 12-13. Danza y vestido de alegría, contrapuestos a luto y penitencia -mi saco- son manifestaciones externas, probablemente cultuales, de la alegría que acompaña a la alabanza; una alegría que brota en el interior, en mi corazón -literalmente mi gloria, quizá en el sentido de mi salud- y se expresa con la voz (v. 13).
En la liturgia cristiana este salmo 30 es recitado en la Vigilia Pascual, tras la lectura de Is 54, 5-14, en la que se proclama el consuelo y el rescate de Jerusalén después de haber sido abandonada un instante por Dios. En este contexto este salmo muestra su significado profético, en cuanto proclama la forma de actuar de Dios que resucitó a Jesucristo después de que éste hubo gustado la muerte.
Sal 31, 2-5. El mismo grito inicial de confianza en el Señor ya aparecía en Sal 7, 2; Sal 11, 1; Sal 16, 1. Ahora se apela no a la justicia del orante, como en Sal 7, 9, sino a la justicia divina, es decir, a su voluntad salvífica (cfr v. 8). Las metáforas de seguridad de los vv. 3-5 ya las hemos encontrado en Sal 18, 3; Sal 23, 1-6; Sal 27, 1. Las primeras palabras del salmo son una expresión de confianza en Dios que marca la vida del hombre: Con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in aeternum (Sal 31, 2), espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 209).
Sal 31, 6-9. El título Señor, Dios fiel, o Dios de fidelidad, aparece aquí por vez primera. Expresa que Dios siempre cumple sus promesas y que el hombre puede confiar totalmente en su palabra, poner la vida en sus manos (v. 6a). En el v. 7 seguimos la versión griega y a San Jerónimo -detestas- en vez del texto hebreo -detesto- porque mantiene mejor el ritmo de los versos. El sentido es que Dios no puede tolerar a quienes van tras los ídolos, por lo que el salmista mantiene su adhesión a Él, pese a todo.
Sal 31, 10-14. La enfermedad oprime física y moralmente al salmista, que reconoce que es debida a su pecado; pero todavía le hace sufrir más el hecho de que, al verle enfermo, sus propios allegados le abandonan, le rehúyen y queda totalmente abandonado (vv. 12-13; cfr Jb 19, 13-19; Jr 12, 6) y solo ante sus enemigos que traman contra él (cfr v. 14).
Sal 31, 15-16. En la situación en que se encuentra, el orante reafirma su confianza en Dios de manera continuada, y le pide auxilio en virtud de la relación personal que guarda con Él -mi Dios-.
Sal 31, 17-19. La petición se centra en que Dios, devolviéndole la salud, haga callar para siempre -mudos en el seol (v. 18)- a quienes le acusan públicamente de falsedad.
Sal 31, 20-21. A la petición sigue la proclamación de la bondad del Señor para quienes le temen, dejando entender que son el grupo de los que acuden con confianza al Templo.
Sal 31, 22-23. El salmista testimonia que en el Templo -en la ciudad fortificada, es decir, Jerusalén (v. 22)- ha sido escuchado en momentos en los que creía que había sido abandonado -expulsado de tu presencia (v. 23)-.
Sal 31, 24-25. Por eso invita a quienes puedan vacilar en su fe debido a las desgracias, a amar al Señor y a confiar en Él.
Sal 32, 1-2. El hombre encuentra la dicha cuando recibe el perdón divino y puede presentarse ante Dios con sinceridad de corazón. San Pablo, recordando el ejemplo de Abrahán, aplica los vv. 1-2 al hombre justificado por Dios en virtud de su fe, no de sus obras: En este sentido David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye la justicia con independencia de las obras: Bienaventurados aquellos a quienes se les han perdonado los delitos y a quienes se les han cubierto los pecados; bienaventurado el hombre a quien el Señor no le tenga en cuenta su pecado (Rm 4, 6-8).
Sal 32, 3-7. El salmista narra su situación de sufrimiento físico y moral anterior a la presentación de su culpa ante Dios (vv. 3-4) y su reacción, motivada por aquel sufrimiento, para acudir a Él y encontrar su perdón (v. 5). Desde la propia experiencia, es consciente de que encuentran el perdón divino todos los fieles que recurren al Señor, por grande que sea la amenaza del castigo, que aquí, con la imagen de aguas caudalosas (v. 6), recuerda al diluvio (cfr Gn 7, 5-24; Sal 18, 17). Por eso mismo manifiesta a Dios su confianza en Él (v. 7). Para el cristiano, estas palabras muestran la situación angustiosa del alma en pecado y la necesidad de encontrar la paz en el sacramento de la Penitencia, en el que contrición y conversión son (…) un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar (Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, 31).
Sal 32, 8 Ahora es el Señor quien habla -quizá por medio del sacerdote- para prometer su ayuda de cara a llevar una conducta recta. Es el punto culminante del salmo.
Sal 32, 9-11. No atender a las palabras del Señor recogidas en el versículo anterior, sería obrar sin inteligencia y permanecer en el sufrimiento (vv. 9-10). La alegría, en cambio, caracteriza a quien abre su corazón al Señor (v. 11).
La Iglesia tiene este salmo como el segundo de los penitenciales (cfr Sal 6); con él canta especialmente el perdón divino interiormente percibido por aquellos que han confesado sus pecados. En este sentido escribirá San Juan Crisóstomo: ¿Queréis que os recuerde los diversos caminos de penitencia? Hay ciertamente muchos, distintos y diferentes, y todos ellos conducen al cielo. El primer camino de penitencia consiste en la acusación de los pecados: Confiesa primero tus pecados, y serás justificado. Por eso dice el salmista: Propuse: “Confesaré al Señor mi culpa”, y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Condena, pues, tú mismo, aquello en lo que pecaste, y esta confesión te obtendrá el perdón ante el Señor, pues, quien condena aquello en lo que faltó, con más dificultad volverá a cometerlo; haz que tu conciencia esté siempre despierta y sea como tu acusador doméstico, y así no tendrás quien te acuse ante el tribunal de Dios. Éste es un primer y óptimo camino de penitencia; hay también otro, no inferior al primero, que consiste en perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos, de tal forma que, poniendo a raya nuestra ira, olvidemos las faltas de nuestros hermanos; obrando así, obtendremos que Dios perdone aquellas deudas que ante él hemos contraído; he aquí, pues, un segundo modo de expiar nuestras culpas. Porque si perdonáis a los demás sus culpas -dice el Señor-, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros (De diabolo tentatore 6).
Sal 33, 1-3. La alabanza al Señor requiere rectitud de corazón y también solemnidad exterior: la cítara y el arpa eran instrumentos empleados por los levitas (cfr 1Cro 15, 16). Un cántico nuevo (v. 3) hace alusión o bien a su composición o a su música, o más bien a la respuesta ante un nuevo acto salvador de Dios (cfr Sal 96, 1-2; Sal 98, 1-2). La alabanza tiene siempre aspecto de novedad en las circunstancias en que se pronuncia. Comentando el v. 3 dice San Agustín: Cada uno se pregunta cómo cantará a Dios. Cántale, pero hazlo bien. Él no admite un canto que ofenda sus oídos. Cantad bien, hermanos. (…) ¿Quién, pues, se prestará a cantar con maestría para Dios, que sabe juzgar del cantor, que sabe escuchar con oídos críticos? (…) He aquí que Él mismo te sugiere la manera cómo has de cantarle: no te preocupes por las palabras, como si éstas fuesen capaces de expresar lo que deleita a Dios. Canta con júbilo. Éste es el canto que agrada a Dios, el que se hace con júbilo. ¿Y qué quiere decir cantar con júbilo? Darse cuenta de que no podemos expresar con palabras lo que siente el corazón (Enarrationes in Psalmos 32, 7-8).
Sal 33, 4-5. La atención se centra primero en Dios mismo tal como se ha manifestado, siempre fiel a sí mismo.
Sal 33, 6-9. Resuena la narración del capítulo primero del Génesis, si bien ahora se resalta la permanencia de la acción divina (v. 9). Algunos Santos Padres, como San Atanasio, San Agustín o San Gregorio, veían aludidos en la Palabra y el Aliento a las personas del Hijo y del Espíritu Santo.
Sal 33, 10-12. La continuidad de las acciones de Dios, la fidelidad a Sí mismo, aparece igualmente cuando es recordada la elección del pueblo de Israel de entre todas las naciones (v. 12).
Sal 33, 13-19. Se admira la providencia divina sobre todos los hombres, pues cada uno es criatura de Dios y Él conoce su interior (vv. 13-15). Entre los hombres, ni siquiera los fuertes -el rey, los héroes (vv. 16-17)- se salvan por su fuerza, sino que todos deben su vida al auxilio divino (vv. 18-19).
Sal 33, 20-22. Ahora queda reflejada la respuesta de la asamblea cultual tras haber escuchado la proclamación de las obras del Señor. Su santo Nombre (v. 21) es el nombre que Él reveló a Moisés y sobre el que se estableció la relación personal entre Dios y su pueblo (cfr Ex 3, 13-15).
La actualización de este salmo en sentido trinitario se fundamenta en la fe de la Iglesia, según la cual, la acción creadora del Hijo y del Espíritu, insinuada en el Antiguo Testamento (cfr Sal 33, 6; Sal 104, 30; Gn 1, 2-3), revelada en la Nueva Alianza, inseparablemente una con la del Padre, es claramente afirmada por la regla de fe de la Iglesia: “Sólo existe un Dios…: es el Padre, es Dios, es el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo, es decir, por su Verbo y por su Sabiduría” (S. Ireneo, haer. 2, 30, 9), “por el Hijo y el Espíritu”, que son como “sus manos” (ibid., 4, 20, 1). La creación es la obra común de la Santísima Trinidad (Catecismo de la Iglesia Católica, 292). Por eso la Iglesia utiliza este salmo en la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Sal 34, 2-4. En todo el salmo se habla del Señor, sin que haya expresiones dirigidas a Él directamente. El Señor es el Dios de Israel que se ha mostrado grande en la historia del pueblo y en el Templo.
Sal 34, 5-7. El salmista ha experimentado la grandeza del Señor en su propia persona y en todas sus tribulaciones y da testimonio de ello. Desde la fe cristiana se aprecia con más profundidad la acción de Dios en el interior del hombre.
Sal 34, 8-11. Recurriendo al lenguaje militar y recordando al ángel del Señor que salvó a los antepasados (cfr Gn 32, 3; Ex 14, 19-20), proclama que Dios sigue socorriendo (v. 8), e invita a experimentar personalmente su bondad recurriendo a Él. El destino de los ricos (v. 11) -lectura según la versión griega de un término hebreo que significaría leones- volveremos a encontrarlo con una expresión muy parecida en la alabanza a Dios pronunciada por la Virgen María en casa de Santa Isabel: A los ricos los despidió vacíos (Lc 1, 53). Se ratifica así la forma de actuar de Dios, que deja sin su gracia a los autosuficientes frente a Él, mientras colma de ella a los humildes, y, de forma totalmente singular, colmó a la Santísima Virgen.
Sal 34, 12-15. Para dar más fuerza a su invitación el salmista se presenta como un maestro de sabiduría que instruye para que a uno le vaya bien (v. 12; cfr Pr 1, 8; Pr 2, 1; etc.). Es la única vez que aparece esta forma en un salmo de alabanza. La enseñanza propuesta en los vv. 13-15 queda recogida literalmente en la primera carta de San Pedro cuando éste exhorta a los cristianos a no devolver mal por mal, sino a hablar siempre bien de los demás (cfr 1P 3, 8-12). Es la manera de actuar de quienes buscan la paz (v. 15) y a los que nuestro Señor Jesucristo llama bienaventurados (Mt 5, 9).
Sal 34, 16-17. El bienestar y el éxito no dependen sin más de la conducta recta (cfr vv. 13-14), sino de la acción del Señor que escucha y libra al justo que clama a Él.
Sal 34, 18-19. El justo se caracteriza no sólo por su recta conducta (cfr vv. 14-15) sino sobre todo por el arrepentimiento y la vuelta humilde al Señor.
Sal 34, 20-22-23. El Señor es también quien deja a su suerte -condena (v. 22)- a los malhechores (vv. 17.22). El v. 23, compuesto fuera de la sucesión alfabética, pero iniciado con la letra p, lo mismo que sucedía en Sal 25, 22, es como una síntesis de la enseñanza del salmista. Esto se pone de relieve aún más si se piensa que la letra p es la última de la raíz verbal alp que significa enseñar.
La mayor sabiduría está, por tanto, en acudir siempre al Señor. El salmo es así una oración confiada a Dios: El Señor está cerca. Nada os preocupe: el Señor está siempre cerca de los que lo invocan sinceramente, es decir, de los que acuden a Él con fe recta, esperanza firme y caridad perfecta; Él sabe, en efecto, lo que vosotros necesitáis ya antes de que se lo pidáis; Él está siempre dispuesto a venir en ayuda de las necesidades de quienes lo sirven fielmente. Por ello, no debemos preocuparnos desmesuradamente ante los males que pudieran sobrevenirnos, pues sabemos que Dios, nuestro defensor, no está lejos de nosotros, según aquello que se dice en el salmo: El Señor está cerca de los contritos de corazón, salva a los de espíritu abatido. Muchas son las aflicciones del justo, pero el Señor lo libra de todas. Si nosotros procuramos observar lo que Él nos manda, Él no tardará en darnos lo que prometió (S. Ambrosio, Commentarius in Philippenses 4).
Sal 35, 1-3. El lenguaje judicial y militar del principio del salmo indica ya el tipo de salvación divina que espera el salmista: ser librado de los males que le amenazan.
Sal 35, 4-8. La salvación se espera, primero de todo, frente a quienes traman violencia e insidias contra el orante. Después, éste recurrirá a Dios frente a quienes le acusan con falsedad ante los tribunales (vv. 11.19-21). Aunque se trate de las mismas personas, sus acciones se distinguen de forma retórica. Frente a los primeros pide que sea el Señor -o el ángel del Señor, que ejecuta con total eficacia los designios divinos, también los de castigo (cfr Ex 12, 23; Sal 34, 8)- quien los desbarate, y que reciban el mismo mal que traman, según la ley del talión (cfr Sal 7, 15-17). No son sentimientos de venganza sino de defensa propia y de justicia. El uso del singular en el v. 8 para referirse a los enemigos tiene sentido colectivo.
Sal 35, 9-10. Puesto que el salmista es inocente -sin causa (v. 7), sin razón (v. 19)- está seguro de que el Señor va a librarlo, y él, tanto físicamente -mi alma equivalente a mi vida (v. 9)- como interiormente -mis huesos (v. 10)- podrá alegrarse en el Señor al conocer su salvación.
Sal 35, 11-16. La oración adquiere tono de lamento cuando el salmista se refiere a aquellos que, cuando ha recaído sobre él la desgracia, quizá una enfermedad, le acusan de haber obrado mal, como a Job sus amigos. Le duele sobre todo la falta de solidaridad con la que actúan. Cuando ellos habían caído enfermos, él había hecho penitencia por ellos pidiendo el perdón divino (vv. 13-14). Ellos, en cambio, intentan condenarle por pecador, pidiendo quizá su muerte (vv. 15-16). La traducción que hacemos del v. 16 tiene en cuenta las versiones griega y latina, que cambian el texto de distintos modos: Han sido dispersados sin que se arrepientan, o se burlan de mí, etc. El texto hebreo dice literalmente burlones de hogaza, expresión cuyo significado exacto se nos escapa; quizá fuera un dicho proverbial con sentido despectivo.
Sal 35, 17-18. Tras el lamento viene la súplica, reiniciada con una interrogación que indica urgencia (cfr Sal 13, 1-2), y con la promesa de alabanza pública (v. 18).
Sal 35, 19-21. El salmista pide que la mentira y la violencia -falta de paz- no triunfen. No está solo en su oración; forma parte del grupo de los pacíficos (v. 20) que son los que se van a alegrar de su reivindicación y proclamarán la grandeza del Señor que se complace en su siervo que busca la paz (cfr v. 27).
Sal 35, 22-24. Frente a lo que los enemigos dicen que ven (cfr v. 21) y al engaño con el que hablan (cfr v. 20), el orante apela a lo que ve el Señor y a su justicia. La contraposición es manifiesta.
Sal 35, 25-26. Aunque el salmista habla directamente de la confrontación entre él y sus adversarios, lo que está en realidad en juego es el honor de Dios. El fracaso de quien confía en Él serviría para acrecentar el orgullo de quienes no lo hacen.
Sal 35, 27-28. A la exclamación de los enemigos del salmista (cfr v. 25), se contrapone la de quienes abogan por él. Éstos no piensan en su victoria, sino en la grandeza de Dios que la ha concedido.
Sal 36, 2-5. El término oráculo se aplica normalmente en la Biblia a las manifestaciones sobrenaturales de la voluntad divina que reciben los profetas u otros hombres inspirados por Dios (cfr Nm 23, 7; Is 13, 1; Sal 49, 2; etc.). Aquí guarda ese matiz de algo sobrehumano, pero orientado al mal: es el pecado personificado (cfr Sal 51, 5) o un mal espíritu que sugiere el mal en el interior del hombre (v. 2). A continuación se describen el contenido de ese oráculo y sus consecuencias en el pensar o en el actuar de quien lo sigue (vv. 3-5). San Pablo utiliza la segunda parte del v. 2 -el temor de Dios no está ante su vista- para concluir con esta frase la descripción de la situación de pecado de la humanidad fuera de Cristo (cfr Rm 3, 18).
Sal 36, 6-10. De la bondad del Señor se canta primero su magnitud: abarca los cielos (v. 6) y, en la tierra (v. 7), es como las montañas más altas -montes de Dios- y el fondo del océano -el profundo abismo-, es decir, inconmensurable; alimenta y da vida -salva (v. 7)- a todo ser vivo. Después se canta la calidad de la bondad divina: su cuidadosa protección sobre cada hombre (v. 8), y la abundancia de sus bienes -naturales y sobrenaturales- que se conceden desde el Templo (v. 9). El punto culminante está en el v. 10, en el que habla la comunidad y proclama al Señor como el que le da la existencia y la guía en su conducta. En el Evangelio de San Juan, Cristo se revela como la fuente del agua que brota para la vida eterna (cfr Jn 4, 10.14), y la luz que alumbra a todo hombre (cfr Jn 1, 9).
Desde la revelación del Nuevo Testamento los Santos Padres leyeron la expresión en tu luz vemos la luz como referida a la generación del Hijo de la misma naturaleza que el Padre. Partiendo de que San Juan en su Primera Carta dice: Dios es luz y en Él no hay tinieblas (Sal 1, 5), comenta Orígenes: ¿A quién llamaremos luz de Dios en la que uno ve la luz sino a la potencia de Dios por la que somos iluminados para conocer la verdad de todas las cosas y conocer al mismo Dios que es la verdad? Éste es, por tanto, el significado de la expresión en tu luz vemos la luz: en tu Palabra y en tu Sabiduría que es tu Hijo, en Él te veremos a ti, Padre (De principiis 1, 1, 1). La visión beatífica consistirá precisamente en contemplar a Dios con la misma luz divina. Las almas de los santos ven a Dios con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y patentemente y (…) viéndola así gozan de la misma divina esencia (Benedicto XII, Benedictus Deus).
Sal 36, 11-13. La súplica se eleva primero por el pueblo pidiendo los bienes de la Alianza (v. 11); después por el salmista, pidiendo protección frente a la influencia que pueden ejercer los impíos para alejarle del Templo (v. 12), ya que éstos encuentran, precisamente allí, su humillación (v. 13).
Sal 37, 1-11. Son los consejos y las argumentaciones de un sabio que participa de esa sabiduría que ha ido proponiéndose desde el salmo 1 (cfr Sal 1; Sal 19; Sal 32), y que brota de la observación de lo que sucede en la vida, de las experiencias personales y de la reflexión sobre la historia del pueblo. Es una sabiduría que lleva a confiar en el Señor y en su justicia, y a no reaccionar airadamente o con violencia frente a los que obran el mal. De ahí la insistencia en no irritarse, tener sosiego, aguardar… Será el Señor quien hará triunfar la justicia y el derecho con la misma seguridad y claridad con las que hace llegar la aurora o brillar el sol (v. 6). Él es quien ha dado a su pueblo la tierra prometida y, por tanto, quien hará participar de ella y de sus bienes a quienes confían en Él (vv. 3.9.11). Nuestro Señor Jesucristo tomó las palabras del v. 11 para proclamar la tercera bienaventuranza (cfr Mt 5, 5) en la que heredar la tierra es equivalente a tener parte en el Reino de Dios, el bien salvífico que Él trae a este mundo (cfr Mt 12, 28). Pertenecen por tanto a ese Reino quienes, según leemos en el salmo, confían totalmente en Dios, y se mantienen fieles a Él sin perder la calma ante el aparente triunfo del mal.
Sal 37, 12-26. Los impíos quieren arrebatar la tierra a los pobres y a los débiles por la fuerza e injustamente (vv. 12-14.21); pero el Señor sostiene a éstos, mientras que aquéllos serán víctimas de su propia violencia (v. 15), y muy pronto desaparecerán (v. 20), quedando la tierra para los justos (v. 22). El salmista puede aducir lo que él ha visto en su larga vida (vv. 25-26).
Sal 37, 27-33. Desde su experiencia el sabio maestro reitera sus exhortaciones: la primera a obrar siempre el bien (v. 27) y a mantenerse en la Ley de Dios (v. 31) para poseer la tierra (v. 29).
Sal 37, 34-36. La segunda exhortación es a esperar en el Señor y a seguir sus mandatos para, además de poseer la tierra, ver la desaparición de los impíos.
Sal 37, 37-40. La tercera exhortación es a fijarse e imitar a los que viven con rectitud para tener posteridad (vv. 37-38), pues el Señor socorre en las circunstancias más adversas a quien busca refugio en Él (vv. 39-40).
Al Reino de Dios pertenecen quienes, según leemos en el salmo, confían totalmente en Dios y se mantienen fieles a Él sin perder la calma ante el aparente triunfo del mal. Confiemos, hermanos y hermanas: sostenemos el combate del Dios vivo y lo ejercitamos en esta vida presente, con miras a obtener la corona en la vida futura. Ningún justo consigue enseguida la paga de sus esfuerzos, sino que tiene que esperarla pacientemente. Si Dios premiase enseguida a los justos, la piedad se convertiría en un negocio; daríamos la impresión de que queremos ser justos por amor al lucro y no por amor a la piedad. Por esto, los juicios divinos a veces nos hacen dudar y entorpecen nuestro espíritu, porque no vemos aún las cosas con claridad (Homilía de un autor del siglo segundo 20, 5).
Sal 38, 2 Aquí el salmista, como en Sal 6, 2, reconoce en su enfermedad algo merecido: la reprensión y el castigo divinos orientados a corregirle.
Sal 38, 3-9. El autor manifiesta su convicción de la cercanía de Dios, precisamente a través de la enfermedad (v. 3). Pone el acento en los dolores que sufre, como hacía Job (cfr Jb 32-37).
Sal 38, 10.11-15 El salmista sabe que Dios conoce su dolor (v. 10); y sabe también que no se ha alegrado de él, como han hecho sus amigos al verle enfermo (v. 12) y acosado por las acusaciones infamantes de sus enemigos (v. 13). No puede replicar, pues la misma enfermedad lo condena ante ellos. Pero tampoco quiere hacerlo porque sigue confiando en el Señor (cfr v. 16).
Sal 38, 16.17-21 Con esperanza el orante recurre al Señor como juez de aquella situación crítica, pues sólo Él puede reconocer que busca el bien.
Sal 38, 22-23. Recurre a Dios pidiéndole ansiosamente que se manifieste cercano curándole. La forma de expresarse el salmista a lo largo y al final de su oración -Señor, Dios mío (vv. 22-23.16.10), salvación mía (v. 23)- refleja que en ella ha ido descubriendo más intensamente la cercanía de Dios que ya reconocía de forma indirecta al comienzo (cfr v. 3). Por eso, el salmo es un buen ejemplo de la eficacia de la oración perseverante, pues siempre es oída por Dios: Tu deseo es tu oración; si el deseo es continuo, continua también es la oración. (…) Si tu deseo está en tu interior también lo está el gemido; quizá el gemido no llega siempre a los oídos del hombre, pero jamás se aparta de los oídos de Dios (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 37, 13-14).
Junto a otros salmos en éste vemos que el hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por su enfermedad (cfr Sal 38) y de Él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación (cfr Sal 6, 3; Is 38). La enfermedad se convierte en camino de conversión (cfr Sal 38, 5; Sal 39, 9.12) y el perdón de Dios inaugura la curación (cfr Sal 32, 5; Sal 107, 20; Mc 2, 5-12) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1502).
Sal 39, 2-4. Exponer sus quejas al Señor delante de los impíos habría sido darles pie para mofarse aún más del salmista y de su confianza en Dios. Por otra parte, las palabras del v. 4 en sentido espiritual son una bella imagen de cómo la oración debe encendernos en el amor a Dios: Et in meditatione mea exardescit ignis -Y, en mi meditación, se enciende el fuego. -A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz. Por eso cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. -Y habrás aprovechado el tiempo (S. Josemaría Escrivá, Camino, 92).
Sal 39, 5-7. En su oración ante los impíos, el orante pide al Señor que le haga comprender la brevedad de su existencia, ya que es fugaz la vida de todo hombre. El v. 7 es como un resumen del libro del Qohélet.
Sal 39, 8-12. Ante la realidad de la muerte sólo cabe poner la esperanza en Dios, pedirle perdón, callar ante Él e implorar compasión.
Sal 39, 13-14. Siendo consecuente con todo lo anterior, el salmista termina su oración suplicando a Dios que le escuche y no le trate con excesivo rigor -aparta de mí tu mirada (v. 14)-. Las expresiones forastero ante Ti y peregrino (v. 13) indican que el orante considera su vida protegida por Dios, como la Ley protegía a los extranjeros residentes en Israel y a los peregrinos (cfr Ex 12, 48-49; Dt 10, 18-19; etc.). Atendiendo a esta condición de forasteros y peregrinos, San Pedro exhorta a los cristianos a abstenerse de las concupiscencias carnales, que combaten contra el alma y a observar entre los gentiles una conducta ejemplar (1P 2, 11-12). Al mismo tiempo esos términos recuerdan al cristiano la urgencia de vivir en unión con Cristo: No tienes aquí ciudad permanente. Dondequiera que estuvieres serás extranjero y peregrino; jamás tendrás reposo si no te unes íntimamente a Cristo (Tomás de Kempis, De imitatione Christi 2, 1, 6).
Sal 40, 2-5. Pozo de la miseria y fango cenagoso (v. 3) son imágenes poéticas del reino de la muerte al que el salmista se veía abocado; frente a ellas se contrapone la de roca significando seguridad y fuerza. Dios inspira al salmista un cántico nuevo (v. 4) respecto al de lamentación en el sufrimiento; ahora es canto de alabanza con la connotación de vida nueva tras haber sentido la cercanía de la muerte (cfr Is 38, 10-20). En ese canto, por el que muchos se sentirán atraídos a la alabanza (v. 4), se proclama que el hombre encuentra su felicidad en la confianza en el Señor, y no en la soberbia humana. Traducimos por soberbios (v. 5) un término hebreo que significa propiamente monstruos marinos y que designa a los poderes adversos a Dios que siempre buscan la mentira.
Sal 40, 6-9. Las acciones de Dios en favor de su pueblo son tantas que es imposible proclamarlas todas (v. 6). En virtud de ellas el Señor pide obediencia a Él, y a su Ley (v. 9). No quiere decir que excluya o desprecie los sacrificios, sino que éstos han de ser signos de aquella obediencia (cfr 1S 15, 22; Is 10, 20; Mi 6, 6-8). Me abriste el oído, -literalmente me cavaste el oído- puede entenderse como horadar las orejas en el sentido de me hiciste tu siervo de por vida (cfr Ex 21, 6; Dt 15, 7); o en el de me hiciste escuchar y conocer, a la manera de lo que el maestro hace con el discípulo (cfr Is 48, 8; Is 50, 4-5). La versión griega (LXX), que en vez de: Me abriste el oído, trae: Me preparaste un cuerpo, parece inclinarse por el primer sentido. La razón del cambio de palabras pudiera estar en que entre los griegos a veces se designaba el esclavo con la misma palabra que cuerpo. En cualquier caso la respuesta del salmista es la disposición pronta y total a cumplir la voluntad del Señor, pues eso es lo que se espera de él según consta en el rollo escrito (vv. 8-9; cfr Is 6, 8; Is 50, 5). La alusión a un rollo en el que se habla del salmista hace pensar que éste sea el rey al que se le entregaba una copia de la Ley cuando era coronado para que la siguiese en su administración (cfr Dt 17, 18-20; 2R 11, 12). Su misión consiste en cumplir la Ley del Señor (vv. 8-9). En la Carta a los Hebreos se transcriben las palabras de los vv. 7-9a, según la versión griega, como pronunciadas por Jesucristo al venir a este mundo, y se explica con ellas el cese de los sacrificios de la antigua Ley: Después de haber dicho antes: No quisiste ni te agradaron sacrificios y ofrendas ni holocaustos y víctimas expiatorias por el pecado -cosas que se ofrecen según la Ley-, añade luego: Aquí vengo para hacer tu voluntad. Deroga lo primero para instaurar lo segundo. Y por esa voluntad somos santificados de una vez para siempre, mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo (Hb 10, 8-10).
Explica el Catecismo de la Iglesia Católica que en Cristo, y por medio de su voluntad humana, la voluntad del Padre fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: “He aquí que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad” (Hb 10, 7; Sal 40, 7). Sólo Jesús puede decir: “Yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29). En la oración de su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42; cfr Jn 4, 34; Jn 5, 30; Jn 6, 38). He aquí por qué Jesús “se entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios” (Ga 1, 4). “Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 10) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2824).
Sal 40, 10-11. Además de cumplir la Ley, el salmista es consciente de su misión de anunciar ante todo el pueblo -la gran asamblea- que el Señor es el Dios de la Alianza.
Sal 40, 12-13. Apoyado en cómo actúa ese Dios, el salmista pone ante Él sus culpas -causa de que le falte el ánimo y la alegría: Mi corazón me falla (v. 13)-, pidiendo a la vez misericordia (vv. 12-13). Así como los vapores oscurecen el aire y no le dejan lucir el sol claro; como el espejo tomado del paño no puede recibir serenamente en sí el rostro; o como (en) el agua envuelta en cieno, no se divisa bien la cara del que en ella se mira; así, el alma que de los apetitos está tomada, según el entendimiento está entenebrecida, y no da lugar para que ni el sol de la razón natural ni el de la Sabiduría de Dios sobrenatural la embistan e ilustren de claro. Y así dice David (Sal 40, 13), hablando a este propósito: Comprehenderunt me iniquitates meae, et non potui, ut viderem, que quiere decir: Mis maldades me comprehendieron, y no pude tener poder para ver (S. Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 1, 8, 1).
Sal 40, 14-18. El salmista pide auxilio divino frente a quienes le persiguen a muerte con palabras que se comentan en Sal 70.
Sal 40 es tipo de aquellos salmos que con su lenguaje concreto y variado, nos enseñan a fijar nuestra esperanza en Dios: “En el Señor puse toda mi esperanza, Él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor” (Sal 40, 2). “El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15, 13) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2657).
Este salmo (vv. 7-11) es empleado por la Iglesia en la solemnidad de la Anunciación del Señor, mostrando con ello la entrega de la Santísima Virgen a la misión de ser la Madre del Salvador. Ella es la esclava del Señor que está dispuesta a cumplir en todo la voluntad de Dios.
Sal 41, 2-4. La bienaventuranza inicial es similar a la que abre Sal 1 y marca la correspondencia entre ambos salmos como comienzo y fin de la primera parte del libro. Allí se trataba del temor del Señor; aquí, de la atención al pobre. Se piensa por eso mismo que los vv. 2-4 son un añadido posterior a una oración más antigua, de tiempos pre–exílicos, en la que se pedía la salud. El texto de algunos versículos que integran esa bienaventuranza es oscuro, pues en ellos el salmista parece dirigirse a Dios (v. 4b). En muchas versiones se interpretan de otra forma: Aliviará su enfermedad (v. 4b).
Sal 41, 5-10. Tanto los enemigos (vv. 6.8-9), como los amigos que visitan al salmista (vv. 7.10) se vuelven contra él, unos de un modo y otros de otro. Según el Evangelio de San Juan, nuestro Señor Jesucristo en su Última Cena citó las palabras del v. 10 para enseñar que la traición del que pertenecía a los suyos y estaba sentado a la mesa, tenía un sentido en los planes de Dios. Tras llamar dichosos a los discípulos que, como Él, laven los pies a los demás, les dice: No lo digo por todos vosotros: yo sé a quienes elegí; sino para que se cumpla la Escritura: El que come mi pan levantó contra mí su talón. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis que yo soy (Jn 13, 18-19).
Sal 41, 11-13. El merecido que el salmista quiere dar a sus enemigos -a diferencia de otros salmos en los que lo deja en manos de la justicia divina (cfr Sal 4, 2; Sal 24, 5; Sal 26, 1; etc.)-, es poderles mostrar que se equivocaban en sus palabras y en sus proyectos, y así hacerles callar y reconocer la protección de Dios hacia él.
En gran parte de la tradición cristiana, este salmo se interpreta directamente en sentido cristológico viendo las palabras del salmista aplicadas a Jesús, y en las acciones del amigo que se vuelve traidor a Judas. Incluso el lugar que ocupa el salmo tiene significación en ese sentido: Es justo que este salmo que pone fin al libro sea interpretado como el salmo que habla de la Pasión del Señor. (…) Así, el segundo libro de los Salmos puede comenzar con el misterio de la vida nueva, abrazando las realidades sagradas más perfectas [los sacramentos] (S. Ambrosio, Enarrationes in XII Psalmos 40, 37).
Sal 42, 2 El simbolismo del agua está presente en los vv. 2-3 y en el v. 8, pero con distinto significado: en los primeros, como absolutamente necesaria para vivir, y así es también la presencia de Dios, contemplada en su Templo (vv. 2-3); en el v. 8, como estado de desorden y signo de castigo (cfr Gn 1, 2; Gn 7, 11), y así considera el salmista su situación (v. 10).
Sal 42, 3-5. La presencia de Dios que el orante anhela contemplar es, precisamente, lo que cuestionan sus adversarios al verle en medio del sufrimiento (v. 4) y de la enfermedad (v. 11). Es una pregunta insistente que pone a prueba al salmista, y que le lleva, al mismo tiempo, a recurrir al recuerdo de sus días felices en los que podía subir al Templo y gozar de la presencia del Señor (v. 5). Ver el rostro de Dios significa para el cristiano contemplar a la Santísima Trinidad: Como ansía la cierva las corrientes de agua, así te ansía mi alma, Dios mío. Como la cierva del salmo busca las corrientes de agua, así también nuestros ciervos, que han salido de Egipto y del mundo, y han aniquilado en las aguas del bautismo al Faraón con todo su ejército, después de haber destruido el poder del diablo, buscan las fuentes de la Iglesia, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (…) Esta triple fuente es la que busca el alma del creyente, el alma del bautizado, y por eso dice: Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. No es un tenue deseo el que tiene de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed. Antes de recibir el bautismo, se decían entre sí: ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios? Ahora ya han conseguido lo que deseaban: han llegado a la presencia de Dios y se han acercado al altar y tienen acceso al misterio de salvación (Autor incierto, In psalmum XLI, ad neophytos).
Sal 42, 6 Apoyado en su recuerdo, el salmista se da a sí mismo palabras de ánimo y esperanza que le hagan superar la inclinación a la tristeza y al abatimiento que siente en su interior. La esperanza es más fuerte que la turbación y puede clamar salvación de mi rostro y Dios mío.
Sal 42, 7-8. El autor del salmo se sitúa en la alta Galilea, aunque no es posible identificar el monte Misar (v. 7). Se ha pensado que es un levita desterrado del lugar en el que estaba el Santuario, quizás Dan; pero las referencias geográficas pueden ser un recurso para expresar la lejanía del Templo y de Dios. Las cascadas de las fuentes del Jordán, a las que aludiría el v. 8, sugieren la idea de la fuerza arrolladora con la que el orante experimenta su desgracia, en la que ve la mano de Dios. Incluso su sufrimiento es para él signo de la presencia divina.
Sal 42, 9-11. En su situación dolorosa y pensando en el Señor (v. 8), el salmista mantiene la esperanza (v. 9) y ésta le mueve a la oración (v. 10). El texto hebreo del v. 9 es oscuro: en vez de su canto, muchas versiones proponen mi canto. Ambas interpretaciones tienen sentido. Su canto, en paralelismo con su misericordia, indica la alegría de la salvación que le otorgó el Señor, y que le acompaña en la oración ininterrumpida -día, noche-. Las palabras con las que el salmista piensa dirigirse a Dios (v. 10) -y con las que, en efecto, se dirigirá mas adelante (cfr Sal 43, 2)- relacionan su situación de amargura y opresión con el olvido de parte de Dios, puesto en contraste con el recuerdo que él tiene (vv. 5.7). Es una forma de llamar la atención del Señor y urgirle a intervenir. La expresión Dios de mi vida (v. 9) implica el reconocimiento de que es Dios quien hace vivir y llena de sentido la vida del salmista. De ahí que la oración haya de ser continua: Una oración al Dios de mi vida (Sal 42, 9). Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Sal 1, 2). Por la mañana pienso en ti (cfr Sal 42, 7); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cfr Sal 91, 2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (cfr Dt 6, 6-7) (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 119).
Sal 43, 1 La gente sin piedad pueden ser los no judíos entre los que vive el desterrado, o simplemente los desleales a Dios.
Sal 43, 2-4. La luz y la verdad divinas están personificadas (v. 3): luz en el sentido de amor y salvación; verdad, en el de fidelidad y justicia. En su oración el salmista piensa en el futuro: espera la alegría que producen la contemplación de la presencia de Dios en el Templo y su alabanza (v. 4). Entretanto sabe que Dios es su fuerza. Así también la ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el Creador. Somos la oscuridad, y Él es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y Él es salud robusta; somos la debilidad, y Él nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea (Sal 43, 2), porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 80).
Sal 43, 5 El estribillo adquiere nueva intensidad al final de la oración, pues en ese contexto cobran toda su fuerza las palabras: Aún podré alabarlo; en Sal 42, 6 el acento recaía en: ¿Por qué te abates, alma mía, y en Sal 42, 12 en: Espera en Dios.
Dios como fuente de vida se hace presente en Jesucristo -quién me ve a mi ha visto al Padre (Jn 14, 8)- y en sus acciones salvíficas, los sacramentos. Éstos son las corrientes de agua viva -de la gracia divina- que pueden calmar la sed que el hombre tiene de Dios (cfr Sal 42, 2). Las situaciones de turbación, que también se dan en la vida del cristiano, llevan a buscar a Dios con más fuerza en esas fuentes. Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran ya salvíficas. Anticipaban la fuerza de su misterio pascual. Anunciaban y preparaban aquello que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque “lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios” (S. León Magno, serm. 74, 2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1115).
Las palabras de este salmo, que anteriormente se recitaban como parte del introito en la liturgia de la Misa, bien pueden servir para fomentar las disposiciones personales antes de participar en la Sagrada Eucaristía.
Sal 44, 2-4. La tradición oral de las gestas del Señor (cfr Ex 10, 2) tiene en este salmo la misma función que la experiencia personal de salvación aducida en tantos otros. La tradición hace comprender los acontecimientos en su verdadera dimensión: Porque te complacías en ellos (v. 4).
Sal 44, 5-9. La alternancia entre la primera persona del singular y del plural en estos versículos indica que el salmista, que podría identificarse con un rey (vv. 7-8), habla en nombre y en representación del pueblo. Reconoce la realeza suprema de Dios y alude a la elección del pueblo -Jacob (v. 5)-.
Sal 44, 10-17. La imagen de Dios rey–pastor (cfr Sal 23) resuena de nuevo en el v. 12 -ovejas-; a Él y a su voluntad se atribuye la causa de las desgracias ocurridas. Él, y sólo Él, es responsable de las derrotas, como en otro tiempo lo fue de las victorias (v. 3; cfr Is 45, 7). Ni siquiera se alude a que el pecado o la culpa tengan algo que ver, como sucedía en otros salmos de súplica individual.
Sal 44, 18-23. El pueblo proclama haber cumplido su parte en el pacto de la Alianza; en cambio, no se ve que Dios cumpla la suya. Al contrario, ha actuado en contra de su pueblo (vv. 18-20). El lugar de chacales (v. 20) -que la versión griega interpreta como lugar de miseria- se refiere al desierto donde viven las bestias salvajes; sombras de muerte es sinónimo de desgracias, como luz lo es de salvación (cfr Sal 43, 3). Señal de que el pueblo ha guardado fielmente la Alianza es que no ha recibido un mal a modo de castigo por sus pecados (vv. 21-22), como hubiese sido una sequía o una peste, sino que, precisamente, sufren cada día la muerte violenta por mantenerse fieles a su Dios, por ser su pueblo (v. 23). Un acto de confianza semejante al que encontraremos en este salmo es el que está llamado a realizar el cristiano en medio de las contrariedades, y especialmente en la persecución. Así lo enseña de forma expresa San Pablo cuando cita literalmente las palabras del v. 23 como prueba de la Escritura de que nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (cfr Rm 8, 35-39).
Sal 44, 24-27. Con la proclamación de inocencia y la atribución a Dios de los males que padece el pueblo se pretende moverle a que actúe en su favor: a que no olvide su desgracia (v. 25) puesto que ellos no han olvidado su nombre (v. 21). Le suplican porque siguen creyendo en aquel amor divino (v. 27) que da explicación de las victorias de sus antepasados (v. 4). La petición final entraña un acto de fe en que Dios es fiel a la Alianza y a sí mismo, a pesar de que las circunstancias presentes no lo manifiesten.
La súplica de la benevolencia divina se resume en la petición del salmista del v. 25. Ver el rostro de Dios es darse cuenta de que la oración ha sido escuchada y, por tanto, de que ya no hay motivos de aflicción: ¿Por qué escondes tu rostro? Cuando estamos afligidos por algún motivo nos imaginamos que Dios nos esconde su rostro, porque nuestra parte afectiva está como envuelta en tinieblas que nos impiden ver la luz de la verdad. En efecto, si Dios atiende a nuestro estado de ánimo y se digna visitar nuestra mente, entonces estamos seguros de que no hay nada capaz de oscurecer nuestro interior. Porque, si el rostro del hombre es la parte más destacada de su cuerpo, de manera que cuando nosotros vemos el rostro de alguna persona es cuando empezamos a conocerla, o cuando nos damos cuenta de que ya la conocíamos, ya que su aspecto nos lo da a conocer, ¿cuánto más no iluminará el rostro de Dios a los que Él mira? (S. Ambrosio, Enarrationes in XII Psalmos 43, 87).
Sal 45, 2 No son sólo palabras, fruto de las circunstancias o del oficio, sino el sentir más profundo -del corazón- lo que brota con espontaneidad y fluidez de boca del salmista y del lector.
Sal 45, 3 Tanto la bella presencia física del rey, como sus sabias palabras, son bendición de Dios, tal como convenía a los reyes (cfr 1S 9, 2; 1S 16, 18).
Sal 45, 4-6. Se destacan la espada y el poderío militar como signos de la grandeza del rey.
Sal 45, 7-10. El trono por siempre alude a la profecía de Natán a David según la cual el mesías salvador saldría del linaje de éste (cfr 2S 7, 13-16). El rey es llamado dios quizá en referencia al carácter sagrado de la monarquía davídica, pero también puede entenderse como una invocación en medio del verso: Oh Dios, o traducirse: Que es de Dios. Al trono va unido el cetro, símbolo de la justicia administrada por el rey. Esto es signo de que ha sido elegido por Dios entre otros que podían haber aspirado al trono, como sucedió en el caso de David (cfr 1S 16, 1-13) o de Jehú (cfr 2R 9, 1-10). A través de la unción -óleo de alegría (v. 8)- Dios ha otorgado sus dones salvíficos al rey y al pueblo. Tras el aspecto militar y administrativo se señala el esplendor de su persona y de su palacio, incluido el harén. Destaca la presencia de la reina a su derecha, que puede referirse a la reina madre cuyo influjo en los reinados de los distintos monarcas señala con frecuencia la historia de los reyes (cfr 1R 1, 16-28; 2R 10, 13; etc.), o a la nueva esposa de la que se va a hablar a continuación. En cualquier caso el esplendor del rey y su reinado incluye a la reina. Las palabras de los vv. 7-8 vienen citadas literalmente en la Carta a los Hebreos (cfr Hb 1, 8-9) como dirigidas por Dios a su Hijo, Jesucristo, al ser enviado al mundo.
Sal 45, 11-12. Se expone la invitación a la nueva esposa a someterse y dedicarse totalmente al rey en el que encontrará su felicidad, pues éste la ama.
Sal 45, 13-16. Por la alusión a Tiro se ha pensado en Jezabel de Sidón, esposa del rey Ajab (cfr 1R 16, 31). En tal caso las recomendaciones de los vv. 11-12 irían orientadas a que abandonase sus ídolos y adorase al Dios de Israel. Pero hija de Tiro puede indicar la ciudad misma, como hija de Sión indica Jerusalén. El v. 13 muestra la relevancia del rey en el plano internacional y en su mismo pueblo. El séquito de amigas, importante en la ceremonia de presentación de la nueva reina al rey e introducción al palacio, destaca, junto a los hermosos vestidos, la dignidad de la esposa (vv. 14-16).
Sal 45, 17 Ahora el salmista se dirige al nuevo rey. Las expresiones de carácter universal -toda la tierra- aparecen con frecuencia en los salmos dedicados al rey, y aunque pertenecen al lenguaje poético, reflejan la convicción de que la monarquía de Judá responde a proyectos divinos en favor de todos los pueblos.
Sal 45, 18 Apunta a un cumplimiento más allá de la historia: el dominio del rey de Judá, mediante sus descendientes, no sólo será universal sobre toda la tierra, sino que durará por siempre. Son palabras que se cumplen en Jesucristo, rey eterno y universal (cfr Ap 19, 16).
La tradición cristiana, a partir de la actualización de este salmo en la Carta a los Hebreos, ha ampliado su significación viendo aludidas en la esposa a la Iglesia y a la Santísima Virgen. En concreto, la segunda parte del v. 10 ha servido para ratificar la verdad de la Asunción de la Virgen a los cielos: Plena hasta rebosar de tan grandes bienes, la Esposa, Madre del Esposo único, suave y agradable, llena de delicias, como una fuente de los jardines espirituales, como un pozo de agua viva y vivificante, que mana con fuerza del Líbano divino, desde el monte de Sión hasta las naciones extranjeras, hacía derivar ríos de paz y torrentes de gracia celestial. Por esto, cuando la Virgen de las vírgenes fue llevada al cielo por el que era su Dios y su Hijo, el Rey de reyes, en medio de la alegría y exultación de los ángeles y arcángeles y de la aclamación de todos los bienaventurados, entonces se cumplió la profecía del salmista, que decía al Señor: A tu derecha está la reina, adornada con oro de Ofir (S. Amadeo de Lausana, Homilía 7). La liturgia de la Iglesia utiliza este salmo en la solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora y en otras festividades de la Virgen.
Sal 46, 2 Comienza hablando la comunidad (vv. 2-4), que es también la que repite el estribillo.
Sal 46, 3-4. Como pueblo elegido la asamblea manifiesta su total confianza en Dios, capaz de poner en orden y dominar los elementos de la naturaleza (cfr Gn 1, 2.6-9; Gn 7, 11; Sal 136, 6).
Sal 46, 5-7. Ahora parece hablar un sacerdote o levita director de la liturgia, proclamando la fecundidad y frescura de Jerusalén porque Dios, en el Templo, está en medio de ella (cfr Ez 47, 1-12; Jl 4, 18). Frente a las aguas agitadas y destructivas de los vv. 3-4 aparecen ahora las aguas tranquilas y encauzadas, símbolo de fecundidad (cfr Gn 2, 4-10). Dios asiste a la ciudad al despuntar el alba, momento en el que solían atacar los enemigos.
Sal 46, 8 El Señor de los ejércitos, de los cielos, es al mismo tiempo el Dios de Israel. Es de notar la fuerza expresiva dada por el paralelismo cruzado del estribillo.
Sal 46, 9-10. Se puede pensar que aquí y en el v. 6 hay referencias a la milagrosa liberación de Jerusalén en tiempos del rey Ezequías, cuando fue atacada por Senaquerib en el año 701 a.C. (cfr 2R 18, 13-2R 19, 37; Is 36, 1-Is 37, 38).
Sal 46, 11 El mismo sacerdote, a modo de oráculo, como si hablase el mismo Dios, invita a reconocer la divinidad del Dios del Templo (cfr Is 33, 10-13) y su domino universal.
En la Iglesia -ciudad de Dios como la llamó San Agustín- el Señor ofrece la abundancia de sus bienes y proporciona fuerza interior, una seguridad que nace de saber que el Espíritu Santo está presente en ella: El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea -siempre y en todo- signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios. (…) La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 128).
Sal 47, 2 Los gestos que se realizaban para aclamar al rey terreno (cfr 2R 11, 12) sirven aquí para proclamar a Dios como rey universal. De ahí que la invitación inicial tenga también horizonte universal: pueblos todos.
Sal 47, 3-6. El Dios de Israel -el Señor- es el Dios Altísimo -Elyon-, nombre dado por los antiguos semitas al dios principal de sus panteones. Aquí este nombre significa la trascendencia y superioridad del Dios de Israel sobre cualquier otro dios o poder concebido por el hombre (cfr Gn 14, 19). En este sentido es el gran Rey -título dado al rey de Asiria (cfr 2R 18, 19)-, es decir, emperador, pero de toda la tierra (v. 3). Así se ha mostrado precisamente al dar a Israel -Jacob (v. 5)- la tierra prometida, llevado por el amor a este pueblo (vv. 4-5), y así fue reconocido al permitir que el Arca -su trono (cfr v. 9)- fuese introducida en Jerusalén y en el Templo en los tiempos de David y Salomón (cfr 2S 6, 14-15; 2S 15, 24-29; 1R 8, 1-13; Sal 132, 8).
Sal 47, 7.8-10 En consecuencia con lo anterior, es en el Templo donde resuena la invitación a alabar al Dios de Israel como rey de toda la tierra, y a hacerlo con el himno más bello -literalmente, salmo compuesto con sabiduría- (v. 8), porque allí está su santo trono, el Arca (v. 9). Por esto mismo todos los pueblos, representados en sus príncipes o poderosos -literalmente, escudos- (v. 10) se unen a la alabanza que tributa a Dios el pueblo en el que Él ha cumplido sus promesas: El pueblo del Dios de Abrahán (cfr Is 2, 2-5; Is 56, 7).
La Iglesia apostólica vio las palabras del v. 6 cumplidas en la Ascensión de Cristo a los cielos (cfr Hb 9, 24-28; Hb 10, 19-23; Hch 1, 1-11), y por eso posteriormente emplea este salmo en la fiesta de la Ascensión del Señor a los Cielos, profesando su fe en que Cristo ejerce así su reinado universal. Este reinado universal de Cristo trasciende los reinos de este mundo, y la Iglesia, al proclamarlo, contribuye a que todas las naciones de la tierra alcancen su destino: El Reino de Cristo no es de este mundo (cfr Jn 18, 36). Por eso, la Iglesia, o Pueblo de Dios, al hacer presente este Reino no quita ningún bien temporal a ningún pueblo. Al contrario, ella favorece y asume las cualidades, las riquezas y las costumbres de los pueblos en la medida que son buenas, y al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece. La Iglesia, en efecto, recuerda que su misión es congregar a las naciones con aquel Rey que las recibió en herencia (cfr Sal 2, 8) y a cuya ciudad traen regalos y dones (cfr Sal 71, 10; Is 60, 4-7; Ap 21, 24). Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores, bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 13).
La liturgia judía recita este salmo en la fiesta del Año Nuevo -Rosh Hasanah-.
Sal 48, 2 La grandeza de Dios manifestada en la creación (cfr Sal 8, 10) es reconocida en el Templo de Jerusalén (cfr Sal 24), y, por extensión, en la ciudad misma identificada aquí con el «monte Sión».
Sal 48, 3-4. Llamar a Jerusalén arcano del Norte equivale a llamarla morada de Dios, pues la expresión en hebreo suena como monte Safón, que era el monte al norte de Fenicia en el que los cananeos creían que habitaba la divinidad, de modo parecido a lo que era el Olimpo para los griegos. En Jerusalén habita el Dios rey de todos los pueblos (cfr Sal 47, 3), y por eso ella es gozo para toda la tierra (v. 3). La defensa de la ciudad es Dios mismo, conocido por todos como su protector (v. 4).
Sal 48, 5-8. La narración incluida en estos versículos puede recordar, como en Sal 46, 9, la milagrosa liberación de la ciudad sitiada en tiempos de Ezequías (cfr 2R 19, 35-36). Las naves de Tarsis (v. 8) eran naves grandes, capaces de largas travesías, quizás hasta la península ibérica (cfr 1R 10, 22).
Sal 48, 9 La proclamación de la grandeza y eternidad de Dios (vv. 2.15) brota de la experiencia del pueblo en el pasado, conocida por tradición, y la que tiene en el presente, celebrada en la liturgia en el Templo. Es posible que las palabras de este versículo sean una especie de antífona pronunciada por la comunidad tras haber escuchado la narración anterior.
Entendiendo que la verdadera ciudad de Dios es la Iglesia, San Agustín aplica a ella directamente las palabras de este versículo: Como lo habíamos oído, así lo hemos visto. ¡Oh bienaventurada Iglesia! En un tiempo oíste, en otro viste. Oíste en tiempo de las promesas, viste en el tiempo de su realización; oíste en el tiempo de las profecías, viste en el tiempo del Evangelio. En efecto, todo lo que ahora se cumple había sido antes profetizado. Levanta, pues, tus ojos y esparce tu mirada por todo el mundo; contempla la heredad del Señor difundida ya hasta los confines del orbe (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 47, 7).
Sal 48, 10-12. Continúa hablando la comunidad -o el salmista identificado con ella- que saca consecuencias de la narración anterior: la bondad del Señor (v. 10), su gloria reconocida en todos los pueblos (v. 11), la salvación de las ciudades -hijas- de Judá (v. 12).
Sal 48, 13-14. Los edificios defensivos de la ciudad que el salmista invita a contemplar son signo de la protección de Dios sobre ella, que también ha de conocer la posteridad.
Sal 48, 15 El Dios de Israel -nuestro Dios- garantiza el futuro de su pueblo por siempre. Eternamente es traducción de la expresión hebrea hasta la muerte o más allá de la muerte, que tiene ese mismo significado de eternidad.
La belleza de la nueva Jerusalén la describe San Juan en Ap 21-22. Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo “como instrumento de redención universal” (LG 9), “sacramento universal de salvación” (LG 48), por medio del cual Cristo “manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre” (GS 45, 1). Ella “es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad” (Pablo VI, discurso 22 junio 1973) que quiere “que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo” (AG 7; cfr LG 17) (Catecismo de la Iglesia Católica, 776).
Sal 49, 2-5. Con tono parecido al de los profetas, y enfatizando la importancia de su mensaje con expresiones en paralelismo, el salmista se dirige a todo hombre sin excepción (vv. 2-3). Su discurso es discurso de sabiduría (vv. 4-5), fruto de su reflexión profunda (v. 4) y de escuchar la enseñanza tradicional -el proverbio- (v. 5). Exponer tal enseñanza con la cítara indica un ambiente cultual, sin duda en el Templo.
Sal 49, 6-12. Una vez más los ricos son identificados con los malvados (cfr Sal 37), si bien ahora se acentúa la confianza que ellos ponen en sus grandes riquezas (vv. 6-7), como si con ellas pudieran garantizar su vida, que, en realidad, depende de Dios y no puede comprarse -rescatarse- con bienes materiales (vv. 8-10). La experiencia muestra que la muerte alcanza a todos: sabios, necios, hombres famosos (vv. 11-12; cfr Qo 2, 16).
Sal 49, 13 No comprender la enseñanza expuesta, y apoyarse en las riquezas, hacen al hombre semejante a las bestias (cfr v. 21).
Sal 49, 14-16. La descripción de la suerte de los que confían en sí mismos -vv. 14-15, que presentan bastante oscuridad en el texto hebreo-, se ha de comprender en contraste con la afirmación del salmista en el v. 16, que puede, a su vez, ser interpretada de distintas formas. Si se entiende este versículo en el sentido de que Dios recibe al justo y lo libra de la muerte -como había sucedido con Henoc (cfr Gn 5, 21-24) y con Elías (cfr 2R 2, 9-11)-, los versículos anteriores significan que los que confían en sí mismos van al sepulcro para siempre. Si, en cambio, se entiende el v. 16 en el sentido de que Dios da larga vida a los justos que mueren en paz tras largos años, los vv. 14-15 indicarían que los que confían en sí mismos van prematuramente a la muerte y están aterrorizados ante ella.
Sal 49, 17-20. De una u otra forma queda patente la confianza que el salmista pone en Dios pensando en el final de su vida. Es el fundamento de la serenidad expresada en el v. 6, y que ahora quiere comunicar a quién le escucha.
Este salmo enseña una verdad que lleva al cristiano a vivir el desprendimiento de los bienes materiales, pues no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él (1Tm 6, 7). Queda poner la confianza en Dios, como el salmista (v. 16), pero sabiendo además que lo que no puede hacer el hombre, rescatar su vida (vv. 8-9), lo ha hecho Dios para el hombre, entregando a su Hijo, Jesucristo, como redención y rescate por todos (cfr Rm 8, 21-23; 1Co 1, 30). Él es el Redentor del hombre. Escribe Juan Pablo II: La única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Redemptor Hominis, 7).
Sal 50, 1-2. Llamar al Señor Dios de los dioses -título empleado entre los cananeos para designar la divinidad suprema- no significa aquí que haya otros dioses, sino la soberanía absoluta del verdadero Dios. Él es el Dios que manifiesta su gloria en el Templo de Jerusalén (v. 2).
Sal 50, 3-6. Es el mismo Dios que manifestó su gloria en el Sinaí (v. 3; cfr Ex 19, 16-25; Ex 24, 15-17). Como sucedía al establecer la Alianza con el pueblo (cfr Dt 31, 28; Is 1, 2), también ahora el cielo y la tierra son puestos por testigos en el juicio divino sobre su pueblo (v. 4). Él mismo manda congregarlo ante Sí (v. 5), para que se manifieste su justicia y su fidelidad a la Alianza (v. 6).
Sal 50, 7 Se utiliza una fórmula solemne de invitación a escuchar (cfr Dt 6, 4) y a presentarse ante Dios como el Dios de la Alianza -tu Dios- (cfr Ex 20, 2; Dt 5, 6).
Sal 50, 8-13. Dios no rechaza los sacrificios en general (v. 8), sino la actitud de querer comprar con ellos su voluntad, de querer obligarle, como si Él tuviese necesidad del algo (vv. 10-13). Queda recogido el sentir de los profetas (cfr Am 5, 21-27; Mi 6, 6-8; Is 1, 11-17; Jr 6, 20), por lo que este salmo puede haber sido compuesto en los siglos VIII-VII a.C., e incluso estar relacionado con la reforma de Josías (cfr 2R 22, 1-23.25).
Sal 50, 14-15. Dios pide actos de culto que procedan verdaderamente del deseo de alabarle y de la sincera petición de auxilio. Por eso todos pueden agradarle y mostrarle su amor, como sentía Santa Teresa de Lisieux escuchando en estas palabras la voz de Jesús: Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud, como dijo en el salmo 50: No aceptaré un becerro de tu casa… Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y de acción de gracias. He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed… Pero al decir: “Dame de beber”, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor… (Manuscritos autobiográficos 9).
Sal 50, 16-22. Se introduce otra recriminación divina, ahora dirigida a los impíos, que son caracterizados por su hipocresía al querer engañar a Dios (vv. 16-18) y por su deslealtad hacia los demás (vv. 19-20). Ellos interpretan el aparente silencio de Dios como si éste aprobase su conducta; imaginan un Dios a su medida, que equivale a olvidarse del verdadero Dios. Por eso se les anuncia el castigo (vv. 21-22). Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cfr Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena (Catecismo de la Iglesia Católica, 1039).
Sal 50, 23 En contraposición a lo anterior, Dios mismo señala quiénes le van a ser gratos; y el salmista proclama quiénes verán la salvación.
De nada sirve conocer la Ley, o enseñarla, dirá San Pablo a los judíos en Rm 2, 17-24, si se deshonra a Dios transgrediéndola. La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre “los dos caminos” (cfr Mt 7, 13-14) y la práctica de las palabras del Señor (cfr Mt 7, 21-27); está resumida en la regla de oro: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas” (Mt 7, 12; cfr Lc 6, 31) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1970).
Sal 51, 3-4. El salmista siente el peso de su pecado a través del dolor de una enfermedad (v. 10). Se dirige a Dios con un grito de petición de auxilio -Ten misericordia de mí (cfr Sal 56; Sal 57)- apoyándose no en su inocencia, como sucede en otros casos (cfr Sal 17), sino en la bondad y en la inmensa misericordia de Dios, tal como había hablado a Moisés (cfr Ex 34, 6-7).
Sal 51, 5-8. El hombre, por su parte, sólo puede presentar ante Dios su pecado, concepto que con un término u otro, pecado, delito, iniquidad, aparece hasta doce veces en esta primera parte del salmo (vv. 3-11). Ese pecado es la causa del dolor del salmista, y no tanto sus manifestaciones en la enfermedad (v. 5), porque, en cualquier caso, ha sido una ofensa a Dios (v. 6). Confiesa que siempre ha sido pecador, inclinado al pecado desde su nacimiento (cfr Gn 8, 21), pero que también ha recibido de Dios la capacidad -sabiduría- de reconocerlo y confesarlo; esto es, precisamente, lo que agrada al Señor (vv. 7-8).
Las expresiones del v. 7 se comprenden mejor a la luz de la doctrina del pecado original tal como, también a partir de Rm 5, 12, la Iglesia profesa: Siguiendo a S. Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma” (Cc. de Trento: DS, 1512) (Catecismo de la Iglesia Católica, 403).
Sal 51, 9-11. Pide de nuevo que mediante el rito de la aspersión (cfr Lv 14, 4-7; Nm 19, 6.18) quede sanado de su enfermedad.
Sal 51, 12-14. La petición del salmista va más allá de la curación física, signo de la purificación de su pecado. Suplica a Dios que mediante un acto de creación le renueve en lo más íntimo de su ser (v. 12), de forma que pueda permanecer en la presencia de Dios y gozar de la vida que Él posee y concede -tu santo Espíritu, tu salvación (vv. 13-14)-. Se trata de la fidelidad a Dios anunciada por los profetas en la nueva Alianza que Dios iba a hacer con su pueblo (cfr Jr 24, 7; Jr 31, 33; Ez 36, 25-27).
Sal 51, 15-19. Las promesas que el salmista hace a Dios son consecuencia de que se le ha concedido lo que pide: conocimiento de los preceptos divinos (v. 15; cfr v. 8); liberación de la enfermedad, o de los enemigos -la sangre-, para que brille la justicia divina (v. 16); manifestación de argumentos para poder hablar y proclamar alabanzas -abre mis labios (v. 17)-; y un espíritu de contrición por el que el mismo salmista es la ofrenda agradable a Dios (vv. 18-19).
Sal 51, 20-21. Una petición semejante a la que el salmista ha pedido para sí, pide ahora para Jerusalén. Suplicar que sean reconstruidos los muros de la ciudad puede reflejar la situación de su destrucción por Nabucodonosor en tiempos de Jeremías y Ezequiel. Los sacrificios en el Templo sólo serán agradables a Dios cuando Él reconstruya la ciudad santa, de manera análoga a como el hombre sólo es agradable al Señor cuando Él le crea un corazón nuevo.
En la liturgia cristiana Sal 51 ha sido el salmo penitencial por excelencia, el Miserere, pues sus palabras, además de ser una petición de perdón, sirven para reconocer la profundidad con la que el pecado arraiga en la vida humana desde su mismo origen -pecado original (v. 7)-, y para pedir a Dios que nos haga una nueva creación (cfr 2Co 5, 17-19). El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia (Catecismo de la Iglesia Católica, 386).
San Agustín, comentando este salmo, escribe: Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate Tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. (…) Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón. (…) Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, Tú no lo desprecies. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro. Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a Él le disgusta (Sermones 19, 2-3).
Sal 52, 3-6. El texto de la segunda parte del v. 3 es muy oscuro. La versión griega, las latinas antiguas y algunas modernas corrigen devoto de Dios, por de la malicia. Otros traductores modernos, uniendo los vv. 3 y 4, ponen mientras que la fidelidad de Dios permanece todo el día. En la traducción que hemos adoptado subyace un sentido irónico que recoge la idea de Sal 50, 16. En cualquier caso estos versículos describen la opción consciente del hombre por el mal y la mentira (cfr Sal 50, 19-20).
Sal 52, 7 El salmista sabe con certeza cuál es el final que espera al hombre traicionero -pues Dios mismo lo ha manifestado (cfr Sal 50, 22)- y se lo anuncia: una muerte trágica sin ninguna esperanza ni consuelo.
Sal 52, 8-9. La reacción de los justos ante el fracaso del impío -mediante la metáfora de la risa (cfr Sal 37, 13)- es reafirmarse en su temor de Dios, y alegrarse, porque de ese modo Dios manifiesta que a Él pertenece la vida y que ésta no puede comprarse con las riquezas.
Sal 52, 10-11. El salmista, por su parte, espera vivir en la abundancia y durante muchos años -el olivo verde es símbolo de ambas cosas (cfr Jr 11, 16; Sal 128, 3)- junto al Templo (v. 10), y dar gracias a Dios toda su vida, experimentando la fidelidad de Dios a Sí mismo y a sus fieles (v. 11; cfr Sal 18, 26-27).
El salmo no pierde actualidad. También ahora muchos de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan explícitamente, hasta tal punto que el ateísmo debe ser considerado entre los problemas más graves de esta época (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 19). Pero la Iglesia sabe muy bien que su mensaje -coincidente con el del salmista- conecta con los deseos más profundos del corazón humano (…) devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de su destino más alto (ibidem, 21).
Sal 54, 3-4. Salvar y hacer justicia -expresiones de carácter jurídico- están en paralelismo (v. 3), indicando así que la justicia divina es salvación para quien confía en Dios. También están en paralelismo Nombre y poder, ya que el Dios que revela su Nombre a su pueblo es el Dios de cielos y tierra, el Todopoderoso (cfr Sal 47).
Sal 54, 5 Los soberbios que se alzan contra el salmista parecen ser miembros del pueblo que le persiguen con crueldad (cfr Sal 86, 14).
Sal 54, 6-7. Los adversarios del salmista no han contado con el hecho de que es Dios quien protege la vida de éste (v. 6), y el mal que traman va a volverse contra ellos (v. 7) según la ley del talión (cfr Dt 19, 16-19).
Sal 54, 8-9. Al ser voluntario -es decir, no prescrito por la Ley ni a causa del pecado (cfr Lv 7, 16-17; Lv 22, 18.21)-, el sacrificio que el salmista ofrece al Señor manifiesta la sinceridad de su corazón (v. 8; cfr Sal 51, 19). La acción del salmista es figura del sacrificio que realizará Nuestro Señor Jesucristo: Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cfr Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (cfr Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cfr Jn 15, 13), ofrece su vida (cfr Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cfr Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia (Catecismo de la Iglesia Católica, 614).
Sal 55, 2-3. Cuatro verbos se suceden sin interrupción para instar a Dios. Son signo de la fuerza con la que suplica el salmista.
Sal 55, 3b-6 El salmista señala tanto las causas de su situación (v. 4), como los efectos que produce en su interior (vv. 5-6).
Sal 55, 7-9. El deseo de huir lejos refleja una decisión desesperada, pues significa alejarse del Templo (cfr Sal 11, 1). En sentido alegórico, San Juan Clímaco aplica la imagen de las dos alas al recogimiento exterior e interior. Ambas virtudes, escribe, son de hecho como dos alas de oro por medio de las cuales un alma llamada a la santidad asciende segura a lo alto del cielo. Sin duda el escritor inspirado cantó sobre ellas: ¿Quien me diese alas, como a la paloma, para volar -se entiende por el camino de la práctica- y, después, encontrar descanso por el camino de la contemplación y la humildad? (Scala paradisi 4[15]).
Sal 55, 10-12. Pero para el salmista tal lejanía sería mejor que soportar la situación en la ciudad que, por los términos en los que se describe, refleja probablemente los problemas internos surgidos a la vuelta del destierro (cfr Ne 5, 1-5).
Sal 55, 13-15. El dolor del salmista llega al colmo cuando ve que se ha vuelto contra él quien, en otros tiempos, le acompañaba al Templo gozando juntos de la alegría de la peregrinación.
Sal 55, 16 El castigo deseado recuerda el que sufrieron los que se rebelaron contra Moisés en el desierto (cfr Nm 16, 30-33).
Sal 55, 17-20. Los tres momentos señalados de oración (v. 18; cfr Dn 6, 11) reflejan en realidad que la oración es continua, y el v. 19 indica que el salmista ve ya anticipada su liberación.
Sal 55, 21-22. La hipocresía en el hablar y el actuar la ve el salmista en la conducta de los enemigos: ni temen a Dios ni son leales con los hombres (v. 21); y, a pesar de sus apariencias suaves y bondadosas, no hacen más que ejercer violencia (v. 22).
Sal 55, 23 Puede verse la exhortación que el salmista se hace a sí mismo, o una voz que él oye interiormente proveniente del Señor, o, incluso, un oráculo pronunciado por un sacerdote. Son palabras que invitan a la esperanza en medio de la tribulación -no abandona para siempre-. De ahí que le llevaran a confesar a San Josemaría: Paradoja: desde que me decidí a seguir el consejo del Salmo: arroja sobre el Señor tus preocupaciones, y Él te sostendrá, cada día tengo menos preocupaciones en la cabeza… Y a la vez, con el trabajo oportuno, se resuelve todo, ¡con más claridad! (Surco, 873).
Sal 55, 24 El pozo de la perdición es el sepulcro. La muerte prematura será el castigo por la maldad.
Sal 56, 2-3. Un hombre tiene aquí el sentido de el hombre en cuanto ser débil frente al poder de Dios (cfr vv. 5-12).
Sal 56, 4-5. Ya pueden los hombres acechar constantemente -todo el día (vv. 2.3.6)-, juntándose muchos (vv. 3.7), que nada malo podrán hacer a quien confía en Dios (vv. 4-5). Alabar la palabra (v. 5) significa aceptar y dar gracias a Dios por su promesa de salvación (cfr Sal 50, 15); promesa que lleva a confiar en Él y a no temer a ningún hombre. Las palabras del v. 5, en las que se resume la oración del salmo, vuelven a aparecer, casi idénticas, en Sal 118, 6. En la Carta a los Hebreos las encontramos como exhortación dirigida a los cristianos para que estén contentos con lo que tengan, desechando toda codicia, de modo que podamos decir confiadamente: El Señor es mi auxilio y no temeré; ¿qué podrá hacerme el hombre? (Hb 13, 6).
Sal 56, 6-7. La acción de los enemigos, cuya identidad no sabemos, parte de sus designios perversos, de su interior (v. 6), y se desarrolla progresivamente (v. 7).
Sal 56, 8-9. Sobre sus enemigos lanza el salmista la imprecación que se hacía contra los gentiles (v. 8), al tiempo que siente la protección de Dios sobre su vida (v. 9): le acompaña como a los patriarcas en sus peregrinaciones -errante (cfr Dt 26, 5)-, se cuida de todos sus sufrimientos -lágrimas en tu odre-, y no lo echa en olvido -estar en tu libro-. San Agustín recurre a estas palabras para enseñar cómo debe ser nuestra oración: Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada, mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor recoge nuestras lágrimas en su odre y a él no se le ocultan nuestros gemidos, pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas (Epistolae 130, 10, 20).
Sal 56, 10-12. Como Dios no cuida de los enemigos del salmista, éste ve ya anticipadamente su dispersión. En cambio él se apoya en su fe en Dios que es el Señor, es decir, en el Dios de la Alianza que ha hablado a su pueblo (v. 11).
Sal 56, 13-14. El orante manifiesta a Dios la deuda que ha contraído con Él porque ya se siente salvado. El contraste entre muerte por un lado, y presencia de Dios y luz de los vivientes por otro, deja entender que para el salmista vivir es estar con Dios.
Sal 57, 2 La repetición de la súplica refleja su intensidad. Las expresiones del salmista dejan suponer que ha buscado refugio en el Templo durante la noche -a la sombra de tus alas-. Pero tal forma de expresarse puede ser un modo de manifestar que en una situación difícil recurre al Señor y encuentra la salvación.
Sal 57, 3-4. La súplica brota de haber puesto la confianza en el Señor, y suscita la esperanza de salvación porque es el Dios que ha mostrado su misericordia y fidelidad en la Alianza con su pueblo.
Sal 57, 5 La situación del salmista viene descrita con imágenes comunes a otros salmos: los enemigos son comparados con fieras (cfr Sal 7, 3); manifiesta el dolor de tener que vivir con ellos (cfr Sal 55, 7-9); sus acciones son como redes tendidas y fosa cavada (cfr v. 7; Sal 7, 16).
Sal 57, 6 Desde su situación angustiosa, el salmista alza su voz a Dios pidiendo que muestre su poder en el cielo y en la tierra (cfr Sal 19).
Sal 57, 7.8-11 Porque Dios ha mostrado su poder frente a los enemigos (v. 7), la petición deriva en proclamación de confianza en el Señor (v. 8). Como se avecina la aurora a medida que transcurre la noche, así se avecina la salvación de Dios en la tribulación (v. 9), y el orante se dispone a proclamarlo al rayar el alba ante todos los hombres (vv. 10-11). Puesto que los vv. 8-12 se repiten casi literalmente en Sal 108, 2-6, se puede pensar que constituían una pieza suelta aplicable a distintas situaciones.
La firmeza de corazón expresada en estos versículos, la experimenta el cristiano considerando la providencia de Dios: Con la claridad de Dios en el entendimiento, que parece inactivo, nos resulta indudable que, si el Creador cuida de todos -incluso de sus enemigos-, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni contradicción, que no vengan para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque estas visitaciones siempre nos dejan algo suyo, algo divino. Alabaremos al Señor Dios Nuestro, que ha efectuado en nosotros obras admirables (cfr Jb 5, 9), y comprenderemos que hemos sido creados con capacidad para poseer un infinito tesoro (cfr Sb 7, 14) (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 305).
Sal 58, 2-3. Hemos traducido por poderosos un término hebreo bastante oscuro que algunos interpretan como dioses. Se refiere a los jueces de la tierra y pone de relieve, quizá irónicamente, su poder. También el v. 3 es de difícil traducción, y muchos lo entienden en el sentido de que aquellos jueces ejercen la violencia con sus propias manos, además de proyectarla en su corazón, es decir, en sus deseos y pensamientos.
Sal 58, 4-6. El mal en aquellos jueces no es algo esporádico, sino constante: lo han hecho siempre, desoyendo la voz del Señor (cfr Sal 50, 21; Sal 51, 7).
Sal 58, 7-9. La oración imprecatoria de estos versículos contiene imágenes de gran fuerza. Para su interpretación en la tradición de la Iglesia, cfr Sal 109, 16-20.
Sal 58, 10 El sentido este versículo, aunque el texto es muy oscuro, podría ser que el éxito de esos impíos dura menos que lo que tarda el fuego de la zarza seca, fácilmente inflamable, en calentar la olla; su desaparición va a ser algo repentino.
Sal 58, 11-12. En contraste con lo anterior, el justo se alegra, y todos pueden reconocer que Dios hace justicia. Las crudas expresiones del v. 11 resaltan la completa victoria de Dios en sus juicios.
La dureza de muchas de las frases de este salmo (vv. 7-9.11) han sido causa de que no se utilice en la liturgia cristiana. Sin embargo, su enseñanza queda recogida en la doctrina de la Iglesia, pues no deja de ser una advertencia ante el juicio de Dios, que retribuirá a cada uno según sus obras: Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia (Catecismo de la Iglesia Católica, 682). Y el Catecismo Romano señalando la conveniencia de este juicio comenta: Era razonable que no sólo se estableciesen premios para los buenos y castigos para los malos en la vida futura, sino que también se decretase en un juicio general y público, a fin de que resultase para todos más notorio y grandioso, y para que todos tributasen a Dios alabanzas por su justicia y providencia, en vez de aquella injusta queja que hasta los varones justos solían a veces exhalar como hombres, cuando veían a los malos engreídos de sus riquezas y alegres con sus honores. (…) Es necesario que se celebre un juicio universal, no dijeran acaso los hombres que Dios, andando, paseándose de uno a otro polo del Cielo, no se cuida de las cosas de la tierra (Sal 1; Sal 8, 4).
Sal 59, 2-3. En las cuatro peticiones se resalta la iniquidad y violencia que sobre el orante ejercen sus enemigos.
Sal 59, 4-6. En contraste con sus perseguidores, el salmista presenta a Dios su propia inocencia (cfr Sal 7; Sal 17). De esa forma urge al Señor para que intervenga como juez justo (vv. 5b-6). Le invoca apelando a su dominio universal -Dios de los ejércitos (Sal 24, 10; Sal 48, 9)- y a la elección de Israel como su pueblo.
Sal 59, 7 La comparación con bandas de perros vagabundos, que acuden a la tarde a la ciudad en busca de comida, denota un profundo desprecio (cfr vv. 8-9; 15-16; Sal 22, 17-18; cfr Dt 23, 19).
Sal 59, 8-10. La petición del castigo de las naciones ha llevado a pensar que los enemigos son los pueblos gentiles (v. 9) y que el orante sería el rey. Pero más bien parece tratarse de una generalización del salmista: sus enemigos son como los paganos que acechan al pueblo de Dios y se les incluye en la misma petición de castigo (v. 6). Frente a ellos el salmista encuentra su seguridad en Dios (v. 10). Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza. Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 92).
Sal 59, 11-14. La reivindicación que el salmista pide al Señor conlleva que sus enemigos no sean destruidos de inmediato, sino castigados a una vida errante, sin tierra, de manera que haya tiempo para que en la conciencia del pueblo quede bien grabada la acción de Dios, y no caigan pronto en el olvido, como otras veces (v. 12; cfr Dt 8, 1-19). Pero, con todo, el destino final que se pide para los enemigos es su desaparición (v. 14).
Sal 59, 15-16. Sigue adelante la comparación con los perros, destacando ahora su avidez. Conforme al sentido espiritual y atendiendo a la vida interior comenta San Juan de la Cruz: Y por eso justamente, [los malos apetitos] como perros, siempre andan hambreando, porque las meajas más sirven de avivar el apetito que de satisfacer el hambre. Y así, de ellos dice David (Sal 59, 15-16): Famen patientur ut canes, et circuibunt civitatem. Si vero non fuerint saturati, et murmurabunt; quiere decir: Ellos padecerán hambre como perros y rodearán la ciudad y, como no se vean hartos, murmurarán. Porque ésta es la propiedad del que tiene apetitos, que siempre está descontento y desabrido, como el que tiene hambre. Pues, ¿qué tiene que ver el hambre que ponen todas las criaturas con la hartura que causa el espíritu de Dios? Por eso, no puede entrar esta hartura increada en el alma si no se echa primero esotra hambre criada del apetito del alma; pues, como habemos dicho, no pueden morar dos contrarios en un sujeto, los cuales en este caso son hambre y hartura (Subida al monte Carmelo 1, 6, 3).
Sal 59, 17-18. En contraste con el desasosiego de sus enemigos, el salmista podrá proclamar el poder del Señor, porque habrá pasado la tribulación -por la mañana (v. 17)-, y podrá confesarle como su alcázar.
Sal 60, 3-5. Aunque no se dice expresamente, parece suponerse un pecado del pueblo que habría suscitado la ira de Dios (v. 3). La acumulación de verbos con significado de desgracia, todos ellos teniendo como sujeto a Dios, resalta el carácter dramático de la prueba. Puede pensarse en la caída de Samaría el año 721 o en la de Jerusalén, el 587; en cualquier caso queda reflejada una derrota militar con graves consecuencias.
Sal 60, 6-7. Paradójicamente el mismo Dios que ha causado la derrota ha dado una ocasión de salvarse -una bandera- a quienes le temen, a algunos predilectos, proporcionándoles la posibilidad de huir y, en consecuencia, de elevar la súplica. También pueden entenderse estos versículos en el sentido de que Dios, tras una derrota, ha congregado de nuevo a su pueblo -los que le temen- y éste pide la respuesta divina antes de volver a atacar (v. 11).
Sal 60, 8-10. El oráculo, quizás pronunciado por un sacerdote en el Templo, presenta al Dios de Israel como un rey guerrero y vencedor que conquista territorios y los distribuye como botín (v. 8), se reserva los que prefiere (v. 9) y somete a los que rodean su reino (v. 10). Los territorios mencionados hacen pensar en las conquistas de David, y el carácter arcaico de las expresiones supone alguna fuente antigua, como el Libro de las guerras del Señor (Nm 21, 14). Pero la calificación de Judá como cetro presupone la profecía de Natán en 2S 7, 13-14. Además los versículos 7-14 se encuentran repetidos en Sal 108, 7-14, por lo que puede pensarse en una pieza independiente de carácter oracular sobre la que se ha construido el salmo.
Sal 60, 11 La ciudad fortificada pudiera ser Bosrá, capital de Edom (Idumea).
Sal 60, 12-14. Puesto que la derrota se ha debido a Dios, con Él del lado del pueblo y acompañando al ejército está asegurada la victoria. De ahí el ánimo para seguir luchando: No desmayéis, pues, aunque se haya dicho que os rodearán grandes peligros, porque no se extinguirá vuestro fervor, antes al contrario, venceréis todas las dificultades (S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Mattheum 46, 2).
Sal 61, 2 El hombre que eleva a Dios su clamor en este salmo puede ser, como en Sal 42, alguien alejado de Jerusalén: Desde el confín de la tierra (v. 3), expresión que también puede hacer referencia al límite que supone la tumba, en cuyo caso el salmista clama a Dios estando al borde de la muerte.
Sal 61, 3-6. El salmista es consciente de que él, por sí mismo, no puede alcanzar su deseo. Puesto que Dios es invocado con frecuencia como roca de refugio (Sal 31, 3; Sal 71, 3; cfr también Sal 18, 3), la roca inaccesible puede ser Dios mismo, llamado a continuación refugio, torre inexpugnable frente al enemigo que, en este caso, puede ser la muerte (vv. 3b-4). La seguridad que da Dios la encuentra el salmista en el Templo, donde el Señor está presente para protegerle; de ahí su ardiente deseo de permanecer siempre en él (v. 5; cfr Sal 17, 8). La confianza de ser escuchado se apoya en experiencias anteriores y en pertenecer al pueblo elegido (v. 6). La heredad de los que temen el Nombre del Señor puede ser la tierra prometida en la que se desea habitar, o mejor aún, el gozar de la presencia y protección del Señor.
Sal 61, 7-8.9Los bienes mencionados en los vv. 4-6 se piden ahora para el rey; petición que, si bien algunos han considerado una inserción posterior en el salmo, tal como aparece puede significar que el salmista ve su suerte unida de algún modo a la del rey. Que éste tenga larga vida y que reine -esté sentado- en la presencia del Señor es como la garantía de que el salmista también la tendrá. De ahí la promesa de alabanza con la que concluye la oración (v. 9).
Atendiendo a la literalidad de las palabras del salmo, San Agustín lo leía como cumplido en la Iglesia, donde un solo hombre, Cristo, reza en todos los lugares de la tierra: Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica. ¿Quién es el que habla? Parece que sea uno solo. Pero veamos si es uno solo: Te invoco desde los confines de la tierra con el corazón abatido. Por lo tanto, si se invoca desde los confines de la tierra, no es uno solo; y, sin embargo, es uno solo, porque Cristo es uno solo, y todos nosotros somos sus miembros. ¿Y quién es ese único hombre que clama desde los confines de la tierra? Los que invocan desde los confines de la tierra son los llamados a aquella herencia, a propósito de la cual se dijo al mismo Hijo: Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra. De manera que quien clama desde los confines de la tierra es el cuerpo de Cristo, la heredad de Cristo, la única Iglesia de Cristo, esta unidad que formamos todos nosotros (Enarrationes in Psalmos 60, 2-3).
Sal 62, 2-3. La confesión personal hecha en estos versículos, y en vv. 6-7, destaca el carácter exclusivo que Dios tiene para el salmista y que le proporciona paz y seguridad interiores. En perspectiva cristiana esta confianza se acrecienta: Las oleadas son numerosas y peligrosas las tempestades, pero no tememos el naufragio: estamos consolidados sobre la roca. Aunque el mar se enfurezca, no demolerá la roca. Aunque las olas se agiten, no podrán hundir la barca de Jesús. (…) Me importa poco cuanto el mundo considera como temible. Me río de sus bienes. Ni temo la pobreza, ni deseo la riqueza. Ni tengo miedo a la muerte, ni deseo seguir viviendo, si no es para aprovechamiento espiritual (S. Juan Crisóstomo, Sermo antequam iret in exilium).
Sal 62, 4-5. La razón para confiar en Dios es que, haciéndolo, no hay posibilidad de vacilar, a pesar de la debilidad personal en que se encuentre el hombre -pared inclinada, tapia ruinosa (v. 4)-, y de la malicia de sus adversarios (v. 5).
Sal 62, 8-9. Como Dios es refugio para el salmista, así puede serlo para todo el pueblo -mi refugio / nuestro refugio-.
Sal 62, 10-11. Como argumento para buscar el refugio en Dios (vv. 8-9) el salmista recuerda una verdad alcanzada por la reflexión característica de los sabios de la época: el hombre comparado con Dios es nada (v. 10), y nada obtiene con sus malas acciones o con su poder y sus riquezas (v. 11; cfr Qo 2, 16; Qo 5, 9). La convicción de encontrar la seguridad sólo en Dios y no en las riquezas es recogida en la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo cuando exhorta a sus discípulos a no amontonar tesoros en la tierra (cfr Mt 6, 19), y les pone en evidencia que nadie puede servir a dos señores (cfr Mt 6, 24).
Sal 62, 12-13. Además de la experiencia se aduce el argumento de que lo ha dicho el mismo Dios en una especie de oráculo escuchado por el orante (v. 12), que le lleva a reconocer ante Él su misericordia y su justicia: Él retribuye a cada hombre (v. 13).
Sal 63, 2 La intensidad del deseo de Dios queda resaltada en su búsqueda desde el primer momento del día y con las metáforas de la sed (cfr Sal 42; Sal 43).
Sal 63, 3-6. El mismo deseo viene encendido por la experiencia anterior de encuentro con Dios en el Templo y por la comprensión del orante de que ese momento es el mayor bien posible, más que la misma vida (vv. 3-4). Este deseo se acrecienta en la oración y en la alabanza del Dios que se ha dado a conocer -tu Nombre- (v. 5). El alma que de verdad ama a Dios no puede querer estar satisfecha y contenta hasta que de veras posea a Dios. Todas las cosas que no son Dios, no sólo no la satisfacen, sino que le aumentan el deseo de verle tal cual Él es (S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual 6, 3).
Sal 63, 7-9. En los momentos oscuros de dificultad -en el lecho-, la alegría y la fortaleza se encuentran en la unión con Dios.
Sal 63, 10-12. El salmista manifiesta su convicción de que la unión con Dios va a darle la liberación de los males que le acechan, los enemigos. Ser pasto de chacales (v. 11) significa quedar insepultos, un mal aún peor que la misma muerte. La liberación que el salmista espera va unida al éxito del rey (v. 12; cfr Sal 61, 7), al que se unen los que son fieles a Dios -cuantos juran por Él-, y ante el que enmudecen los ídolos -embustes-. Este salmo, como otros que describen la situación del justo perseguido, tiene su aplicación más clara en Jesús, el justo por excelencia. Sin embargo, Jesús no es sólo un ejemplo para nosotros, sino redentor. Por eso no es extraño que los sufrimientos del salmista se interpretaran, a la luz de las palabras de San Pablo: Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo (Col 1, 24). Así se ven insertos en el misterio de la redención: Cada uno de nosotros aportamos a esta especie de común república nuestra lo que debemos de acuerdo con nuestra capacidad, y en proporción a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos. No habrá liquidación definitiva de todos los padecimientos hasta que haya llegado el fin del tiempo. No se os ocurra, por tanto, hermanos, pensar que todos aquellos justos que padecieron persecución de parte de los inicuos, incluso aquellos que vinieron enviados antes de la aparición del Señor, para anunciar su llegada, no pertenecieron a los miembros de Cristo. Es imposible que no pertenezca a los miembros de Cristo, quien pertenece a la ciudad que tiene a Cristo por rey (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 61, 4).
Sal 64, 2-3. La acción de los enemigos es presentada ahora como una conspiración o amotinamiento a espaldas del salmista (cfr Sal 2, 1), y no sólo como falsa acusación (cfr Sal 59, 13).
Sal 64, 4-7. Predomina la idea de trampa (v. 6), plan urdido (v. 7), a escondidas (v. 5). El texto del v. 7 es oscuro; puede entenderse en el sentido de que Dios escruta lo íntimo del hombre y lo profundo del corazón. Sobre la comparación de la lengua con la espada, cfr Sal 55, 22; Sal 57, 5.
Sal 64, 8-9. La acción de Dios puede referirse al pasado o al futuro; pero tal como aparece tiene más bien carácter atemporal: significa la forma de actuar Dios con los malvados.
Sal 64, 10-11. Todos los hombres reconocerán que es Dios quien actúa. El salmista, como el justo, ha buscado refugio en el Señor (v. 11; cfr vv. 2-3). Como en tantos salmos, las palabras finales son un hálito de esperanza para los que permanecen fieles a Dios en la adversidad: Ahora amamos en esperanza. Por esto, dice el salmo que el justo se alegra en el Señor. Y añade, enseguida, porque no posee aún la clara visión: y espera en él. Sin embargo, poseemos ya desde ahora las primicias del Espíritu, que son como un acercamiento a aquel a quien amamos, como una previa gustación, aunque tenue, de lo que más tarde hemos de comer y beber ávidamente. ¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si Él está lejos? En realidad no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo, y se te acercará; ámalo, y habitará en ti. El Señor está cerca. Nada os preocupe (S. Agustín, Sermones 21, 3-4).
Sal 65, 2-3. El texto no es muy claro. La versión griega de los Setenta, a la que sigue la Neovulgata, tradujo la primera parte del v. 2 como: Oh Dios, a Ti se te debe un himno en Sión, y añadió en Jerusalén al final del versículo. En el texto hebreo encontramos: A Ti el silencio, la alabanza. Silencio corresponde al mismo término hebreo que en Sal 62, 2 traducíamos por descanso. El sentido es que a Dios se debe el descanso, la paz del pueblo, y, en consecuencia, la alabanza. También puede entenderse que, para Dios, el silencio o descanso de los servidores del Templo es ya alabanza, antes de que se rompa con los votos y súplicas de quienes acuden allí. Toda carne, puede tener el significado de todo hombre en sentido universalista (cfr Is 2, 2-4), o referirse a todo el pueblo como en Jl 3, 1.
Sal 65, 4-5. El primer don divino que el salmista reconoce es la misericordia y el perdón que Dios otorga en el Templo. Aunque en el original hebreo se expresa en primera persona -sobre mí- lo hace como miembro del pueblo. Los Setenta y otras versiones a las que seguimos cambian por sobre nosotros. Rasgo de la misericordia divina es asimismo mostrar su presencia, su santidad en el Templo (v. 5).
Sal 65, 6-9. Dios se ha manifestado y ha salvado a Israel, siendo de esa forma causa de esperanza para todos los pueblos, porque es Señor de todos ellos y de toda la tierra (vv. 7-8). Al reconocimiento de Dios al que llegarán todos los hombres por las señales -prodigios- que ha obrado con Israel, se une la creación entera, el sol y las estrellas, es decir, la salida de la aurora y de la tarde (v. 9).
Sal 65, 10-12. Dios es presentado como un agricultor que tiene poder sobre la lluvia y la fecundidad de la tierra. Por eso cada año la cosecha es espléndida y las huellas del carro que la transporta refleja su abundancia (v. 12; cfr Is 66, 15; 68, 5.18). Él hace que todos los terrenos sean fecundos.
Sal 65, 13-14. Utilizando unas bellas metáforas, el salmista ve a la naturaleza unirse a la voz del hombre para cantar la bondad de Dios (vv. 13-14; cfr Is 44, 23; Is 49, 13). Los vv. 10-14 pudieron ser en su origen un canto de recolección que ahora el salmista ha integrado en su canto de alabanza. Es fácil entender que las expresiones de este salmo sobre la fecundidad de la tierra como don de Dios sirvieran para admirar el don excelso que otorga el Señor a los cristianos en el Espíritu Santo y en la Eucaristía: El manantial de Dios rebosa de agua, haces crecer los trigos. No hay duda de qué manantial se trata, pues dice el salmista: El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios. Y el mismo Señor dice en los evangelios: El que beba del agua que yo le daré; de sus entrañas manarán torrentes de agua viva, que salta hasta la vida eterna. Y en otro lugar: El que cree en mí; como dice la Escritura, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Así, pues, esta acequia está llena del agua de Dios. Pues, efectivamente, nos hallamos inundados por los dones del Espíritu Santo, y la corriente que rebosa del agua de Dios se derrama sobre nosotros desde aquella fuente de vida. También encontramos ya preparado nuestro alimento. ¿Y de qué alimento se trata? De aquel mediante el cual nos preparamos para la unión con Dios, ya que, mediante la comunión eucarística de su santo cuerpo, tendremos, más adelante, acceso a la unión con su cuerpo santo. Y es lo que el salmo que comentamos da a entender, cuando dice: Haces crecer los trigos; porque este alimento ahora nos salva y nos dispone además para la eternidad (S. Hilario de Poitiers, Tractatus super Psalmos 64, 14-15).
Sal 66, 1-4. La invitación inicial se dirige a toda la tierra, como señal de que Dios domina y envía sus beneficios sobre ella (cfr Sal 47, 2), y está encuadrada en el Nombre de Dios (vv. 2.4), es decir, se trata del Dios que se ha dado a conocer a Israel (cfr Ex 3, 14ss.).
Sal 66, 5-7. El salmista invita a ver las obras de Dios porque éstas y sus efectos pueden ser contempladas en el Templo en cuanto que en él son celebradas. Se recuerda el paso del Mar Rojo (cfr Ex 14-15) y del Jordán (cfr Jos 3, 7-17). También se puede descubrir, por tanto, el poder de Dios en la misma existencia del pueblo (v. 7). Algo parecido puede hacer cada hombre recordando los beneficios recibidos de Dios: Cuando el alma recuerda los beneficios que antaño recibió de Dios y considera aquellas gracias de que la colma en el presente, o cuando endereza su mirada hacia el porvenir sobre la infinita recompensa que prepara el Señor a quienes le aman, le da gracias en medio de indecibles transportes de alegría (Casiano, Collationes 9).
Sal 66, 8-12. Todos los pueblos pueden reconocer al Dios de Israel, pues, a pesar de los reveses sufridos por el pueblo de Dios -la prueba puede aludir a las campañas asirias (cfr 2R 18-19) o al destierro-, éste sigue subsistiendo en paz (cfr Is 40, 1-2).
Sal 66, 13-15. De proclamar la salvación del pueblo el salmista pasa a confesar la suya personal. Este paso ha hecho suponer que quien habla es el rey en nombre del pueblo; pero puede tratarse de la acción de gracias de un fiel que se ha visto salvado por Dios, unida ahora a la proclamación de la salvación del pueblo. Como es común en las acciones de gracias, se expresa primero el propósito de cumplir las promesas hechas a Dios (vv. 13-15).
Sal 66, 16-20. A la promesa sigue el testimonio del beneficio recibido. El venid, escuchad del v. 16 se corresponde al venid a ver del v. 5. Subyace la reivindicación de la inocencia del salmista (v. 18) tal como sucede en los salmos en que aparecen los enemigos (cfr Sal 17; Sal 59).
Sal 67, 2 El deseo se hace eco de las palabras de la bendición sobre los israelitas que encontramos en Nm 6, 24-26. Se refiere a la fecundidad de la tierra (v. 2; cfr Gn 1, 28) y a la protección frente a los enemigos (cfr Sal 4, 7; Sal 13, 2).
Sal 67, 3-4. La finalidad de la súplica no es tanto el bien de Israel, cuanto el reconocimiento de Dios y de sus designios salvíficos en toda la tierra, y el que todos los pueblos y toda la humanidad se unan en la alabanza a Dios cantada por Israel (v. 4).
Sal 67, 5-6. Se pide que la salvación llegue a todas las naciones y que todas ellas se rijan según los planes divinos (v. 5), para que de esa forma se unan a la alabanza (v. 6).
Sal 67, 7-8. Se reconoce que la fecundidad de la tierra prometida es efecto de la bendición divina, y se resume el contenido del salmo que ya se había expresado en el v. 2. Destaca la perspectiva universalista.
La alabanza de todos los pueblos a Dios se realiza en la Iglesia, cumpliéndose así lo anhelado en el salmo: ¡Oh bienaventurada Iglesia! En un tiempo oíste, en otro viste. Oíste en tiempo de las promesas, viste en el tiempo de su realización; oíste en el tiempo de las profecías, viste en el tiempo del Evangelio. En efecto, todo lo que ahora se cumple había sido antes profetizado. Levanta, pues, tus ojos y esparce tu mirada por todo el mundo; contempla la heredad del Señor difundida ya hasta los confines del orbe (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 47, 7).
La liturgia de la Iglesia emplea este salmo en la solemnidad de Santa María Madre de Dios, para expresar que a través de la Santísima Virgen hemos recibido la mayor de las bendiciones, Jesucristo, y que, con su intercesión maternal, continúa dándonos su bendición.
Sal 68, 2-4. En las palabras del v. 2 resuena el grito de Moisés cuando los israelitas iniciaron su camino por el desierto con el Arca (cfr Nm 10, 35). Como entonces, también ahora Dios actúa con eficacia y rapidez, destruyendo al impío y salvando -dando alegría- al justo (vv. 3-4).
Sal 68, 5-7. Se invita a alabar al Dios del Sinaí y a rendirle homenaje -aplanad el camino (v. 5)-. El que cabalga sobre las nubes -título con resonancias cananeas que se aplica a veces al Dios de Israel (cfr Dt 33, 26; Is 19, 1; Sal 18, 11; etc.)-, es el mismo Dios que reveló su nombre a Moisés y que está presente en el Templo protegiendo al débil -padre de los huérfanos, defensor de las viudas, etc.-, (v. 6). La invocación de Dios como “Padre” es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como “padre de los dioses y de los hombres”. En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (cfr Dt 32, 6; Ml 2, 10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su “primogénito” (Ex 4, 22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cfr 2S 7, 14). Es muy especialmente “el Padre de los pobres”, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cfr Sal 68, 6) (Catecismo de la Iglesia Católica, 238).
Sal 68, 8-15. Las alusiones a la manifestación de Dios en el Sinaí (v. 9), al caminar del pueblo por el desierto (v. 8) y a la conquista de la tierra (vv. 10-14) son bastante veladas y recogen temas y expresiones del libro del Éxodo y del de los Jueces (cfr Ex 15, 1-21; Jc 5, 16). La paloma con plata y oro (v. 14) significa al pueblo entrando en la tierra prometida (cfr Os 11, 11) con riqueza y esplendor. El monte Salmón (v. 15), o monte umbrío, se refiere, al parecer, a una colina cerca de Siquem, en el centro de Samaría (cfr Jc 9, 48-49).
Sal 68, 16-19. Los frondosos bosques de Basán (Za 11, 2; cfr Sal 22, 13) pueden sentir celos del monte Sión (Jerusalén), porque en éste ha puesto su gloria -el carro (v. 18; cfr 2R 6, 17)- el Señor, llevando consigo, como un rey victorioso, prisioneros y gran tributo (v. 19). San Pablo en Ef 4, 8-13 aplica el v. 19 a Jesucristo, pero cambiando ligeramente el texto: Subiendo a lo alto llevó cautiva la cautividad y concedió dones a los hombres (Ef 4, 8). El Apóstol entiende que Cristo ascendió a los Cielos, desde donde dio el Espíritu Santo (cfr Hch 1, 6-Hch 2, 13). Siguiendo esta orientación el salmo fue leído en la tradición cristiana en sentido cristológico: La pasión de Cristo ha fructificado en fuerza y en poder. Porque el Señor, habiendo subido a las alturas, por su pasión, ha llevado con él a los cautivos y ha dado todos los dones a los hombres: a los que creen en Él les ha dado poder de pisar con los pies las serpientes, los escorpiones y todo el poder del enemigo (S. Ireneo, Adversus haereses 2, 20, 3).
Sal 68, 20-24. Tras la proclamación de la presencia de Dios en el Templo se introduce la alabanza, con la reafirmación de la seguridad que el pueblo encuentra en su Dios frente a los enemigos.
Sal 68, 25-28. Queda reflejada la forma procesional de una liturgia de alabanza, siendo quizás el v. 27 una antífona invitatoria dirigida a todo el pueblo -fuente equivaldría a estirpe- para que se una a la alabanza. La mención de la tribu de Benjamín como guía puede deberse a Saúl, perteneciente a aquella tribu y primer rey de Israel; la de Judá, a que con David se inicia la monarquía sucesoria (cfr 2S 7, 14); y la de Zabulón y Neftalí, a que éstos tomaron parte en la victoria de Débora (cfr Jc 4, 6; Jc 5, 18).
Sal 68, 29-32. El pueblo elegido recibe su fortaleza de Dios, presente en el Templo y reconocido por los reyes. El v. 31 se refiere a Egipto; se pide su castigo y se predice su sumisión al Dios de Israel (v. 32).
Sal 68, 33-36. La oración concluye con una invitación a la alabanza al Dios de Israel dirigida a todos los reyes de la tierra, recogiendo de nuevo en los vv. 34-36, a modo de resumen, la proclamación del poder de Dios en los cielos, sobre las naciones, y en su Templo para su pueblo.
Sal 69, 2.3-5 La imagen del hombre a punto de ahogarse ya aparecía en Sal 40, 3 (cfr Sal 88, 7; Lm 3, 53), y los síntomas de dolor en la garganta y los ojos (v. 4) en Sal 22, 16; Sal 6, 7. Sobre la proclamación de inocencia del salmista y la descripción de los enemigos (v. 5) cfr Sal 17; Sal 35, 7.19. Jesucristo apeló a las palabras del v. 5 -me odiaron sin motivo (Jn 15, 25; cfr Sal 35, 19)- para describir la actitud de sus enemigos.
Sal 69, 6-13. Aunque inocente frente a sus enemigos (v. 4), el salmista se reconoce, sin duda a causa de su desgracia, culpable ante Dios (vv. 6-7), y pide ante todo que los piadosos como él -los que esperan en Ti (v. 7)- no queden confundidos por los impíos que se burlan ante la piedad y penitencia de un hombre que sufre (vv. 8-13). La piedad del salmista se refleja en su amor al Templo, por lo que se convierte en blanco de los que desprecian el lugar santo y la presencia de Dios en él (v. 10). Las palabras del v. 10 -el celo de tu Casa me devora- las vieron cumplidas los discípulos de Jesús cuando éste manifestó su piedad hacia el Templo echando de él a los mercaderes (cfr Jn 2, 17). Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: “El celo por tu Casa me devorará” (Sal 69, 10; Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cfr Hch 2, 46; Hch 3, 1; Hch 5, 20.21; etc.). (Catecismo de la Iglesia Católica, 584).
San Pablo se apoya en las siguientes palabras del v. 10 -las afrentas de los que te afrentan caen sobre mí- para iluminar el sentido de los sufrimientos de Cristo que cargó sobre Él el peso de los pecados de los hombres, y para proponerlo como ejemplo a sus discípulos que debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no complacernos a nosotros mismos (Rm 15, 1).
Sal 69, 14-19. Para ser escuchado por Dios el orante apela primero a los atributos del Dios de la Alianza -misericordia, fidelidad, compasión (vv. 14.17; cfr Ex 34, 6)-, y después a la situación de extrema angustia en la que se encuentra (vv. 15-16.18-19). Señala así el orden de las motivaciones que mueven a Dios.
Sal 69, 20-22. También presenta a Dios el dolor que le producen las afrentas que recibe, la soledad en que se encuentra y las asechanzas que le tienden sus enemigos. Al narrar la pasión y la agonía de Jesucristo, los evangelistas recuerdan estos versículos: abandonado de todos en el huerto de los Olivos y sin hallar compasión de sus verdugos fue llevado al suplicio (v. 21; cfr Mt 26, 40-41; Jn 16, 32); y le dieron a beber vino mezclado con hiel y vinagre (v. 22; cfr Mt 27, 34.48).
Sal 69, 23-29..30
En cuanto a los enemigos, se pide que reciban lo que ellos hacen -ley del talión- (v. 29), y él la salud (v. 30). Sobre el libro de los vivos -expresión que no aparece así en ningún otro lugar del Antiguo Testamento- cfr Ex 32, 32-33; Is 4, 3; Jr 22, 30; Ez 13, 9; Dn 12, 1: son pasajes en los que se habla del libro en el que Dios lleva cuenta de sus fieles. San Pablo cita las palabras de los vv. 23-24 viéndolas cumplidas en la suerte de los judíos que endurecieron su corazón y no aceptaron el Evangelio de la salvación por Jesucristo (cfr Rm 11, 9-10). Y en los Hechos de los Apóstoles se ve cumplida la imprecación del v. 26 en la muerte de Judas Iscariote, cuando en su lugar eligieron a Matías (cfr Hch 1, 16-20).
Sal 69, 31-32. De nuevo encontramos que la alabanza a Dios de un corazón contrito es más valiosa que los sacrificios de animales (cfr Sal 51, 18-19).
Sal 69, 33-35. La instrucción sapiencial del v. 34 sirve de quicio para la alegría de los pobres (v. 33), y para la alabanza con dimensiones cósmicas (v. 35).
Sal 69, 36-37. El cambio de perspectiva en estos versículos ha llevado a pensar que son una añadidura posterior a la composición originaria del salmo, como sucedía en Sal 14, 7; Sal 51, 20-21; Sal 53, 7. Con todo, y tal como aparecen, muestran una vez más que la súplica individual abarca también la salvación de la comunidad: compárense los vv. 36 y 2 en los que aparece el verbo salvar.
Interpretado en sentido cristológico, este salmo contiene una plegaria del Salvador, pronunciada en función de su humanidad, y recoge también las causas por las que fue conducido a la muerte en la cruz. Además, cuenta claramente sus sufrimientos, así como las desgracias que tenían que acaecerles a los judíos después de su Pasión. En cuanto a que el Señor ha presentado esta plegaria en función de su naturaleza humana, esto está indicado al final del salmo cuando dice: el Señor escucha a los necesitados, no desdeña a sus cautivos (S. Atanasio, Expositiones in Psalmos 68).
Sal 70, 2 La intensidad de la oración se manifiesta en la urgencia con la que se pide el auxilio divino (cfr v. 6). Por este motivo se ha convertido en invitatorio oficial en muchas celebraciones litúrgicas cristianas: Dios mío, ven en mi auxilio. Señor, date prisa en socorrerme.
Sal 70, 3-4.5. Se desea que el griterío burlón de los enemigos del salmista, los que buscan darle muerte, se convierta en vergüenza para ellos (vv. 3-4), mientras que la confianza de los que buscan la salvación en Dios se convierta en ellos en grito de alabanza (v. 5). Supone la intervención divina.
Sal 70, 6 La situación de debilidad y de desgracia aviva la oración. Así sucedió en la vida de nuestro Señor Jesucristo y sucede en la Iglesia: Señor, te he llamado, ven deprisa. Esto lo podemos decir todos. No lo digo yo solo, lo dice el Cristo total. Pero se refiere, sobre todo, a su cuerpo personal; ya que, cuando se encontraba en este mundo, Cristo oró con su ser de carne, oró al Padre con su cuerpo, y, mientras oraba, gotas de sangre destilaban de todo su cuerpo. Así está escrito en el Evangelio: Jesús oraba con más insistencia, y sudaba como gotas de sangre. ¿Qué quiere decir el flujo de sangre de todo su cuerpo sino la pasión de los mártires de la Iglesia? Señor, te he llamado, ven deprisa; escucha mi voz cuando te llamo. Pensabas que ya estaba resuelta la cuestión de la plegaria con decir: Te he llamado. Has llamado, pero no te quedes ya tranquilo. Si se acaba la tribulación, se acaba la llamada; pero si, en cambio, la tribulación de la Iglesia y del cuerpo de Cristo continúa hasta el fin de los tiempos, no sólo has de decir: Te he llamado, ven deprisa, sino también: Escucha mi voz cuando te llamo (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 140, 4).
Sal 71, 1-4. La expresión espero (v. 1) se refiere al tiempo presente, pero supone el pasado, tal como traducen las versiones griega y latina: esperé, en vez de espero, señalando que el salmista ya puso su confianza en el Señor en su juventud (cfr v. 5). Su experiencia le dice que Dios ha decretado salvarle (v. 3). Muchas traducciones, sin embargo, corrigen este versículo siguiendo las antiguas versiones, y ponen el alcázar firme de mi salvación en vez de has decretado salvarme, que sería la traducción literal del hebreo. De esta forma, el texto cuadraría mejor con el tono de la súplica.
Sal 71, 5-8. El salmista reconoce que Dios le protegió al nacer (v. 6; cfr Sal 22, 10-11), y que le ha protegido a lo largo de su vida; ésta puede ser presentada como un signo extraordinario -prodigio- de tal protección (v. 7).
Sal 71, 9-13. La falta de fuerzas en la vejez significaría, para los enemigos del orante, que Dios le ha abandonado (vv. 10-11; cfr Sal 22, 8-9). Es el argumento que se presenta para mover al Señor a actuar.
Sal 71, 14 Es el punto central y culminante del salmo. El orante profesa su esperanza sin admitir dudas (v. 14). Crezcamos en esperanza (…) que es suplicar al Señor que acreciente su caridad en nosotros, porque sólo se confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas. Y vale la pena amar al Señor (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 220).
Sal 71, 15-18. La esperanza del salmista va unida a la firme convicción de que podrá dar testimonio de lo que el Señor va a hacer por él (vv. 15-16). El sentido exacto de estos versos es, con todo, dudoso: la expresión aunque no sepa contarlas (v. 15) parece ser añadidura de un copista para dar a la frase siguiente -publicaré las hazañas…- el significado de me presentaré mostrando las acciones de Dios en mí, aunque no sea capaz de narrarlas o explicarlas como lo fue en otro tiempo (v. 17).
Sal 71, 19-21. Apoyado en experiencias pasadas, el salmista canta la grandeza de Dios (v. 19), aun en medio de la tribulación y el riesgo de muerte (v. 20), y espera una intervención divina que le salve (v. 21).
Sal 71, 22-24. Esa intervención le llevará a la alabanza cultual, con arpa y cítara, y a un convencimiento más profundo de la justicia de Dios (v. 24).
Sal 72, 1 Juicio y justicia son atributos relacionados con el poder salvador de Dios (cfr Sal 9, 5.8; Sal 19, 10; etc.). El emplear rey e hijo del rey, aunque son sinónimos, indica la legitimidad dinástica.
Sal 72, 2-4. El rey participa del poder salvador de Dios, que viene de lo alto (v. 3; cfr Is 45, 8; Is 55, 12), cuando sale en defensa del pobre (vv. 3-4).
Sal 72, 5-8. Un reinado así se desea que dure siempre, y es comparable a la lluvia que hace fructificar a la tierra. Pero ahora son frutos de justicia (v. 7; cfr Os 6, 3). En vez de dure (v. 5), tal como traducen los Setenta, el texto hebreo dice que te tema; la corrección hecha en el texto griego sirve para que la frase tenga mejor sentido. La extensión que se desea al reino (v. 8) es la que responde a las promesas (cfr Za 9, 10; Si 44, 22): desde el Mar Rojo, hasta el Mediterráneo; y desde el Éufrates, hasta el confín de la tierra (cfr Gn 15, 18).
Sal 72, 9-11. Todos los pueblos han de servir a ese rey agraciado con la justicia de Dios, desde el extremo occidente -Tarsis y las islas- hasta la Arabia suroccidental -Sebá y Sabá- (cfr 1R 10, 13.22).
La tradición cristiana entendió estos versículos como profecía acerca de Jesús. También David anunciaba este día en los salmos cuando decía: Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre; y también: El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia. Esto se ha realizado, lo sabemos, en el hecho de que tres magos, llamados de su lejano país, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de los magos a esta estrella nos indica el modo de nuestra obediencia, para que, en la medida de nuestras posibilidades, seamos servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo (S. León Magno, In Nativitate Domini 3).
Sal 72, 12-14. El motivo del reconocimiento universal del rey mesías es que su acción liberadora llega a todos los oprimidos.
Sal 72, 15-17. Estas aclamaciones sirven para cerrar la oración por el rey, deseando que se siga rezando por él (v. 15), que haya hartura de bienes en el país durante su reinado (v. 16) y que en su persona sean bendecidas todas las naciones (v. 17; cfr Gn 12, 3).
Sal 72, 18-19. Esta doxología final, más desarrollada que la de Sal 41, 14, incluye la universalidad de la salvación (v. 19).
Sal 72, 20 Aunque en el título este salmo se atribuye a Salomón, para el recopilador forma parte de una colección de salmos de David iniciada en Sal 51, distinta de la recogida en la primera parte del libro (Sal 3-41).
Sal 73, 1 El verdadero Israel lo forman quienes buscan con sinceridad a Dios. El salmista se cuenta entre los limpios de corazón (cfr v. 13), es decir, entre quienes actúan con intención recta y temor del Señor (cfr Sal 24, 4). Pero quiere dar a conocer el drama interior que sufre al ver la prosperidad de los impíos.
Sal 73, 2-3. Al autor del poema le asalta la tentación de seguir los caminos de los impíos al ver su éxito (cfr Pr 3, 31; Jb 21, 7-13).
Sal 73, 4-12. La prosperidad de los impíos (vv. 4-5) va unida al orgullo y a la violencia (v. 6), a su visión materialista de la vida (v. 7), a su capacidad de mentir, abusar y embaucar (vv. 8-10), y, sobre todo, a su desprecio a Dios (v. 11).
Sal 73, 13-14. La realidad descrita en los versículos anteriores lleva a plantearse la pregunta de si vale la pena mantenerse fiel a Dios y a sus preceptos, cuando sucede que al justo le llegan constantemente desgracias (cfr Jb 7, 18).
Sal 73, 15-17. La pregunta se hace aún más dramática por la conciencia del salmista de pertenecer al pueblo de la Alianza -la estirpe de tus hijos- y saberse obligado por ella a mantenerse fiel al Señor (cfr v. 1). La luz sólo le viene de Dios (vv. 16-17). En el texto hebreo se lee los santuarios en plural y podría significar los misteriosos designios divinos; pero ya antiguas versiones como los Setenta, la Vulgata y la siríaca, y muchas modernas, entienden que se trata del Santuario en singular, es decir, del Templo. En cualquier caso es en la relación con Dios donde el orante encuentra respuesta a su inquietud.
Sal 73, 18-20. La fugacidad de la prosperidad de los impíos se comprende desde la luz que viene de Dios.
Sal 73, 21-22. A la luz de los designios divinos, el salmista se da cuenta de la irracionalidad de sus anteriores angustias. Había reaccionado sin pensar, como los animales. La Vulgata traducía como un borrico en lugar de como las bestias que dice literalmente el texto hebreo. Puesto que el texto del salmo sigue con unos versículos en los que el salmista manifiesta dejarse conducir por el Señor, puede verse aquí una invitación a la humildad y al servicio, como le gustaba sentir a San Josemaría, al considerar que un borrico fue el trono de Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén: No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento: como un borriquito soy yo (…). Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen (Es Cristo que pasa, 181-182).
Sal 73, 23-27. Reflexionando en presencia de Dios, se experimenta el gozo de estar con Él y de seguir sus caminos, y se siente la esperanza de que Él hará brillar su favor. La exclusividad que Dios tiene para el salmista queda reflejada en los vv. 25-26: a nadie más que a Él contempla en los cielos, y en nada sino en Él halla gusto en la tierra. Los sentimientos expresados en este salmo son similares a los que aparecen en boca de un levita en Sal 16.
Sal 73, 28 A las puertas de la hija de Sión, es una añadidura al texto hebreo que se encuentra en los Setenta y en la Neovulgata, enfatizando así el testimonio público del salmista.
Sal 74, 1 La lamentación se enfatiza, como en otros salmos, con una interrogación dirigida a Dios (vv. 1.10-11; cfr Sal 2, 1; Sal 10, 1; etc.). En ella se da ya razón desde la fe de lo que ha sucedido: un castigo de Dios para su pueblo, tan grande -la destrucción del Templo-, que el salmista lo entiende enfáticamente como un rechazo para siempre.
Sal 74, 2-8. Ante la situación aludida en el v. 1, para mover a Dios se aducen la elección y la Alianza por un lado (v. 2), y la brutalidad de la acción profanadora de los enemigos, por otro (v. 3-8).
Sal 74, 9-11. No hay perspectivas de la esperanza suscitada por los profetas en otros tiempos; sin embargo, está el hecho de que el Nombre de Dios es despreciado por el enemigo (v. 10), y esto constituye el mayor dolor para el salmista (v. 18).
Sal 74, 12 El salmista proclama a Dios como Rey del pueblo y recuerda la protección recibida desde el principio.
Sal 74, 13-17. La acción de Dios como rey poderoso está sobre cualquier fuerza del mal (vv. 13-14), le muestra benefactor (v. 15), señor de cielo y tierra (vv. 16-17), y contrasta con las acciones de los enemigos descritas en los vv. 4-8. Sobre Leviatán (v. 14), cfr nota a Jb 3, 8.
Sal 74, 18-23. En virtud de que Dios es más poderoso que sus enemigos, y de que ha sido ultrajado su Nombre (v. 18), se le pide que salve a su pueblo (v. 19). En el texto hebreo éste es comparado a una tórtola (no entregues a las fieras la vida de tu tórtola), como en Os 7, 11; Os 11, 11, para resaltar su debilidad; la versión de los Setenta y la Neovulgata leen, corrigiendo ligeramente el texto, la vida de los que te alaban. En cualquier caso, se trata del pueblo fiel a la Alianza, que sufre violencia por todas partes (v. 20) y espera salvación (v. 21). La causa del pueblo, pobre y humilde, se ha convertido en causa de Dios (vv. 22-23).
Los pobres del Señor (vv. 19.21; cfr So 2, 3; Sal 22, 27; Sal 34, 3; Is 49, 13; Is 61, 1; etc.), son los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías (Catecismo de la Iglesia Católica, 716). Ellos son la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Ésta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cfr Lc 1, 17) Catecismo de la Iglesia Católica, 716).
Sal 75, 2 La acción de gracias tiene al mismo tiempo carácter de alabanza por las acciones salvadoras que Dios ha realizado en el pasado, y en las que se ha manifestado como Dios salvador de su pueblo -tu Nombre-. A esas acciones divinas apela la comunidad reunida para el culto al Señor. El cristiano hace suya esta expresión de acción de gracias contando las maravillas que Dios ha obrado por medio de Jesucristo: Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otorgó: siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con Él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si la seguimos, confesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre (S. Agustín, Sermones 23A, 4).
Sal 75, 3-6. En el contexto cultual se escucha el oráculo que recoge el mensaje de los profetas (cfr 2R 19, 21-22), y que pone en evidencia la soberanía de Dios sobre el mundo y sobre los poderes de la tierra; Él es creador y juez. La frente, o en el texto hebreo cuernos (v. 5), es símbolo de poder; y alzarla contra el cielo significa blasfemia (cfr Za 2, 1-4).
Sal 75, 7-9. Del oráculo se hace eco quizá un sacerdote para explicar su significado a la asamblea: nadie en toda la tierra -se mencionan los cuatro puntos cardinales con el desierto al sur y los montes al norte- puede juzgar, sino sólo Dios, pues sólo Él puede castigar a los malvados. La imagen de la copa como símbolo del castigo divino (v. 9) es frecuente en el Antiguo Testamento (cfr Sal 11, 6; Jr 25, 15; Is 51, 17; Ez 23, 31-34). Con la metáfora de la copa llena de la ira de Dios, el libro del Apocalipsis advierte que quienes se sometan al poder del mal recibirán tal castigo (cfr Ap 14, 9-10).
Sal 75, 10 La confesión del salmista -o quizá del presidente de la asamblea litúrgica- que hace votos de alabanza al Dios que ha elegido y salvado en otro tiempo a Israel -el Dios de Jacob-, es señal de que se cree y se acepta la palabra del Señor contenida en el oráculo anterior. El anuncio del juicio divino lleva al justo a la alabanza, no al temor.
Sal 75, 11 Este versículo puede recoger, a modo de conclusión, otro oráculo divino de características similares al anterior.
Sal 76, 2-4. Judá e Israel no indican los dos reinos, sino el pueblo elegido en su conjunto como una unidad. Salem equivale a Jerusalén, y Sión al monte sobre el que estaba construido el Templo. Las expresiones del v. 4 hacen pensar en la liberación de la ciudad cuando fue atacada por Senaquerib (cfr Sal 46 con el que éste tiene gran parecido; cfr también Sal 48). San Jerónimo, haciendo referencia a Sal 19, 5, pone de relieve la relación del v. 2 con Jesucristo: Antes de que la cruz iluminase el mundo, antes incluso de que el Señor fuera visto en la tierra bien conocido era Dios en Judea, y en Israel era grande su nombre, pero cuando vino el Salvador se extendió el sonido de su voz por toda la tierra, y hasta los confines del mundo sus palabras (Breviarium in Psalmos 75, 1).
Sal 76, 5-7. Estos versículos pueden entenderse como descripción de la victoria otorgada por Dios en Jerusalén, en contraste con las que otorga en las montañas; pero, en realidad, también Jerusalén está sobre un monte y puede referirse al hecho aludido en el v. 4, que ahora se generaliza.
Sal 76, 8 El salmista concluye que ante Dios nadie puede resistirse cuando Él despliega su poder. Sobre los términos Terrible e ira cfr Jl 2, 11; Ml 3, 2.
Sal 76, 9-11. Dios despliega su poder desde el cielo cuando quiere salvar a los oprimidos de la tierra. Para ello doblega a los poderes humanos (v. 11). La segunda parte de este versículo, que tal como hemos traducido según el texto hebreo significa que Dios puede retrasar a algunos el castigo, tiene un sentido distinto en la versión de los Setenta y en la Neovulgata: quienes sobrevivan al castigo divino festejarán al Señor. El texto presenta gran oscuridad.
Sal 76, 12-13. Esta invitación final va dirigida primero a los israelitas para que hagan votos a Dios y los cumplan; después a las naciones, con las que se Dios se muestra Temible, para que le ofrezcan tributos (vv. 12-13).
Sal 77, 2 Clamar expresa aquí la intensidad de la oración. Ésta se inicia con la seguridad de que Dios escucha.
Sal 77, 3-5. El salmista es consciente de que la aflicción por la que está pasando tiene relación con Dios: es Él quien le hace mantenerse en vigilia (cfr Sal 39).
Sal 77, 6-11. La aflicción lleva a profundizar en la búsqueda de la voluntad divina (vv. 6-7), sin que ahora se encuentre respuesta (vv. 8-11). La unión del sufrimiento personal con la suerte del pueblo indica que es ésta la que preocupa en primer lugar al salmista y le causa la mayor tribulación. En lugar de: Éste es mi tormento (v. 11), se puede leer cambiando ligeramente el término hebreo, como hacen los Setenta y la Vulgata: Ahora comienzo. En este caso el sentido del v. 11 puede expresar la reacción del salmista que, a pesar de sus interrogaciones anteriores, pone de nuevo su confianza en el Señor. A ello queda invitado el lector del salmo: Nunc coepi -¡Ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel, como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir -¡de amar!- con lealtad enteriza a nuestro Dios (S. Josemaría Escrivá, Surco, 161). Di despacio, con ánimo sincero: nunc coepi -Ahora comienzo. No te desanimes si, desgraciadamente, no ves en ti la mudanza, efecto de la diestra del Señor…: desde la bajeza tuya, puedes gritar: ¡ayúdame, Jesús mío, porque quiero cumplir tu Voluntad…, tu amabilísima Voluntad (Id., Forja, 398).
Sal 77, 12-14. La reacción viene por el recuerdo meditado, y lleva a la aceptación de los designios divinos.
Sal 77, 15-21. Se presenta una visión épica y teologizada de los episodios del Mar Rojo, del Sinaí y de la salvación del pueblo elegido. Hijos de Jacob y de José (v. 16) es una expresión que sólo aparece aquí: significa el conjunto del pueblo.
El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, se sabe guiado no por Moisés ni Aarón hacia una tierra, sino por Cristo a la patria celestial: Nos hemos convertido, por tanto, en pueblo adquirido por Dios en virtud de la sangre de nuestro Redentor, como en otro tiempo el pueblo de Israel fue redimido de Egipto por la sangre del cordero. Porque así como los que fueron liberados por Moisés de la esclavitud egipcia cantaron al Señor un canto triunfal después que pasaron el Mar Rojo, y el ejército del Faraón se hundió bajo las aguas, así también nosotros, después de haber recibido en el bautismo la remisión de los pecados, hemos de dar gracias por estos beneficios celestiales. En efecto, los egipcios, que afligían al pueblo de Dios, y que por eso eran como un símbolo de las tinieblas y aflicción, representan adecuadamente los pecados que nos perseguían, pero que quedan borrados en el bautismo. La liberación de los hijos de Israel, lo mismo que su marcha hacia la patria prometida, representa también adecuadamente el misterio de nuestra redención: caminamos hacia la luz de la morada celestial, iluminados y guiados por la gracia de Cristo. Esta luz de la gracia quedó prefigurada también por la nube y la columna de fuego; la misma que los defendió, durante todo su viaje, de las tinieblas de la noche, y los condujo, por un sendero inefable, hasta la patria prometida (S. Beda, Expositio super Epistulas Petri 2).
Sal 78, 1-2. El estilo de instrucción sapiencial (cfr Pr 3, 1) invita al lector a la meditación personal, aunque el salmo vaya dirigido a todo el pueblo y pueda tener un contexto litúrgico (cfr Sal 49, 1-4 de carácter similar). El salmista califica sus palabras de parábolas y misterios, como es frecuente entre los sabios y los profetas (cfr Ez 17, 2), pues va a exponer el ejemplo y el sentido profundo de los hechos que recuerda. Jesús hace suyas las palabras del v. 2 añadiendo desde la creación del mundo cuando propone en parábolas el misterio del Reino de Dios (cfr Mt 13, 35).
Sal 78, 3-4. La primera persona del plural indica la garantía de la tradición en lo que concierne a la relación del pueblo con Dios.
Sal 78, 5-8. Dios cuenta con la tradición para que el pueblo mantenga la fidelidad a través de las generaciones.
Sal 78, 9-11. La acusación contra la tribu de Efraím, representante del reino del Norte, no es de cobardía en la guerra (cfr Dt 33, 17), sino de falta de valor para seguir la Ley de Dios, y de olvido de la tradición.
Sal 78, 12-16. La tradición concierne especialmente a los hechos que dieron origen al pueblo, tales como la liberación de Egipto -Soán equivale a Tanis o Ramsés en Gn 47, 11; Ex 1, 11- mediante el paso del Mar Rojo y la travesía del desierto guiados por la nube luminosa, reflejo de la gloria y presencia de Dios (v. 14), sin que les faltase agua abundante (vv. 15-16).
Sal 78, 17-19. La persistencia en pecar contra Dios es como un estribillo a lo largo del salmo (vv. 32.40.56), pues se trata de la clave teológica para comprender la historia. Se señala ya que la raíz del pecado está en dudar del poder de Dios (v. 19).
Sal 78, 20-28. A la duda sobre el poder de Dios sigue la falta de confianza en Él (v. 22). Pero Dios manifestó su poder desde y sobre el cielo (vv. 23.26; cfr Gn 7, 11; 2R 7, 2), enviándoles el maná (vv. 24-25; cfr Ex 16, 14-16) y codornices (vv. 27-28; cfr Ex 16, 12-13). Al maná se le llama pan de ángeles en los Setenta y en la Vulgata, como en Sb 16, 20, porque es enviado del cielo; el texto hebreo dice literalmente pan de los fuertes, que puede tener el mismo significado. Entre los judíos de la época de Jesús el milagro del maná, tal como se interpreta en el v. 25, era prototipo del poder de Dios y del cuidado por su pueblo. Los judíos lo presentan a Jesús como argumento para seguir a Moisés por quien se había efectuado tal signo (cfr Jn 6, 31). Jesús les advierte que, en realidad, se debió a Dios, y que Él mismo, Jesús, va a realizar un signo similar pero mucho mayor: dar a comer su cuerpo, verdadero pan del cielo (Jn 6, 32-33).
Sal 78, 29-31. Dios, que envía sus dones, también corrige mediante el castigo (cfr Nm 11, 33-34).
Sal 78, 32-33. Estos versículos pueden recordar la protesta del pueblo y el castigo divino narrados en Nm 14, 1-9.20-35, cuando Dios estableció que aquella generación moriría antes de entrar en la tierra.
Sal 78, 34-37. Con el esquema propio de la narración deuteronomista de la historia (pecado–castigo–conversión–salvación, cfr Jc 2, 10ss.) se resume la relación del pueblo con Dios en el desierto.
Sal 78, 38-39. Se destaca la clemencia divina, pues aunque Dios castigaba, lo hacía con moderación -sin encender todo su furor- (v. 38).
Sal 78, 40-41. Como visión de conjunto el salmista va a contraponer las muchas veces -diez según Nm 14, 22- que el pueblo se rebeló, con la grandeza de los prodigios divinos para sacarlos de Egipto (cfr vv. 42-51).
Sal 78, 42-51. Sólo alude a siete de las diez plagas, las mismas que se encuentran en la tradición yahvista de Ex 7-11.
Sal 78, 52-55. El recuerdo, la tradición, incluye la entrada en la tierra y su reparto entre las tribus.
Sal 78, 56-58. Sobre el pecado de Israel en sus cultos idolátricos después de haber entrado en la tierra, cfr Jc 2, 11-15.
Sal 78, 59-60. Los pecados de Israel tras entrar en la tierra fueron, para el salmista, la causa de la pérdida del Arca (cfr 1S 4, 1-11); hecho que ahora se interpreta en el sentido de que fue Dios mismo quien decidió abandonar el santuario de Siló.
Sal 78, 61-64. La gloria de Dios en manos del adversario significa el Arca en manos de los filisteos (cfr 1S 4, 21-22). Los sacerdotes muertos a espada son Jofní y Pinjás (cfr 1S 2, 34; 1S 4, 11), aludiendo, con una visión generalizada, a la viuda de Pinjás (cfr 1S 4, 19-20).
Sal 78, 65-66. Con una metáfora muy atrevida el salmista recuerda la acción de Dios castigando a los filisteos cuando llevaron consigo el Arca (cfr 1S 5, 6-12).
Sal 78, 67-69. La atención recae, viendo en ello lo más importante, en las consecuencias positivas que tuvo el pecado de Israel: la elección por parte de Dios de la tribu de Judá, y de Jerusalén como lugar donde se construiría el Templo.
Sal 78, 70-72. David aparece aquí como rey ideal de todo Israel. Al aludir a estos hechos el salmista resalta la iniciativa divina y pone a Dios como sujeto de todos los verbos de los vv. 70-72.
La historia de las acciones de Dios narradas en este salmo se prolonga con las que dieron origen a la Iglesia mediante la redención de Cristo y con las de la fidelidad de los cristianos: Primero, Dios liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, con grandes portentos y prodigios; los hizo pasar el Mar Rojo a pie enjuto; en el desierto, los alimentó con manjar llovido del cielo -el maná y las codornices-; cuando padecían sed, hizo salir de la piedra durísima un perenne manantial de agua; les concedió la victoria sobre todos los que guerreaban contra ellos; por un tiempo, detuvo de su curso natural las aguas del Jordán; les repartió por suertes la tierra prometida, según sus tribus y familias. Pero aquellos hombres ingratos, olvidándose del amor y munificencia con que les había otorgado tales cosas, abandonaron el culto del Dios verdadero y se entregaron, una y otra vez, al crimen abominable de la idolatría. Después, también a nosotros, que, cuando éramos gentiles, nos sentíamos arrebatados hacia los ídolos mudos, siguiendo el ímpetu que nos venía, Dios nos arrancó del olivo silvestre de la gentilidad, al que pertenecíamos por naturaleza, nos injertó en el verdadero olivo del pueblo judío, desgajando para ello algunas de sus ramas naturales, y nos hizo partícipes de la raíz de su gracia y de la rica sustancia del olivo. Finalmente, no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros como oblación y víctima de suave olor, para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado. Todo ello, más que argumentos, son signos evidentes del inmenso amor y bondad de Dios para con nosotros; y, sin embargo, nosotros, sumamente ingratos, más aún, traspasando todos los límites de la ingratitud, no tenemos en cuenta su amor ni reconocemos la magnitud de sus beneficios, sino que menospreciamos y tenemos casi en nada al autor y dador de tan grandes bienes; ni tan siquiera la extraordinaria misericordia de que usa continuamente con los pecadores nos mueve a ordenar nuestra vida y conducta conforme a sus mandamientos (S. Juan Fisher, Commentarii super Psalmos 101).
Sal 79, 1-4. Hay un orden en la presentación de las desgracias. Primero en lo más santo: el pueblo de Israel -tu heredad-, el Templo y Jerusalén, ciudad de Dios (v. 1); después, en la muerte de los fieles del Señor con el agravante de quedar insepultos (vv. 2-3); por último, en la humillación política y social (v. 4).
Sal 79, 5-9. Se reconoce que los males se deben a la ira divina por los pecados cometidos, tanto por ellos como por sus antepasados (vv. 5.8); pero se aduce que mayor pecado cometen los gentiles que no reconocen a Dios y han devastado a su pueblo (v. 6). Se pide, por tanto, que Dios cambie la dirección de su ira. El perdón se solicita en virtud del límite al que ha llegado la situación (v. 8), y a la fidelidad de Dios a su amor manifestado en la Alianza, en su Nombre (v. 9). En la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de “la casa de servidumbre” (Dt 5, 6) haciéndole salir de Egipto. Él lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una ofensa hecha a Dios (cfr Sal 51, 6), sólo Él es quien puede absolverlo (cfr Sal 51, 12). Por eso es por lo que Israel tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar la salvación más que en la invocación del nombre de Dios Redentor (cfr Sal 79, 9) (Catecismo de la Iglesia Católica, 431).
Sal 79, 10-12. Se acude a Dios como el vengador de la sangre (cfr Dt 32, 35.43) de los israelitas que han muerto, y el defensor de los que viven amenazados por la muerte (v. 11). Devolver siete veces (v. 12) equivale a cumplir plenamente la ley del talión (cfr Sal 109). Más que deseo de venganza, el salmista siente un gran celo por el honor de Dios.
Sal 79, 13 A pesar de todas las desgracias, el pueblo no se siente abandonado de Dios: sigue siendo su rebaño.
Sal 80, 2-3. Efraím y Manasés, hijos de José (cfr Gn 48, 1-6), eran las tribus representantes del reino del Norte (cfr Jos 16-17); la de Benjamín -que quedó en parte unida a la de Judá por su proximidad geográfica (cfr 1R 12, 21-22)- es mencionada con aquéllas quizás porque en el salmo se piensa en todo el país contemplado desde Jerusalén. Dios, como Pastor de su pueblo, tiene su morada en el Templo, sobre el Arca -sentado sobre los querubines (cfr Ex 25, 18-22)-.
Sal 80, 4 Conviértenos significa aquí pedir a Dios que restaure al pueblo en la situación anterior, aunque puede entenderse -así lo hace el Targum, o traducción aramea de la Biblia- en el sentido de hacer volver a su tierra los obligados a huir de ella. Brillar el rostro es manifestar el poder mediante acciones salvíficas (cfr Sal 31, 17). El reconocimiento de que Dios lleva la iniciativa en todas esas acciones es proclamado por la Iglesia también a propósito de la justificación del hombre pecador: Cuando en las Sagradas Letras se dice: Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros (Za 1, 3), somos advertidos de nuestra libertad; cuando respondemos: Conviértenos, Señor, a ti, y nos convertiremos (Jr 5, 21), confesamos que somos precedidos por la gracia de Dios (Conc. de Trento, De iustificatione).
Sal 80, 5-7. El Dios Pastor de Israel es el Dios todopoderoso en los Cielos, el Dios de los ejércitos (cfr Sal 59, 6; Sal 84, 9; Dt 4, 19); a Él y a su ira en el castigo -arderás de ira- se debe, en definitiva, el sufrimiento del pueblo, descrito ahora como constante llanto (v. 6) y oprobio (v. 7).
La expresión en abundancia (v. 6) es traducida por los Setenta y la Vulgata con medida, en el sentido de con moderación. Así lo comprende San Agustín que lo aplica a las tribulaciones de la vida cristiana: Los hay, en efecto, que, cuando oyen hablar de las tribulaciones venideras, se fortalecen más, y es como si se sintieran sedientos de la que ha de ser su bebida. Piensan que es poca cosa para ellos la medicina de los fieles y anhelan la gloria de los mártires. Mientras que otros, cuando oyen hablar de las tentaciones que necesariamente habrán de sobrevenirles, aquellas que no pueden menos de sobrevenirle al cristiano, aquellas que sólo quien desea ser verdaderamente cristiano puede experimentar, se sienten quebrantados y claudican ante la inminencia de semejantes situaciones. Ofréceles el alivio de la consolación, trata de vendar sus heridas. (…) Pues a él le fue dicho: Nos diste a beber lágrimas, pero con medida. De modo que el salmista, al decir con medida, viene a decir lo mismo que el Apóstol: No permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Sólo que tú no has de rechazar al que te corrige y te exhorta, te atemoriza y te consuela, te hiere y te sana (Sermones 46, 5, 12).
Sal 80, 9-14. Para mover a Dios se recuerdan sus acciones salvadoras en el pasado: Él sacó a su pueblo de Egipto y le dio la tierra. Se emplea la expresiva imagen de la viña tan utilizada por los profetas (cfr Is 3, 14; Is 5, 1-7; Jr 2, 21; Ez 17, 6-8; etc.).
Sal 80, 15-17. La imagen de la viña, o mejor, de la vid plantada por el Señor, queda explicada al llamar a Israel el hijo que te adoptaste (v. 16; cfr Os 11, 1). El salto que supone esta forma de hablar lleva a algunos intérpretes a corregir el texto hebreo leyendo el retoño que hiciste vigoroso, y a los Setenta y la Neovulgata a traducir el hijo del hombre… como en el v. 18.
Sal 80, 18-19. El salmista considera a Israel instrumento de la manifestación del poder de Dios -al hombre de tu diestra, equivalente a tu brazo derecho-, y pueblo elegido por Él -hijo del hombre que adoptaste, o fortaleciste-. También es posible que hombre de tu diestra aluda a Benjamín que significa hijo de la derecha (cfr Gn 35, 18) o a la figura de un rey. En correspondencia a la intervención de Dios está la fidelidad del hombre; en este caso, del pueblo (v. 19).
Sal 81, 2-6. La solemnidad de la alabanza queda expresada en los instrumentos musicales mencionados (vv. 3-4; cfr Sal 150, 3-5). La fiesta puede ser la Pascua o la de las Tiendas (Tabernáculos), pues ambas se celebraban en la luna llena (cfr Lv 23, 5.34), y ambas recuerdan que Dios sacó a su pueblo de Egipto. La mención de José (v. 6), representante del reino del Norte, puede deberse a que se considera a aquel reino como el que no escuchó al Señor (cfr vv. 12-13). El mismo salmista que invita a la alabanza se siente profeta, portador de un oráculo divino: la lengua que ignoro (v. 6) hace referencia a la manera misteriosa en que recibe la inspiración divina.
Sal 81, 7-8. A pesar de haberle librado de la esclavitud -la carga (v. 7)-, y habérsele manifestado en el Sinaí (v. 8; cfr Ex 19, 19), el pueblo ya fue infiel en Meribá (cfr Sal 95, 8; Nm 20, 2-13).
Sal 81, 9-13. Israel ha seguido siendo infiel (vv. 12-13) a pesar del mandato recibido (vv. 10-11), que alude al primer mandamiento (cfr Ex 20, 5; Dt 5, 6-10).
Sal 81, 14-17. Dios sigue a la espera de que el pueblo se convierta a Él y le obedezca para colmarle de favores: salvarle de los enemigos (vv. 14-15), hacer que sea respetado por todos los pueblos (v. 16), y darle abundancia de bienes (v. 17).
La invitación a escucharle y a obedecer su voluntad, que el Señor dirige a su pueblo en este salmo, es aplicable a todas las circunstancias de la vida humana, aun las más dolorosas. Incluso en ellas Dios sigue siendo nuestra fuerza, como enseñaba desde su propia experiencia San Josemaría: Iubilate Deo. Exsultate Deo adiutori nostro (Sal 81, 2). Alabad a Dios. Saltad de alegría en el Señor, nuestra única ayuda. Jesús, quien no lo comprenda, no conoce nada de amores, ni de pecados, ¡ni de miserias! Yo soy un pobre hombre, y entiendo de pecados, de amores y de miserias. ¿Sabéis lo que es estar levantado hasta el corazón de Dios? ¿Comprendéis que un alma se enfrente con el Señor, le abra su corazón, le cuente sus quejas? Yo me quejo, por ejemplo, cuando se lleva junto a Él a gente de edad temprana, cuando aún podría servirle y amarle muchos años en la tierra; porque no lo entiendo. Pero son gemidos de confianza, pues sé que, si me apartara de los brazos de Dios, tropezaría enseguida. Por eso, inmediatamente, despacio, mientras acepto los designios del Cielo, añado: hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén (Amigos de Dios, 153).
Sal 82, 1 La representación del tribunal de Dios en el cielo refleja los tribunales de la tierra en los que al juez acompañan sus consejeros. En el caso de Dios éstos son los ángeles. Se resalta así la majestad del Señor.
Sal 82, 2-7. Viene ahora el juicio de Dios dirigido a los dioses, hijos del Altísimo (v. 6). No está claro si su trasfondo remoto podía hacer referencia a los reyes de las naciones que rodeaban a Israel, que se creían dioses y gobernaban injustamente, o a los dioses que ellos adoraban. El texto actual parece referirse a los guías de Israel -reyes o jueces- que abusan de su poder (cfr 1S 8, 3; Ez 34, 4.21) en contra del pobre (cfr Is 1, 16-17), a pesar de haber recibido de Dios su función: en ese sentido pueden ser llamados dioses, hijos del Altísimo (v. 6; cfr Sal 58, 2), y su conducta trastorna el orden querido por Dios (v. 5). Sobre esos dioses realiza Dios su juicio. Al no reconocer que el único Juez es Dios, con su injusticia quebrantan el orden del mundo establecido por Dios mismo en la creación (v. 5, que puede ser comentario del salmista al oráculo). La sentencia de Dios sobre ellos les sitúa en su verdadera condición: morirán como todos los hombres (v. 7). Sólo Dios es el verdadero Juez y Rey. Jesucristo citó palabras del v. 6 -Yo dije: “sois dioses”- para que los judíos que le escuchaban no le llamasen blasfemo cuando se declaraba Hijo de Dios (Jn 10, 34-36). Al igual que los judíos de su tiempo, Jesús entiende que los guías del pueblo, a los se dirigió la Palabra de Dios pueden ser llamados dioses porque Dios les ha otorgado capacidad y sabiduría para conducirlo. Pero si ellos no lo guían con justicia y verdad (cfr Jn 10, 12), y la Escritura no puede fallar (Jn 10, 35), Jesús, santificado y enviado al mundo por el Padre para conducir al pueblo a la salvación, puede llamarse con verdad y realmente Hijo de Dios. Así se cumplen las palabras de este salmo.
Sal 82, 8 Del reconocimiento de Dios como juez definitivo brota esta súplica final en la que se proclama el señorío de Dios sobre el mundo. Es una petición semejante a la que hacen los cristianos en la segunda petición del Padrenuestro, esperando la venida definitiva del Reino de Dios en la Parusía de Cristo: Ven, Señor Jesús (Ap 22, 20). Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?” (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, De oratione 5; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2817).
Sal 83, 2 La manifestación de Dios que se pide aquí tiene como fin primero su gloria (cfr v. 19).
Sal 83, 3-5. Los enemigos de Dios son los que atacan a su pueblo hasta querer hacerlo desaparecer (cfr Sal 2, 6 en referencia al rey).
Sal 83, 6-9. Aunque la lista de pueblos coaliados contra Israel responde a intereses poéticos, es significativo que no aparezca Babilonia, por lo que se considera que el salmo se compuso antes del s. VI a.C.
Sal 83, 10-13. Se recuerdan las victorias de los Jueces (cfr Jc 4-5; Jc 7-8), subrayando el castigo que sufrieron sus enemigos al quedar sus cuerpos insepultos -estiércol para el campo (v. 11)-, y se da por supuesto que la tierra era de Dios -los dominios de Dios (v. 13)-.
Sal 83, 14-17. Las comparaciones hechas en estos versículos destacan el carácter irresistible de la acción divina y el deseo del salmista de que todos reconozcan al Señor (v. 17). Enseña que el afán de verse libre de males debe ir unido al anhelo de que Dios reine: Ninguna cosa mueve más al hombre a orar que el deseo y la esperanza de verse libre de los trabajos que le afligen o que le amenazan. (…) Pero, aunque verdaderamente obran con espontaneidad los hombres al invocar a Dios en los peligros y desgracias (…) quiso que antes de pedir que nos libre del mal, pidiésemos que el nombre de Dios sea santificado, que se extienda su reino, y que luego pidiésemos las demás cosas (Catecismo Romano 4, Sal 16, 2-3). Es éste el afán de almas que tuvieron los santos: No podré descansar hasta el fin del mundo, mientras haya almas que salvar (S. Teresa de Lisieux, Novissima verba).
Sal 83, 18-19. Más que la desaparición de aquellos pueblos, el salmista pide que reconozcan que el único Dios es el Dios de Israel.
Sal 84, 2-5. El Señor de los ejércitos, o poderoso en los cielos (cfr Sal 80, 8), mora en el Templo donde se manifiesta amable con sus fieles, con los que le confiesan mi Rey y Dios mío (v. 4), y donde escucha sus plegarias (cfr vv. 9-10). Es el Dios vivo que fortalece interior y físicamente, en todo su ser, al hombre (v. 3; cfr Sal 16, 9). El deseo del salmista de estar junto a Dios en el Templo (v. 3) se compara poéticamente a los pájaros que encuentran refugio en su nido. Cuánto más no va a desearlo él siendo el Señor su Rey y su Dios (v. 4). En estar allí y alabarle consiste la felicidad (v. 5).
Sal 84, 6-8. En vez de en su corazón decide peregrinar (v. 6), como traducen glosando el texto hebreo los Setenta y la Neovulgata, puede traducirse también dichosos quienes ponen su corazón en los senderos, es decir, quienes han iniciado la peregrinación. En ambos casos se siente el gozo de querer estar junto a Dios. El valle del llanto puede ser un nombre figurativo de las penalidades de la marcha que, para ellos, se convierten en momentos de gozo (v. 7), pues el Señor va aumentando sus fuerzas en el camino hasta que le encuentran en Jerusalén (v. 8). Fuerzas puede entenderse también como baluarte o torreón, y el Dios de los dioses como hasta Dios. En tal caso podría traducirse camino de baluarte en baluarte, hasta ver a Dios en Sión, como encontramos en la traducción litúrgica española.
Sal 84, 9-12. Quizás ya en el Templo -el salmo respondería en este caso a una liturgia de entrada (cfr Sal 15; Sal 24)- se eleva la oración por el rey. Se invoca aquí a Dios como protector del pueblo -escudo nuestro (cfr v. 10)- porque Él ejerce su protección a través de su ungido, el rey. El número mil, contrapuesto a uno (v. 11), es símbolo de perennidad (cfr Sal 90, 4; Ap 20, 4-6).
Sal 84, 13 El salmista se dirige al Señor con la misma invocación con la que había comenzado la oración: Señor de los ejércitos.
Entendiendo que la verdadera morada de Dios es el cielo que nos espera, comenta San Bruno: ¡Qué deseables son tus moradas! Mi alma se consume y anhela llegar a los atrios del Señor, es decir, desea llegar a la Jerusalén del cielo, la gran ciudad del Dios vivo. (…) ¿Quién no anhelará penetrar en tu tabernáculo si son dichosos los que viven en tu casa? (…) Y cuando dice aquí dichosos ya se sobrentiende que tienen tanta dicha cuanta el hombre es capaz de concebir. Por ello, son dichosos los que habitan en sus atrios, porque alaban a Dios con un amor totalmente definitivo, que durará por los siglos de los siglos, es decir, eternamente; y no podrían alabar eternamente, si no fueran eternamente dichosos. Esta dicha nadie puede alcanzarla por sus propias fuerzas, aunque posea ya la esperanza, la fe y el amor; únicamente la logra el hombre dichoso que encuentra en ti su fuerza, y con ella dispone su corazón para que llegue a esta suprema felicidad. Que es lo mismo que decir: únicamente alcanza esta suprema dicha aquel que, después de ejercitarse en las diversas virtudes y buenas obras, recibe además el auxilio de la gracia divina; pues por sí mismo nadie puede llegar a esta suprema felicidad (Expositio in Psalmos 83).
Sal 85, 2-4. La mejor explicación de estos versículos iniciales es ver en ellos la alusión a la vuelta del destierro de Babilonia (cfr Sal 126); de hecho, la segunda parte del v. 2 podría traducirse también por has hecho volver a los cautivos de Jacob. Las expresiones tu tierra (v. 2) y nuestra tierra (cfr v. 13), que hacen de marco inclusivo del salmo, muestran el reconocimiento de que la tierra es un don que Dios ha vuelto a otorgar a su pueblo perdonando sus pecados.
Sal 85, 5-8. Las dificultades surgidas a la vuelta del destierro, entre ellas la sequía narrada en Ag 1, 6-11, han podido dar origen a esta insistente súplica, similar a la que encontramos en Sal 77, 8-10. La Iglesia en su liturgia emplea las palabras del v. 8 como antífona de invitación a la oración.
Sal 85, 9-10. Ahora el Señor anuncia por medio del salmista una situación mejor de paz y prosperidad para quienes son fieles (v. 9) y se esfuerzan por la reconstrucción del Templo (v. 10; cfr Ag 1, 14-15; Ez 43, 1-12). La frase con tal de que no retornen a la necedad, según los Setenta y la Neovulgata sería a los que se convierten de corazón.
Sal 85, 11-14. Con la imagen del fruto producido por la lluvia que baja del cielo y por la fecundidad de la tierra (v. 13) el salmista proclama que también la salvación llega por el encuentro entre la misericordia de Dios que perdona y la fidelidad que Él mantiene a sus promesas. De los cielos vendrá el perdón -justicia-; en la tierra se cumplirán sus promesas -fidelidad y paz- (vv. 11-12). Es una de las expresiones mas bellas de la forma de actuar de Dios que encontramos en la Sagrada Escritura. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria [del pecado] desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como “Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él exactamente había revelado de Sí mismo y para implorar su perdón. Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para Sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 4).
Muchos comentaristas espirituales ven en los vv. 11 y 12 la Encarnación redentora del Verbo, la unión de la divinidad y la humanidad en Jesucristo. Y por eso, también San Atanasio podrá decir: Ciertamente la verdad y la misericordia se besaron mediante la verdad que trajo al mundo la siempre Virgen Madre de Dios (Expositiones in Psalmos 84).
Sal 86, 1-4. El salmista acude al Señor presentándose como un pobre que ha puesto su confianza en Él, y como un siervo dedicado a su servicio (cfr Is 42, 1). De ahí la constante apelación a Dios como Señor o Señor mío -Adonay- (vv. 3.4.5.8.9.12.15), en el sentido de mi Dueño, mi Amo.
Sal 86, 5-7. El orante sabe que el Señor, por ser como es, le escucha cuando le suplica, y ese convencimiento da apoyo a su oración.
Sal 86, 8-10. Porque el salmista sabe que el Señor le escucha, le alaba reconociéndole como Dios único de todos los pueblos. El cántico de los salvados en Ap 15, 3-4 recoge las palabras del v. 9 presentándolas como cántico de Moisés, siervo de Dios, y cántico del Cordero, y proclama que todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque tus juicios se han manifestado (Ap 15, 4).
Sal 86, 11-13. El salmista pide poder corresponder con su vida a lo que Dios ha hecho por él -andar en tu fidelidad- y reverenciarle con sinceridad de corazón (v. 11). Es la súplica central de este salmo. Junto a ello, promete alabanza en reconocimiento del auxilio divino que le ha librado de la muerte (vv. 12-13).
El camino (v. 11) que Dios ha enseñado definitivamente al hombre es Cristo Jesús, que dijo de sí mismo: Yo soy el camino (Jn 14, 6). San Agustín recurre a esta realidad para enseñar que Cristo es el camino de la oración del cristiano: No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a Él como miembros suyos, de forma que Él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, Dios uno con el Padre y hombre con el hombre, y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en Él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros (Enarrationes in Psalmos 85, l).
Sal 86, 14-17. Con expresiones acuñadas para indicar la situación de aflicción (v. 14; cfr Sal 54, 5) y la bondad de Dios (v. 15; cfr Ex 34, 6), reitera su petición (vv. 16-17). Tal como hemos traducido -señal de benevolencia-, el salmista está pidiendo que Dios le auxilie de forma extraordinaria. También podría traducirse por signo de bondad, en el sentido de que la bondad divina brille en la vida del salmista, tanto por los beneficios recibidos como por la santidad de su conducta.
Sal 87, 1-3. Los montes santos (v. 1), en plural, pueden aludir a las colinas sobre las que fue construida Jerusalén, o ser simplemente una manera de resaltar la importancia del monte Sión. Por sinécdoque se menciona la parte -puertas- por el todo. Dios eligió Jerusalén como lugar de su morada entre todas las ciudades de Israel -Jacob (v. 2)-, y de ella, que pertenece por tanto a Dios, se dicen -y lo dice Dios, pues el sujeto impersonal puede referirse a Él- cosas maravillosas.
Sal 87, 4-6. Se introduce, como un oráculo, lo que dice el Señor. El sentido más obvio, y el que ha seguido la tradición, es que Dios hará que Egipto -Rahab (cfr Is 30, 7)- y Babilonia, las grandes naciones hostiles a Israel, se conviertan al Dios de Israel, es decir, se contarán entre los que le reconozcan (cfr Is 19, 21). Por ello, junto con otros pueblos de menor relieve en la costa mediterránea y en el sur, sus habitantes se considerarán como nacidos en Jerusalén e incorporados al pueblo de Dios. Esta interpretación viene avalada por otros pasajes del Antiguo Testamento que muestran la universalidad de la salvación (cfr Gn 12, 3; Is 2, 2-3; Is 19, 23-25; Is 66, 18-20; etc.). Pero las últimas palabras del v. 4 -han nacido allí- también pueden entenderse como referidas a los judíos de la diáspora que residen en esos países, en cuyo caso Dios advertiría a esas naciones que cada uno de los miembros del pueblo elegido, residan donde residan, es hijo de Jerusalén. De cualquier forma a Jerusalén le será reconocido cada uno de sus hijos, sean quienes sean y estén donde estén, porque la ciudad pertenece a Dios (v. 5). Un reconocimiento que se expresa -acudiendo a la imagen de los censos, cfr Nm 1, 1-3; Esd 2, 1-67- como inscripción especial en el libro en el que Dios tiene registrados a todos los hombres (v. 6).
También el cristiano tiene a la Jerusalén celestial, la Iglesia, por madre, pues por ella nace a la vida de la gracia: La salvación viene sólo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre: “Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación” (Fausto de Riez, De Spiritu Sancto, 1, 2). Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe. (…) La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre” (S. Cipriano, De Ecclesiae unitate, 6) (Catecismo de la Iglesia Católica, 169 y 181).
Sal 87, 7 Todas mis fuentes indica todos los beneficios del Señor, recordando el paraíso (cfr Ez 47, 1-12; Za 13, 1).
Sal 88, 2-3. La invocación inicial Dios de mi salvación y la misma petición de auxilio (cfr v. 14) son las únicas expresiones de confianza en Dios que aparecen en el salmo, traspasado todo él por la queja del salmista ante el Señor y por la amenaza de la muerte -es el salmo en el que más veces se hace referencia al lugar donde reposan los muertos (seol, fosa, abismos, sepulcro, etc.)-.
Sal 88, 4-6. El orante se ve al borde de la muerte, que, para él, significa ser abandonado de Dios. Orígenes interpreta de manera distinta el v. 6. Traduce libre en vez de abandonado entre los muertos y descubre en él un anuncio de la ausencia de corrupción en el cuerpo del Señor tras su muerte en la cruz: Y llegó a ser como un hombre sin ayuda, libre entre los muertos. Como en esta vida Él tuvo más cosas que el resto de los hombres, porque nació de una Virgen y porque obró durante toda su vida de manera extraordinaria, así también tras la muerte, en cuanto que allí era el único hombre libre, su alma no fue abandonada en poder del Hades. De ese modo, Él es el “primero y el último” (In Evangelium Ioannis 1, 220).
Sal 88, 7-10. Se atribuye a Dios la situación de agobio -todas tus olas (v. 8)-, de abandono por parte de los familiares (v. 9), de necesidad de súplica incesante (v. 10).
Sal 88, 11-13. Estas preguntas, de carácter retórico, suponen la respuesta negativa en un momento en el que todavía no se ha revelado la vida después de la muerte, pero indican al mismo tiempo que el sentido de la vida es la alabanza a Dios y el reconocimiento de sus obras.
Sal 88, 14-15. Aun sin comprender la conducta divina, como le sucedía a Job (cfr Jb 9, 1-Jb 10, 22), el salmista pide constantemente el auxilio de Dios.
Sal 88, 16-19. Aquí el orante no presenta ante Dios experiencias anteriores de salvación como es habitual en los salmos de súplica, sino que, por el contrario, acentúa la aflicción que sufre desde niño (vv. 16-17) y en el presente (vv. 18-19).
Desde una perspectiva cristiana, el lector ve cumplidos en Cristo los sentimientos de dolor expresados por el salmista y encuentra también en ellos el consuelo y la fuerza para afrontar el propio sufrimiento: Quienes participan en los sufrimientos de Cristo tienen ante los ojos el misterio pascual de la cruz y de la resurrección, en la que Cristo desciende, en una primera fase, hasta el extremo de la debilidad y de la impotencia humana; en efecto, Él muere clavado en la cruz. Pero si al mismo tiempo en esta debilidad se cumple su elevación, confirmada con la fuerza de la resurrección, esto significa que las debilidades de todos los sufrimientos humanos pueden ser penetradas por la misma fuerza de Dios, que se ha manifestado en la cruz de Cristo. En esta concepción, sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo. En Él, Dios ha demostrado querer actuar especialmente por medio del sufrimiento, que es la debilidad y la expoliación del hombre, y querer precisamente manifestar su fuerza en esta debilidad y en esta expoliación. (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 23).
Sal 89, 2-3. Los términos misericordia y fidelidad con los que se inicia el salmo predominan en toda la primera parte (vv. 2-38). Tales atributos divinos son firmes porque pertenecen a Dios (cfr Sal 85, 11).
Sal 89, 4-5. Igualmente es firme la Alianza de Dios con David, porque Él lo ha jurado así (cfr 2S 7, 13-16).
Sal 89, 6-9.10-15. Es posible que aquí se recoja un himno más antiguo al Dios Creador. Así lo sugiere la terminología mitológica hijos de los dioses (v. 7), designando seres celestiales, o Rahab (v. 11), personificación mítica del caos primordial que luego se aplica a Egipto (cfr Sal 87, 4; Is 30, 7). Insertado en el salmo ese himno se refiere al Dios de la Alianza que sacó a su pueblo de Egipto (vv. 9.14-15). El poder divino sobre las aguas embravecidas lo mostró también Jesús (cfr Mt 8, 26).
Sal 89, 16-19. La atención pasa enseguida al pueblo. Caminar a la luz de tu rostro (v. 16) significa ser guiados por la protección divina y por sus mandamientos. Al Señor pertenece la seguridad del pueblo y del rey (v. 19, que también podría traducirse porque nuestro escudo es el Señor, nuestro rey el Santo de Israel).
Sal 89, 20-30. Dios fue quien eligió al rey (v. 20), lo ungió (v. 21) y le prometió fuerza frente a sus enemigos (vv. 22-24) y un reino desde el Mediterráneo al Éufrates y al Tigris (vv. 25-26). Le hizo además la promesa de una relación paterno–filial con Él y de un linaje perpetuo (vv. 27-30; cfr 2S 7, 13; Sal 2). San Juan en el libro del Apocalipsis aplica a Jesucristo resucitado las palabras del v. 28 al llamarle primogénito de los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra (Ap 1, 5).
Al aplicar este salmo a Jesucristo, la tradición cristiana se fija especialmente en el v. 27: Aquí, aquel que se encarnó en virtud de la economía divina llama a Dios su propio padre: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17). Porque es de Él de quien habla el profeta, porque, profetizando acerca del niño engendrado, le llama “Dios fuerte, padre del mundo venidero” (Is 9, 6) (S. Atanasio, Expositiones in Psalmos 88).
Sal 89, 31-38. La promesa divina era incondicional, aunque Dios habría de corregir al pueblo mediante el castigo como un padre. Que la elección de David y la promesa se introduzcan en el salmo como oráculo divino indica la forma en que se transmitía la profecía de Natán (cfr 2S 7, 8-16) tras la experiencia histórica de la época de la monarquía. Pero además sirve como recurso retórico que dará fuerza a la queja de los versículos siguientes.
Sal 89, 39-46. La situación reflejada aquí es seguramente la destrucción de Jerusalén y la deportación del rey a Babilonia en el año 587 a.C.
Sal 89, 47-50. En aquellas circunstancias el salmista no ha perdido del todo la esperanza, pues reconoce los designios divinos en la vida del hombre y sobre el pueblo elegido. Espera que Dios reivindicará al rey (cfr v. 52).
Sal 89, 51-52. La súplica brota de la esperanza apoyada en la fidelidad de Dios, y de la situación de desprecio que sufre la persona del rey. Las expresiones referidas a un sujeto singular (vv. 48.51) pueden dar a entender que la oración la pronuncia el rey; pero también podría pronunciarla un judío fiel que sufre por el destino del rey. El título que atribuye el poema a Etán, el ezrajita, apunta en esta dirección.
Sal 89, 53 Al final, el salmista manifiesta la misma actitud con la que iniciaba la oración: el deseo de que Dios sea alabado por siempre.
A la luz de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, se comprende que la misericordia de Dios, proclamada al comienzo del salmo (vv. 2-3), se ha manifestado precisamente en los sufrimientos de su Ungido, Cristo: Las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios, por la que nos ha visitado el sol que nace de lo alto. ¿Qué dificultad hay en admitir que tus llagas nos dejan ver tus entrañas? No podría hallarse otro medio más claro que estas tus llagas para comprender que Tú, Señor, eres bueno y clemente, y rico en misericordia. Nadie tiene una misericordia más grande que el que da su vida por los sentenciados a muerte y a la condenación. Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y, si la misericordia del Señor dura siempre, yo también cantaré eternamente las misericordias del Señor. ¿Cantaré acaso mi propia justicia? Señor, narraré tu justicia, tuya entera. Sin embargo, ella es también mía, pues Tú has sido constituido mi justicia de parte de Dios (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 61, 4-5).
Sal 90, 1-2. El Dios que ha protegido a su pueblo es el Dios eterno, el creador de todo.
Sal 90, 3-6. La atención se centra en la creación del hombre, al que Dios formó del polvo de la tierra (cfr Gn 3, 19) y le ha dado una vida fugaz (vv. 5-6), pues, aunque el hombre viviese mil años -número simbólico de muchísimo tiempo (cfr Sal 84, 11)-, sería poquísimo comparado con la eternidad de Dios (v. 4). Ante la impaciencia cristiana esperando que el Señor se manifieste en su segunda venida, en la Segunda Carta de San Pedro se cita el v. 4 de este salmo para explicar que no tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan (2P 3, 8-9).
Sal 90, 7-10. Se reconoce además que las tribulaciones que acompañan la vida humana son debidas al pecado, aunque sea inconsciente (cfr Lv 4, 1).
Sal 90, 11-12. La sabiduría que lleva a comprender la vida humana con su brevedad y sus penalidades, sólo puede darla Dios. Por eso se la pide ahora. Para el que cree de verdad no existen fechas malas o inoportunas: todos los días son buenos, para servir a Dios. Sólo surgen las malas jornadas cuando el hombre las malogra con su ausencia de fe, con su pereza, con su desidia que le inclina a no trabajar con Dios, por Dios. ¡Alabaré al Señor, en cualquier ocasión! (Sal 34, 2). El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios! (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 52).
Sal 90, 13-17. Dios es también el que puede perdonar y hacer felices los días del hombre sobre la tierra. Es lo que se le pide en estos versículos.
Sal 91, 1-2. El texto hebreo es sintácticamente oscuro y se comprendería mejor si se antepusiera un Tú y se pusieran los verbos en segunda persona para que cuadren con el resto del salmo: Tú que habitas…. La tercera persona, sin embargo, refleja mejor el carácter sapiencial de la composición.
Sal 91, 3-7. La acción protectora de Dios ante enemigos y enfermedades (v. 3) está motivada por su amor y fidelidad (v. 4), y actúa en todo tiempo y en cualquier circunstancia (vv. 5-6), aunque se trate de un mal generalizado (v. 7). Entre los males, la versión de los Setenta y la Vulgata entendieron el demonio en vez de el azote (v. 6) -quizá en oposición a los ángeles del v. 11-, y la versión latina tradujo el demonio meridiano.
Sal 91, 8-13. La protección del Señor se podrá comprobar viendo lo que sucede a quienes no le temen (v. 8), mientras que a quien le invoca, como el salmista (v. 9), le llegará el auxilio divino mediante sus ángeles para hacerle superar cualquier dificultad (vv. 10-13). La fuerza con la que este salmo expresa la protección divina a quienes recurren al Señor, queda reflejada en el hecho de que las palabras de los vv. 11-12 son aducidas por el diablo cuando éste tienta a Jesús instándole a que se arroje del alero del Templo (cfr Mt 4, 6; Lc 4, 9-11). Jesús no niega esas palabras, sino que corrige su interpretación equivocada si se emplean para tentar a Dios. El mismo Jesús, para prometer a sus discípulos que nada podrá hacerles daño, emplea palabras semejantes a las del v. 13, asegurándoles que en su misión gozan de la protección divina: Os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño (Lc 10, 19).
Sal 91, 14-16. El oráculo resalta la correspondencia de Dios a la confianza que el hombre pone en Él. Las palabras de estos versículos han suscitado profundas consideraciones en los autores cristianos. Así, en el primer domingo de cuaresma, en el que parte de los vv. 15-16 sirve de introito a la Santa Misa, comenta San Josemaría: Invocabit me et ego exaudiam eum, leemos en la liturgia de este domingo (Sal 91, 15): si acudís a mí, yo os escucharé, dice el Señor. Considerad esta maravilla del cuidado de Dios con nosotros, dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada momento de la palabra del hombre. (…) Nos oye el Señor, para intervenir, para meterse en nuestra vida, para librarnos del mal y llenarnos de bien: eripiam eum et glorificabo eum (Sal 91, 15), lo libraré y lo glorificaré, dice del hombre. Esperanza de gloria, por tanto: ya tenemos aquí, como otras veces, el comienzo de ese movimiento íntimo, que es la vida espiritual. La esperanza de esa glorificación acentúa nuestra fe y estimula nuestra caridad (Es Cristo que pasa, 57).
Glosando la frase con él estaré en la tribulación (v. 15) comenta San Bernardo: Con él estaré en la tribulación, dice Dios, ¿y yo buscaré otra cosa que la tribulación? Para mí lo bueno es estar junto a Dios, y no sólo esto, sino también hacer del Señor mi refugio, porque Él mismo dice: Lo defenderé, lo glorificaré. Con él estaré en la tribulación. Gozaba -dice- con los hijos de los hombres. Se llama Emmanuel, que significa “Dios–con–nosotros”. Desciende del cielo para estar cerca de quienes sienten su corazón agitado por la tribulación, para estar con nosotros en nuestra tribulación. (…) Para mí, Señor, es mejor sufrir las tribulaciones contigo que reinar sin ti, que vivir regaladamente sin ti, y que gloriarme sin ti. Es mejor para mí, Señor, unirme más íntimamente a ti en la tribulación, tenerte conmigo en la hoguera que estar sin ti, incluso en el cielo: ¿Qué me importa el cielo sin ti? Y contigo ¿qué me importa la tierra? (S. Bernardo, Sermones de tempore 4, 6).
Sal 92, 2-4. Se trata de la alabanza cultual realizada por la mañana y por la tarde.
Sal 92, 5-6. Esa alabanza brota de la alegría de haber recibido los beneficios divinos que reflejan la profundidad del amor del Señor.
Sal 92, 7-10. No entender que los bienes vienen de Dios y exaltarse uno a sí mismo es de necios, pues sólo Dios es eternamente excelso (v. 9) y sus enemigos fracasan ante Él (v. 10).
Sal 92, 11-12. Traducimos por me das la fuerza de un búfalo (v. 11) lo que literalmente en hebreo dice has levantado mi cuerno como el de un búfalo. El cuerno era imagen de poder. Los enemigos fracasan también cuando se levantan contra el salmista. Desde la interpretación cristiana también fracasaron cuando se levantaron contra Cristo: La palabra cuerno está siempre en relación con la potestad real. Contigo derrotaremos a nuestros adversarios, con el cuerno, a nuestros enemigos (Sal 44, 6). Por lo demás, en el Templo no se inmola al Señor ningún animal que no tenga cuernos. (…) De modo que si uno no está provisto de cuernos con los que vencer al enemigo, no es digno de ser inmolado a Dios. Por eso el Señor viene definido como cuerno para aquellos que creen en Él (cfr Sal 18, 3); y Él ha derrotado a los enemigos con los extremos de su cruz. Allí ha vencido al diablo y a todo su ejército. Cristo, es verdad, estaba crucificado en el cuerpo, pero, en realidad, Él crucificaba a los demonios. No fue un suplicio sino un triunfo, un estandarte triunfal (S. Jerónimo, Breviarium in Psalmos 91, 11).
Sal 92, 13-16. La Casa del Señor (v. 14), es decir, vivir junto a Él, es el medio donde el creyente desarrolla su vida y da frutos hasta el final de la misma, como los árboles frondosos (vv. 13-15; cfr Sal 1, 3), porque Dios no falla (v. 16).
Sal 93, 1-2. La atención recae sobre el Señor mismo, más que sobre sus actos. Se le contempla como rey majestuoso y victorioso, que mantiene su reino, el orbe entero y su trono con toda firmeza.
Sal 93, 3-4. Aunque se ha mostrado rey de su pueblo (Israel) en la historia (cfr Sal 24, 7-8), aquí se le reconoce como rey desde la creación del mundo (cfr Sal 10, 16). Fue entonces cuando estableció su poder sobre las aguas, símbolo del caos originario (cfr Gn 1, 2.6-10), y sigue ejerciéndolo desde el cielo al mantener en orden a la creación.
Sal 93, 5 Es posible que la primera frase de este versículo aluda también a las leyes del universo; pero, unida a la siguiente, parece referirse más bien a la manifestación de Dios como rey al dar la Ley a su pueblo, como hacían normalmente los reyes en sus legislaciones, y a su presencia en el Templo en medio de su pueblo. Comentando este versículo, Eusebio de Cesarea escribe: Esta Casa es la Iglesia. Para permanecer firme para siempre nada le conviene mejor que la santidad. Pues de la misma manera que lo que es propio del testimonio de Cristo es la verdad, así también lo que es propio de su casa es la santidad (Commentaria in Psalmos 92).
Sal 94, 1-2. Dios que haces justicia. Literalmente Dios de las venganzas, que significa el Dios que restablece la justicia (cfr Dt 32, 35.41), y no sólo en su pueblo sino en toda la tierra (cfr Sal 7; Sal 75; etc.).
Sal 94, 3-7. El salmista emplea frases hechas para describir la desgracia del pueblo y la actitud de los impíos que desprecian a Dios (cfr Sal 73), con el fin de presentar su lección de sabiduría.
Sal 94, 8-11. Dios que ha creado al hombre, ¿no va a conocerlo hasta en sus pensamientos más íntimos?
Sal 94, 12-15. La contraposición entre el temor del Señor y la muerte es frecuente en el lenguaje sapiencial (cfr Sal 33, 18-19). Frente a quienes dicen que el Señor no ve (cfr v. 9), se afirma que sigue protegiendo a su pueblo y juzgando con justicia (vv. 14-15; cfr Sal 10, 13-14). San Pablo verá cumplidas las palabras del v. 14 en el hecho de que, aunque el pueblo judío rechazara a Cristo, Dios sin embargo no le ha abandonado, pues sigue siendo su pueblo (cfr Rm 11, 2).
Sal 94, 16-19. A las preguntas del v. 16 la respuesta es el Señor, pues así se ha mostrado otras veces. Las palabras de esta estrofa son también un estímulo para buscar apoyo y consuelo en Dios y no en las cosas que alejan de Él: ¿Por qué abocarte a beber en las charcas de los consuelos mundanos si puedes saciar tu sed en aguas que saltan hasta la vida eterna? (S. Josemaría Escrivá, Camino, 148).
Sal 94, 20-23. Dios no puede ser injusto (v. 20) y, aunque parezca que no actúa (v. 21), lo hará en su momento. Así lo confiesa con confianza el salmista (vv. 22-23). En vez de será para mí… (v. 22), los Setenta y la Vulgata traducían ha llegado a ser…. Del tenor literal de esta traducción se sirvieron los comentaristas cristianos para mostrar la eternidad del Hijo engendrado del Padre: Este versículo -comentaba San Jerónimo- es eficaz contra los arrianos. En realidad porque son hostiles al Señor, al Salvador, ya que dicen que “ha sido hecho”; pero nosotros lo rebatimos: el Señor ha llegado a ser para mí una fortaleza. Nadie puede dudar de que estas palabras deben entenderse del Padre. Pero cuando se afirma del Padre el Señor ha llegado a ser para mí una fortaleza, hay que entenderlo así: “el Señor, que siempre ha sido, ha llegado a ser para mí una fortaleza”. Así también con el Salvador, que siempre ha sido, pero ha llegado a ser Salvador para mí (Breviarium in Psalmos 93, 22).
Sal 95, 1-2. La invitación: Venid (vv. 1 y 6), puede hacer pensar en un salmo de peregrinación, aunque predomina la contemplación de Dios como Rey que puede darse en cualquier momento.
Sal 95, 3-5. Es Rey sobre los poderes celestes -todos los dioses (v. 3)- y sobre todos los lugares de la tierra.
Sal 95, 6-7. Es Rey del pueblo que Él creó -nuestro Hacedor- y al que cuida y conduce como un pastor a su rebaño (cfr Sal 23, 1-2). La Neovulgata pasa la última frase del v. 7 al v. 8.
Sal 95, 7d-11 El oráculo introducido aquí es la voz del Señor que habla a su pueblo en el momento presente -hoy (v. 7)-, para que la alabanza sea sincera. Es un hoy que se hace actual cada vez que se recita el salmo. Se trata de una advertencia para que no se repita la rebeldía del desierto (cfr Sal 78; Ex 17, 7), y no suceda a quienes alaban al Señor lo que sucedió a los de aquella generación (vv. 10-11; cfr Nm 14, 30.34). Tentar a Dios o ponerle a prueba es querer comprobar su bondad y su fidelidad obligándole a actuar, como si sus acciones anteriores fueran insuficientes para mostrarlas. Me hastió (v. 10) es un antropomorfismo con el significado de me disgustó. El descanso (v. 11) es la tierra prometida a la que, como castigo divino, no entró la generación del desierto (cfr Nm 14, 21-32).
En la Carta a los Hebreos encontramos un comentario a estos versículos presentados como palabras del Espíritu Santo (cfr Hb 3, 7): puesto que la generación del desierto no entró en la tierra prometida y, sin embargo, Dios sigue advirtiendo todavía de la posibilidad de no entrar en el descanso, quiere decir que en el salmo el descanso no se refiere a la tierra, sino a aquel otro descanso que Dios instituyó al comienzo de la creación, el sábado, anticipo del descanso definitivo, la gloria del cielo. Porque, si Josué les hubiera proporcionado el descanso, Él no habría hablado después sobre otro día. Queda por tanto reservado un tiempo de descanso para el pueblo de Dios. Porque quien entra en el descanso de Dios, descansa también él de sus trabajos, lo mismo que Dios de sus obras. Apresurémonos a entrar en ese descanso, a fin de que ninguno caiga en la misma clase de desobediencia (Hb 4, 8-11).
En el peregrinar de nuestra vida hacia la patria celestial es necesario dejarnos guiar por el Señor, acudiendo a Él y escuchando constantemente su voz: Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea Él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a Él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a Él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición. (…) Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis el corazón; y también: Quien tenga oídos oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias. ¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz, antes que os sorprendan las tinieblas de la muerte. Ceñida, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquel que nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras (S. Benito, Regula, Prólogo 4-22).
Sal 96, 1-3. Un cántico nuevo (cfr Sal 33, 3; Sal 40, 4; Is 42, 10) puede referirse a la nueva composición sálmica o a la novedad que supone la adoración al Dios de Israel por parte de las naciones (vv. 3.7.10).
Sal 96, 4-6. El único Dios creador es el mismo que el que muestra su gloria en el Templo de Jerusalén y protege al pueblo (cfr Sal 90, 1-2).
Sal 96, 7-9. Por eso son invitados todos los pueblos a adorarle allí, llevándole ofrendas cultuales (cfr Lv 2, 1ss.; Sal 29, 2).
Sal 96, 10-13. Se invita también a los pueblos a proclamar entre ellos que el Dios que mantiene en orden el universo es también el que establece la justicia entre los pueblos (v. 10). La esperanza en que Dios va a actuar ejerciendo su justicia y rectitud, es decir, haciendo desaparecer el mal y cumpliendo sus promesas en toda la tierra, lleva a invitar a que toda la creación, incluso los seres inanimados, se alegre (vv. 11-13): ¿Qué significan esta justicia y esta fidelidad? En el momento de juzgar reunirá junto a sí a sus elegidos y apartará de sí a los demás, ya que pondrá a unos a la derecha y a otros a la izquierda. ¿Qué más justo y equitativo que no esperen misericordia del juez aquellos que no quisieron practicar la misericordia antes de la venida del juez? En cambio, los que se esforzaron en practicar la misericordia serán juzgados con misericordia (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 95, 15).
Algunos manuscritos de la versión de los Setenta y de la Vulgata latina añadieron a la frase: El Señor reina, del v. 10, las palabras desde el árbol, aludiendo a la Cruz. Es una manera de aplicar el salmo a Jesucristo.
Sal 97, 1 Por islas incontables se entienden las del Mediterráneo y, por extensión, todos los países lejanos (cfr Is 42, 4.10.12).
Sal 97, 2-6. La teofanía descrita recuerda a la del Sinaí (cfr Ex 19, 16-20), si bien aquí está más elaborada recogiendo conceptos teológicos y adquiriendo dimensión universal (cfr v. 9).
Sal 97, 7 En contraste con la alegría a la que se invita a las naciones (v. 1) y de la que goza Sión (cfr v. 8), está la vergüenza que han de sentir quienes adoran a los ídolos (v. 7).
Sal 97, 8-9. Hijas de Judá hace referencia a las ciudades de Judea -a los judíos por tanto- que se alegran de saber que su Dios, el Señor, reina en toda la tierra y en todos los pueblos.
Sal 97, 10-12. Todos los hombres, si no obran el mal, serán protegidos por el Señor, comprenderán y se alegrarán, y alabarán su memoria (v. 12) -literalmente el recuerdo de sus obras-.
Con Cristo se instaurará el Reino de Dios en la tierra y sus súbditos serán hechos partícipes de su victoria. De ahí también que este salmo sea utilizado por la Iglesia en la festividad de la Transfiguración del Señor, cuando se recuerda la visión anticipada del Reino que tuvieron los Apóstoles en el Tabor.
Sal 98, 1-3. Se canta al Señor como a un guerrero victorioso porque salvó a su pueblo en el éxodo y en la vuelta del destierro. Al brazo de Dios (v. 1) se alude en Ex 15, 16 y en Is 40, 10; Is 51, 5.9; etc. Dios actuó en virtud de la Alianza (v. 3), y lo han contemplado todos los pueblos, de forma que así ha mostrado a todos su salvación (cfr Sal 96, 10; Is 52, 10). ¡Oh, hermanos e hijos, vosotros que sois brotes de la Iglesia universal, semilla santa del reino eterno, los regenerados y nacidos en Cristo! Oídme: Cantad por mí al Señor un cántico nuevo. “Ya estamos cantando”, decís. Cantáis, sí, cantáis. Ya os oigo. Pero procurad que vuestra vida no dé testimonio contra lo que vuestra lengua canta. Cantad con vuestra voz, cantad con vuestro corazón, cantad con vuestra boca, cantad con vuestras costumbres (…). ¿Preguntáis qué alabanzas debéis cantar? Resuene su alabanza en la asamblea de los fieles. La alabanza del canto reside en el mismo cantor. ¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente (S. Agustín, Sermones 34, 3-6).
Sal 98, 4-6. Todas las naciones por tanto -la tierra entera- están llamadas a aclamarle, como lo hace Israel en el Templo -al son de la música- y en las fiestas -sonido del cuerno-, teniéndole por Rey y Señor.
Sal 98, 7-9. Junto a los hombres, también la creación inanimada es invitada a alabar al Señor, porque Él va a establecer su reinado de justicia y equidad. La dimensión escatológica es similar a la que presenta el final de Sal 96. En perspectiva cristiana eso se realizará gracias a la redención de Cristo. Porque la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Rm 8, 20-21). En esta tarea cooperan los cristianos: Deben [los fieles] conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la alabanza divina. Deben también ayudarse entre sí a crecer en santidad a través de las actividades, incluso las profanas, de tal manera que el mundo se impregne del Espíritu de Cristo y consiga más eficazmente su fin en la justicia, en el amor y la paz (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 36).
Sal 99, 1-3. Los querubines que cubrían el Arca de la Alianza eran el trono de Dios en la tierra (cfr Ex 25, 22), desde el que ejercía su señorío sobre todos los pueblos. El Nombre (v. 3) equivale a la Persona en cuanto que se ha dado a conocer (cfr Sal 8, 2). Santo, más aún que grande y temible, denota la trascendencia de Dios por la que es distinto y permanece separado del mundo (cfr 1S 2, 2), aunque interviene en la historia mostrando su majestad (vv. 4.6-7). La santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno. Lo que se manifiesta de Él en la creación y en la historia, la Escritura lo llama Gloria, la irradiación de su Majestad (Catecismo de la Iglesia Católica, 2809). La repetición por tres veces de que Él es santo (vv. 3.5.9) puede deberse a influjo litúrgico (cfr Is 6, 3).
Sal 99, 4-5. La acción de Dios como Rey es ejercida en la tierra estableciendo, mediante la Ley, lo que es recto, y juzgando según ello a su pueblo Israel -derecho y justicia (v. 4; cfr Sal 97, 2)-. Éste ha de proclamar ante el Arca -estrado de sus pies, en paralelismo con el Templo o monte santo en el v. 9- su santidad (v. 5). En la interpretación cristológica de este salmo, la tradición cristiana entendió que la expresión estrado de sus pies hace referencia a la humanidad de Cristo en cuanto que ésta fue asumida en la Encarnación, o en cuanto que fue glorificada en la Resurrección. En el primer sentido apunta Orígenes cuando escribe: Alguno ha dicho que el estrado de los pies es la carne de Cristo que debe ser adorada por motivo de Cristo. Y Cristo debe ser adorado por motivo del Verbo de Dios que está en Él (Selecta in Psalmos 98, 5). La aplicación al cuerpo resucitado del Señor es, sin embargo, preferida por San Jerónimo: He leído en el libro de un autor: “Se trata, dice, de la Encarnación, es decir, que [el salmo] afirma que el Hombre que Dios se dignó asumir en María, es Él mismo, el estrado de sus pies”. Aunque en realidad el hombre haya estado asumido -y, delante de Dios, toda criatura es estrado de sus pies- aun en este caso, este estrado fue estrechamente unido con Dios y con aquel que está sentado con Él. Daos cuenta de lo que me atrevo a afirmar. Lo que un día fue estrado yo lo adoro de la misma manera que el trono. Y aunque hayamos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos ya más según la carne (2Co 5, 16). Admitamos que haya sido estrado antes de la muerte, antes de la resurrección, cuando comía, cuando bebía, cuando tenía nuestros mismos sentimientos. Pero después de resucitar y ascender victorioso al cielo yo no distingo entre el que está sentado y el que es estrado: en Cristo todo es trono. Tú me preguntarás y me dirás: “¿Por qué?”, o “¿cómo?”. Yo no sé de qué modo, y, sin embargo, creo que es así (Breviarium in Psalmos 98, 5). La Santísima Humanidad de Cristo merece adoración, culto de latría, por su unión hipostática con el Verbo de Dios.
Sal 99, 6-9. Dios ejerce el derecho y la justicia en su pueblo a través de mediadores. Se califica a Moisés y a Aarón de sacerdotes por ser ambos de la tribu de Leví, pero sobre todo por haber sido intercesores entre Dios y el pueblo en la salida de Egipto (cfr Ex 4, 15-16). Junto a ellos se menciona a Samuel quizás por ser el mediador en el advenimiento de la monarquía (cfr 1S 7, 8-9). Todos ellos obraron según el querer de Dios (v. 7). El no admitir el pecado y castigarlo (v. 8) muestra asimismo la santidad de Dios (v. 9).
La Iglesia, secundando la liturgia judía y uniendo su voz a la alabanza de Dios en los cielos, proclama a Dios Santo, santo, santo, Señor Dios Todopoderoso (cfr Ap 4, 8).
Sal 100, 1-3. La sucesión de imperativos indica la fuerza de la invitación. Servid al Señor (v. 2) equivale a darle culto; pero también implica cumplir sus mandatos. La alabanza a Dios, si es sincera, va siempre unida a la alegría -ahora manifestada en la fiesta (v. 2; cfr Sal 30; Sal 106; etc.)-, y es motivada por la fe -el Señor es Dios (cfr Dt 4, 35.39)- y por la convicción de pertenecerle a Él, así como por la seguridad de caminar bajo su guía (v. 3). Por eso Eusebio de Cesarea exhorta: Si no le servimos con alegría ni siquiera nos podemos atrever a presentarnos delante de Él (Commentaria in Psalmos 99). Y San Agustín, por su parte, comenta: Este salmo de alabanza nos manda y exhorta a regocijarnos en Dios. Pero no exhorta a que quien cante sea algún determinado ángulo de la tierra o una sola morada, o una sola reunión de hombres, sino que como Él derramó su bendición por todo el orbe, de cada parte de él reclama el regocijo (Enarrationes in Psalmos 99, 2).
Sal 100, 4-5. Las puertas del Señor son las del Templo -se piensa que este salmo tiene origen litúrgico-, y la acción de gracias, los cantos y bendición son la expresión de la alegría inicial (cfr v. 2). En correspondencia a la triple proclamación del v. 3 está la triple profesión de fe del v. 5.
Sal 101, 1-2. Aunque el v. 1 pudiera ser una añadidura del salmista a la profesión originaria del rey con el fin de acomodar el salmo a la liturgia, en la composición actual indica el modelo divino que quiere seguir el rey en su gobierno. El verbo discurrir (v. 2) tiene aquí una connotación característica de la literatura sapiencial en el sentido de obrar correctamente o poner atención; pero también esto es algo que Dios otorga y por eso se anhela su venida para llevar a cabo una administración del reino -casa- según la Ley del Señor. Considerando las palabras del v. 1San Bernardo comenta: Instruido por la experiencia, no cantaré sólo al juicio o sólo a la misericordia, sino que te cantaré a Ti, oh Señor, misericordia y juicio; mientras dura este peregrinar mío, cantaré ambas cosas para que la misericordia prevalezca sobre el juicio, la miseria sea reducida al silencio y mi gloria te cante, al fin, sólo a Ti (Sermones de tempore 6, 9).
Sal 101, 3-5. La buena administración implica no hacerse cómplice del mal -asuntos inicuos o, literalmente, palabra de Belial, es decir, del mal (cfr Sal 41, 9; Ex 10, 10)- ni tolerar a quienes lo realizan acusando falsamente al inocente. Haré callar (v. 5) tiene el sentido de haré aniquilar.
Sal 101, 6 En cambio, favorecerá -poner los ojos- a los que se adhieren al Señor y cumplen sus leyes -fieles-, rodeándose de ellos.
Sal 101, 7-8. Excluirá de su administración -casa- a aquellos que no buscan la verdad, y en el momento de juzgar los asuntos, con constancia -cada mañana (cfr 2S 15, 2; Jr 21, 12)-, liberará a todo el país y a Jerusalén de los que obran el mal (v. 8).
Sal 102, 2-3. Las invocaciones son comunes a otros salmos (cfr Sal 27, 9; Sal 39, 13; Sal 69, 18; etc.); están suponiendo que Dios escucha y protege.
Sal 102, 4-12. Con imágenes de gran fuerza expresiva se presenta el sufrimiento a causa de la enfermedad (vv. 4-6), de la soledad ante las acusaciones de los enemigos (vv. 7-9) y, sobre todo, del abandono por parte de Dios debido al pecado (vv. 10-12). La sombra que se alarga (v. 12) es señal de brevedad, pues pronto desaparece (cfr Sal 109, 23).
Sal 102, 13-18. En contraste con la brevedad de la vida humana y el desprecio de parte de los adversarios, están la eternidad de Dios y la esperanza segura de la pronta reconstrucción de Jerusalén, tal como se contemplaría al final del destierro o en el tiempo de la vuelta (vv. 13-15; cfr Is 40, 5; Is 52, 10; Is 59, 19; etc.). Ello llevará el reconocimiento universal de las acciones de Dios con su pueblo (vv. 16-18; cfr Is 2; Is 60; Za 14, 16-19). En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de Él no hay dioses (cfr Is 44, 6). Dios transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: “Ellos perecen, mas Tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan…pero Tú siempre el mismo, no tienen fin tus años” (Sal 102, 27-28). En Él “no hay cambios ni sombras de rotaciones” (St 1, 17). Él es “El que es”, desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas (Catecismo de la Iglesia Católica, 212).
Sal 102, 19-23. En visión profética, sin duda retrospectiva, se habla del pueblo surgido -será creado (v. 19)- a la vuelta del destierro, que es comparado a la muerte (v. 21), y se anuncia la paz universal en el reconocimiento del Dios único, como en los salmos de la realeza de Dios (v. 22; cfr Sal 96, 3.7-10; Sal 98, 2-3; etc.; Is 60, 3-11).
Sal 102, 24-28. El salmo retorna a la lamentación, resaltando ahora la muerte prematura del orante (vv. 24-25); pero, tras haberse contemplado la restauración de Jerusalén en los versículos anteriores, se puede ahora proclamar con más fuerza la eternidad de Dios (vv. 26-28). Tal eternidad se presenta como motivo para que Dios escuche la petición del v. 25. La Carta a los Hebreos entiende que las palabras de los vv. 26-28 fueron dichas sobre Jesucristo, y las cita literalmente para mostrar su superioridad sobre los ángeles, su divinidad (cfr Hb 1, 10-12).
Las consecuencias que para la vida espiritual se derivan de la condición pasajera de este mundo frente a la eternidad de Dios, las pone de relieve San Juan de la Cruz al hilo de los vv. 27-28: Ha, pues, el espiritual de purgar y oscurecer su voluntad en este vano gozo, advirtiendo que la hermosura y todas las demás partes naturales son tierra, y que de ahí vienen y a la tierra vuelven; y que la gracia y donaire es humo y aire de esa tierra; y que, para no caer en vanidad, lo ha de tener por tal y por tal estimarlo, y en estas cosas enderezar el corazón a Dios en gozo y alegría de que Dios es en sí todas esas hermosuras y gracias eminentísimamente, en infinito sobre todas las criaturas; y que, como dice David (Sal 102, 27), todas ellas, como la vestidura, se envejecerán y pasarán, y sólo Él permanece inmutable para siempre. Y por eso, si en todas las cosas no enderezare a Dios su gozo, siempre será falso y engañado; porque de este tal se entiende aquel dicho de Salomón (Si 2, 2), que dice hablando con el gozo acerca de las criaturas, diciendo: Al gozo dije: “¿Por qué te dejas engañar en vano?”; esto es, cuando se deja atraer de las criaturas el corazón (Subida al monte Carmelo 3, 21, 2).
Sal 102, 29 La misma eternidad de Dios asegura el futuro del pueblo.
Sal 103, 1-2. El salmista desea bendecir al Señor con todo su ser, y por todos los beneficios recibidos, sin olvidar ninguno.
Sal 103, 3-5. La misericordia y compasión de Dios (v. 4), que resplandecen en la vida del salmista como una corona, son el motivo de fondo de todo el salmo (vv. 8.11.13.17).
Sal 103, 6 Es la afirmación central de la alabanza. La bondad y misericordia divinas se manifiestan como salvación -justicia- de los oprimidos.
Sal 103, 7-12. El recuerdo de lo que Dios ha hecho por el pueblo a lo largo de la historia, sintetizado en los vv. 8-10, concluye con la afirmación de la inmensidad de su misericordia (vv. 11-12).
Sal 103, 13-18. De igual modo, la consideración del cuidado que Dios tiene -como un padre (v. 13; cfr Dt 32, 6; Os 11, 1-11; etc.)-, hacia el hombre débil por naturaleza -polvo (v. 14; cfr Gn 3, 19)- desemboca en la afirmación de la eternidad de su misericordia (vv. 17-18; cfr Sal 12, 8). Estas bellas palabras revelan el inmenso amor que Dios tiene al hombre, precisamente viendo su pequeñez: Tan espléndida es la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo Él más por nosotros de lo que podemos comprender (S. Tomás de Aquino, Expositio in Credum 61).
Sal 103, 19 Dios ejercita su misericordia y justicia desde el cielo como un rey que gobierna el mundo entero.
Sal 103, 20-23. De ahí que se invite a alabarlo no sólo a todos los seres celestes -ángeles y fuertes guerreros son aquí equivalentes como en Sal 148, 2- por los que lleva a cabo sus decisiones (vv. 20-21), sino también a toda la humanidad y a la creación, obras suyas (v. 22).
Sal 104, 1 La grandeza de Dios es contemplada en la creación, y en el orden que tiene, debido al acto creador y a la constante providencia divina; refleja su gloria.
Sal 104, 2-4. El salmista utiliza con gran libertad el relato de la creación del primer capítulo del Génesis. La luz (v. 2) fue lo primero que Dios creó, y viene considerada como un elemento con entidad propia (cfr Gn 1, 3-5). Después se contempla el firmamento (cfr Gn 1, 6) comparado en el salmo, según la cosmogonía antigua (cfr Is 40, 22; Sal 19, 2-7), a una enorme tienda de campaña (v. 2). La afirmación de que Dios está sobre las aguas superiores (v. 3; cfr Gn 1, 7) quiere resaltar su trascendencia, aunque utilice una terminología mítica. Lo mismo sucede con el hacer de las nubes su carroza (cfr Dt 33, 26; Is 19, 1; Sal 68, 5), y el servirse de los vientos y de los relámpagos -fuegos llameantes (v. 4)-. En la Carta a los Hebreos se cita el v. 4 -si bien en una versión, la de los Setenta, que dice: Él hace a sus ángeles vientos y a sus ministros llama de fuego- para contrastar la naturaleza de los ángeles con la de Cristo, el Hijo de Dios, Dios verdadero (Hb 1, 7).
Sal 104, 5-9. Glosando la separación de las aguas y la aparición de la tierra seca que se narra en Gn 1, 6-10, y el caos originario que aparece en Gn 1, 2, el salmista proclama el poder de Dios frente a las aguas marinas consideradas como fuerzas amenazadoras.
Sal 104, 10-18. La parte central del salmo la ocupa la descripción, llena de rasgos poéticos, de cómo Dios, mediante las fuentes y la lluvia, calma la sed de los animales salvajes, proporciona el alimento a los ganados y a los hombres, y hace crecer grandes árboles -árboles del Señor (v. 16). La tierra parece el paraíso. La frase del v. 10 a través de los montes… fue meditada muchas veces por San Josemaría Escrivá. A partir de la versión de la Vulgata, que utiliza un futuro para expresar la acción de las aguas, empleaba estas palabras del salmo invitando a levantar el ánimo ante las dificultades: Crécete ante los obstáculos. -La gracia del Señor no te ha de faltar: inter medium montium pertransibunt aquae! -¡pasarás a través de los montes! ¿Qué importa que de momento hayas de recortar tu actividad si luego, como muelle que fue comprimido, llegarás sin comparación más lejos que nunca soñaste? (Camino, 12). Otras veces el mismo San Josemaría refería tales dificultades a los obstáculos del apostolado: Algunos podrán parecer insuperables…, mas inter medium montium pertransibunt aquae -las aguas pasarán a través de las montañas: el espíritu sobrenatural y el ímpetu de nuestro celo horadarán los montes, y superaremos esos obstáculos (Forja, 283).
Sal 104, 19-23. De nuevo resuena el relato del Génesis, ahora sobre la creación del sol y la luna (cfr Gn 1, 14-18), pero resaltando que ellos marcan el orden en el que se desarrolla la actividad de las fieras y del hombre (vv. 20-23). El hombre está llamado a realizar su trabajo en ese marco de la creación (v. 23) y en él puede santificar su tarea realizándola conforme a los planes divinos.
Sal 104, 24-26. Toda la creación y todas las criaturas reflejan la sabiduría de Dios, tanto en la tierra como en el mar. Incluso el Leviatán, monstruo marino mitológico (cfr Jb 3, 8), pierde su carácter terrible (v. 26). La Sabiduría unigénita y personal de Dios es creadora y hacedora de todas las cosas. Todo -dice, en efecto, el salmo- lo hiciste con sabiduría, y también: La tierra está llena de tus criaturas. Pues, para que las cosas creadas no sólo existieran, sino que también existieran debidamente, quiso Dios acomodarse a ellas por su Sabiduría; imprimiendo en todas ellas en conjunto y en cada una en particular cierta similitud e imagen de Sí mismo, con lo cual se hiciese patente que las cosas creadas están embellecidas con la Sabiduría y que las obras de Dios son dignas de Él (S. Atanasio, Contra arianos 2, 78).
Sal 104, 27-30. Dios cuida, como un padre, de todos los seres vivos proporcionándoles alimento hasta que se sacian, y manteniéndoles vivos con su espíritu; el mismo espíritu que hizo al hombre un ser vivo al comienzo (cfr Gn 2, 7). Las palabras del v. 30 las repite la Iglesia cuando pide a Dios que envíe el Espíritu Santo. Las recita también en la liturgia de Pentecostés y las glosa en la Secuencia de la Misa de ese día para anhelar la acción del Espíritu en el mundo y en el hombre: Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. (…) Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero (Misal Romano, Secuencia de Pentecostés).
Sal 104, 31-32. El salmista desea que esa gloria del Señor, es decir, el orden de la creación como reflejo de la acción continuada de Dios -sus obras- dure por siempre.
Sal 104, 33-35. El poema finaliza con el voto del salmista de dedicar toda su vida a la alabanza del Señor mediante el canto de sus obras, como ha hecho en el salmo (vv. 33-34), y con una imprecación contra los pecadores como si éstos perturbaran el orden del mundo que acaba de cantar (v. 35). La expresión Aleluya que aparece aquí según el texto hebreo -en los Setenta viene al final del salmo siguiente- responde sin duda a motivos litúrgicos.
Sal 105, 1-4. Las invitaciones iniciales van dirigidas a Israel (cfr v. 6) y, en concreto, a los que acuden al Templo (vv. 2.3), donde, según 1Cro 16, 8-22, se recitaban los quince primeros versículos de este salmo unidos a Sal 96 y Sal 106, 47-48. Las palabras del v. 3 son una invitación a vivir alegremente en el Señor: Laetetur cor quaerentium Dominum -Alégrese el corazón de los que buscan al Señor. -Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza (S. Josemaría Escrivá, Camino, 666).
Sal 105, 5-7. El v. 7 es una profesión de fe que viene avalada por la narración contenida en el salmo, similar al resumen de Dt 26, 3-10 (cfr Jos 24, 2-13) con el que el pueblo confesaba su fe. Quizás este salmo era recitado también en la fiesta de las Semanas (cfr Lv 23, 15-21), o en alguna otra de las que rememoraban la salida de Egipto (Pascua o Tabernáculos).
Sal 105, 8-11. Recordando la promesa de la tierra hecha por Dios a Abrahán (cfr Gn 15, 1-2), a Isaac (cfr Gn 26, 3) y a Jacob (cfr Gn 35, 12), el salmista resalta el carácter permanente de aquella palabra del Señor. Ése es el motivo de la alabanza y, al mismo tiempo, de la esperanza del pueblo.
Sal 105, 12-15. Queda resumida la historia de los patriarcas, destacándose la protección divina sobre ellos (cfr Gn 12, 10-20; Gn 26, 1-14). La designación de aquéllos como mis ungidos y mis profetas (v. 15) -designación que sólo se encuentra aquí- sirve para equipararlos en dignidad a los reyes y a los enviados de Dios.
Sal 105, 16-22. Cortar todo sustento de pan (v. 16). El texto dice literalmente: Quebrar toda vara de pan. La vara puede aludir al palo en el que se cuelgan a veces en Oriente los panes en forma de rosco (cfr Lv 26, 26), o al que se usaba para varear las espigas (cfr Is 28, 27). La historia de José es contemplada a la luz de la providencia divina (v. 17) y del cumplimiento de la palabra del Señor (v. 19; cfr Gn 40; Gn 41, 9-13).
Sal 105, 23-36. Para resaltar la iniciativa de Dios se atribuyen a Él todas las acciones (cfr vv. 24-26), incluso el envío de las plagas (vv. 28-36), de las que son mencionadas ocho y en distinto orden del que aparecen en Ex 7-12. Otro recuerdo de las plagas se encontraba en Sal 78.
Sal 105, 37-41. Del desierto sólo se recuerdan los favores del Señor que los protegía del calor y de la oscuridad (v. 39), y les proporcionaba alimento -el maná es llamado pan del cielo (v. 40; cfr Sal 78, 25)-, agua y alivio en el camino (vv. 40-41). Viendo en el pan del cielo una figura de la Eucaristía, comenta San Ambrosio: Es, ciertamente, admirable el hecho de que Dios hiciera llover el maná para los padres y los alimentase cada día con aquel manjar celestial, del que dice el salmo: El hombre comió pan de ángeles (Sal 78, 25). Pero los que comieron aquel pan murieron todos en el desierto; en cambio, el alimento que tú recibes, este pan vivo que ha bajado del cielo, comunica el sostén de la vida eterna, y todo el que coma de él no morirá para siempre, porque es el cuerpo de Cristo. Considera, pues, ahora qué es más excelente, si aquel pan de ángeles o la carne de Cristo, que es el cuerpo de vida. Aquel maná caía del cielo, éste está por encima del cielo; aquél era del cielo, éste del Señor de los cielos; aquél se corrompía si se guardaba para el día siguiente, éste no sólo es ajeno a toda corrupción; sino que comunica la incorrupción a todos los que lo comen con reverencia. A ellos les manó agua de la roca, a ti sangre del mismo Cristo; a ellos el agua los sació momentáneamente, a ti la sangre que mana de Cristo te lava para siempre. Los judíos bebieron y volvieron a tener sed, pero tú, si bebes, ya no puedes volver a sentir sed, porque aquello era la sombra, esto la realidad. Si te admira aquello que no era más que una sombra, mucho más debe admirarte la realidad (De mysteriis 8, 47).
Sal 105, 42-45. El canto termina proclamando que la promesa divina hecha a Abrahán se ha cumplido con la entrada en la tierra prometida (cfr vv. 8-11), pues era una promesa del Dios santo y fiel -palabra santa (v. 42)-. La donación gratuita de la tierra (v. 44) tenía como fin que también el pueblo fuese santo (v. 45). Esta constancia en el actuar de Dios con su pueblo manifiesta que si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, “un corazón recto”, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 30).
Sal 106, 1-5. Acción de gracias, alabanza y súplica se unen estrechamente en la introducción del salmo, lo mismo que se integran los sentimientos personales del salmista y la salvación del pueblo.
Sal 106, 6-12. La misericordia del Señor (cfr v. 1) se manifiesta precisamente frente al pecado, en el que es solidario todo el pueblo y que está presente a lo largo de toda su historia (v. 6). La rebelión junto al Mar Rojo que sirve de base a los vv. 7-12 no se menciona en Ex 14-15; tal vez aluda al rechazo del pueblo a Moisés cuando éste intenta poner paz entre los hebreos (cfr Ex 2, 13-14).
Sal 106, 13-33. La descripción del pecado del pueblo en la protesta por falta de pan (vv. 13-15) presenta un progreso de menos a más: olvidar, no confiar, codiciar y tentar a Dios. Son los aspectos del pecado que van apareciendo también progresivamente al hilo del recuerdo de los distintos episodios del desierto: olvidar (v. 21), desconfiar (v. 24), comer (v. 28), irritar -tentar- (v. 32). Aunque Dios salva, no deja sin castigo, como indicaría la segunda parte del v. 15 -si bien los Setenta y la Neovulgata interpretan hartura en vez de debilidad-. La rebeldía contra Moisés y Aarón (vv. 16-18) está narrada en Nm 16. El episodio del becerro de oro (vv. 19-23) se recoge en Ex 32 (cfr Dt 9, 7-21). Su gloria (v. 20) es en el texto hebreo más común la gloria de ellos, aunque algunos manuscritos corrigen la gloria de Él, pues la gloria sólo pertenece a Dios. En cualquier caso Dios es la gloria de ellos. La murmuración en el desierto (vv. 24-27) se encuentra narrada en Nm 14, 2-35; pero en el salmo el castigo se hace recaer no sólo sobre la generación del desierto (v. 26), sino sobre sus descendientes (v. 27) aludiendo al destierro (cfr v. 46). Al recordar los sucesos de Sitim (vv. 28-31) (cfr Nm 25, 1-18) se alaba, como en el libro de los Números, el brutal acto de Fineás (o Pinjás) que dio muerte a un israelita y a la madianita que había tomado para sí. Trastocando el orden en el que aparecen los sucesos en el libro de los Números, termina la exposición de los pecados del pueblo en el desierto con el episodio de Meribá (vv. 32-33; cfr Nm 20, 1-13; Ex 17, 1-7), donde el pueblo tentó a Dios (Ex 17, 7). El salmista muestra su empeño de disculpar a Moisés (v. 32), que por su especial relación con Dios es modelo de intercesor para el salmista (cfr v. 23): De esta intimidad con el Dios fiel, tardo a la cólera y rico en amor (cfr Ex 34, 6), Moisés ha sacado la fuerza y la tenacidad de su intercesión. No pide por él, sino por el pueblo que Dios ha adquirido. Moisés intercede ya durante el combate con los amalecitas (cfr Ex 17, 8-13) o para obtener la curación de María (cfr Nm 12, 13-14). Pero es sobre todo después de la apostasía del pueblo cuando “se mantiene en la brecha” ante Dios (Sal 106, 23) para salvar al pueblo (cfr Ex 32, 1-Ex 34, 9). Los argumentos de su oración (la intercesión es también un combate misterioso) inspirarán la audacia de los grandes orantes tanto del pueblo judío como de la Iglesia. Dios es amor, por tanto es justo y fiel; no puede contradecirse, debe acordarse de sus acciones maravillosas, su gloria está en juego, no puede abandonar al pueblo que lleva su Nombre (Catecismo de la Iglesia Católica, 2577).
Sal 106, 34-43. El pecado del pueblo ya en la tierra viene presentado en su aspecto de desobediencia, ya que Israel no hizo allí lo que Dios le había mandado (vv. 34-35), y sí en cambio lo que les había prohibido (vv. 36-39). En estos versículos se resume el peor pecado de Israel, que queda generalizado a la época de los Jueces y de los Reyes, y que desemboca en el castigo del destierro (vv. 40-42). La relación de Dios con el pueblo en ese tiempo la resume el v. 43 según la visión deuteronomista (cfr Dt 4, 21-31).
Sal 106, 44-46. En el momento final, sin embargo, Dios ha escuchado a su pueblo recordando la Alianza y actuando con misericordia.
Sal 106, 47-48. La forma de actuar de Dios con su pueblo motivaba la acción de gracias inicial (v. 1), y motiva ahora la petición por parte del pueblo (v. 47). La alabanza del v. 48 no sólo cierra este salmo sino la parte IV del libro. Posiblemente se trata de una adición de carácter editorial al hacer la agrupación final de los salmos en cinco libros.
La misericordia de Dios hacia su pueblo, cantada en este salmo, ha llegado a su punto culminante y se ha hecho extensiva a todos los hombres en Jesucristo: Éste es el Hijo de Dios, que en su resurrección ha experimentado de manera radical en Sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre, que es más fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término -y, en cierto sentido, más allá del término- de su misión mesiánica se revela a Sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado. El Cristo pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente: histórico–salvífico y a la vez escatológico (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 8).
Sal 107, 1-3. Comienza con una introducción litúrgica (cfr Sal 118) y, probablemente, los estribillos introducidos a continuación reflejan respuestas del pueblo o del coro en la acción cultual. Los reunidos de los cuatro puntos cardinales (v. 3) incluyen a los dispersados -a sus descendientes- en las invasiones asiria y babilónica.
Sal 107, 4-9.10-16. El salmista habla de forma poética. Las menciones a los errantes por el desierto (vv. 4-9) y a los prisioneros cautivos (vv. 10-16; cfr Is 42, 7) recuerdan indirectamente situaciones por las que pasó el pueblo de Dios en el desierto, en la tierra (cfr Is 9, 2) y en la cautividad. Sin embargo, aquí se generaliza, incluyendo a todos los hombres (vv. 8.15; etc.), que sufrieron situaciones semejantes.
Sal 107, 17-22. Vuelve a aparecer aquí la relación entre enfermedad y pecado (cfr Sal 6), presentando la curación como consecuencia de un oráculo divino (v. 20) que, quizá pronunciado por el sacerdote o por el profeta (cfr 2R 20, 4-6), la anunciaba.
Sal 107, 23-32. Entre los que se hacen a la mar para comerciar podían contarse también los judíos (cfr 1R 9, 26-28; 1R 10, 23). En el mar se muestra el poder de Dios sobre las aguas caóticas (cfr Sal 104, 6-7.25-26).
Sal 107, 33-38.39-42. La forma de actuar Dios, aunque se expresa en afirmaciones de tipo general, puede reflejar la historia del pueblo que, castigado con sequías (vv. 33-34; cfr 1R 17, 1-7; 2R 8, 1) y bendecido con lluvias (v. 35; cfr 1R 18, 44-45), cuando ya había prosperado (vv. 36-38) fue humillado y llevado al destierro (vv. 39-40), y luego nuevamente favorecido por Dios (v. 41). Las imágenes son parecidas a las que se emplean en el libro de Isaías (cfr Is 35, 6-7; Is 41, 18; Is 43, 19-20; etc.), que bien pudo influir en la composición de esta segunda parte del salmo que concluye con el v. 42.
Sal 107, 43 Este verso final hace de conclusión a todo el salmo, presentándolo como una lección de sabiduría acerca de la misericordia del Señor por la que se le ha dado gracias (cfr v. 1). Y San Agustín comenta: ¿Por qué [el sabio] retiene estas cosas? Porque entenderá las misericordias del Señor, no sus méritos, sus propias fuerzas, su propio poder. (…) ¿Cómo las retendrá? Por la humildad (Enarrationes in Psalmos 106, 15).
Sal 108, 2-5. La invocación a Dios, en vocativo, del v. 2 aparece en los vv. 6 y 12, dando así unidad al salmo. La alabanza que se tributa litúrgicamente en el Templo se considera contemplada por todas las naciones.
Sal 108, 6 La petición va encaminada en primer lugar a que la gloria de Dios sea reconocida universalmente.
Sal 108, 7 La manifestación de la gloria divina se realiza precisamente salvando a su pueblo.
Sal 108, 8-10. Los pueblos y las naciones del v. 4 hallan su concreción en los mencionados en el v. 10. La petición del v. 6 se concreta ahora en la súplica de victoria militar sobre los pueblos enemigos de Israel (v. 10), porque la gloria de Dios se alza sobre toda la tierra. En estas correspondencias se muestra la unidad de la composición.
Sal 108, 11.12-14 cfr Sal 60, 11-14. La total confianza en Dios expresada en estos salmos la vive el cristiano desde la fe en Jesucristo: No pongamos la esperanza sino en Dios sólo. No digamos: “Si me ocurriera esto o aquello, ¿de qué viviré?”. Yo te contesto: “Si se desata la persecución, cosa bien grave, ¿de qué vivirás?”. El cristiano siempre está en tiempo de persecución y siempre tiene delante la indigencia total. Por tanto nadie puede tenerse como señor de su propia vida, nadie debe tener miedo y nadie debe decir: “Si envejezco, ¿de qué viviré?, si enfermo, ¿con qué podré subsistir?”. ¿Tú posees ya a Cristo y tienes miedo? Si alimenta a los pájaros del cielo, ¿dudas de que puede alimentarte a ti? El diablo alimenta a sus adeptos, y Cristo ¿va a dejar de alimentar a sus siervos? (…) Alejemos pues de nuestros corazones todas las preocupaciones y digamos: con Dios haremos proezas (S. Jerónimo, Breviarium in Psalmos 107, 14).
Sal 109, 1-5. Con la forma inicial de invocar a Dios -Dios de mi alabanza- se expresa ya confianza en Él (cfr v. 30) y se indica que Dios es el mismo a quien se viene alabando en los salmos anteriores (cfr Sal 108, 4; etc.). El salmista aduce su inocencia (v. 4; cfr Sal 7, 4-6) y expone ante Dios el contraste entre la actitud de sus acusadores y la suya propia que ha sido de amor hasta ese momento (vv. 3-5).
Sal 109, 6-15. Quizá ha de entenderse que los acusadores son los propios familiares del orante. Aun viendo en los vv. 6-15 los deseos del salmista -es la interpretación más probable, ya que comienza a modo de oración (v. 6) y concluye nombrando al Señor (v. 15)-, tales deseos no son otra cosa que reflejo exacto de los que tienen contra él sus enemigos (vv. 7.17). Se desea que sufran tres males contados entre los peores: un juicio en el que no puedan defenderse dada la maldad del juez -un impío- y la saña del acusador -en hebreo satán- (vv. 6-7); que mueran y los suyos sufran las consecuencias del abandono (vv. 8-10), y que desaparezcan sus bienes y su descendencia (vv. 11-15). San Lucas ve cumplidas las palabras del v. 8 -que su cargo lo ocupe otro- en la muerte de Judas Iscariote y en la elección de San Matías (cfr Hch 1, 20).
Sal 109, 16-20. A modo de argumentación para justificar tales deseos se apela a la ley del talión: maldición completa (vv. 18-19), ya que no sólo no fue misericordioso con el pobre, sino que lo quiso eliminar (vv. 16-17). El salmista espera que Dios actúe aplicando esa ley a sus acusadores (v. 20). Debido a estas duras imprecaciones, en la liturgia actual de la Iglesia no se recita este salmo. Con todo, la Iglesia ha subrayado el carácter medicinal de estas expresiones: En cuanto a las maldiciones de varones santos (cfr Sal 6; 79 y 109), pronunciadas contra impíos, es manifiesto, según la doctrina de los Santos Padres, que son o predicciones de males que habían de sucederles, o que eran dirigidas contra el pecado para destruir los efectos de la culpa, dejando a salvo las personas (Catecismo Romano 4, 5, 7). En cualquier caso, para el lector cristiano las palabras de este salmo son, por contraste, una llamada a cambiar en perdón todo deseo de venganza: También nosotros debemos perdonar a los que nos ofenden, ya que todos estamos bajo la mirada de nuestro Dios y Señor y todos compareceremos ante el tribunal de Dios, y cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo (S. Policarpo de Esmirna, Ad Philippenses 6, 2).
Sal 109, 21-25. El orante se presenta ante Dios como pobre y necesitado (v. 22), que espera en la misericordia divina (v. 21), ya que no encuentra misericordia en sus acusadores (vv. 16.25) en el momento en que se siente enfermo de muerte (vv. 23-24).
Sal 109, 26-29. La petición pone en contraste lo que los acusadores del salmista hicieron con él y lo que espera que Dios haga por él.
Sal 109, 30-31. La protección divina es el mejor testigo de la inocencia del salmista.
Sal 110, 1 La atención que presta a los aspectos guerreros y militares lleva a situar este salmo en la primera época de la monarquía. La forma de introducir el primer oráculo -Oráculo del Señor (Yhwh) a mi señor (adonay, el rey)- ha hecho pensar que fuera pronunciado por David, como un oráculo acerca de Salomón (cfr 2S 23, 1-3) al que reconoció como rey antes de morir (cfr 1R 1, 34.46-48). En realidad pudo componerse para cualquier rey de la dinastía davídica. Estar sentado a la derecha significa ocupar un lugar de honor y participar de una dignidad similar a la del personaje principal (cfr Sal 45, 10 a propósito de la reina respecto al rey). Al ser leído el oráculo en la entronización del rey se reafirmaba la promesa de que Dios le ayudaría a vencer completamente a sus enemigos. Jesús empleó y citó expresamente este salmo cuando planteó a los judíos que si David, a quien todos atribuían el salmo sin dudar, llama señor al Mesías, ¿cómo puede éste ser un descendiente suyo? (cfr Mc 12, 35-37 y par.). El Mesías es muy superior a David puesto que éste le llama Señor. De esta forma Jesús mostraba el carácter trascendente de su mesianismo. El salmo por tanto se cumple en Jesucristo.
Sal 110, 2-3. Aunque es el rey quien ocupa visiblemente el trono en Jerusalén (Sión), en realidad es el Señor, que también reside en Jerusalén, en el Templo, quien da al rey el poder y la victoria. El comienzo del v. 3 dice, según el texto hebreo: Tu pueblo viene voluntario el día de tu poder. Se expresaría así el reconocimiento del pueblo que se presenta voluntariamente para engrosar el ejército -poder- del rey; pero este sentido no es seguro. Los traductores del libro al griego, los Setenta, entendieron: Para ti el principado en el día de tu poder, que significaría la permanencia del rey en el trono tras las victorias sobre los enemigos. Esta misma traducción sigue la Neovulgata. Asimismo, la segunda parte del v. 3, siguiendo el texto hebreo, sería: Entre galas sagradas, desde el seno de la aurora, tienes el rocío de tu juventud. Expresaría el esplendor y la perenne juventud del rey, o que el rey cuenta con la adhesión cada mañana de abundantes jóvenes guerreros. Las versiones citadas lo comprenden de otra forma, tal como hemos traducido. Así significaría la filiación adoptiva del rey por parte de Dios como en Sal 2. En este sentido, sería asimismo parte del protocolo de la coronación del rey.
Sal 110, 4 Como otros reyes de la antigüedad, David y Salomón ejercieron el sacerdocio (cfr 2S 6; 1R 8). Aquí se dice sacerdote eterno porque Dios es fiel a sus promesas, y si prometió a David un trono firme para siempre (cfr 2S 7, 16), el de Jerusalén, a ese trono iba unida la dignidad sacerdotal de Melquisedec, antiguo rey de la ciudad, que bendijo a Abrahán cuando éste le presentó ofrendas (cfr Gn 14, 18-20). Así el rey recibe el sacerdocio no por la vía de descendencia familiar, como los hijos de Aarón y de Leví, sino directamente de Dios. En la Carta a los Hebreos se explica con amplitud cómo este salmo se cumple en Jesucristo, el Hijo de Dios, en cuanto que Él es el sacerdote eterno según el orden de Melquisedec. Ya al comienzo de la carta, Cristo es presentado como superior a los ángeles, pues a ningún ángel se dijeron jamás, como a Jesús, las palabras del v. 1Siéntate a mi diestra (Hb 1, 13). Jesucristo no se apropió la gloria del sumo sacerdocio, sino que le fue otorgada por el Padre al decirle: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (v. 4; Hb 5, 6). En Él, por tanto, tenemos el ancla de nuestra esperanza, pues aquello a lo que Dios se había comprometido con juramento (Sal 110, 4) queda cumplido en Jesús, que entró en los cielos por nosotros como precursor hecho a semejanza de Melquisedec, Sumo Sacerdote para siempre (Hb 6, 19-20). Jesús no pertenecía a la tribu de Leví, como tampoco el rey del que se habla en el salmo. Por eso el autor de la Carta a los Hebreos emplea también el v. 4 para mostrar que el sacerdocio de Jesucristo, otorgado directamente por Dios con juramento (Hb 7, 20-22), significa que el sacerdocio levítico era algo transitorio que con Cristo ha dejado de tener validez.
Sal 110, 5-7. En virtud de la dignidad sacerdotal recibida se augura al rey la protección divina -a tu derecha, empleando de otra forma la misma imagen del v. 1- que le va a otorgar un dominio universal (vv. 5-7). Día de su ira significa el momento en que intervenga y, según la literalidad del texto, se refiere a Dios que sería asimismo el sujeto de las frases que siguen (vv. 5b-7). Se trata de una acción divina presentada a modo de la acción de un rey guerrero que, tras vencer totalmente a los demás pueblos destruyendo sus ejércitos, impone su poder (v. 6) y recorre tranquilo y victorioso su camino (v. 7). Sin embargo, el sujeto de los versículos 6-7 podría ser el rey que, porque Dios le protege a él y expulsa a otros reyes (v. 5), obtiene dominio universal (v. 6), paz y gloria (v. 7). Se interpreten de una u otra forma estos versículos, se trata en definitiva del dominio ejercido por el rey, bien porque Dios se lo entrega, bien porque lo protege para obtenerlo. Nuestro Salvador fue verdaderamente ungido, en su condición humana, ya que fue verdadero rey y verdadero sacerdote, las dos cosas a la vez, tal y como convenía a su excelsa condición. El salmo nos atestigua su condición de rey, cuando dice: Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, mi monte santo. Y el mismo Padre atestigua su condición de sacerdote, cuando dice: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. Aarón fue el primero en la ley antigua que fue constituido sacerdote por la unción del crisma y, sin embargo, no se dice: “Según el rito de Aarón”, para que nadie crea que el Salvador posee el sacerdocio por sucesión. Porque el sacerdocio de Aarón se transmitía por sucesión, pero el sacerdocio del Salvador no pasa a los otros por sucesión, ya que Él permanece sacerdote para siempre, tal como está escrito: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. El Salvador es, por lo tanto, rey y sacerdote según su humanidad, pero su unción no es material, sino espiritual. Entre los israelitas, los reyes y sacerdotes lo eran por una unción material de aceite; no que fuesen ambas cosas a la vez, sino que unos eran reyes y otros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo, Él, que vino a dar plenitud a la Ley (Faustino Luciferiano, De Trinitate 39).
Éste es uno de los salmos que la Iglesia utiliza en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, para expresar que Jesús es el Sacerdote que nos ofrece el pan y el vino de su Cuerpo y de su sangre.
Sal 111, 1 El aleluya inicial, título del salmo, es probablemente un añadido posterior para indicar el carácter de alabanza que tenía el poema. El salmista expresa la intensidad de su acción de gracias -de todo corazón- y su pertenencia a un grupo de piadosos -consejo de los rectos-.
Sal 111, 2-3. La atención recae ante todo en las obras de Dios, que reflejan su gloria y su justicia.
Sal 111, 4-9. Son obras dignas de recordar porque reflejan la manera de actuar el Señor. El recuerdo que se tiene de ellas ha de ir paralelo al que Dios tiene de su Alianza. Además, con sus obras el Señor estableció sus preceptos, que se han de cumplir del mismo modo que Él cumple su Alianza eternamente (v. 8). Siguiendo la interpretación cristológica, Ruperto de Deutz veía en las palabras del salmo una alusión a la Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza: Como en el salmo anterior había dicho: (…) Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec e instituyó para nosotros ese orden en el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, en este salmo canta con razón: Él da alimento a sus fieles (De Sancta Trinitate et operibus eius 5, in psalmo 110).
Sal 111, 10 El recuerdo de las obras del Señor y el cumplimiento de sus preceptos son la máxima expresión -principio- de sabiduría (cfr Pr 1, 7) y fundamento de la alabanza que a Él se le debe siempre.
Sal 112, 1 Queda resumido en frase lapidaria el principio de sabiduría que hace feliz al hombre (cfr Sal 1, 1-2; Sal 111, 10). Santa Teresa de Jesús hizo de este salmo el lema de sus terceras moradas en las que explica cómo el hombre no debe confiar en sus fuerzas sino en la misericordia del Señor: A los que por la misericordia de Dios han vencido estos combates, y con la perseverancia entrado a las terceras moradas ¿qué les diremos, sino bienaventurado el varón que teme al Señor? No ha sido poco hacer Su Majestad que entienda yo ahora qué quiere decir el romance de este verso a este tiempo, según soy torpe en este caso. (…) Mas una cosa os aviso: que no por ser tal y tener tal madre estéis seguras, que muy santo era David, y ya veis lo que fue Salomón; ni hagáis caso del encerramiento y penitencia en que vivís, ni os asegure el tratar siempre de Dios y ejercitaros en la oración tan continuo y estar tan retiradas de las cosas del mundo y tenerlas a vuestro parecer aborrecidas. Bueno es todo esto, mas no basta -como he dicho- para que dejemos de temer; y así continuad este verso y traedle en la memoria muchas veces: Beatus vir, qui timet Dominum (Moradas 3, 1, 1.4).
Sal 112, 2-9. La felicidad del que teme al Señor consistirá en ver prosperar a su descendencia (vv. 2-3) y en tener el auxilio divino en las dificultades -tinieblas (v. 4)-. El v. 4 no es claro y puede entenderse también en el sentido de que el justo brilla como una luz siendo clemente y misericordioso. Se aplicarían entonces al hombre, por primera y única vez en toda la Biblia, los atributos que se aplican a Dios (cfr por ej. en Ex 34, 6); pero esa novedad responde a la orientación del salmo. A ese hombre, honrado en sus trabajos, solidario con los demás (v. 5) y que pone su confianza en Dios (v. 7) no le sucederá nada malo, ni aun cuando tuviera enemigos (v. 8). Además, porque hace limosnas (cfr Pr 19, 17; Tb 4, 7-11), será perdonado por Dios y honrado por los demás (v. 9). San Pablo, cuando organizó la colecta en favor de los cristianos de Jerusalén, exhortaba a los cristianos de las ciudades de Grecia con las palabras del v. 9 diciéndoles: Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia, para que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo necesario, tengáis abundancia en toda obra buena, según está escrito: Repartió con largueza, dio a los pobres; su justicia permanece para siempre (2Co 9, 8-9).
Sal 112, 10 El mismo éxito de los justos hará sufrir y fracasar al impío (v. 10).
Sal 113, 1-3. La relevancia del Nombre en estos versículos está ya indicando la atención a la misericordia divina manifestada por Dios a su pueblo. Él merece una alabanza eterna (v. 2) y universal (v. 3). Entre todas las palabras de la Revelación hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. “El nombre del Señor es santo”. Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cfr Za 2, 17). No lo empleará en sus propias palabras sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo (cfr Sal 29, 2; Sal 96, 2; Sal 113, 1-2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2143).
Sal 113, 4 Se pronuncia la alabanza confesando que Dios tiene el dominio de la tierra y de los cielos.
Sal 113, 5-9. Lo más admirable es que el Dios de Israel -nuestro Dios-, siendo trascendente a todo -se sienta en las alturas (v. 5)-, se ocupa de todos (v. 6). Ésta es la afirmación central del salmo que muestra cómo es el Nombre, cómo es Dios: el que está en lo alto actúa para poner en lo alto -levantar, poner al frente- a los que están más bajos (vv. 7-9). En estos versículos resuena el cántico de Ana cuando el Señor le concedió ser madre (cfr 1S 2, 3-8). Es también una invitación a la humildad: Dios defiende y libra al humilde; al humilde ama y consuela; al hombre humilde se inclina, al humilde concede gracia, y después de su abatimiento lo levanta a gran honra. Al humilde descubre sus secretos y lo atrae dulcemente a Sí y lo convida. El humilde, recibida la afrenta, está en paz, porque está en Dios y no en el mundo (Tomás de Kempis, De imitatione Christi 2, 2-3).
Sal 114, 1-4. La distinción entre Judá e Israel (v. 2) hace pensar que este salmo fue compuesto después de la división del reino a la muerte de Salomón, si bien la división territorial expresa aquí la totalidad del pueblo. Un pueblo que goza de la presencia del Señor en el Templo de Jerusalén, y que es fuerte con la fuerza de su Dios (vv. 2.7). El su del v. 2 ha de entenderse de Dios, aunque, para aumentar la intriga, su nombre no aparezca hasta el v. 7. Poéticamente se personifican los elementos y se les atribuyen acciones contrarias a su modo de ser: el mar, símbolo de fuerzas hostiles, huyó; el Jordán, que corre vertiginoso, dio la vuelta; los montes y las colinas, signo de estabilidad, saltaron (vv. 3-4).
Sal 114, 5-8. A la pregunta dirigida enfáticamente a los elementos acerca de su actuar (vv. 5-6), la respuesta, unida a una admonición, es la presencia del Señor, Dios de Israel (v. 7). Es una presencia que continúa en el Templo y mantiene el mismo poder con el que realizó los prodigios en el desierto, para sostener a su pueblo (v. 8). El poder de Dios a favor de su pueblo es una llamada a la fe en que Dios seguirá actuando también hoy en favor de los suyos: Dios es el de siempre. -Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. -Ecce non est abbreviata manus Domini -¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido! (S. Josemaría Escrivá, Camino, 586).
Sal 115, 1-8. El primer fin en la petición no es la exaltación del pueblo, sino la gloria de Dios que se manifiesta por sus acciones (cfr Sal 108, 6). La pregunta del v. 2 implica la petición al Señor de que actúe, ya que el hacer (v. 3) marca la diferencia entre el verdadero Dios y los ídolos. La existencia y la divinidad del Dios de Israel se refleja en que hace cuanto quiere (v. 3), mientras que los ídolos, fabricados por los hombres, son simulacros, imágenes sin vida (vv. 4-7). Las Sagradas Escrituras confiesan con frecuencia el poder universal de Dios. Es llamado “el Poderoso de Jacob” (Gn 49, 24; Is 1, 24, etc.), “el Señor de los ejércitos”, “el Fuerte, el Valeroso” (Sal 24, 8-10). Si Dios es Todopoderoso “en el cielo y en la tierra” (Sal 135, 6), es porque Él los ha hecho. Por tanto, nada le es imposible (cfr Jr 32, 17; Lc 1, 37) y dispone a su voluntad de su obra (cfr Jr 27, 5); es el Señor del universo, cuyo orden ha establecido, que le permanece enteramente sometido y disponible; es el Señor de la historia: gobierna los corazones y los acontecimientos según su voluntad (cfr Est 4, 17b; Pr 21, 1; Tb 13, 2): “El actuar con inmenso poder siempre está en tu mano. ¿Quién podrá resistir la fuerza de tu brazo?” (Sb 11, 21) (Catecismo de la Iglesia Católica, 269).
Comentando el v. 8 escribe San Juan de la Cruz: La afición y asimiento que el alma tiene a la criatura iguala a la misma alma con la criatura, y cuanto mayor es la afición, tanto más la iguala y hace semejante, porque el amor hace semejanza entre lo que ama y es amado. Que por eso dijo David (Sal 115, 8), hablando de los que ponían su afición en los ídolos: Similes illis fiant qui faciunt ea, et omnes qui confidunt in eis, que quiere decir: Sean semejantes a ellos los que ponen su corazón en ellos. Y así, el que ama criatura, tan bajo se queda como aquella criatura, y, en alguna manera, más bajo; porque el amor no sólo iguala, mas aun sujeta al amante a lo que ama (Subida al monte Carmelo 1, 4, 3).
Sal 115, 9-11. Confiar en los ídolos o en el Señor marca la diferencia entre Israel y las naciones. De ahí la triple invitación a confiar (vv. 9-11) -que también podría traducirse en indicativo como profesión de fe- y la proclamación de que Dios actúa en favor de su pueblo y lo protege. La invitación va dirigida primero a todo el pueblo -Israel-, después a los sacerdotes -casa de Aarón-, y finalmente al grupo de los reunidos en el Templo -temerosos de Dios-; tiene, por tanto, un claro estilo litúrgico.
Sal 115, 12-13. En correspondencia a la invitación anterior, la asamblea proclama la triple bendición del Señor.
Sal 115, 14-15. La bendición divina se manifiesta en la fecundidad causada por el Dios creador de cielos y tierra.
Sal 115, 16-18. La respuesta final de la asamblea reconoce el señorío de Dios sobre cielos y tierra, y que la tierra es un don de Dios al hombre para que le alabe desde ella. Subyace la representación de que el universo se compone de tres estratos: los cielos, morada de Dios; la tierra, morada de los hombres; y los abismos, lugar de los muertos, donde no hay verdadera vida ni alabanza a Dios. Los que vivimos después del nosotros del v. 18, es una glosa explicativa introducida por los Setenta y la Vulgata, que recoge la Neovulgata.
Sal 116, 1-2. Es el único salmo que comienza con la expresión yo amo (al Señor), inspirada sin duda en el libro del Deuteronomio (cfr Dt 6, 5; Dt 10, 12; etc.). La motivación no es tanto el bien recibido, cuanto la convicción de que el Señor escucha y se cuida del orante.
Sal 116, 3-6. Al borde de la muerte -el seol es lugar de los muertos- el salmista invocó al Dios de la Alianza, y Él actuó exactamente según la suplica: salvó (vv. 4.6).
Sal 116, 7-9. Con el recurso literario de la autoinvitación, que denota la intensidad de los sentimientos (cfr Sal 42, 6.12; Sal 103, 1.23), el salmista expresa su seguridad interior y el propósito de mantenerse unido al Señor; una forma de hablar que implica algo más que la simple liberación de la enfermedad: apunta a la vida con Dios.
Sal 116, 10-11. La lamentación en la desgracia no indica falta de fe, sino más bien, en el caso del salmista, lo contrario. El hombre falaz (v. 11), puede aludir a los que se alegran por la enfermedad del orante, o a que ningún hombre puede remediar su mal.
Sal 116, 12-14. El salmista se siente en deuda con Dios y se propone resarcirla con un acto de culto. La copa de la salvación -sólo aquí aparece esta expresión- puede referirse a la libación ritual con vino y aceite (cfr Ex 29, 40-41; Lv 6, 14), derramada en acción de gracias por haber sido salvado de la muerte. ¿Quién te dio la copa de salvación, de suerte que, tomándola e invocando el nombre del Señor, le retribuyas por todo lo que a ti te retribuyó? Quién sino Aquel que dice: ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? ¿Quién te otorgó imitar sus padecimientos sino Aquel que primeramente padeció por ti? Por tanto, preciosa es delante del Señor la muerte de sus santos. La compró con su sangre, que primeramente derramó por la salud de sus siervos, para que sus siervos no dudasen en derramarla por el Nombre del Señor (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 115, 5).
Sal 116, 15-16. Para Dios, la muerte de los que le temen es algo importante, ya que Él es quien vela por sus vidas. El salmista se cuenta entre esos temerosos del Señor.
Sal 116, 17-19. El sacrificio de acción de gracias, en paralelismo a alzar la copa de la salvación (v. 13), tenía lugar en el Templo donde habitaba el Señor.
Las palabras de los vv. 12-14 eran recitadas por el sacerdote en la antigua liturgia eucarística romana antes de la Comunión, y sirven para expresar que el mejor modo de pagar la deuda que tenemos con el Señor es unirse al sacrificio de Cristo. La Iglesia ha recomendado este salmo como uno de los que se pueden decir como preparación a la Santa Misa y lo proclama en la liturgia de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo y en el día de Jueves Santo.
Sal 117, 1 La invitación a la alabanza dirigida a las naciones incluye el reconocimiento de que el Señor es el Dios de todas ellas (cfr Sal 47, 2-3; Sal 67, 3-5; etc.). La unión a la alabanza a Dios por parte de los gentiles y la fidelidad de Dios que cumple sus promesas, las ve San Pablo plenamente realizadas en Jesucristo y en la Iglesia, cuando cita expresamente este versículo como confirmación escriturística de su enseñanza: Digo, en efecto, que Cristo se hizo servidor de los que están circuncidados para mostrar la fidelidad de Dios, para ratificar las promesas hechas a sus padres, y para que los gentiles glorificaran a Dios por su misericordia conforme está escrito: Por eso te alabaré a ti entre los gentiles, y cantaré en honor de tu nombre. Y de nuevo dice: Alegraos, naciones, con su pueblo. Y también: Alabad al Señor todas las naciones, y ensalzadle todos los pueblos (Rm 15, 8-11). Para el cristiano, estas palabras son un estímulo a esforzarse para que todas las gentes reconozcan al Señor. Éste fue el afán de almas que tuvieron los santos: Aquel que tiene celo desea y procura, por todos los medios posibles, que Dios sea siempre más conocido, amado y servido en esta vida y en la otra, puesto que este sagrado amor no tiene ningún límite. Lo mismo practica con su prójimo, deseando y procurando que todos estén contentos en este mundo y sean felices y bienaventurados en el otro; que todos se salven, que ninguno se pierda eternamente (S. Antonio María Claret, El egoísmo vencido 60).
Sal 117, 2 Los motivos para la alabanza son la misericordia divina y su perdón, que se han mostrado en el pueblo de Israel con una fuerza superior a la del pecado del pueblo, y la permanencia eterna de las promesas y de la Alianza.
Sal 118, 1-4. El estribillo con que se abre el salmo es una fórmula habitual -sin duda litúrgica- de acción de gracias (cfr Sal 106, 1; Sal 107, 1; Sal 136), y la forma de dirigir a todo el pueblo la invitación a dar gracias se corresponde con la de invitar a confiar en el Señor en Sal 115, 9-11.
Sal 118, 5-9. La reacción del orante en el momento difícil está expresada con frases de otros salmos (cfr Sal 4, 2; Sal 27, 1; Sal 56, 12), y subraya la confianza en Dios desde el primer momento. Las afirmaciones de carácter sapiencial de los versículos 8-9 -que algunos entienden como pronunciados por un coro-, elevan a principio general la actitud del salmista y, al mismo tiempo, muestran que actúa con sabiduría, pues no se salva el rey por su gran ejército (Sal 33, 16).
Sal 118, 10-14. Que sean todos los pueblos los atacantes, aparte de ser un eufemismo, denota que quien habla es el rey. También pudiera ser una ficción poética que idealiza algunas victorias de los reyes para dar fuerza a la acción de gracias del pueblo en la época del segundo Templo (el que había sido reconstruido por Zorobabel a la vuelta del destierro, después de que el de Salomón hubiera sido destruido por Nabucodonosor), y expresar así la convicción de que Dios protege al pueblo. La reiteración del Nombre del Señor -el Señor es mencionado en todos los versículos de estas secciones- indica que la victoria se obtuvo gracias al auxilio divino (vv. 10-11). En el v. 14 se reproducen literalmente las palabras del canto de Moisés tras el paso del Mar Rojo (Ex 15, 2), mostrando así la continuidad de aquella acción salvífica. Al cristiano le recuerda el Nombre de Jesús que significa: El Señor (Yhwh) es salvación, y en este Nombre encuentra el fundamento de la virtud de la fortaleza, según también aquellas otras palabras del Señor: En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
En sentido espiritual, comprendiendo que los enemigos que cercan al cristiano son los apetitos desordenados, comenta San Juan de la Cruz al hilo de una versión libre del v. 12: Y de la misma manera que se atormenta y aflige al que desnudo se acuesta sobre espinas y puntas, así se atormenta el alma y aflige cuando sobre sus apetitos se recuesta. Porque, a manera de espinas, hieren y lastiman y asen y dejan dolor. Y de ellos también dice David: Circumdederunt me sicut apes, et exarserunt sicut ignis in spinis; que quiere decir: Rodeáronse de mí como abejas, punzándome con sus aguijones, y encendiéronse contra mí como el fuego en espinas; porque en los apetitos, que son las espinas, crece el fuego de la angustia y del tormento (Subida al monte Carmelo 1, 7, 1).
Sal 118, 15-18. La alusión a la diestra del Señor subraya su poder para dar la victoria a los suyos (vv. 15-16, que, según algunos intérpretes, podrían pertenecer a una proclamación del coro), aunque a veces permita, como reconoce el orante, el castigo purificador mediante una situación crítica (vv. 17-18).
Sal 118, 19-21. Las puertas de la justicia son las puertas del Templo en el que Dios ejerce su justicia -salvación-, y por las que sólo pueden entrar los justos; también podrían ser las de Jerusalén en las que se administraba la justicia. En el v. 20 puede reconocerse la voz del sacerdote señalando la puerta del Templo, y en el v. 21 de nuevo la voz del rey.
Sal 118, 22-24. El pueblo, en su aclamación, reconoce un nuevo orden establecido por Dios mediante la victoria del rey. A éste se le compara con la piedra rechazada que se ha convertido en la piedra clave, central, de un arco que se mantiene en pie gracias a ella. El rey fue desdeñado por quienes le atacaron y ahora es él quien domina sobre ellos. Pero la imagen de la piedra también puede referirse al pueblo, si el orante, aun representando al rey, es el pueblo como tal.
El cambio de situación, debido en el salmo a la victoria del rey y significado en el v. 22 con la imagen de la piedra angular, lo anuncia Jesús en la parábola de los viñadores homicidas a los que se les quita la viña para entregarla a otros. Al final de la parábola, y como prueba de que va a ser así, Jesús cita las palabras de ese versículo (cfr Mt 21, 42; Mc 12, 10; Lc 20, 17). Ese cambio se ha realizado con la muerte y resurrección de Jesús, pues Él es la piedra desechada por las autoridades judías, que se ha convertido en piedra angular en cuanto que no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados (Hch 4, 12). Pero también es piedra de tropiezo para quienes le rechazan (cfr 1P 2, 6-8). Al mismo tiempo Cristo es la piedra angular en la Iglesia; en Él toda la edificación se alza bien compacta para ser templo santo en el Señor (Ef 2, 21).
La Iglesia utiliza este salmo en la liturgia del Domingo de Resurrección, y repite con frecuencia durante su octava las palabras del v. 24 reconociendo así el establecimiento del nuevo orden salvífico operado por la resurrección de Cristo: El ladrón es admitido en el paraíso, los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada entre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebatados a lo alto. El abismo devuelve sus cautivos, la tierra envía al cielo a los que estaban sepultados en su seno, y el cielo presenta al Señor a los que han subido desde la tierra: así, con un solo y único acto, la pasión del Salvador nos extrae del abismo, nos eleva por encima de lo terreno y nos coloca en lo más alto de los cielos. La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor (S. Máximo de Turín, Collectio sermonum 53, 1-2).
Sal 118, 25-28. La proclamación del pueblo (vv. 26a.27a) se alterna con la voz de los sacerdotes que bendicen a los que llegan (26b) y ordenan la procesión (27b). A ello se une la profesión de fe del orante (v. 28). Así, el pueblo de Israel, los sacerdotes -la casa de Aarón- y los que temen al Señor (cfr vv. 2-4) unen sus voces en la acción de gracias. El cumplimiento de este salmo en Jesucristo se pone de manifiesto cuando la multitud lo aclama con las palabras del v. 26 en su entrada triunfal en Jerusalén y en el Templo (cfr Mt 21, 9; Mc 11, 9-10; Lc 19, 28-40; Jn 12, 13). Jesús es el Rey Mesías en cuyas acciones se revela que la misericordia de Dios es eterna. Por eso, esas mismas palabras serán pronunciadas algún día por el pueblo judío que reconocerá a Jesucristo (cfr Mt 23, 39). Son las palabras recogidas en el Sanctus de la Santa Misa para aclamar al Señor.
Sal 119, 1-8. Ya en los tres primeros versículos la atención se centra en la Ley y en el cumplimiento de los preceptos del Señor, concretando así la afirmación más genérica: Dichoso quien se complace en la Ley del Señor, de Sal 1, 1.
En los versículos siguientes (vv. 4-8) se enseña que el deseo de cumplir la Ley es presupuesto para una alabanza sincera al Señor (v. 7).
Sal 119, 9-16. Para poder cumplir la Ley, se ha de conocer y desear gozarse en ella.
Sal 119, 17-24. Despreciar la Ley es lo propio de los soberbios (vv. 21-22); el salmista, por el contrario, se deja aconsejar por los preceptos del Señor (v. 24).
Sal 119, 25-32. Las maravillas del v. 27 se refieren al contenido de la Ley (cfr v. 18), por el que el hombre alcanza la vida (vv. 25.31).
Sal 119, 33-40. Dios es quien da el conocimiento de la Ley y las fuerzas para cumplirla. Eso pide intensamente el orante.
Sal 119, 41-48. Con la Ley podrá obtener los favores del Señor -tu misericordia (v. 41)- frente a los enemigos y ante los reyes.
Sal 119, 49-56. La petición se apoya en la promesa divina. En ella el salmista encuentra la confianza en los momentos de desasosiego. También en esos momentos la Ley de Dios y el recuerdo de su Nombre son su gozo y su seguridad.
Sal 119, 57-64. Conocer y cumplir la Ley es el bien que ha tocado al salmista en este mundo -su heredad (v. 57)-; un bien que guarda con cuidado y en el que ve la bondad del Señor (vv. 57-64). Los lazos de los impíos (v. 61) son entendidos por San Juan de la Cruz en sentido espiritual como lazos creados por los propios pecados: La segunda manera de mal positivo que causan al alma los apetitos es que la atormentan y afligen a manera del que está en tormento de cordeles, abarcado a alguna parte, de lo cual hasta que se libre no descansa. Y de éstos dice David: Funes peccatorum circumplexi sunt me: Los cordeles de mis pecados, que son mis apetitos, en derredor me han apretado (S. Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 1, 7, 1).
Sal 119, 65-72. Aunque antes haya pasado momentos de crisis -andaba descarriado (v. 67)- por causa de los impíos -soberbios (v. 69)-, y haya recibido castigos -ser humillado (vv. 67.71)-, todo ello fue para que aprendiera el valor incomparable de la Ley de Dios.
Sal 119, 73-80. El salmista reconoce que su vida depende de Dios, su creador (v. 73), y espera seguir viviendo por su misericordia, guardando sus estatutos.
Sal 119, 81-88. Aunque se encuentra enfermo, al límite, y perseguido por los enemigos, pide socorro al Señor para vivir y cumplir sus preceptos.
Sal 119, 89-96. En el momento central de su oración, el salmista proclama la permanencia eterna de la Palabra de Dios que ha creado todas las cosas y las mantiene en el ser (vv. 89-91) y de nuevo confiesa sus sentimientos hacia la Ley, que es su gozo y su salvación (vv. 92-96). El paso del don de Dios, que va de la donación de la Ley a la donación del Hijo, Palabra o Verbo de Dios, fue puesto de manifiesto en más de una ocasión por los Padres de la Iglesia: Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por lo mucho que nos ha prometido. (…) Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios -a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios, saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no sólo entregó la Escritura a los hombres para que creyesen, sino que también puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Por medio de Éste había de mostrarnos y ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 109, 1-3).
Sal 119, 97-104. La Ley, a la que tanto ama, le ha hecho sabio. La verdadera sabiduría -y con ella la madurez- no depende de la edad (v. 100), sino del cumplimiento de la voluntad de Dios: Esta sabiduría de corazón, esta prudencia no se convertirá nunca en la prudencia de la carne a la que se refiere San Pablo (cfr Rm 8, 6): la de aquellos que tienen inteligencia, pero procuran no utilizarla para descubrir y amar al Señor. La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 87).
Sal 119, 105-112. Puesto que la Ley es luz para sus pasos, por eso no la olvida en su aflicción. Sabe que la Ley le pertenece como herencia del Señor.
Sal 119, 113-120. Pone su esperanza en la Ley, al contrario que los impíos que serán destruidos por Dios.
Sal 119, 121-128. Porque actúa según la Ley, por eso espera que también el Señor actúe en su favor.
Sal 119, 129-136. Pide que el Señor haga brillar su rostro (v. 135) sobre él, enseñándole sus preceptos que son admirables.
Sal 119, 137-144. Las motivaciones en las que apoya la petición anterior son que Dios es justo, y que su justicia y su Ley son eternas.
Sal 119, 145-152. Lo pide también con todas sus fuerzas y en todo momento porque sabe que el Señor le ama (v. 149) y está cerca de él (v. 151).
Sal 119, 153-160. Otro motivo para que Dios atienda la petición del salmista es porque él se aparta de los impíos y ama sus preceptos.
Sal 119, 161-168. Aunque los impíos le persigan, encuentra su gozo y su paz en la oración ininterrumpida -siete veces (v. 164)-, y en el cumplimiento de los mandatos del Señor. San Atanasio destaca la alegría (v. 162) y la oración (v. 164) del salmista como ejemplo de lo que ha de hacer el cristiano para reformar su conducta: Así también los santos, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres, como si siempre estuvieran celebrando fiesta; uno de ellos, el bienaventurado salmista, se levantaba de noche, no una sola vez, sino siete, para hacerse propicio a Dios con sus plegarias (Epistulae heortasiae 14, 1-2).
Sal 119, 169-176. Por eso finaliza la oración pidiendo al Señor que le escuche y que le dé discernimiento para así poder alabarle (vv. 169-173), y concluye expresando, como en un resumen, su anhelo y su situación (vv. 174-176).
Tras la lectura del salmo, el lector se siente reconfortado por la seguridad de que, si se esfuerza en ser fiel a Dios y cumplir sus mandamientos, Él nunca le abandonará: “Es verdad el principio de tu palabra, por siempre, todos tus justos juicios” (Sal 119, 160). “Ahora, mi Señor Dios, Tú eres Dios, tus palabras son verdad” (2S 7, 28); por eso las promesas de Dios se realizan siempre (cfr Dt 7, 9). Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas (Catecismo de la Iglesia Católica, 215).
Sal 120, 1-2. El recuerdo de cómo el Señor atendió la súplica en otras ocasiones sirve de punto de apoyo para la nueva petición. El salmista pide que su vida -mi alma (v. 2)- esté a salvo de quienes le acusan falsamente -lengua embustera (cfr Sal 17, 9-12; Sal 109, 2; etc.-). La manera en la que aquí ora el salmista es un estímulo a no desfallecer en nuestra súplica a Dios: He gritado -es decir, he rezado con fe- y por esto me escuchaste, Dios mío, como si, introducidos en la intimidad divina por el primer ruego, pudiéramos implorar con mucha más confianza la siguiente vez. Por eso, en la petición dirigida a Dios, la asiduidad, la insistencia, nunca es inoportuna. Al contrario: agrada a Dios (S. Tomás de Aquino, Compendium theologiae 2, 2). Y San Josemaría, reconociendo en las palabras del salmo la voz de Dios, comenta: Conmueve esta insistencia de Dios, nuestro Padre, empeñado en recordarnos que debemos acudir a su misericordia pase lo que pase, siempre (Lealtad a la Iglesia, p. 13).
Sal 120, 3-4. Dirigiéndose retóricamente a sus perseguidores, el orante afirma, con una fórmula usual en juramentos imprecatorios (cfr 1S 3, 17), que Dios les devolverá aumentado el mal que ellos buscan. La expresión flechas afiladas (v. 4) significando el castigo divino es la respuesta a lo que merecen las lenguas embusteras (v. 3), que en otros salmos son presentadas como flechas (cfr Sal 57, 5; Sal 64, 4).
Sal 120, 5-7. Mésec indica las alejadas regiones del norte entre el Mar Negro y el Cáucaso (cfr Gn 10, 2); Quedar, las del este y el sur, quizá las regiones árabes (cfr Is 21, 16-17). Son símbolo del lugar en el que se encuentra el salmista, lejos de la tierra prometida, sin que pretenda señalar un emplazamiento concreto, y donde quienes le rodean le hacen la vida -mi alma (v. 6)- imposible, aunque él practique el bien hacia ellos (v. 7; cfr Sal 109, 4-5).
Éste es el gemido de toda la Iglesia y de todos los santos, los cuales, mirando a través de la fe, suspiran por los bienes de la patria celeste entre las adversidades de un largo exilio, porque los hombres espirituales viven con los hombres carnales y aquellos que buscan sólo los bienes terrenos se sienten molestos por aquellos que avanzan hacia los bienes celestes (Próspero de Aquitania, Expositio Psalmorum 119, 5).
Sal 121, 1-2. Los montes pueden significar aquellos altos en los que estaban los santuarios paganos, amenaza para el salmista, o si entendemos un plural de excelencia, el monte Sión en el que habitaba el Señor. En cualquier caso, a la vista de estos montes se suscita un diálogo del salmista consigo mismo, y en el que da a su pregunta una respuesta desde la fe en el Dios de Israel creador del mundo.
Sal 121, 3-8. La protección del Señor viene expresada con los términos guardián y guarda constantemente repetidos, y pueden entenderse como respuesta de un sacerdote a la pregunta del v. 1, o como reafirmación hecha a sí mismo por el salmista. El orante puede confiar en que el Señor es su guardián porque es el que guarda a Israel; lo ha demostrado en la historia (vv. 3-4). El Señor protege de todos los males como la sombra que protege del calor mortífero de los rayos del sol (cfr Is 4, 6; Is 25, 4-5; Is 49, 10) y de los rayos de la luna, considerados también perjudiciales (vv. 5-6). Todas las actividades del hombre (tus salidas y entradas) caen bajo esa protección divina (vv. 7-8; Dt 28, 6). A la luz de la enseñanza de San Pablo (cfr 2Ts 3, 3), comenta San Agustín: Aun aquí, rodeados de peligros y de tentaciones, no dejemos por eso de cantar todos el Aleluya. Fiel es Dios -dice el Apóstol-, y no permitirá Él que la prueba supere vuestras fuerzas. Por esto, cantemos también aquí el Aleluya. El hombre es todavía pecador, pero Dios es fiel. No dice: “Y no permitirá que seáis probados”, sino: No permitirá que la prueba supere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida. Has entrado en la tentación, pero Dios hará que salgas de ella indemne; así, a la manera de una vasija de barro, serás modelado con la predicación y cocido en el fuego de la tribulación. Cuando entres en la tentación, confía que saldrás de ella, porque fiel es Dios: El Señor guarda tus entradas y salidas (Sermones 256, 1, 2, 3). El sentimiento de la protección paternal de Dios lo han vivido especialmente los santos: Nuestro Dios no nos pierde de vista, como una madre que está vigilando al hijito que da los primeros pasos. (…) Cuán consolado queda un cristiano, al pensar que Dios le ve, que es testigo de sus penalidades y de sus combates, que tiene a Dios de su parte (S. Juan Bautista Vianney, Sermón sobre el Corpus Christi).
Sal 122, 1-2. La peregrinación conlleva una alegría compartida entre quienes la inician y recorren el camino hasta llegar a la meta. La Casa del Señor (vv. 1.9) es el Templo, motivo de la gloria incomparable de la ciudad (cfr Sal 48).
Sal 122, 3-5. Quien contempla la ciudad santa, admira su aspecto que da impresión de fortaleza y unidad en torno al Templo (v. 3); en ella se siente miembro vivo del pueblo de Dios que cumple los mandatos del Señor -las fiestas de peregrinación, cfr Dt 12, 5-7; Dt 16, 16-, y en ella encuentra la justicia ejercida por el rey (v. 5). Por eso, la Iglesia utiliza este salmo en la solemnidad de Jesucristo, Rey, que reina en la Jerusalén celestial y quiere establecer un reino de justicia y de paz.
Sal 122, 6-9. Al entrar en la ciudad el salmista expresa sus deseos de paz hacia ella con un juego de palabras hecho con los términos paz -shalom en hebreo- y Jerushalem (vv. 6-7). Paz en la Biblia significa la plenitud de todos los bienes; seguridad y prosperidad. Ahora son deseados a la ciudad, a cuantos moran en ella y a cuantos la aman aunque estén lejos. El salmista expresa sus deseos de paz en nombre de los suyos y del Señor que habita en el Templo (vv. 8-9).
San Agustín, aplicando las palabras del salmo a la Iglesia y a la vida cristiana, comenta: Esta ciudad bien compacta es la Iglesia. Su cimiento es Cristo. En la tierra, cuando se echa el cimiento, se edifican las paredes hacia arriba y su peso gravita hacia abajo, porque abajo está colocado el fundamento. Pero, si nuestro fundamento -Cristo- está en el Cielo, entonces edificamos hacia el Cielo. En esta basílica que veis, la que hoy nos reúne, los arquitectos colocaron los cimientos abajo; pero cuando somos edificados como templo espiritual, el cimiento lo hemos de colocar en las alturas. Corramos, pues hacia allí; apresurémonos hasta que nuestros pies estén pisando tus umbrales, Jerusalén (Enarrationes in Psalmos 121, 4).
Sal 123, 1 Dios escucha desde los cielos, verdadero lugar de su morada, cuando se le suplica en el Templo (cfr 1R 8, 49.52). Levantar los ojos hacia alguien es la forma de expresar la esperanza en recibir su ayuda (cfr Sal 121, 1).
Sal 123, 2 Con la expresiva imagen de los siervos se resalta la total dependencia del pueblo respecto a Dios, su único Señor, del que le viene todo bien. En la actitud del esclavo podemos ver también una invitación a estar pendientes del Señor en toda circunstancia, a buscar su presencia de continuo y vivir con el corazón puesto en Él: Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra…, hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres…: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 296).
Sal 123, 3-4. Para mover al Señor a actuar se aduce además la situación de oprobio que padece el pueblo, dejando entender que el desprecio a los siervos es desprecio al amo, el Señor. Es posible que estos versículos reflejen la actitud hostil de los pueblos vecinos cuando los judíos se afanaban en reconstruir el Templo y la ciudad a la vuelta del destierro (cfr Ne 2, 19; Ne 3, 36-37). La última frase del v. 4 podría traducirse como una exclamación: ¡El desprecio sea para los orgullosos!. La frase no es clara y en una lectura propuesta en el margen de los códices hebreos aparece los orgullosos jonios, actualizando así el salmo a la época del dominio griego.
Sal 124, 1-5. Parece que quien habla es un sacerdote o levita que expone a los reunidos lo que hubiese sucedido si el Señor hubiera abandonado a su pueblo. Emplea imágenes comunes a otros salmos (cfr Sal 18, 17-18; Sal 69, 2-3.15-16; etc.), que indican la muerte segura.
Sal 124, 6-7. En la bendición al Señor se reconoce la salvación frente a los enemigos. La metáfora del pájaro liberado del lazo (cfr Sal 11, 1) puede aplicarse perfectamente al retorno de Babilonia.
Sal 124, 8 La profesión de fe (cfr Sal 121, 2) aúna las acciones de Dios en la historia a favor de Israel -al que reveló su Nombre- y su acción creadora. La verdad en la creación es tan importante para toda la vida humana que Dios, en su ternura, quiso revelar a su pueblo todo lo que es saludable conocer a este respecto. Más allá del conocimiento natural que todo hombre puede tener del Creador (cfr Hch 17, 24-29; Rm 1, 19-20), Dios reveló progresivamente a Israel el misterio de la creación. Él que eligió a los patriarcas, el que hizo salir a Israel de Egipto y que, al escoger a Israel, lo creó y formó (cfr Is 43, 1), se revela como aquel a quien pertenecen todos los pueblos de la tierra y la tierra entera, como el único Dios que “hizo el cielo y la tierra” (Sal 115, 15; Sal 124, 8; Sal 134, 3) (Catecismo de la Iglesia Católica, 287).
Las palabras del v. 8 son empleadas en la liturgia cristiana como antífona de comienzo de oración. Con ellas se profesa que Dios es el único que da la fuerza para mantenerse firme: Danos, Señor, tu ayuda en la tribulación, porque el auxilio humano es ineficaz. Danos fortaleza para luchar en los combates, y míranos propicio desde Sión, de modo que, siguiendo las huellas de tu pasión, podamos beber alegres el cáliz del martirio. (…) Ayuda, pues, eficazmente a nuestra fragilidad en esta hora de la prueba. Sé nuestro auxilio poderoso contra las huestes del demonio y de nuestros enemigos. Para nuestra defensa, embraza el escudo de tu divinidad y manténnos en la resolución de seguir luchando virilmente por ti hasta la muerte (S. Eulogio de Córdoba, Documentum martyrii 25, epilog.).
Sal 125, 1 La impresión de solidez producida por un monte como el de Sión, sobre el que estaba construida Jerusalén, sirve para expresar lo inconmovible de la firmeza de quien confía en el Señor.
Sal 125, 2 Una cadena montañosa que jamás cambia, tal como aparecen los montes que rodean a Jerusalén, es motivo de comparación con el cuidado eternamente inmutable que Dios tiene de su pueblo.
Sal 125, 3 La convicción expresada en el verso anterior se aplica ahora a la situación del pueblo dominado por un rey extranjero -el cetro del impío, posible alusión a los reyes persas-, y tentado por las idolatrías y costumbres paganas.
Sal 125, 4-5. Se eleva la oración pidiendo que el Señor retribuya a cada uno según su manera de actuar. La exclamación final hace extensible a todo el pueblo el deseo de prosperidad y bienestar que en Sal 122, 6-9 se hacía a Jerusalén.
¿Cuál es esta Sión sino aquella misma que antes se llamaba Jerusalén? Y ella misma era aquel monte al que la Escritura se refiere cuando dice: El monte Sión donde pusiste tu morada; y el Apóstol: Os habéis acercado al monte Sión. ¿Acaso de esta forma se estará aludiendo al coro apostólico, escogido de entre el primitivo pueblo de la circuncisión? Y esta Sión y Jerusalén es la que recibió la salvación de Dios, la misma que a su vez se yergue sublime sobre el monte de Dios, es decir, sobre su Verbo unigénito: a la cual Dios manda que, una vez ascendida la sublime cumbre, anuncie la palabra de salvación (Eusebio de Cesarea, Commentaria in Isaiam 40).
Sal 126, 1-3. En vez de hizo volver a los cautivos (cfr Jr 29, 14), puede entenderse, con el ligero cambio de una vocal en el término hebreo, cambió la suerte, expresión más frecuente en la Biblia (cfr Dt 30, 3; etc.). En cualquier caso se trata de algo increíble -nos parecía soñar- que, al realizarse, llena a los beneficiarios de una alegría inmensa que se manifiesta exteriormente, y llena a las naciones de admiración. Se trata de una de las grandes acciones de Dios en favor de su pueblo -cosas grandes-, magnalia Dei.
Sal 126, 4-6. Haz volver a nuestros cautivos también puede entenderse como cambia nuestra suerte, de manera semejante a como los torrentes del desierto, secos y áridos casi siempre, cambiaban de aspecto con las lluvias tornándose verdes y frondosos; o a como cambian los sentimientos en el que siembra y en el que siega. Esta última imagen parece construida a partir de un proverbio popular. La molestia de los sufrimientos causa lágrimas santas. Pero el tiempo de llorar es también el tiempo de sembrar, ya que las obras de caridad que se hacen para sobrellevar las miserias de los hombres producen la mies de los gozos eternos (Próspero de Aquitania, Expositio Psalmorum 125, 6).
Sal 127, 1-2. Como argumento para las afirmaciones del v. 1 y primera parte del v. 2 se aduce la experiencia de que el obtener la cosecha no depende del hombre, sino del cielo, de Dios (v. 2). Así, todas las acciones que emprenden los hombres a nivel personal o social sólo tendrán éxito si Dios quiere. Las primeras palabras son aplicadas por los comentaristas cristianos a la edificación de la Iglesia o a la vida espiritual.
A la edificación de la Iglesia lo hace San Agustín: ¿Quiénes son los que trabajan en esta construcción? Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron, construyeron otros; pero, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. (…) Nosotros, por tanto, os hablamos desde el exterior, pero es Él quien edifica desde dentro. Nosotros podemos saber cómo escucháis, pero cómo pensáis sólo puede saberlo aquel que ve vuestros pensamientos. Es Él quien edifica, quien amonesta, quien amedrenta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a la fe; aunque nosotros cooperamos también con nuestro esfuerzo (Enarrationes in Psalmos 126, 2).
A la vida cristiana lo aplica San Hilario de Poitiers: Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. Sois templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en vosotros. Éste es, pues, el templo de Dios, lleno de su doctrina y de su poder, capaz de contener al Señor en el santuario del corazón. Sobre esto ha hablado el profeta en el salmo: Santo es tu templo, admirable por su justicia. La santidad, la justicia y la continencia humana son un templo para Dios. Dios debe, pues, construir su casa. Construida por manos de hombres, no se sostendría; apoyada en doctrinas del mundo, no se mantendría en pie; protegida por nuestros ineficaces desvelos y trabajos, no se vería segura. Esta casa debe ser construida y custodiada de manera muy diferente: no sobre la tierra ni sobre la movediza y deslizante arena, sino sobre sus propios fundamentos, los profetas y los apóstoles. Esta casa debe construirse con piedras vivas, debe encontrar su trabazón en Cristo, la piedra angular, debe crecer por la unión mutua de sus elementos hasta que llegue a ser el varón perfecto y consiga la medida de la plenitud del cuerpo de Cristo; debe, en efecto, adornarse con la belleza de las gracias espirituales y resplandecer con su hermosura (Tractatus super Psalmos 126, 7-8).
Sal 127, 3-5. También los hijos son un don de Dios (v. 3), y aquel que es bendecido con ellos se siente seguro, personal y socialmente (vv. 4-5). En la plaza, literalmente la puerta, es decir, la puerta de la ciudad donde se celebraban los juicios. La abundancia de hijos es una señal del favor divino.
Sal 128, 1 Temer al Señor equivale a cumplir sus mandatos (cfr Sal 1, 1). Para nosotros, el temor de Dios reside todo él en el amor, y su contenido es el ejercicio de la perfecta caridad: obedecer los consejos de Dios, atenerse a sus mandatos y confiar en sus promesas (S. Hilario de Poitiers, Tractatus super Psalmos 127, 1-3).
Sal 128, 2-4. La bienaventuranza prometida es una vida familiar feliz, tanto por tener lo suficiente para vivir (v. 2) como por la paz entre padres e hijos (v. 3). La frase el que teme al Señor da unidad a los vv. 1-4. En la práctica equivale a cumplir los mandamientos, que es el camino de la felicidad: En verdad es muy grande el premio que proporciona la observancia de tus mandamientos. Y no sólo aquel mandamiento, el primero y el más grande, es provechoso para el hombre que lo cumple, no para Dios que lo impone, sino que también los demás mandamientos de Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno y feliz. Por esto, si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado (S. Roberto Belarmino, De ascensione mentis in Deum 1).
Sal 128, 5-6. La bendición divina implica seguridad para la nación y una larga vida para quien la recibe.
Sal 129, 1-4. El salmista habla en nombre de Israel y la juventud que menciona se refiere a la época en la que el pueblo fue sacado de Egipto e introducido en la tierra prometida. Desde entonces Israel ha sido atacado por unos y otros, pero ha prevalecido (v. 2). La imagen de los surcos abiertos en la espalda expresa las flagelaciones y dolores sufridos en las guerras (cfr Mi 3, 12); pero el Señor desbarató -ha roto las coyundas (v. 4)- a cuantos oprimieron a Israel.
Sal 129, 5-8. Lo que sucedió en el pasado se pide para el futuro, resaltando con la imagen de la hierba inútil la rapidez con la que se desea que desaparezcan los enemigos de Israel. Para ellos no hay bendición del Señor (v. 8); sí, en cambio, para quienes aman a Sión y acuden al Templo (v. 8c). Sión, en perspectiva cristiana, simboliza a la Iglesia en su gloria y en sus tribulaciones: El espíritu de la profecía exhorta a la Iglesia de Dios a la perseverancia para que se gloríe en el Señor por haber superado las persecuciones, ya que desde el principio los malvados han obrado cruelmente contra los santos, que son el Israel. Pero la Iglesia, ya sea en su juventud, ya en su madurez, ya en la vejez de los últimos tiempos, no ha sido nunca vencida por la opresión de ningún suplicio. A través de los sufrimientos y la muerte de los suyos siempre alcanza la corona, siempre alcanza los triunfos (Próspero de Aquitania, Expositio Psalmorum 128, 2).
Sal 130, 1-2. Lo más profundo, literalmente abismo, puede hacer referencia a la muerte (cfr Sal 18, 5; Sal 69, 3) o a la profundidad de la conciencia humana. ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cfr Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cfr San Agustín, serm 56, 6, 9) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559).
Sal 130, 3-4. El salmista reconoce que todo hombre es pecador, pero que Dios perdonando se muestra mayor que el hombre (v. 4).
Sal 130, 5-6. Dios ha prometido el perdón (cfr Ex 34, 6-7), y en esa palabra se apoya el salmista para esperar con seguridad -como el centinela la aurora (cfr Is 21, 11-12)- el perdón divino. La repetición del final del v. 6 en el v. 7 puede responder a la recitación coral.
Sal 130, 7-8. La invitación al pueblo a esperar en el Señor (v. 7) se corresponde a la esperanza del salmista (cfr v. 5), y las motivaciones aducidas ahora -misericordia y redención, poéticamente personalizadas- son los atributos divinos manifestados en la Alianza (cfr Dt 7, 8; Dt 9, 4-5; etc.). En virtud de tales atributos viene la afirmación final de que Dios perdonará todos los pecados de su pueblo.
La Iglesia reza este salmo como el sexto de los penitenciales (cfr Sal 6), profesando con sus palabras la confianza en Cristo Redentor. También lo ha aconsejado rezar antes de la Santa Misa, para expresar con él la necesidad de purificación antes de acercarse al santo sacrificio del altar, sacrificio de acción de gracias y de propiciación.
Sal 131, 1 El corazón engreído y los ojos altivos expresan la soberbia y la autosuficiencia humana ante Dios; especialmente cuando se pretenden cosas que sobrepasan al hombre.
Sal 131, 2 La palabra hebrea traducida por niño indica un niño de unos dos o tres años, ya destetado, que tiene conciencia de la seguridad que encuentra en su madre. Del mismo modo permanece tranquilo el orante.
La forma de expresarse del salmista implica que Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las “perfecciones” del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cfr Is 49, 14-15; Is 66, 13; Sal 131, 2-3) y las de un padre y esposo (cfr Os 11, 1-4; Jr 3, 4-19) (Catecismo de la Iglesia Católica, 370). La ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cfr Is 66, 13; Sal 131, 2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cfr Sal 27, 10), aunque sea su origen y medida (cfr Ef 3, 14; Is 49, 15): Nadie es padre como lo es Dios (ibidem, 239).
Sal 131, 3 Desde su experiencia personal, el salmista invita a todo el pueblo a confiar siempre en el Señor.
Los sentimientos expresados en este salmo brotan de la confianza filial en Dios, como hijos pequeños delante de su padre. Es el camino de infancia espiritual que han expuesto los místicos: Los niños no piensan en el alcance de sus palabras. Sin embargo sus padres, cuando ocupan un trono y poseen inmensos tesoros, no dudan en satisfacer los deseos de esos pequeñajos a los que aman tanto como a sí mismos; por complacerles, hacen locuras y hasta se vuelven débiles… (S. Teresa de Lisieux, Historia de un alma 9, 4ºr). Y San Josemaría consideraba: A veces nos sentimos inclinados a hacer pequeñas niñadas. -Son pequeñas obras de maravilla delante de Dios, y, mientras no se introduzca la rutina, serán desde luego esas obras fecundas, como fecundo es siempre el Amor (Camino, 859).
Sal 132, 1 En los libros de los Reyes se lee con frecuencia que Dios protege a los reyes de Judá en atención a David su siervo (cfr 1R 11, 12-13; 1R 15, 4-5; etc.). Tal es la idea central de este salmo en el que se pide por el rey, el ungido, cualquiera que sea (v. 10).
Sal 132, 2-5. La petición del salmo aduce dos motivos para mover al Señor: primero, la preocupación y el cuidado que David tuvo por el Arca de la Alianza (vv. 2-9); segundo, la promesa que el Señor hizo a David y su elección de Sión como ciudad para morar en ella (vv. 11-18). El juramento de David, tal como aquí aparece (vv. 2-5), no se encuentra en 2S 6-7 donde se narra el traslado del Arca y la intención del rey de construir un Templo al Señor. Sin embargo, el salmo refleja adecuadamente los sentimientos del rey (cfr 2S 7, 1-2). El nombre de Fuerte de Jacob, dado al Señor (vv. 2.5), equivale a Protector de Israel.
Sal 132, 6-9. Al recordar el traslado del Arca a Jerusalén (cfr 2S 6, 1-15) se menciona a Efrata, la región alrededor de Belén, quizá por ser la patria de David. Los campos de Yaar equivale a Quiriat-Yearim, donde se encontraba el Arca (cfr 1S 7, 1). Después se introducen unas expresiones de carácter litúrgico, empleadas según se desprende de 2Cro 6, 40-42 (cfr Sal 99, 5), en la fiesta de la Dedicación del Templo. La frase se revistan de justicia (v. 9) podría indicar revestirse de ornamentos justos, es decir, apropiados para las celebraciones litúrgicas; atendiendo a lo que se dice en el v. 16, la frase del v. 9 significaría también que los sacerdotes reflejan la salvación de Dios.
El v. 8 es utilizado en la liturgia de la solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora, ya que a Ella se le llama también Arca de la Alianza, pues llevó en su seno a Cristo, verdadero Dios y Hombre (ver también nota a 1Cro 15, 1-24).
Sal 132, 10.11-12 Al juramento de David al Señor (v. 2), corresponde el juramento del Señor a David (v. 11). Recoge la profecía de Natán en 2S 7, 4-16, haciendo extensivo el oráculo a todos los descendientes de David (v. 12). El Señor no se deja ganar en generosidad: Siempre da más de lo que le pedimos (S. Teresa de Jesús, Camino de perfección 37, 4).
Sal 132, 13-14. Se introduce un nuevo oráculo actualizando las palabras del Señor a Salomón (cfr 1R 8, 16; 1R 9, 1-5; 2Cro 6, 5-6; 2Cro 7, 11-18).
Sal 132, 15-16. Sigue el oráculo en el que se explicitan los bienes derivados de la presencia del Señor en el Templo: abundancia, salvación y alegría.
Sal 132, 17-18. El punto culminante de la promesa es la sucesión davídica, significada en la lámpara que Dios había prometido a David (cfr 1R 11, 36). La corona (v. 18) significa el esplendor de la realeza.
Sal 133, 1 Convivir los hermanos tiene el sentido de reunirse y sentarse juntos para la celebración festiva. Puede referirse a los familiares o a los miembros del pueblo. La tradición cristiana ha aplicado estas palabras a los fieles en la Iglesia: Ved qué dulzura y qué delicia, convivir los hermanos unidos. Ciertamente, qué dulzura, qué delicia cuando los hermanos conviven unidos, porque esta convivencia es fruto de la asamblea eclesial; se los llama hermanos porque la caridad los hace concordes en un solo querer. Leemos que, ya desde los orígenes de la predicación apostólica, se observaba esta norma tan importante: en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo. Tal, en efecto, debe ser el pueblo de Dios: todos hermanos bajo un mismo Padre, todos una sola cosa bajo un solo Espíritu, todos concurriendo a una misma casa de oración, todos miembros de un mismo cuerpo que es único (S. Hilario de Poitiers, Tractatus super Psalmos 132).
Sal 133, 2-3. La comparación al aceite perfumado para la unción del sacerdote (cfr Ex 30, 25.30-33; Ex 37, 29) da idea de la belleza de la unión fraterna; y el descender por la barba -una barba larga que no se cortaba nunca, cfr Lv 21, 5- simboliza la abundancia y la consagración total para el servicio divino. Como el sacerdote por la unción, así es santificado el pueblo mediante la unión fraterna. El rocío del Hermón significa la frescura y la fecundidad de aquel monte; fecundidad que ahora se contempla en los áridos pasajes de la montaña de Sión. La comparación indica que la unión fraterna es la riqueza de Israel (v. 3). Después de Cristo, será también la riqueza de la Iglesia: Del mismo modo que este ungüento, doquiera que se derrame, extingue los espíritus inmundos del corazón, así también por la unción de la caridad exhalamos para Dios la suave fragancia de la concordia, como dice el Apóstol: Somos el buen olor de Cristo. Así, del mismo modo que Dios halló su complacencia en la unción del primer sacerdote Aarón, también es una dulzura y una delicia convivir los hermanos unidos (S. Hilario de Poitiers, Tractatus super Psalmos 132).
Sal 133, 3b. Las dos comparaciones anteriores confluyen al final del v. 3: la bendición divina es recibida en el Templo por medio de los sacerdotes (cfr Ex 29, 44-46; Lv 9, 22-24), y del Templo brota la fecundidad de la tierra y la vida (cfr Ez 47, 1-12).
Sal 134, 1-2. La bendición en los vv. 1-2 tiene sentido ascendente; se bendice al Señor reconociéndole y dándole gracias. En el v. 3 tiene sentido descendente; el Señor bendice a los fieles otorgándoles bienes. Por las noches estáis, literalmente permanecéis en pie, con motivo de continuar ininterrumpidamente la alabanza (cfr 1Cro 16, 37-43; 1Cro 23, 30-31). Ese doble aspecto de la bendición está presente en las bendiciones que realiza la Iglesia: Todo lo que Dios ha creado y continúa conservando en el mundo con su gracia providente nos da fe de la bendición de Dios y nos invita e impulsa a bendecirlo. Esto vale principalmente después que el Verbo encarnado comenzó a santificar todas las cosas del mundo gracias al misterio de su encarnación. Las bendiciones miran primaria y principalmente a Dios, cuya grandeza y bondad ensalzan; pero, en cuanto que comunican los beneficios de Dios, miran también a los hombres, a los que Dios rige y protege con su providencia; pero también se dirigen a las cosas creadas, con cuya abundancia y variedad Dios bendice al hombre (Ritual Romano, De Benedictionibus, 7).
Sal 134, 3 La bendición sobre los fieles pronunciada por el sacerdote o levita recuerda la que habían de decir los hijos de Aarón según Nm 6, 24, aunque ahora se resalta la presencia de Dios en el Templo y su identidad con el Dios creador.
Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don (“bene–dictio”, “eu–logia”). (…) Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición. Desde el poema litúrgico de la primera creación hasta los cánticos de la Jerusalén celestial, los autores inspirados anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina (Catecismo de la Iglesia Católica, 1078-1079).
Sal 135, 1-2. Los que estáis en la Casa… (v. 2) -literalmente los que estáis en pie…- indica los que realizan el servicio litúrgico, sacerdotes y levitas.
Sal 135, 3-4. La bondad del Señor -primer motivo de alabanza- se ha manifestado en la elección de Israel -segundo motivo- (cfr Ex 19, 5; Dt 7, 6).
Sal 135, 5-7. Estos versículos desarrollan el primer motivo: Dios es omnipotente en el cielo y en la tierra, y ejerce su poder para bien del hombre mediante la lluvia.
Sal 135, 8-12. Se desarrolla el segundo motivo: la liberación de Israel. Se mencionan dos pueblos a los que Israel hubo de vencer antes de entrar en la tierra en representación de todos los demás. Sobre Sijón, cfr Nm 21, 21-32; sobre Og, cfr Nm 21, 33-35; Dt 3, 1-11.
Sal 135, 13-14. Es la respuesta a la invitación de los vv. 1-3, destacando que la acción salvadora del Señor hacia Israel continúa hasta el presente (v. 14).
Sal 135, 15-18. Dios ha actuado y actúa así porque Él es un Dios vivo, y no como los ídolos (cfr Sal 115, 4-8).
Sal 135, 19-21. La abarcante invitación final a la alabanza (cfr Sal 115, 9-11; Sal 118, 2-4) concluye con la que realiza el salmista, en la que sin duda queda recogida una expresión litúrgica (v. 21). La designación del Señor como el que habita en Jerusalén, parecida en cierto modo a el que habita en la zarza de Dt 33, 16, resume la elección de Israel por parte de Dios (cfr v. 4).
La alabanza a Dios en el Templo, a la que invita el salmo, debe continuar también fuera de él mediante una conducta recta: Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. Alabad al Señor, nos decimos unos a otros; y, así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones. En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y, cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a Él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón. Pues, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 148, 2).
Sal 136, 1-3. La alabanza es introducida con una formula estereotipada (cfr Sal 106, 1; Sal 107, 1; Sal 118, 1.29), cuya segunda parte sirve de estribillo a lo largo de todo el salmo, reflejando así un uso litúrgico (cfr 2Cro 5, 13; 2Cro 7, 3.6; Esd 3, 11). Misericordia equivale aquí a bondad. Dios de los dioses y Señor de los señores (vv. 2.3) significan el único Dios y Señor. Este salmo contiene la alabanza de Dios y se concluye en todos los versos de la misma manera para que se comprenda que cualquiera de las obras de Dios que se evocan se ha realizado para que se manifieste la eternidad de su bondad y misericordia (Próspero de Aquitania, Expositio Psalmorum 135, 1).
Sal 136, 4-9. Dios es Único por ser el creador del cielo, la tierra y los astros; y es el único Señor porque es más fuerte que todos los reyes (cfr vv. 10-20), y el único que puede salvar a su pueblo (cfr vv. 23-24). En las acciones de Dios Creador destaca la creación del firmamento y de los astros, siguiendo a Gn 1, 1-19.
Sal 136, 10-22. Se resumen las acciones de Dios Redentor que aparecen en los libros de Éxodo y Números.
Sal 136, 23-24. Ahora pueden estar aludidas las gestas salvíficas narradas en el libro de los Jueces, o las del destierro y la vuelta de él. Esas acciones culminan en la donación de la tierra.
Sal 136, 25 El recorrido por las acciones divinas termina con la contemplación de su providencia hacia todos los seres vivos -literalmente toda carne- (cfr Sal 104, 27-28).
Sal 136, 26 El final del salmo repite la introducción (cfr vv. 1-3) de manera condensada, como es habitual en muchos salmos de alabanza.
Sal 137, 1-3. Los ríos de Babilonia incluyen el Tigris, el Éufrates y los numerosas canales unidos a ellos (cfr Ez 3, 15 donde se menciona el nombre de uno de éstos, el Quebar). Se deja ver la experiencia personal de un desterrado y los sentimientos que embargaban a los judíos piadosos en la cautividad. Sentarse y llorar es signo de lamentación (cfr Jb 2, 8.13; Lm 2, 10); que las cítaras estén colgadas significa reducidas al silencio. Las canciones de Sión (v. 3), son equivalentes a los cánticos del Señor (v. 4); su lugar propio era, por tanto, la liturgia en el Templo. La petición de los opresores (v. 3) era hiriente y sarcástica; significaba burlarse del Dios de Israel (cfr Sal 79, 10) que había elegido a Sión como su morada.
Sal 137, 4-6. Olvidarse de Jerusalén equivalía a olvidarse del Señor. Con un juego de palabras que no se aprecia en la traducción castellana, el salmista se desea, si llegara a ese olvido, que sea olvidada su diestra, es decir, que su mano no reciba fuerza de Dios para tocar la cítara. La traducción se paralice o se seque responde a una corrección del término hebreo. También desea el salmista no poder hablar, para no cantar los cantos del Señor si se olvida de su misericordia manifestada en el Templo (v. 6).
Estas palabras nos recuerdan la necesidad de mantener vivo el deseo de llegar algún día a la bienaventuranza eterna, donde encontraremos el mayor de los consuelos: Corramos juntos el camino de nuestra fe; deseemos la patria celestial, suspiremos por ella, sintámonos peregrinos en este mundo. (…) Entonces llegarás a la fuente con cuya agua has sido rociado; entonces verás al descubierto la luz cuyos rayos, por caminos oblicuos y sinuosos, fueron enviados a las tinieblas de tu corazón (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 35, 8-9). Los bienaventurados tendrán más de lo que deseaban o esperaban. La razón de ello es porque en esta vida nadie puede satisfacer sus deseos y ninguna cosa creada puede saciar nunca el deseo del hombre: sólo Dios puede saciarlo con creces, hasta el infinito; por esto, el hombre no puede hallar su descanso más que en Dios, como dice San Agustín: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón no hallará reposo hasta que descanse en ti”. Los santos, en la patria celestial, poseerán a Dios de un modo perfecto, y, por esto, sus deseos quedarán saciados y tendrán más aún de lo que deseaban. Por esto, dice el Señor: Entra en el gozo de tu Señor. Y San Agustín dice: “Todo el gozo no cabrá en todos, pero todos verán colmado su gozo. Me saciaré de tu semblante; y también: Él sacia de bienes tus anhelos” (S. Tomás de Aquino, Expositio in Credum).
Sal 137, 7-9. Estas imprecaciones aluden a la colaboración de Edom con Babilonia cuando fue conquistada Jerusalén (cfr Jr 49, 7-22; Lm 4, 21; Ab 8, 15); reflejan el deseo de que se cumpla la ley del talión (v. 8), incluyendo los horrores propios de la guerra (v. 9). cfr los comentarios a Sal 58, 11-12 y Sal 109, 16-20.
Sal 138, 1-3. Después de la primera frase, expresión de alabanza, los Setenta y la Vulgata traen el motivo, porque has escuchado las palabras de mi boca, que falta en el texto hebreo, pero que recoge también la Neovulgata. Se trata de una anticipación reiterando el contenido del v. 3. Delante de los ángeles (v. 1) es literalmente delante de los dioses y puede entenderse como de los dioses paganos, adorados en la tierra en la que el salmista eleva su alabanza. Los Setenta y la Vulgata (y Neovulgata) traducen dioses por ángeles, orientando la comprensión del versículo en el sentido de realizar la alabanza solemnemente: ante los miembros de la corte celestial. Otras versiones antiguas, como la siríaca, traducen por reyes (cfr v. 4), dando a entender que los dioses paganos son aquellos a los que adoran y con los que se identifican los reyes extranjeros. La alusión al Templo en el v. 2 puede haber dado pie a que se atribuyera este salmo a David; pero en realidad supone la liturgia en el Templo donde se reconoce al Señor -tu Nombre-, y sus acciones a favor del pueblo. Esas acciones le han mostrado superior a cualquier otro poder -nombre-, o -si tomamos al pie de la letra el texto hebreo: por encima de todo tu nombre- le han mostrado superior a la fama que ya tenía. Con todo, la alabanza del salmista brota de su experiencia personal que se identifica con la que ha llevado al pueblo a reconocer la misericordia y la fidelidad del Señor (v. 2).
Sal 138, 4-6. El deseo de alabanza universal al Señor por parte de todos los pueblos -reyes de la tierra (cfr Sal 22, 28-30; Sal 47, 2; etc.)-, implica el reconocimiento de sus manifestaciones -palabras (v. 4)-, de sus designios -caminos (v. 5)-, de su grandeza y, al mismo tiempo, de su protección al humilde (v. 6).
Sal 138, 7-8. Como necesitado, humilde y perseguido, el salmista confiesa su confianza en el Señor y en sus designios porque Él es fiel. Si ha sido Dios quien le ha creado, no puede abandonarle.
Apoyándose en las palabras del v. 1, la Iglesia emplea este salmo en la liturgia de la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael y en la de los Ángeles Custodios (antífona de comunión). Se convierte así en un estímulo para alabar a Dios correspondiendo a los cuidados de sus mensajeros: Están presentes para protegerte, lo están en beneficio tuyo. Y, aunque lo están porque Dios les ha dado esta orden, no por ello debemos dejar de estarles agradecidos, pues que cumplen con tanto amor esta orden y nos ayudan en nuestras necesidades, que son tan grandes. Seamos, pues, devotos y agradecidos a unos guardianes tan eximios; correspondamos a su amor, honrémoslos cuanto podamos y según debemos. Sin embargo, no olvidemos que todo nuestro amor y honor ha de tener por objeto a aquel de quien procede todo, tanto para ellos como para nosotros, gracias al cual podemos amar y honrar, ser amados y honrados (S. Bernardo, Sermones de tempore 12, 7).
Sal 139, 1-6. La totalidad de las acciones viene expresada mencionando las opuestas: sentarse–levantarse; caminar–estar echado (vv. 2-3). Tales acciones reflejan los pensamientos (v. 2), y éstos son conocidos por Dios incluso antes de que se conviertan en palabras (v. 4). En cambio, el salmista no puede comprender el actuar divino hacia él (vv. 5-6). Siente que la presencia de Dios le rodea por todas partes y que todo lo que le sucede viene de Dios, pero no puede alcanzar su significado último. Se trata de un sentimiento similar al que Job expresa con las imágenes del cepo o la vigilancia puesta por Dios (cfr Jb 13, 27).
Sal 139, 7-12. Sería inútil querer escapar a la presencia y a la acción divinas, pues Él es omnipresente y actúa en todas partes: está en lo más alto -el cielo- y en lo más profundo -el seol- (v. 8); su acción llega al oriente más lejano -alas de la aurora-, y al límite del occidente -los confines del mar- (v. 9); no importa que sea de día o de noche (vv. 11-12). Considerando esta presencia de Dios en todas partes escribía Santa Teresa de Jesús: Ya sabéis que Dios está en todas partes. Pues claro está que adonde está el rey, allí dicen está la corte. En fin, que adonde está Dios, es el cielo. Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice San Agustín que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo, ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá. Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija (Camino de Perfección 28, 2).
Sal 139, 13-18. Dios interviene asimismo en la vida entera del hombre: en su concepción (v. 13) y en los bienes que recibe a lo largo de su existencia. El salmista es bien consciente de ello (v. 14), y lo explica proclamando de nuevo la omnisciencia divina (vv. 15-16). Las expresiones poéticas del v. 15 para indicar el origen del hombre en el seno materno -en secreto, lo profundo de la tierra- asumen la consideración de que el hombre viene de la tierra y vuelve a la tierra (cfr Gn 2, 7); en otros lugares indican el lugar de los muertos adonde irá el hombre al final de sus días (cfr Sal 63, 10; Jb 14, 13; etc.). El Señor conoce también y lleva cuenta de esos días (v. 16). Para el hombre, en cambio, se trata de un misterio que sobrepasa sus posibilidades de comprensión (vv. 17-18). San Clemente Romano comentando las palabras de este salmo escribía: Siendo así que todo está presente ante Él y que Él todo lo contempla, tengamos temor de ofenderlo y apartémonos de todo deseo impuro de malas acciones, a fin de que su misericordia nos defienda en el día del juicio. Porque ¿quién de nosotros podría huir de su poderosa mano? ¿Qué mundo podría acoger a un desertor de Dios? (…) ¿En qué lugar, pues, podría alguien refugiarse para escapar de aquel que lo envuelve todo? Acerquémonos, por tanto, al Señor con un alma santificada, levantando hacia Él nuestras manos puras e incontaminadas; amemos con todas nuestras fuerzas al que es nuestro Padre, amante y misericordioso, y que ha hecho de nosotros su pueblo de elección (Ad Corinthios 27, 1-29, 5).
Sal 139, 19-24. Al hombre sólo le queda apelar a la voluntad divina para que lo libre de los violentos e impíos (v. 19), que maldicen los designios de Dios (v. 20). El salmista profesa su enfrentamiento a ellos, haciendo suya la causa de Dios (vv. 20-21) y pidiéndole que se fije en la sinceridad de sus propios sentimientos y le guíe por el camino del bien (vv. 23-24). La expresión camino eterno (v. 24) significa el camino de Dios que es eterno, y apunta ya a la unión con Dios para siempre, incluso tras la muerte.
Sal 140, 2-4. El primer paso del malvado o violento -este segundo término vuelve a aparecer en los vv. 5 y 12- es dado en su interior y en su palabra (cfr Sal 58, 5; Sal 64, 4-5). La descripción del malvado hecha en este salmo queda recogida por San Pablo en Rm 3, 13, cuando cita literalmente la segunda frase del v. 4, uniéndola a frases de otros salmos (cfr Sal 5, 10; Sal 10, 7; Sal 14, 1-3) y de los profetas, para describir la situación de pecado en que se encuentra la humanidad: judíos y gentiles. De esta forma el Apóstol orienta las palabras del salmo no al deseo de que Dios castigue al impío, sino al reconocimiento de que todos necesitamos conversión.
Sal 140, 5-6. El segundo paso de los malvados consiste en las acciones traicioneras emprendidas contra el justo (cfr Sal 9, 16; Sal 31, 5).
Sal 140, 7-9. El orante recurre al Señor como el Dios de la Alianza -mi Dios- y recuerda las acciones salvíficas anteriores; si el Señor no actúa ahora, si guarda silencio (cfr Sal 28, 1; Sal 83, 2), los impíos se creerán más poderosos que Él, alzándose contra Dios, llenos de soberbia (v. 9). Éste es el sentido del texto hebreo, al que siguen los Setenta y la Vulgata, uniendo la última palabra del v. 9 a la anterior y traduciendo: no vaya a ser que se alcen….
Sal 140, 10-12. Según la traducción que ofrecemos se trata de la expresión de los deseos del salmista: que Dios haga recaer sobre los impíos el mal que ellos traman, que sufran las consecuencias de sus propias acciones.
Sal 140, 13-14. Las peticiones (cfr vv. 2-4) y los deseos del salmista (cfr vv. 10-12) se apoyan en las experiencias personales (v. 13); éstas le dan seguridad de que el Señor actuará (v. 14): No te importe mucho quién está por ti o contra ti, sino busca y procura que esté Dios contigo o en todo lo que haces. Ten buena conciencia y Dios te defenderá. Al que Dios quiere ayudar no le podrá dañar la malicia de alguno. Si sabes callar y sufrir, sin duda verás el favor de Dios. Él sabe el tiempo y el modo de librarte, y por eso te debes ofrecer a Él. A Dios pertenece ayudar y librar de toda confusión (Tomás de Kempis, De imitatione Christi 2, 2-3).
Sal 141, 1-2. El salmista tiene plena seguridad de que Dios acepta las ofrendas y sacrificios realizados en el Templo, y desea que así sea aceptada su oración. Así aplica San Agustín estas palabras a Jesucristo: Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Cualquier cristiano sabe que esto suele referirse a la misma cabeza de la Iglesia. Pues, cuando ya el día declinaba hacia su atardecer, el Señor entregó, en la cruz, el alma que después había de recobrar, porque no la perdió en contra de su voluntad; también nosotros estábamos representados allí. (…) Por tanto, la ofrenda de la tarde fue la pasión del Señor, la cruz del Señor, la oblación de la víctima saludable, el holocausto acepto a Dios. Aquella ofrenda de la tarde se convirtió en ofrenda matutina por la resurrección (Enarrationes in Psalmos 140, 5).
Sal 141, 3-4. En su súplica, el salmista pide ante todo que el Señor no le permita pronunciar palabras ofensivas ni realizar malas acciones. Está reconociendo que si persevera en el bien es porque recibe la ayuda del Señor.
Sal 141, 5 El orante prefiere aceptar las correcciones que le hagan los justos, a los halagos provenientes de los malvados, frente a cuyas acciones promete reaccionar siempre recurriendo al Señor. El texto hebreo es muy oscuro. Siguiendo a los Setenta, hemos corregido por óleo del impío la expresión ungüento de la cabeza que aparece en hebreo. Las primeras palabras de este versículo se comprenden mejor a la luz de la enseñanza evangélica de practicar la corrección fraterna: El ejercicio de la corrección fraterna es la mejor manera de ayudar, después de la oración y del buen ejemplo (S. Josemaría Escrivá, Forja, 641).
Sal 141, 6-7. El salmista sabe que el destino de los impíos es, en definitiva, el fracaso y la muerte. En el v. 7 en vez de como leños partidos… los Setenta traen como piedra de molino estrellada por tierra. Tal como aparece en hebreo nuestros huesos en vez de sus huesos, este versículo recogería la exclamación de los impíos viéndose abocados a la muerte.
Sal 141, 8-10. En cambio, la exclamación del justo es una súplica al Señor para seguir viviendo y ser librado de los enemigos (cfr Sal 38, 13; Sal 140, 6).
Sal 142, 1 Este título, como otros en los salmos, quiere mostrar la situación histórica en la que habría sido compuesto el poema. Los comentaristas cristianos entendieron además que también puede aplicarse a Jesucristo: Sin duda, el salmo se aplica también al Señor, el verdadero David. (…) Como David entró en la cueva para esconderse de Saúl, también el Señor entró en el mundo y sufrió persecución (S. Jerónimo, Breviarium in Psalmos 141, 1). Y por eso, dirán: Si aplicamos el salmo al Señor, aquí (v. 5) es el mismo Señor quien habla: todos mis discípulos me han abandonado y han huido (ibidem, 5).
Sal 142, 2-3. Aunque el salmista comienza hablando del Señor en tercera persona, en realidad se esta dirigiendo a Él, como en el v. 6. Con mi voz indica la profundidad y el carácter personal de la oración, más que la forma externa.
Sal 142, 4-5. Apela al conocimiento que Dios tiene de su vida y de su conducta, y al mismo tiempo le expone su situación, instándole a que se fije en ella. Los Setenta y la Neovulgata, en cambio, traducen las primeras palabras del v. 5 en primera persona -yo miraba y me fijaba-, entendiendo que es el salmista el que ve su situación y se la expone al Señor.
Sal 142, 6-8. Como si fuera un levita, el orante tiene al Señor como su único bien -heredad- en la tierra -país de los vivientes- (cfr Nm 18, 20; Sal 16, 2). Por eso recurre a Él para que lo libre pues por sí mismo no tiene fuerza (v. 7); su vida está amenazada y sin salida y pide seguir viviendo para poder dar gracias al Señor (v. 8).
Espera que los justos participen de su alegría, y no se desea como en Sal 141, 10 el castigo de los enemigos.
Sal 143, 1-2. Fidelidad y justicia están en paralelismo, señalando así el carácter salvífico de la justicia divina. Otro matiz distinto tiene el juicio del v. 2 que refleja la realidad judicial al modo humano, y, entendido así el juicio divino, nadie cumple la condición de ser totalmente inocente delante de Dios (Sal 14, 3; Sal 51; etc.). San Pablo interpreta la segunda parte del v. 2 en el sentido de que ninguno puede tenerse como justo ante Dios, pues nadie puede cumplir perfectamente la Ley por sí mismo (cfr Rm 3, 20). La Ley, además de orientar la conducta, sirve para reconocer la condición de pecadores y acudir a Cristo como Salvador.
Sal 143, 3-6. La súplica viene motivada por la angustiosa situación del salmista perseguido a muerte. Las tinieblas son la región de la muerte, en la que el orante se siente atrapado, no tanto por la acción de los enemigos, cuanto porque siente que Dios le abandona a causa de su pecado (vv. 3.7; cfr Lm 3, 2.6). De ahí que en su aflicción (v. 4) apele a lo que el Señor ha hecho en tiempos pasados -nótese la progresión entre recordar, meditar y considerar (v. 5)- y con un gesto externo eleve su súplica y exprese su ardiente deseo de Dios (v. 6; cfr Sal 42, 3; Sal 63, 2).
Sal 143, 7-10. Se pide al Señor que actúe pronto, en el momento -de mañana- en el que manifiesta su bondad (cfr Sal 90, 14), librándole de sus enemigos (v. 9) y, sobre todo, ayudándole a mantenerse firme en el cumplimiento de la voluntad divina (vv. 8.10). La acción de Dios guiando al hombre por el camino del bien -tierra llana (cfr Sal 26, 12)- se atribuye al espíritu de Dios, a la fuerza divina que actuó en la creación (cfr Gn 1, 2), e instruyó a su pueblo en el desierto (cfr Ne 9, 20). El espíritu del hombre (cfr v. 4) nada puede por sí mismo. Rezad conmigo al Señor: doce me facere voluntatem tuam, quia Deus meus es tu (Sal 143, 10), enséñame a cumplir tu Voluntad, porque Tú eres mi Dios. En una palabra, que brote de nuestros labios el afán sincero de corresponder, con deseo eficaz, a las invitaciones de nuestro Creador, procurando seguir sus designios con una fe inquebrantable, con el convencimiento de que Él no puede fallar. Amada de este modo la Voluntad divina, entenderemos que el valor de la fe no está sólo en la claridad con que se expone, sino en la resolución para defenderla con las obras: y actuaremos en consecuencia (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 198).
Sal 143, 11-12. El Nombre del Señor, es decir, Dios tal como se ha dado a conocer a su pueblo, manifiesta su justicia y su misericordia salvando a los suyos -yo soy tu siervo- del mal, representado aquí en los enemigos (cfr Sal 5, 11).
La Iglesia ha considerado este salmo como el último de los siete penitenciales; con él se reconoce la condición de pecador que afecta a todo hombre (cfr Sal 6).
Sal 144, 1-2. Con expresiones recogidas de Sal 18 (cfr Sal 18, 3.35.47) se bendice al Señor porque Él es el que da las victorias, y porque se le reconoce como el único protector del rey. También todo hombre puede sentir que es Dios quien le hace salir vencedor: Dime, Señor, Dios mío, por tu misericordia qué eres Tú para mí. Di a mi alma: “Yo soy tu victoria”. Díselo de manera que lo oiga. Mira, Señor: los oídos de mi corazón están ante ti. Ábrelos y di a mi alma: “Yo soy tu victoria”. Correré tras estas palabras tuyas y me aferraré a ti. No me escondas tu rostro: muera yo, para que no muera, y pueda así contemplarlo (S. Agustín, Confesiones 1, 5, 5).
Sal 144, 3-4. Aunque la oración brota del rey que tiene sometidos a los pueblos (v. 2), el mismo rey reconoce a la vez la debilidad de todo hombre, incluido el monarca, por la brevedad de su vida (vv. 3-4; cfr Sal 8, 5).
Sal 144, 5-8. Se contempla el poder divino manifestado en los elementos de la naturaleza, de forma similar a como lo encontramos en Sal 18, 6-8.
Sal 144, 9-10. Para expresar el canto de alabanza se toman asimismo frases de otros salmos -cántico nuevo (cfr Sal 33, 3)- y se apela al recuerdo de David (cfr Sal 18, 51). Todo esto es señal del carácter antológico y tardío de la primera parte de Sal 144.
Sal 144, 11 La repetición casi exacta del v. 7 en el v. 11 sirve para acentuar quiénes son los enemigos: los extranjeros. Diestra de perjurio (cfr v. 8) hace referencia a la mano derecha alzada en los juramentos.
Sal 144, 12-14.15. Aunque se ha propuesto que los vv. 12-15 fuesen originariamente una composición independiente, tal como aparecen aquí forman una unidad con lo anterior, pues representan la súplica del rey por su pueblo: pide primero la salud y esbeltez de sus súbditos (v. 12); después, la abundancia y la paz (vv. 13-14). En definitiva, todo ello es don del Señor.
Sal 145, 1-2. El deseo de alabanza al Señor traspasa cualquier límite en el tiempo y lleva a realizarla continuamente: cada día. Consagrarse a la alabanza es propio de un corazón filial. El que alaba al Señor cada día, lo alabará en el Día eterno (S. Juan Crisóstomo, Expositio in Psalmos 144, 2).
Sal 145, 3 Fundamenta el deseo expresado en los versículos anteriores: a Dios se le alaba ante todo por su grandeza (cfr Sal 48, 2).
Sal 145, 4-7. La grandeza de Dios se manifiesta en sus acciones que alcanzan a todas las generaciones y reflejan su bondad.
Sal 145, 8-9. Ahora se proclama directamente la bondad del Señor, recogiendo las expresiones de Ex 34, 6-7, referidas al Dios de la Alianza, y manifestando su alcance universal.
Sal 145, 10-12. El alcance de las acciones divinas motiva la invitación dirigida universalmente: a las obras todas del Señor, a los fieles que le reconocen y a todos los hombres, hijos de Adán. Se trata de la invitación a reconocer el reinado universal de Dios y su poder.
Sal 145, 13 Además de universal, el reinado de Dios es eterno. La segunda parte del v. 13, correspondiente a la letra nun, falta en el texto hebreo sin que acertemos a explicar la causa, ya que se encuentra en todas las versiones antiguas. Viene a adelantar en cierto modo el contenido del v. 17.
Sal 145, 14-16. El reinado universal de Dios se manifiesta en su protección de los débiles (v. 14), y en la providencia que da alimento a todos los seres vivos (vv. 15-16; cfr Sal 104, 27-28). Estos versículos llevan al alma contemplativa a ver la bondad de Dios en todas las cosas: Hablando ahora según el sentido y afecto de la contemplación, es de saber que en la viva contemplación y conocimiento de las criaturas echa de ver el alma haber en ellas tanta abundancia de gracias y virtudes y hermosura de que Dios las dotó, que le parece estar todas vestidas de admirable hermosura y virtud natural, sobrederivada y comunicada de aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y a todos los cielos; así como también con abrir su mano, como dice David (Sal 145, 16), llena todo animal de bendición (S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, 6, 1).
Sal 145, 17-20. Es un reinado de justicia (v. 17) en cuanto que responde con bondad y salvación a quienes le invocan y le aman, y deja perecer a quienes le odian -destruye a los impíos- (v. 20). De estas palabras puede sacarse una lección sobre cómo se ha de orar: Para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que Él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos, según lo da bien a entender David en un salmo (Sal 145, 18), diciendo: Cerca está el Señor de los que le llaman en la verdad, que le piden las cosas que son de más altas veras, como son las de la salvación; porque de éstos dice luego (Sal 145, 19): La voluntad de los que le temen cumplirá, y sus ruegos oirá, y salvarlos ha. Porque es Dios guarda de los que bien le quieren. Y así, este estar tan cerca que aquí dice David, no es otra cosa que estar a satisfacerlos y concederlos aun lo que no les pasa por pensamiento pedir (S. Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 3, 44, 2).
Sal 145, 21 La conclusión tiene carácter universalista, al igual que los versículos anteriores.
Sal 146, 1-2. El aleluya inicial, y el final según el texto hebreo, puede haberse insertado al recopilarse los salmos, precisamente para dar un carácter más fuerte de alabanza. La autoinvitación del salmista es similar a la de Sal 103, 1, y se completa con expresiones ya acuñadas (cfr Sal 104, 33). Las palabras del salmo adquieren más fuerza si se considera el final de la existencia en la tierra: La contemplación del Profeta, le empuja a situarse, por así decir, en el final de los tiempos. Entonces, viendo la fragilidad de todo lo que, por ser terreno, resulta caduco, no piensa más que en alabar a Dios. Este fin del mundo vendrá presto para cada uno de nosotros: vendrá en el momento en el que muramos y nos desliguemos de cuanto nos rodea. Enderecemos, pues, nuestros afanes hacia lo que constituirá, al fin, nuestra ocupación perenne (Casiodoro, Expositio psalmorum 146).
Sal 146, 3-4. Se señala con términos de Gn 2, 7; Gn 3, 19 la fragilidad humana a causa de la muerte.
Sal 146, 5-9. En contraste con la enseñanza de los versos anteriores, se proclama ahora el poder de Dios. Se trata del Dios de Israel -de Jacob (cfr Sal 46, 8)- pues no hay otro: Él es el creador de todas las cosas. Es, además, el que muestra su misericordia hacia los necesitados en distintas situaciones (vv. 7-9). Por eso se puede confiar en Él en cualquier momento.
Sal 146, 10 El Dios del salmista -mi Dios (v. 2)- es el Dios de Israel (v. 5) y el Dios de Jerusalén (Sión) -tu Dios (v. 10)- a la que se le proclama su reinado eterno.
Sal 147, 1 Nuestro Dios (vv. 1.7) es el Dios de Israel al que el salmista contempla ya como redentor del pueblo y creador de todo. A propósito del entonar salmos comenta San Agustín: Un salmo es ciertamente un cántico, pero no un cántico cualquiera, sino acompañándolo con el salterio. Y cuando concluimos este cántico, ¿cesa la alabanza divina? No. Tu lengua alaba por un tiempo, tu vida debe alabar por siempre (Enarrationes in Psalmos 146, 1).
Sal 147, 2-3. Se desarrolla el aspecto de Dios redentor, recordando la vuelta de los desterrados (vv. 2-3; cfr Is 61, 1).
Sal 147, 4-5. Se canta el poder de Dios sobre el cosmos al que rige con sabiduría (cfr Is 40, 26). Llamar por su nombre a las estrellas significa tener dominio sobre ellas.
Sal 147, 6 Los humildes son aquellos que confían en el Señor y no en sus fuerzas o méritos (cfr Sal 9, 19; Sal 12, 6; etc.).
Sal 147, 7 En esta nueva invitación a la alabanza se concreta su realización litúrgica -con la cítara-.
Sal 147, 8-9. La motivación para la alabanza es de nuevo el poder de Dios, pero ahora contemplado en cuanto que da el alimento a todos. El final del v. 8 y plantas… no aparece en el texto hebreo.
Sal 147, 10-11. A la motivación anterior se añade la preferencia de Dios por los humildes (cfr v. 6).
Sal 147, 12.13-14 El Dios creador y redentor es el Dios de Sión, el que mora en Jerusalén y al que ésta reconoce en las obras que ha realizado en su favor al otorgarle seguridad frente a los pueblos vecinos y prosperidad. La segunda parte del versículo 14, con expresión parecida a la de Sal 81, 17, ha sido utilizada en la tradición de la Iglesia para significar a la Eucaristía, manifestación inefable de la generosidad de Dios.
Sal 147, 15-18. La alabanza de Jerusalén al Señor recoge también su acción sobre los elementos de la naturaleza -la nieve y el hielo- (vv. 15-18). Son manifestaciones del poder de su palabra poderosa (cfr Gn 1, 3-26; Is 55, 10-11), que ahora aparece personificada (v. 15).
Sal 147, 19-20. La misma palabra divina que domina la naturaleza le ha sido dada a Israel en la Ley (v. 19) y hace de él un pueblo singular (v. 20).
Sal 148, 1 Este salmo tiene cierto parecido con el canto de los tres jóvenes en Dn 3, 52-90. Da la impresión de que el canto de Daniel haya sido compuesto a partir de este salmo.
Sal 148, 2-4. En los cielos (cfr v. 1) están los ángeles, ministros o servidores de Dios (cfr Sal 91, 11), que son los primeros en tributarle alabanza. Ejércitos equivale aquí a ángeles. También están los astros (v. 3) y, por encima de ellos, los cielos de los cielos (v. 4), el lugar más alto e impenetrable donde, según la antigua mentalidad semita, se almacenan las aguas que Dios envía mediante la lluvia.
Sal 148, 5-6. Se expresa el motivo por el que los cielos han de alabar al Señor: porque el orden y la estabilidad que tienen fueron establecidos por Él para siempre mediante su palabra (cfr Gn 1, 1-24).
Sal 148, 7 La tierra incluye aquí la tierra seca y los océanos y mares, lugares míticos y tenebrosos llenos de monstruos (cfr Sal 74, 13-14; Gn 1, 1).
Sal 148, 8-12. A la alabanza divina se unen los fenómenos atmosféricos (v. 8), la creación inanimada, los reinos vegetal y animal (vv. 9-10), y todos los hombres de cualquier condición y edad (vv. 11-12).
Sal 148, 13-14. A todos los mencionados anteriormente se manifiesta la gloria del Señor -su Nombre- a través de su poder reflejado en la creación -su majestad-, y a través de la exaltación de su pueblo (v. 14a). Por eso éste ha de ser el primero en alabarle desde la tierra, ha de ser el pueblo de la alabanza (v. 14b).
Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella debe consistir la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos; y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 148, 1).
La liturgia de la Iglesia emplea este salmo en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, para expresar la alabanza que le tributa toda la creación, en el cielo y en la tierra.
Sal 149, 1 Puede decirse un cántico nuevo porque nuevas son la situación del pueblo y la relación con Dios en las que piensa el salmista (cfr vv. 7-9; cfr Jr 31, 13; Sal 33, 3), y porque el amor siempre es nuevo y, como dice San Agustín, cantar suele ser tarea de enamorados (Sermones 33, 1).
Sal 149, 2-4. Dios es el creador y verdadero rey del pueblo (v. 2), y merece una alabanza solemne y litúrgica (v. 3) porque le ha otorgado la salvación.
Sal 149, 5-9. Dios ha dado a su pueblo la gloria y la seguridad -alegría desde sus lechos (v. 5)-. Quizás se trata de una alusión a la época de Nehemías (cfr Ne 3-4), o mejor aún, a la de los Macabeos en la que tanto relieve cobran los fieles (hasidim; cfr 1M 2, 42). Las alabanzas a Dios se unen al pensamiento de la lucha contra los enemigos (v. 6; cfr 2M 13, 15). La venganza sobre éstos, lograda la victoria, significa cumplir la sentencia del Señor (cfr 2M 15, 25-34). La sentencia dictada (v. 9), puede hacer alusión a los oráculos de los profetas o al supuesto libro en el que Dios consigna sus decretos (cfr Jb 13, 26; Is 65, 6).
Sal 150, 1 Por el paralelismo que presenta el versículo, Santuario se refiere directamente al cielo, donde Dios habita; pero, a tenor del desarrollo del salmo, incluye también el Templo de Jerusalén en el que se desarrolla la liturgia festiva (vv. 3-5), y todo el orbe donde están los seres vivos (v. 6).
Sal 150, 2 Quedan sintetizados todos los motivos de alabanza que han ido apareciendo a largo del libro: las intervenciones salvíficas de Dios y su dominio del cosmos.
Sal 150, 3-5. Los instrumentos mencionados son los empleados para anunciar las solemnidades -el cuerno (v. 3)-, y para desarrollar la liturgia en el Templo y en las peregrinaciones (vv. 4-5; cfr Sal 149, 3). Al evocar los diversos instrumentos mencionados en el salmo, comenta un autor espiritual: Todos estos instrumentos de alabanza a Dios son los mismos santos, los cuales dirigen a Dios el múltiple sonido de su concorde glorificación. Y por eso en todas sus obras es alabado Dios porque cada movimiento de aquellos que cantan está animado de su Espíritu que lo anuncia en ellos (Próspero de Aquitania, Expositio Psalmorum 150, 3).
Sal 150, 6 El término hebreo que traducimos por todo ser que respira -nesamá- en la Biblia sólo se aplica a Dios y al hombre (cfr Gn 2, 7; 2S 22, 16). Su empleo en este lugar indica que sólo el hombre es capaz de expresar la alabanza a Dios en representación de la creación entera.
Pr 1, 1-Pr 9, 18. El autor sagrado pone esta introducción o prólogo delante de las colecciones de proverbios de distinta procedencia que fue recopilando y que se encuentran a partir del cap. 10. Este prólogo incluye diez lecciones del maestro a su discípulo, al que suele dirigirse llamándolo hijo mío. Entre éstas se insertan tres discursos sobre la sabiduría, en el tercero de los cuales (Pr 8, 1-36) la exposición de los motivos acerca de su excelencia llega a su punto culminante. Al final del prólogo, la sabiduría y la necedad invitan al banquete que han preparado, y cada uno debe discernir adónde dirigirse. Estos nueve capítulos tienen como objeto suscitar en los discípulos el afán de saber, de motivar en ellos el deseo de acoger las enseñanzas que se les proponen. Cuando alguien inicia su formación, el esfuerzo que supone replantear los propios hábitos de vida constituye un obstáculo para tomar la decisión de emprender esa tarea. Por eso, en diversos poemas de esta introducción se presenta a la sabiduría como alguien que sale al encuentro e invita a prestar atención a sus enseñanzas. En contraste, la mujer ajena intenta seducir al discípulo con sus reclamos para que tome una senda diversa, que lleva a la necedad y conduce al pecado. De este modo se describe el estado de vacilación en el que uno se encuentra ante tales instancias. Los espléndidos discursos de la sabiduría se orientan, pues, a persuadir de las ventajas que tiene instruirse.
El libro de los Proverbios -advierte San Basilio- es una institución para el arreglo de las costumbres y una corrección de las pasiones: en suma, es una disciplina o enseñanza de la vida que comprende máximas saludables y dictámenes sanos de aquello que conviene practicar. (…) Al mismo tiempo que en este libro [los lectores] aprenderán muchos dogmas de las cosas divinas, se les enseñarán en él muchas verdades de las ciencias humanas: porque en este libro se retrae y rebate de muchos modos el vicio, y se estimula de muchas maneras la virtud. Su doctrina refrena la mala lengua, endereza el ojo que mira lo malo, no consiente que nadie haga mal ni daño a otro, ahuyenta la ociosidad, reprime los deseos torpes, enseña la prudencia, muestra la fortaleza, y encomienda la templanza. Por tanto, cualquiera que aprenda estas cosas, y aborrezca en sí lo malo, y se incline con mayor y más fuerte ímpetu hacia lo bueno, siendo sabio por sí, se hará más sabio por la consumación y perfección de doctrina que se le dará en este libro (In principium Proverbiorum 1 y 15).
Pr 1, 1-7. La referencia a Salomón al principio del libro se debe a que Salomón aparece en la Sagrada Escritura como prototipo de rey sabio (cfr 1R 3, 11-28; 1R 5, 9-14; 1R 10, 1-9) y a él se hace remontar el origen de la sabiduría, aunque ésta sea expresada por distintos maestros. De hecho a lo largo de la obra se recogerán proverbios de muy diversa procedencia: unos atribuidos a Salomón (Pr 10, 1-Pr 22, 16; Pr 25, 1-Pr 29, 27) y otros a los sabios (Pr 22, 17-Pr 24, 34), a Agur (Pr 30, 1-14) o a Lemuel (Pr 31, 1-9). Es una forma de invitar a acoger de buen grado la doctrina contenida en las máximas de este libro. Su lectura será útil no sólo a los jóvenes (v. 4), que aún no tienen suficiente experiencia de la vida, sino también a los que se consideran instruidos, ya que siempre es posible progresar en el saber (v. 5). La sabiduría se adquiere aprovechando la enseñanza que se recibe de los maestros y llevándola a la práctica hasta adquirir destreza. El aprendizaje de la sabiduría lleva como fruto la rectitud de vida (v. 3) y la comprensión de los proverbios (v. 6).
El amplio prólogo (Pr 1, 1-Pr 9, 18) se abre y se cierra afirmando que el temor del Señor es el principio del saber (Pr 1, 7 y Pr 9, 10). En el lenguaje bíblico ese temor no hace referencia a ningún miedo, ya que Dios no desea para nadie mal alguno. Con esa palabra se designa el respeto o la reverencia que se deben al Señor y a sus obras. En efecto, el reconocimiento de la acción de Dios en la creación del mundo y en el orden que ha dejado impreso en la naturaleza es el primer paso para adquirir el conocimiento de la verdad de las cosas y del ser humano y, por lo tanto, es el principio del saber. El temor de Dios tiene que ser aprendido -afirma un autor cristiano antiguo-. No se encuentra en el miedo sino en el razonamiento doctrinal; no brota de un estremecimiento natural, sino que es el resultado de la observancia de los mandamientos, de las obras de una vida inocente y del conocimiento de la verdad (S. Hilario de Poitiers, Tractatus super Psalmos 127, 1-2).
Pr 1, 8-19. La expresión hijo mío con la que se inician todas las lecciones del prólogo sitúa la instrucción en ámbito familiar e invita a acoger las enseñanzas de los padres, es decir, la sabiduría tradicional. Tal modo de hablar es frecuente en los escritos sapienciales del antiguo Oriente Medio y también se usa en Israel. Aquí es un recurso literario, ya que la forma de los poemas, más o menos amplios, que integran el prólogo delata su composición originariamente escrita.
La primera lección incide en una recomendación práctica, necesaria para que la instrucción pueda ser bien acogida: conviene evitar la compañía de personas que puedan torcer el camino. Con frecuencia los maestros de espiritualidad invitan a afrontar con claridad el discernimiento de las personas cuyo trato frecuente enriquece o, por el contrario, perjudica interiormente: Dime -plantea de modo directo San Josemaría Escrivá-, dime: eso… ¿es una amistad o es una cadena? (Camino, 160).
Una primera tentación con la que se encuentran quienes buscan el bien es la presión moral de los pecadores dirigida a disuadirlos de mantenerse íntegros en sus convicciones (cfr vv. 11-14).
Pr 1, 20-33. No sólo el maestro reclama la atención de sus discípulos, sino que la misma sabiduría sale al encuentro de los hombres para entregar sus bienes a quienes la acojan. En este discurso, lo mismo que en los otros dos que se encuentran más adelante (Pr 3, 13-20 y Pr 8, 1-36), la sabiduría aparece descrita con rasgos propios de una persona viva que dirige su mensaje a todos los hombres. Las plazas (v. 20), posiblemente las explanadas que se abren ante las puertas de la muralla que protege la ciudad, eran lugar habitual de encuentro entre la gente, y donde se reunía el consejo de los ancianos. La sabiduría habla en público, ya que su llamada no se dirige a un grupo de selectos sino a todos en general.
Sus palabras tienen un tono distinto a los oráculos de los profetas. Éstos pronuncian sus mensajes en nombre de Dios, mientras que la sabiduría lo hace en nombre propio, de forma semejante a como lo hace Dios. Sus consejos ofrecen serenidad y confianza a quienes los acogen, de modo que, a pesar de las asechanzas de los malvados (cfr Pr 1, 11-14), proporcionan paz: Quien me escucha vivirá seguro y tranquilo sin temer mal alguno (v. 33).
El rechazo a la sabiduría aquí descrito (vv. 24-32) tiene su eco en el Nuevo Testamento en el rechazo a Jesucristo, Sabiduría encarnada: Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron (Jn 1, 11). En cambio, las consecuencias que se derivan de acoger a la Sabiduría de Dios no son comparables en ambos Testamentos. En el Antiguo se dice que quien escucha a la sabiduría tendrá seguridad y tranquilidad. En el Nuevo, concretamente en el mensaje del Evangelio de San Juan, se dice mucho más: Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios (Jn 1, 12-13).
Pr 2, 1-22. En la segunda lección el maestro une la adquisición de la sabiduría a escuchar y obedecer sus palabras, y pondera las ventajas que trae consigo su aprendizaje, al tiempo que enseña las condiciones necesarias para ello. Si Dios encuentra ahí, donde se fraguan las más intimas decisiones, la rectitud necesaria para acoger su palabra, otorga el don de la sabiduría (vv. 6-7). La sabiduría no es, pues, tanto un saber que alguien pueda adquirir por sus propios medios, como una dádiva que el Señor otorga a quienes encuentra bien dispuestos. De entrada se requiere tener un corazón propicio (cfr v. 2). El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo “me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza (Catecismo de la Iglesia Católica, 2563).
Quien recibe ese don nada tiene que temer ante las insidias de los malvados (vv. 12-15) ni frente a la seducción de la mujer ajena (vv. 16-19). La mujer ajena o extranjera (cfr v. 16; Pr 5, 3; Pr 6, 24; Pr 7, 5) se refiere a mujeres no israelitas que ejercían la prostitución. Quizá es también un modo metafórico de designar los encantos que los cultos extranjeros tenían para la gente del pueblo de Dios, y que repetidas veces fueron ocasión de tropiezo para Israel. En cualquier caso, su estrategia consiste en seducir con palabras amables que pretenden arrastrar con su atractivo, pero que llevan a la perdición. Tiene la astucia mortal de la serpiente que sedujo a Eva (cfr Gn 3, 1-15).
Pr 3, 1-12. Además de la aceptación de la enseñanza del maestro, la adquisición de la sabiduría implica bondad personal y confianza en el Señor. Sólo es digno de recibir la sabiduría quien es fiel. Sin embargo, al tratar aquí de la fidelidad no se aducen motivos religiosos relacionados con lo pactado en la Alianza de Dios con su pueblo, como en muchos otros lugares de la Biblia. Solamente se exige la adhesión personal al Señor, una relación personal con Dios, que lleva a tenerlo siempre presente (vv. 5-6) y a ofrecerle sacrificios (v. 9), como manifestación del reconocimiento debido a Aquel de quien se ha recibido todo.
Quien posee bondad y fidelidad (cfr v. 3) y honra al Señor con ofrendas, gozará de grandes bienes que el Señor le otorgará. Precisamente en el Evangelio, bondad y fidelidad son las características en las que se resumen las buenas cualidades de quienes se hacen merecedores del premio: Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor (Mt 25, 21.23).
La confianza en Dios se concreta en seguir la guía de sus mandamientos (vv. 5-6). En este sentido San Basilio comenta: Acostumbran los marineros para la dirección de sus rutas mirar al cielo, y por él gobiernan el viaje de navegación: de día mirando al sol, y de noche a la Osa u otra de las estrellas que lucen siempre. Por medio de ellas y con su dirección aseguran el camino recto al navegar. Levanta, pues, tú los ojos al cielo, según aquel que dijo: A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Mira al sol de justicia y, dirigiéndote los mandamientos del Señor como unos astros muy brillantes ten tus ojos en vela, no los des ni entregues al sueño, ni consientas que se adormezcan sus párpados, para que siempre vayan delante y te conduzcan los divinos preceptos (In principium Proverbiorum 17).
Los vv. 11-12 son citados en la Carta a los Hebreos para enseñar que los sufrimientos son manifestación del amor paternal de Dios y al mismo tiempo prueba de nuestra condición de hijos suyos: Lo que sufrís sirve para vuestra corrección. Dios os trata como a hijos, ¿y qué hijo hay a quien su padre no corrija? (Hb 12, 7).
Pr 3, 13-20. De nuevo se interrumpen las lecciones del maestro para dar paso a un himno que elogia la sabiduría y canta los beneficios que reporta al hombre. En efecto, Dios hizo la tierra con su sabiduría de modo que la creación manifiesta el saber divino (vv. 19-20). El Señor ha realizado sabiamente sus obras, tanto la asombrosa variedad de criaturas como la armoniosa conjunción de las leyes de funcionamiento de cada una. Por eso la creación manifiesta la sabiduría divina, la cual -comenta San Basilio- no con voces, sino por las mismas criaturas que hay en ella clama que ha sido hecha por Dios, y que no es casualidad tanta sabiduría como resplandece en ella (In principium Proverbiorum 3).
El hombre, aunque recibe la sabiduría como don de Dios (cfr Pr 2, 1-22), puede percibirla observando el mundo y viendo el orden que el Creador ha dejado impreso en él. Cuando participa de ese saber divino se entiende mejor a sí mismo y su relación con las demás criaturas, contempla las huellas de Dios en la naturaleza y alcanza el camino para gozar de una vida feliz.
Pr 3, 21-35. En la cuarta lección, el maestro enseña al discípulo algunas normas concretas para comportarse como corresponde a quien desea ser sabio. Los que llevan a la práctica esas indicaciones pueden vivir tranquilos, ya que el Señor protege a quienes siguen el camino de la sabiduría (vv. 25-26).
Una aportación especialmente importante de la sabiduría consiste en descubrir el modo en que las relaciones entre personas pueden mantenerse en armonía. En concreto, esto sucede cuando se busca sin hipocresías el bien del prójimo y no se es remiso en prestar ayuda cuando hace falta (vv. 27-31). Todo ese empeño requiere actuar con inequívoca rectitud de intención y con sencillez. Sólo así el Señor puede hacerse presente en la conciencia del hombre (v. 32). La conversación íntima de Dios -comenta San Gregorio Magno- consiste en revelar sus secretos a las almas humanas, ilustrándolas con su presencia. Se dice que tiene conversación íntima con los sencillos porque, con la luz de su visita, revela los misterios divinos a las almas de aquellos que no están ensombrecidos con ninguna doblez (Regula pastoralis 3, 11).
A los humildes da su gracia (v. 34). En el Nuevo Testamento se alude por dos veces a esta afirmación para señalar la actitud que conviene tener para aprovechar los dones de Dios. En la Primera Carta de San Pedro, tras hablar a los ancianos y a los jóvenes acerca de la necesaria armonía entre unos y otros, se dice: Y todos, revestíos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios y a los humildes da la gracia. Humillaos, por eso, bajo la mano poderosa de Dios, para que a su tiempo os exalte. Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros (1P 5, 5-7). Y en la Carta de Santiago, tras recordar esas palabras de la Escritura, se añade: Por eso, estad sujetos a Dios. Resistid al diablo, y él huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros. Limpiad vuestras manos, pecadores, y purificad vuestros corazones, hombres vacilantes. Reconoced vuestra miseria, afligíos y llorad. Que vuestra risa se convierta en llanto, y vuestra alegría en tristeza. Humillaos en presencia del Señor, y Él os ensalzará (St 4, 7-10).
Pr 4, 1-9. El maestro resalta el carácter tradicional de la sabiduría y exhorta a adquirirla. La sabiduría, como ya se había dicho, no es sólo el resultado de un esfuerzo personal por discernir adecuadamente las realidades del mundo, sino un don de Dios (cfr Pr 2, 6) que llega a través de la enseñanza de los hombres. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. (…) Las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 31).
La diadema (v. 9) que pone la sabiduría sobre la cabeza del que la busca es una metáfora de la fidelidad. En efecto, la figura alude con toda probabilidad a los ritos tradicionales de celebración del matrimonio, en los que se imponía una diadema sobre la cabeza de los contrayentes como señal del compromiso mutuo que los unía a partir de ese momento (cfr Ct 3, 11; Is 61, 10).
Pr 4, 10-27. En la tradición hebrea es muy frecuente la metáfora del camino para aludir al comportamiento práctico. La imagen de los dos caminos que aquí aparece tuvo gran difusión tanto en los escritos judíos posteriores como en la literatura cristiana primitiva. En el Evangelio aparece esa metáfora en labios de Jesús: Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran! (Mt 7, 13-14).
Uno de los escritos cristianos más antiguos, la obra conocida como Didaché o Doctrina de los Doce Apóstoles, comienza aludiendo a esa comparación: Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia entre estos dos caminos (Didaché 2). Este motivo literario ha inspirado bellas páginas de la literatura y de la ascética cristiana, como ésta de San Josemaría Escrivá: Recuerdo ahora -seguramente alguno de vosotros me habrá oído ya este mismo comentario en otras meditaciones- aquel sueño de un escritor del siglo de oro castellano. Delante de él se abren dos caminos. Uno se presenta ancho y carretero, fácil, pródigo en ventas y mesones y en otros lugares amenos y regalados. Por allí avanzan las gentes a caballo o en carrozas, entre músicas y risas -carcajadas locas-; se contempla una muchedumbre embriagada en un deleite aparente, efímero, porque ese derrotero acaba en un precipicio sin fondo. Es la senda de los mundanos, de los eternos aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen; buscan insaciablemente toda clase de comodidades y de placeres…; les horroriza el dolor, la renuncia, el sacrificio. No quieren saber nada de la Cruz de Cristo, piensan que es cosa de chiflados. Pero son ellos los dementes: esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena y eterna. Nos lo advierte el Señor: quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma (Mt 16, 26) (Amigos de Dios, 130).
Para acertar en la elección del buen camino es necesario contemplar las posibles alternativas que se nos ofrecen con una mirada atenta. Sólo con una actitud reflexiva podrá el hombre mantenerse firme en el camino elegido (vv. 25-26). En verdad -comenta San Gregorio Magno- tu vista precede a tus pasos cuando los rectos consejos preceden a tu actuación. El que rechaza mirar considerando lo que va a hacer, camina con los ojos cerrados y continuando su camino no ve delante de sí, y por eso mismo cae antes, porque no atiende con la mirada del consejo dónde debía poner el pie de su acción (Regula pastoralis 3, 15).
Pr 5, 1-23. En esta lección el maestro exhorta encarecidamente a la fidelidad matrimonial. Al tiempo le sirve para significar la fidelidad a las enseñanzas recibidas de los mayores: lo mismo que un hombre puede sentirse atraído por la novedad de una mujer ajena y caer en sus redes, puede también sentirse tentado por las enseñanzas profanas, extranjeras y, abandonar por frivolidad, la instrucción que recibió (vv. 22-23).
Pr 6, 1-19. Se suceden ahora consejos sobre diversas cuestiones, que tienen en común una llamada a la responsabilidad en el cumplimiento de las propias obligaciones. Se requiere estar con los ojos bien abiertos para advertir la situación real y actuar con iniciativa en cada momento. San Gregorio Magno aplica este texto a los que tienen la responsabilidad de orientar a otros amonestándoles seriamente a que cumplan su deber con diligencia: A cualquiera que está puesto al frente de los demás para darles ejemplo hay que exhortarle no sólo a que él mismo se cuide, sino a que importune a su prójimo. Por tanto, no es suficiente que se cuide él, viviendo santamente, si no despierta de la torpeza del pecado a aquel a quien preside. Así pues, se le dice con razón: no concedas sueño a tus ojos ni sopor a tu mirada (Pr 6, 4). Pues conceder sueño a los ojos significa que, una vez cesada la atención, se desentiende uno totalmente de sus fieles. Y cae en el sopor la mirada cuando nuestros pensamientos, oprimidos por la pereza, hacen la vista gorda a lo que saben que tienen que decir a los fieles (Regula pastoralis 3, 4).
La lección se concluye con un proverbio numérico, ajustado a una estructura bien conocida en los escritos antiguos de Ugarit y en varios pasajes del Antiguo Testamento, que consiste en iniciar un discurso con dos frases paralelas de tal modo que en la segunda aparece el número inmediatamente superior al citado en la primera: Seis cosas hay que detesta el Señor, y siete son las que abomina su alma (v. 16; cfr Pr 30; Qo 11, 2; Si 25-26 y Am 1-2). Con esta fórmula se quiere expresar el aspecto ascendente e indefinido de la acción reprobable.
Pr 6, 20-35. La escena ilustra la gravedad del adulterio, y de paso el cuidado que es necesario tener ante la seducción de la sensualidad. Los versículos 27 y 28 son muy expresivos acerca de la conveniencia de no dialogar con la tentación, si uno no quiere resultar atrapado por ella. En la ascética cristiana no faltan sugerencias concretas para llevar a la práctica estos consejos. Por ejemplo, San Josemaría Escrivá comenta: Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. -Sostienes la guerra -las luchas diarias de tu vida interior- en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza. -Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. -Y si llega, llega sin eficacia (Camino, 307).
Pr 7, 1-27. La última lección del maestro insiste en la precaución frente a la mujer extraña que es capaz de disfrazar incluso bajo la apariencia de religiosidad sus perversos apetitos (v. 14). En la figura de la mujer extraña sigue subyacente la imagen de la tentación de abandonar a la sabiduría. Se ridiculiza al que cediendo a la seducción comete adulterio: es como buey que va al matadero, como ciervo atrapado en un lazo (v. 22). En el trasfondo de esta enseñanza hay que tener en cuenta los mandamientos del Señor (cfr Ex 20, 14; Dt 5, 18) y las palabras de los profetas (cfr Os 7, 4; Jr 9, 2; etc.), que veían en el adulterio un pecado tan grave que servía de imagen para comprender el abandono de Dios y su Alianza. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cfr Mt 5, 27-28). El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento proscriben absolutamente el adulterio (cfr Mt 5, 32; Mt 19, 6; Mc 10, 11-12; 1Co 6, 9-10). Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la figura del pecado de idolatría (cfr Os 2, 7; Jr 5, 7; Jr 13, 27). El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres (Catecismo de la Iglesia Católica, 2380-2381).
Pr 8, 1-36. La primera parte del libro culmina con este tercer y espléndido canto de la Sabiduría personificada. Como en el primero (Pr 1, 20-33), sus palabras se pronuncian al aire libre, son proclamadas ante todo el mundo (vv. 1-3). Su llamada, pues, no se dirige a unos pocos privilegiados, sino que se invita invita a todos los hombres a conocerla (vv. 32-36).
Se reclama vivamente la atención de todos, pues la Sabiduría ofrece una instrucción valiosa, plena de rectitud y apartada de toda disposición mentirosa y retorcida (vv. 4-14). Después, se hace notar que las relaciones humanas justas son consecuencia de su acción en el buen orden de la sociedad: la Sabiduría guía a reyes y magistrados para que actúen con justicia cuando la buscan con sinceridad (vv. 15-21). Por último, se explica que su acción no se limita al orden de las relaciones entre los hombres, sino que la Sabiduría está en el origen del orden y la estabilidad del mundo, ya que está presente junto a Dios desde el principio (vv. 22-31).
En este canto, con lenguaje solemne y con figuras tomadas de la cosmogonía tradicional de Israel, se manifiesta la relación entre Sabiduría y creación del mundo y del hombre. La Sabiduría está junto a Dios en la creación y se goza especialmente en su relación con el hombre. Aparece descrita con unos rasgos personales que preparan para comprender más adelante, en el progreso de la Revelación, el misterio de la Santísima Trinidad. En el Prólogo del Evangelio de San Juan se describirá la relación entre Dios y el Verbo con unos términos que recuerdan en parte este texto (vv. 22-30, cfr Jn 1, 1; v. 35, cfr Jn 1, 4). La dignidad que tiene la Sabiduría en el canto de los Proverbios será atribuida a Cristo en algunos escritos del Nuevo Testamento: en la Carta a los Colosenses se le designa como primogénito de toda criatura (Col 1, 15) y en el Apocalipsis como principio de la creación de Dios (Ap 3, 14). En este sentido se lee Pr 8, 22-31 en la liturgia de la Iglesia en la solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo C).
Desde el siglo VI se incluye este pasaje en la Misa de la Natividad de la Virgen María (8 de septiembre). De este modo la Iglesia reconoce que, así como el Verbo es Dios desde la eternidad y está activo en la creación del mundo, la Madre del Salvador de algún modo también habría de estar en la mente de Dios desde el comienzo (vv. 22-23). María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la sabiduría, la tradición de la Iglesia los ha entendido frecuentemente con relación a María (cfr Pr 8, 1-Pr 9, 6; Si 24): María es cantada y representada en la Liturgia como el “Trono de la Sabiduría” (Catecismo de la Iglesia Católica, 721).
Pr 9, 1-6. La introducción al libro de los Proverbios termina con una invitación de la Sabiduría a participar del banquete que ha preparado en su casa. La comida tiene un significado simbólico: es la enseñanza de los sabios, y la asimila quien la escucha (cfr Si 24, 26-29; Ez 3).
Ese alimento prefigura el verdadero Pan de Vida (cfr Jn 4, 14; Jn 6, 35) que Dios entregará a los hombres, y que es el Cuerpo del Verbo Encarnado, de la Sabiduría hecha hombre. Un antiguo autor cristiano pone esas palabras en boca de Jesucristo: Tanto a los faltos de obras de fe como a los que tienen el deseo de una vida más perfecta, dice: “Venid, comed mi cuerpo, que es el pan que os alimenta y fortalece; bebed mi sangre, que es el vino de la doctrina celestial que os deleita y os diviniza; porque he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación” (Procopio de Gaza, In librum Proverbiorum 9).
Las siete columnas de la casa de la Sabiduría (v. 1) podrían aludir a su perfección (el siete goza del simbolismo de cifra perfecta), pero más probablemente se refieren a las siete colecciones de proverbios que se incluyen en este libro después del Prólogo (Pr 1, 1-Pr 9, 18): la primera de Salomón (Pr 10, 1-Pr 22, 16), las Máximas de los sabios (Pr 22, 17-Pr 24, 22), otras Máximas de los sabios (Pr 24, 23-34), la segunda de Salomón (Pr 25, 1-Pr 29, 27), las Palabras de Agur (Pr 30, 1-14), los Proverbios numéricos (Pr 30, 15-33) y las Palabras de Lemuel (Pr 31, 1-9). Al ser siete las colecciones presentadas, se está simbolizando la perfección de la sabiduría enseñada en el libro, que abarca tanto la propia de Israel como la de los pueblos circundantes.
Pr 9, 7-12. Estas últimas recomendaciones del Prólogo reclaman una dedicación total a buscar la sabiduría, dejando al lado a quienes no la aceptan: el malvado y el insolente. Vuelve a recordarse lo que se había señalado al comienzo: Principio de la sabiduría es el temor del Señor (v. 10; cfr Pr 1, 7). Dios, con su sabiduría, puso el fundamento de la tierra -comenta San Teófilo de Antioquía-; con su inteligencia, preparó los cielos; con su voluntad, rasgó los abismos, y las nubes derramaron su rocío. Si entiendes todo esto y vives pura, santa y justamente, podrás ver a Dios; pero la fe y el temor de Dios han de tener la absoluta preferencia de tu corazón, y entonces entenderás todo esto (Ad Autolycum 1, 7).
En la adquisición de la sabiduría hay que contar con la colaboración de todos. También el maestro necesita y agradece las sugerencias y correcciones que recibe, y que le ayudan a rectificar sus errores y a mejorar. De ahí el consejo: Reprende al sabio, y te cobrará amor (v. 8). Por eso es tan útil la práctica de la corrección fraterna evangélica (cfr Mt 18, 15). Recibir la corrección no es motivo de tristeza sino de alegría, pues ayuda a reparar en aspectos en los que es posible mejorar.
Pr 9, 13-18. La invitación de la mujer necia que llama vociferando a los ingenuos para que sigan su camino resalta más, por contraste, el apremio de la invitación hecha por la Sabiduría a entrar en su casa y a participar en su banquete (cfr Pr 9, 1-6). A cada uno corresponde tomar su propia decisión ante las dos opciones que se le proponen, sabiduría o necedad, teniendo en cuenta que con frecuencia se ve inclinado hacia lo más fácil. Las palabras del v. 17 son una fina observación de la psicología humana, que siente el atractivo de lo que le está vedado. Conviene tenerla presente para comportarse con sabiduría en la vida diaria, pues con frecuencia la tentación se presenta vestida con ropajes atractivos.
Pr 10, 1-Pr 22, 16. Comienza ahora una larga serie de sentencias breves que van precedidas por el título Proverbios de Salomón. Es la primera de las dos colecciones de máximas atribuidas al rey sabio que se encuentran en este libro. Las sentencias, por su contenido, no se ajustan a un orden estrictamente lógico, sino que se van yuxtaponiendo una tras otra, a veces unidas por muy vagas afinidades temáticas y sin que falten las repeticiones. Cada proverbio es una unidad en sí mismo y tiene aplicación universal. Suelen constar de dos frases en paralelismo: la segunda propone la antítesis de la primera (paralelismo antitético), o dice lo mismo con otras palabras (paralelismo sinonímico).
Las colecciones salomónicas probablemente sean las más antiguas de todas las incluidas en la obra. Esta primera colección consta a su vez de dos partes: una primera, en la que se incluyen enseñanzas concretas acerca de aspectos humanos de la vida ordinaria (Pr 10, 1-Pr 15, 33); y una segunda, en la que se trata más directamente de las relaciones con Dios (Pr 16, 1-Pr 22, 16). La colección fue recopilada, según parece, en los últimos años del reino de Judá tras la muerte del rey Josías. Ante las amenazas inminentes de las tropas babilónicas, los sabios habrían reunido estos proverbios para que no se perdieran y para enseñar al pueblo una conducta recta y solidaria confiando en el Señor. Así se verían libres de la violencia. En el fondo es una llamada a la conversión como hacían los profetas Hababuc y Sofonías; pero esta llamada no se presenta como palabra del Señor, sino como voz del sabio que habla desde la experiencia de los efectos que tienen las acciones del hombre. Aunque aparecen las figuras del sabio y el necio, el binomio fundamental lo constituyen el justo y el malvado; se trata, por tanto, de llevar al discernimiento entre diferentes formas de actuar, y de invitar a hacerlo buscando la justicia interhumana y la misericordia hacia el pobre.
En el centro de la reflexión sapiencial contenida en esta colección, se sitúa la preocupación por ofrecer un punto de referencia al hombre para comportarse de acuerdo con las leyes que el Señor ha dado a su pueblo (cfr Pr 10, 8). De hecho, se afirma que el temor de Dios instruye en la sabiduría (cfr Pr 15, 33). Se reconoce, pues, al Señor como el que garantiza el éxito y la prosperidad de los justos. En definitiva, los sabios tratan de mostrar el camino para alcanzar la felicidad. Ahora bien, cuando estos proverbios fueron compuestos aún no se había dado la revelación divina sobre el más allá de la muerte. Por eso, la búsqueda de la felicidad no supera los horizontes de la vida natural, y el único modo de supervivencia que se ofrece consiste en el recuerdo de las buenas obras, la buena fama, los hijos, etc. Puesto que estas máximas parecen sucederse sin un orden que las estructure, comentaremos únicamente algunas que han incidido con más fuerza en la enseñanza del Nuevo Testamento y de la Tradición de la Iglesia.
Pr 10, 12 En el Nuevo Testamento se toma ocasión de este proverbio para realzar la importancia de manifestar el amor fraterno en obras concretas: Ante todo, mantened entre vosotros una ferviente caridad, porque la caridad cubre la multitud de los pecados. Sed hospitalarios unos con otros, sin quejaros. Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios (1P 4, 8-10).
Pr 11, 31 El sentido de este versículo no es que los malvados y pecadores reciban un premio mayor que el de los justos. La palabra paga alude en el texto a la retribución debida a sus obras: Dios no deja sin premiar las acciones de los justos, pero no tolera impune la maldad de los impíos. En todo este pasaje se van contrastando los beneficios que trae consigo practicar la justicia y rectitud, con los males que se siguen de la impiedad.
Pr 12, 13-23. Estos proverbios están relacionados con el buen uso de la palabra. Se explicita en ellos lo que ya se había apuntado poco antes: El chismoso divulga secretos, el hombre de fiar se guarda la palabra (Pr 11, 13). Así pues, el sabio es el que sabe decir lo justo y en el momento oportuno. La discreción en el hablar es uno de los grandes valores que caracterizan a los hombres de bien (cfr Pr 10, 19; Pr 15, 23; Pr 21, 23). Hay que juzgar prudentemente las distintas ocasiones -aconseja San Gregorio Magno- de manera que cuando la lengua deba moderarse no se deslice por palabras inútiles, ni cuando pueda hablar constructivamente deje de hacerlo por pereza (Regula pastoralis 3, 14).
Pr 13, 7 San Agustín dedicó uno de sus sermones a este proverbio. Comenta que las verdaderas riquezas de las que aquí se trata no son las riquezas materiales: Son más profundamente ricos los ricos en el corazón, llenos de fortaleza, exuberantes de piedad, pletóricos de caridad, ricos consigo mismos, ricos en su interior. Hay quien se las da de rico y nada tiene, es decir: se cree justo siendo injusto (…). Aquéllos, sin embargo, de quienes se dijo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos (Mt 5, 3), ésos están pletóricos, tanto más ricos cuanto más humildes (Sermones 36, 7).
Pr 14, 15 Se podría decir que la nota común a la mayor parte de los Proverbios es la invitación a la prudencia como conocimiento discreto de lo que se debe obrar y lo que se debe omitir. Y quien lo sigue no se apartará nunca de la virtud ni se inclinará hacia los vicios (S. Basilio, In principium Proverbiorum 6). En efecto, la prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe Santo Tomás (S.Th. II-II, q. 47, a. 2), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar (Catecismo de la Iglesia Católica, 1806).
Pr 14, 30 Con frecuencia sucede que unos con inocencia de corazón parecen débiles en algunas de sus obras; mientras que otros, aunque realizan acciones valientes a los ojos de los hombres, sin embargo se mueren de pena interiormente por el vicio de la envidia que sienten hacia las buenas obras de los demás. Por lo que se dice con razón: vida del cuerpo es un corazón sano, porque si se mantiene la inocencia del corazón, incluso las acciones que externamente son endebles alguna vez se robustecerán. Y también se añade con razón: caries de los huesos, la envidia, porque debido al vicio de la envidia incluso aquello que a los ojos de los hombres parece eficaz es nulo a los ojos de Dios (S. Gregorio Magno, Regula pastoralis 3, 10).
Pr 14, 31 Los sabios, como los profetas, alzaron con valentía su voz para denunciar las injusticias cometidas por los poderosos. En continuidad con estos testimonios que ofrecen las Sagradas Escrituras la Iglesia considera deber suyo recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos y contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad (Juan Pablo II, Laborem excercens, 1).
Pr 15, 13 La alegría es fruto de la acción del Espíritu Santo (cfr Ga 5, 22) en las almas que son humildes y dóciles a Dios. Así como la tristeza quita energías para la lucha diaria, la alegría impulsa a afrontar tareas audaces en el servicio a Dios y a los demás, sin detenerse ante las adversidades. Si procuramos actuar con humildad y sencillez, siempre mantendremos la serenidad y el gozo de quien se sabe hijo de Dios, y no habrá lugar a decepciones ni amarguras incluso ante las dificultades o fracasos. Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo -dice San Josemaría Escrivá-, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre (Amigos de Dios, 146).
Pr 16, 9 Este proverbio es equivalente al refrán castellano el hombre propone y Dios dispone. Controlar todo lo que sucede no está en manos del hombre. La razón humana tiene unos límites y la fe ayuda a conocer más allá de ellos, permitiendo tener un conocimiento más cabal de la realidad. A este respecto Juan Pablo II, comentando este versículo, señala: El hombre con la luz de la razón sabe reconocer su camino, pero lo puede recorrer de forma libre, sin obstáculos y hasta el final, si con ánimo sincero fija su búsqueda en el horizonte de la fe. La razón y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios (Fides et Ratio, 16).
Pr 16, 21-23. En estas máximas sapienciales, y en muchas otras del libro, se descubre un marcado optimismo en la capacidad del hombre para descubrir en sí mismo lo que es bueno y lo que es malo. En ese sentido lo comenta San Basilio: Ni aun el mismo Salomón, si en sí mismo no hubiera tenido las reglas y medidas de lo justo, no hubiera podido decidir bien y tan al caso aquel juicio tan célebre de las dos meretrices: faltando a las dos testigos con qué probar lo que cada cual decía, acudió al dictado de la naturaleza, por cuyo medio encontró la verdad oculta (In principium Proverbiorum 9). Y San Josemaría recurría al v. 21 para enseñar que el verdadero discernimiento necesita de la virtud de la prudencia: El sabio de corazón será llamado prudente, se lee en el libro de los Proverbios. No entenderíamos la prudencia si la concibiésemos como pusilanimidad y falta de audacia. La prudencia se manifiesta en el hábito que inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los medios más convenientes para alcanzarlo (Amigos de Dios, 85).
Pr 16, 32 Efectivamente -comenta San Gregorio Magno- la victoria sobre ciudades es algo de menos importancia, porque lo que se somete es algo externo. En cambio, mucho mejor es que el alma se conquiste y se someta a sí misma, cuando la paciencia la lleva a dominarse en su interior (S. Gregorio Magno, Regula pastoralis 3, 9).
Pr 17, 6 Se alaba el entorno familiar amable en el que todos (padres, hijos y nietos) sienten la alegría de saberse queridos y aceptados. De hecho, una familia así ayuda a superar las dificultades que se van sucediendo en las vicisitudes de la vida.
La paternidad divina es la fuente de la paternidad humana (cfr Ef 3, 15); es el fundamento del honor debido a los padres. El respeto de los hijos, menores o mayores de edad, hacia su padre y hacia su madre (cfr Pr 1, 8; Tb 4, 3-4), se nutre del afecto natural nacido del vínculo que los une. Es exigido por el precepto divino (cfr Ex 20, 12). El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. “Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?” (Si 7, 27-28) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2214-2215).
El respeto a los padres irradia serenidad y paz en todo el ambiente familiar y favorece la armonía de toda la vida en familia, pues requiere también el empeño por reforzar los lazos de fraternidad entre hermanos y hermanas.
Pr 17, 8 Los proverbios que se van sucediendo en esta serie constatan realidades que se presentan en la vida de los justos y de los perversos, sin que la simple enumeración suponga aprobación o rechazo desde el punto de vista moral.
En este caso concreto, es claro que aunque el soborno permita con frecuencia a quien lo practica conseguir sus objetivos, no por eso deja de ser un grave abuso. En efecto, es una práctica que daña gravemente la justicia y perjudica especialmente a los más desfavorecidos. Quien lo acepta es calificado más adelante como malvado (Pr 17, 23; cfr Qo 7, 7).
Pr 17, 19 Quien alza su puerta. Indica probablemente a la persona altanera.
Pr 18, 19 El texto hebreo de este versículo debe de estar mal conservado pues resulta ininteligible; por eso, tanto las versiones antiguas como las modernas fluctúan en su interpretación. En nuestra traducción seguimos el texto griego de los Setenta. La Neovulgata ha intentado ajustarse al texto hebreo y ofrece una versión cuyo sentido no se entiende bien. La Vulgata traduce: El hermano ayudado por el hermano es como una ciudad amurallada, y los juicios, como los cerrojos de las ciudades. Este sentido fue comentado más de una vez en la espiritualidad cristiana: ¡Poder de la caridad! -Vuestra mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen, apoyándose, los naipes (S. Josemaría Escrivá, Camino, 462).
Pr 19, 9 La búsqueda y el reconocimiento de la verdad es algo propio de la dignidad humana. Todos los hombres -enseña el Concilio Vaticano II-, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre, y, por tanto, enaltecidos por la responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la verdad (Dignitatis humanae, 2). Además, la veracidad es necesaria en toda relación humana: Los hombres -dice Santo Tomás- no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad (S.Th. II-II, q. 109, a. 3, 1). Por eso, una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio (cfr Pr 19, 9). Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cfr Pr 18, 5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces (Catecismo de la Iglesia Católica, 2476).
Pr 20, 24 En la enseñanza contenida en la Biblia la razón es valorada, pero no sobrevalorada. En efecto, lo que ella alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si su contenido se sitúa en un horizonte más amplio, que es el de la fe: “Del Señor dependen los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre conocer su camino?” (Pr 20, 24). Para el Antiguo Testamento, pues, la fe libera la razón en cuanto le permite alcanzar coherentemente su objeto de conocimiento y colocarlo en el orden supremo en el cual todo adquiere sentido. En definitiva, el hombre con la razón alcanza la verdad, porque iluminado por la fe descubre el sentido profundo de cada cosa y, en particular, de la propia existencia. Por tanto, con razón, el autor sagrado fundamenta el verdadero conocimiento precisamente en el temor de Dios: “El temor del Señor es el principio de la sabiduría” (Pr 1, 7; cfr Si 1, 14) (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 20).
Pr 21, 31 La sabiduría humana tiene sus límites. El hombre puede y debe hacer lo que esté al alcance de su mano para lograr los objetivos que noblemente se proponga, pero el sabio es consciente de que eso no basta. No está garantizado el éxito definitivo de ninguna empresa humana, pues el triunfo sólo está en las manos de Dios.
Pr 22, 8-9. La generosidad siempre es recompensada. San Pablo apela a la generosidad de los corintios en favor de los fieles de Jerusalén aludiendo a estos versículos según el texto griego: Os digo esto: quien siembra escasamente, escasamente cosechará; y quien siembra copiosamente, copiosamente cosechará. Que cada uno dé según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría. Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia, para que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo necesario, tengáis abundancia en toda obra buena (2Co 9, 6-8).
Pr 22, 16 Quien oprime al pobre, al final lo enriquece. Se trata de una formulación provocativa, pues parece que se incita a justificar la opresión, suponiendo que de ella se beneficiarían los oprimidos. Sin embargo, es una frase irónica contra los opresores, por parte de quien sabe que Dios retribuirá a cada uno según sus obras, y que dará la vuelta a la situación. En realidad transmite la misma enseñanza que Jesús predicaría: El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado (Mt 23, 12).
Pr 22, 17-Pr 24, 22. Esta nueva colección consiste en un elenco de máximas de poca extensión, tal vez procedentes de las enseñanzas de sabios extranjeros. Un primer grupo (Pr 22, 17-Pr 23, 11) presenta gran similitud con la sabiduría de Amen–em-Opeh, un sabio egipcio que vivió unos mil años antes de Cristo; las sentencias que siguen (Pr 23, 12-Pr 24, 22) tienen algún parecido con las enseñanzas asirias de Ajicar. En conjunto son treinta máximas (cfr Pr 22, 20) como también Amen–em-Opeh presentaba en su obra treinta casos o capítulos. Las máximas son más complejas que los proverbios desde el punto de vista literario, ya que normalmente incluyen el consejo y el argumento para seguirlo.
Pr 23, 10-11. Aunque estas máximas tienen puntos comunes con tradiciones sapienciales de otros pueblos, inciden en cuestiones con fuerte arraigo en la fe de Israel. Aquí, como en la primera máxima (cfr Pr 22, 22-23), se habla del Señor como defensor de la causa de los huérfanos. En la tradición de Israel, el huérfano, la viuda y el extranjero, es decir, aquellos que no tienen quien les defienda, son los protegidos del Señor: es Él quien asume su defensa (cfr Dt 10, 18; Dt 16, 11.14; etc.). De ésta, y de otras convicciones presentes en la Biblia, nace la enseñanza de los pecados que claman al cielo: La tradición catequética recuerda también que existen “pecados que claman al cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel (cfr Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cfr Gn 18, 20; Gn 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cfr Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cfr Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cfr Dt 24, 14-15; St 5, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1867).
Pr 23, 12-14. En los versículos se alude a la práctica, común en aquella época, de corrección severa para el aprendizaje. En la tradición de Israel también se entendió a Dios como un padre que, con los castigos, corrige a los hombres para que retornen a la virtud. De este modo comentaba el pasaje San Basilio: Así como los niños descuidados y flojos, después de los azotes del maestro, ponen más cuidado y atención, y estudian y entienden la lección y los libros y las reglas de enseñanza que antes de los azotes, cuando no atendían ni oían, y, en cambio, después del castigo parece que se les abren los oídos, y oyen atentamente y retienen en la memoria cuanto se les manda; así también sucede con los perezosos y negligentes en la ciencia divina y con los que desprecian sus preceptos. Después de ser corregidos y disciplinados por Dios, entonces, es cuando guardan sus mandamientos: lo que siempre oían y nunca observaban lo reciben como si fuera la primera vez que resuena en sus oídos (In principium Proverbiorum 5).
Pr 24, 12 La retribución de la que se habla aquí es librar de la muerte, pero el versículo da pie a pensar que el juicio de Dios va más allá. Aparecerá claro en la plenitud de la Revelación. Siguiendo a los profetas (cfr Dn 7, 10; Jl 3, 4; Ml 3, 19) y a Juan Bautista (cfr Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cfr Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cfr Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cfr Mt 11, 20-24; Mt 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cfr Mt 5, 22; Mt 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40) (Catecismo de la Iglesia Católica, 678).
Pr 24, 16 La experiencia expresada en este versículo tiene carácter universal. Por eso no es extraño que estas palabras se hagan fuente de doctrina en la instrucción catequética o ascética: ¿Qué importa tropezar, si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento? No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día, tú y yo -pobres criaturas- no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias miserias personales, ante nuestros tropiezos, porque continuaremos hacia adelante, si buscamos la fortaleza en Aquel que nos ha prometido: venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 131).
Pr 24, 23-34. Sigue ahora una breve colección de máximas acerca de la dimensión social de la sabiduría, con un encabezamiento (v. 23) que sugiere que se trata también de máximas de sabios extranjeros (cfr Pr 22, 17).
Dentro de la heterogeneidad común a esta parte del libro, muchas de las máximas se refieren al trabajo, y a las desgracias que se derivan de la pereza (vv. 30-34). Ésta, unida a otros factores, puede llevar a una falta de respuesta ante las exigencias de los deberes en el trabajo y en la vida social: Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombres, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador (…). Más aún, el mismo Señor Jesús, en la parábola de los talentos, pone de relieve el trato severo reservado al que osó esconder el talento recibido: “Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí… Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos” (Mt 25, 26-28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca “sembrar” y “recoger”. Si no lo hacemos se nos quitara incluso lo que tenemos (Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, 30).
Pr 25, 1-Pr 29, 27. Esta sección atribuida a Salomón y transmitida, según se dice, por Ezequías es todavía más antigua que la primera colección salomónica (Pr 10, 1-Pr 22, 16). En ella se escucha el eco de las enseñanzas de los profetas del reino del Norte, que fueron llevados a Jerusalén tras la destrucción de Samaría el año 721 a.C. Como en la anterior colección de Salomón, también se pueden distinguir en ésta dos partes: la primera, más centrada en la sabiduría profana (Pr 25, 1-Pr 27, 27); la segunda, de contenido más explícitamente religioso (Pr 28, 1-Pr 29, 27). Muchos de los proverbios que contiene están construidos sobre la base de comparaciones entre lo que sucede en la naturaleza y en la conducta humana. Como los de la primera colección salomónica cada proverbio suele tener dos frases paralelas o antitéticas.
Pr 25, 2 El hombre se siente atraído por la naturaleza que contempla. Una sana curiosidad acerca de los fenómenos naturales impulsa continuamente la investigación científica y la reflexión filosófica. En el esfuerzo de la razón humana que busca conocer y comprender, la fe no es un estorbo sino una ayuda, ya que proporciona al menos una orientación en la búsqueda de la verdad. No hay, pues -dice Juan Pablo II-, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: “Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla” (Pr 25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza (Fides et Ratio, 17).
Pr 25, 6-7. Jesucristo desarrolló el contenido de este proverbio en la parábola de los invitados a las bodas que buscaban los mejores puestos. Enseñaba con ello la necesidad de la humildad: Todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado (Lc 14, 7-11).
Pr 25, 21-22. San Pablo recurre a estos versículos cuando, escribiendo a los Romanos, invita a superar las enemistades con la caridad. Frente a la tendencia a la venganza, cita las palabras de este proverbio y concluye: No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien (Rm 12, 21). La expresión así amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza parece estar tomada de culturas vecinas, donde se utilizaba como imagen para indicar las muestras de arrepentimiento. Así entendida, se estaría enseñando que la práctica de la caridad llevaría al enemigo a cambiar de conducta. San Beda comenta que no se refiere a las llamas de las penas, pues la Sabiduría enseñaría que estarías siendo un buen motivo para la perdición del enemigo. Al contrario, “brasas sobre su cabeza” significa el ardor de la caridad en su corazón. El enemigo es vencido por los frecuentes beneficios y recibe el calor de la caridad en su corazón (In proverbia Salomonis 25, 22).
Pr 26, 11 En el Nuevo Testamento se alude a este proverbio para amonestar con palabras duras a quienes no se deciden a desprenderse de la redes del pecado, y se engañan a sí mismos hasta el extremo de apartarse de la verdad: Porque si después de haber escapado de las impurezas del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se dejan atrapar nuevamente por ellas y son vencidos, sus postrimerías resultan peores que los principios. Más les valiera no haber conocido el camino de la justicia que, después de conocerlo, volverse atrás del santo precepto que se les entregó. Se ha cumplido en ellos aquel proverbio tan acertado: El perro vuelve a su propio vómito y la cerda lavada a revolcarse en el fango (2P 2, 20-22).
Pr 27, 1 Es una invitación a vivir la realidad presente que para el cristiano se traduce en hacer de cada día una ofrenda al Señor: No estés nunca seguro sobre el futuro, porque aunque hoy pienses que puedes servirle al Señor en el futuro, no puedes prever en absoluto cómo va a acabar tu vida (S. Beda, In proverbia Salomnis 27, 1). En definitiva, es la misma enseñanza que encontramos en el Evangelio: No os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad (Mt 6, 34). Y glosando esta idea, San Josemaría aconsejaba: Pórtate bien “ahora”, sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti (Camino, 253).
Pr 27, 25-27. En estos proverbios se trasluce la confianza en la providencia de Dios que proporciona al hombre sustento a través de la tierra y de los animales. Recuerdan las palabras de Jesús sobre el cuidado que tiene Dios sobre todas sus criaturas: Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? (…) Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados (Mt 6, 26-32).
Pr 28, 11 Tener buen sentido no es privativo de quien posee fortuna o riquezas. Es más, con frecuencia el rico encuentra más dificultades para discernir con sabiduría, ya que la abundancia puede encubrirle sus carencias. Precisamente es propio del sabio ser consciente de los propios límites y tener conciencia de que todo cuanto se tiene es un don de Dios, que es necesario saber administrar, pues habrá de dar cuenta de él.
Pr 28, 13 El reconocimiento de las propias culpas trae consigo una purificación interior que proporciona serenidad y paz. Por eso la Iglesia, en el sacramento de la Reconciliación, descubre además del carácter de juicio (…) un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, medicina salutis. “Yo quiero curar, no acusar”, decía San Agustín refiriéndose a la práctica de la pastoral penitencial, y es gracias a la medicina de la confesión que la experiencia del pecado no degenera en desesperación. El Rito de la Penitencia alude a este aspecto medicinal del Sacramento, al que el hombre contemporáneo es quizás más sensible, viendo en el pecado, ciertamente, lo que comporta de error, pero todavía más lo que demuestra en orden a la debilidad y enfermedad humana. Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento (Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, 31).
Pr 29, 17-18. La visión (cfr v. 18) es una actividad específica de los profetas, que contemplan y juzgan lo que sucede en la vida ordinaria a la luz de la Ley de Dios. En estos consejos se alude a los grandes aspectos de la vida religiosa en el antiguo Israel: la Ley dada por Dios, la visión, propia de los profetas, y la educación, tarea de los sabios. Atendiendo precisamente a estos aspectos, en el canon judío de la Biblia los libros se clasifican en tres grandes bloques: Ley, Profetas y Escritos (Si, Prolog. 24-25).
Pr 30, 1-14. Palabras de Agur, hijo de Yaqué es traducido en la Vulgata por: Palabras del que congrega, hijo del que vomita, aludiendo al parecer a Salomón. San Beda comenta: A continuación vienen palabras de Salomón dichas por él de otra manera. Quizá porque en griego se le llama “Eclesiastés”, ahora se interpreta en latín como “El que congrega” (In proverbia Salomnis 30, 1). Los vv. 2-6 recuerdan el estilo y la temática del libro de Job (cfr Jb 17, 6; Jb 24, 25), y tras ellos siguen una oración (vv. 7-9) y algunas recomendaciones (vv. 10-14). Sobre Masá cfr nota a Pr 31, 1-9.
Pr 30, 8-9. Concédeme el pan necesario (v. 8). Para tener el sosiego que hace falta para tratar con paz a Dios y afrontar con serenidad las tareas ordinarias de la vida diaria, es imprescindible tener cubiertas las necesidades básicas para la subsistencia. Tanto la falta de lo necesario como el exceso de bienestar son un obstáculo para servir a Dios y a los demás (cfr v. 9). Nuestro Señor Jesucristo nos enseña a pedir en la oración del Padrenuestro: Danos hoy nuestro pan de cada día (cfr Mt 6, 11; Lc 11, 3). El Catecismo Romano ve incluida en estas palabras la idea de frugalidad y templanza, porque no pedimos muchos y delicados manjares, sino el alimento que satisfaga la necesidad natural. (…) Se dice igualmente “pan de cada día” porque comemos de él para reparar las fuerzas vitales que diariamente se desgastan por efecto del calor natural. (…) Debe pedirse con frecuencia para mantenernos firmes en la costumbre de amar y adorar a Dios y persuadirnos enteramente de lo que es verdad, que están pendientes de Dios nuestra vida y nuestra salud (Pr 4, 13). Lo contrario sería la actitud del rico que encuentra su consuelo en la abundancia de bienes y le impide buscar a Dios y preocuparse del prójimo. Esta enseñanza se ejemplifica en la parábola de Jesús sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31).
Pr 30, 15-33. Los proverbios que se incluyen en esta nueva colección no llevan título ni indicación alguna acerca de su autor. Tienen en común el uso de valores numéricos para que sus dichos se puedan retener más fácilmente en la memoria. En cuanto a la temática, reflejan la admiración ante las maravillas de la naturaleza y las costumbres de los animales, tal como las capta el observador atento, es decir, el sabio.
Pr 31, 1-9. Esta última colección de proverbios es presentada como una serie de consejos que una madre da a su hijo. Tal vez haya un juego de palabras en el título. De una parte, Masá es una tribu ismaelita (es decir, de la zona de Arabia); y puesto que la sabiduría de las tribus orientales tenía merecida fama en Israel, es lógico que se incluyan en este libro algunas palabras de sus sabios. Pero, de otra parte, el término massá en hebreo significa oráculo, por lo que también podría entenderse que se califica a Lemuel como un rey que profiere oráculos como los profetas.
Pr 31, 10-31. El libro se cierra con un hermoso poema acróstico (la primera letra de cada uno de sus versos corresponde a las del alfabeto hebreo según su orden desde el principio hasta el final) acerca de las cualidades que adornan a la esposa ideal en el ámbito de una familia rural del antiguo Israel. Muy probablemente tiene valor simbólico. El prólogo del libro había presentado la Sabiduría personificada como una mujer que invita a todos al banquete preparado en su casa. Ahora, en esta mujer perfecta, que sabe hacer lo oportuno en todas las circunstancias concretas de la vida, queda reflejada de nuevo la Sabiduría que Dios ha dejado impresa en el orden de las cosas creadas.
En el canto aflora, por otro lado, la fuerza moral de la mujer. Comenta Juan Pablo II que esta fuerza se expresa en numerosas figuras femeninas del Antiguo Testamento, del tiempo de Cristo, y de las épocas posteriores hasta nuestros días. La mujer es fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios “le confía el hombre”, siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en la que pueda encontrarse. Esta conciencia y esta vocación fundamental hablan a la mujer de la dignidad que recibe de parte de Dios mismo, y todo ello la hace “fuerte” y la reafirma en su vocación. De este modo, la “mujer perfecta” (cfr Pr 31, 10) se convierte en un apoyo insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la gran energía de su espíritu. A estas “mujeres perfectas” deben mucho sus familias y, a veces, también las Naciones (Mulieris Dignitatem, 30).
Qo 1, 1-2. El libro comienza y termina casi con las mismas palabras: ¡Vanidad de vanidades… (v. 2; cfr Qo 12, 8). En esa frase se sintetiza de modo admirable la idea central de la obra y se expresa la valoración que merecen al autor sagrado las realidades del mundo y los frutos del esfuerzo humano, incluido el hallazgo de una sabiduría superficial que no está de acuerdo con los datos evidentes de la experiencia. La raíz hebrea del término que traducimos como vanidad significa algo así como vapor, aire, vaho, y connota la idea de inconsistencia, ilusión, irrealidad. Algunos la relacionan con otra raíz que significa huidizo, evanescente, en el sentido de incomprensible para el hombre, y éste es ciertamente un aspecto presente a lo largo del libro. Vanidad de vanidades es la forma hebrea de superlativo, como Cantar de los cantares. Sobre Qohélet (v. 1), ver Introducción.
Al leer este libro conviene tener presente que el autor es un maestro judío, buen conocedor de la Ley y de la tradición sapiencial de Israel, que ante la irrupción en Judea de diversas corrientes de pensamiento procedentes de la cultura griega se plantea con radicalidad si la respuesta sobre el valor de las acciones humanas, y su retribución según aquella tradición israelita, es válida; o si lo son las propuestas hedonistas y al margen de Dios propugnadas por los filósofos griegos en las plazas y en las calles. Qohélet no va a dejar en pie ni una ni otra. Con una considerable dosis de realismo cuestiona las doctrinas y enfoques vitales que han prendido en la gente y rompe falsas certezas. Sus palabras no manifiestan una actitud escéptica ante la capacidad humana de conocer, sino ante los intentos de los que buscan alcanzar la sabiduría sin ir a la raíz de la realidad de la vida. El Eclesiastés explica la constitución particular de las cosas, y nos manifiesta y hace presente la vanidad de cuanto hay en el mundo, para que entendamos que no son dignas de ser apetecidas las cosas que son transitorias y para que comprendamos que no debemos dirigir nuestra atención a las cosas futiles o de ninguna entidad (S. Basilio, In principium Proverbiorum 1).
Qo 1, 3-Qo 6, 12. La primera parte del libro está dedicada a poner de manifiesto que la sabiduría que el hombre se afana en conseguir es vanidad. Para eso se muestra que, al observar la naturaleza, da la impresión de que todo lo que existe se encuentra en un continuo devenir cíclico en el que nada nuevo cabe esperar: parece que no hay novedades que realmente lo sean (Qo 1, 3-11). A continuación se argumenta, a partir de la experiencia, que la búsqueda de la sabiduría es empeño vano pues no cambia la suerte del sabio (Qo 1, 12-Qo 2, 26). Por si eso no bastase, Qohélet va narrando lo que ha visto: fraude y corrupción, muerte, explotación, envidia, soledad… Y de su observación directa de la realidad la conclusión que se sigue es análoga: ¡también esto es vanidad y esfuerzo vano! (Qo 3, 1-Qo 4, 16). Frente a esos hechos, entre una serie de consejos (Qo 4, 17-Qo 5, 11), se expone la lección fundamental del libro: Tú, teme a Dios (Qo 5, 6). En efecto, si se prescinde de toda referencia a Dios, incluso las riquezas sólo traen consigo males (Qo 5, 12-Qo 6, 7). En esa situación ¿qué ventajas reporta la sabiduría? (Qo 6, 8-12). De este modo, el maestro de Israel, utilizando una retórica análoga a la de sus contrincantes helenistas, compone una diatriba para mostrar que lo razonable es apoyarse en Dios, puesto que toda la sabiduría de este mundo es vana.
Las dos nociones -la verdadera sabiduría y el temor de Dios- se perfeccionarán en el mensaje del Nuevo Testamento. La verdadera sabiduría está en Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col 2, 2-3). Y el temor de Dios ha de entenderse como amor, no como miedo, porque Dios es Padre. Ésta es la convicción que debe regir la conducta: En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor (1Jn 4, 18).
Qo 1, 3-11. En este espléndido poema que sirve de pórtico a su razonamiento, Qohélet muestra que si los elementos de la naturaleza con su movimiento a veces fatigoso no cambian nada del orden que está establecido, tampoco el hombre va a cambiar nada en su vida con todo el esfuerzo que ponga (vv. 3-8). Para los maestros griegos todo el cosmos se forma a partir de los cuatro elementos primordiales: tierra, fuego, aire y agua. Y Qohélet muestra que, en efecto, la tierra, el sol, el viento y las aguas siempre están de la misma forma a pesar de su movimiento. Ajustándose quizá a las nuevas ideas acerca de la naturaleza que han llegado en ese tiempo a Judea, el maestro de Israel se complace en describir la inmutabilidad de las cosas a pesar de las apariencias. Lo mismo sucede al hombre: pone esfuerzo para todo, pero no descubre nada nuevo (vv. 8-11). El v. 8 admite también otra interpretación: Todas las cosas requieren esfuerzo más de lo que nadie pueda decir. Pero ese esfuerzo es a la postre inútil pues no se sacia el ojo de ver…. Tal como hemos traducido significaría que a la postre todo cansa y llega a producir hastío, pues nunca hay nada nuevo.
Qo 1, 12-Qo 2, 26. Qohélet se identifica como sabio al máximo nivel (Salomón). Va a hablar desde la experiencia personal de quien ha reflexionado sobre lo que sucede bajo el sol. Aunque ya expone de entrada su conclusión de que todo es vanidad y nada puede cambiarse, sin embargo se dispone a ofrecer al lector sus reflexiones (cfr Qo 1, 16; Qo 2, 1.15), pues en el fondo no puede dejar de buscar. De hecho, la búsqueda de la sabiduría consiste en la investigación del orden que preside tanto la marcha del cosmos como el destino de los hombres. Y en esa tarea, por más que éstos se esfuercen, no encontrarán nada realmente nuevo. Pero intentarlo es lo propio del hombre, pues Dios se lo ha encomendado: Para el autor sagrado el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de la dificultad que supone enfrentarse con los límites de la razón. Ello se advierte, por ejemplo, en las palabras con las que el libro de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de comprender los misteriosos designios de Dios (cfr Pr 30, 1.6). Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha creado como un “explorador” (cfr Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero (Fides et Ratio, 21).
Qo 1, 16-18. El autor identificándose con Salomón (cfr 1R 10, 1-13), o con un rey de Jerusalén extraordinariamente sabio -supera a todos sus predecesores (v. 16)-, no desprecia la sabiduría adquirida; lo que señala es que tal sabiduría, y la que pueda adquirirse, lleva a sufrir más ante la realidad y ante la limitación misma del hombre.
Qo 2, 1-11. Puesto que la búsqueda de la sabiduría y rechazo de la necedad causa sufrimientos, el autor sagrado se pregunta si la felicidad estará en el bienestar material y en los placeres, aun manteniéndose en los límites del sabio. La respuesta, presentada desde su experiencia como si fuera un gran rey, es negativa. La da de modo resumido y contundente al principio (vv. 1-2): se decidió a probar ese camino, pero no le dejaron satisfecho ni la risa ni la alegría. Después (vv. 3-10) relata detenidamente cuanto hizo, y al final expone su decepción (v. 11).
Qo 2, 12-23. Continuando con sus razonamientos, Qohélet va enumerando ejemplos acerca de cómo no resulta posible alcanzar la felicidad por los caminos de la mera experiencia humana. Ahora se plantea otra cuestión que también pertenece a la sabiduría tradicional: pensar en la posteridad hace al hombre feliz, pues los descendientes le reconocerán a uno el esfuerzo realizado y se beneficiarán de sus frutos (cfr Pr 10, 7; Si 44, 9). Con esta ilusión parece que el sabio da sentido a lo que hace y le llena de satisfacción (vv. 14a-b). Pero para el autor sagrado también esto es vanidad, pues sabio y necio correrán la misma suerte (v. 14c). Por eso el pensamiento de la posteridad es pura vanidad ya que el sabio y el necio caerán en el olvido (vv. 15-16). De ahí que la vida parezca, en realidad, aborrecible (v. 17) y desalentadora (v. 20). Es más, la misma preocupación por estas cosas no conduce a ninguna parte (vv. 22-23).
Qo 2, 24-26. Sólo al final de esta enumeración de situaciones se apunta la única actitud realista ante los problemas planteados: la honradez en la vida y el disfrute de los gozos que proporciona, ya que todo gozo viene de la mano de Dios (vv. 24-25), que es quien otorga sabiduría, ciencia y alegría al que es bueno ante Él (v. 26). El tono de estos versículos contrasta aparentemente con lo anterior, por lo que hay quienes piensan que pertenecen a otro sabio que habría retocado el escrito originario de Qohélet. Sin embargo, tal como están insertados al final de esta sección, dan la pista que el autor ofrece al lector para que, tras considerar la inutilidad del esfuerzo humano, considere también que lo bueno que proporciona la vida viene definitivamente de Dios. Por eso, en la tradición cristiana estas lecciones del maestro han sido interpretadas como una invitación a poner los ojos en Jesucristo para contemplar en Él toda verdad y todo bien. Pues, así como es imposible que el que está en la luz vea tinieblas, así también lo es que el que tiene los ojos puestos en Cristo los fije en cualquier cosa vana -dice San Gregorio de Nisa-. Por tanto, el que tiene los ojos puestos en la cabeza, y por cabeza entendemos aquí al que es principio de todo, los tiene puestos en toda virtud (ya que Cristo es la virtud perfecta y totalmente absoluta), en la verdad, en la justicia, en la incorruptibilidad, en todo bien. Porque el sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza, mas el necio camina en tinieblas (Qo 2, 14) (In Ecclesiasten homiliae 5).
Qo 3, 1-15. Tras la conclusión anterior el autor sagrado reinicia su discurso con una consideración similar a la de Qo 1, 3-7, si bien ahora fijándose no en la creación sino en el devenir de los acontecimientos que afectan al hombre. El tiempo en el que suceden está ya prefijado y el hombre no lo puede cambiar con su actividad (vv. 1-9). Sin embargo, aunque no lo comprenda, el hombre ha de aceptar que es Dios quien hace bien las cosas a su tiempo (vv. 10-11) y, por tanto, disfrutar de la vida como don de Dios (vv. 12-13), sabiendo que es Dios quien controla el presente y el futuro (vv. 14-15; cfr Qo 1, 9).
Qo 3, 1-9. El maestro de Israel expone sus enseñanzas asumiendo algunas ideas de los filósofos helenistas. En su composición se enumeran catorce pares de circunstancias concretas del existir humano. Puesto que, según el valor simbólico de los números en el mundo hebreo, los múltiplos de siete denotan totalidad, se indica así que esa enumeración quiere incluir todas las etapas y tareas de la vida. Además, así lo subraya el primer par (nacer y morir), entre las cuales se sitúan todas las demás. Los filósofos estoicos decían que la razón puede conocer el tiempo fijado para cada acción, y que el hombre virtuoso podía conocer y respetar los momentos apropiados para cada cosa. Para Qohélet, el hombre puede conocerlos pero no alterarlos porque es Dios quien ha fijado esos tiempos y ha encomendado al hombre la tarea de descubrirlos. Por tanto, el tiempo en cuanto devenir de los acontecimientos se presenta al hombre como algo que le trasciende y, a la vez, algo que incide totalmente en su existencia. Desde la fe de que con la venida de Jesucristo ha llegado la plenitud de los tiempos se comprende el tiempo como el escenario de la historia de la salvación: En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental -afirma Juan Pablo II-. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la “plenitud de los tiempos” de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno. Con la venida de Cristo se inician los “últimos tiempos” (cfr Hb 1, 2), la “última hora” (cfr 1Jn 2, 18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la Parusía.
De esta relación de Dios con el tiempo nace el deber de santificarlo. Es lo que se hace, por ejemplo, cuando se dedican a Dios determinados tiempos, días o semanas, como ya sucedía en la religión de la Antigua Alianza, y sigue sucediendo, aunque de un modo nuevo, en el cristianismo. En la liturgia de la Vigilia pascual el celebrante, mientras bendice el cirio que simboliza a Cristo resucitado, proclama: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Pronuncia estas palabras grabando sobre el cirio la cifra del año en que se celebra la Pascua. El significado del rito es claro: evidencia que Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la “plenitud de los tiempos” (Tertio Millennio Adveniente, 10). Así pues, cada tiempo y momento traspasa su carácter provisional y se inserta en una dimensión de eternidad. Por eso importa que aprovechemos el tiempo, que se nos escapa de las manos y que, con criterio cristiano, es más que oro, porque representa un anticipo de la gloria que se nos concederá después (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 212).
Qo 3, 10-15. Antes, el autor sagrado hablaba de su reflexión personal -me dije… (Qo 1, 16; Qo 2, 1.15)-, ahora va a hablar desde lo que ve, desde la experiencia inmediata: he visto… (v. 10; cfr Qo 3, 16; Qo 4, 1; etc.). Contempla la actividad realizada por el hombre como tarea encomendada por Dios. Aunque el hombre no comprende todo el alcance de su propia actividad, sin embargo ésta le proporciona unas satisfacciones que debe aprovechar en todo momento.
Qo 3, 16-Qo 4, 16. La tarea que el hombre realiza le ha sido encomendada por Dios (Qo 3, 10), pero en la realización de la actividad humana predominan los males que la acompañan. Son los que el autor sagrado va a exponer a continuación: porque lo ha visto (Qo 3, 16; cfr Qo 3, 10; Qo 4, 1; Qo 5, 7). La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. (…) A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 37).
Qo 3, 16-17. El primer mal es la falta de justicia y el fraude. Ante estos hechos el autor sagrado remite al juicio divino. En este caso, a diferencia de cuando habla del sabio y del necio, Qohélet no proclama que les vaya igual al justo y al corrupto. Dios no puede dejar impunes los delitos contra el prójimo.
Qo 3, 18-22. El autor se enfrenta al enigma de la muerte como punto final de toda actividad del hombre, pues es un hecho universal para hombres y animales. Del más allá nada se sabe -todavía no se había revelado-, por lo que se ha de intentar disfrutar de y con la tarea presente. Aun sin motivos trascendentes la actividad humana dignifica al hombre.
Qo 4, 1-3. Con expresiones fuertes como las de los profetas (cfr Am 4, 1) denuncia como peor aún que la muerte la situación de los débiles explotados. Entre los males que acompañan a la actividad humana, éste es sin duda el más grave.
Qo 4, 4-6. Qohélet observa que el fruto del trabajo de algunos suscita envidias en otros. También éste es un mal que acarrea sufrimientos inútiles. Con frecuencia sucede que no faltan quienes afrontan su profesión con tal competitividad que su esfuerzo por rendir en el trabajo parece más un empeño por superar a los demás en una competición que un verdadero interés por prestar un servicio. Es cierto -hace notar Juan Pablo II- que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está en función del hombre, y no el hombre en función del trabajo (Laborem Exercens, 6).
Qo 4, 7-12. Otro mal relacionado con la actividad humana es el egoísmo insaciable de quien no comparte con nadie el fruto que obtiene. Frente a esa actitud Qohélet ofrece profundas reflexiones, llenas de sentido común, sobre el valor de sentirse acompañados. Así lo expresaba San Josemaría desde una perspectiva cristiana: Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo (Camino, 545).
Qo 4, 13-16. Finalmente Qohélet señala otra lacra que se da en las relaciones humanas, y es que el nuevo jefe o gobernante siempre se tiene como mejor aunque no reúna condiciones. Sucede que la gente es aduladora y cambiante en su opinión. La conclusión que saca tras ver todo lo que se puede contemplar en la vida real de los hombres sobre la tierra es la misma a la que llegaba al pasar revista a los intentos de buscar la sabiduría humana: ¡También esto es vanidad y esfuerzo vano! (v. 16).
Qo 4, 17-Qo 5, 11. La única respuesta que abre camino a la esperanza en medio de las situaciones descritas es la consideración del temor de Dios. Por eso, después del cuadro sombrío que Qohélet acaba de trazar (Qo 3, 16-Qo 4, 16), pasa a hacer unas reflexiones que tienen como centro la recomendación clara: Tú, teme a Dios (Qo 5, 6). Las primeras se refieren a la actitud que debe observarse a la hora de hablar, ya sea con Dios (Qo 5, 1.3-5) ya sea con los demás (Qo 5, 2). Resuenan los proverbios que tanto invitan a moderar la lengua (cfr Pr 10, 19; Pr 13, 3; Pr 21, 23; Si 28, 12-30; etc.), y que tienen tanta fuerza en la tradición bíblica. Estas recomendaciones de Qohélet acerca de la prudencia al hablar, junto con otras sobre la serenidad (cfr Qo 7, 9), están también presentes en la exhortación de la Carta de Santiago: Bien lo sabéis, hermanos míos queridísimos. Que cada uno sea diligente para escuchar, lento para hablar y lento para la ira (St 1, 19).
Las siguientes reflexiones (Qo 5, 7-11) tienen presente la situación de los dueños ricos y de los obreros pobres que, como sucede con frecuencia, son explotados por aquéllos. Por eso, Qohélet invita a considerar la autoridad suprema de Dios que retribuye a cada uno según sus obras. Esta enseñanza la compendiaba de una manera admirable San Pablo cuando decía: Amos: dad a vuestros siervos lo que es justo y equitativo, sabiendo que también vosotros tenéis un Amo en el cielo (Col 4, 1).
Qo 5, 5 A su mensajero (de Dios). La traducción griega de los Setenta, la versión siríaca y otras versiones antiguas leen: Delante de Dios. En cualquier caso parece que el texto es una alusión a los pecados cometidos por imprudencia (cfr Lv 4, 22.27; Nm 15, 22-29).
Qo 5, 12-Qo 6, 7. Después de interrumpir brevemente su exposición para exhortar al temor de Dios (Qo 4, 17-Qo 5, 11), Qohélet sigue hablando de los males que ha visto. Disfrutar de las riquezas es un don de Dios (Qo 5, 17-19), pero muchos que llegan a poseerlas no logran gozar de ellas por perderlas en un mal negocio (Qo 5, 12-16), o porque un forastero se las arrebata (Qo 6, 1-7). Parece que ambas situaciones eran frecuentes durante la helenización de Palestina. De una parte, los negocios unidos al desarrollo del comercio no estaban exentos de riesgo; de otra, los monarcas extranjeros gravaban a los comerciantes y pequeños propietarios con fuertes impuestos.
El éxito y las riquezas no son bienes absolutos, y pueden acabar esclavizando a las personas. Nunca producen una satisfacción plena y duradera, pues el hombre no puede saciarse totalmente con las cosas de este mundo. En esta línea, San Jerónimo comenta esas palabras diciendo que todo aquello por lo cual se fatigan los hombres en este mundo se consume con la boca y, una vez triturado por los dientes, pasa al vientre para ser digerido. Y el pequeño placer que causa a nuestro paladar dura tan sólo el momento en que pasa por nuestra garganta. Y, después de todo esto, nunca se sacia el alma del que come: ya porque vuelve a desear lo que ha comido (y tanto el sabio como el necio no pueden vivir sin comer, y el pobre sólo se preocupa de cómo podrá sustentar su débil organismo para no morir de inanición), ya porque el alma ningún provecho saca de este alimento corporal (Commentarius in Ecclesiasten).
Qo 6, 8-12. La primera parte del libro se cierra mostrando las conclusiones de lo que ha visto Qohélet. Eso es lo que podrá hacer sabio al hombre y no lo que ande por la imaginación sin base en la realidad, que no vale para nada. Lo que existe, existe, y el hombre no sabe ni lo que será mejor para él, ni lo que sucederá después. Tampoco puede arrancárselo a Dios que es más fuerte que él. Quizá con la expresión muchas palabras (v. 11) se está aludiendo a la retórica de los filósofos helenistas que no se cansaban nunca de disputar. En cualquier caso se introduce el tema de la limitación del conocimiento que se desarrollará a continuación.
Qo 7, 1-Qo 12, 7. En la primera parte del libro el autor mostraba una y otra vez la vanidad de todo intento del hombre de ser sabio si no tiene en cuenta la realidad tal como se presenta, sometida a unas leyes inexorables y llena de lacras en todas las realidades humanas.
En la segunda parte que se inicia ahora, aún manteniendo su característico estilo argumental, se aprecia un cambio: la sabiduría no aparece tanto como algo vano, sino como un bien inalcanzable para el hombre.
Qo 7, 1-Qo 9, 1. Es una invitación a reflexionar, a buscar una sabiduría que dé respuesta a las grandes cuestiones que se plantean en la vida humana. Después de meditar detenidamente el tema concluye que el honrado, el sabio y sus obras están en las manos de Dios (Qo 9, 1). Ahí se encuentra, pues, el núcleo mismo del saber verdadero: en reconocer a Dios y seguir con serenidad el camino que pone ante el hombre aunque éste no comprenda ni el porqué ni el para qué.
Qo 7, 1-8. Ciertamente el hombre puede percibir que hay cosas mejores que sus contrarias, pero si lo piensa bien se da cuenta de que muchas veces es mejor aquello que el sentir común considera más desgraciado y triste.
Por eso sabio es aquel que no tiene miedo de reflexionar sobre la muerte -en la que se recapitula lo que ha sido la vida humana en su conjunto y quedan patentes las obras realizadas-, en vez de dejarse arrastrar por un ambiente festivo, que enmascara con entusiasmos pasajeros la verdadera realidad de las cosas y rehúye afrontar temas que plantean graves cuestiones. No busca el reconocimiento inmediato, ni la alabanza de los necios, sino hacer algo que realmente tenga valor y cuya satisfacción por lo hecho perdure. Esta enseñanza está en la línea que Jesús marca en el Evangelio para discernir lo que realmente vale de lo efímero: Por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos (Mt 7, 20-21).
De ahí que lo realmente importante no es comenzar las cosas, sino terminarlas bien (v. 8). Comenzar es de muchos; acabar, de pocos -comenta San Josemaría Escrivá-, y entre estos pocos hemos de estar los que procuramos comportarnos como hijos de Dios. No lo olvidéis: sólo las tareas terminadas con amor, bien acabadas, merecen aquel aplauso del Señor, que se lee en la Sagrada Escritura: “mejor es el fin de la obra que su principio” (Qo 7, 8) (Amigos de Dios, 55).
Qo 7, 9-14. Estos versículos iluminan el cambio de actitud ante la sabiduría por parte de Qohélet que se aprecia en esta segunda parte del libro. Cuando polemizaba con los que se aferraban a una sabiduría superficial de respuestas hechas, concluía sus razonamientos diciendo: He visto todo lo que se hace bajo el sol, y mira: ¡todo es vanidad y empeño vano! Lo torcido no se puede enderezar y la nada no se puede enumerar (Qo 1, 14-15). En cambio, ahora cuando afirma: Mira lo que Dios hace: ¿quién puede enderezar lo que Él ha torcido? (Qo 7, 13), está señalando el valor de la sabiduría humilde del hombre que reconoce que tiene que aceptar los designios divinos. Por eso las recomendaciones son claras: ante las diversas contrariedades no tiene sentido ni airarse (v. 9), ni lamentarse (v. 10); lo importante es considerar que Dios otorga lo bueno y lo malo, y aceptar ambas cosas (v. 14): La omnipotencia divina no es en modo alguno arbitraria: “En Dios el poder y la esencia, la voluntad y la inteligencia, la sabiduría y la justicia son una sola cosa, de suerte que nada puede haber en el poder divino que no pueda estar en la justa voluntad de Dios o en su sabia inteligencia” (S. Tomás de A., S.Th. I, q. 25, a. 5, ad 1) (Catecismo de la Iglesia Católica, 271).
Qo 7, 15-19. De nuevo, apelando a la experiencia, el autor sagrado pone de relieve un dato que puede desconcertar pero que es innegable (v. 15). Algunos comentaristas interpretaron que Qohélet predicaba aquí la vía media o mediocridad áurea. No es así, sino que expone una lección de prudencia y moderación. Es posible que por demasiado justo y excesivamente sabio se haya de entender el rigorismo de algunos grupos -hay quienes los asemeja a los fariseos-, o el fanatismo de los apocalípticos con sus visiones -alusión más probable-; y por demasiado malvado a los que abandonaban la Ley para vivir como los gentiles, o a los gentiles mismos. Ambas posturas llevan al fracaso según Qohélet: el fanatismo, porque acaba causando la ruina de quien cae en él aunque se las dé de sabio; la impiedad, porque, según la mentalidad de la época, Dios podía castigarla con una muerte prematura. El consejo de Qohélet, por lo que algunos lo asocian a la tendencia saducea, es claro: hay que compaginar la piedad y la convivencia con los gobernantes gentiles, sabiendo que el que teme a Dios saca todo adelante (v. 18). Tal es la sabiduría que hace al sabio más fuerte que todos los gobernantes (v. 19).
Qo 7, 20-29. Continúa el discurso mostrando la imposibilidad de alcanzar la sabiduría. Primero, porque si el sabio se identifica con el justo y todo hombre peca alguna vez, no es posible ser justo ni, por tanto, sabio. Manifestación de ello es el hecho de que los siervos hablan mal acerca de los amos, o lo que decimos unos de otros (vv. 20-22). San Pablo recogerá el v. 20 -la única cita explícita del libro en el Nuevo Testamento- cuando enseñe la necesidad que tienen todos los hombres, judíos o gentiles, de la salvación de Cristo Jesús (Rm 3, 10). En segundo lugar Qohélet aduce su experiencia personal de enfrentarse a algo inalcanzable (vv. 23-24) y de encontrar en la sabiduría tradicional algo que no consigue entender (vv. 25-29). En efecto, se había encontrado con una concepción muy negativa de la mujer. Se decía que era más desagradable que la muerte (v. 26; cfr Pr 7, 26-27). Sin embargo, él no logró comprobar que fuera cierto. De su búsqueda llega a la conclusión de que no puede hacer suyo el dicho que resumía esa actitud sobre la mujer (v. 28: Aún sigo buscando sin encontrar). En cambio, como resultado final de su indagación, lo que realmente descubrió es que Dios hizo al hombre sencillo, pero ellos se buscan infinitas complicaciones (v. 29). Con su razonamiento, entendido de esta forma, Qohélet vuelve a poner en tela de juicio las afirmaciones que la sabiduría tradicional hacía a partir de la mujer seductora (cfr Pr 5; Pr 6, 20-35; Pr 7, 1-27; Pr 22, 14; Pr 23, 26-28).
Si se considera la segunda parte del v. 28 como afirmación del propio Qohélet y no como un dicho popular, y se sitúan los vv. 26-28 fuera de su contexto, parecería que recogen un lenguaje misógino. Pero la Biblia entera y también Qohélet (cfr Qo 9, 9) tienen una valoración mucho más positiva de la mujer. Probablemente, como otros libros sapienciales (cfr Pr 7, 10-23), aquí tenga en cuenta el comportamiento de las mujeres de vida ligera que corrompen a los jóvenes; pero incluso sobre éstas el autor sagrado no resalta su maldad, sino los pensamientos retorcidos del hombre contrarios al proyecto creador de Dios.
Qo 8, 1-8. Qohélet se fija ahora en otra cualidad o ventaja que parece que tiene el sabio, para relativizarla y ponerla en el lugar que le corresponde. El sabio sabe estar ante el rey y cumplir sus órdenes, y sin embargo no puede preguntarle por qué las da (quizá el ejemplo le está sirviendo de paradigma de lo que sucede al hombre ante los designios de Dios). Pero, además, ante el rey nunca se sabe lo que va a suceder; pues la muerte puede llegar, para el súbdito o para el rey mismo, en cualquier momento. Finalmente (v. 8), nadie puede escapar del mal moral del que se ha convertido en víctima.
Qo 8, 9-Qo 9, 1. Expone cómo con frecuencia no se encuentra la verdadera justicia en este mundo (vv. 9-14). Es una razón más para intentar disfrutar del momento presente (v. 15). Lo único realmente cierto, y que abre el camino a la esperanza, es la certeza de que todo está bajo el poder de Dios (vv. 16-17).
Las consideraciones por las que el autor invita a obrar bien son ahora en cierto modo más optimistas. Al malvado, su maldad no lo pone a salvo (cfr Qo 8, 10) y, en cambio, a los que temen al Señor les irá bien (cfr Qo 8, 12). No obstante queda en el lector un interrogante al que no puede dar respuesta (Qo 9, 1), pues el hombre es incapaz de comprender la manera en que Dios actúa y nunca está seguro de si ama a Dios como Él quiere. Conviene no olvidar que, en el momento en que fueron escritas estas palabras, la Revelación no había alcanzado aún la plenitud a la que llegaría en los últimos libros del Antiguo Testamento y en el Nuevo; el autor no conoce todavía todo lo relativo a la vida después de la muerte, de ahí la insistencia en disfrutar del momento presente como don de Dios. De otro lado, la duda de si se ama a Dios o no, que siempre late en el corazón del hombre, dejará de tener tanto relieve a la luz de las palabras de San Juan: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados (1Jn 4, 10).
Qo 9, 2-Qo 12, 7. Habiendo mostrado que el hombre no puede descubrir el sentido de lo que le sucede (cfr Qo 8, 16-17), Qohélet va a fijarse ahora en dos datos ciertos: la muerte que alcanza a todos y la vida de la que gozamos hasta ese momento (Qo 9, 2-10). A partir de ellos hace unas exhortaciones para saber vivir: actuar con calma y sin violencia para que haya paz (Qo 9, 11-18); contar con el mal, la necedad y las adversidades (Qo 10, 1-20); aceptar los riesgos confiando en Dios (Qo 11, 1-7); ante el futuro incierto o negro gozar del momento presente (Qo 11, 8-10); y vivir acordándose del Creador y pensando en la muerte (Qo 12, 1-7).
Qo 9, 2-10. Sigue mostrando Qohélet los problemas que se plantean en el mundo, donde no se retribuye a cada uno de acuerdo con lo que merecen sus obras y todos acaban en la muerte. Pero mientras se vive hay posibilidades de alegría personal y familiar que no se deben dejar pasar. En ese contexto se explican sus razonamientos.
A pesar de todo, precisamente la incertidumbre acerca del más allá le estimula a reflexionar sobre la vida resaltando el valor de los actos humanos e invitando a disfrutar con agradecimiento de los bienes que Dios otorga aquí a los hombres: calor de familia, amor, comida y bebida, vestido, perfume.
La tradición cristiana ha acogido el valor positivo de esas enseñanzas. Pues, aunque proceden de un momento superado en el desarrollo progresivo de la Revelación, responden al afán impreso por Dios en la naturaleza humana de gozar de las nobles satisfacciones de este mundo: Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Si queremos -dice San Gregorio de Agrigento- explicar estas palabras en su sentido obvio e inmediato, diremos, con razón, que nos parece justa la exhortación del Eclesiastés, de que, llevando un género de vida sencillo y adhiriéndonos a las enseñanzas de una fe recta para con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos contentos nuestro vino, evitando toda maldad en nuestras palabras y toda sinuosidad en nuestra conducta, procurando, por el contrario, hacer objeto de nuestros pensamientos todo aquello que es recto, y procurando, en cuanto nos sea posible, socorrer a los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a aquellos afanes y obras en que Dios se complace (Explanationes in Ecclesiasten 8, 6). Por su parte, San Josemaría Escrivá invitaba a hacer con todas las fuerzas lo que en cada momento esté al alcance de la mano (cfr v. 10): ¿Quieres de verdad ser santo? -Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces (Camino, 815).
Qo 9, 11-18. Incluso razonando en términos meramente humanos, se puede apreciar que no triunfan los más fuertes, pues a todos les puede sobrevenir la adversidad en cualquier momento. En las situaciones de desgracia se hace especialmente necesario acudir a la sabiduría de Qohélet para poder salir adelante. Conviene no enredarse sobrevalorando los problemas (v. 12) sino razonar con serenidad buscando la solución más adecuada. Se indica que la sabiduría es más eficaz que la fuerza irracional y lo muestra con el ejemplo de cómo se liberó una ciudad por las palabras de un sabio (vv. 13-18). La enseñanza es clara: los conflictos no se solucionan por la fuerza; las actitudes de diálogo pacífico son las que obtienen de hecho resultados positivos. Así lo hacía notar Pío XII en una de sus encíclicas: No hay duda alguna que los pueblos sólo podrán convivir pacíficamente (…) cuando todos tengan por axioma que es mejor la sabiduría que las armas bélicas (cfr Qo 9, 18); y además, cuando estén todos dispuestos a inquirir y discutir mejor todo asunto, y no dirimir la cuestión por la violencia o la amenaza, caso que surgieren dilaciones, controversias, dificultades y cambios (Summi Pontificatus).
Qo 9, 18b-Qo 10, 20. El realismo de Qohélet queda reflejado en estas sentencias que expresan lo que le sucede en la vida social a quien se esfuerza en buscar sabiduría. A cualquier desliz del sabio, por pequeño que sea, se le da más importancia que a su sabiduría, aunque él esté inclinado totalmente hacia ella (vv. 1-2); y socialmente son encumbrados los necios contra toda lógica (vv. 3-7). Hay que contar con ello como se cuenta con las consecuencias adversas que tienen tantas acciones humanas (vv. 8-11), y seguir sabiendo hablar con sensatez y no como los necios (vv. 12-14), actuar con moderación siendo en todo laboriosos (vv. 15-19), y precavidos ante las autoridades (v. 20).
La primera frase proporciona la clave para la interpretación de esta serie de sentencias y proverbios variados: Un solo pecado echa a perder muchos bienes (Qo 9, 18b). En efecto, sólo es plenamente bueno lo que es perfecto y sin defecto. Basta tolerar algún detalle malo aunque parezca pequeño para que se eche a perder toda la obra. De ahí la importancia de cuidar hasta los más pequeños detalles de rectitud en el obrar.
Qo 11, 1-7. Echa tu pan sobre la superficie de las aguas, que al cabo del tiempo lo encontrarás de nuevo (v. 1). Posiblemente se trata de una metáfora acerca de la necesidad de asumir riesgos para alcanzar beneficios en el comercio marítimo. La frase en Qohélet se explica porque con la helenización de Palestina se produjo un notable incremento del comercio, y el transporte marítimo era el medio más utilizado para llevar las mercancías a los mercados más remotos. Sin duda requería valentía poner en una de aquellas naves los frutos de una cosecha o los objetos construidos con gran empeño en el trabajo, pero si uno no asumía ese riesgo tampoco podría acceder a los buenos beneficios que podían conseguirse si salía bien toda la operación. Por eso, no es bueno ser excesivamente calculador, pues no sabe uno los efectos que va a tener lo que haga, como bien lo dice el refrán popular recogido en el v. 4. En cualquier caso el valor del que es generoso buscando la sabiduría no es temeridad pues, aunque no sepa cómo actúa Dios, no le cabe duda de que Él hace todas las cosas (cfr v. 5), lo mismo que es Él quien hace germinar la semilla (v. 6). Mientras el hombre vive puede ver la luz y disfrutar de las cosas (v. 7). Una lectura cristiana del v. 7, como la realizada por San Gregorio de Agrigento, entiende el pasaje en sentido alegórico a partir de que Cristo es la luz del mundo: Dulce es la luz, como dice el Eclesiastés, y es cosa muy buena contemplar con nuestros ojos este sol visible. Sin la luz, en efecto, el mundo se vería privado de su belleza, la vida dejaría de ser tal. Por esto, Moisés, el vidente de Dios, había dicho ya antes: Y vio Dios que la luz era buena. Pero nosotros debemos pensar en aquella magna, verdadera y eterna luz que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, esto es, Cristo, salvador y redentor del mundo, el cual, hecho hombre, compartió hasta lo último la condición humana (Explanationes in Ecclesiasten 10, 1).
Qo 11, 8-10. El tiempo de la vida es limitado, y el futuro que espera a cada hombre incierto -vanidad (v. 8)-. De ahí los consejos de los vv. 9-10. No se trata de una actitud de hedonismo materialista; hay que pensar en cada momento que Dios premia y castiga, aunque, para Qohélet, sea únicamente en este mundo.
Qo 12, 1-7. La segunda parte del libro había comenzado señalando que el que busca la verdadera sabiduría no elude afrontar las cuestiones más delicadas, y entre ellas la muerte (Qo 7, 1-2). Ahora esta parte se cierra con la mirada puesta en el creador y en el final de la vida humana. El pensamiento de la muerte y de lo que sucede cuando llega queda aquí expresado con una fuerza extraordinaria. Es el punto culminante que puede alcanzar la sabiduría del hombre. Desde esa perspectiva la vida se reconoce como un bien transitorio otorgado por Dios. Así, se puede echar una mirada a la juventud y también a todos los años que uno tenga por delante (v. 1) sopesando la provisionalidad de la vida sobre la tierra y teniendo en cuenta el momento de la muerte. Precisamente en eso, en poner a cada uno delante de sus justas posibilidades para que pueda tomar con plena libertad y responsabilidad sus opciones, es en lo que consiste la tarea del maestro de la sabiduría. Eso es lo que ha hecho Qohélet, y de ese modo concluye su instrucción. La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida (Catecismo de la Iglesia Católica, 1007).
Qo 12, 8 Repite casi literalmente las palabras con las que comenzaba la obra -procedimiento de la inclusión- (cfr Qo 1, 2). Además de servir como título del libro ratifica que incluso la forma de vivir que se ha mostrado en los últimos capítulos (cfr Qo 7, 9-Qo 12, 7) no deja de ser vanidad de vanidades. La verdadera sabiduría está en comprenderlo y aceptarlo.
La ascética cristiana ha recogido este modelo de Qohélet tanto en el fondo -desapego de los valores mundanos y apego a los mandatos de Dios-, como en la forma: frases sencillas, tajantes, y con énfasis en los contrastes. El seguimiento de Cristo se ha entendido muchas veces así, como imitación de Jesús unida al rechazo de las vanidades del mundo: Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, con las cuales nos amonesta que imitemos su vida y costumbres, si queremos verdaderamente ser alumbrados y libres de toda ceguedad del corazón. Sea pues nuestro estudio pensar en la vida de Jesús. (…) Vanidad de vanidades, y todo vanidad, excepto amar y servir solamente a Dios. Suma sabiduría es, por el desprecio del mundo, ir a los reinos celestiales. Y pues así es, vanidad es buscar riquezas perecederas, y esperar en ellas. También es vanidad desear honras, y ensalzarse vanamente. Vanidad es seguir el apetito de la carne, y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente. Vanidad es desear larga vida, y no cuidar que sea buena. Vanidad es mirar solamente a esta presente vida, y no proveer a la venidera. Vanidad es amar lo que tan presto se pasa, y no buscar con solicitud el gozo perdurable. Acuérdate frecuentemente de aquel dicho de la Escritura: No se harta la vista de ver, ni el oído de oír. Procura, pues, desviar tu corazón de lo visible, y traspasarlo a lo invisible (Tomás de Kempis, De imitatione Christi 1, 1-5).
Qo 12, 9-14. El epílogo es obra de un discípulo del maestro que ha recopilado sus enseñanzas. Sus palabras nos enseñan algo del complejo proceso de composición de este libro, análogo al de otros muchos de la Sagrada Escritura. De entrada hubo un sabio que enseñaba al pueblo lo que había aprendido, junto con otras atinadas observaciones fruto de su experiencia personal o de su estudio (cfr v. 9). Puso empeño por expresarse en un lenguaje adecuado a sus oyentes, y sus discípulos conservarían como un tesoro precioso sus enseñanzas (cfr v. 10). Tiempo después, para que como estacas bien clavadas (v. 11) sirvieran de puntos de referencia en la instrucción de otros, fueron recogidas por escrito algunas de sus enseñanzas.
Los dos últimos versículos son como un compendio de la enseñanza desplegada en el texto. La tradición ascética se ha hecho eco de esta sabiduría sobria y tajante de los maestros de Israel. Sin duda, hay un poso grande de esa sabiduría en expresiones felices, como ésta de Santa Teresa de Jesús, que resume así la vida: Todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios (Vida 20, 26).
Ct 1, 1 Según la gramática hebrea, el título sería un superlativo: El mejor cantar, el más bello cantar. La autoría de Salomón, que más adelante es uno de los personajes (Ct 3, 7.9.11; etc.), hay que entenderla, probablemente, de manera antológica: lo mismo que los Salmos se atribuyen a David, las composiciones sapienciales se asignan a Salomón (cfr 1R 5, 12). En todo caso, el poema habla de amor: Y si alguien quiere comprenderlo tiene que amar. El que no ama escuchará o leerá este Cantar de amor en vano, pues sus palabras encendidas no pueden ser comprendidas por un alma fría (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 79, 1). El libro de los Cantares enseña el modo de perfeccionarse las almas, porque en él se contiene la concordia del Esposo y la Esposa, esto es la familiaridad y la amistad del alma con el Verbo divino (S. Basilio, In principium Proverbiorum 1).
Ct 1, 2-4. Los juegos de asonancia -besar con los besos (v. 2), perfume (shamen) es tu nombre (shem)-, los cambios abruptos de persona en los verbos y la mención del rey (v. 4), presentes en estos versos, indican que no se deben leer de manera literal, sino poética. Pero, sobre todo, señalan que es la amada quien tiene la iniciativa. Asombrada ante las singulares cualidades del amado (vv. 2-3), seductoras para todas las doncellas (vv. 3-4), busca la unión amorosa con él (v. 4). Por esta disposición del poema, si en la lectura alegórica el amado representa a Dios, la amada es toda persona que busca a Dios. De ahí el consejo de Orígenes: Escucha el Cantar de los Cantares y apresúrate a entenderlo, y a decir con la amada lo que dice la amada, de modo que así oigas lo que oye la amada (In Canticum Canticorum 1). Por otra parte, quien tiene verdaderamente poder es el amado. Por eso comenta San Ambrosio: Mira lo que dice. No puedes seguir a Cristo si Él no te atrae (De Sacramentis 5, 10).
Ct 1, 5-Ct 2, 7. Este primer poema puede dividirse en tres partes. Comienza cuando la amada sale en busca del amado (Ct 1, 5-8), sigue con el encuentro de los amantes y el canto en el que cada uno exalta la singularidad del otro (Ct 1, 9-Ct 2, 3), y concluye con la quietud de la unión amorosa (Ct 2, 4-7). Los dos últimos versículos (Ct 2, 6-7) son prácticamente los mismos que se repiten al final del poema (Ct 8, 3-4). Por tanto, se puede pensar que la plenitud del amor que aquí se describe es todavía una esperanza: ha de pasar aún por las pruebas que lo acrisolen.
Las imágenes utilizadas invitan a leer el canto como un diálogo amoroso entre Israel y Dios en los tiempos de la restauración, tras el destierro de Babilonia (siglos VI-V a.C.). Dios es el amado que, como en otros textos proféticos que aluden a esa época, es descrito con la imagen de pastor (Ct 1, 7; cfr Is 40, 11; Is 49, 9-10; Ez 34, 14-15; etc.), y la de rey (Ct 1, 12; cfr Is 41, 21; Is 43, 15; etc.). Algunos rasgos de la amada -se sugiere una falta ya perdonada (Ct 1, 6); ser como una azucena de los valles (Ct 2, 1-2); recostarse a la sombra del amado (Ct 2, 3); etc.-, llevan también a pensar en otros pasajes proféticos en los que se describe la restauración de Israel con términos semejantes: Seré como rocío para Israel, florecerá como la azucena. (…) Volverán a habitar a mi sombra, a cultivar el trigo, a florecer como la vid. (…) Efraím, ¿de qué le servirán ya los ídolos? Yo le atiendo y le miro (Os 14, 6-9). Finalmente, el espacio del que habla el poema -En-Guedí (Ct 1, 14) está en Judea, cerca de Jerusalén, y Sarón (Ct 2, 1) es la llanura entre Jope y el monte Carmelo- sugiere también el momento de unificación de todo el territorio de Israel que se hace así partícipe del don de su Dios.
Contemplando a Jesucristo como Amado y Buen Pastor, San Gregorio de Nisa, compuso esta bella oración a propósito del pasaje: ¿Dónde pastoreas, pastor bueno, Tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? (…) Muéstrame el lugar de reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre para que yo, oveja tuya, escuche tu voz, y tu voz me dé la vida eterna: Indícame, amor de mi alma, dónde pastoreas. Te nombro de este modo, porque tu nombre supera cualquier otro nombre y cualquier inteligencia, de tal manera que ningún ser racional es capaz de pronunciarlo o de comprenderlo. Este nombre, expresión de tu bondad, expresa el amor de mi alma hacia ti. ¿Cómo puedo dejar de amarte, a ti que de tal manera me has amado, a pesar de mi negrura, que has entregado tu vida por las ovejas de tu rebaño? No puede imaginarse un amor superior a éste, el de dar tu vida a trueque de mi salvación (In Canticum Canticorum commentarius 2).
Ct 1, 5-8. Presentación de la amada, que se dirige a las hijas de Jerusalén (vv. 5-6) y al amado (v. 7). Después, respuesta del coro (v. 8). Parece que la amada ha cometido una falta: así lo sugieren el color de su tez (v. 5; cfr Ct 6, 10) y la viña no guardada (v. 6). Sin embargo, advierte que conserva su belleza (v. 5) y acude al amado porque no quiere volver a perderse (v. 7; cfr Gn 38, 14). Es fácil comprender así que la tradición cristiana viera en estos textos una imagen del alma que, purificada de sus pecados por el Bautismo y la Penitencia, recobra su belleza original. Pero también se ha aplicado esta imagen a la Iglesia: La Iglesia, engalanada con estas vestiduras que ha recibido por el baño de la regeneración, dice en el Cantar: Soy morena pero bella, hijas de Jerusalén. Morena, por la fragilidad de la condición humana, bella por la gracia; morena, porque vengo de entre los pecadores, bella por el sacramento de la fe (S. Ambrosio, De mysteriis 35).
Quedar (v. 5) era una tribu ismaelita (cfr Gn 25, 13), situada quizá en el norte de la península arábiga (cfr Sal 120, 5). No obstante, aquí, como en otros lugares (cfr Beter, en Ct 2, 17), no hay que buscar una referencia topográfica. Los nombres señalan, probablemente, meras evocaciones. En este caso las tiendas negras, de piel de cabra, de los pastores nómadas expresan la negrura de la tez de la amada, de la misma manera que los pabellones de Salomón expresan su belleza.
Ct 1, 9-Ct 2, 3. Descripción de los dos amantes en la plenitud de la naturaleza. Se acude sobre todo a la imaginería vegetal, aunque hay dos referencias al mundo animal (Ct 1, 9.15). Lo que se destaca en la descripción son las cualidades de la amada. Incluso los versículos que son descripción del amado (Ct 1, 12-14.16; Ct 2, 3) contienen una cualidad de la amada ya que en ellos se dice qué es para ella su amado.
En la primera interpretación cristiana -Orígenes, San Gregorio de Nisa, etc.-, los perfumes y las fragancias (cfr v. 12) representaban los dones de Dios con los que se embellece la amada; en la tradición ascética representan las virtudes de la amada, que vienen también de Dios: Están, por otra parte, los perfumes del esposo, con cuya fragancia se deleita la esposa que dice: El olor de tus perfumes, superior a todos los aromas (Ct 1, 3). Son los aromas una especie de perfumes. La esposa, por su parte, ha usado ya y conocido algunos aromas, es decir, las palabras de la Ley y de los Profetas, con las cuales, sin embargo, antes de venir el esposo, ella se había instruido, aunque moderadamente, y se había ejercitado en el culto a Dios, obrando todavía como niña y bajo tutores, administradores y pedagogos, pues la Ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo (cfr Ga 3, 24). Todos estos eran los aromas con los que la esposa parecía nutrirse y prepararse para su esposo. Pero, cuando llegó la plenitud de los tiempos y ella creció y el Padre envió a su Unigénito, ungido por el Espíritu Santo, a este mundo, la esposa aspiró la fragancia del perfume divino y, percibiendo que todos los aromas que antes había usado eran con mucho inferiores en comparación con la suavidad de este nuevo y celestial perfume, dice: El olor de tus perfumes, superior a todos los aromas (Orígenes, In Canticum Canticorum 1, 1, 2-3).
Ct 2, 4-7. Tras el encuentro, la quietud. El amor supone el salir de sí, la suspensión de los sentidos (v. 5), y también el deseo de que el momento se eternice: que, como el sueño, no esté sujeto a la inquietud de la temporalidad (v. 6). Por eso, comenta San Gregorio de Nisa: Si el amor logra expulsar completamente al temor y éste, transformado, se convierte en amor, entonces veremos que la unidad es una consecuencia de la salvación, al permanecer todos unidos en la comunión con el solo y único bien, santificados en aquella paloma simbólica que es el Espíritu (S. Gregorio de Nisa, In Canticum Canticorum commentarius 15).
Ct 2, 8-Ct 3, 5. La lectura del segundo poema supone la aceptación del amor -con la que concluía el poema anterior- que ahora se desarrolla por el día (Ct 2, 8-17) y por la noche (Ct 3, 1-5). La acción recomienza: el último poema concluía con el sueño, y éste se abre con el despertar.
Trata de los momentos del amor -el día y la noche-, de los lugares -el campo y la ciudad-, y de los movimientos de que se compone: la presencia y la ausencia. El día se describe con el goce de los amantes, en comunión con la naturaleza que despierta en primavera (Ct 2, 8-17); la noche se caracteriza por la ausencia del amado y la búsqueda angustiosa de la amada hasta que lo encuentra (Ct 3, 1-4). Concluye, igual que el poema anterior (Ct 3, 5; cfr Ct 2, 7), con el sueño de la persona amada velado por el amante; sólo que si antes parecía que era el amado quien hablaba, ahora la súplica parece que es de la amada. Seguimos aquí el texto hebreo. Como antes (cfr Ct 2, 7), las versiones latinas leen amada en lugar de amor.
Los motivos que aparecen en la descripción -la primavera, la voz, el rostro de la persona amada, etc.-, son muy semejantes a los que se encuentran en cantos de amor orientales de los siglos XIV ó XIII a.C. Con todo, no pueden dejar de percibirse alusiones a la imagen de Israel y Dios unidos en alianza esponsal. El estribillo del v. 16: Mi amado es para mí, y yo para él, evoca la expresión: Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios (Jr 11, 4; cfr Jr 7, 23; Jr 31, 33; Ez 36, 28; Os 2, 25; etc.); de la misma manera, que se convoquen, al unísono, el amor esponsal y la naturaleza en plenitud, trae a la memoria los textos de los profetas que expresaban con imágenes semejantes la espera ansiosa de que Dios se manifestara como amado y protector de Israel: Reboso de gozo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios, porque me ha vestido con ropaje de salvación, me ha envuelto con manto de justicia, como novio que se ciñe la diadema, como novia que se adorna con sus joyas. Como la tierra echa sus brotes, como el huerto hace germinar sus semillas, así el Señor Dios hace germinar la justicia y la alabanza ante todas las naciones (Is 61, 10-11; cfr Is 62, 4-5; Os 2, 16-23; etc.).
Ct 2, 8-17. El canto celebra, en campo abierto, un renacimiento de la naturaleza y del amor. Como la fecundidad de la primavera triunfa sobre la esterilidad del invierno, el amor triunfa sobre el egoísmo que nos tiene aprisionados en nosotros mismos. Esa era la interpretación patrística de la primavera aquí expresada: En el invierno de la idolatría, la naturaleza movediza de los hombres, por su culto a los ídolos, se había hecho inmóvil como ellos (…). Es lógico que sucediese de ese modo. Los que contemplan a Dios adquieren propiedades de la naturaleza divina, en cambio los que dan culto a la vanidad de los ídolos se transforman en lo que miran, se petrifican por identificarse con los ídolos (S. Gregorio de Nisa, In Canticum Canticorum commentarius 5).
Comienza el poema con la voz de la amada que está a la espera del amado: le reconoce en la lejanía, por la voz (v. 8), y en la cercanía, por el rostro (cfr v. 9). En correspondencia, el amado cantará después el rostro y la voz de la amada (v. 14). El cuerpo del poema (vv. 10-14) es la invitación del amado a gozar del amor en comunión con la naturaleza. De ahí también la petición conjunta del v. 15: hay que hacer desaparecer todo cuanto estorbe esa celebración triunfal. Las palabras finales de la amada en las que reclama para sí y de manera exclusiva al amado (v. 16), al tiempo que le ofrece la libertad (v. 17), serán después estribillo (Ct 6, 3; Ct 7, 11) y final (Ct 8, 14) del Cantar.
La lectura alegórica del poema como una celebración de la alianza esponsal entre Dios e Israel en el tiempo de la restauración es relativamente fácil. Israel es representado en muchos textos proféticos (Is 5, 1-7; Os 10, 1; etc.; cfr Mt 21, 33-44) con la imagen de la viña. También esta literatura expresaba las épocas de infidelidad y fidelidad de Israel a Dios con las imágenes de la devastación y el jardín del Edén respectivamente (cfr Jr 12, 7-13; Os 2, 14; etc.).
Prolongando esta lectura alegórica, la literatura ascética veía en la viña al alma y en las raposas, las dificultades que todavía tiene ésta para amar indefectiblemente a Dios: Deseando, pues, el alma que no le impidan la continuación de este deleite interior de amor, que es la flor de la viña de su alma, ni los envidiosos y maliciosos demonios, ni los furiosos apetitos de la sensualidad, ni las varias idas y venidas de las imaginaciones, ni otras cualesquier noticias y presencias de cosas, invoca a los ángeles diciendo: que cacen todas estas cosas y las impidan, de manera que no impidan el ejercicio de amor interior, en cuyo deleite y sabor se están comunicando y gozando las virtudes y gracias entre el alma y el Hijo de Dios (S. Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, Canción 16, 3).
Ct 3, 1-5. Este canto, en contraste con el anterior, ofrece el segundo momento del amor. Durante la noche, en la ciudad, ante la ausencia del amado, la amada lo busca hasta encontrarlo. Quien habla es la amada que, desde el presente de la unión amorosa (v. 5), recuerda Ct 7, 11), y, frente al diálogo y la exaltación que dominaban los anteriores, el tono de este poema es más descriptivo.
Dentro de una cierta heterogeneidad de contenidos -descripción de la litera de Salomón (Ct 3, 6-10), de la belleza de la amada (Ct 4, 1-7), y de la esposa (Ct 4, 8-15), con un diálogo final (Ct 4, 16-Ct 5, 1)- y de formas -se recogen una palabra griega (Ct 3, 9: appyron) y otra persa (Ct 4, 13: pardes)- que hacen pensar en una unión artificial de poesías de procedencia diversa, el poema se deja leer como una unidad en torno al Día de bodas (cfr Ct 3, 11).
Supuesta la unidad del poema, que sin duda es artificial, estos versos subrayan el aspecto visual. Comienzan con el descubrimiento en el horizonte de algo que se acerca, y, al poco, se ve que es la litera de Salomón con su escolta (Ct 3, 6-7). En la cercanía se describen, con asombro, la litera y Salomón (Ct 3, 8-11).
El canto no especifica quién sube desde el desierto. Si, en paralelo con 8, 5, pensamos que es la amada, la imagen se prolonga a continuación con la descripción de su belleza por parte del amado (Ct 4, 1-15). Esta descripción tiene dos secciones. En la primera (Ct 4, 1-7) la joven es denominada amada y recoge un retrato poético del cuerpo de la mujer; en la segunda (Ct 4, 8-15), es llamada esposa y expresa más bien los sentimientos que ésta despierta en el amado.
Una de las imágenes que el amado aplica a la esposa es la de huerto cerrado (Ct 4, 12; cfr Ct 4, 15). En la parte final del poema se retoma esta imagen para expresar la unión nupcial. Esta parte se cierra con la invitación a la alegría que deben compartir los amigos del esposo por esta unión.
La alianza esponsal de Dios con Israel es motivo recurrente en la literatura profética, pero se prolonga en los Padres de la Iglesia que leen en estos versos el desposorio de Cristo con la Iglesia en la Cruz. San Hipólito, Orígenes, y otros, son testigos de esta aplicación: El Verbo de Dios descendió para unirse a su Esposa, muriendo voluntariamente por ella para transformarla en gloriosa e inmaculada en el baño de la purificación. Porque, de otra forma, la Iglesia no podría concebir a los creyentes, ni hacerlos nacer de nuevo con el baño de la regeneración (S. Metodio de Olimpo, Symposium 3, 8).
Ct 3, 6-11. Primer cuadro del día de bodas (cfr v. 11). El poema presenta a la amada, majestuosa, que sube desde el desierto, y a Salomón, el rey, que sale a esperarla. Los versos se pueden leer como una metáfora de la alianza esponsal de Dios, el Rey de Israel, con su pueblo en la época de la restauración. Así lo expresaba el libro del profeta Isaías: Serás corona gloriosa en la mano del Señor, diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te dirán más “La Abandonada”, ni de tu tierra dirán ya “La Desolada”, sino que te llamarán “Mi–delicia–está–en–ella”, y a tu tierra, “La Desposada”, porque el Señor se ha complacido en ti, y tu tierra tendrá esposo. Como un joven se desposa con una virgen, contigo se desposará tu constructor, y como se alegra el novio con la novia se deleitará en ti el Señor (Is 62, 3-5).
Si antes (cfr Ct 1, 5-Ct 2, 17) el amado era pastor, ahora es el rey. Pero en la lectura alegórica representan a Dios. Por ello, los escritores sagrados hicieron de estas metáforas pedagogía para tratar a Dios que cuando quiere ser temido, se llama Señor; cuando quiere ser honrado, Padre; y cuando quiere ser amado, Esposo (S. Gregorio Magno, Super Cantica Canticorum, Prol.).
Ct 4, 1-15. Habla ahora el amado–esposo. Con sus palabras desvela sus sentimientos ante la amada. Hay dos partes en estos versos que pueden denotar distinta procedencia. La primera (vv. 1-7) canta la belleza física de la amiga y concluye con una expresión significativa: no hay tacha alguna en ella. La segunda (vv. 8-15) comienza con el deseo de que la esposa se haga cercana y presente -los lugares mencionados en el v. 8 son vecinos de Palestina-, y proclama los sentimientos que la esposa despierta en el esposo. Concluye con otra expresión significativa: Huerto cerrado (v. 12), fuente de los huertos (v. 15). El poema es así una descripción adecuada de la singularidad del otro en el amor esponsal: Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único (…). Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y, por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 49).
Al mismo tiempo, las imágenes utilizadas invitan a leerlo de manera alegórica como la alianza esponsal entre Dios y su pueblo ya que en la literatura que imagina cómo será la época de la restauración, Israel es denominado esposa (Is 54, 6; Os 2, 18; etc.), y jardín (Is 51, 3; Is 61, 11; Ez 36, 35; Os 14, 5-7; etc.). Israel está ya purificado, no queda en él ninguna mancha (cfr v. 7) y ofrece su integridad a Dios, el esposo. Los dos motivos, el amor esponsal y la entrega de Dios a su pueblo, se actualizarán después en el Nuevo Testamento para describir las relaciones entre Cristo y la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios: Maridos: amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua por la palabra, para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada. Así deben los maridos amar a sus mujeres, como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, pues nadie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Gran misterio es éste, pero yo lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia. En todo caso, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer reverencie al marido (Ef 5, 25-33).
En la lectura alegórica, las diversas cualidades de la amada se han aplicado a la Iglesia, porque como suelen celebrar los amantes las alabanzas de los que aman, y celebran muchísimo lo que se refiere a la elegancia del cuerpo y a la hermosura del rostro de ella, así Dios hablando de la Iglesia, como de mujer dotada de forma elegante, recuerda cada una de las partes de su rostro y cuerpo (Fray Luis de León, In Canticum Canticorum triplex explanatio 4, 3). Pero de manera eminente quien posee las cualidades de la esposa en grado sumo es la Virgen María. Por eso no es extraño que la Tradición de la Iglesia haya leído los vv. 7 y 12-15 como anuncios de su ausencia de pecado -la Inmaculada- y su integridad: la Virginidad perpetua. Huerto cerrado y Fuente sellada te denominó con antelación en los Cánticos el esposo que de ti proviene. Huerto cerrado, porque sin haberte tocado la hoz de la corrupción, ni haber conocido la vendimia, con toda pureza germinaste para el género humano la flor de la raíz de Jesé, cultivada en ti solamente por el puro e incontaminado Espíritu. Fuente sellada, porque el río de la vida, que de ti manó, inundó toda la tierra, pero en tu manantial no se vio ningún ramo de esposa (Hesiquio, De Sancta Maria Deipara).
Ct 4, 16-Ct 5, 1. Consumación de las bodas. La esposa se ofrece al esposo (Ct 4, 16) y éste acepta el don (Ct 5, 1). El amor conyugal lleva a la donación y a la unión: Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 25).
Al final, el poema invita a la alegría y a la celebración (Ct 5, 1) como lo hacían los profetas al vislumbrar el momento de la restauración de Israel (cfr Is 25, 6-9; Is 54, 1-Is 55, 12; etc.). Ésta es la imagen que después utilizará San Juan Bautista para referirse a Jesús -Vosotros mismos me sois testigos de que dije: “Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él”. Esposo es el que tiene la esposa; el amigo del esposo, el que está presente y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo. Por eso, mi alegría es completa (Jn 3, 28-29)- y también la que Jesús se aplicó a sí mismo cuando declaró por qué sus discípulos no ayunaban: ¿Acaso pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Ya vendrá el día en que les será arrebatado el esposo; entonces, ya ayunarán (Mt 9, 15). La tradición cristiana, uniendo este texto con la parábola de las bodas (cfr Mt 22, 1-14), dedujo de aquí la necesidad de una vida virtuosa: Hemos de venir a estas santas bodas del Esposo y la Esposa con la inteligencia de la caridad más interior, es decir, con el traje nupcial. Es necesario: si no nos hemos vestido con el traje nupcial -o sea, con una justa inteligencia de la caridad-, seremos expulsados de este banquete nupcial a las tinieblas exteriores, es decir, a la ceguera de la ignorancia (S. Gregorio Magno, Super Cantica Canticorum 4, 6-10).
Ct 5, 2-Ct 6, 3. El poema reproduce motivos ya aparecidos antes: la búsqueda en la noche (Ct 5, 5-8; cfr Ct 3, 1-4), el retrato poético de la persona amada (Ct 5, 10-16; cfr Ct 4, 1-5), y la mutua pertenencia de los amantes (Ct 6, 3; cfr Ct 2, 16). Sin embargo, a pesar de la reiteración, describe adecuadamente lo que es el amor, que tiene la capacidad de decir las mismas cosas sin por eso repetirse.
En el desarrollo del libro, el comienzo del poema es un tanto desconcertante. El anterior concluía en la unión del día de bodas y éste se inicia con un desencuentro (Ct 5, 2-6). Como consecuencia, la amada inicia una búsqueda tormentosa del amado (Ct 5, 6-8). Una pregunta de las hijas de Jerusalén (Ct 5, 9) le sirve a la amada para describir las excelencias del amado (Ct 5, 10-16). Una nueva pregunta (Ct 6, 1) provoca la conclusión del poema: la pertenencia mutua de los amantes no podrá ser nunca desmentida (Ct 6, 2-3).
En el conjunto del libro, el poema recorre las vicisitudes del amor: presencia y ausencia de los amantes, pérdidas y reencuentros, errores y pruebas que lo acrecientan. Como la protagonista es la amada, el poema se puede leer como la alegoría del amor de Israel por su Dios, amor que, aunque no siempre fue completamente fiel, está llamado a consumarse. También la tradición ascética lo leyó como ilustración de los estados del alma en el amor a Dios, en donde conviven luz y oscuridad, devoción y sequedad, consuelo y desolación: En este estado, pues, de desposorio espiritual, como el alma echa de ver sus excelencias y grandes riquezas, y que no las posee y goza como querría a causa de la morada que hace en carne, muchas veces padece mucho, mayormente cuando más se le aviva la noticia de esto (…). Pues cuando Dios hace merced al alma de darle a gustar algún bocado de los bienes y riquezas que le tiene aparejadas, luego se levanta en la parte sensitiva un mal siervo de apetito, ahora un esclavo de desordenado movimiento, ahora otras rebeliones (S. Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, Canción 17, 1).
Ct 5, 2-8. El canto es un desarrollo de Ct 3, 1-4. La alternancia entre el verbo en presente del v. 2 y en pasado en el resto del canto ha hecho pensar a algunos que todo pueda leerse como un sueño (v. 2). Pero esa interpretación no se impone.
Los versos reproducen dos situaciones: la vela, con la llamada, el diálogo y los gestos de los amantes (vv. 2-5); y la búsqueda del amado por parte de la amada (vv. 7-8) cuando descubre que éste ha desaparecido (v. 6). El cambio de orientación de la acción está en los vv. 3 y 6. La amada está en vela y recibe la llamada del amado. Contesta de una manera sorprendente, con una excusa (v. 3), que, sin embargo, desmiente con sus acciones, ya que se levanta para abrirle (v. 6). Pero ya es tarde: el amado ha desaparecido. Si realmente hay que interpretar el v. 3 como una falta por parte de la amada, éste sería el único caso de rechazo por parte de la amada en todo el libro. Quizás el jugo de mirra en el cerrojo (cfr v. 5) indica un movimiento de coquetería; pero, en todo caso, en el conjunto del poema, a las palabras del amado (v. 2), la amada contesta con palabras (v. 3), y a los gestos (v. 4), con otros gestos (v. 5). El texto señala así que a la llamada del amor hay que responder con prontitud, y no sólo con palabras, sino con el ser entero: palabras y gestos. Así lo interpretaron los Padres: Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche! (…). Él se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero, si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta (…). Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa (S. Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII 12.13-14).
Pero los amantes no pueden vivir separados, y por eso la amada inicia enseguida la búsqueda. En contraste con la búsqueda anterior (cfr Ct 3, 2-3), esta vez no encuentra al amado sino a través de penalidades (v. 7): En las heridas de amor, comenta San Juan de la Cruz, no puede haber medicina sino de parte del que hirió, y por eso dice que salió clamando, esto es, pidiendo medicina tras del que la había herido, clamando con la fuerza del fuego causado de la herida. Y es de saber que este salir se entiende de dos maneras: la una, saliendo de todas las cosas, lo cual se hace por desprecio y aborrecimiento de ellas; la otra, saliendo de sí misma por olvido y descuido de sí, lo cual se hace por aborrecimiento santo de sí misma en amor de Dios; el cual de tal manera levanta al alma, que la hace salir de sí y de sus quicios y modos naturales clamando por Dios (Cántico Espiritual, Canción 1, 11).
Ct 5, 9-16. La pregunta de las hijas del Jerusalén (v. 9) introduce el retrato poético del amado por parte de la amada: dos descripciones de carácter general -v. 10: único entre millares; v. 16: todo él delicias- encierran un retrato físico que recorre las diversas partes del cuerpo.
Las imágenes que escoge la amada remiten a dos lugares distintos. Unas -el oro (vv. 11.14.15), las piedras preciosas y el marfil (v. 14), el mármol y los cedros (v. 15)- denotan majestuosidad, y evocan los elementos del Templo de Jerusalén que se describe en 1R 6-7. La lectura alegórica, que ve en el amado al mismo Dios, o a Cristo, Dios hecho hombre, está aquí muy justificada: Éste es aquel que se ha hecho nuestro prójimo por su benignidad para con nosotros, el que nos ha nacido de Judá y se no ha hecho familiar, el indicado por la esposa a sus doncellas, el señalado por la esposa virginal cuando dice a las hijas de Jerusalén: Así es mi amado, así es mi amigo, hijas de Jerusalén. Sucédanos a nosotros que podamos, por las señales dadas y guiados por el Espíritu Santo, conocer y alcanzar a aquel que es la salvación de nuestras almas, a quien sea da la gloria por siempre (S. Gregorio de Nisa, In Canticum Canticorum commentarius 14).
Las otras imágenes -palomas (v. 12), plantas aromáticas, azucenas y mirra (v. 13)- se han aplicado a lo largo del Cantar a la amada. Por eso la lectura sugiere la transformación del amante en el amado que supone el amor: Porque el amor no sólo iguala, mas aún sujeta al amante a lo que ama (S. Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 1, 4, 3).
Ct 6, 1-3. El poema no concluye con la unión física sino con la declaración de la amada que afirma la posesión total. El amado no se ha ido (v. 1), ha tomado posesión de la amada (cfr v. 2) y vive en ella. El amor implica vivir en el otro y ser del otro: El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero (Catecismo de la Iglesia Católica, 1646).
Ct 6, 4-Ct 8, 4. Otra vez el poema parece un conjunto heterogéneo de fragmentos de procedencia diversa. Algunos nombres propios (Ct 6, 12; Ct 7, 1), que no han aparecido en todo el Cantar, resultan enigmáticos; hay dos retratos de la amada (Ct 6, 4-10; Ct 7, 2-10) de tono bastante distinto, etc. Con todo, en el conjunto del libro, el poema recibe una cierta unidad ya que recopila -aunque dándoles una gradación- temas y motivos abiertos en poemas anteriores.
Se reúnen los motivos. El retrato poético de la amada recoge ahora (Ct 6, 5-7; Ct 7, 4) los mismos términos comparativos que un retrato anterior (Ct 4, 1-3.5), pero, en paralelo con lo que se ha dicho poco antes del amado -es uno entre millares: Ct 5, 10-, ahora se dice que la amada es única (Ct 6, 9). Algo semejante se puede decir a propósito de otras imágenes recurrentes: la primavera como estación del amor (Ct 7, 12-14; cfr Ct 2, 10-15), la casa de la madre (Ct 8, 2; cfr Ct 3, 4), etc.
También se recobran los temas presentes en los estribillos del Cantar. El primer poema concluía con la súplica de no despertar al amor hasta que él quisiera (Ct 2, 7) y ésa era también la conclusión del segundo poema (Ct 3, 5). Sin embargo, en ese segundo poema se introducía el tema de la mutua pertenencia (Ct 2, 16) que era, poco después, la conclusión del cuarto poema: Yo soy de mi amado, y mi amado es mío (Ct 6, 3). Ahora, en el último poema, se recuperan ambos estribillos: los retratos de la amada acaban con el de la mutua posesión (Ct 7, 11) y la celebración del amor con el ruego de no desvelarlo (Ct 8, 4). La gradación de los contenidos del Cantar -ahora ya no hay búsqueda, sino celebración- hace que lo que antes sólo era promesa ahora es ya realidad. El amor, como comentarán los Padres, tiene la capacidad de renovar a quien lo practica: Éste es el amor que nos renueva, y nos hace ser hombres nuevos, herederos del Nuevo Testamento, intérpretes de un cántico nuevo. Este amor, hermanos queridos, renovó ya a los antiguos justos, a los patriarcas y a los profetas; y luego a los bienaventurados apóstoles; ahora renueva a los gentiles, y hace de todo el género humano, extendido por el universo entero, un único pueblo nuevo, el cuerpo de la nueva esposa del Hijo de Dios, de la que se dice en el Cantar de los Cantares: ¿Quién es ésa que sube del desierto vestida de blanco? Sí, vestida de blanco, porque ha sido renovada; ¿y qué es lo que la ha renovado sino el mandamiento nuevo? (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 65, 1-3).
Ct 6, 4-10. En el poema anterior la amada cantaba la singularidad del amado, y ahora es éste quien toma la palabra para singularizar a la amada. El canto reproduce un retrato poético de la amada (vv. 5-7; cfr Ct 4, 1-3) que se abre y se cierra con la misma imagen: Terrible como escuadrones en orden de combate (vv. 4 y 10). Como en otras ocasiones, las metáforas del Cantar pueden desconcertar al lector si no recurre a la imaginación, pero lo cierto es que todavía hoy acudimos a este lenguaje bélico cuando decimos que una persona nos cautiva o nos conquista. El retrato de la amada es paralelo al que ésta hacía del amado en el poema anterior (Ct 5, 10-16), aunque con un orden inverso: tras la descripción de las cualidades (vv. 5-7), viene la declaración de la singularidad de la amada (vv. 8-9). Él es único (Ct 5, 10) y ella es única (v. 9): el amor esponsal es monógamo.
Por otra parte, en el poema anterior, algunas cualidades de la belleza del amado tenían su correspondencia en la ornamentación del Templo de Jerusalén, e invitaban con ello a la lectura alegórica. Algo semejante sucede ahora: la belleza de la amada se compara a Tirsá, la primera capital del reino del Norte (cfr 1R 14, 17; 1R 15, 21; 1R 16, 15; etc.), y a Jerusalén, capital del reino del Sur. La amada resume en sí misma la belleza de la tierra prometida, Reino de Dios. Es más, en esta perspectiva, la amada, ya purificada (v. 10: alba; cfr Ct 1, 5: morena), resume en sí misma la belleza del cosmos (v. 10). En el horizonte bíblico, el lector no puede dejar de evocar en esta imagen a la mujer del Apocalipsis -representante de Israel, Pueblo de Dios; de la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios; y significada en la Virgen, compendio del Pueblo de Dios- tal como aparece en la visión de San Juan: Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (Ap 12, 1). Así lo expone San Ambrosio: Imitad, hijas mías, a ésta a quien se acomoda aquello que se dijo de la Iglesia ¡Qué bellos son tus pies en tus sandalias, hija de Aminadab!, a causa de la Iglesia camina ella llena de hermosura por la predicación del Evangelio. También camina hermosa el alma que usa del cuerpo como de un calzado, de modo que pueda dirigir sus pasos adonde quiera sin impedimento alguno. Con este calzado caminó bellamente María que sin obra de varón engendró, permaneciendo virgen, al autor de la humana salud (…). Bellos, pues son los pasos de María o de la Iglesia, porque bellos son los pies de los que evangelizan (De virginitate 87-88).
Ct 6, 11-Ct 7, 11. Éste es uno de los cantos más complejos del Cantar. Con todo, pueden distinguirse cuatro movimientos: la posesión de la amada que le descubre al amado la sorpresa del amor (Ct 6, 11-12); un nuevo retrato poético de la amada (Ct 7, 1-6) que despierta en el amado el deseo de gozar del amor de un modo nuevo (Ct 7, 7-10), y el asentimiento a ese deseo por parte de la amada (Ct 7, 10-11).
La sorpresa del amor (Ct 6, 11-12). No sabemos quién habla aquí, pero el huerto (v. 11), en los otros lugares del Cantar (Ct 4, 12-Ct 5, 1), representa a la amada. Por otra parte, el v. 12 es uno de los versículos más difíciles de interpretar. La idea que parece expresar es que ante la persona amada, el deseo (literalmente, el alma) le traslada a los carros de Aminadib. No hay, ni en la Biblia ni en la literatura de la época que conocemos, nadie que lleve ese nombre. La versión griega de los LXX y la Vulgata lo traducían por Aminadab. La Neovulgata lo descompone en el príncipe de mi pueblo, pero no es coherente con la lengua hebrea. Muchos autores piensan que la mención evoca a Abinadab, un personaje de la época de David, que acogió en su casa el carro en el que iba el Arca de la Alianza (2S 6, 3-11), cuando David, la trasladaba a Jerusalén. En ese caso, estos versículos podrían evocar y completar el mismo contenido que se hace explícito después (Ct 8, 6): el amor nace de Dios y lleva a Dios.
Nuevo retrato de la amada que se denomina la Sulamita (Ct 7, 1-6). Es bastante probable que el nombre propio sea simbólico: la Sulamita significaría la pacífica, la perfecta, la que lo tiene todo. El retrato recorre ahora el cuerpo de la amada desde los pies hasta la cabeza. Además, recoge un número insólito de menciones geográficas de Palestina. Si se tiene presente que este poema ha comenzado diciendo que la amada reúne en sí misma la belleza de la tierra prometida (cfr Ct 6, 4 y nota), y que en otros lugares (cfr Ct 1, 5-Ct 2, 7 y nota) la amada podría representar al país de Israel unido en la restauración, esta parte del poema puede leerse fácilmente de manera alegórica: Israel es la perfecta, la que se ha hecho ya digna de Dios y despierta su pasión. De hecho, el poema sigue por ese camino: el amado quiere poseer cada una de las partes de la amada (Ct 7, 7-10).
A mitad del v. 10 parece como si la amada interrumpiera el parlamento del amado y hablase ella. Ante el deseo del amado, la amada asiente y proclama la mutua pertenencia (Ct 7, 10-11). Este último versículo se ha repetido a lo largo del Cantar, aunque con ligeras variaciones. En Ct 2, 16, decía: Mi amado es para mí, y yo para él; en Ct 6, 3, cambiaba un poco: Yo soy de mi amado, y mi amado es mío; y ahora dice: Yo soy de mi amado, y él siente pasión por mí. El contenido de la segunda parte del verso es el inverso de la maldición de la mujer en Gn 3, 16: Hacia tu marido te empujará tu pasión y él te dominará. El amor tiene el poder de redimir de la maldición del pecado.
Pero, más allá de la significación puntual del versículo, el poema se dirige hacia su fin. Ya no hay vaivenes en la amada, ya no hay búsqueda, todo está perdonado y redimido. Ella es la única, la perfecta: se siente contemplada por el amado, que se apasiona con sólo mirarla. La lectura alegórica verá en esta situación de la amada a Israel, a la Iglesia y al alma en gracia: Con razón se designa con el nombre de amanecer o alba a toda la Iglesia de los elegidos, ya que el amanecer o alba es el paso de las tinieblas a la luz. La Iglesia, en efecto, es conducida de la noche de la incredulidad a la luz de la fe, y así, a imitación del alba, después de las tinieblas se abre al esplendor diurno de la claridad celestial. Por esto, dice acertadamente el Cantar de los Cantares: ¿Quién es ésta que se asoma como el alba? Efectivamente la santa Iglesia, por su deseo del don de la vida celestial, es llamada alba, porque, al tiempo que va desechando las tinieblas del pecado, se va iluminando con la luz de la justicia (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 29, 2-4).
Ct 7, 12-Ct 8, 4. En consonancia con lo dicho antes, la amada se siente querida y toma otra vez la iniciativa. De nuevo estamos en primavera, el tiempo de la celebración del amor (Ct 7, 12-14; cfr Ct 2, 10-14). Hay un juego de palabras entre mandrágoras, dudaim, y mi amado, dodí. Por lo demás, se creía que las mandrágoras favorecían al amor (cfr Gn 30, 14-24). La amada le cuenta al amado los pormenores de cuanto ha preparado como expresión de su amor por él (Ct 7, 13-Ct 8, 2). Esta evocación tiene su metáfora más atrevida en Ct 8, 1. No hay que ver en esta imagen ningún rasgo incestuoso. Con ella, la amada expresa su deseo de que el amor entre ambos se manifieste abiertamente, con naturalidad, de modo espontáneo y en libertad, sin trabas ni posibles confusiones (cfr Pr 7, 10-23). En la tradición bíblica la naturalidad del amor a Dios evoca el gesto amoroso de la Encarnación en el que Cristo, al hacerse nuestro hermano, se hace también objeto de amor: Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mt 12, 50). En la tradición ascética no ha dejado de ilustrarse la paradoja de que Dios es, a la vez, el Amor y el objeto del amor: En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si Él ama, es para que nosotros le amemos a Él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí. El amor del Esposo, mejor dicho, el Esposo que es amor, sólo quiere a cambio amor y fidelidad. No se resista, pues, la amada en corresponder a su amor. ¿Puede la esposa dejar de amar, tratándose además de la esposa del Amor en persona? ¿Puede no ser amado el que es el Amor por esencia? (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 83, 4-6).
El quinto poema concluye con el mismo estribillo que el primero y el segundo (Ct 8, 4; cfr Ct 2, 7; Ct 3, 5), pero la protección del amor no es ahora un sueño o una promesa, sino una realidad consumada, como lo confirmará enseguida el epílogo.
Ct 8, 5-7. Desde el punto de vista del desarrollo del Cantar, estos versos son el epílogo y describen la consumación del amor: el final del Cantar es la exaltación y la apoteosis del amor. En sí mismos, sobre todo el v. 6, describen el lenguaje supremo del amor.
Las palabras de la primera parte del v. 5 remiten a Ct 3, 6 y Ct 6, 10. De esa manera, recoge la idea de que la amada es la novia purificada; obviamente, connota también a Israel que sube del desierto para la celebración del amor (cfr Os 2, 16-18). La segunda parte del versículo es más difícil de interpretar, ya que conceptualmente las palabras parecen convenirle al amado (cfr Ct 2, 3; Ct 3, 4; Ct 8, 2), pero los pronombres masculinos en hebreo sugieren que es la amada quien habla. Tal vez de ese modo se señala que, en el amor, las palabras y los deseos de los amantes se funden. En todo caso, el versículo expresa la imagen del amor consumado entre los esposos y entre Dios e Israel.
Estas ideas preparan ya el v. 6, que ha sido llamado la teofanía del amor. La pertenencia al otro que se enseña aquí es más profunda que el mero sostener al otro que se recogía en los versículos anteriores. El amor marca de manera indeleble a la otra persona: en el interior, el corazón, y en el exterior, el brazo; es tan fuerte que puede vencer a la muerte, porque tiene un origen divino. El v. 7 es un corolario. Si el origen del amor está en Dios, ninguna fuerza de la naturaleza creada podrá vencerlo: es un fuego que resiste al agua. Mucho menos podrá ser objeto de compra: degradará a quien lo intente. Se entiende de esta manera que en la tradición cristiana la vocación al amor se presente como una suprema aspiración: Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno. Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: “Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es el que Tú me has señalado, Dios mío. En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá colmado” (S. Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 227-229).
Ct 8, 8-14. Estos versículos tienen un tono distinto al del resto del libro. No son un poema de amor, sino unos versos enigmáticos que, recogiendo temas que han aparecido en el Cantar, declaran la voluntad de la amada de decidir por sí misma. A los hermanos (vv. 8-9; cfr Ct 1, 6), que quieren protegerla, la amada les contesta que ella se defiende sola (v. 10); a la sugerencia de la viña protegida de Salomón (v. 11), contesta diciendo que se basta a sí misma (v. 12). El poema concluye así: con la amada en soledad, atenta a la voz del amado y esperando su vuelta (vv. 13-14; cfr Ct 2, 17).
El carácter enigmático de los versículos, con las imágenes de la fortaleza y la viña aplicadas a la amada, permite la lectura alegórica de estos versos: algunos conjeturan que se trata de una añadidura de la época que sigue a la de los Macabeos. En este caso, el autor quizá critica a los dirigentes del momento -la dinastía asmonea y los saduceos- que con una sabiduría excesivamente humana quieren proteger a Israel, sin dejar que éste viva únicamente para su amado, Dios.
Sb 1, 1-Sb 6, 21. Estos capítulos forman la primera parte del libro. El autor sagrado comienza exhortando a los que gobiernan la tierra a amar la justicia que da la inmortalidad (Sb 1, 1-15). A continuación, expone los argumentos en contra que aducen los impíos y su comportamiento (Sb 1, 16-Sb 2, 24). Luego sale al paso de éstos mostrando el distinto final que aguarda en la muerte a los justos y a los impíos (Sb 3, 1-Sb 4, 20), y presenta el juicio de Dios en el que los impíos reconocerán su error y recibirán su castigo (Sb 5, 1-23). Concluye recordando la responsabilidad de los que gobiernan (Sb 6, 1-11) e invitando a amar la sabiduría (Sb 6, 12-21). De esta forma da una respuesta desde la fe en Dios a las cuestiones que suscita el frecuente éxito de los impíos en este mundo, y el aparente fracaso de los justos cuando sufren una muerte prematura. Hay, pues, un avance en la Revelación al situar la retribución en el más allá, y se abre camino para la revelación definitiva del Nuevo Testamento.
Sb 1, 1-15. La exhortación a buscar la justicia se concreta en dejarse guiar por la sabiduría. Ésta hace ver que Dios juzgará a la criatura humana (vv. 8-11) hecha, como todas las cosas, para vivir: Dios no hizo la muerte (v. 13), sino que creó todas las cosas para que existieran: las criaturas del mundo son saludables (v. 14). Es una visión optimista del mundo y del hombre, que entronca con el primer relato de la creación contenido en el libro del Génesis (cfr Gn 1, 1-Gn 2, 4). Hace coincidir el castigo divino con la muerte (v. 12), pero la muerte, como ya se apunta en el versículo anterior (la boca embustera mata el alma), no queda reducida sin más a la muerte física; ciertamente, ésta es signo de toda muerte pero los vv. 1-12 trascienden el concepto de mera muerte física para abrirse a un horizonte escatológico, todavía no bien definido, en espera de la revelación plena del Nuevo Testamento.
Sb 1, 1-5. El hagiógrafo se dirige en primer lugar a los que gobiernan la tierra, literalmente juzgan (cfr Sal 2, 10). Juzgar es en la Biblia una de las prerrogativas principales del rey, y muchas veces sinónimo de gobernar. Por justicia se entiende, sobre todo, la fidelidad a la voluntad divina, la correspondencia a lo que Dios otorga y pide en la Alianza con el pueblo elegido, el cumplimiento fiel de los deberes; en suma, la rectitud moral. Se dibuja así el perfil espiritual del sabio, definido por diversos requisitos: el primero es considerar las cosas de Dios con bondad, no tener un alma maliciosa (v. 4), estar convencidos de que Dios es el Bien Supremo y que todo lo que Él hace o permite es para bien. Por contraste (cfr v. 5), el defecto fundamental es tener un corazón retorcido, perderse en razonamientos falaces, vivir en la mentira y mostrar desconfianza en Dios. Queda así planteada la oposición presente en todo el libro: la que hay entre los sabios, prudentes y justos, que creen en Dios y confían en Él, y los impíos e incrédulos, que sólo atienden a lo que se puede ver y tocar inmediatamente.
Espíritu santo (v. 5) está tomado en su acepción veterotestamentaria: el Espíritu de Dios. Este Espíritu es educador, maestro de las almas; por eso será recriminado al sobrevenir la iniquidad: los malvados le injuriarán por haber enseñado la conducta recta a los justos (cfr Sb 2, 12-20).
Sb 1, 6-11. La Sabiduría es una propiedad divina (cfr Jb 28, 23-24) que se comunica a los hombres (cfr Pr 8, 22-31). Aquí se entiende a todos los hombres, aunque subyace la convicción de que se da a conocer de modo especial al pueblo de Israel (cfr Si 24, 3-47; Ba 3, 9-38). En los vv. 6-7, la Sabiduría se identifica con el Espíritu de Dios, en cuanto manifestación del poder divino creador y dador de vida. Del Espíritu se dice que contiene todas las cosas y está presente en el entero universo, y conoce aun lo más escondido, los pensamientos ocultos de los hombres (cfr 1Co 2, 10-11); en estos aspectos coincide con la Sabiduría. El tema será desarrollado en Sb 7, 22-28. Esta comprensión de la Sabiduría va adquiriendo rasgos personales, prepara la revelación plena del Nuevo Testamento, cuando el Verbo divino se manifestará como Hijo, es decir, Palabra y conocimiento (cfr Jn 1, 1; Col 1, 15; Hb 1, 1-3).
La Sabiduría es definida como un espíritu que ama a los hombres (v. 6). Es una expresión novedosa en el Antiguo Testamento, pero coherente con la mirada complacida con que Dios miró la creación (cfr Gn 1, 31) y con las palabras proféticas con las que Dios afirma tener un amor maternal por el pueblo de Israel (cfr Is 49, 15). Sólo que ahora la visión es más amplia: no se trata del pueblo elegido, sino de todos los hombres, lo que es un anuncio del plan salvador de Dios (cfr Rm 5, 8-11; 1Tm 2, 4). Estas palabras permiten vislumbrar ya cómo el amor de Dios por los hombres se manifestará plenamente con la Encarnación del Hijo de Dios (cfr Tt 3, 4).
Los que serán castigados son presentados como murmuradores, calumniadores, embusteros. Son los impíos que se engañan porque tienen una idea errada de Dios y de su Providencia: piensan que no se ocupa de los hombres y que admite el mal; por eso no le obedecen ni le respetan. En el fondo, todo pecado contra Dios se apoya en la mentira, así como la fe recta se apoya en la verdad. Ya Sal 58, 4 había afirmado que todos los que se separan de Dios son mentirosos y engañadores; en el Nuevo Testamento Jesucristo, mientras declara que Él es la Verdad, acusa de mentira a los que no creen en Él (cfr Jn 8, 42-44) y llama al diablo mentiroso (cfr 1Jn 2, 21-23).
Sb 1, 12-15. La afirmación central es que Dios no es autor de la muerte, sino que la muerte vino como consecuencia del pecado. Desde esta convicción el autor inspirado ve la muerte física como símbolo de la muerte espiritual, la verdadera muerte, que consiste en la separación definitiva de Dios (cfr Sb 3, 1-9). Estas palabras se aclaran a la luz de Sb 2, 23-24 y desde ellas San Pablo interpreta la muerte como consecuencia del pecado original (cfr Rm 5, 12-15). El presente pasaje de Sabiduría permite mirar con optimismo la creación, pues no procede de ella el germen de destrucción, ya que Dios es el autor de la vida y lo que concierne a Dios, la justicia (cfr Sb 1, 1-2), no muere.
Sb 1, 16-Sb 2, 24. La sección describe la forma de pensar y de actuar de los impíos, así como su error. Éstos, frente a la inmortalidad de la justicia, piensan que sólo existe la muerte y por eso se hacen sus amigos y establecen un pacto por el que le pertenecen (Sb 1, 16-Sb 2, 9). Además persiguen al justo porque piensa de otra forma (Sb 2, 10-20). Están en un grave error sobre el significado de la vida (Sb 2, 21-24).
Sb 1, 16-Sb 2, 9. Los pensamientos que aquí se atribuyen a los impíos conectan con algunas corrientes de filosofía materialista y hedonista, tal vez los epicúreos. Es probable que el autor sagrado tenga en cuenta también a algunos judíos que, renegando de su fe, caían en el materialismo y el escepticismo de determinadas tendencias del pensamiento helénico. El razonamiento de tales filósofos se apoyaba en dos hechos de experiencia: la muerte es inevitable y la vida es breve. Sin la perspectiva de la inmortalidad y sin fe, la conclusión parece imponerse: hay que aprovechar las ocasiones de disfrute que nos brinda la vida. Recuerda el comamos y bebamos, que mañana moriremos (Is 22, 13; 1Co 15, 32).
Sb 2, 10-20. El impío no se limita a disfrutar de los placeres, sino que no tolera la presencia del justo, porque le es un constante reproche; por eso lo somete a la prueba del tormento y de un fin ignominioso, para ver si Dios, al que el justo llama Padre, le ayuda realmente. Si no es así, la razón estará de su parte. Las palabras de los impíos, dichas de forma irónica, tienen eco en los ultrajes de escribas y sacerdotes contra Jesús en la cruz (cfr Mt 27, 40-43; Mc 15, 31-32; Lc 23, 35-37).
Nótese que el justo se dice hijo de Dios (v. 13). Supone una novedad en el pensamiento judío, pues hasta entonces hijo de Dios era considerado todo el pueblo de Israel o el rey que lo representaba (cfr Ex 4, 22; Dt 14, 1; Dt 32, 6; Sal 2; Is 30, 1.9; Os 11, 1). Pero ya en los libros más tardíos del Antiguo Testamento (por ejemplo, en Si 23, 4; Si 51, 14) se vislumbraba la paternidad de Dios respecto de cada justo. El título hijo de Dios se aplica a todos los justos y de modo más propio al Mesías, que es el Justo por antonomasia.
Sb 2, 21-24. El error de los impíos es pensar que después de la muerte no hay nada más. Pero este razonamiento va unido a la maldad de sus vidas, al no reconocimiento de los designios divinos y al desprecio de la vida de los justos. Frente a aquéllos, el autor inspirado afirma con fuerza cuál fue el proyecto divino sobre el hombre al crearlo y por qué existe la muerte (vv. 23-24). Pero de nuevo muerte tiene aquí, en primer lugar, un sentido abarcante: equivale a la pérdida de la incorruptibilidad que, para el autor del libro, se da más allá de la muerte física. La muerte que entró en el mundo por envidia del diablo, y que experimentan quienes le pertenecen, es quedar reducido a nada; ser sin más un cadáver deshonroso (Sb 4, 19), porque se ha perdido la dimensión incorruptible que viene de Dios. Esta exposición doctrinal supone los relatos del Génesis: el de la creación del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26) y, por tanto, con un principio de inmortalidad; y el relato de la caída original, provocada por el diablo, con la consecuente pérdida de aquella inmortalidad (cfr Gn 3-4). Pero el autor de Sabiduría va más allá: la inmortalidad -entendida por él como incorruptibilidad- de la persona en su totalidad psico–somática, sólo la pierden quienes obedecen al diablo. A partir de esta interpretación, y a la luz de la Resurrección de Jesucristo, San Pablo enseña que la muerte, tanto física como espiritual, llega a todos los hombres por el pecado de Adán; pero a todos llega también, por Cristo, nuevo Adán, la redención de la muerte.
El diablo, en griego diabolós, significa acusador, calumniador y es la traducción ordinaria del hebreo Satán. El relato del Génesis no es citado aquí de modo expreso, pero está en el trasfondo ya que ahí se identifica a la serpiente con el enemigo de Dios y del hombre. Los autores del Nuevo Testamento recordarán que el diablo fue homicida desde el principio (cfr Jn 8, 44); y el Apocalipsis, al relatar el combate entre ángeles buenos y malos, afirmará: Fue arrojado aquel gran dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás, que seduce a todo el universo (Ap 12, 9).
Sb 3, 1-Sb 4, 20. Es un amplio desarrollo de la situación opuesta de justos e impíos en la vida presente, en la muerte y en el más allá. A los justos, el autor les ofrece consuelo para las tribulaciones y esperanza para las perplejidades. Los impíos, en cambio, son llamados necios, pues yerran en lo fundamental, por lo que sufren inútilmente ahora, y sufrirán a la hora de la muerte y aún después: Se nos proponen juntamente estas dos cosas: la muerte y la vida, y cada uno irá a su propio lugar. Es como si se tratara de dos monedas, una de Dios y otra del mundo, que llevan cada una grabado su propio cuño: los incrédulos el de este mundo, y los que han permanecido fieles por la caridad, el cuño de Dios Padre, grabado por Jesucristo. Y si no estamos dispuestos a morir por Él, para imitar su pasión, tampoco tendremos su vida en nosotros (S. Ignacio de Antioquía, Ad Magnesios 5, 2).
Sb 3, 1-9. Brilla, evocada con tonos poéticos, la noción de retribución personal al final de la vida, aunque aún no se manifieste con exactitud en qué consiste el premio de los justos. El autor emplea expresiones según la mentalidad de su tiempo que, sin embargo, dejan intuir la condición de los bienaventurados: Las almas de los justos están en manos de Dios y no les tocará tormento (v. 1); los justos difuntos están en la paz (v. 3), es decir, en lo que es propio de Dios; tendrán la certeza de la inmortalidad, athanasía (v. 4). Estarán en el Reino de Dios para siempre y participarán del poder divino para juzgar a las naciones y dominar pueblos (v. 8; cfr Mt 19, 28), lo que señala su poder de intercesión. Quizá todo se resume en la frase más alentadora: los que son fieles en el amor permanecerán junto a Él (v. 9). Aún falta la revelación expresa del Nuevo Testamento, donde se describirá la condición de los bienaventurados que ven a Dios tal como es (cfr 1Jn 3, 2), no como en un espejo o por enigma, sino cara a cara, le conocen como son conocidos por Él (cfr 1Co 13, 12) y estarán con Cristo para siempre en el Cielo (cfr 1Ts 4, 17).
Sb 3, 10-19. Queda claro que los impíos recibirán castigo (v. 10). Se debe a varios motivos: el más grave, el alejamiento del Dios verdadero por seguir las prácticas de la idolatría; pero también cuenta el menosprecio a los justos. Quizá pueda haber cierta alusión a los judíos helenizados que traicionaban su religión. El castigo de infidelidad y de conducta moral desordenada es descrito con términos genéricos (infelicidad, fracaso de la vida, inutilidad de los sufrimientos) (v. 11). El impío vive en completa infelicidad: sumido en la desesperación, sufre de modo tremendo y sin alivio. A estas desgracias se añaden las consecuencias familiares: con su mal ejemplo induce a la esposa a portarse de modo necio y provoca la perversión de los hijos (v. 12).
Colofón de lo que acaba de exponer son las consideraciones sobre las consecuencias de la virtud de la castidad y de su contrario, el adulterio (vv. 13-19). La referencia es siempre el premio que se recibirá en el juicio final (v. 13): para los justos, fruto glorioso (v. 15); para los adúlteros, desprecio de los hombres y castigo divino (vv. 16-19).
Sb 4, 1-6. Según la mentalidad común entre los hebreos, larga vida y fecundidad eran señales del favor divino. Sabiduría matiza: una vida virtuosa es mejor que una numerosa descendencia, y la muerte prematura puede ser una muestra de amor por parte de Dios (cfr Sb 4, 7-16).
Se exalta la virtud (areté), la disposición virtuosa para obrar moralmente. La areté era un alto ideal de los griegos, ensalzado por poetas y filósofos. Consistía en la conjunción sin estridencias de las virtudes morales (prudencia, justicia, templanza y fortaleza) con otras virtudes humanas: valentía, reciedumbre, audacia, fidelidad a la palabra dada, agudeza de ingenio y ciencia. El autor inspirado pone este ideal como equivalente al comportamiento del justo. En este sentido cualquiera que pretenda desarrollar una personalidad madura y armónica debe cultivar todas las virtudes a su alcance. Esta unidad de las virtudes ha inspirado páginas preciosas de la ascética cristiana: En cuanto a las diversas partes de la virtud -escribe San Gregorio de Nisa- no puede decirse a cuál se debe considerar más importante, y a cuál se deba dedicar uno con preferencia a las otras; cuál deba ser la segunda, y cuál es el orden de las demás, una detrás de otra. Pues son de igual dignidad, y unas por medio de otras conducen hasta la cumbre a quienes las cultivan. Pues la sencillez abre camino a la obediencia; la obediencia a la fe; ésta a la esperanza, y la esperanza a la justicia: la justicia al servicio, y el servicio a la humildad. La mansedumbre, tomada de la humildad, lleva hasta la alegría; la alegría a la caridad; ésta a la oración. Así las virtudes, adheridas unas a otras, se adhieren a quien las posee y lo llevan hasta el vértice mismo de lo deseado (De instituto christiana 81).
La inmortalidad, premio de la virtud, no es sólo una permanencia en el recuerdo de las generaciones: quien tiene memoria de la virtud es, en primer lugar, Dios y luego los hombres (v. 1). La virtud tendrá su premio en la eternidad, donde recibirá la corona merecida (v. 2).
Al premio del virtuoso se opone, por contraste, la suerte de los impíos, que dan frutos precarios e inútiles (vv. 3-6). Este fracaso temporal es también señal de ruina espiritual y eterna, a la que se alude al hablar de ser arrancado de raíz y de sufrir el juicio condenatorio.
Sb 4, 7-16. La nueva perspectiva del libro de la Sabiduría llega a planteamientos y soluciones distintas a las de la tradición común judaica. La longevidad, por ejemplo, era considerada una manifestación del favor divino, así como la muerte prematura era una desgracia y castigo. Aquí se matizan los criterios: la longevidad no consiste en haber vivido muchos años, sino en haber vivido con frónesis, es decir, con sabiduría y con prudencia, y en haber llevado una conducta sin tacha (cfr v. 9). La muerte prematura, en este contexto, lejos de ser un castigo, es manifestación del amor divino, que quiere otorgar ya el premio merecido al alma y evitarle peligros y angustias; de esta forma, la hora de la muerte es fruto de la solicitud amorosa de Dios.
Apoyándose en estos versículos, San Jerónimo consolaba así a un alma afligida: ¡Lloremos, sí, por los muertos; pero sólo por aquellos que se desploman hacia la gehenna, los devorados por el fuego, aquellos para los que se ha encendido un fuego! Pero nosotros, que cuando dejemos esta vida estaremos acompañados por un ejército de ángeles y Cristo mismo vendrá a nuestro encuentro, nosotros debemos más bien entristecernos cuando nuestra existencia se prolonga en esta residencia sepulcral (Epistulae 39, 3).
Sb 4, 17-20. Por tercera vez se habla del fin de los necios, en oposición a la muerte de los justos. En términos bíblicos se afirma que Dios se reirá de los necios (cfr Sal 2, 4; Sal 37, 13; Sal 59, 9); su cuerpo, alejado de la gloria, se convertirá en un cadáver; ellos mismos serán objeto de escarnio entre los muertos. En el juicio quedarán sin palabras, sus mismas iniquidades los acusarán. Frente a los justos, que estarán en paz (cfr Sb 3, 3), los condenados temblarán al dar cuenta de sus pecados.
Sb 5, 1-Sb 6, 21. Llega el momento en el que se enfrentarán finalmente justos e impíos. Éstos reconocerán su error y el sinsentido de su vida (Sb 5, 1-14), aquéllos recibirán el premio (Sb 5, 15-16). Dios con su poder aplicará el castigo a quienes lo merezcan (Sb 5, 17-23). La meditación de estos consejos ha impregnado después la vida y la predicación cristiana: Seamos también nosotros de los que alaban y sirven a Dios, y no de los impíos, que serán condenados en el juicio. Yo mismo, a pesar de que soy un gran pecador y de que no he logrado todavía superar la tentación ni las insidias del diablo, me esfuerzo en practicar el bien y, por temor al juicio futuro, trato al menos de irme acercando a la perfección. (…) Practiquemos, pues, el bien, para que al fin nos salvemos. Dichosos los que obedecen estos preceptos; aunque por un poco de tiempo hayan de sufrir en este mundo, cosecharán el fruto de la resurrección incorruptible. Por esto, no ha de entristecerse el justo si en el tiempo presente sufre contrariedades: le aguarda un tiempo feliz; volverá a la vida junto con sus antecesores y gozará de una felicidad sin fin y sin mezcla de tristeza (De homilia ab auctore saeculo secundo 18-19).
A continuación, una exhortación a los que gobiernan. Su poder viene del Señor, y por tanto darán cuenta ante Él de cómo lo ejercieron (Sb 6, 1-11). Ellos, más que nadie, deben buscar la sabiduría, porque quien la busca la encuentra (Sb 6, 12-21).
Sb 5, 1-8. Expresa la queja, amarga y sin esperanza, de los impíos al ver la suerte gloriosa de los justos, que son recibidos entre los hijos de Dios (cfr Sb 2, 10-20). Es la antítesis de las burlas que los impíos hacían del justo y las invitaciones a gozar de esta vida. Hay cierta analogía con Is 59, 6-14, aunque con perspectiva distinta: en Isaías la desazón de los impíos no está situada expresamente en el contexto del juicio como aquí.
La doctrina cristiana, según la Revelación del Nuevo Testamento, habla de la retribución inmediata después de la muerte (cfr Lc 16, 22; Lc 23, 43; 2Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; Hb 12, 23). Esto supone dos juicios: uno inmediatamente después de la muerte, el juicio particular; otro, al fin de los tiempos, el juicio universal (cfr Mt 25, 31-46; Jn 5, 28-29; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1021-1022; 1038-1041). El texto de Sabiduría no distingue ambos juicios. Sin embargo, pone al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1039) e implica que cada alma recibe su glorificación o condenación definitiva.
Los justos son contados entre los hijos de Dios y están entre los santos (v. 5). En Jb 1, 6; Jb 2, 1 el nombre de hijos de Dios se aplica a los ángeles: refleja el convencimiento de que en el cielo sólo estaban los ángeles, mientras los justos estaban todavía en el seol. Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos, lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica, como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el “seno de Abraham” (cfr Lc 16, 22-26). “Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos” (Catec. Romano. 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados, ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido (Catecismo de la Iglesia Católica, 633).
Sb 5, 6-7. Los impíos reconocen, con dolor pero sin arrepentimiento, el error de su vida. Quedan en tinieblas porque les faltó la luz de la justicia. A la simbología de la luz, que representa el conocimiento de la Ley (cfr Sal 119, 105; Is 59, 9) y la presencia de Dios entre ellos (cfr Ex 10, 23), se une la imagen del sol, inspirada posiblemente en el sol de justicia de Ml 3, 20, donde indica la venida del Mesías. La ausencia del sol y de la luz subraya la falta de esperanza en el Mesías. Y por contraste evoca la luz de Cristo que continúa brillando a través de los que creen en Él, porque, después de haber sido iluminados por Él, que es la luz verdadera y eterna, se han convertido ellos mismos en luz que disipa las tinieblas. Siendo Él el sol de justicia, llama con razón a sus discípulos luz del mundo. A través de ellos, como brillantes rayos, difunde por el mundo entero la luz de su conocimiento (S. Cromacio, In Evangelium Matthaei 5, 1).
Los desiertos intransitables pueden ser una alusión a la marcha del pueblo elegido durante el éxodo de Egipto, pero, esta vez, sin su guía.
Sb 5, 9-14. La vacuidad e inutilidad de la vida del impío se subraya con imágenes de la caducidad de los bienes creados: todo termina con rapidez, sin dejar rastro, como se pierde la estela de un barco, o la señal del vuelo de un ave. Expresiones parecidas hay en Jb 9, 26 y Pr 30, 19: pertenecen al patrimonio cultural común de la poesía (cfr Virgilio, Geórgicas 1, 406-409). El recorrido de una flecha es imagen nueva en la Biblia.
Las palabras de los impíos son pesimistas porque, para los que ponen su esperanza en los bienes materiales, la muerte amenaza a la vida (v. 13). Es la idea que recoge San Josemaría Escrivá: No has oído con qué tono de tristeza se lamentan los mundanos de que “cada día que pasa es morir un poco”? -Pues, yo te digo: alégrate, alma de apóstol, porque cada día que pasa te aproxima a la Vida (Camino, 737).
La imagen del polvo o paja, arrastrados por el viento (v. 14), se encuentra varias veces en la Biblia (cfr Jb 21, 18; Sal 1, 4; Sal 35, 5; Is 41, 15-16). Lo mismo la del humo llevado por el viento (cfr Sal 37, 20; Is 51, 6).
Sb 5, 15-16. Contraste entre la desgracia de los impíos y la felicidad de los justos. Éstos vivirán eternamente junto a Dios, como perfección de lo que empezó en la tierra. En Dios está su recompensa y podrán confiar a Él todos sus cuidados; los defenderá y protegerá. El premio se expresa con las insignias reales y la diadema hermosa, alusión a la gloria de los bienaventurados. En especial esta imagen ha sido utilizada en la alabanza de los que han alcanzado el premio a través del martirio: Miramos a los mártires con gozo de nuestros ojos, y los besamos y abrazamos con el más santo e insaciable afecto, pues son ilustres por la fama de su nombre y gloriosos por los méritos de su fe y valor. (…) Rechazasteis con firmeza al mundo, ofrecisteis a Dios magnífico espectáculo y disteis a los hermanos ejemplo para seguirlo. (…) Vuestra frente, sellada con el signo de Dios, no ha podido ser ceñida con la corona del diablo, se reservó para la diadema del Señor (S. Cipriano, De lapsis 2).
Sb 5, 17-23. Para defender al justo, Dios mostrará su celo y su santidad (vv. 17-19). Toda la creación cooperará con Él para castigar a los impíos y conseguir la derrota definitiva del mal. El autor apunta a un desenlace escatológico con imágenes que reflejan el poder absoluto de Dios sobre los poderosos de la tierra. La imagen de Dios revistiéndose de una armadura de carácter espiritual se encontrará, aplicada a la vida del cristiano, en el Nuevo Testamento (cfr Ef 6, 11-17).
Se presupone que la sabiduría no se puede lograr sin continuado esfuerzo y sin lucha. Si la situación de lucha es connatural a la criatura humana, procuremos cumplir nuestras obligaciones con tenacidad, rezando y trabajando con buena voluntad, con rectitud de intención, con la mirada puesta en lo que Dios quiere. Así se colmarán nuestras ansias de Amor, y progresaremos en la marcha hacia la santidad, aunque al terminar la jornada comprobemos que todavía nos queda por recorrer mucha distancia (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 217).
Sb 6, 1-11. Con los reyes y gobernantes Dios será particularmente severo en el juicio inapelable. No se limitará a las obras externas, penetrará hasta los más recónditos pensamientos. Será, en cambio, benigno con los humildes. Es la idea que encontramos en el himno de Ana, la madre de Samuel (cfr 1S 2, 4.8-10), y en el Magnificat proclamado por María Santísima (cfr Lc 1, 51-53): Dios ensalza a los humildes y pobres, los que no se ensalzan a sí mismos, sino que confían en Dios; pero derriba, a los poderosos y a los soberbios. Es la paradoja divina, que parece invertir los valores humanos (cfr Flp 2, 6-11).
Sb 6, 12-21. Exaltación de la sabiduría. No es fácil distinguir cuándo el hagiógrafo se refiere a la Sabiduría divina y cuándo a la sabiduría participada por el hombre. Se ensalza el resplandor y la incorruptibilidad de la sabiduría (v. 12). Ésta aparece personificada: se adelanta a darse a conocer, sale al encuentro de los que la anhelan (vv. 13.16); está sentada a la puerta de los que madrugan por ella (v 14); quien vela por ella se siente seguro (v. 15) y se le muestra en los caminos (v. 16), les enseña una conducta perfecta. Aunque es ella quien lleva la iniciativa, requiere que el hombre la desee y ponga los medios para adquirirla.
Sb 6, 22-Sb 9, 18. Esta segunda parte del libro de la Sabiduría es bastante breve, pero muy importante. Se concentra aquí la exposición de la naturaleza, elogio y función de la Sabiduría divina, revelada por medio de los patriarcas, profetas y sabios de Israel. El hagiógrafo explica las propiedades fundamentales de la sabiduría participada, que conduce al conocimiento y encuentro con Dios, y las condiciones para que el hombre pueda alcanzarla. No intenta exponer algo nuevo, sino reconsiderar la larga tradición sapiencial de Israel. Por ello, toma como referencia la figura del rey Salomón, sin nombrarlo expresamente, en quien la historia popular había visto al sabio por antonomasia (cfr 1R 5, 9-14).
En esta parte del libro pueden distinguirse dos secciones. La primera (Sb 6, 22-Sb 8, 21), en la que se recurre al procedimiento literario de poner las enseñanzas en boca del rey sabio, que habla en primera persona. Y la segunda (Sb 9, 1-18), constituida por una oración del mismo rey a Dios, en la que le pide que le otorgue la sabiduría.
Sb 6, 22-25. A modo de introducción a su enseñanza, el autor sagrado expresa el propósito de hablar con sinceridad y según la verdad, buscando al mismo tiempo el bien de quien le escucha, y consciente de la repercusión social que va a tener su tarea. En conjunto, estos versículos contienen las actitudes que deben acompañar al verdadero maestro.
Sb 7, 1-6. Aunque es maestro y conoce los misterios de la sabiduría, el autor sagrado, identificándose implícitamente con Salomón, confiesa que es un hombre como los demás: su concepción y crecimiento fueron como los de todos los humanos, y, como todos, tendrá que dejar este mundo. Al recordar todo esto, está indicando que la sabiduría no le viene por tener una naturaleza distinta a la de los demás hombres, sino por el modo de vivir. Es una forma de invitar al lector a hacer lo mismo.
Las palabras del v. 2 reflejan algunas explicaciones populares de la biología humana corrientes en la época en que se escribió el libro. Los diez meses de gestación se pueden entender como meses lunares de veintiocho días, o contando como entero un mes iniciado.
Sb 7, 7-21. El sabio por excelencia de la tradición del Antiguo Testamento, el rey Salomón, no recibió la sabiduría por nacimiento. Por eso la imploró, la suplicó (v. 7; cfr más adelante cap. 8; ver también 1R 3, 5ss.; 1R 5, 9ss.). Y prefirió la sabiduría a todos los bienes, cetros y tronos, piedras preciosas, oro y plata, salud y belleza, hasta la luz del sol (vv. 8-10). Porque pidió la sabiduría y no otras cosas, Dios le concedió junto con ella todos los bienes que no había pedido (v. 11). El lector cristiano encuentra en estos versículos, y también en el v. 14, un reflejo de las palabras de Jesús en el Discurso de la Montaña según Mt 6, 25-33, donde el Salvador nos exhorta a buscar ante todo el reino de Dios y su justicia; el resto nos vendrá por añadidura.
Tema familiar a los libros sapienciales es la superioridad de los bienes espirituales sobre los materiales. Aquí diez comparaciones enfatizan que la sabiduría es superior a cualquier bien material, inclusive la salud del cuerpo (cfr Si 30, 14-16). La exposición sigue un riguroso paralelismo, a veces alternando ella, referido a la sabiduría, con términos de comparación: riqueza, piedra más preciosa, todo el oro y la plata. Hay seguramente un eco de las opiniones de los estoicos, que afirmaban que sólo la virtud da la felicidad, y que ésta es superior a todo bien, de modo que el sabio ha de ser impasible tanto a los bienes como a los males. Pero aquí se trata, más bien, del pensamiento que ya aparece en otros escritos sapienciales judíos, donde se dice que ni el oro, ni todos los bienes pueden compararse con la sabiduría (cfr Jb 28, 15-19; Pr 3, 14; Pr 4, 7); o que es ella más dulce que la miel y el panal, más preciosa que cualquier perla o joya (cfr Sal 19, 11; Sal 119, 72.127; Pr 3, 14-15; Pr 8, 11.19; Pr 16, 16).
Poseer la sabiduría significa, en primer lugar, dejarse guiar por Dios y comprender que la vida del hombre está en sus manos (vv. 15-16). Pero la sabiduría también incluye el conocimiento de las realidades creadas; es la sabiduría enciclopédica tan apreciada por el mundo antiguo y en la Biblia (cfr 1R 5, 13-14). Y es que la creación visible forma un conjunto armonioso, fruto de la Sabiduría divina, que enseña al hombre desde la prudencia y ciencia en el obrar (v. 16) hasta la disposición del universo y la fuerza de los elementos, stoicheîa (v. 17), término, tomado de la filosofía griega, de uso común entre las personas cultas en el ámbito del helenismo. Con todo, la peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. El mundo y todo lo que sucede en él, como también la historia y las diversas vicisitudes del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios propios de la razón, pero sin que la fe sea extraña a este proceso. Ésta no interviene para menospreciar la autonomía de la razón o para limitar su espacio de acción, sino sólo para hacer comprender al hombre que el Dios de Israel se hace visible y actúa en estos acontecimientos (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 16).
Sb 7, 22-Sb 8, 1. La Sabiduría tiene una misteriosa identidad con el Espíritu de Dios, que da vida y luz a todos los seres, y los transciende a todos. En los vv. 22-24 hay tantos términos del lenguaje de la filosofía griega (especialmente de Platón y de los estoicos), que deben ser considerados como préstamos pretendidos por el hagiógrafo. Sin embargo, éste, a pesar de la asunción de la terminología, mantiene una independencia clara, que no compromete en manera alguna su firme monoteísmo. Al atribuir a la Sabiduría divina propiedades que la filosofía griega confería al alma del cosmos, al nous y al logos, es claro que el hagiógrafo no pretende situarse en la misma línea de pensamiento, sino enfatizar con esos términos la excelencia de la Sabiduría divina. Los hagiógrafos del Nuevo Testamento, especialmente San Juan y San Pablo, presentan coincidencias temáticas con estos versículos para expresar los misterios del Espíritu Santo y de Jesucristo (cfr, por ej., Jn 1, 5.9; Jn 15, 26; Col 1, 5-6; Hb 1, 3; etc.). Con tales textos sagrados se inicia el desarrollo de la teología cristiana posterior acerca del Verbo Encarnado y del Espíritu Santo. Los escritos de los Santos Padres son testigos de ello. Así, por ejemplo, el v. 26 se emplea en una obra atribuida a San Agustín para explicar la unidad entre el Padre y el Hijo: Reflejo, porque la claridad de la luz del Padre está en el Hijo; espejo sin mancha, porque el Padre se ve en el Hijo (Solutiones diversarum quaestionum 18).
Sb 8, 2-9. En Pr 31, 10-31 la mujer perfecta es la que desearía como esposa todo hombre de bien. Aquí se presenta directamente a la sabiduría como la esposa ideal para el hombre justo. La historia de los comienzos del rey Salomón y su petición a Dios (1R 3, 5-15) están en la base de la reflexión del autor. La sabiduría es ansiada como esposa y compañera íntima de la vida no sólo por su belleza (vv. 2 y 9), sino por estar en el seno de Dios (vv. 4-8) donde conoce los misterios divinos.
Sb 8, 7 Enumera las cuatro virtudes principales para los filósofos griegos, las cuatro virtudes cardinales de la teología cristiana, que San Agustín explicaba de la siguiente manera: Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza) (De moribus Ecclesiae Catholicae 1, 25, 46; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1809).
Sb 8, 10-16. Con ella alcanza el sabio todos los bienes presentes: desde la recta conducta personal (vv. 10-12), pasando por el consejo, guía y gobierno de los hombres (vv. 13-15), hasta el gozo más íntimo (v. 16). El recurso literario de poner la reflexión en labios del rey sabio da belleza al texto y lo entronca con la corriente sapiencial veterotestamentaria.
Sb 8, 17-21. La decisión del hombre por la sabiduría viendo su excelencia y los bienes que reporta, no es suficiente para alcanzarla. Ni siquiera lo es la bondad y las condiciones naturales de la persona. La sabiduría es un don del Señor y por tanto hay que pedirlo (v. 21). Pero reconocer esto último ya es de sabios. En los vv. 19-20 queda reflejada la idea que el autor del libro tiene acerca de lo constitutivo de la persona. Ésta, en cuanto tal, parece ser algo distinto del alma y del cuerpo; es el yo. Queda recogida la idea veterotestamentaria del hombre como un ser unitario, un ser viviente (cfr Gn 2, 7). Pero los vv. 19-20 no se detienen a explicar la noción completa de hombre, que a la luz de la Revelación del Nuevo Testamento aparece más diáfana: el hombre es creado único, con esos dos coprincipios de cuerpo y alma. Tampoco estos versículos se ocupan del pecado original: no lo niegan, simplemente no tratan el tema.
Sb 9, 1-12. Es la oración del rey sabio, que evoca la que, según 1R 3, 6-9 y 2Cro 1, 8-10, hiciera Salomón al comienzo de su reinado. Constituye una bella pieza literaria, que encarna el ideal del sabio israelita sumido en meditación acerca de la providencia paternal de Dios.
El v. 1 interpreta de forma resumida Gn 1, 1-27 según se comprendía en el judaísmo tardío que consideraba la creación como obra de la Palabra de Dios. Así aparece expresamente en algunos de los Targumim o traducciones arameas del Antiguo Testamento, a partir del siglo I d.C. El carácter personal que ahí tiene la Palabra indica que ésta se identifica con la Sabiduría de Dios, como vemos repetidamente a lo largo del libro. Así se prepara la interpretación del Nuevo Testamento, que llega a ver a Jesucristo como Logos o Palabra de Dios, tal como es contemplado sobre todo en el prólogo del Evangelio de San Juan (Jn 1, 1-4), y también en sus cartas (1Jn 1, 1) y en el Apocalipsis (Ap 19, 13).
En una lectura cristiana de este pasaje, las expresiones de alabanza a la Sabiduría las podemos referir al Verbo Encarnado. Más tarde, la tradición cristiana, sobre todo en la liturgia, aplicará también algunos de estos textos a Santa María, la Madre del nuevo Adán, Cristo, a quien está sometida toda la creación.
La palabra y la sabiduría de Dios, presentes en la creación del mundo y del hombre, reflejan que éstas responden a un proyecto determinado e inteligente, y al poder para realizarlo. Así lo reconoce la enseñanza de la Iglesia: Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría (cfr Sb 9, 9). Éste no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad: “Porque tú has creado todas las cosas; por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Ap 4, 11). “¡Cuán numerosas son tus obras, Señor! Todas las has hecho con sabiduría” (Sal 104, 24). “Bueno es el Señor para con todos, y sus ternuras sobre todas sus obras” (Sal 145, 9) (Catecismo de la Iglesia Católica, 295).
En el v. 3 se recuerda que el hombre debe regir el mundo con santidad y justicia: esta fórmula no se encuentra en el resto del Antiguo Testamento, pero aparecerá en Lc 1, 75 y Ef 4, 24.
En el v. 10 se pide a Dios que envíe la sabiduría desde los cielos santos, es decir, desde la morada propia de Dios. En la Carta de Santiago, St 3, 17-18 se dirá: La sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, y además pacífica, indulgente, dócil, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. Los que promueven la paz siembran con la paz el fruto de la justicia.
Sb 9, 13-18. Termina la contemplación de la Sabiduría divina, identificada a veces con el santo espíritu que Dios envía desde las alturas (v. 17), y concluye con la afirmación de que gracias a la sabiduría se salvaron los hombres (v. 18), pues por ella han conocido los designios de Dios. Por sí mismo el hombre no podrá conocerlos debido a la pequeñez e inseguridad de sus pensamientos (v. 14) y a las preocupaciones terrenales que le absorben (v. 15); debido, en definitiva, a la limitación humana (v. 16). Con esta forma de hablar el autor sagrado no niega que podamos alcanzar la verdad; sólo afirma que los designios divinos, la Sabiduría de Dios, no puede ser descubierta por el hombre con sus solas fuerzas. En cambio, tras la Encarnación del Verbo, podemos llegar a conocer el misterio de Dios: Porque Dios no quiso ya ser conocido, como en tiempos anteriores, a través de la imagen y sombra de la sabiduría existente en las cosas creadas, sino que quiso que la auténtica Sabiduría tomara carne, se hiciera hombre y padeciese la muerte de cruz; para que, en adelante, todos los creyentes pudieran salvarse por la fe en ella. Se trata, en efecto, de la misma Sabiduría de Dios, que antes, por su imagen impresa en las cosas creadas -razón por la cual se dice de ella que es creada-, se daba a conocer a sí misma y, por medio de ella, daba a conocer a su Padre. Pero, después esta misma Sabiduría, que es también la Palabra, se hizo carne, como dice San Juan, y, habiendo destruido la muerte y liberado nuestra raza, se reveló con más claridad a sí misma y, a través de sí misma, reveló al Padre (S. Atanasio, Contra arianos 2, 81-82).
El v. 15 parecería recoger la idea platónica del cuerpo como cárcel del alma; pero el autor sagrado no piensa en el alma como preexistente; únicamente deja constancia de que la parte corporal del hombre le impide con frecuencia elevarse a la contemplación de las cosas espirituales. San Pablo completará esta visión cuando exponga que al hombre interior se le opone el exterior, es decir, el que sigue las apetencias de la carne que se manifiestan en el cuerpo: ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rm 7, 24).
Sb 10, 1-Sb 19, 22. En los capítulos precedentes se nos han expuesto las excelencias de la Sabiduría divina y su maravillosa acción en la criatura humana. En los que restan se nos presentará, primero (caps. 10-12), su función en la historia de Israel, desde los orígenes de la humanidad hasta el éxodo de Egipto y la entrada en la tierra de Canaán; tal historia es vista como proceso de salvación de Israel respecto de los pueblos que lo han oprimido. Después (caps. 13-15), el autor sagrado se detendrá en hacer una extensa consideración de los errores y consecuencias calamitosas del politeísmo (Sb 13, 1-9) y de la idolatría (Sb 13, 10-Sb 15, 19). Finalmente (caps. 16-19), comparará la suerte de los israelitas poniendo en contraste las plagas de Egipto y los milagros en favor de Israel (Sb 16, 1-Sb 18, 4) y fijándose, como punto culminante, en la noche de Pascua (Sb 18, 5-Sb 19, 21). A lo largo de esta tercera parte podemos encontrar una reflexión sobre la historia de Israel como historia de salvación, vista desde la perspectiva del pensamiento sapiencial del Antiguo Testamento en su último estadio.
Sb 10, 1-21. Podemos distinguir en este capítulo cuatro perícopas: las tres primeras (vv. 1-14), dedicadas a evocar la protección de la Sabiduría divina al primer hombre, a los patriarcas de la humanidad y al pueblo elegido, hasta los tiempos de José, hijo de Judá, vendido por sus hermanos. La cuarta (vv. 15-21) es un resumen anticipado de la tutela del pueblo israelita por parte de la Sabiduría durante el éxodo de Egipto, de lo que tratará después extensamente.
Sb 10, 1-4. La mención de la soledad de Adán al ser creado hace referencia al segundo relato de la creación (Gn 2, 4b-25). El perdón de Adán y Eva después de su caída aparece en algunos escritos apócrifos judíos de la época helenística, como la Vida de Adán y Eva, que narran cómo hicieron penitencia después de su pecado. Sabiduría se inserta en esa corriente de tradiciones judaicas, sin entretenerse en detalles; pero atribuye a la Sabiduría de Dios la salvación del primer hombre, al que llama nada menos que padre del mundo. El inicuo, en su ira (v. 3) se refiere a Caín (cfr Gn 4, 3-16). El v. 4, evocando Gn 4, 17-24, atribuye a la descendencia de Caín la expansión del mal en el mundo, iniciado por el progenitor fratricida. Se da un salto hasta Noé, por el que la sabiduría salvó de nuevo a la tierra (cfr Gn 6, 9-Gn 9, 17).
Sb 10, 5-9. Los vv. 5-7 son una apretada interpretación teológica de la historia de Abrahán y de Lot (cfr Gn caps. 12-19): otra vez la Sabiduría salva al justo. La historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra sirve a toda la humanidad como ejemplo de hasta dónde puede llegar la necedad.
Sb 10, 10-14. En la misma línea de pensamiento, trata ahora de la salvación de los patriarcas, mencionándolos no por sus nombres sino como justos (vv. 10.13). A Jacob (vv. 10-12) la Sabiduría divina le salvó de las iras de Esaú (cfr Gn 27, 44-45), le hizo ver la escala que tocaba el cielo (cfr Gn 28, 10-22), le dio éxito frente a su suegro Labán (Gn 30, 25-43) salvándole de sus manos (cfr Gn 31, 22-42), y, finalmente recibió la bendición tras el misterioso combate con Dios (cfr Gn 32, 23-33). Así aprendió que la piedad es más fuerte que todo. A José (vv. 13-14), la Sabiduría fue la que le preservó de pecar con la mujer de Putifar (cfr Gn 39, 7-20), y la que le acompañó en la cárcel dándole la capacidad de interpretar sueños y exaltándole a la gloria (Gn 40-41).
Sb 10, 15-21. La salvación narrada en los versículos anteriores se aplica ahora al pueblo de Israel, considerado en su conjunto como pueblo santo, librado de la esclavitud de Egipto. Alude a Moisés (v. 16; cfr Ex 4, 1-9) y resume los prodigios de la salida de Egipto (cfr Ex 14) resaltando que fue la Sabiduría la que abrió sus bocas para alabar al Señor (cfr Ex 15).
Sb 11, 1-9. El autor sagrado pasa, sin solución de continuidad, del recuerdo de la acción salvífica de la Sabiduría divina en la salida de Egipto, a la evocación sucinta de los prodigios obrados por ella misma en el desierto (Sb 11, 1-20; cfr Ex 14, 1-Ex 17, 7) mediante el santo profeta, Moisés, cuyo nombre tampoco menciona expresamente (vv. 1-3). Luego el discurso se dirige directamente a Dios (v. 4) recordando sus acciones en favor del pueblo y admirando su solicitud como padre (cfr v. 10; Dt 8, 2-5). La prueba de la falta de agua en el desierto y el prodigio de que brotase de la roca (cfr Ex 17, 1-7) les hacía comprender el castigo que habían sufrido los egipcios con las aguas del Nilo. Así se manifestaba el poder y la misericordia de Dios.
Sb 11, 10-20. Dios castigó a los egipcios con tormentos para que le reconociesen (v. 13) y llegasen a salir de la idolatría que practicaban (vv. 15-16). En su castigo usó de moderación, pues podía haberlos exterminado sin dificultad (vv. 17-20). Al leer el pasaje, es conveniente recordar la noción de Dios que impregna todo el escrito. No es otra, por supuesto, que la del Antiguo Testamento. Sin embargo, por las circunstancias en que escribe el autor y por el público al que se dirige en primer lugar, consideró muy adecuado subrayar algunos puntos, que hoy llamaríamos de teología fundamental. En Alejandría y en las ciudades del bajo Egipto helenizado cundía un intelectualismo crítico, que cuestionaba todas las opiniones y creencias. En tales circunstancias, el hagiógrafo vio conveniente tratar el tema de la existencia de Dios. Para ello disponía del razonamiento de la analogía: por la observación de las cosas, de las maravillas de la creación visible, la razón debía elevarse a la consideración del autor de ellas. El argumento lo desarrollará un poco más adelante, en Sb 13, 1-9, pero ya ahora está gravitando en su pensamiento. Discurre con lucidez y no cae en antropomorfismos: Dios es omnipotente para crear el universo (v. 17); no tiene limitación alguna (v. 21); nada escapa a su poder creador y conservador (cfr v. 25); todo lo dispone con medida, número y peso (v. 20); tiene un gobierno benévolo con todo lo creado pues el Señor es amigo de la vida (v. 26).
Si por la razón, por vía de analogía, Dios puede ser conocido, la incredulidad es un pecado que no puede dejar de ser castigado. Era pues justo que Dios castigara a los egipcios por sus pensamientos torcidos y sus ritos absurdos de adoración a serpientes irracionales y bestias viles (v. 15). En cambio, Dios se había mostrado comprensivo y benévolo con quienes creían en Él, los israelitas, a pesar de sus debilidades y pecados (cfr vv. 4.10).
Sb 11, 21-Sb 12, 2. La reflexión y enseñanza del amor y misericordia de Dios por todos los seres creados no son, evidentemente, nuevos del libro de la Sabiduría (ver Os 6, 4-6; Jon 3, 1-Jon 4, 11); pero quizá nunca antes habían sido manifestados como aquí (especialmente vv. 23-26), con tanta fuerza expresiva, y al modo de razonamiento sapiencial sobre la universalidad de la misericordia divina con los hombres pecadores y sobre la actuación del amor en la creación y conservación de las criaturas. Santo Tomás expuso con su habitual rigor la cuestión: nunca habría creado Dios a un ser si no lo hubiera amado como procedente de Él mismo, como poseedor de una participación, por mínima que sea, de la suprema bondad: Dios ama a todos los seres existentes. No del mismo modo que nosotros; porque nuestra voluntad no es causa de la bondad de las cosas, sino que a ésta es movida como hacia su objeto (…); en cambio, el amor de Dios es el que infunde y crea la bondad en las cosas (S.Th. I, q. 20, a. 2).
Es, pues, por un designio misericordioso por el que Dios castiga a veces a los hombres. Este designio divino es el que Sb 11, 23-26 se complace en enseñar más allá de todo límite: Dios es todopoderoso, no hay nada ni nadie que se le pueda resistir; su misericordia no es efecto de debilidad, sino del amor: Él es amigo de la vida.
Orígenes se apoya en este pasaje para enseñar el amor universal de Dios: Así, siendo hijos suyos, el Señor nos exhorta a cultivar la misma disposición, enseñándonos a extender lo más posible nuestros beneficios a todos los hombres. Y es así que Él mismo se dice ser “salvador de todos los hombres, especialmente de los creyentes” (1Tm 4, 10) y su Cristo “propiciación por nuestros pecados… y por los de todo el mundo” (1Jn 2, 2) (Contra Celsum 4, 28).
San Gregorio Magno, en sus homilías al pueblo de Roma, exhortaba a buscar la inmensa misericordia de Dios con los pecadores: He aquí que llama a todos los que se han manchado, desea abrazarlos, y se queja de que le han abandonado. No perdamos este tiempo de misericordia que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados y nos prepara, cuando volvamos a Él, el seno de su clemencia. Piense cada cual en la deuda que le abruma, cuando Dios le aguarda y no se exaspera con el desprecio. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva; el que menospreció estar firme a su lado, que se levante (Homiliae in Evangelia 33).
Se subraya también la providencia amorosa de Dios hacia todas las criaturas. El Catecismo de la Iglesia Católica explicará: Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza (Catecismo de la Iglesia Católica, 301).
Sb 12, 3-11. En esta perspectiva se encuadra el castigo infligido por Dios a los antiguos cananeos, pobladores de la tierra santa, por su idolatría y sus ritos crueles, aunque con ellos mostrara también una cierta clemencia al no destruirlos de un solo golpe y por completo. El autor inspirado, que ha mostrado ya en los capítulos precedentes su apertura a los logros positivos de la cultura y del pensamiento griego, expresa ahora con reiteración su repugnancia por los cultos idolátricos y, de modo especial, por la zoolatría, frecuente en la religión de los egipcios, que identificaban o representaban con frecuencia sus divinidades mediante animales, a veces ridículos. Decididamente quiere advertir de la ridiculez de esos cultos a sus primeros lectores, sus correligionarios del Delta del Nilo, que vivían rodeados de tantas manifestaciones de tales religiones.
Sb 12, 10 El pasaje puede ser desconcertante para el lector actual de la Biblia. Como ya había enunciado a propósito de los egipcios (Sb 11, 21-26), no es por impotencia por lo que Dios se muestra indulgente con los cananeos. Al usar medios dilatorios de castigo, Dios quería dar tiempo al arrepentimiento. Sin embargo, Dios, que en su eternidad todo lo ve como un presente, sabía que no se retractarían. La raza cananea, descendiente de Cam, había sido maldecida por Noé por su perversa conducta (cfr Gn 9, 22-25). Los cananeos habían llegado a ser, en el ambiente del hebraísmo de la época del Antiguo Testamento, proverbiales como pueblo degenerado. El influjo de la herencia, atribuible en parte a la educación de los mayores, aunque no quite la función de la libertad humana ni retire la bondad divina, tiene su peso. No es que el libro de la Sabiduría piense en una fatalidad absoluta (o, en términos más teológicos, en una predestinación divina a la condenación), sino en una propensión al mal en el ambiente de una estirpe humana depravada.
Sb 12, 12-27. La perícopa está impregnada de la fe más recia en la bondad y poder de Dios, que es único y omnipotente y no tiene que rendir cuentas a nadie (vv. 12-14). Aquí el libro de la Sabiduría conecta con la tradición sapiencial (cfr por ej., Jb 9) y con la profética (cfr por ej., Is 45, 9-13; Jr 18, 5-11). Su omnímodo poder no convierte a Dios en un tirano injusto, sino todo lo contrario: Dios es siempre justo (vv. 15-17). Tampoco su justicia está reñida con su misericordia y benignidad. Así lo muestra especialmente con Israel, que cree en Él, pero también con todos los hombres, cuyas malas obras castiga con indulgencia para darles ocasión de convertirse de su malicia (vv. 18-25). No dejará de castigar, sin embargo, a los que se empecinan en su incredulidad y malicia (vv. 26-27). Esta enseñanza será recogida también en el Nuevo Testamento: cfr, por ej., Mc 16, 15-16.
Sb 12, 12 San Clemente de Roma escribía apoyándose en este versículo: Con su potente palabra dio el ser a todas las cosas, y con una sola palabra las puede destruir. ¿Quién le puede demandar: “¿Qué has hecho?” ¿Quién puede resistir a la grandeza de su poder? Cuando quiere y como quiere, Él hace todo; nada de lo que Él decreta cae en vano; todo está presente a sus ojos, nada escapa de su voluntad (Ad Corinthios 27).
Sb 13, 1-9. Es el gran texto bíblico sobre la prueba de la existencia de Dios por analogía. Constituye una profunda crítica de muchas de las filosofías divulgadas en su época y del culto a las fuerzas de la naturaleza -elementos- y de los astros (cfr notas a Sb 11, 1-Sb 12, 2). El razonamiento es original en el Antiguo Testamento y será desarrollado en el Nuevo en Rm 1, 18-32. A partir de estos pasajes de Sabiduría y de la Carta a los Romanos, la doctrina de la Iglesia enseña la posibilidad del conocimiento natural de Dios a partir de la contemplación de los seres de la creación visible: El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas “vías”, el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, “y que todos llaman Dios” (S. Tomás de A., S.Th. I, q. 2, a. 3) (Catecismo de la Iglesia Católica, 34).
El Magisterio de la Iglesia ha insistido, especialmente a partir del Concilio Vaticano I, en que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas con la luz natural de la razón humana (Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap. 2). Por su parte, el Concilio Vaticano II ha vuelto a recordar que la Sagrada Escritura enseña que el hombre ha sido creado “a imagen de Dios”, capaz de conocer y amar a su Creador, y añade que la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor (Gaudium et spes, 12 y 19).
La razón natural, por designio misericordioso de Dios, viene ayudada por la Revelación sobrenatural, que no la contradice ni la anula, sino que la eleva y la ilumina: Para que el hombre pueda entrar en la intimidad de [Dios] Él ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger en la fe esa revelación. Sin embargo, las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana (Catecismo de la Iglesia Católica, 35).
La misma creación entra dentro de la Revelación -natural- de Dios: Antes de revelarse al hombre en palabras de verdad, Dios se revela a él mediante el lenguaje universal de la Creación, obra de su Palabra, de su Sabiduría: el orden y la armonía del cosmos, que percibe tanto el niño como el hombre de ciencia, “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sb 13, 5), “pues fue el Autor mismo de la belleza quien las creó” (Sb 13, 3) (ibidem, 2500). Desarrollando estas verdades explica Juan Pablo II: Se reconoce así un primer paso de la Revelación divina, constituido por el maravilloso “libro de la naturaleza”, con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador (Fides et Ratio, 19).
Sb 13, 10-Sb 15, 19. Leemos aquí una extensa crítica de la idolatría, en medio de la cual vive el hagiógrafo y sus correligionarios. A la manera de los rabinos posteriores el autor sagrado ilustra su enseñanza con ingeniosos y sencillos ejemplos y supuestos. Pudo utilizar, en parte, la crítica de los filósofos griegos a la mitología de los poetas y a las religiones de los misterios, que se fueron introduciendo en el mundo helenístico a partir de las conquistas de Alejandro Magno y de los contactos con Oriente. Pero, sobre todo, conocía la predicación de los profetas contra la idolatría de los pueblos con los que tuvo contacto Israel: los cananeos, egipcios, asirios y babilonios, que habían elaborado complejas mitologías de los orígenes. Son especialmente expresivos a este respecto los textos de Is 44, 9-20; Jr 10, 1-16; Sal 115, 4-8; Ba 6.
Sb 13, 10-Sb 14, 11. Resultan irónicos y hasta divertidos algunos supuestos que explica el hagiógrafo para ridiculizar el culto a los ídolos: confección de un ídolo con madera desechada (Sb 13, 11-19), o el mascarón de proa de un navío para que le proteja (Sb 14, 1). Pero, en cualquier caso, el culto a esas imágenes idolátricas es una abominación, un tropiezo para los hombres (Sb 14, 8-11).
El Catecismo de la Iglesia Católica aplica la misma enseñanza a nuestro mundo actual: La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a “la Bestia” (cfr Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (cfr Ga 5, 20; Ef 5, 5) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2113).
El Concilio Vaticano II, en diversos documentos, nos recuerda la responsabilidad personal de buscar la verdad sobre Dios, respetando las conciencias: “Todos los hombres […] están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla” (Dignitatis humanae, n 1). Este deber se desprende de “su misma naturaleza” (Dignitatis humanae, 2). No contradice al “respeto sincero” hacia las diversas religiones, que “no pocas veces reflejan, sin embargo, […] un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (Nostra aetate, 2), ni a la exigencia de la caridad que empuja a los cristianos “a tratar con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe” (Dignitatis humanae, 14)” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2104).
Los vv. 6-7 han sido leídos por los Santos Padres en relación con el leño salvador de la cruz de Jesucristo (así San Juan Crisóstomo, San Germán de Constantinopla, San Ambrosio, San Buenaventura, etc.). Realmente, el libro de la Sabiduría, aunque obviamente no lo exprese, da pie a una tal relectura cristiana. Ya Sb 10, 4, recuerda cómo en el diluvio, a la humanidad perecida la Sabiduría la salvó de nuevo dirigiendo al justo [Noé] en un vulgar madero, demasiado frágil para resistir la violencia de las aguas, pero capaz de salvar a la humanidad por designio divino. Ahora, Sb 14, 6-7 recuerda el episodio del arca–madero y el hagiógrafo proclama una bendición para ese madero o leño, que salva a los hombres, al contrario que el leño con el que fabrican los ídolos, que es causa de perdición. A la relectura de los Padres contribuyó la alusión de San Pablo en Ga 3, 13-14, donde pone como causa de nuestra salvación la crucifixión de Cristo en el madero de la cruz: Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: entonces fuimos seducidos por el árbol: ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria (Teodoro Estudita, In adoratione crucis).
Sb 14, 12-31. Explicación ingeniosa del origen de la idolatría y de sus consecuencias lamentables. La fornicación (v. 12) indica, como es frecuente en los textos proféticos del Antiguo Testamento, la infidelidad al verdadero Dios para seguir los falsos dioses (cfr Jr 2, 20; Jr 3, 2.9; Ez 16, 15-29; Ez 23, 7-20; Os 1, 2; etc.). El v. 21 es un colofón impresionante y profundo de lo expuesto en los nueve versículos precedentes: Pusieron a piedras y leños el nombre incomunicable. Este nombre es el de Yhwh, el que Dios reveló a Moisés en el episodio de la zarza ardiente (Ex 3, 14-15; cfr Is 42, 8).
El error en el conocimiento de Dios y el culto a los falsos dioses, hace degenerar a la criatura humana hasta caer en la corrupción moral; ésta acarrea la desgracia y el castigo (vv. 22-31). Es la misma doctrina que expondrá San Pablo en Rm 1, 24-32 y Ef 4, 17-19.
Sb 15, 1-6. La fidelidad de los israelitas a la verdadera fe, su dicha, es no haberse dejado seducir por la idolatría (v. 4). Afectado por la miseria espiritual de los paganos idólatras, el hagiógrafo se dirige a Dios en una oración confiada por haber preservado a su pueblo de semejantes desvaríos. La bondad de Dios con los suyos se manifiesta aun cuando éstos caigan en los pecados. Porque, aún entonces, la conciencia de pertenecer al Señor les retrae del pecado o, al menos, les hace volver a Dios por la penitencia (cfr Sb 11, 9-10). Tal conciencia moral y la esperanza de la inmortalidad (athanasía) se fundan en el conocimiento del verdadero Dios; éste parece ser el sentido del v. 3. Fuera del esfuerzo por la búsqueda del conocimiento de Dios y del cumplimiento de los deberes religiosos, no se puede pretender alcanzar la justicia, la justicia verdaderamente humana, ni con respecto a Dios ni con los demás hombres.
Sb 15, 7-19. La oración precedente no termina, sino que pasa bruscamente a ridiculizar de nuevo a los fabricantes de ídolos, en este caso los alfareros, que compiten en su arte, por afán de lucro y vanidad, con los artistas de materias nobles. Al lector cristiano, el pasaje le trae a la memoria el motín de los plateros de Éfeso que relata Lucas en Hch 19, 23-40.
Sb 16, 1-Sb 18, 4. Estos capítulos forman una sección en la que se expone la acción de Dios ante dos actitudes opuestas: la de los egipcios, de una parte, y la de los israelitas, de otra. El recuerdo de los castigos enviados a aquéllos alterna con el de los beneficios recibidos por éstos. El hagiógrafo esconde siempre, sin duda por precaución, el nombre de egipcios bajo pronombres como aquéllos, ellos, los impíos. Tampoco nombra explícitamente a los israelitas, sino que los menciona también jugando con el pronombre éstos, o bien con circunloquios como tu pueblo (dirigiéndose a Dios), los santos, etc. Algunas versiones modernas explicitan egipcios o israelitas para facilitar la lectura. Nosotros hemos preferido dejarlos como están en el texto sagrado, pues el lector, ya advertido, no encontrará mayor dificultad.
En el libro de la Sabiduría quedan recogidos algunos desarrollos que la piedad popular había hecho de los sobrios relatos del libro del Éxodo. Tales desarrollos constituyen un género literario particular llamado midrás aggádico, que tiene su origen en las homilías que se pronunciaban en las sinagogas los sábados y días festivos: se trataba de explicaciones edificantes de pasajes del Antiguo Testamento; los predicadores sinagogales solían hacer ampliaciones pormenorizadas del texto sagrado para enfatizar lo que éste decía sobriamente. Así se fue formando una tradición, la Aggadá, con explicaciones y detalles narrativos que no vienen en los libros sagrados. Lo importante, pues, para el autor de Sabiduría, no es evocar unos acontecimientos estrictamente históricos en sus detalles, sino suscitar, a propósito de las creencias y tradiciones aggádicas populares, el sentido providencial de la protección divina en situaciones de opresión, pasadas o actuales. Evoca, por tanto, de manera muy libre los relatos de la liberación de la esclavitud de Egipto, que quedó en el Antiguo Testamento y en la tradición judaica como tipo o figura de toda liberación. No hay que olvidar que nos encontramos en Sabiduría no con un libro histórico, sino ante unos textos sapienciales y poéticos.
Sb 16, 1-4. Se presenta un claro contraste entre la invasión de las ranas -la segunda plaga del éxodo en castigo de los egipcios (Ex 7, 25-Ex 8, 11)- y el milagro de las codornices, con las que Dios alimentó a su pueblo (Ex 16, 9-13; Nm 11, 31-33). San Agustín ofrece una explicación razonable acerca de la función extraordinaria de los milagros: Como el hombre se hace a todo y las cosas a que se acostumbra le producen menos o ninguna impresión, se sirvió Dios en su misericordia realizar algunas cosas fuera del curso y orden acostumbrados de la naturaleza, a fin de que los hombres, ante quienes habían perdido valor los acontecimientos cotidianos, sintiesen admiración al ver, no cosas mayores, sino hechos más insólitos (In Ioannis Evangelium 24).
Sb 16, 5-14. El autor sigue recordando las acciones de Dios puestas en contraste. Ahora se fija en la multiplicación súbita de los mosquitos -tercera plaga contra los egipcios (Ex 8, 12-15)- y de las langostas -la octava plaga (Ex 10, 1-20)- para confrontarlas con la curación de los israelitas mordidos por las serpientes venenosas (Nm 21, 4-9). La enseñanza del libro de la Sabiduría es que sucesos similares sirven de castigo para los impíos y de salvación para los justos, porque Dios es poderoso para dar la vida y la muerte (vv. 13-14). La lección teológica y moral es clara: en la singularidad de los prodigios, tanto los impíos (que ven su castigo) como los justos (que ven la ayuda divina) deben reconocer el poder, la sabiduría y la misericordia de Dios.
Sb 16, 15-29. Nuevo contraste. Sobre los egipcios el cielo descarga tormentas y granizadas, mientras que Dios hace descender el maná sobre los israelitas. Hay también una evocación de la séptima plaga, la del granizo (Ex 9, 13-35), con amplificaciones midrásicas, sobre el acompañamiento del fuego debido a los rayos (vv. 15-19).
La descripción del maná (vv. 20-21) es importante en una lectura cristiana. En el discurso del pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún (Jn 6, 26-59), Jesucristo estableció ya una relación tipológica entre el maná del desierto bajado del cielo y Él mismo, su cuerpo y su sangre. A la luz del discurso evangélico del pan de vida, los Santos Padres no tuvieron que esforzarse para explicar al pueblo la relación entre el maná y el alimento eucarístico. A su vez, la liturgia de la Iglesia ha tomado de este texto de Sabiduría muchas expresiones para el culto eucarístico: manjar de los ángeles, pan del cielo, que produce completo deleite (v. 20).
Sb 16, 21 Comentando el milagro del maná y relacionando este versículo con el 26, San Gregorio de Nisa expone: Este pan, no producido por el cultivo de la tierra, es también la palabra que, gracias a la diversidad de sus cualidades, adapta su fuerza a las capacidades de quienes la comen. En efecto, no sólo sabe ser pan, sino que se convierte también en leche y en carne y en legumbres, y en todo aquello que se adapte y sea apetecible para quien lo recibe (…). Las maravillas que nos muestra la historia en torno a aquel alimento son enseñanzas para la vida virtuosa. Pues dice que a todos se les ofrecía una participación igual en el alimento, y que la diferencia de fuerzas en quienes lo recogían no implicaba ni exceso, ni falta de lo necesario. Esto, a mi parecer, es un consejo ofrecido a todos: que quienes procuran las cosas materiales necesarias para vivir no sobrepasen los límites de la necesidad, sino que sepan bien que, para todos, la medida natural del alimento es la satisfacción de la necesidad diaria (De vita Mosis 2, 140-141).
Sb 17, 1-Sb 18, 4. Un nuevo contraste en la acción de Dios: de un lado, la plaga de las tinieblas (Sb 17, 1-20), la novena contra los egipcios (cfr Ex 10, 21-29); de otro, la luz que alumbraba a los israelitas (Sb 18, 1-4), en sus casas en Egipto (cfr Ex 10, 23b) y por el desierto en forma de columna de nube luminosa (Ex 13, 21-22; Ex 40, 38; Nm 9, 15-23).
El pasaje presenta razonamientos en alguna medida inusuales en el resto del Antiguo Testamento, pero entroncados fielmente en sus concepciones sobre las realidades fundamentales: Dios, el mundo, el hombre, la bondad… Los juicios de Dios que son difíciles de explicar hacen referencia a sus designios de salvación del pueblo elegido; no es extraño, por tanto, que las almas sin instrucción se equivoquen (Sb 17, 1).
Las descripciones que hace el hagiógrafo sobre los miedos de los egipcios ante apariciones fantasmagóricas durante los días de la plaga de las tinieblas (Sb 17, 3-10), desembocan en una especie de reflexión o teoría sobre el miedo, más bien desde la perspectiva psicológica. La idea básica es que la maldad conduce, por sí misma, al miedo y a la inseguridad (Sb 17, 11-12). Hay algunos precedentes en los libros sapienciales: Pr 28, 1, por ejemplo, dice: Huye el impío aunque nadie le persiga, / pero el justo, como león joven, se siente seguro. El desarrollo de Sabiduría es mayor y alcanza en el v. 10 quizás un resumen importante: el hombre que no obra según la justicia se ve recriminado por su propia conciencia que no cesa de acusarle. La conciencia, syneídesis, vocablo tomado de la filosofía griega, designa la conciencia moral, juicio de la persona que discierne entre el bien y el mal; el término, conceptualmente más desarrollado, pasará a la doctrina cristiana.
Frente a las densas tinieblas y miedos de los egipcios, el hagiógrafo evoca los favores concedidos a los hebreos (Sb 18, 1-4), a los que alumbra una luz enviada por Dios. De ahí salta a entender la Ley como luz que llegaría a todos los hombres (cfr Sb 18, 4).
San Gregorio de Nisa propone una explicación de por qué las plagas de Egipto sólo afectaban a los egipcios y no a los israelitas que vivían con ellos: Conozcamos, en primer lugar, el sentido general de estos prodigios; después quizás nos sea posible adaptar analógicamente este conocimiento a cada uno de ellos en particular. La enseñanza de la verdad es acogida según las disposiciones de quienes reciben la palabra. En efecto, la palabra muestra a todos lo que es bueno y lo que es malo. Ahora bien, el que es dócil hacia aquello que se le muestra tiene la mente en la luz, mientras que quien tiene la disposición contraria y no acepta que el alma mire hacia la luz de la verdad permanece en la oscuridad de la ignorancia. Si no es equivocada la interpretación que hemos dado al conjunto del pasaje, la interpretación dada a cada uno de los detalles no le será totalmente opuesta (…). Por tanto, no tiene nada de extraño que el hebreo permanezca indemne en medio de las plagas de los egipcios, aunque esté viviendo entre estos extranjeros, puesto que también ahora es posible ver que sucede lo mismo. En efecto, estando divididos los hombres en las grandes ciudades hacia doctrinas contrarias, para unos el agua del manantial de la fe es potable y límpida, y la consiguen mediante la enseñanza divina, mientras que el agua se torna en sangre corrompida para quienes se han convertido en egipcios a causa de sus perversas opiniones (De vita Mosis, 2, 65-66).
Sb 18, 5-Sb 19, 21. El libro de la Sabiduría se cierra con esta sección dedicada a la noche de Pascua, momento culminante de la acción de Dios para la salvación de su pueblo. A la luz de esa salvación vuelven a reconsiderarse los prodigios que acompañaron el éxodo.
Sb 18, 5-9. Una vez más se presenta el contraste entre el duro castigo divino a los egipcios y la benignidad con los israelitas; ahora en una ocasión de excepcional transcendencia: la noche pascual. Los egipcios habían decretado hacer morir a los primogénitos varones de los hebreos (cfr Ex 1, 15-22). Para eludir la muerte, Moisés, recién nacido, es expuesto (v. 5) sobre las aguas del Nilo en una canastilla y salvado providencialmente por la hija del faraón (Ex 2, 1-10). Con la ley del talión como fondo, el crimen de los egipcios debía ser castigado con la muerte de sus propios primogénitos, a media noche (Ex 12, 29), y también, después, con la ruina de los perseguidores, bajo las aguas del Mar Rojo (Ex 14, 26-29).
En la noche pascual ocurren dos acontecimientos contrapuestos: los primogénitos de los egipcios son heridos, lo que obliga al faraón a dejar partir inmediatamente a los hebreos, que obtienen así el cumplimiento de la liberación prometida a los padres (cfr Gn 15, 13-14) y a Moisés (Ex 11, 4-7). Pero esa misma noche, antes de partir los hebreos, los hijos santos de los buenos (v. 9) celebran a escondidas en sus casas la cena pascual con carácter festivo y sacrificial asumiendo todos el compromiso de compartir los bienes y peligros; de este modo actúan como pueblo consagrado al Señor y entonan los cantos de alabanza de los padres (v. 9). Con el tiempo, esos incipientes cantos constituirían el Hallel, un grupo de salmos que se recitaban la noche de Pascua y en las grandes fiestas (cfr Sal 113-118), y que recitará Jesús con sus discípulos en la Última Cena (cfr Mt 26, 30; Mc 14, 26).
Sb 18, 10-19. Frente a la alegría de los hebreos en la noche de Pascua, el autor sagrado subraya los gritos de dolor y tristeza de los egipcios, desde el faraón hasta los súbditos, desesperados por el amontonamiento de los cadáveres (no había tiempo de darles sepultura adecuada, según sus laboriosas costumbres) y por la decepción de los sortilegios de sus magos y adivinos (vv. 10-13). La acción castigadora se atribuye a la Palabra de Dios (v. 15) que aparece personificada. Sobre la importancia de esta forma de hablar, cfr nota a Sb 9, 1-12.
Sb 18, 14-16. El hagiógrafo enfatiza poéticamente, con estos bellos versos, la acción divina en la noche pascual. Se trata de un poema épico incrustado en el relato también poético de la salida de Egipto. Es fácil ver en el pasaje la evocación del episodio del Ángel exterminador que hirió a Jerusalén en tiempos de David (1Cro 21, 15-1Cro 22, 1). La Palabra–guerrero, que desciende de los cielos a la tierra, lleva la espada que ejecuta la sentencia irrevocable. Esta impresionante escena pudo haber inspirado parte de algunos rasgos de la derrota de la bestia en el Apocalipsis de San Juan (cfr Ap 19, 11-21). En otro sentido, como Palabra personificada que une la tierra y el cielo (cfr v. 16), la tradición de la Iglesia aplicó los vv. 14-15 a la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo y la liturgia los toma como antífona de entrada de la Misa del día VI de la octava de Navidad.
Sb 18, 20-25. De nuevo, en contraste con la muerte de los egipcios, se recuerda que el castigo a los israelitas en el desierto no fue tan severo gracias a la mediación de un hombre intachable. Se trata de la evocación de lo ocurrido durante el camino hacia la tierra prometida: la murmuración contra Moisés y Aarón, que fue seguida del castigo divino con una plaga que mató a una ingente multitud de israelitas (Nm 17, 6-15). En el episodio narrado por el libro de los Números, la oración de Moisés ante la Tienda de la Reunión y el sacrificio de incienso de Aarón, revestido de sus mayores galas sacerdotales, se interponen a la cólera divina y cesa la plaga. Sabiduría recuerda el episodio sin detalles, pero enfatizando que no es la fuerza, sino la oración y la dignidad del sacerdocio la que aplaca la justa ira de Dios (vv. 20-23); de ahí la relevancia que atribuye a los ornamentos sacerdotales (vv. 24-25).
Sb 19, 1-9. Dios es rico en misericordia (cfr 2S 24, 14; Ne 9, 19; Sal 119, 156; Is 54, 7; etc.), y pronto a perdonar a quienes se arrepienten, pero su misericordia tiene un límite con los que se empecinan en el mal. Es el caso de los egipcios que, después de haber dejado partir a los israelitas, vuelven a sus malos designios y salen en su persecución, colmando así su propia desgracia (vv. 1-4). El castigo no les vino por un destino ciego (anagké), sino al contrario, por un merecido destino (axia anagké) (v. 4). El carácter milagroso de los acontecimientos se pone de relieve al decir que el castigo del empecinamiento en el mal de unos y el propósito de liberar a otros hicieron que Dios actuase en la naturaleza con un poder similar al que desplegó en la creación del mundo (v. 6). Se trata de una reconsideración del primer relato de la creación (Gn 1) en el que la tierra seca emerge del agua y comienza a verdear la vegetación (vv. 7-8). Late detrás la idea del éxodo como nueva creación.
Sb 19, 10-12. También los elementos, como la tierra y el agua, cambian sus propiedades y producen algo insólito: cosas malas para los egipcios y buenas para los israelitas. San Gregorio de Nisa, siguiendo de cerca este pasaje, subraya la corresponsabilidad del pueblo egipcio con el faraón en la persecución de los israelitas: Cuando Moisés vio que todos los súbditos estaban de acuerdo con el príncipe de la maldad [el faraón, identificado con el demonio], hace venir una plaga general sobre todo el pueblo egipcio, sin que escapase ninguno a la experiencia de los males. Y para infligir este castigo a los egipcios, cooperaron con Él, como si fuesen un ejército dócil, los mismos elementos que vemos en el universo: la tierra, el agua, el aire, el fuego, que cambiaron sus fuerzas conforme a la voluntad de los hombres. En efecto, quien estaba libre de culpa permanecía indemne, mientras que con la misma fuerza, en el mismo tiempo y en el mismo lugar, era castigado el culpable (De vita Mosis 2, 25).
Sb 19, 13-21. Para enfatizar el pecado de los egipcios, el hagiógrafo evoca implícitamente el de los habitantes de Sodoma (vv. 14-15), prototipo en la Biblia de ciudad corrompida en sus pecados. En la comparación con los instrumentos músicos del v. 18, podemos descubrir una especie de ensayo o teoría del milagro: en el universo se mantiene un orden o armonía de los elementos (tal vez influjo de la filosofía divulgada de los pitagóricos y platónicos); aunque cambien formas y tonos, no se altera la melodía; Dios puede hacer esos cambios sin alterar el orden fundamental del cosmos, cuando hay circunstancias que así lo aconsejan.
El hagiógrafo subraya y se admira de algunos cambios operados por Dios en la naturaleza de las cosas (vv. 19-21). El hecho encaja en el concepto veterotestamentario de Dios creador y gobernador del universo. John H. Newman daba una sencilla explicación a sus oyentes: Nadie tiene poder sobre la naturaleza sino Aquel que la hizo. Nadie puede obrar un milagro sino Dios. Si surgen milagros tenemos una prueba de que Dios está presente (…). Es la llamada que Él hace a nuestra atención. De esta manera nos recuerda que es el Creador. Sólo quien hizo puede deshacer. Quien construyó puede destruir. Quien dio a la naturaleza sus leyes puede cambiarlas (Sermones, Domingo IV después de Epifanía).
Sb 19, 22 A la vista de la historia de la salvación, de las misericordias de Dios con su pueblo, no cabe sino el agradecimiento y la confianza en Él. Ésta es la lección sucinta de todo el libro de la Sabiduría, que nos recuerda las palabras de Jesús a punto de desaparecer de la vista de los discípulos: Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20b). Por eso, al evocar las acciones salvadoras de Dios con su pueblo, los catequistas cristianos no podían dejar de compararlas con la salvación definitiva en Cristo: Los judíos pudieron contemplar milagros. Tú los verás también, y más grandes todavía, más fulgurantes que cuando los judíos salieron de Egipto. No viste al Faraón ahogado con sus ejércitos, pero has visto al demonio sumergido con los suyos. Los judíos traspasaron el mar; tú has traspasado la muerte. Ellos se liberaron de los egipcios; tú te has visto libre del maligno. Ellos escaparon de la esclavitud en un país extranjero; tú has huido de la esclavitud del pecado, mucho más penosa todavía (S. Juan Crisóstomo, Catecheses ad illuminandos 3, 24).
El Prólogo no pertenece al libro original de Ben Sirac, sino que fue escrito por su nieto para presentar la traducción griega que había realizado. Este prólogo proporciona datos que ayudan a situar el libro del Eclesiástico en su contexto histórico, cultural y literario. Los intérpretes han discutido acerca de la inspiración divina de esta pieza. El hecho de que se haya conservado en los manuscritos y ediciones del libro aboga por una solución afirmativa.
El traductor señala de modo explícito aunque conciso la principal originalidad de este libro, que consiste en haber sido compuesto para que los amantes del saber, además de adquirir la sabiduría, pueden progresar en una conducta conforme a la Ley (vv. 12-14). Sirácida quiere orientar a quienes buscan respuesta a las nobles exigencias de la razón y desean saber en qué medida tal búsqueda es compatible con la aceptación de las normas de comportamiento que el Señor ha manifestado a su pueblo. Su mensaje es que Ley de Dios y racionalidad no son instancias contrapuestas sino complementarias. Se trata de una cuestión relevante, pues, en las siempre nuevas y cambiantes circunstancias de la vida humana, la vida moral -recuerda Juan Pablo II- exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina (Veritatis Splendor, 40).
El autor del Prólogo se enorgullece de los libros sagrados de Israel que le han dado una doctrina y sabiduría tan encomiables (vv. 1-3). San Pablo, recogiendo esta idea, precisará más tarde que esa sabiduría no es un fin en sí misma, sino una pedagogía que conduce a Jesucristo salvador. Así se lo escribe a Timoteo: Pero tú permanece firme en lo que has aprendido y creído, ya que sabes de quiénes lo aprendiste, y porque desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena (2Tm 3, 14-17).
Si 1, 1-Si 16, 23. Así como la Torah está constituida por los cinco libros del Pentateuco, la obra de Ben Sirac también se podría considerar dividida en cinco partes, en las que poco a poco el maestro va condensando su enseñanza. La primera de ellas ocupa casi dieciséis capítulos. Comienza con una introducción de tipo doctrinal sobre el origen divino de la sabiduría (Si 1, 1-2, 23). A continuación (Si 3, 1-Si 16-23), se incluye un conjunto de enseñanzas prácticas sobre aspectos muy diversos de la vida corriente: la piedad filial (Si 3, 1-18), la solidaridad (Si 4, 1-11), las virtudes humanas (Si 3, 19-32; Si 4, 30-5, 17; etc.), etc. Como un estribillo, se intercalan periódicamente exhortaciones a la prudencia y a adquirir la verdadera sabiduría.
Si 1, 1-2, 23. En la introducción doctrinal a la primera parte del libro de Ben Sirac se apuntan las grandes líneas de pensamiento que se irán desarrollando a lo largo de su obra. Trata en concreto acerca del Señor como origen de la sabiduría y de la actitud que el hombre ha de adoptar ante Él para conseguir ser sabio. En la traducción griega de esta obra, lo mismo que sucede en la traducción de los Setenta de otros libros del Antiguo Testamento, se utiliza el término el Señor en los lugares donde el texto hebreo emplea el nombre propio de Dios, Yhwh.
La primera cuestión que se plantea es: ¿de dónde viene la sabiduría? Y la respuesta es clara desde el principio: Toda sabiduría procede del Señor y está eternamente con Él (Si 1, 1). No hay otra fuente que el único Dios: Uno sólo es sabio (Si 1, 8). Él creó todas las cosas y ha infundido la sabiduría en todas sus obras (cfr Si 1, 10). Por lo tanto la observación y estudio de la naturaleza y del hombre es camino para descubrirla. De todo esto se hablará con más detalle en la sección introductoria a la segunda parte del libro (Si 16, 24-Si 18, 14).
Ahora bien, cada una de las criaturas ha sido hecha con unas características propias y la sabiduría del Señor se manifiesta en el orden de lo creado y en las leyes que rigen el funcionamiento de la naturaleza y de la actuación de los hombres. El propio ser humano alcanzará la felicidad y la sabiduría si se ajusta a esas normas que el Señor le ha marcado. Por eso, Ben Sirac expresa con claridad lo que constituye la principal aportación de todo su libro: Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos (Si 1, 26). Quien se acerca al Señor con sencillez y corazón dispuesto a escuchar y llevar a la práctica sus preceptos encontrará la respuesta que busca su afán de conocer el porqué de las cosas que hay sobre la tierra. En la introducción a la tercera parte del libro se desarrollarán más a fondo estas ideas (Si 24, 1-47).
En consecuencia, la actitud lógica de quien está abierto a recibir la sabiduría es el respeto agradecido que se debe al Creador y que se manifiesta en una conducta respetuosa con las normas de funcionamiento impresas con sabiduría en la naturaleza creada. Esto es lo que en la tradición de Israel se llama el temor del Señor, que por eso mismo es sabiduría y enseñanza (Si 1, 27). La expresión temor del Señor no alude, pues, en absoluto a que haya que tener miedo a Dios. Por el contrario, es un modo reverente de indicar la actitud religiosa del hombre ante quien se ocupa de él con tanta solicitud. Cuando en la cuarta parte del Eclesiástico se expongan los motivos de fondo de las enseñanzas prácticas, se hará notar la necesidad del temor del Señor para ser sabio (Si 32, 18-Si 33, 18).
Quien comienza a poner los medios para progresar en el camino de la sabiduría ha de estar dispuesto a mantenerse fiel al Señor porque no le faltarán las dificultades. Pero tiene motivos de sobra para confiar en Dios. Entre otros, la experiencia de lo sucedido en la historia: Fijaos en las generaciones pasadas y aprended: ¿Quién confió en el Señor y quedó avergonzado? (Si 2, 11). La quinta y última parte del libro ofrecerá una glosa detallada de esos testimonios (Si 44, 1-Si 50, 23).
Las ideas que se exponen en estos capítulos preparan el camino para la plena manifestación de la Sabiduría de Dios, realizada en la Encarnación del Verbo tal como se expresa en el Prólogo del Evangelio de San Juan (Jn 1, 1-18). A la luz de este texto del Nuevo Testamento se entiende mejor el sentido pleno de algunas de las afirmaciones que aquí se realizan. Toda sabiduría procede del Señor y está eternamente con él (Si 1, 1), pues el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios (Jn 1, 1); el Señor la ha infundido en todas sus obras, en todo viviente, conforme a su generosidad (Si 1, 10a), pues todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 3-4); y el Señor la ha comunicado a los que le aman (Si 1, 10b), pues a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios (Jn 1, 12-13). La Ley dada por Dios en el Antiguo Testamento preparó el camino para la plena manifestación de Dios mismo en quien se encierra toda la Sabiduría: La Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo (Jn 1, 17). La Carta a los Hebreos, siguiendo la invitación de Si 2, 11, invita a contemplar el testimonio admirable de fe que ofrecen los grandes hombres de Israel (cfr Hb 11, 1-40).
Los primeros comentaristas cristianos no dejaron de percibir en las frases del Sirácida alusiones a la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo: El divino Pedagogo [Jesucristo] es digno de nuestra plena confianza, porque posee las tres más hermosas cualidades: el saber, la benevolencia y la franqueza. El saber, porque es la sabiduría del Padre: Toda sabiduría procede del Señor, y con Él está por siempre (Si 1, 1); la franqueza, porque es Dios y Creador: Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él nada se hizo (Jn 1, 9); la benevolencia, porque se ha entregado a sí mismo como víctima única por nosotros (Clemente de Alejandría, Paedagogus 1, 97, 3).
Si 1, 18 El v. 19 y todos los que más adelante aparezcan entre paréntesis corresponden al texto de la Vulgata, y han sido omitidos por la Neovulgata.
Si 1, 29-30. Estas sentencias sobre el dominio de la lengua encuentran su desarrollo más preciso en la carta de Santiago (St 3, 1-18) y han sido desarrolladas ampliamente por los Padres de la Iglesia: Perseverar en la adversidad y soportar los males, sostenerse hasta el fin en la tentación y no ceder en la sorpresa a la ira, ni decir palabra insensata, ni sospechar ni pensar cosa que no convenga a un hombre piadoso (S. Máximo el Confesor, Liber asceticus 21).
Si 3, 1-Si 16, 23. A lo largo del libro a cada exposición doctrinal le sigue una sección compuesta de consejos prácticos, reflexiones sapienciales sobre el comportamiento, elogios de las diversas virtudes y de los verdaderos bienes, etc. Ésta es la primera de ellas. El lector encontrará aquí una exhortación práctica a la prudencia en su verdadera dimensión y en su más diversas manifestaciones.
Si 3, 1-18. La sabiduría tradicional invita a observar atentamente lo que sucede, para encontrar los modos más eficaces de alcanzar la felicidad. Desde esa perspectiva se contemplan ahora las relaciones de los hijos con sus padres: honrar a los padres trae beneficios.
Sin embargo, la perspectiva de Ben Sirac es, por encima de todo, religiosa: Quien teme al Señor honra a los padres (v. 8). El Decálogo así lo establecía claramente: Honra a tu padre y a tu madre, como te mandó el Señor, tu Dios, para que se alarguen tus días y te vaya bien en la tierra (Dt 5, 16; cfr Ex 20, 12), y estos versículos son una preciosa glosa, en la que no se ahorran elogios para quien cumple delicadamente este mandamiento. Con todo, el v. 3 señala también un hondo motivo para vivir la piedad filial: los buenos hijos son, sobre todo, honra gloriosa para los padres. Con razón la liturgia de la Iglesia recoge estos versículos como primera lectura en la fiesta de la Sagrada Familia, pues Dios honró a Santa María y a San José con Jesús.
Finalmente (cfr vv. 14-18), el texto se detiene en los deberes de piedad filial cuando los padres no pueden valerse por sí mismos: El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cfr Mc 7, 10-12) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2218).
Si 3, 19-32. Siguiendo con la costumbre, procedente del ámbito escolar, el autor se dirige a su lector como el maestro a su discípulo: Hijo (v. 19; cfr Pr 1, 8; etc.). Va a tratar de una virtud fundamental para el amante de la sabiduría: la humildad para reconocer las propias carencias y abrirse confiadamente con ánimo de aprender. En el contexto en que Ben Sirac escribió su obra, la filosofía griega y los nuevos conocimientos deslumbraban a muchos. Algunos abandonaban la Ley de Dios y la enseñanza tradicional de Israel para seguir a los maestros extranjeros. El orgullo de la razón, que se consideraba capaz de encontrar respuestas para todo, les impedía acoger con sencillez las verdades que Dios había puesto al alcance de quienes lo buscan sinceramente.
Forma parte del legado del Antiguo Testamento la idea de que Dios concede su favor a los humildes (cfr Pr 3, 34; Sal 25, 14). El Nuevo Testamento pone en boca de Santa María en el canto del Magnificat una expresión llena de gozo al experimentar esa realidad. La Virgen se siente humilde esclava del Señor y proclama que Dios la ha favorecido escogiéndola como instrumento para manifestar la salvación a su pueblo. De ahí que pueda clamar: Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48).
En la línea de los consejos del Sirácida grandes pensadores como San Buenaventura han visto la necesidad ineludible de la piedad humilde para alcanzar la verdad: No es suficiente la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios (Itinerarium mentis in Deum, Prol. 4).
Si 3, 30-Si 4, 11. En la Ley de Dios no faltan llamadas a la responsabilidad de socorrer a quien padece necesidad (Dt 15, 7-11), por lo que la limosna es una obra de misericordia muy querida y practicada por los hombres piadosos de Israel. En el libro de Tobías se contienen bellos ejemplos y enseñanzas (cfr Tb 1, 3.16; Tb 4, 7-16; Tb 12, 8-9; Tb 14, 2.8-11). La limosna es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cfr Mt 6, 2-4): “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc 3, 11). “Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros” (Lc 11, 41). “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘id en paz, calentaos o hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (St 2, 15-16; cfr 1Jn 3, 17) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2447).
La preocupación positiva por ayudar al prójimo cuando lo necesita es consecuencia de la fraternidad que hay entre los hombres, pues todos somos hijos de Dios. Y, si cabe hablar así, Dios se conmueve al constatar el amor entre sus hijos. El versículo que cierra esta sección expresa con gran fuerza el premio que Dios da al que así se comporta: le amará más que su propia madre (cfr Si 4, 11).
Si 4, 12-22. Este texto, lo mismo que algunos otros de los libros sapienciales, proclama los bienes que reporta la sabiduría a quienes la buscan. Leído en un contexto cristiano, en el que es posible reconocer a Jesucristo como la Sabiduría de Dios que se ha hecho hombre, cada una de sus afirmaciones se llena de sentido. Desde esa perspectiva buscar la sabiduría es inseparable de buscar al Santo (v. 15), es decir, a Dios mismo. El camino descrito en estas líneas (vv. 18-22), con todas sus vicisitudes, es el camino del conocimiento y la intimidad con Dios.
Si 4, 23-36. Reflexiones sobre aquello que debemos afrontar y aquello de lo que nos debemos avergonzar. En el centro de estos consejos se encuentra (cfr v. 25) una máxima paradójica de estilo enigmático, que ha sido utilizada por varios Padres de la Iglesia en sus catequesis. Así la explicaba el papa San Gregorio Magno: Cuando traemos a la mente el mal cometido y nos arrepentimos, sufrimos al momento una pesada y amarga confusión: un torbellino de pensamientos agita el ánimo, lo oprime la amargura, la ansiedad lo devasta, el alma cae en la tristeza (…). Así pues (…), que la aflicción del arrepentimiento perturbe con una justa amargura el atractivo del mal (Moralia in Iob 4, 32).
Por su parte, Nicetas de Remesiana, también recurría a este versículo: Y que no se avergüence nadie del buen deseo de la santidad, pues los malos no se avergüenzan de perpetrar infamias. Con razón, pues, dice la Escritura en los proverbios: Existe una vergüenza que conduce al pecado. En efecto, sentirse avergonzado de una obra buena es pecado, como el no sentirse confundido de hacer el mal es la perdición (De vigiliis servorum Dei 3).
Si 5, 1-7. Una de las tentaciones más frecuentes es la presunción, es decir, confiar en exceso. Hay quienes se jactan de tener fortuna, fuerzas físicas e inteligencia para hacer lo que les place, como si fuesen autosuficientes y no hubieran de dar cuentas de sus acciones a nadie. Llegará el momento en que el Señor hará justicia (v. 3), advierte Ben Sirac. Pero hay una presunción aún peor, la de quienes se fían en exceso de la bondad de Dios, pecan sin temor, no valoran el arrepentimiento y, si es el caso, dilatan afrontar la conversión confiando temerariamente en la misericordia divina.
Se trata de una actitud ante la que se ha de estar prevenidos, pues en definitiva es reflejo de la fe que uno tiene en Dios. Está escrito: El Señor que paga es paciente, de ahí que tolere largo tiempo a los que condena para siempre. Unas veces golpea con rapidez, para socorrer con su consuelo la pusilanimidad de los inocentes. Otras veces, Dios, en su omnipotencia, deja que los inicuos prevalezcan por mucho tiempo para limpiar con mayor pureza la vida de los justos. Otras, fulmina al momento a los injustos y conforta con su intervención los corazones de los inocentes. Si golpeara ahora a todos los que hacen el mal, ¿qué quedaría entonces para el juicio final? Y si no los golpease nunca, ¿quién creería que el Señor se ocupa de los asuntos humanos? Así pues, hiere unas veces a los inicuos para mostrar que no deja impune la maldad; tolera otras veces a los malvados largo tiempo para dar a entender, a los que meditan sobre ello, qué juicio les está reservado (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob 5, 35).
Si 5, 8-17. Sigue el autor dando consejos sobre las virtudes humanas. En el centro de todos ellos quizás esté la invitación a la prudencia al hablar, como señal de toda conducta moderada. El autor de la carta de Santiago se hace eco de la recomendación del v. 13 cuando dice: Bien lo sabéis, hermanos míos queridísimos. Que cada uno sea diligente para escuchar, pero lento para hablar y lento para la ira (St 1, 19). La prudencia al hablar forma parte de toda catequesis sobre la caridad y de la ascética sobre el dominio de sí: Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes… Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior (S. Josemaría Escrivá, Camino, 173).
Si 6, 1-17. Ésta es la primera ocasión en que Ben Sirac trata acerca de la amistad, una de las cuestiones que aparecen repetidas en su enseñanza (Si 9, 14-23; Si 19, 13-17; Si 22, 24-32; Si 27, 17-24; Si 37, 1-19), hasta el punto de que Eclesiástico es el libro de la Biblia donde más se habla de ella. En éste y en los demás pasajes, más que un desarrollo teórico acerca de la amistad, el autor desciende a lo concreto para mostrar con ejemplos y situaciones reales qué se espera de un amigo.
En el Evangelio hay ejemplos expresivos del trato de Jesús con sus amigos y enseñanzas preciosas acerca de lo importante en la amistad y los límites hasta los que se ha de llegar: Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y San Ambrosio comentando el versículo 16 escribe: La amistad debe ser constante (…). No dejes al amigo en la necesidad ni le hagas daño ni le abandones, porque la amistad es una ayuda para la vida (De officiis 2, 3, 22).
Contemplando el ejemplo de Jesús, San Josemaría Escrivá invitaba a pensar: Un amigo es un tesoro. -Pues… ¡un Amigo!…, que donde está tu tesoro allí está tu corazón (Camino, 421).
Si 6, 18-37. El maestro da algunos consejos al discípulo acerca del esfuerzo y el tesón necesarios para adquirir la sabiduría.
Primero habla de docilidad y disponibilidad para asumir el trabajo, utilizando diversas imágenes de las labores agrícolas y, en especial, la del yugo (cfr v. 25-26), aunque advirtiendo que no supone una carga insoportable. Estas expresiones encuentran eco en las palabras de Jesús, que invita al hombre a unirse a Él y a encontrar en la ley que Él propone la verdadera Sabiduría y la paz del alma: Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas (Mt 11, 29).
Después, según la tradición pedagógica del Antiguo Oriente, recomienda dedicar tiempo y atención a aprender de los ancianos frecuentando su trato y siguiendo su ejemplo. Por último, volviendo a una de las ideas que aparecen continuamente a lo largo del libro, concluye con su consejo habitual al discípulo que quiere ser sabio: debe meditar los preceptos del Señor y ejercitarse en sus mandamientos (v. 37). Y es que la verdadera madurez, más que la edad, la da el cumplimiento de la voluntad de Dios: Has de tener la mesura, la fortaleza, el sentido de responsabilidad que adquieren muchos a la vuelta de los años, con la vejez. Alcanzarás todo esto, siendo joven, si no me pierdes el sentido sobrenatural de hijo de Dios: porque Él te dará, más que a los ancianos, esas condiciones convenientes para hacer tu labor de apóstol (S. Josemaría Escrivá, Forja, 53).
Si 7, 1-19. Lo mismo que con los mandamientos de la Ley, que son positivos y negativos, nos encontramos ahora con una sección de consejos negativos. El maestro le dice a su discípulo lo que no debe hacer. El uso de esta forma no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior por debajo del cual se viola el mandamiento (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 52).
Si 7, 20-30. En la sociedad israelita el entorno familiar era extenso ya que incluía al menos a padres, hijos y nietos, así como a las personas que trabajaban al servicio de la casa. En el ámbito doméstico se desarrollaba gran parte de la vida y actividad ordinaria de cada persona. Por eso, quien busca la sabiduría conviene que actúe sabiamente con quienes tiene cerca. En el Nuevo Testamento, San Pablo no deja de exhortar en sus cartas a llevar una vida cristiana coherente en la propia familia (Ef 5, 21-Ef 6, 9; Col 3, 18-Col 4, 1). En continuidad con la doctrina de la Revelación, el Magisterio denomina a la familia iglesia doméstica y camino del hombre, porque entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre (Juan Pablo II, Carta a las familias, 2).
Si 7, 31-40. Muestra singular de religiosidad es el respeto hacia los sacerdotes, ministros del Señor (vv. 31-35). Como testimonio de la veneración debida a quienes corresponden las tareas de culto se recuerda que se les proporcione lo establecido en la Ley para su sustento (cfr Ex 29, 26-28; Lv 7, 32-34; Nm 18, 11-32; Dt 18, 3-4).
Los vv. 36-40 recogen una de las muchas formulaciones presentes en la Sagrada Escritura de lo que la Tradición de la Iglesia ha llamado obras de misericordia: Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cfr Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cfr Mt 25, 31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cfr Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cfr Mt 6, 2-4) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2447).
Si 8, 1-Si 9, 16. Llama la atención en estos dos capítulos la larga serie de consejos que comienzan con la palabra No. Se trata de una expresiva llamada a la prudencia en el trato con las diversas personas y en diversas situaciones: en la vida social (Si 8, 1-22), con las mujeres (Si 9, 1-13), y con los amigos (Si 9, 14-23). La consideración, muchas veces negativa, que reciben las mujeres a lo largo de este libro choca al lector actual. Para entender su sentido correcto, debe tenerse presente que el autor es un sabio que, en una sociedad patriarcal, ofrece a sus jóvenes alumnos consejos para la vida que se les abre.
Todas las sentencias de esta parte son enormemente expresivas; apenas necesitan comentario. Tienen el sabor de la sabiduría popular, de las cosas aprendidas de la experiencia. Éste es, probablemente, el contexto en el que también nuestro Señor llamó la atención de sus discípulos para que, sin perder la sencillez, no fueran excesivamente ingenuos al desarrollar su misión en todos los ambientes: Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Por eso, sed sagaces como las serpientes y sencillos como las palomas (Mt 10, 16). Y comenta Clemente de Alejandría: No basta que los que son prudentes se mantengan puros, sino que han de procurar mantenerse al margen de todo reproche, no dando motivo alguno para la sospecha (Paedagogus 3, 83, 2).
Si 9, 17-Si 10, 5. Consejos para el buen gobierno. Como en muchas ocasiones a lo largo del libro, los últimos versículos dan luz sobre el fundamento de los consejos que preceden: ninguna cosa escapa al Señor, cuánto menos el lugar de las personas que, de alguna manera, son autoridad.
Si 10, 6-22. Alegato contra la ira y la soberbia (vv. 6-7). El autor recuerda que el hombre no fue creado con estos dos vicios (v. 22), sino que tienen su origen en el pecado (cfr v. 15). La tradición cristiana los ha encuadrado entre los denominados pecados capitales: Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a S. Juan Casiano (Conlatio 5, 2) y a S. Gregorio Magno (Mor. 31, 45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza (Catecismo de la Iglesia Católica, 1866).
Ben Sirac se detiene en la soberbia. Dos consideraciones presiden su discurso: la insensatez que supone enorgullecerse de las cualidades o de la propia posición (vv. 10-13) y, sobre todo, cuánto nos aleja del Señor ese pecado. Unas palabras semejantes a las de los vv. 17-18 se recogen más tarde en el Magnificat, la oración de Santa María. Por eso, la Virgen aparece también como modelo cumplido de humildad: Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza. ¡Qué bien lo entendía Nuestra Señora, la Santa Madre de Jesús, la criatura más excelsa de cuantas han existido y existirán sobre la tierra! María glorifica el poder del Señor, que derribó del solio a los poderosos y ensalzó a los humildes (Lc 1, 52) (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 96).
Si 10, 23-Si 11, 10. Muchas veces se observa que personas que actúan mal gozan de fortuna y fama, mientras gente que pasa la vida trabajando honradamente no ve reconocido su esfuerzo e incluso a veces son criticados. ¿Es que no han actuado con sabiduría? Ésta es la cuestión a la que Ben Sirac responde.
Su enseñanza es que linaje, riquezas y fama no traen consigo un honor verdadero. El cumplimento de lo que Dios pide es lo que honra verdaderamente a una persona, no la posición social ni la riqueza (Si 10, 23-28), que pueden inducir a la arrogancia, actitud contraria a la sabiduría (Si 10, 29-32). La sabiduría, en cambio, lleva a la humildad y puede darse por igual en el rico y en el pobre (Si 10, 30-31), aunque las apariencias puedan inducir a pensar de otra manera en el caso del pobre (Si 11, 1-6). Al final sólo el humilde será honrado entre los grandes (Si 11, 1) mientras que los poderosos serán humillados (Si 11, 6). Indicaría falta de sabiduría alabar o despreciar a alguien en razón de lo que a simple vista parece (Si 11, 2) o al vestido que lleva (Si 11, 4). Las apariencias engañan, como lo muestra la miel que produce la abeja (Si 11, 3) y, sobre todo, las maravillas que hace Dios y que sólo Él conoce (Si 11, 4). Se trata en definitiva de una llamada a valorar a los hombres no por lo que tienen o parecen sino por lo que son.
Si 11, 11-30. Continúa el tema iniciado en el apartado anterior, y se enseña ahora que la vida y los bienes de este mundo vienen de Dios, lo mismo que la sabiduría (vv. 11-17). Él es quien favorece a los humildes y les da fuerza para realizar las buenas obras (v. 15), porque -como escribirá San Pablo- Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito (Flp 2, 13). El hombre que cree que todo lo consigue con su esfuerzo sin contar con Dios se equivoca, pues todo le será arrebatado a la hora de la muerte (vv. 18-30). Las palabras de Ben Sirac apuntan a la enseñanza de Jesús en la parábola acerca del hombre rico que confiado en sus bienes sólo piensa en disfrutarlos y le sobreviene la muerte: Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios (Lc 12, 21).
Ciertamente, para el autor del libro la prosperidad del pecador es efímera y el pensamiento de la muerte es el mejor antídoto contra el orgullo: sólo al final de la vida es posible hacer balance. Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 18). En estos versículos finales del pasaje (vv. 28-30) se vislumbran las ideas del autor sagrado sobre estos momentos. Ben Sirac advierte claramente que el Señor recompensará a cada uno según su conducta (v. 28), y, aunque no habla explícitamente de una vida ultraterrena, sí advierte que una vida lograda producirá, en el momento de morir, el sentimiento de que uno ha cumplido su destino, que su existencia ha tenido sentido, que el proyecto trazado ha sido llevado a cabo; uno puede entonces morir en paz. Hasta ese momento cabe la posibilidad de que el hombre tuerza su conducta y reciba el castigo divino (v. 30).
Si 11, 31-12, 19. Las máximas de esta sección reclaman de nuevo prudencia en las relaciones con los demás. El autor se detiene en tres casos distintos: con quién hay que ejercer la hospitalidad (Si 11, 31-36), a quién hay que hacer el bien (Si 12, 1-7), y cómo reconocer a los amigos verdaderos (Si 12, 8-19).
Los consejos que da Ben Sirac en 11, 31-36 contrastan con las costumbres de la hospitalidad oriental y, en general, con la doctrina del Nuevo Testamento; sin embargo, parecen dictados por la experiencia y son así verdadera sabiduría. En contraste con ellos, las sentencias sobre a quién hay que hacer el bien (Si 12, 1-7) incorporan una referencia al Señor. Por tanto, hay que ayudar al piadoso (Si 12, 1.4), al hombre de bien (Si 12, 5) y al humilde (Si 12, 6), no al pecador, porque podría emplear para el mal los bienes que recibe (Si 12, 2.7) y éstos contribuirían a que tuviera un castigo mayor (Si 12, 2.4.7). A la hora de repartir bienes o dar cuantiosas limosnas hay que tener en cuenta buscar siempre el bien del que los recibe. San Gregorio Magno precisa: A los que reparten lo suyo misericordiosamente hay que exhortarles a que se reconozcan como administradores, puestos por el Señor del cielo, de los bienes temporales (Regula pastoralis 3, 20).
Si 13, 1-30. Muchos buscan las riquezas y el poder con ahínco, como si su posesión proporcionase la felicidad absoluta. Sin embargo, el atractivo de conseguir estas cosas puede inducir a trastocar el orden de valores, prescindir de Dios y cometer injusticias con los demás. Es experiencia común que en el trato con los otros se introducen muchas veces acepciones de personas que llevan a valorar a los hombres que poseen fortuna y a despreciar a quien no tiene nada. Será pues tarea de los hombres de fe ofrecer sugerencias para orientar las relaciones personales en una perspectiva justa, y coherente con la dignidad humana. Lo recordaba un documento del último Concilio Ecuménico La actividad humana, así como procede del hombre, está también ordenada al hombre. Pues el hombre, cuando actúa, no sólo cambia las cosas y la sociedad, sino que también se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, sale de sí y se trasciende. Si este crecimiento es rectamente comprendido, vale más que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, todo lo que los hombres hacen para conseguir una mayor justicia, una más amplia fraternidad y una ordenación más humana en las relaciones sociales, vale más que los progresos técnicos (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 35).
Si 13, 31-Si 14, 2. La conciencia moral es un juicio de la razón mediante el cual podemos reconocer si un acto concreto -que se piensa hacer, se está haciendo o ha sido realizado- es justo y recto, o no lo es. Es una voz interior que nos ayuda a percibir si nuestros actos están de acuerdo con la ley divina. La conciencia bien formada aprueba las buenas acciones y reprende las malas, prestando así una gran ayuda para reconocer nuestros pecados y volver a Dios mediante la conversión. Ben Sirac habla de la serenidad y paz que proporciona la tranquilidad de conciencia que posee el que obra bien: se le nota incluso en el semblante alegre (cfr Si 13, 25-26).
Pero incluso el pesar que producen los remordimientos de la conciencia es saludable, ya que ayuda a reconocer que estamos necesitados de rectificación y abre el camino a la felicidad que proporciona la conversión. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo cuesta mucho -hace notar Juan Pablo II-. Se sabe que la conciencia no sólo manda o prohibe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un eco lejano de aquel “arrepentimiento por haber creado al hombre” que con lenguaje antropomórfico el Libro Sagrado atribuye a Dios; de aquella “reprobación” que, inscribiéndose en el “corazón” de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el Espíritu permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico (Dominum et Vivificantem, 45).
Si 14, 3-21. Ben Sirac invita a reflexionar sobre el uso de las riquezas a la luz de un hecho indiscutible: todos hemos de morir y entonces no podremos llevarnos nada. En ese momento se podrá juzgar del uso que se haya hecho de los bienes materiales que poseíamos. En el Evangelio se utiliza también la referencia a la muerte para ponderar el uso que se hace del dinero y de las posesiones que se tengan; así, por ejemplo, en la parábola del rico insensato (cfr Lc 12, 13-21) y en la del rico Epulón y el pobre Lázaro (cfr Lc 16, 19-31).
Si 14, 22-Si 15, 10. Estos versículos, muy densos, relatan la búsqueda y el encuentro con la sabiduría. Se describen las actitudes de los que encuentran la sabiduría (Si 14, 22-Si 15, 1) y las de los que no la alcanzarán jamás (Si 15, 7-10). En el fiel de la balanza que dirime esta actitud correcta está el contenido de Si 15, 1: Quien se aferra a la Ley alcanzará la sabiduría. No es casual que, en el momento en que el autor sagrado quiere describir al hombre sabio, lo presente como el que ama y busca la verdad, comenta Juan Pablo II a la vez que cita este pasaje del Eclesiástico. Y añade más tarde: La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia (Fides et Ratio, 16).
Sin embargo, la nota más sobresaliente del pasaje es, sin duda, la descripción de la sabiduría que se hace en Si 15, 2-6. Lo mismo que en otros pasajes del libro del Eclesiástico, la sabiduría aparece personificada, en este caso con la imagen de la madre y esposa (Si 15, 2). Con la personificación se muestra que la iniciativa la lleva la sabiduría, pero con la imagen de esposa y madre se señala que la sabiduría ejerce sobre el hombre unos cuidados de los que él tiene imperiosa necesidad. Al mismo tiempo, se subraya que el origen de estos cuidados no es otro que el amor, como es el amor el origen del cuidado que madre y esposa tienen hacia su hijo y esposo. Se entiende así que esas solicitudes amorosas, aunque sean características de una imagen femenina, se puedan aplicar a Jesucristo, Verbo y Sabiduría de Dios encarnada.
Si 15, 11-21. El maestro de Israel se detiene ahora en unas sentencias en torno a la libertad y la responsabilidad de los hombres. El v. 14 las condensa cuando hace del libre albedrío algo constitutivo del hombre, un don que Dios le dio cuando lo creó: Quiso Dios “dejar al hombre en manos de su propio albedrío” (Si 15, 14), de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 17); o en palabras de un Santo Padre: El ánimo manifiesta su realeza y excelencia (…) en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién es más propio esto sino del rey? (…). Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo, fue constituida como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo (S. Gregorio de Nisa, De hominis opificio 4).
Pero, con la libertad, el Señor también le dio al hombre los mandamientos (v. 15). La Ley de Dios no coarta la libertad humana, pues no limita su capacidad de elección, sino que enseña a utilizar con provecho el libre albedrío. Los mandamientos del Señor protegen la verdadera libertad (v. 16). Por eso, Juan Pablo II puntualiza: La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios (…). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre (Veritatis Splendor, 41).
Aunque en ocasiones la seducción del pecado pueda dificultar la toma de decisiones, siempre queda en manos del hombre la decisión de optar por el bien o por el mal. Las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor nos da la posibilidad de observarlos: “Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar” (Si 15, 19-20). La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el Concilio de Trento: “Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. ‘Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas’ y te ayuda para que puedas. ‘Sus mandamientos no son pesados’ (1Jn 5, 3), ‘su yugo es suave y su carga ligera’ (Mt 11, 30)” (Veritatis Splendor, 102).
Si 16, 1-Si 16, 23. Lo importante no es el número, sino la calidad. Con diversos ejemplos, Ben Sirac pondera que no es la multitud, sino el valor de cada una de las personas singulares lo que tiene importancia: el buen comportamiento de una sola persona influye más que la mediocridad de muchos (Si 16, 5).
Lo que vale para el ámbito doméstico (cfr Si 16, 1-Si 16, 6) tiene también vigencia en uno más universal (cfr Si 16, 7-23). A pesar de lo que consideraban muchos coetáneos del autor, influidos por las corrientes filosóficas del helenismo, Dios no es un ser lejano que se despreocupa de las acciones humanas individuales (cfr Si 16, 16), sino que está atento y juzga todo lo que ocurre. La valoración que se hace de los que piensan que Dios no se ocupa de los asuntos humanos es despectiva: se les tacha de necios y descarriados (cfr Si 16, 23). Frente al deísmo, los hombres de fe creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cfr Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra (Catecismo de la Iglesia Católica, 314).
Si 16, 24-23, 38. Se inicia la segunda de las cinco secciones que se pueden distinguir en el libro de Ben Sirac. Su estructura, como la de todas ellas, es semejante a la que vimos en la parte anterior: primero (Si 16, 24-Si 18, 14), una introducción doctrinal acerca de la Sabiduría divina que el Creador manifiesta en sus obras; a continuación (Si 18, 15-23, 38), una recopilación de enseñanzas prácticas. Lo mismo que en la sección anterior, es difícil encontrar un orden o una estructura que guíe la articulación de los consejos. Con todo, en esta parte se intensifican las llamadas a la prudencia al hablar.
Si 16, 24-Si 18, 14. La introducción doctrinal a la primera parte del libro (Si 1, 1-2, 23) anticipaba sintéticamente el desarrollo de las principales ideas que lo configuran. Se centraba entonces, de modo más directo, en el Señor, el Único Dios, como origen de la sabiduría. Ahora se avanza un poco más, y en esta segunda parte se explica que al crear sus obras, el Altísimo puso orden entre todas ellas y estableció unas leyes que las rigieran siempre (Si 16, 27). En esta primera sección (cfr Si 16, 24-31) se recuerdan algunas enseñanzas de los primeros capítulos del Génesis: la creación fue hecha en el principio (Si 16, 26a; Gn 1, 1); en ella el Señor fue distinguiendo y estableciendo un orden en lo que creaba (Si 16, 26b; Gn 1, 3-Gn 2, 3), de modo que todo era bueno (Si 16, 30b; Gn 1, 4.10.12.18.21.25.31), y cubrió la superficie con toda clase de seres vivos (Si 16, 30a; Gn 1, 20-31).
Entre las criaturas sobresale de modo eminente el ser humano, creado a imagen de Dios (Si 17, 1; Gn 1, 26-Gn 2, 7). La razón humana, al observar la armonía del universo y de todos los seres que lo pueblan, puede descubrir en él unas leyes y llegar a conocer a Dios (Si 17, 1-8). San Pablo, en la Carta a los Romanos, volverá a incidir en la posibilidad de percibir las perfecciones invisibles de Dios -su poder eterno y su divinidad- (…) a través de las cosas creadas (Rm 1, 20). Además, el hombre ha recibido la ayuda de la Ley divina para orientar su conducta de acuerdo con el conocimiento de Dios que se ha revelado en la historia. La Revelación sobrenatural de la Ley hecha a Moisés muestra con mayor esplendor la sabiduría de Dios (Si 17, 9-15).
De ahí procede la consideración de Dios como Juez y del hombre como criatura que debe rendir cuentas a su creador, no de modo meramente exterior, sino íntimo. Es una llamada bien razonada a la vuelta a Dios (cfr Si 17, 16-32). Las ideas de Ben Sirac sobre el sentido de la vida y la muerte son luminosas, aunque sin llegar a la claridad de las expuestas en el Nuevo Testamento. Él es consciente de que el Señor retribuirá a los hombres fieles dándoles el premio merecido (Si 17, 19), sin embargo no llega a afirmar la existencia de la vida más allá de la muerte (Si 17, 25-32). En todo caso, para el autor, lo importante es dar gloria a Dios (Si 17, 25-27), y de ahí su llamada a la conversión (Si 17, 20.23.28).
La introducción doctrinal a esta segunda sección concluye elevándose, de nuevo, a la reflexión sobre la majestad y magnanimidad de Dios desde la comprobación de la pequeñez del hombre (cfr Si 18, 1-14). Una vez asentada la insignificancia del ser humano, se pregunta Ben Sirac: ¿qué bien puede el hombre reportar a Dios? ¿Qué bien puede hacerle? Dios podría no tener en cuenta al hombre, ni para bien ni para mal. Es una pregunta sapiencial para enfatizar la benevolencia y misericordia de Dios hacia la criatura humana. El autor sagrado no dispone de la última revelación de Dios en Jesucristo; pero desde la contemplación de las misericordias de Dios con Israel le basta para acceder a una antropología que va bien encaminada. Juan Pablo II hace notar que estos interrogantes están en el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como profecía de la humanidad propone continuamente la “pregunta seria” que hace al hombre verdaderamente tal. Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar un porqué a la existencia, a cada uno de sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes. En estas cuestiones aparece un testimonio de la racionalidad profunda del existir humano, puesto que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a buscar libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la vida. Por tanto, estos interrogantes son la expresión más alta de la naturaleza del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa la profundidad de su compromiso con la propia existencia. Especialmente, cuando se indaga el “porqué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino (Fides et ratio, nota 28).
Si 18, 15-23, 38. De nuevo, se recopila aquí, de forma algo revuelta, un conjunto de sentencias y recomendaciones prácticas, que vienen a ser la aplicación de las reflexiones teológicas de la sección precedente (Si 16, 24-Si 18, 14). De la magnanimidad divina se concluye cómo debe practicar la criatura humana la caridad con sus semejantes (Si 18, 15-29) y la necesidad de dominar las propias inclinaciones e instintos (Si 18, 30-Si 19, 3). Subraya el dominio que hay que tener sobre la propia lengua (Si 19, 4-18) y la necesidad de llevar a la práctica la verdadera sabiduría, que consiste en la observancia de la Ley de Dios (Si 19, 20-28). Repite ideas ya expuestas con otras imágenes y proverbios: discreción al hablar (Si 20, 1-8); las palabras del sabio y del necio (Si 20, 9-25); oprobio de ser mentiroso (Si 20, 26-28); sentencias varias (Si 20, 29-33); recriminación del pecado y la transgresión (Si 21, 1-11); diferencias entre sabios y necios (Si 21, 12-31); sobre el perezoso y los hijos malcriados (Si 22, 1-6); diversos aspectos de la necedad (Si 22, 7-22) y de la amistad (Si 22, 24-32), con una oración a Dios Padre y dueño de mi vida (Si 22, 27-Si 23, 6). Termina esta sección y la segunda parte de Ben Sirac con unas instrucciones sobre el hablar (Si 23, 7-20), cómo evitar la lujuria (Si 22, 21-31) y el peligro de la mujer adúltera (Si 23, 22-28).
Si 18, 15-29. En el núcleo de estas llamadas a la prudencia está la recomendación: Antes de hablar, aprende (Si 18, 19). Aunque pueda parecer una cuestión obvia, es una máxima llena de sabiduría, pues incide en la necesidad de adquirir los conocimientos adecuados para lo que se va a hacer o decir.
La cuestión es delicada, especialmente en lo que se refiere a la formación de la conciencia, pues de que se haya puesto el empeño necesario en formarla bien depende el que sea una ayuda para obrar rectamente, o quede adormecida sin lograr orientar rectamente el comportamiento. La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea “cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito al pecado” (Gaudium et spes, 16). Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!” (Mt 6, 22-23). En las palabras de Jesús antes mencionadas encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a “transformarse renovando nuestra mente” (cfr Rm 12, 2). En realidad, el “corazón” convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto para poder “distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2) sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de “connaturalidad” entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús ha dicho: “El que obra la verdad, va a la luz” (Jn 3, 21) (Veritatis Splendor, 63-64).
Si 18, 30-Si 19, 3. El titulillo Continencia de alma viene como tal en algunos manuscritos griegos: de hecho resume adecuadamente las diversas manifestaciones de la virtud de la templanza que se reúnen en estos versículos. En el centro del grupo (Si 19, 1) hay una exhortación a cuidar las cosas pequeñas. No es extraño que la tradición ascética comentara este versículo precisamente en relación con las faltas leves: Por eso está escrito: Quien desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá. En efecto, quien descuida llorar y evitar los pequeños pecados, pierde el estado de justicia no de repente, pero sí progresivamente. Quienes se exceden con frecuencia en los pequeños detalles deben ser amonestados para que caigan en la cuenta de que no es verdad que se peque menos en lo pequeño que en lo grave. Pues, al reconocer más rápidamente la mayor gravedad de un pecado, lo enmendamos con mayor prontitud; sin embargo, el pecado menor, justamente porque lo consideramos como casi nada, se convierte en peor, pues lo mantenemos en uso con mayor tranquilidad. Por eso, sucede a menudo que el alma habituada a males leves, no tiene reparo en los graves, y llega -nutrida de culpas- a cierta autojustificación de su maldad; de modo que, en la medida en que aprendió a pecar no temiendo a los menores, menosprecia el caer en los mayores (S. Gregorio Magno, Regula pastoralis 3, 33).
Si 19, 4-18. Reflexión sobre los chismes, las habladurías, la murmuración y las calumnias. Como tantas veces, el sabio fustiga estos defectos con imágenes incisivas: flecha en el muslo, dolor como de parto. En el último versículo ofrece el antídoto correcto para vencer en la lucha y ser sabio: de la misma manera que el necio no tiene nada dentro de sí y las habladurías encuentran entonces sitio para moverse a gusto, el sabio debe hacer sitio a la Ley del Altísimo (v. 18).
Si 19, 20-28. A veces es difícil distinguir dónde comienza la prudencia y dónde acaba la astucia. Por eso, estas sentencias vienen precedidas de lo que podría ser el estribillo del libro (v. 18): Toda sabiduría es temor del Señor, y en toda sabiduría está la práctica de la Ley. En el temor de Dios -que incluye la reverencia y el amor- consiste la verdadera sabiduría; sin el temor de Dios, ni siquiera puede darse el comienzo de la sabiduría (cfr 1, l6), ni la coronación de ella (cfr Si 1, 20). El anhelo de seguir el camino de la sabiduría dispone y estimula a la práctica de la Ley, porque la Ley divina contiene el camino y la norma de toda verdadera sabiduría. Hay, pues, una cierta equiparación entre sabiduría, temor de Dios y práctica de la Ley.
Si 20, 1-8. Preciosas consideraciones en torno a la corrección: hay que evitar la ira (v. 1), la violencia (v. 3), la indolencia y la precipitación (v. 6). Quizá el comienzo del v. 7 sea el que resuma más certeramente el comportamiento adecuado. San Gregorio Magno recurre a él en sus consejos ascéticos: Aquellos que ven las malas acciones de los demás y, no obstante, reprimen su lengua con el silencio, actúan como quien, viendo las heridas, no aplican el medicamento. Así se hacen cooperadores de esa muerte, porque pudiendo curar no quieren hacerlo. Por tanto, la lengua debe ser prudentemente moderada, pero no tenerla totalmente amarrada. Pues está escrito: El sabio guarda silencio hasta la ocasión propicia. De modo que, cuando lo considere oportuno, dejando a un lado la censura del silencio, se ocupa provechosamente en decir aquello que sea conveniente (Regula pastoralis 3, 14).
Si 20, 9-33. La sección se compone de sentencias de sabiduría práctica en las que resulta difícil encontrar un orden. Con todo, hay dos motivos que le dan cierta unidad: las palabras en boca de los necios y de los sabios. Los vv. 9-25 hablan del necio. El necio, en el lenguaje sapiencial de la Biblia, es el que no tiene suficiente nivel moral. Ante él el consejo de Ben Sirac es: ten cuidado con él, con aceptar sus favores, con hacerle caso cuando habla, o con imitarle. Obviamente, el prototipo de esta conducta es el mentiroso (vv. 26-28).
En los vv. 29-33 cambia el horizonte de los consejos. Si el necio debe callar, el sabio tiene que hablar: su sabiduría es un tesoro, un capital que no puede permanecer inactivo. Dirigiéndose a los pastores, el papa San Gregorio recoge estos dichos para enseñar la responsabilidad de corregir los errores y defectos; pero la doctrina es aplicable a todo cristiano maduro: Si éstos escondieran el dinero que tengan ante los prójimos necesitados, sin duda se harían cómplices de su calamidad. Por tanto, consideren de qué delito se hacen culpables quienes esconden los remedios vitales para las almas que se mueren cuando no les dan la palabra de la predicación a esos hermanos pecadores. Por eso, cierto sabio dice con razón: Sabiduría escondida y tesoro invisible, ambos ¿de qué sirven? Si el hambre acosara a los pueblos y ellos conservaran escondidos los trigos, sin duda actuarían como cooperadores de su muerte. Por consiguiente, consideren con qué pena deberán ser castigados los que, mientras las almas se mueren a causa del hambre de la palabra, no administran el pan de la gracia que han recibido (Regula pastoralis 3, 25).
Si 21, 1-11. Como es habitual en los libros sapienciales, se aducen motivos de conveniencia para acoger los consejos que se ofrecen. Es necesario evitar el pecado por muchas razones, sobre todo, porque acaba derruyendo la vida del hombre (cfr Si 21, 3-5). También por eso el sabio procurará evitarlo, y si en alguna ocasión cae buscará inmediatamente el perdón. ¿Has pecado, hijo? No lo vuelvas a hacer (Si 21, 1). Mas para que no se creyera seguro con ello añadió: Y de los pecados pasados, pide que se te perdonen. (…) Pero ¿de qué sirve el pedirlo si no te haces digno de ser escuchado obrando los frutos dignos de la penitencia? (…) Por tanto, si queréis ser escuchados cuando suplicáis que se os perdonen vuestros pecados, “perdonad y se os perdonará; dad y se os dará” (S. Agustín, Sermones 389, 6).
Si 21, 12-31. Contraposición entre el necio y el sabio. El autor compara las reacciones y los comportamientos de uno y otro en las múltiples circunstancias que se dan en la vida. En los versículos iniciales se ofrece una vez más el consejo general que Ben Sirac repite con unas u otras palabras. Hay que ser astuto (cfr v. 14), pero eso no basta (cfr v. 15); lo realmente importante es temer al Señor (cfr v. 13) y guardar su Ley (cfr v. 12).
Si 22, 1-32. De nuevo Ben Sirac acude a imágenes de la sabiduría popular para expresar las consecuencias que pueden derivarse del trato con los necios (vv. 1-22). Las imágenes rozan muchas veces la hipérbole, ya que, como no se consigna un fundamento moral para esa conducta, tienen que ser forzosamente expresivas. En el caso de la educación de los hijos (vv. 3-6), es evidente que el autor sigue las costumbres del momento.
Frente a las prevenciones contra los necios, destaca el alcance de la amistad descrito en los vv. 24-32. Ben Sirac insiste sobre todo en qué hacer en los momentos de crisis: cuando media una ofensa contra un amigo, o cuando el amigo está en dificultades. La amistad es un gran don que no debe perderse, porque ella sola es capaz de transformar la convivencia humana: lo que en términos de relaciones sociales es motivo de contienda, en los amigos es motivo de gozo y emulación. Así lo recoge San Gregorio Nacianceno al describir los inicios de su amistad con San Basilio: Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia. Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos (In laudem Basilii 19-21).
Si 22, 33-Si 23, 6. La segunda sección del Eclesiástico termina con una oración en la que Ben Sirac pide ayuda a Dios para no dejarse llevar por la maledicencia (Si 23, 7-20) ni por la lujuria (Si 23, 21-38).
La oración consta de dos partes. Cada una de ellas comienza por una pregunta y concluye con una petición llena de confianza a Dios. En la primera se pide su auxilio para no caer en los pecados de la lengua (Si 22, 33-Si 23, 1), y en la segunda para no caer en las redes de la sensualidad (Si 23, 2-6). Es la primera vez que en la Sagrada Escritura, casi al final de la época del Antiguo Testamento, aparece una oración en la que una persona se dirige a Dios llamándolo Padre. A lo largo de la historia de Israel, Dios había ido mostrando su cercanía y cuidados paternales con su pueblo, y cada uno de los israelitas había podido experimentar esa providencia de Dios. Cuando Ben Sirac escribe su libro se aproxima el momento en que el Hijo de Dios hecho hombre lleve a la plenitud la revelación de Dios como Padre.
Si 23, 7-20. Tras haber pedido a Dios ayuda contra la maledicencia el autor muestra las consecuencias que se derivan del mal uso de la lengua, especialmente cuando se menciona el nombre de Dios o se le pone por testigo. Jesús expuso el segundo mandamiento en el Sermón de la Montaña: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘no perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos’. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno… sea vuestro lenguaje: ‘sí, sí’; ‘no, no’: que lo que pasa de aquí viene del Maligno” (Mt 5, 33-34.37; cfr St 5, 12). Jesús enseña que todo juramento implica una referencia a Dios y que la presencia de Dios y de su verdad debe ser honrada en toda palabra. La discreción del recurso a Dios al hablar va unida a la atención respetuosa a su presencia, reconocida o menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones (Catecismo de la Iglesia Católica, 2153).
Si 23, 21-38. Respondiendo a la segunda parte de la oración anterior (Si 23, 2-6), Ben Sirac presenta las consecuencias que se siguen de la lujuria. Como un motivo más que ayude a vivir la castidad, recuerda que siempre estamos en la presencia de Dios. Pecar confiando en que nadie es testigo de la torpeza es necio, pues nada escapa al Señor (vv. 25-27). De ahí, que en relación a estos versículos Clemente de Alejandría, contraponiendo lo que se ve externamente y lo que ve Dios, escribe: Qué miserable es este hombre, que sólo teme los ojos humanos, y que imagina que pasará inadvertido a Dios (…) Porque quizá pasen inadvertidos a la luz visible, pero es imposible que pasen inadvertidos a la espiritual (Paedagogus 2, 99, 3-5).
En los vv. 27-28 las versiones latinas cambian algunas expresiones, explicitando más hasta dónde llega la mirada de Dios. La Neovulgata en concreto dice así: No comprende que su ojo ve todas las cosas, / porque semejante temor humano aparta de sí el temor de Dios (…) / y no se da cuenta que los ojos del Señor, / mucho más luminosos que el sol, / observan todos los caminos de los hombres y lo profundo del abismo, / y ven los rincones más secretos del corazón humano.
A continuación (vv. 32-38) se presenta el caso paralelo, cuando es la mujer quien falta al compromiso conyugal. Si antes se mostraba que el pecado del hombre no escapará al Altísimo, que todo lo ve, ahora se añade que el castigo por el pecado de adulterio de la mujer pasará también a sus hijos (vv. 35-36).
Si 24, 1-Si 32, 17. La tercera parte, de las cinco en que cabe dividir este libro, se dedica a mostrar que el cumplimiento de la Ley es el camino que conduce a la sabiduría. Su estructura es la habitual. Se pueden distinguir dos secciones: una primera, a modo de introducción doctrinal, acerca de las relaciones entre sabiduría y fidelidad a la Alianza (Si 24, 1-47); y otra segunda, como aplicación práctica de las reflexiones de la primera, acerca de muy diversos temas sobre la vida familiar y las relaciones sociales (Si 25, 1-Si 32, 17).
Si 24, 1-47. En la introducción a la primera parte (cfr Si 1, 1-2, 23) se adelantaba el contenido de las cinco grandes secciones doctrinales del libro y se trataba especialmente acerca de Dios como único origen de la sabiduría. En la segunda parte (cfr Si 16, 24-Si 18, 14) se explicaba que Dios infundió la sabiduría en sus obras, y por eso el estudio de la naturaleza y del hombre es camino para alcanzarla. Se llega así a esta introducción doctrinal de la tercera parte en la que se trata de la Ley y la sabiduría. La novedad de Sirácida, como ya se ha vislumbrado antes, es ésta: la sabiduría no se alcanza sólo por el temor de Dios; ha de acompañarla el cumplimiento de la Ley. La Ley da la sabiduría, o, dicho de otro modo, la sabiduría se ha expresado en lenguaje humano en la Ley.
Muchos autores ven en esta sección el centro del libro. Lo es desde el punto de vista literario -como en muchas obras literarias de la antigüedad donde el argumento principal del libro se situaba en el centro-, pero, sobre todo, lo es por su contenido. Estos versículos contienen uno de los más bellos y ricos textos de la obra de Ben Sirac. Se trata de un elogio que la sabiduría hace de sí misma, proclamando que procede de la boca del Altísimo (v. 5), busca un lugar donde plantar su morada en la tierra (v. 11) y lo encuentra en el Templo de Jerusalén (v. 15). Allí arraigó (vv. 16-23) y desde allí mostró el camino a seguir (vv. 24-31). Se prepara así la identificación de la sabiduría con la Ley de Dios, como a continuación se señalará explícitamente (vv. 32-33).
Esta noción supone una profundización en la concepción de la sabiduría que se había ido manifestando en los libros sapienciales más antiguos. La presente alabanza de la sabiduría recuerda en parte a Pr 8, 22-31, pero ahora se reúnen en ella los aspectos sapienciales, cultuales y legales que configuran la tradición religiosa de Israel. Si nos fijamos en la forma en que comienza el libro se observa aquí una polarización desde la universalidad de la creación del hombre a la elección específica de Israel como pueblo elegido, al que se ha dado la Alianza. El esquema mental está configurado sobre todo por el libro del Génesis: en ambas obras, Génesis y Sirácida, hay un proceso de selección y delimitación que va desde la universalidad del género humano, a un pueblo, el de Israel. Por tanto, parece claro que, para el autor, la Sabiduría de Dios se descubre en la revelación a Israel contenida en los escritos sagrados (cfr Prólogo 1-3): la Sabiduría de Dios se ha hecho Ley escrita. El autor del Prólogo del cuarto evangelio (Jn 1, 1-18) seguramente tenía estas ideas en la cabeza cuando más tarde afirmó que este recorrido de la Sabiduría no acabó en la Ley, sino que, finalmente, el Verbo, la Sabiduría de Dios, se ha hecho carne (Jn 1, 14) en Jesucristo, lo que significa que los hombres encuentran en Él la plenitud (Jn 1, 16) de la gracia -de los dones de Dios- y de la verdad (Jn 1, 17).
Para terminar esta sección el maestro de Israel habla de su tarea al buscar la sabiduría y enseñarla a sus discípulos, una labor enriquecedora de la que no sólo se beneficia él mismo sino todos los amantes del saber (vv. 40-47). Las versiones latinas introdujeron la sabiduría (v. 40) con la intención de aclarar el pasaje, que resultaba algo oscuro. Probablemente esa adición les indujo a añadir otra en el v. 41 (como cauce caudaloso de río). Con esas inserciones se cambia de matiz el sentido del pasaje. En ambos casos parece más congruente la tradición manuscrita griega, en la que el Yo inicial del v. 40 es el mismo autor del libro, que se explicita más en el v. 47. En el marco geográfico de un desierto, en el que un oasis es como la mayor bendición, Ben Sirac considera que, si la sabiduría es como un inmenso río que inunda a Israel, él es un canal que riega modestamente una parcela.
Leídos estos textos a la luz del Nuevo Testamento se aprecia, como en Pr 8, 22-31 antes citado, un avance hacia la plena manifestación de la Sabiduría de Dios en Cristo. En efecto, la Sabiduría está íntimamente unida a Dios pero es una persona distinta de Él, que procede de su boca -es su Palabra-. Se prepara así lo que se entenderá más a fondo en el contexto de la teología de la Trinidad. El eco de estas palabras del Sirácida resuena no sólo en el prólogo del Evangelio de San Juan, sino en otros pasajes del mismo evangelio. Por ejemplo, el lector de este texto recordará, al leer el v. 29, las palabras del Señor en el discurso sobre el pan de vida: Jesús les respondió: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed (Jn 6, 35; cfr Si 4, 14; Si 7, 33).
Como en otros textos sapienciales, la Sabiduría está aquí personificada. Pero, además, se describe con rasgos que la presentan como un modelo ideal, inalcanzable con el solo esfuerzo humano. Por eso, la tradición cristiana los ha aplicado a Jesucristo, y también a la Virgen que es llena de gracia, y por tanto, don completo de Dios. De ahí que, la devoción a nuestra Señora haya tomado la expresión del v. 24, Madre del amor hermoso, como una advocación mariana. Lógicamente, el sentido de la expresión en la piedad cristiana es distinto del que tiene el texto original: Ego quasi vitis fructificavi…: como vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos. (…) Que esa suavidad de olor que es la devoción a la Madre nuestra, abunde en nuestra alma y en el alma de todos los cristianos, y nos lleve a la confianza más completa en quien vela siempre por nosotros. Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. Lecciones que nos recuerda hoy Santa María. Lección de amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado, para que aprendamos a ser fieles al servicio de la Iglesia. No es un amor cualquiera éste: es el Amor. Aquí no se dan traiciones, ni cálculos, ni olvidos. Un amor hermoso, porque tiene como principio y como fin el Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad y toda la Grandeza (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 277).
Si 25, 1-Si 32, 17. Esta larga sección, como ocurría en las dos partes anteriores de Ben Sirac, es un conjunto de proverbios y refranes que atañen a muy diversos aspectos de la conducta moral de la criatura humana en la vida familiar y social. No es fácil ver una estructura ordenada. Hay, primero, una recopilación de proverbios sobre la concordia entre hermanos, la amistad entre prójimos y el matrimonio bien avenido (Si 25, 1-16). Se detiene a considerar la desgracia que es tener una mujer maliciosa (Si 25, 17-35), y la suerte de haber desposado una mujer virtuosa (Si 26, 1-24). Pero a continuación viene un cambio de temática: peligro del afán desmedido de lucro (Si 26, 28-27, 11); buen y mal uso de la lengua (Si 27, 12-24); vituperación de la hipocresía (Si 27, 25-30); malas consecuencias del ánimo vengativo y buenas de la práctica del perdón (Si 27, 28-Si 28, 11); vuelta sobre las malas lenguas (Si 28, 14-30); precauciones sobre los préstamos (Si 29, 1-10); elogio de la limosna (Si 29, 11-18); cautelas al salir fiador o garante (Si 29, 19-27); práctica y disfrute de la hospitalidad (Si 29, 28-35); educación de los hijos (Si 30, 1-13); salud, riqueza y alegría (Si 30, 14-27); seducciones de las riquezas (Si 31, 1-11); urbanidad en los banquetes (Si 3, 12-29); moderación en el vino (Si 31, 30-42); y de nuevo sobre los banquetes (Si 32, 1-17).
Si 25, 1-16. Los sabios del antiguo Oriente Medio buscaban la sabiduría para encontrar la felicidad. Todo hombre desea ser feliz, aunque no es fácil descubrir el modo de lograrlo plenamente. Ben Sirac plantea el tema con algunos proverbios numéricos (vv. 1-4 y 9-16) para concluir que en felicidad nadie supera a quien teme al Señor (v. 13). El temor de Dios, como ya se ha hecho notar, no alude a una actitud de miedo sino al respeto debido al Creador y dador de la Ley, que se manifiesta en el acatamiento de sus mandamientos, en los que se concreta el recto orden moral. El orden moral -enseña Juan Pablo II-, precisamente porque revela y propone el designio de Dios Creador, no puede ser algo mortificante para el hombre ni algo impersonal; al contrario, respondiendo a las exigencias más profundas del hombre creado por Dios, se pone al servicio de su humanidad plena con el amor delicado y vinculante con que Dios mismo inspira, sostiene y guía a cada creatura hacia su felicidad (Familiaris Consortio, 34).
Si 25, 17-26, 24. Se reúnen varios proverbios y pensamientos que en su mayor parte aluden a las mujeres. Como en todo el Antiguo Testamento, y especialmente en algunos de sus pasajes, no se puede perder de vista que en el conjunto de la Sagrada Escritura hay un desarrollo progresivo de la Revelación. Algunos textos antiguos, como sucede con muchos de los pensamientos aquí contenidos, reflejan una mentalidad arcaica que ha sido superada en momentos posteriores de la Revelación divina.
Aunque desde el principio Dios creó al varón y a la mujer con igual dignidad, en las tradiciones populares de muchos pueblos, también en el antiguo Israel, el varón imponía valoraciones y actitudes injustas sobre la mujer. Jesús, con su ejemplo y con su enseñanza hizo frente a aquella tradición que comportaba la discriminación de la mujer. En esta tradición -explica Juan Pablo II- el varón “dominaba”, sin tener en cuenta suficientemente a la mujer y a aquella dignidad que el “ethos” de la creación ha puesto en la base de las relaciones recíprocas de dos personas unidas en matrimonio (Mulieris Dignitatem, 12).
Si 26, 24 El manuscrito griego 248, la versión siríaca, algunos manuscritos latinos y citas de escritores eclesiásticos antiguos y Santos Padres incluyen aquí unos versículos, numerados del 19 al 27 en la numeración tradicional de los Setenta. Algunas ediciones del texto griego las recogen bien en letra pequeña o en notas. La Neovulgata, en cambio, no los recoge. Son los siguientes: 19 Hijo mío, conserva sana la flor de tu juventud / y no entregues tu vigor a mujeres extrañas. / 20 Busca el campo más fértil en toda la llanura / y siembra en ella tu propia simiente, / confiando en tu buen linaje. / 21 Así, los vástagos que te sucedan / hablarán con orgullo de su nobleza. / 22 Mujer de alquiler es mirada como esputo; / mujer casada es torre mortal para quienes la pretenden. / 23 Esposa incrédula es el lote del impío; / mujer piadosa será dada a varón que teme al Señor. / 24 Mujer desvergonzada gasta el tiempo en infamias; / hija pudorosa será modesta hasta con su marido. / 25 Mujer impúdica es juzgada como perra; / mujer recatada temerá al Señor. / 26 Mujer que honra a su marido / será vista por todos como sabia; / pero si por orgullo le deshonra, será tenida por impía. / 27 Dichoso el marido de mujer virtuosa: / el número de sus días se duplicará.
Si 26, 25-27, 33. No es fácil, desde el punto de vista temático, ver la unidad, o las pequeñas unidades, de todo este conjunto. Como en otras ocasiones, los proverbios recogidos aquí reflejan muchas veces la sabiduría popular y así se invita a obrar no fiado sólo en el momento presente o guiado por un análisis superficial, pues las consecuencias de los actos pueden volverse contra uno (cfr por ejemplo Si 27, 28-33). Sin embargo, el motivo profundo que guía a Sirácida es religioso: se trata de no pecar (cfr Si 26, 28-Si 27, 1), de no hacer lo que odia el Señor (cfr Si 27, 27), de seguir siempre la justicia (cfr Si 27, 9).
También hay en estos versículos una invitación a saber hablar y a saber escuchar (Si 27, 12-24). El sabio, sensato y prudente, se manifiesta en el hablar. Tiene el arte de saber decir la verdad de la manera adecuada en cada momento, de modo que su conversación sea siempre amable y llena de delicadeza con todos, también cuando otros conducen la conversación por derroteros inoportunos. La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie esta obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla (cfr Si 27, 17; Pr 25, 9-10) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2489).
Si 27, 2 Aquí la Vulgata latina traía el v. 3 (Pero delito y delincuente serán quebrantados). La Neovulgata no lo ha recogido, aunque ha conservado la numeración, dando un salto del v. 2 al 4.
Si 28, 1-13. Tres grupos de sentencias con un motivo común: no hay que buscar la discordia, sino la reconciliación y la paz. El primer grupo (vv. 1-5) se refiere al perdón: hay que perdonar para poder ser perdonado. El segundo grupo (vv. 6-9) expone los motivos singulares para no mantener el ánimo irritado contra el prójimo: hay que recordar quiénes somos y qué ha hecho Dios con nosotros. El tercer grupo (vv. 10-13) previene contra las disputas, porque una disputa no se queda en ella sino que engendra consecuencias más graves.
Parece claro que nuestro Señor tenía presentes estos u otros consejos semejantes al enseñar en el Padrenuestro: perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6, 12; cfr también Mt 6, 14). La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cfr Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (Catecismo de la Iglesia Católica, 2844). Y San Juan Crisóstomo citando Si 28, 2-4 escribe: Aunque no les causes ningún mal [a los enemigos], si les miras con poca benevolencia, conservando viva la herida dentro del alma, entonces tú no observas el mandamiento ordenado por Cristo. ¿Cómo es posible pedir a Dios que te sea propicio cuando no te has mostrado misericordioso, también tú, con quien te ha faltado? (De compunctione 1, 5).
Si 28, 14-30. Al leer este pasaje (y también Si 5, 13; Si 14, 1; Si 23, 1.15-17; Si 28, 15-30) se recuerda fácilmente el de St 3, 1-12, que parece haberse inspirado en el libro de Ben Sirac.
En sus Catequesis bautismales San Juan Crisóstomo se apoya varias veces en el Sirácida, citándolo literalmente, según el texto griego. Así, por ejemplo, en su Segunda Catequesis considera muy importante en la formación del catecúmeno que adquiera el hábito de controlar su lengua. He aquí sus palabras: Él [el demonio] está acostumbrado a intentar dañarnos por todos los medios, pero sobre todo a través de la lengua y de la boca, porque no hay para él instrumento más apropiado para engañarnos y perdernos que una lengua intemperante y una boca sin puertas. De aquí nacen nuestras numerosas caídas, de aquí nuestros graves motivos de acusación.
Y cuán fácil sea resbalar con la lengua, alguien lo declaró cuando decía: Muchos cayeron a filo de espada, mas no tantos como los caídos por obra de la lengua (Si 28, 22). Y la gravedad de la caída la revelaba el mismo diciendo: Mejor es resbalar en losa que resbalar en lengua (Si 20, 20) (…). Pero no solamente habla de caídas, sino que además nos exhorta a que andemos con gran cuidado para no ser derribados, cuando dice así: Pon a tu boca puerta y cerrojos (Si 28, 24), no para que realmente preparemos puertas y cerrojos, sino para que, con gran seguridad, cerremos a la lengua el paso a las palabras inconvenientes (Catequesis ad illuminandos 2, 4).
Si 29, 1-35. Se incluye ahora un conjunto de proverbios acerca de los préstamos y fianzas. En el fondo de esos consejos late la idea de que los bienes materiales no están para atesorarlos de modo egoísta y en provecho propio, sino para hacer el bien. Ciertamente emplear de ese modo las propias riquezas no está exento de riesgos, por lo que es necesario ejercitar la prudencia. Por eso, en el libro de los Proverbios se recomendaba ser cautos en préstamos y fianzas (cfr Pr 6, 1-5; etc.). Sin embargo, tal circunstancia no debe ser excusa para que los bienes materiales puedan proporcionar sus beneficios a cuantas más personas mejor.
En coherencia con ese principio, el Magisterio de la Iglesia ha insistido con frecuencia a lo largo del siglo XX en que los bienes de este mundo están originariamente destinados a todos [cfr Gaudium et spes, 69; Pablo VI, Populorum Progressio 22; Libertatis Conscientia 90; cfr Santo Tomás, S.Th. II-II, q. 66, a. 2]. El derecho a la propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio -ace notar Juan Pablo II-. En efecto, sobre ella grava “una hipoteca social”, es decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes (Sollicitudo Rei Socialis, 42).
Si 30, 1-13. Aunque los modos concretos del quehacer pedagógico responden a las costumbres del momento y en algunos aspectos se han de considerar superados, la llamada a la responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos continúa manteniendo su vigor, de la misma manera que el ejercicio de las virtudes necesarias: la fortaleza, la paciencia, el buen ejemplo, etc. Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. La familia es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Ésta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones “materiales e instintivas a las interiores y espirituales” (CA 36). Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos. (Catecismo de la Iglesia Católica, 2223).
Si 30, 14-27. Los consejos que ahora ofrece Sirácida tienen un cierto sabor epicúreo, aunque la polémica contra los ídolos y la referencia al Señor que se introducen, casi de lado, en los vv. 19-20 le confieren un tono más elevado. Con este fondo religioso el pasaje contiene una enseñanza sugerente: hay que procurar la salud corporal y espiritual. Es la doctrina que recoge la Iglesia, aunque de modo más trascendente, cuando mantiene el deseo de una vida plena para sus fieles. Así se expresa en una oración de la liturgia: Te pedimos, Señor, que nosotros, tus siervos, gocemos siempre de salud de alma y cuerpo, y, por la intercesión de Santa María, la Virgen, líbranos de las tristezas de este mundo y concédenos las alegrías del cielo (Misal Romano, Or. Colecta, Misa Común de Santa María Virgen).
Si 31, 1-11. Los bienes materiales, cuando uno se preocupa excesivamente de conseguirlos y aumentarlos, en vez de proporcionar serenidad y servir a la justicia, traen consigo inquietudes, desazones y pueden arrastrar a la ruina. No proporcionan mayor libertad, sino que conducen a una esclavitud. En el v. 8, el texto hebreo utiliza el término mammón para referirse a la riqueza expresada con la palabra oro: es la misma palabra que, en plural, utiliza el Señor en el Nuevo Testamento -no podéis servir a Dios y a las riquezas (Mt 6, 24; Lc 16, 13)-, pero con un sentido más radical que el autor del Eclesiástico, ya que, al personificar el término, y al poner a las riquezas en el mismo orden que Dios, sugiere la idolatría de quien obra de ese modo.
Si 31, 12-Si 42, 14. Ésta puede ser considerada la cuarta parte de Ben Sirac. También aquí se observa un esquema bipartito: una primera sección (Si 32, 18-Si 33, 18), a manera de introducción teológica sobre el temor de Dios y la Sabiduría divina, que ha creado admirables diferencias entre los seres; después su aplicación práctica al tratamiento moral concreto de los diversos seres, clases de personas y cosas, tratamiento que ha de estar de acuerdo con la diversificación que tienen ya desde su creación (Si 33, 19-Si 42, 14).
Si 32, 18-Si 33, 18. En la introducción doctrinal a esta cuarta parte del libro, Ben Sirac continúa exponiendo sistemáticamente las ideas que desea trasmitir. En la primera (Si 1, 1-2, 23) se había ocupado de Dios como único origen de la sabiduría. En la segunda (Si 16, 24-Si 18, 14) hacía notar que el estudio de la naturaleza y del hombre es camino para alcanzar la sabiduría que Dios infundió en sus obras. En la tercera habló de la Ley como fuente de sabiduría (Si 24, 1-47). Llega, pues, el momento de exponer con detenimiento algo que ya había apuntado desde el principio, y es que el temor del Señor es sabiduría y enseñanza (Si 1, 27), o, dicho de otro modo, que el cumplimiento de la Ley, de las normas que el propio Creador ha manifestado, ha de estar motivado por el principio fundamental de reverencia a Dios y de reconocimiento de su bondad; en esto consiste el temor del Señor, que lleva a la sabiduría y a alcanzar la felicidad.
Se explaya Ben Sirac sobre la función del temor de Dios en el aprendizaje de la sabiduría (Si 32, 18-Si 33, 6), trae a consideración las maravillas de la diversificación de los seres desde su creación (Si 33, 7-15), y termina con un apunte autobiográfico, algo inusual en el Antiguo Testamento (Si 33, 16-18).
El que teme al Señor no es engreído ni se considera capacitado para descubrir por sí mismo toda la verdad ni el modo más adecuado de actuar en todo momento, sino que sabe contar con el parecer de los demás y pide consejo con sencillez para discernir con la ayuda de personas prudentes cuál es la voluntad de Dios (cfr Si 32, 22-26). Por eso, San Gregorio Magno dice que los atolondrados se adelantan al momento oportuno de hacer una obra buena, echan a perder su valor; y, con frecuencia, llegan a caer en el mal, por no discernir el bien. Éstos no consideran el qué y el cuándo del actuar, aunque normalmente reconozcan que no deberían haber actuado así. A éstos, como si fueran sus oyentes, les dice Salomón: Hijo, no hagas nada sin tomar consejo, así no tendrás luego que arrepentirte de tus actos (S. Gregorio Magno, Regula pastoralis 3, 15).
Si 33, 19-Si 42, 14. Constituye, como de costumbre, una extensa aplicación práctica de la sección anterior de Si 32, 18-Si 33, 18. Se inicia con consejos de prudencia humana sobre el gobierno del patrimonio personal y familiar (Si 33, 19-24) y sobre el tratamiento de criados y siervos (Si 33, 25-33). Después la temática cambia, sin que se vea con claridad una continuidad de pensamiento: advertencia acerca de los sueños y esperanzas vanos (Si 34, 1-8); experiencias que se pueden adquirir en los viajes (Si 34, 9-21); rectitud de intención en los sacrificios que se ofrecen a Dios (Si 34, 22-Si 35, 13), porque Dios es justo y mira el interior de las personas (Si 35, 14-26). El pequeño tratado moral sobre los sacrificios lleva a Ben Sirac a dirigirse en oración a Dios por Israel (Si 36, 1-19), pero se interrumpe bruscamente con unas máximas sobre el discernimiento de los corazones (Si 36, 20-28), a las que siguen algunas reglas de prudencia acerca de la consulta a amigos y consejeros (Si 37, 1-19) y unas reflexiones sobre el valor de la recta razón y la sabiduría, que quizás indican contacto cultural con el mundo helénico (Si 37, 20-34). Tal vez en esta línea está el parágrafo siguiente dedicado al uso lícito de las medicinas y de los médicos, pues también la ciencia médica procede del Altísimo en beneficio de los hombres (Si 38, 1-15). Puestos a hablar de la medicina, el autor trata brevemente de no dejarse llevar de la melancolía por los difuntos (Si 38, 16-24).
Interesante es el pensamiento de Ben Sirac acerca del uso del ocio y del ejercicio de los oficios manuales, que suelen distraer de la contemplación de las cosas más altas del espíritu (Si 38, 25-39), frente al oficio de escriba, que constante y beneficiosamente se ocupa en meditar la Ley del Señor (Si 39, 1-15). El autor, escriba de profesión, entona una alabanza a Dios por esa ocupación suya (Si 39, 16-41). Sin duda, las consideraciones precedentes le inducen a reflexionar sobre la mísera condición humana (Si 40, 1-11), la esperanza en la caducidad del mal en la tierra (Si 40, 12-16) y el honesto disfrute de las cosas placenteras y más valiosas de esta vida (Si 40, 17-32). Pero es bueno el recuerdo de la muerte, ante cuya realidad inexorable hay que prepararse (Si 41, 1-7), para no caer en la maldición destinada a los impíos (Si 41, 8-16). Vienen luego unos consejos acerca de la verdadera y falsa vergüenza, esto es, de qué cosas hay que avergonzarse y de cuáles no (Si 41, 17-Si 42, 8). Una breve digresión sobre los cuidados con las hijas y las mujeres termina esta cuarta parte del libro (Si 42, 9-14).
Si 33, 19-33. Enseñanzas sobre cómo gobernar la casa y cómo tratar a los familiares, a los amigos y a los criados. Los consejos (cfr vv. 25ss.), acordes con su tiempo, distan mucho de los que dará San Pablo a Filemón (cfr Flm 8-21).
Si 34, 1-8. En el mundo antiguo era frecuente considerar que los sueños proporcionaban claves para la interpretación del futuro (cfr Gn 37, 10; Gn 40, 5-23; Gn 41, 1-49; Jc 7, 13-15; Dn 2, 1-45; Dn 4, 1-34). Sin embargo, en este pasaje se quita importancia a las creencias cercanas a la superstición que muchos podían tener, haciendo notar que, habitualmente, hacer caso a los sueños es cosa vana, ya que son como un espejo en el que se refleja uno mismo (v. 3). Sólo en el caso de que procedan del Altísimo vale la pena reparar en ellos (v. 6). Más que vivir de sueños e ilusiones falaces se ha de poner empeño en la realidad concreta de cumplir la Ley (v. 8).
Si 34, 9-21. El razonamiento de Ben Sirac es muy sugerente. Los viajes le han proporcionado una gran amplitud de conocimientos. Pero esos mayores conocimientos no han hecho más que reafirmarle en esta convicción: cuanto uno más sabe, más fácilmente reconoce que lo único importante es el temor del Señor.
Si 34, 22-35, 26. En estos versículos se recoge la doctrina de Sirácida sobre el culto a Dios. La idea general que domina es que el culto que agrada a Dios no es el mero rito litúrgico, ya que para ser adoración verdadera debe ir acompañada de un comportamiento justo. Comienza el discurso con máximas que recuerdan la doctrina de los profetas sobre la justicia social y el culto (Si 34, 22-27).
Más de una de las recomendaciones aquí contenidas ha servido como punto de partida en la predicación de los Padres de la Iglesia para instruir a los fieles en la adoración que agrada a Dios. Por ejemplo, San Gregorio Magno reprende con firmeza a quienes encargan sacrificios con dinero adquirido injustamente: Éstos también quitan con frecuencia a los pobres lo que ofrecen a Dios. Pero como dijo cierto sabio, el Señor los rechaza con gran indignación (Si 34, 24). ¿Qué puede ser más intolerable que la muerte de un hijo ante los ojos de su padre? Con esto se muestra, pues, con qué enfado contempla Dios tal sacrificio (Regula pastoralis 3, 21).
La necesidad de reiterar con fuerza que derrama sangre quien retiene el salario del jornalero (Si 34, 22; cfr St 5, 4) es una exigencia ineludible. En efecto, el trabajador tiene derecho a percibir un salario justo por su trabajo. El trabajo -hace notar el Concilio Vaticano II- debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente su vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común (Gaudium et spes, 67).
Sigue el pasaje con una breve exhortación a la sinceridad del arrepentimiento para que ayunos y oraciones sean verdaderos (Si 34, 23-26), y pasa otra vez a tratar de los actos de culto (Si 35, 1-13). Ben Sirac no está en polémica contra las ceremonias religiosas, al contrario: la Ley prescribe las ofrendas a Dios, y hay que cumplir la Ley con generosidad (cfr Si 35, 1.10). No obstante, afirma con claridad tres cosas, que introducen un matiz más personal en el culto a Dios: que la limosna es también un acto de culto (Si 35, 4), que la vida moral, conforme a la Ley, es ofrenda que Dios recibe con gusto (Si 35, 5) y que los sacrificios se deben ofrecer a Dios con generosidad y alegría (Si 35, 6-13).
A partir de 35, 13, el sujeto de las frases es el Señor. El Sirácida dice quién es Dios -un buen pagador (Si 35, 13), juez justo (Si 35, 14-19), que retribuye a cada uno según sus obras (Si 35, 20-25)- y quién es el escuchado por Dios: el que da con generosidad (Si 35, 14), el oprimido (Si 35, 16), el huérfano y la viuda (Si 35, 17), el que le sirve (Si 35, 20), el humilde (Si 35, 21). La mayor parte de estas cualidades -tanto las de Dios como las de quien se dirige a Él- las ve el lector del Nuevo Testamento compendiadas en la actitud de Jesús con los enfermos, pecadores y desvalidos.
Si 36, 1-19. La plegaria que se dirige a Dios en favor del pueblo de Israel hace memoria de los beneficios recibidos para impetrar nuevas gracias. No se fija en los méritos que haya podido tener el pueblo, sino que apela a las promesas del Señor y a la manifestación de la gloria que merece.
Éste es uno de los pocos pasajes del libro del Eclesiástico en el que la mirada se dirige a los tiempos mesiánicos, cuando Dios restaure a Israel. La respuesta de Dios sobrepasó las miras de aquellos hombres ya que se sirvió de Israel para hacer llegar su salvación a toda la humanidad: En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia (cfr Hch 10, 35). Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de la revelación plena que iba a hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne (Lumen gentium, 9).
Si 36, 20-28. Consejos sobre la elección de la mujer. Lo mismo que en otras ocasiones, Ben Sirac sigue el pensamiento de la época y apunta la consabida costumbre según la cual el marido podía elegir mujer, pero ésta debía aceptar el que le proponían sus padres (cfr v. 23). Junto a ello, las sentencias recogen el lugar irremplazable de la mujer en la familia.
Si 37, 1-19. Pedir consejo es propio de las personas prudentes. Pero la prudencia se ejercita, entre otras cosas, en el discernimiento de la persona a quién se pide el consejo. Es absurdo buscar la aprobación de los aduladores o pedir orientación sólo a quienes ya se sabe que van a recomendar lo que se desea oír. El consejo que verdaderamente puede orientar es el que se presta de modo desinteresado, y para ayudar a discernir el camino recto. Quien verdaderamente puede orientar es el hombre piadoso y cumplidor de los mandamientos, que sabe hacerse cargo de la situación y comprenderla (cfr vv. 15-16). Y, desde luego, el testimonio de la recta conciencia y Dios mismo cuando se le pide orientación con rectitud (vv. 17-19).
Si 37, 20-34. Conjunto de enseñanzas de carácter heterogéneo en las que una cosa lleva a la otra: del corazón (v. 21) a la lengua (v. 23); de enseñarse a sí mismo (v. 22) a enseñar a los demás (v. 26); de probar las cosas de la vida (v. 30) a no dejarse dominar por ellas (v. 34).
Si 37, 31 San Pablo parece aludir en algunas ocasiones a la primera parte de este versículo: No todo conviene a todos. En efecto, no es bueno compararse con los demás sino que cada uno debe discernir lo que realmente es bueno que haga: “Todo me es lícito”. Pero no todo conviene. “Todo me es lícito”. Pero no me dejaré dominar por nada (1Co 6, 12); “Todo es lícito”. Pero no todo conviene. “Todo es lícito”. Pero no todo edifica (1Co 10, 23).
Si 38, 1-15. Dios es quien gobierna el universo y ha dotado a los hombres de sus dones. Estos versículos constituyen un encendido elogio de la sabiduría de los médicos, al tiempo que recuerda que tanto esa sabiduría (vv. 2.4) como la eficacia de los remedios (v. 7) vienen de Dios mismo. Esta enseñanza recuerda que la actividad médica debe respetar el plan de Dios inscrito en la naturaleza: La biología y la medicina contribuyen con sus aplicaciones al bien integral de la vida humana, cuando desde el momento en que acuden a la persona enferma respetan su dignidad de criatura de Dios. Pero ningún biólogo o médico puede pretender razonablemente decidir el origen y el destino de los hombres, en nombre de su competencia científica (Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum Vitae, 11).
Si 38, 16-24. La mirada del Sirácida a la muerte es una mirada serena. Falta en ella una consideración explícita de la vida del más allá, pues sólo apunta como retribución el recuerdo que deja quien murió (cfr Si 39, 12-15), su buen nombre (cfr Si 41, 15-16). Sin embargo, contra alguna doctrina de su época, afirma que no hay retorno (v. 22). El convencimiento del dominio de Dios sobre todo lo creado le lleva a considerar la vida como don de Dios y, por tanto, a vivirla con alegría agradecida.
Si 38, 25-Si 39, 15. Ben Sirac regentaba una escuela (cfr Si 51, 23) en Jerusalén. En esos centros escolares los alumnos no sólo aprendían a leer y escribir, sino que recibían instrucción para todos los aspectos de la vida. De hecho, gran parte del contenido de este libro es muy posible que formase parte de la instrucción que recibirían sus alumnos. En este momento, el maestro se detiene a ponderar la importancia del trabajo de escriba para el que se están preparando. Todos los oficios manuales son importantes para el buen funcionamiento de la sociedad, pero ninguno se puede comparar con las responsabilidades de gobierno y administración de la justicia que corresponden a los escribas (cfr Si 38, 25-39). En la formación de quienes han de ocupar esos puestos de responsabilidad no puede faltar el conocimiento de la Ley de Dios, de las profecías y de los escritos de los sabios (cfr Si 39, 1), que debe ir acompañado por la oración para que Dios les otorgue inteligencia (cfr Si 39, 6-8).
Los versículos finales (Si 39, 12-15) expresan la primera retribución que alcanzará el sabio que es fiel a Dios: ya sea por su alabanza en la asamblea, o bien en la memoria de los hombres, o en el eco de sus enseñanzas, de alguna manera su nombre permanecerá por siempre.
Si 39, 16-41. Ben Sirac continúa exponiendo con sosiego sus meditaciones sobre lo que Dios ha hecho, y al contemplar la creación exalta la grandeza del Creador. Nada es casual: en la Providencia de Dios todo ha sido creado por un fin (v. 26). Hay un proyecto en el plan creador de Dios. Sin embargo, a todo observador atento de la realidad se le presenta en algún momento el problema de la existencia del mal, al que hay que buscar una respuesta. La solución que se apunta en este pasaje es que Dios no ha hecho el mal (v. 39), sino que las cosas buenas, necesarias para la vida humana, se han vuelto malas para los pecadores (v. 32).
La liturgia de la Iglesia recoge la exhortación de los vv. 17-21 como lectura para las solemnidades de Santa María Virgen. La alabanza a Dios contenida en ellos, que presagia la del Magnificat de la Señora, resume esencialmente la respuesta del hombre a los dones de Dios: La gloria del hombre es Dios; el hombre, en cambio, es el receptáculo de la actuación de Dios, de toda su sabiduría y su poder. (…) Si el hombre acoge sin vanidad ni jactancia la verdadera gloria procedente de cuanto ha sido creado y de quien lo creó, que no es otro que el poderosísimo Dios que hace que todo exista, y si permanece en el amor, en la sumisión y en la acción de gracias a Dios, recibirá de él aún más gloria, así como un acrecentamiento de su propio ser, hasta hacerse semejante a aquel que murió por él (S. Ireneo, Adversus haereses 3, 20, 2).
Si 40, 1-Si 41, 16. Después de haber apuntado la bondad de las obras creadas por Dios, el autor sagrado se detiene a buscar las raíces del mal y las descubre en el pecado y sus consecuencias. Sus reflexiones muestran, como señala Juan Pablo II, que incluso el problema del mal moral -la forma más trágica de mal- es afrontado en la Biblia, la cual nos enseña que éste no se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino que es una herida causada por una manifestación desordenada de la libertad humana (Fides et Ratio, 80).
Las consideraciones que aquí aparecen, leídas en el contexto del desarrollo progresivo de la Revelación, se pueden apreciar como un anticipo de la doctrina sobre el pecado original que será desarrollada con más detenimiento por San Pablo (cfr Rm 5, 12-21).
Si 41, 17-Si 42, 8. La enumeración de las conductas dignas e indignas bajo la imagen de las cosas de las que uno debe arrepentirse y avergonzarse, (Si 41, 17-Si 42, 1) y de las que debe sentirse orgulloso, no debe retraer de hacer estas últimas (Si 42, 1-8). La tradición ascética ha utilizado más de una vez estos contrastes para instar al arrepentimiento y a hacer el bien: Te apartaste del camino, y no volvías porque te daba vergüenza. -Es más lógico que te diera vergüenza no rectificar (S. Josemaría Escrivá, Camino, 985).
Si 42, 9-14. Así como antes se trataba de la educación de los hijos (Si 30, 1-13), ahora se dan algunos consejos acerca de las hijas. En este caso más que medidas encaminadas a la instrucción de las muchachas se trata de avisos para cuidarlas hasta que sean dadas en matrimonio. En este pasaje se aprecian rasgos de una mentalidad arcaica que conviene valorar en sus justas dimensiones (véase nota a Si 25, 17-26, 27).
Si 42, 15-50, 31. Como en las otras partes del libro, también es posible distinguir aquí dos secciones: una primera sección doctrinal acerca de lo que está en el origen, Dios como Creador y Gobernador providente de sus criaturas (Si 42, 15-43, 37), y una segunda sección, a modo de aplicación práctica (Si 44, 1-50, 31), dedicada al elogio de los antepasados de Israel, pues entregó a los piadosos la sabiduría (Si 43, 33). En este sentido, esta última parte del libro de Ben Sirac es como una recapitulación, y un desarrollo explicativo, de las dos ideas centrales de los poemas que presiden el libro (Si 1, 1-2, 23; Si 24, 1-47). En Si 1, 1 se decía que toda la sabiduría procede del Señor y, ahora, en Si 42, 15-43, 37, se describe la comprensión de la naturaleza como discernimiento de la Sabiduría que el Señor ha dejado en ella; asimismo, en Si 24, 3-8 se decía que la Sabiduría tras salir de la boca de Dios, fijó su morada en Israel, y, ahora, en Si 44, 1-50, 31 se describe la obra de la Sabiduría divina en los antepasados ilustres que vivieron conforme a la Ley. La gloria de Dios se manifiesta así tanto en la naturaleza como en la historia.
Si 42, 15-43, 37. En esta última sección introductoria culmina el mensaje que transmite el libro. Se había comenzado por establecer que toda sabiduría procede del Señor (Si 1, 1-2, 23). Después se hizo notar que la observación y el estudio de la naturaleza es camino para buscar la sabiduría, pues se manifiesta en las normas que el Creador ha marcado a sus criaturas (Si 16, 24-Si 18, 14). Por eso, en la tercera parte, se dice que quien desea la sabiduría debe guardar los mandamientos (Si 24, 1-47), esto es, ahondar en el temor del Señor, en el que se centraba la cuarta parte (Si 32, 18-Si 33, 18). Ahora se ensalza la gloria de Dios, que crea y gobierna el mundo. La afirmación de que por la palabra del Señor existen sus obras (Si 42, 15) alude sin duda al primer capítulo del Génesis en que se narra cómo Dios fue creando y separando sus obras por medio de su palabra, pero también prepara el camino para la comprensión de la Palabra de Dios hecha carne, tal como se enseña sobre Jesucristo en el Nuevo Testamento. San Juan en el prólogo a su evangelio proclama que todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho (Jn 1, 3; véase nota a Si 1, 1-2, 23). Así, la Revelación de Dios alcanzó su punto culminante en su Hijo encarnado: En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo (Hb 1, 1-2).
Al meditar sobre la gloria de Dios manifestada en la creación, Ben Sirac comienza por ponderar la sabiduría y ciencia divina (Si 42, 15-25), para seguir mostrando que los cuerpos celestes manifiestan la gloria divina: el sol (Si 43, 1-5), la luna (Si 43, 6-9), las estrellas (Si 43, 10-11) y el arco iris (Si 43, 12-13). Más adelante se glosa el poder de Dios sobre los elementos de la naturaleza -nieve, rayos, nubes, granizo, truenos, viento, escarcha, etc.-, (Si 43, 14-28). Por último se pondera la grandeza de Dios sobre todo cuanto existe y se invita a adorarlo como se merece (Si 43, 29-36), pues el Señor creó todas las cosas, y entregó a los piadosos la sabiduría (Si 43, 33).
Dios es infinitamente más grande que todas sus obras (cfr Si 43, 30): “Su majestad es más alta que los cielos” (Sal 8, 2), “su grandeza no tiene medida” (Sal 145, 3). Pero porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas: “En el vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28). Según las palabras de S. Agustín, Dios es superior summo meo et interior intimo meo (“Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimidad”) (Conf. 3, 6, 11) (Catecismo de la Iglesia Católica, 300).
Si 44, 1-50, 31. El elogio de los antepasados comienza con un breve prólogo (Si 44, 1-15) en el que se condensa la doctrina de Ben Sirac. Lo que se dice de ellos es lo que se ha afirmado a lo largo del libro de las personas sabias, fieles a la Ley: estos hombres dejaron un nombre (Si 44, 8; cfr Si 41, 15-16), frente a los impíos de los que no ha quedado memoria (Si 44, 9; cfr Si 41, 14); sus méritos no se han olvidado y transmitieron una preciosa herencia en sus descendientes (Si 44, 10-11; cfr Si 23, 25-27); su nombre perdura por generaciones, en todos los pueblos y en la alabanza de la asamblea (Si 44, 14-15; cfr Si 39, 12-15). Pero estas vidas admirables son, al fin y al cabo, una muestra más de la grandeza de Dios (Si 44, 2). En la Iglesia esta misma doctrina se recoge a propósito de los santos. En su memoria le recordamos a Dios que manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra. Tú nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino (Misal Romano, Prefacio de los Santos, I).
A continuación el autor recorre la historia sagrada desde Henoc (Si 44, 16) hasta el sumo sacerdote Simón (Si 50, 1-23). En realidad, el autor se remonta hasta Adán, porque está en el origen de todos los hombres (cfr Si 49, 16). En el recorrido que hace de la historia del pueblo se deja ver que el autor está cerca de la enseñanza presente en la tradición del Deuteronomio: fidelidad a la Alianza con Dios, cumplimiento de la Ley, único culto en el Templo. Sólo los tres reyes que reciben elogios en la historia deuteronomista -David, Ezequías y Josías- son alabados también aquí (cfr Si 49, 5). Incluso Salomón, a pesar de ser sabio y de haber construido el Templo, puso una mancha en la gloria de Dios (Si 47, 22); por eso, de acuerdo con la enseñanza que Ben Sirac ha ido repitiendo, su hijo Roboam fue el más necio del pueblo (Si 47, 23).
También se recoge en la enumeración el elogio de los principales jueces y profetas. Sin embargo, llama la atención el espacio, un poco desmedido, que se dedica a Aarón (Si 45, 7-27). En realidad, el Sirácida no se dedica sólo al elogio de Aarón sino que se detiene orgulloso en la magnificencia de las vestiduras sagradas, subrayando así la reverencia que debe tenerse por los sacerdotes y por el culto. El elogio final del sumo sacerdote Simón (Si 50, 1-23) puede tenerse como la culminación de esta loa, ya que de algún modo recapitula cuanto de bueno había aprendido de sus antepasados.
Si 44, 16-19. La lista se abre con Henoc, que vuelve a ser mencionado casi al final (cfr Si 49, 16). Sorprende el hecho de que a este patriarca, del que se dice tan poco en la Biblia (Gn 5, 21-24), se le dedique este espacio. Es probable que la literatura apocalíptica común a la época en la que se escribió el libro de Ben Sirac, tuviera a Henoc como uno de los prototipos de las revelaciones celestiales. De hecho, son muy numerosas las copias y versiones de los libros de Henoc que nos han llegado. En ellos se relatan los castigos divinos a los pecadores como una forma de llamada a la conversión. Desde esta perspectiva, Henoc se podía poner como ejemplo de los que enseñan la conversión. De Noé se destaca que a partir de él comenzó a repoblarse la tierra tras el diluvio (Gn 8, 15-22) y la primera Alianza de Dios con el hombre (Gn 9, 1-17).
Si 44, 20-26. Lo primero que se alaba de Abrahán es que observó la Ley del Altísimo, con él hizo Alianza (v. 20). Con esta expresión, el autor se refiere, probablemente, a la obediencia del patriarca a lo que Dios le pedía, y a la alianza de la circuncisión (cfr Gn 17, 9-14), ya que la Ley se dio más tarde, con Moisés. Sin embargo, para el lector del Eclesiástico este inciso es una invitación a contemplar en la figura de Abrahán un ejemplo del cumplimiento de la Ley, que es uno de los temas centrales del libro. La Alianza y la bendición que Dios hizo a Abrahán siguen presentes en sus descendientes, Isaac y Jacob (vv. 24-26).
Si 44, 27-Si 45, 6. Lo mismo que al hablar de Abrahán, también ahora se subraya en Moisés lo relativo a la Ley y a la Alianza (Si 45, 6). Es una nueva llamada de Ben Sirac a los lectores de su obra, para que contemplen en otro hombre ilustre cómo se ha hecho realidad en su vida lo que les ha enseñado.
Si 45, 7-27. En la figura de Aarón se ofrece un modelo ejemplar para el cuidado del culto y la atención a su dignidad, que luego será alabada en el sumo sacerdote Simón, hijo de Onías (cfr Si 50, 1-23). Al presentar su figura se describen con detenimiento las vestiduras sagradas, ricas y preciosas, y la abundancia de sacrificios, dignos del esplendor que merece el culto al Señor (vv. 7-18). La catequesis de la Iglesia se fijó en todos estos detalles para aplicarlos no sólo al culto externo, sino también al culto interior que cada cristiano debe dar a Dios con su conducta: Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tu oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu, haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio (S. Pedro Crisólogo, Sermones 108).
Si 45, 28-31. Durante la estancia en el desierto, algunos israelitas cedieron a la tentación de acercarse a los cultos paganos mediante matrimonios con mujeres que no pertenecían al pueblo, por lo que el Señor les castigó con una plaga. Pinjás, llevado por su celo, dio muerte a un israelita que se había unido a una madianita, y cesó aquella plaga (Nm 25, 6-15). Este episodio será recordado por San Pablo como enseñanza sobre la necesidad de ser fiel a Dios (cfr 1Co 10, 8).
Si 46, 1-8. Josué es presentado como libertador del pueblo e intercesor ante Dios (v. 6). Por su acción y por su nombre (el Señor salva) es considerado figura de Jesucristo (cfr nota a Jos 1, 1-9).
Si 46, 9-12. Caleb es protagonista de dos escenas, relacionadas con la instalación de las tribus de Israel en Canaán. La primera de ellas (vv. 9-10), narrada en el libro de los Números (cfr Nm 13, 30), presenta a Caleb infundiendo valor al pueblo para dirigirse a la tierra que Dios les ha prometido y tomar posesión de ella, en un momento en que el relato de los exploradores había sembrado el pesimismo entre los israelitas al ponderar con exceso las dificultades que iban a encontrar. La segunda escena (vv. 11-12) habla del premio recibido por Caleb, y aparece en el libro Josué (cfr Jos 14, 10-12). Cuando se había culminado la toma de posesión de la tierra, Caleb recibe la heredad que le corresponde, y a pesar de su edad avanzada se siente con fuerzas para seguir combatiendo y tomar posesión de ella. Como premio a su valentía y fidelidad el Señor le conservó con ánimo juvenil durante muchos años, fuerte para acometer grandes tareas (cfr v. 11).
La figura de Caleb quedaría siempre en la tradición hebrea, y después en la cristiana, como ejemplo de un hombre audaz que no se acobarda ni tiene miedo ante el esfuerzo que supone acoger los dones de Dios. También hoy día, recordar el ímpetu de su fidelidad enseña a superar excusas como la del no puedo a la hora de responder a la propia vocación cristiana con plena radicalidad.
Si 46, 13-23. Aunque Samuel es considerado como el último de los jueces, aquí ocupa un lugar preeminente y es calificado como profeta. Se destaca su actuación en nombre del Señor para introducir en Israel la institución monárquica. El v. 23 alude a la corrección que Samuel, después de muerto, al ser invocado por una nigromante (1S 28, 6-19), hizo a Saúl.
Si 47, 1-13. En el elogio de David se recuerda sobre todo su amor a Dios, que le llevaba a darle gracias en sus victorias, reconociendo que era el Señor quien le proporcionaba la fortaleza necesaria para alcanzarlas (cfr vv. 9-10). Como manifestación de ese amor, y anticipando también en esto -como antes Aarón- la figura del sumo sacerdote Simón, se hace notar su empeño por fomentar el esplendor de las celebraciones cultuales (cfr vv. 11-12). Como recompensa al amor que manifestaba al cuidar lo relacionado con el culto, el Señor fue indulgente y le perdonó sus pecados (v. 13).
Si 47, 14-31. A partir de Salomón los reyes son calificados negativamente por la infidelidad de cada uno: Salomón por sus matrimonios con mujeres extranjeras (vv. 21-22); Roboam, por su necedad al no escuchar la voz del pueblo (v. 28); y Jeroboam, por su idolatría (v. 31).
Si 48, 1-18. Se hace un resumen de la vida de los profetas Elías y Eliseo. Es de destacar la misión de Elías de convertir el corazón de los padres hacia sus hijos para aplacar la ira del Señor (v. 10). En el Nuevo Testamento estás mismas palabras se aplicarán a Juan Bautista, en su misión de preparar el camino del Señor (Lc 1, 17; cfr Ml 3, 23-24). Como resultado de la predicación de estos profetas se recuerda la permanencia de un resto fiel (v. 17), a través del cual continúa la historia de la salvación.
Si 48, 19-Si 49, 4. Se recoge la figura de dos reyes, Ezequías (Si 48, 19-24) y Josías (Si 49, 1-4), que, movidos por la predicación de los profetas Isaías (Si 48, 25-28) y Jeremías (cfr Si 49, 8-9), se mantuvieron fieles al Señor. Es sugerente la presentación de la figura de Ezequías. Ante la invasión de Senaquerib, que amenazaba a Jerusalén, primero pone los medios que están a su alcance para defenderse durante el asedio: fortificó la ciudad y excavó un túnel para facilitar el abastecimiento de aguas (cfr v. 19; cfr 2R 20, 20). Pero, también acude a la oración para implorar el auxilio divino (cfr v. 22; cfr 2R 18, 13-2R 19, 37). Así logró salvaguardar la ciudad santa del peligro que la acechaba. Queda con ello como ejemplo permanente de hombre de fe, que pone todos los medios humanos de su parte y al mismo tiempo acude a la oración pidiendo el auxilio divino: En las empresas de apostolado, está bien -es un deber- que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2… (S. Josemaría Escriva, Camino, 471).
Si 49, 5-12. Los demás reyes de Israel, por su mala conducta, acarrearon la ruina del pueblo a pesar de haber sido advertidos por Jeremías (vv. 8-9). Sin embargo, en el destierro Ezequiel recibió la visión de la restauración de un resto de Israel (vv. 10-11). La mención de los doce profetas como un grupo da idea de que los escritos de los profetas menores estaban ya reunidos en un solo volumen.
Si 49, 13-15. En el elogio de los distintos personajes realizado en los capítulos anteriores se habían subrayado, entre otros aspectos, los relacionados con la construcción del Templo y el esplendor del culto. También habían resaltado el cuidado que tuvieron de Jerusalén. Ahora se alaba a los personajes que, cuando la Ciudad Santa había quedado en situación ruinosa y el Templo había sido profanado, pusieron todo su empeño en la restauración del culto y la reconstrucción de la ciudad (cfr Esd 3, 1-Esd 6, 22; Ne 1, 1-Ne 13, 31). En efecto, la grandeza de quien actúa cara a Dios no está sólo en afrontar nuevas y grandiosas tareas, sino también en volver a recomenzar cuantas veces sea necesario.
Si 49, 16-19. Tras hacer un recorrido por la historia de Israel, el autor vuelve la mirada a sus orígenes, llegando a través de los patriarcas hasta el mismo Adán. Sobre Henoc, cfr Si 44, 16. El v. 18b es uno de los añadidos recogidos en las versiones latinas y puede recoger una tradición apócrifa.
Si 50, 1-23. La enumeración de hombres ilustres realizada en los capítulos anteriores culmina en la figura de Simón II, hijo de Onías, un sumo sacerdote ejemplar que ejerció su oficio sacerdotal entre el 219 y el 196 a.C. En su alabanza se recapitulan todas las virtudes antes apuntadas en los antepasados: reparó el Templo (vv. 1-2) que había construido Salomón (Si 47, 15) y que reconstruyeron Zorobabel y Josué (Si 49, 13-14); realizó construcciones y fortificó la ciudad (vv. 3-4), como Ezequías (Si 48, 19) y Nehemías (Si 49, 15); y cuidó hasta los detalles más pequeños que pudieran proporcionar magnificencia al culto (vv. 5-23), fiel a la tradición de Aarón (Si 45, 7-18) y David (Si 47, 9-12).
Si 50, 24-31. El elogio de Simón va seguido de tres concisos conjuntos: una breve admonición a los lectores (vv. 24-26), una invectiva contra los dos pueblos vecinos, los filisteos y los samaritanos (vv. 27-28), que, a primera vista, desentona del contexto, y, finalmente, la conclusión de todo el libro (vv. 29-31). Esta conclusión viene a compendiar todo el tratado, lo mismo que otros versículos como 1, 1.22, ó 19.18. Es como una especie de firma, desusada en los otros libros del Antiguo Testamento. Una forma parecida la encontramos en el Apocalipsis de San Juan (Ap 22, 6-7). Como los vv. 29-31 vienen tanto en los manuscritos griegos y latinos como en hebreo, aunque con pequeñas variantes, se piensa que pudo escribirla el mismo Ben Sirac y no el traductor al griego. Pero, por expresarse en tercera persona, podría tratarse también de una apostilla de algún escriba hebreo antes de que el libro fuera traducido al griego. En cualquier caso, queda bien expresada la tarea realizada por Ben Sirac (v. 29; cfr Si 24, 30) y la intencionalidad con que escribe: ayudar al lector a ser sabio (vv. 30-31).
Si 51, 1-17. El epílogo del libro, que quizás no sea del mismo autor, consta de un himno de acción de gracias y de un poema sobre la búsqueda de la sabiduría. El himno tiene cierto parecido con los salmos de acción de gracias: comienza con el agradecimiento a Dios (vv. 1-2), y enseguida expone los peligros a los que se vio sometido su autor, probablemente una calumnia (vv. 3.7), muy grave (vv. 5.6.8), en la que se quedó solo (v. 10). Entonces rogó a Dios que le escuchó (v. 16), y por eso le da gracias y le alaba (v. 17). Aunque el libro tiene un contexto sacerdotal, no se menciona el sacrificio que acompaña a esa alabanza.
Si 51, 18-38. En la cueva 11 de Qumrán se encontró buena parte del texto hebreo de este poema, que muestra que originalmente era un acróstico, es decir, que las letras iniciales de cada uno de los versos sucesivos componían el alfabeto hebreo completo y en orden. Sucede como en Proverbios, tal vez el más característico de los libros sapienciales, que se cierra con el poema sobre la mujer perfecta (Pr 31, 10-31) que es también un acróstico. En este caso se trata de una invitación a los jóvenes a emprender sin demora la búsqueda de la sabiduría.
Si 51, 38 El texto hebreo añade: Bendito sea el Señor por siempre y su Nombre sea alabado de generación en generación. Hasta aquí las palabras de Simón, hijo de Jesús, hijo de Eleazar, Ben Sirá. Bendito sea el Nombre del Señor ahora y por siempre. Algunos manuscritos griegos traen al final lo que sería el título del libro: Sabiduría de Salomón, hijo de Sirac.
Is 1, 1 Según los datos del encabezamiento, las visiones proféticas de Isaías acerca del sentido y razón de los acontecimientos que suceden en su entorno tuvieron lugar en un período de unos cuarenta años: desde tiempos de Uzías (785-733) hasta Ezequías (727-698).
En esas décadas fue creciendo el poder del imperio asirio, que desarrolló una política expansionista, sometió a vasallaje e impuso fuertes tributos a amplios territorios de Oriente Medio, y llevó a cabo grandes deportaciones. En toda la región cundió el temor a los ejércitos asirios y algunos reinos se aliaron para hacerles frente. También Judá estuvo atemorizada, debatiéndose entre la alternativa de buscar el apoyo en alianzas con otros pueblos o confiar en el Señor. El año 722 a.C. las tropas asirias conquistaron Samaría, lo que supuso el fin para el vecino reino de Israel. Durante los últimos años del siglo la amenaza asiria se hizo más apremiante para el reino del Sur, hasta que durante la campaña de Senaquerib el año 701 gran parte del territorio de Judá fue devastado y la propia Jerusalén se vio sitiada y al borde de ser asaltada.
Is 1, 2-Is 39, 8. La primera parte del libro de Isaías se suele denominar también Isaías I, o Primer Isaías. Incluye textos proféticos que tienen como marco histórico de referencia la amenaza de los ejércitos asirios sobre Judá y Jerusalén en la segunda mitad del siglo VIII a.C. Tanto en el comienzo como al final de esta parte se habla de Jerusalén como de una ciudad sitiada en medio de una región arrasada por extranjeros (cfr Is 1, 7-8; Is 36, 1-22).
El texto sagrado relaciona la situación de inseguridad en la que se encuentra el pueblo de Judá ante sus poderosos enemigos con su apartamiento de Dios, pues los israelitas viven al margen de Él, como si ignorasen todo lo que el Señor ha hecho por ellos. Las perspectivas de futuro no son buenas, ya que no se aprecia reacción positiva alguna ante las llamadas del profeta a la conversión. Un gran castigo parece inminente. Sin embargo, queda un resquicio de esperanza, pues un pequeño resto permanece fiel y será como el germen de un pueblo restaurado. De diversos modos se presenta el contraste entre aquellos que -como el rey Ajaz (cfr Is 7, 1-17)- manifiestan desconfianza en Dios y sólo se fían de la prudencia humana para resolver sus problemas, y aquellos que -como el rey Ezequías (cfr Is 36, 1-Is 38, 22)- se apoyan en el Señor y, además de empeñarse en buscar soluciones, piden confiadamente la ayuda divina y tienen fe en que Dios traerá la salvación.
En esta primera parte se incluyen piezas proféticas de distinto género y procedencia. Desde las más antiguas resuena el temor ante el poderío de Asiria, que se presenta como vara o bastón con los que el Señor golpea en su furor (cfr Is 10, 5). La amenaza asiria se hace sentir sobre todos los pueblos de la región y llega a las mismas puertas de Jerusalén durante el asedio de Senaquerib con el que se concluye la primera parte del libro.
Las palabras proféticas se estructuran en seis secciones. La primera trata de la amenaza que se cierne sobre Israel y Judá (Is 1, 2-Is 12, 6), y la segunda contiene los oráculos contra las naciones (Is 13, 1-Is 23, 18). En la tercera, que de algún modo recoge los fundamentos teológicos de toda la enseñanza expresada en esta parte y se denomina Apocalipsis de Isaías, se trata del juicio del Señor -soberano del mundo, al que nada escapa- sobre los pueblos; es un juicio que traerá un castigo, pero en el que se abren esperanzas de salvación (Is 24, 1-Is 27, 13). A continuación se abunda de nuevo en las penalidades que amenazan a Jerusalén por sus culpas, y también ahora se alimenta la esperanza de que la destrucción no será total (Is 28, 1-Is 33, 24). Después de tornar al tema del juicio del Señor y dar ánimos para aguardar la salvación en una sección que se suele llamar Pequeño Apocalipsis (Is 34, 1-Is 35, 10), esta primera parte culmina con una sección narrativa en la que se habla de la destrucción realizada en Judá por las tropas asirias de Senaquerib, aunque al menos por el momento se salvó de esa gran desolación un pequeño resto, el constituido por aquellos que permanecieron junto con el rey Ezequías en la ciudad de Jerusalén (Is 36, 1-Is 39, 8).
Is 1, 2-Is 12, 6. El ministerio profético de Isaías debió de comenzar en los años previos a la guerra sirio–efraimita, llamada así porque los reinos de Siria y de Efraím (Israel), estimulados por Egipto, se aliaron y promovieron campañas bélicas para oponerse al avance de las tropas asirias. Los reyes de Siria e Israel intentaron persuadir a Ajaz, rey de Judá, de que entrase en la liga antiasiria. Ajaz declinó entrar en esa coalición y, en cambio, buscó congraciarse con Asiria para evitar el desastre. El año 734 a.C. Asiria invadió en una campaña fulgurante el reino de Siria, gran parte de Israel y del Líbano, de la costa filistea y de la Transjordania. En los años siguientes afianzó aún más su control sobre esas regiones. Tras la caída de Samaría (722 a.C.) se produjeron las crueles deportaciones de población israelita y la instalación de gentes extranjeras en sus tierras.
El reino de Judá no se vio directamente invadido, pero sufrió graves consecuencias: pago de impuestos y vasallaje a Asiria. Consiguió la paz a costa de muchas cesiones. A la vez, hubo una notable relajación de la justicia y de la vida religiosa. En tales circunstancias fueron pronunciados los oráculos más antiguos contenidos en estos doce capítulos.
La sección comienza con una recriminación por el abandono del Señor sin hacer referencias explícitas a acontecimientos concretos; refleja un momento de grave crisis, con Judá desolada y Jerusalén sitiada (Is 1, 2-20), situación que exige una llamada a la purificación de los pecados e infidelidades cometidos (Is 1, 21-31). Tras un chispazo de esperanza sobre la gloria que aguarda a Jerusalén (Is 2, 1-5), siguen unos oráculos en los que se describe la postración en que ha quedado el pueblo como castigo a su arrogancia (Is 2, 6-22). Sin embargo, en medio de tanta inmundicia, ha quedado un germen de hermosura que permite abrigar esperanzas de renacimiento (Is 3, 1-Is 4, 6). Podría decirse que el núcleo de toda la sección está constituido por la Canción de la viña (Is 5, 1-7), en la que con una bella alegoría se pondera la atención que el Señor dispensó a su pueblo y la falta de correspondencia que encontró a tales cuidados. A partir de aquí comienzan las alusiones a noticias históricas concretas en el denominado Libro del Enmanuel (Is 7, 1-Is 12, 6), que viene introducido por el relato de la vocación de Isaías, enviado por el Señor a su pueblo para explicar el sentido de lo que sucedía y lo que cabría esperar (Is 6, 1-13). De este modo, el profeta interviene ante Ajaz para que confíe en el Señor (Is 7, 1-17) frente a las amenazas de invasión (Is 7, 18-25). El terror de Asiria se cierne sobre Israel y Judá (Is 8, 1-22), pero se abren perspectivas de liberación (Is 8, 23-Is 9, 6). Ciertamente habrá un castigo para Israel y Judá (Is 9, 7-Is 10, 4), pero también para Asiria (Is 10, 5-19). Mientras tanto, el resto de Israel progresará en el camino del conocimiento del Señor y de la paz (Is 10, 20-Is 11, 9). La sección termina con un canto de alegría y alabanza al Señor que salva y restaura a su pueblo (Is 11, 10-Is 12, 6).
Is 1, 2-31. Los primeros oráculos están redactados con el lenguaje propio de un proceso judicial. Se trata de un género literario común en los escritos proféticos de Israel, que tiene notables similitudes con modos de expresión habituales en textos del antiguo Oriente Medio. Sin embargo, en otros pueblos se recurre a ese modo de hablar para justificar un castigo al vasallo decretado por un señor que se ha visto traicionado. En cambio, en los textos proféticos la demostración de la culpa es un modo de reclamar con urgencia la conversión. El Señor no se goza en castigar sino en perdonar y restablecer la amistad.
De entrada se invoca al cielo y a la tierra como testigos de los delitos cometidos por el pueblo, y se formula la acusación de haber abandonado al Señor (vv. 2-3). A continuación el oráculo increpa a quienes se han apartado del Señor y no se sienten movidos a reaccionar a pesar de las desgracias que les han sobrevenido (vv. 4-9), así como denuncia la hipocresía de un culto que se limita a prácticas externas que no van acompañadas por una actitud interior adecuada (vv. 10-15). El discurso sigue con una llamada a la conversión (vv. 16-17). El Señor está dispuesto a litigar con su pueblo, y a premiar su rectificación o a castigar su persistencia en el mal (vv. 18-20). La situación es lamentable, pues la infidelidad ha sido grande (vv. 21-23). El castigo será ejemplar, por lo que se llama con urgencia a la purificación y al retorno a la fidelidad del principio (vv. 24-31).
Este oráculo sintetiza los grandes temas teológicos presentes en la historia del pueblo elegido del Antiguo Testamento: elección divina, ofrecimiento de la Alianza por parte de Dios, ruptura de la Alianza por parte del pueblo con sus pecados, y castigo de Dios por la infidelidad. Pese a todo, muestra a un Dios misericordioso capaz de perdonar las ofensas y que nunca abandona a quienes ha amado.
Is 1, 3 Un escrito apócrifo del siglo VII u VIII ve en estas palabras una profecía que se cumplió con el nacimiento de Jesucristo, que al nacer sólo fue adorado por un buey y un asno (Evangelio del Pseudo Mateo 14). Entiende de esa manera que el rechazo del pueblo a su Señor, del que se lamenta el profeta, se cumple con la falta de acogida a la Virgen y a San José que narra San Lucas (Lc 2, 7). Esta interpretación dio paso a la representación tradicional del nacimiento de Jesús en una cueva en la que están presentes el buey y la mula, que San Gregorio Magno interpreta simbólicamente: El buey se refiere al pueblo de Israel sojuzgado por el yugo de la Ley; el asno indica el pueblo gentil, entregado a las pasiones y muy violento (Moralia in Iob 35, 16, 39).
Is 1, 4-9. El profeta se lamenta ante la desolación, daño y sufrimientos que pudieron experimentar quienes se apartaron de Dios e increpa al pueblo por su abandono. El Señor, como un buen Padre (cfr Is 1, 2), había cuidado de su pueblo, pero ellos fueron desagradecidos. Cuando se apartaron del Señor quedaron en una situación lastimosa. Judá arrasada y Jerusalén sitiada por los ejércitos de Asiria hacen pensar y mueven a sacar conclusiones. Es el primer mensaje del profeta, que intenta mover a la conversión. No todo está perdido, no ha habido una aniquilación total pues el Señor ha conservado un resto (v. 9), por lo que aún cabe rectificar y tener esperanza en alcanzar la salvación. San Pablo, en Rm 9, 27-29, cita el v. 9 en un contexto en el que el Apóstol defiende la elección divina irrevocable de Israel, del que, a pesar de sus pecados, Dios reservará un resto fiel.
El pecado del pueblo, su rebelión contra Dios, no consistió tanto en un interés deliberado por ofenderlo cuanto en no conocer, no discernir (cfr Is 1, 3), que todo cuanto tenían procedía de la bondad del Señor y no de sus propios logros personales.
La situación se repite en la historia y, con frecuencia, lo que debía suscitar acogida y agradecimiento es despreciado. Pero hoy y siempre es posible el triunfo sobre el mal y el pecado gracias a la Redención realizada por Jesucristo al llegar la plenitud de los tiempos (cfr Ga 4, 4). Es costumbre constante de los profetas no sólo anunciar el terrible castigo que deben sufrir los pecadores, sino también el que habrían merecido sufrir, para que en el momento del castigo den muchas gracias a Dios, porque la pena que Él les inflige no es proporcional a sus faltas sino mucho menor (…). Pablo ha expresado la misma idea; y lo hace de una manera más conveniente que el profeta: pues, al igual que en los tiempos del profeta, manifiesta que, si no hubiera sido muy grande la misericordia de Dios, todos habrían sido exterminados. Si no se hubiera manifestado la gracia en el tiempo de la venida de Cristo, todos habrían sufrido una suerte más terrible (S. Juan Crisóstomo, In Isaiam 1, 4).
Is 1, 10-20. Estos versículos de algún modo forman también una unidad literaria redactada según el esquema de pleito, frecuente en la literatura profética: la exposición de delitos (vv. 10-15) contrasta con la relación de obras buenas, redactadas aquí a modo de exhortación (vv. 16-17), para desembocar en la sentencia final, que en este caso queda reflejada en la actitud del juez, que representa a Dios (vv. 18-20).
El inicio (v. 10) es duro al identificar a los habitantes de Judá con los de Sodoma y Gomorra, ciudades prototipo del crimen y del alejamiento de Dios. Los delitos de los que se les acusan son contra los actos de culto (vv. 11-15), que se describen gradualmente: sacrificios, incienso, festividades, plegarias. La acusación no se dirige contra los actos de culto en sí, pues éstos son los ordenados en el libro del Levítico y por tanto correctos. La malicia que se condena es el formalismo y la falta de coherencia de quienes los realizan, como se desprende de los versículos siguientes. La conducta que Dios exige (vv. 16-17) comprende la conversión sincera, la justicia, la defensa de los débiles: en definitiva, el comportamiento correcto con los demás miembros del pueblo. El Señor en esta especie de juicio se muestra propenso a perdonar, aunque sin negar la posibilidad del castigo (vv. 18-20). La imagen de los colores para indicar el pecado -rojo- y el perdón -blanco- (v. 18) ponen de relieve cómo Dios se complace en los que perdona como un pintor en sus obras.
En la Liturgia se leen algunos textos de esta sección durante el tiempo de Cuaresma (Martes de la Segunda Semana) que estimulan a recapacitar acerca de si se ha tributado a Dios el culto debido, a la vez que invitan a realizar una conversión sincera y profunda. Partiendo de este pasaje de Isaías -entre otros textos de la Escritura-, los escritores cristianos han venido explicando que la religión y la conversión verdaderas comienzan por el interior de la persona y se traducen en su conducta externa. Así escribía uno de los padres apostólicos: De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia diciendo: Por mi vida -oráculo del Señor-, juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta; y añade aquella hermosa sentencia: Cesad de obrar mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: “Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a mí de todo corazón y decís: ‘Padre’, os escucharé como a mi pueblo santo”. Queriendo, pues, el Señor que todos los que Él ama tengan parte en la penitencia, lo confirmó así con su omnipotente voluntad. Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e, implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su benevolencia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas y la envidia, que conduce a la muerte (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 8, 1-9, 1).
Is 1, 17 Aprended a hacer el bien. La conducta que Dios pide exige un renovado esfuerzo en mejorar nuestro comportamiento mediante el empeño en formarse mejor. San Basilio comenta: Como la ciencia moral no es evidente ni por sí misma es clara para todos, debemos aprender a hacer cosas buenas mediante la doctrina (Enarratio in Isaiam 1, 40). Y junto a la doctrina, el camino de la santidad requiere ejercitarse en las virtudes un día y otro, con constancia, en el ambiente y en las circunstancias en que vivimos. Las virtudes humanas (…) son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes -hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia-, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios sólo de palabra, sino con obras y de verdad (1Jn 3, 18) (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 91).
Is 1, 21-31. Como prolongación de la sentencia, el profeta lamenta intensamente la condición deplorable de Jerusalén (vv. 21-23) y anuncia una situación renovada (vv. 24-31). En este proceso, sobresale el sentido purificador: Como lejía, limpiaré tus escorias (v. 25). Con esta imagen tan expresiva queda claro que el Señor no busca la ruina del pecador, sino su reforma y progreso: No castiga para destruir, sino educa para corregir (S. Basilio, Enarratio in Isaiam 1, 55).
Is 2, 1-Is 4, 6. Esta sección afronta una nueva disputa en la que resuena la enseñanza sobre el día del Señor (Is 2, 12; cfr Am 5, 18-20). Si antes se había acusado al pueblo de abandonar a Dios (cfr Is 1, 2-3), ahora se explica por qué el Señor ha abandonado a su pueblo (cfr Is 2, 6): ha sido a causa de su arrogancia y de su idolatría (cfr Is 2, 6-Is 4, 1). Pero el día en que se manifieste el juicio de Dios, la arrogancia humana será humillada y el Señor será ensalzado (cfr Is 2, 9.11.17).
Unos oráculos sobre la gloria que Sión alcanzará en aquel día preceden (cfr Is 2, 1-5) y culminan (Is 4, 2-6) esta contienda.
Is 2, 1-5. A pesar de los pecados del pueblo y de la calamitosa situación de Judá que se está describiendo en la primera parte del libro de Isaías, se abre ya desde el comienzo un resquicio a la esperanza con esta visión de restauración mesiánica y escatológica, en la que se subraya la centralidad universal de Sión, el monte del Señor, es decir, Jerusalén.
Todos los pueblos acudirán entonces a la ciudad santa no con ánimo belicoso para despojarla de sus riquezas, sino en son de paz, para escuchar la palabra del Señor y ser instruidos en su Ley. Con esa esperanza a la que se apunta ya desde el principio se culminará el libro (cfr Is 66, 18-24), y queda así rubricado al comienzo y al final del escrito uno de los mensajes más importantes que se contienen en él.
El poema (vv. 2-5), que con ligeras variantes aparece también en el libro de Miqueas (Is 4, 1-3), pone en relación la Ley con el Templo, centro espiritual de la Jerusalén renovada tras el regreso del destierro de Babilonia.
En contraste con la violencia y desolación que acompaña al pecado (cfr Is 1, 2-9), la reverencia a Dios y el afán de vivir de acuerdo con sus disposiciones, la práctica de la justicia y el amor al prójimo conducen a la paz. La indumentaria bélica se transforma en aparejo de labranza y desarrollo: En la medida en que los hombres son pecadores -dice el Concilio Vaticano II-, les amenaza, y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: “De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas, podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestran más para el combate” (Is 2, 4) (Gaudium et spes, 78).
Estas palabras de Isaías que anuncian la intervención salvífica de Dios al final de los tiempos alcanzan su plenitud en el nacimiento de Cristo. Con Él se inaugura una época de perfecta paz y reconciliación. La Iglesia utiliza este texto en la liturgia del primer domingo de Adviento, dirigiendo nuestra atención hacia la espera de la segunda venida de Cristo, mientras se prepara a recordar su primera venida en la Navidad.
Is 2, 6-22. Los hombres son arrogantes, confían en sus tesoros, en sus ejércitos y en los consejeros que se han buscado para halagar sus oídos. Sin embargo, cuando comparezcan ante Dios, toda esa altanería se esfumará. Los que confiaban en sí mismos quedarán aterrados ante la majestad del Señor.
El poema es una enérgica llamada de atención a los habitantes de Judá y Jerusalén acerca de sus actitudes, para invitarlos a depositar su confianza en Dios, el único que merece estimación (cfr v. 22). La lección sigue siendo actual, especialmente para aquellos que confiados en el desarrollo de la ciencia y de la técnica y refugiados en el bienestar que poseen, se olvidan de los necesitados y, sobre todo, de Dios. De nada les aprovecharán sus aparentes logros cuando llegue el día del Señor (v. 12), aquel día (vv. 11. 17.20) en que su Juicio será inapelable. Comentando el v. 9 San Jerónimo escribe: Podemos decir por analogía que toda opinión contraria a la verdad acabará adorando a los ídolos de sus manos, y se hará ídolos sobre la tierra; y el hombre será doblegado, y el varón será humillado, y no podrá erguirse porque estará atado por el diablo, si el Señor no le endereza, como por ejemplo sucedió con aquella mujer a la que Satanás había dominado durante dieciocho años, para que no pudiera mirar al cielo sino siempre a la tierra (Commentarii in Isaiam 2, 9).
Aquel día (vv. 11.17.20) es una fórmula que aparece aquí por primera vez, pero que reaparecerá muchas otras a lo largo del libro de Isaías, para introducir un oráculo escatológico, generalmente referido al día del Señor. Será el momento de la exaltación definitiva de Dios.
Is 3, 1-15. El oráculo, que comienza y termina hablando del Señor de los ejércitos, anuncia el juicio divino sobre Judá y Jerusalén, cuyo orgullo y suficiencia merecen el castigo.
El cuadro que se dibuja es el de una situación anárquica, con un pueblo a la deriva, sin que nadie asuma un gobierno responsable. Parece que se alude a un momento histórico de transición, bajo una regencia (cfr vv. 4 y 12). Es posible que se trate de la época en que el rey Uzías (Azarías) contrajo la lepra y su joven hijo Jotam comenzó a hacerse cargo de los asuntos de gobierno (cfr 2R 15, 5).
Se reitera la predicación moral dirigida al conjunto de la sociedad y al individuo: todos serán juzgados, con premio para el justo y castigo para el malvado (cfr vv. 10-11).
Las referencias peyorativas hacia la mujer, que aparecen aquí (v. 12) y en otros lugares del libro (Is 19, 16; Is 32, 9; Is 54, 6; etc.), responden a la mentalidad de la época en que fue escrito. En esos momentos la condición de la mujer en el ámbito jurídico era de inferioridad, dependiente para todo de su padre o del marido.
Is 3, 16-Is 4, 1. El profeta habla ahora con ironía dramática sobre la desolación y las víctimas que inundarían a Judá de dolor: la altivez y el lujo con que se adornan las mujeres de Jerusalén se tornarán en humillación y tormento (Is 3, 16-24), y no encontrarán quien las tome por esposas de tantos hombres como habrán perecido (Is 3, 25-Is 4, 1).
En el lector de estos oráculos resuenan sin duda los acontecimientos de la caída de Jerusalén ante las tropas de Nabucodonosor y las filas de deportados con sus familias caminando tristemente hacia Babilonia. Los que llevaban una vida atolondrada y frívola, despreocupada del Señor, comprobaron que sus placeres eran efímeros y sus alegrías superficiales, que se trocaron en sufrimientos y privaciones.
Is 4, 2-6. En medio de tanta aflicción ha quedado un germen que permite abrigar esperanzas de que el Señor volverá a estar presente entre los suyos otorgándoles su protección. Se completa así la visión de Is 2, 1-5. El monte Sión se refiere sobre todo a la congregación de ese resto de Israel reunida en el Templo, que gozará de la protección del Señor como en los días del desierto, cuando tras la liberación de Egipto peregrinaban hacia la tierra prometida bajo la guía de la columna de nube y fuego (cfr Ex 13, 21-22).
El brote del Señor (v. 2) es un título del monarca descendiente de David (cfr Is 11, 1). No es sólo el resto de Israel que sobrevivirá y verá la gloria de la Jerusalén purificada, sino que es el Mesías, hijo de David. Por eso, un antiguo autor cristiano, al comentar el saludo de Isabel a María -Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre (Lc 1, 42)- dice: De este fruto habla Isaías cuando dice: Aquel día, el germen del Señor será hermosura y gloria, fruto del país. ¿Cuál puede ser este fruto, sino el Santo de Israel, que a la vez es semilla de Abrahán, vástago del Señor, y flor que sube de la raíz de Jesé, fruto de vida del que hemos participado? (Balduino de Cantorbery, De salutatione angelica).
Is 5, 1-7. La canción de la viña es una obra maestra de la poseía hebrea, que condensa un gran significado simbólico y pedagógico. Bajo la imagen del labrador desencantado se descubre al Señor dolorido por la falta de frutos de justicia de su pueblo. En vv. 1-2 el autor asume el papel del amigo de Dios; en vv. 3-6 es el amado quien expone los prolongados cuidados con su pueblo, y en v. 7 el autor vuelve a tomar la palabra. La trama es fácil y rápida: tras mantener en suspenso el significado de su mensaje (vv. 1-6) -de modo semejante a la parábola que cuenta Natán a David (cfr 2S 12, 1-15)- el autor lo descubre de pronto (v. 7): la viña es la casa de Israel, que a pesar de los cuidados recibidos del amado, que es el Señor, no dio los frutos esperados, uvas selectas, sino agraces. Israel habrá de reconocer su culpabilidad. Por eso, el comienzo lírico se cambia en anuncio de castigos. En la canción hay varios juegos ingeniosos de palabras, imposibles de expresar en una traducción.
El profeta Oseas ya había aplicado a Israel la metáfora de la viña (Os 10, 1). También lo hace de nuevo más adelante el propio Isaías (Is 27, 2-5), y vuelve a aparecer en Jeremías (Jr 2, 21; Jr 5, 10; Jr 6, 9; Jr 12, 10) y Ezequiel (Ez 15, 1-8; Ez 17, 3-10; Ez 19, 10.14). Igualmente se encuentran alusiones en Sal 80, 9-19 y en el Cántico de Moisés (Dt 32, 32-33). Por su parte, el Eclesiástico aplica la imagen a la sabiduría divina (cfr Si 24, 23-30). Finalmente, Jesucristo lo retomará en la parábola de los viñadores homicidas, presentando la parábola como un compendio de la historia de la salvación, que llega hasta la actitud de los jefes judíos con Él mismo (Mt 21, 33-46; Mc 12, 1-12; Lc 20, 9-19).
Como continuación del antiguo pueblo de Israel, la Iglesia está también prefigurada en la historia de la viña. Así lo hace notar el Concilio Vaticano II al recordar las figuras bíblicas de la Iglesia: La Iglesia es labranza o campo de Dios (1Co 3, 9). En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cfr Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia y que sin Él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5) (Lumen gentium, 6).
Is 5, 8-30. Seis ayes o lamentaciones configuran el conjunto del poema (vv. 8-10.11-17.18-19.20.21 y 22-24), que se cierra con la amenaza de un castigo aún mayor del que han sufrido (vv. 25-30). El profeta denuncia seis especies de pecados de los hijos de Judá y Jerusalén, que acarrearán el castigo divino. Es otro modo de lamentar la falta de correspondencia censurada antes en la parábola de la viña (Is 5, 1-7).
La primera lamentación (vv. 8-10) se dirige a los que atesoran riquezas para sí, despreocupándose de los demás (cfr St 5, 1-5). El castigo divino será una gran penuria, descrita de modo dramático. El texto hebreo dice literalmente: Pues diez yugadas de viña producirán un solo bat, y un jómer de simiente producirá un efah. Una yugada es el terreno que puede arar en un día una yunta de bueyes, y un bat es una medida de capacidad de unos 21 litros. Un jómer, medida de áridos, equivale a unos 200 kgs., y un efah es la décima parte de un jómer. La imagen del profeta alude a que la tierra ni siquiera devolverá una cantidad equivalente a la que recibió en la siembra, sino menos aún: solamente la décima parte de lo que se empleó para sembrar.
En las demás lamentaciones se hace patente la degradación moral y ética de los nobles para los que sólo cuentan los banquetes, la vanidad y la mentira, pero no la justicia ni el derecho. Así pues, se dirigen invectivas contra los que viven tan sólo ocupados de pasarlo bien (vv. 11-17) y contra los que denigran desvergonzadamente el mensaje profético (vv. 18-19). De éstos se resalta su apegamiento al pecado, simbolizado en las cuerdas que les atan a la vanidad, es decir, a la malicia, a la vez que desprecian la voluntad de Dios. A continuación se condena a los que niegan la verdad moral objetiva (v. 20), a los que presumen de ser sabios (v. 21), a los bebedores (v. 22) y a los jueces injustos (v. 23). A todos ellos se les anuncia que les llegará el castigo (v. 24). En la descripción de esta condena del pueblo de Judá y de Jerusalén se alude a todo tipo de desgracias: unas naturales, como fue el devastador terremoto (v. 25) sucedido durante el reinado de Uzías (cfr Am 1, 1; Za 14, 5); otras, consecuencia de la guerra (vv. 26-29), como la desolación que las tropas asirias fueron sembrando por todo el territorio de Judá, y que con el tiempo fue mayor, pues llegaron nuevos refuerzos aún más fuertes y fieros que los que ya estaban devastando el país.
Is 5, 20 Entre las lamentaciones que suscitan los malvados destaca la denuncia profética ante la falsía de los que engañan sin reparos, que mantienen actitudes frívolas ante la verdad. Por ese camino sólo cabe esperar una corrupción cada vez mayor. Desgraciadamente, actitudes análogas no han faltado ni faltan en momentos posteriores de la historia. Juan Pablo II señala que los mártires, dando testimonio del bien, representan un reproche viviente a cuantos transgreden la ley (cfr Sb 2, 2) y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: “¡Ay, de los que llaman al mal bien, y al bien mal; de los que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad; que dan lo amargo en dulce, y lo dulce en amargo!” (Is 5, 20). Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades que, incluso en las circunstancias más ordinarias, puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña San Gregorio Magno- le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (Veritatis Splendor, 93).
Is 6, 1-13. Como introducción del llamado Libro del Enmanuel (Is 7, 1-Is 12, 6) se sitúa este relato sobre la vocación profética de Isaías, que durante la guerra sirio–efraimita fue enviado por el Señor a su pueblo para explicarles el sentido de lo que estaba sucediendo y dar orientaciones sobre cómo actuar en esas circunstancias.
El relato comienza con una teofanía (vv. 1-4), que constituye uno de los puntos clave del mensaje del libro de Isaías. La manifestación de Dios sentado a la manera de los antiguos reyes orientales, en medio de la corte de seres angélicos -los serafines- en actitud de sumo respeto y proclamando la santidad del Señor, pone de relieve la grandiosa majestad de Dios. En esta visión del profeta, Dios es presentado como el tres veces santo (v. 3), máximo superlativo que usa la lengua hebrea. Ser santo implica lo que en nuestras lenguas, con mayor desarrollo conceptual, llamamos transcendencia. Dios transciende, está más allá de todos los otros seres, que son criaturas suyas. Santo, en hebreo, incluye también el concepto de sagrado o sacro. Quiere decir que Dios no se contamina de las limitaciones e imperfecciones de las criaturas, tanto en el orden del ser como en el del obrar.
Ante la santidad y majestad del Señor, Isaías responde con estremecimiento al sentir su propia impureza y la del pueblo (v. 5). Esta sensación de temor es habitual en las apariciones de Dios a lo largo de la historia bíblica, incluso en el anuncio del ángel a Santa María (cfr Lc 1, 30: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios). Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (cfr Ex 3, 5-6) delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!” (Is 6, 5). Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador delante de él: “No ejecutaré el ardor de mi cólera… porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo” (Os 11, 9) (Catecismo de la Iglesia Católica, 208).
En el momento en que Isaías reconoce humildemente su indignidad e insignificancia ante Dios es purificado y consolado (vv. 6-7). De ese modo, a pesar de aquel primer momento de temor, viene enseguida la respuesta confiada y generosa del profeta ofreciéndose para llevar a cabo la voluntad de Dios (v. 8). A solas con Dios, los profetas extraen luz y fuerza para su misión. Su oración no es una huida del mundo infiel, sino una escucha de la palabra de Dios; es, a veces, un debatirse o una queja, y siempre una intercesión que espera y prepara la intervención del Dios salvador, Señor de la historia (cfr Am 7, 2.5; Is 6, 5.8.11; Jr 1, 6; Jr 15, 15-18; Jr 20, 7-18) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2584).
Finalmente, el Señor le encarga una misión. El mensaje que debe transmitir está formulado de modo provocador, mediante expresivas y sorprendentes paradojas (vv. 9-10). En efecto, la tarea que se le encomienda no consiste, como a primera vista podría parecer, en hacer que el pueblo se haga incapaz de escuchar y entender la palabra de Dios que podría moverlo a la conversión. Se trata más bien de explicar a ese pueblo que no prestar atención a la palabra divina produce una ceguera de corazón que impide ver clara la realidad y, como consecuencia, el pecador por sí solo no se siente urgido a recapacitar y cambiar. Los evangelios sinópticos ven cumplidas en la predicación de Jesús las palabras de los vv. 9-10 (cfr Mt 13, 13-15; Mc 4, 11-12). El Evangelio de San Juan ve también en esas palabras un anticipo de lo que sucedía a quienes rechazaban la predicación de Jesús: Por eso no podían creer, porque también dijo Isaías: Les ha cegado los ojos / y les ha endurecido el corazón / de modo que no vean con los ojos / ni entiendan con el corazón ni se conviertan, / y yo los sane. Isaías dijo esto cuando vio su gloria y habló sobre él (Jn 12, 37-41). San Pablo asimismo recurre a los vv. 9-10 para hacer reproches a los judíos de Roma que rechazan la Buena Nueva de la Salvación en Cristo que les anuncia (cfr Hch 28, 23-28).
El endurecimiento del pueblo será grave y merecerá un castigo severo, pero no será indefinido. El desastre será tremendo -ciudades y casas devastadas-, pero quedará un germen santo que rebrotará (vv. 11-13). El mensaje de estos versículos sigue vigente para los hombres y mujeres de cualquier época. Isaías manifiesta ante Dios una actitud humilde, de máximo respeto y, al mismo tiempo, llena de confianza. Por su parte, el Señor purifica a sus elegidos y los envía como colaboradores de su obra de salvación. Orígenes, que comentó numerosas veces este pasaje, señala: Que se me traigan, por tanto, del altar celeste las brasas que quemen mis labios. Si las brasas del Señor tocan mis labios, los purificarán y cuando los hayan así purificado y circuncidado de los vicios (…) abrirán mi boca al Verbo de Dios y no saldrá más de ella una palabra impura (…). El serafín que ha sido mandado a purificar los labios impuros del profeta no ha purificado los labios del pueblo (…); por eso se comportan todavía como impíos, todavía repudian al Señor Jesucristo, todavía lo maldicen con labios impuros. En cuanto a mí, yo le pido al serafín que venga y purifique mis labios (Orígenes, Homiliae in Isaiam 1, 4). Tan sólo hace falta tener la misma actitud de humilde docilidad que mostró Isaías: Habiendo recibido la gracia de Dios, no ha requerido recibirla en vano, sin hacer uso de ella para cuanto convenía. Viendo a los serafines, viendo al Señor de los ejércitos sentado en su alto y excelso trono, ha dicho: “Ay de mí…”. Al hablar así y hacerse “indigno”, consigue la ayuda de Dios, porque Él acoge su humildad (ibidem 6, 2). Y San Juan Crisóstomo comentando la respuesta de Isaías señala que el profeta se muestra disponible a cumplir su misión entre el pueblo porque como los santos son amigos de Dios, aman también muchísimo a todos los hombres (In Isaiam 6, 5).
Is 7, 1-Is 12, 6. Este conjunto de relatos y oráculos ha sido llamado comúnmente Libro del Enmanuel, porque se estima que su cumbre está en el misterioso anuncio del Mesías-Salvador, llamado Immanu-El, Enmanuel, que significa Dios–con–nosotros (Is 7, 14). Es uno de los bloques más interesantes de la primera parte de Isaías. Algunos autores incluyen también en el Libro del Enmanuel la visión de la majestad divina y vocación del profeta (Is 6, 1-13), que puede ser considerada como un capítulo introductorio.
La profecía del Enmanuel comienza con el anuncio profético del signo salvífico que será dado por Dios: la virgen que concebirá y dará a luz un niño (Is 7, 1-Is 8, 22). El niño es descrito con atributos que difícilmente se explican en el nivel de lo meramente humano (Is 8, 23-Is 9, 6). La alegría de la salvación que acaba de anunciarse se entenebrece -es una de las paradojas frecuentes del libro- con los anuncios de la ira del Señor y la destrucción de Samaría y la amenaza a Jerusalén a manos de Asiria (Is 9, 7-Is 10, 19). Pero, como es habitual en la enseñanza de Isaías, se salvará un resto. Dios hará surgir un vástago del tronco de Jesé, esto es, un descendiente de David en el que se posará el Espíritu del Señor, e inaugurará el reinado de justicia y paz y volverán a su tierra los exiliados (Is 10, 20-Is 11, 16). Por ello, el profeta entona un breve salmo de acción de gracias (Is 12, 1-6).
Is 7, 1-9. Tras el relato de la vocación de Isaías donde se hablaba de la incapacidad de un corazón endurecido para escuchar la palabra del Señor (cfr Is 6, 9-10), se aduce ahora un ejemplo que lo corrobora. Se trata de lo sucedido en un encuentro entre Isaías y el rey Ajaz, en el que el monarca se debate en la duda de qué postura tomar ante las presiones que recibe para que su reino se incorpore a la coalición antiasiria formada por Israel (aquí también llamado Efraím) -cuya capital era Samaría- y por Siria -cuya capital era Damasco-. De Tabeel (o Tabeal) (v. 6) no se conoce más de lo que aquí se dice. Quizá fuera un alto funcionario, dispuesto a seguir la política aramea en el reino del Sur. El mensaje profético consiste en advertir a Judá que debe confiar en Dios prestando fe a su palabra, sin recurrir a alianzas políticas, ni con los sirio–efraimitas ni con Asiria. El párrafo termina lacónicamente con la amenaza de que si Ajaz y los suyos no creen, no subsistirán (vv. 7-9). En la narración se pone como testigo del diálogo a un hijo de Isaías al que se llama Sear-Yasub (v. 3), nombre que está cargado de simbolismo, pues significa un resto volverá. De algún modo, con su presencia, está testificando que Dios asegura la permanencia perenne del pueblo: siempre habrá una parte, un resto, que volverá a Dios y recobrará lo perdido (cfr Is 10, 20-22).
Is 7, 10-17. Aunque el monarca la había rechazado, el Señor le ofrece una señal de que no tiene por qué temer las amenazas de los reyes de Israel y Siria: una doncella está encinta y dará a luz un niño a quien llamará Enmanuel; en pocos años, antes de que el niño tenga uso de razón, los dos reinos a los que Ajaz teme habrán quedado desolados y vendrá una prosperidad a Judá como no la tenía desde antes de que comenzaran las amenazas del poderío asirio.
Las palabras del profeta, que en su contexto histórico y en su significación literal resultarían bastante claras para los protagonistas, tienen además la capacidad de enriquecerse con nuevos significados: es lo que ha sucedido con este texto en el desarrollo progresivo de la Revelación. En efecto, en el v. 14 hay tres elementos que, por separado y en su conjunto, pueden ser signo de la paz y de la salvación: la madre, el hijo y el nombre Enmanuel. La madre es una doncella, es decir, una mujer joven que no ha tenido hijos antes. Podría referirse a la joven esposa de Ajaz o a una joven indeterminada. En todo caso, al presentar su embarazo en el marco de una señal que se da al rey, se indica que estamos ante un hecho novedoso. No es extraño, por eso, que los intérpretes posteriores, especialmente los que tradujeron el texto al griego hacia el siglo II a.C., para subrayar esa novedad asombrosa tradujeran la palabra hebrea doncella por la palabra griega virgen. Después, los evangelistas San Mateo (Mt 1, 23) y San Lucas (Lc 1, 26-31) indicaron que la virginidad de María era la señal de que su Hijo es el Mesías, el verdadero Dios con nosotros, que trae la salvación.
El niño es el elemento más significativo. Si se trata del hijo de Ajaz, el futuro rey Ezequías, la profecía estaría mostrando que su nacimiento iba a ser señal de la protección divina, porque con él se aseguraría la sucesión dinástica. Si se refiere a un niño indeterminado, las palabras del profeta enseñarían que el nacimiento de este niño pondría de manifiesto la esperanza de que Dios iba a estar con nosotros, y su edad de discernimiento (v. 16) indicaría la llegada de la paz; sería, por tanto, la señal de que Dios está con nosotros. En el Nuevo Testamento, estas palabras se cumplen en su sentido más profundo: María es Virgen y es Madre, y su Hijo no es un símbolo de la protección de Dios sino la realidad del Dios verdadero que habita entre nosotros.
El nombre Enmanuel es expresión profética del carácter de revelación que tiene el nacimiento del niño, como eran reveladores los nombres de los hijos de Isaías: Sear-Yasub, que significa un resto volverá (Is 7, 3), y Maher–salal–jas–baz, que significa pronto saqueo, rápido botín (Is 8, 1-3). En el Nuevo Testamento, el nombre subraya la realidad gozosa de que Jesús es en verdad Dios con nosotros.
La tradición cristiana ha contemplado el oráculo de Isaías con el mayor respeto y veneración: Aprende del profeta mismo cómo ha podido suceder esto. ¿Según, quizá, la ley de la naturaleza? De ninguna manera, responde el profeta. He aquí que una virgen…, replica el profeta (…). ¡Oh evento admirable: una virgen llega a ser madre permaneciendo virgen! (…) Convenía, en efecto, que el que hacía su ingreso en la vida humana para la salvación de los hombres (…) tomase origen de una integridad absoluta y entregada a Él sin reserva alguna (S. Gregorio de Nisa, In diem natalem Christi 1136).
Por eso, exponiendo el sentir de la Iglesia, el Concilio Vaticano II puede expresarse así: La Sagrada Escritura, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y la venerable Tradición van mostrando de manera cada vez más clara la función de María en la historia de la salvación y, por así decirlo, la proponen a nuestra contemplación. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación en la que se va preparando, paso a paso, la venida de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como se leen en la Iglesia y se interpretan a la luz de la plena revelación ulterior, iluminan poco a poco con más claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor. Bajo esta luz, ella aparece proféticamente en la promesa hecha a nuestros primeros padres acerca de la victoria sobre la serpiente (cfr Gn 3, 15). Igualmente, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo que se llamará Emmanuel (Is 7, 14; Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de Él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación. Es el momento en que el Hijo de Dios tomó de María la naturaleza humana para librar al hombre del pecado por medio de los misterios vividos en su carne (Lumen gentium, 55).
El hecho de que el oráculo fuera pronunciado en circunstancias históricas concretas no cierra, pues, su horizonte más trascendente, es decir, mesiánico, que se ha ido abriendo a la luz de la historia de la salvación, en la que se deben mirar los episodios en función del designio salvador de Dios y de su acontecimiento último, que es Jesucristo. Sólo desde esta perspectiva se está en condiciones de entender que la historia del Antiguo Testamento, en su conjunto y en muchas de sus etapas, constituye una profecía del Nuevo, una preparación del Evangelio. Por esto, para la lectura cristiana, que dispone de alguna manera del conocimiento del final, la interpretación mesiánica del oráculo del Enmanuel es perfectamente coherente con su sentido literal.
Las palabras del profeta, cumplidas en Cristo, han dado pie a numerosas y bellas interpretaciones espirituales: Este Enmanuel, nacido de la Virgen, come manteca y miel, y pide de cada uno de nosotros manteca para comer (…). Nuestras obras dulces, nuestras palabras suaves y buenas, son la miel que come el Enmanuel nacido de la Virgen (…). Comiendo en verdad de nuestras buenas palabras, obras y razones, nos alimenta con sus alimentos espirituales, que son divinos y mejores. Y desde el momento que es una cosa dichosa acoger al Salvador, abiertas las puertas de nuestro corazón, preparamos para Él la “miel” y toda su cena, y así Él mismo nos conduce a la gran cena del Padre en el reino de los cielos, que está en Cristo Jesús (Orígenes, Homiliae in Isaiam 2, 2).
Is 7, 18-25. Se incluyen aquí, tal vez porque aluden a temas relacionados con los que se vienen tratando en esta sección del libro, cuatro oráculos que comienzan con la expresión aquel día. Probablemente se refieren a las campañas asirias que desolaron el territorio de Judá y llegaron hasta el asedio de Jerusalén.
El primer oráculo (vv. 18-19) habla de la amenaza de devastación por parte de las potencias extranjeras. Podría referirse a las constantes provocaciones de Egipto o, más probablemente, al inminente ataque de Asiria.
En el segundo (v. 20) se compara a Asiria con una navaja alquilada: es alusión irónica a la ayuda pedida por Ajaz a ese reino (cfr 2R 16, 8). El Río se refiere al Éufrates.
El tercer oráculo (vv. 21-22), por contraste, es una llamada a la confianza total en el Señor. En él se habla de cuajada y miel (v. 22), como en la profecía del Enmanuel (cfr Is 7, 15). A pesar de la escasez de productos agrícolas debida a la devastación de los campos de cultivo, el Señor proporcionará alimentos abundantes y sabrosos al resto que quede en la tierra, que será como el germen para la futura reconstrucción del país.
El cuarto oráculo (vv. 23-25) describe con crudeza la desolación del país tras las campañas de los ejércitos asirios.
Is 8, 1-20. La amenaza asiria sigue pesando sobre los habitantes de Jerusalén. No faltaban quienes abogaban por unirse a la alianza antiasiria formada por Resín de Damasco y el rey de Samaría, pero el profeta advierte que aceptar esa propuesta no impediría verse arrastrados por el poderío asirio (vv. 5-8). Todos los acuerdos de los hombres que no cuentan con Dios, fracasarán (vv. 8c-10). En cambio, no hay que tener miedo a poner toda la confianza en el Señor, el único a quien se debe reverenciar (vv. 11-15). El v. 14 es retomado por San Pablo para mostrar que si Israel no encontró la justicia fue porque no la buscó en la fe en Dios, sino como fruto de sus propias obras (cfr Rm 9, 31-33). La Carta a los Hebreos (Hb 2, 13) traslada las palabras de los vv. 17-18, según el texto griego, a Jesucristo, que ha asumido en su carne los padecimientos propios y de los hombres, que así pueden llamarse sus hermanos. Todas esas consideraciones vienen enmarcadas por textos narrativos (vv. 1-4 y 16-20). El primero (vv. 1-4) alude a una acción simbólica de Isaías: escribir de parte del Señor el nombre de Maher–salal–jas–baz, que significa pronto saqueo, rápido botín, e imponer ese nombre simbólico a un hijo suyo. Es decir, los que presionan al rey de Judá para que se unan a la alianza antiasiria serán en poco tiempo presa de los asirios. El segundo (vv. 16-20) recoge la acción de sellar el testimonio, llevada a cabo por el mismo profeta, que equivale a aferrarse a la palabra de Dios que asegura la permanencia del pueblo y de Jerusalén a través, sobre todo, del significado del nombre de sus dos hijos (v. 18; cfr Is 7, 3). Dios es fiel y no puede frustrar a los suyos incumpliendo sus promesas; sería absurdo, además de idolátrico, acudir a nigromantes o adivinos como hacen los paganos (vv. 19-20).
Is 8, 21-22. El temor que había surgido ante las inquietantes noticias que llegaban acerca del creciente poderío asirio se hizo aún mayor cuando comenzaron a sentirse sus efectos. Parece que este texto se refiere a la deportación de los galileos, llevada a cabo por Teglatpalasar III el año 732. Con muy pocas, pero expresivas palabras, se describe el dolor de los que marchan al exilio y contemplan camino del destierro que toda su tierra ha sido devastada por los enemigos. Este panorama tan negativo prepara los ánimos para recibir con gozo el oráculo que viene a continuación.
Is 8, 23-Is 9, 6. Comienza a hacerse presente, aún entre sombras, la figura del rey Ezequías, que a diferencia de su padre Ajaz, fue un rey piadoso que confió totalmente en el Señor. Después de que Galilea fuera devastada por Teglatpalasar III de Asiria, con la consiguiente deportación del pueblo que vivía allí (cfr Is 8, 21-22), el rey Ezequías de Judá reconquistaría esa zona, que recobraría su proverbial esplendor durante un cierto tiempo. Estos sucesos abrieron de nuevo paso a la esperanza.
Es posible que este oráculo tenga relación con la profecía del Enmanuel (Is 7, 1-17), y que el niño con prerrogativas mesiánicas que ha nacido (cfr Is 9, 5-6) sea aquel niño del que profetizó Isaías que habría de nacer (cfr Is 7, 14). En este sentido Is 8, 23-Is 9, 6 es considerado el segundo oráculo del ciclo del Enmanuel. Ese niño que ha nacido, el hijo que se nos ha dado, es un don de Dios (Is 9, 5), porque significa la presencia de Dios entre los suyos. El texto hebreo le atribuye cuatro cualidades que parecen sumar las de los más grandes hombres que forjaron la historia de Israel: la sabiduría de Salomón (cfr 1R 3) (Consejero maravilloso), el valor de David (cfr 1S 7) (Dios fuerte), las dotes de gobierno de Moisés (cfr Dt 34, 10-12) (Padre sempiterno) y las virtudes de los antiguos patriarcas (Príncipe de la paz). En la antigua Vulgata latina se traducían por seis (Admirabilis, Consiliarius, Deus, Fortis, Pater futuri saeculi, Princeps pacis), que son las que pasaron al uso litúrgico. La Neovulgata ha vuelto al texto hebreo. En todo caso se trata de títulos que los pueblos semitas aplicaban al monarca reinante, pero que, en su conjunto, trascienden a Ezequías y a cualquier otro rey de Judá. Por eso, la tradición cristiana ha visto que tales cualidades se cumplen sólo en Jesús. San Bernardo, por ejemplo, comenta así la razón de ser de cada uno de esos nombres: Es Admirable en su nacimiento, Consejero en su predicación, Dios en sus obras, Fuerte en la Pasión, Padre perpetuo en la resurrección, y Príncipe de la paz en la bienaventuranza eterna (Sermones de diversis 53, 1).
Así como esos nombres se han aplicado a Jesús, la reconquista efímera de Galilea por Ezequías ha sido vista sólo como anuncio de la definitiva salvación realizada por Jesucristo. En los Evangelios resuenan expresiones de este oráculo en diversos pasajes en los que se habla de Jesús. Cuando Lucas narra la Anunciación a María (Lc 1, 31-33) alude a que el hijo que concebirá y dará a luz recibirá el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin (Lc 1, 32b-33; cfr Is 9, 6). Y en el relato de la manifestación del nacimiento a los pastores de Belén se les anuncia que os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Mesías, el Señor… (Lc 2, 11-12; cfr Is 9, 5). San Mateo ve en el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea (Mt 4, 12-17) el cumplimiento de este oráculo de Isaías (cfr Is 8, 23-Is 9, 1): las tierras que en tiempo del profeta se encontraban devastadas y a las que los asirios habían llevado gentes extranjeras para colonizarlas, han sido las primeras en recibir la luz de la salvación del Mesías.
Is 9, 7-Is 10, 4. Éste es un severo oráculo contra Israel, el reino del Norte. Los territorios de Efraím y Manasés, y la capital Samaría, sufrieron la acometida de sus enemigos, pero sólo fue el comienzo de los acontecimientos trágicos que terminarían con el derrumbamiento total del reino (cfr 2R 15, 17-38).
En cada una de las estrofas se repite por tres veces el mismo estribillo: A pesar de todo, no se ha calmado su ira, y su mano continúa extendida (Is 9, 11.16.20 y 10.4). Se insiste, pues, dramáticamente en el gran castigo que se cierne sobre ellos debido a su impiedad, y a que no se han convertido. El oráculo comienza por tratar de una invasión provocada por la soberbia del pueblo a manos de los arameos y filisteos (Is 9, 7-11), para seguir con la descripción de la falta de arrepentimiento en los responsables del pueblo, que conllevará un castigo del que ni siquiera los más débiles -los que en otras ocasiones son los predilectos de la misericordia y amor de Dios- escaparán (Is 9, 12-16). A continuación describe la confusión reinante entre el pueblo y las guerras fratricidas que lo asolan (Is 9, 17-20), para terminar lamentándose de los legisladores injustos y de los que son culpables de la injusticia social (Is 10, 1-4).
Is 10, 5-19. El profeta ve en las actuaciones de los asirios una manifestación del gobierno de Dios sobre las naciones: Asiria ha sido el instrumento del que el Señor se ha valido para corregir la infidelidad de su pueblo (cfr vv. 5-6). Tomando pie en este pasaje de Isaías y en otros de la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica explica: Así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura, atribuir con frecuencia a Dios acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es “una manera de hablar” primitiva, sino un modo profundo de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo (cfr Is 10, 5-15; Is 45, 5-7; Dt 32, 39; Si 11, 14) (Catecismo de la Iglesia Católica, 304).
Sin embargo, Asiria se excedió en sus funciones tratando a Judá como a las naciones paganas; no se imaginó que su fortaleza era prestada por Dios y se llenó de orgullo por su propio poderío -el v. 9 recoge una lista de ciudades importantes conquistadas por los asirios- (vv. 7-11). Por eso, en su momento, el Señor los juzgará y humillará su soberbia (vv. 12-18). No quedará de aquella más que un resto insignificante (v. 19).
Hay aquí una llamada a reconocer a Dios como Señor de la historia y a ser dóciles a sus planes (cfr vv. 15-16), a la vez que se condena el pecado de orgullo, que lleva a arrogarse lo que pertenece a Dios y a ponerse en su lugar. Por eso, en sentido espiritual, Orígenes ve en el v. 10 una imagen de la arrogancia de todo pecador: Cada uno se hace un dios de lo que le parece bien y sirve al pecado, sujeto a la maldición, haciendo una estatua, fundiendo la obra de las manos de un artesano y poniéndola en secreto. Y ciertamente en el secreto del corazón construimos muchos ídolos cuando pecamos (Homiliae in Isaiam 8, 1).
Is 10, 20-34. En contraste con el resto insignificante de Asiria (cfr Is 10, 19), el resto de Israel se salvará y estará lleno de vitalidad (cfr Is 4, 3; Is 7, 3). No es un residuo de algo llamado a desaparecer, sino una cepa que fue podada y que al rebrotar en el momento oportuno será hermosa y dará fruto abundante.
Desde luego, las palabras del profeta son claras y advierten a Judá de lo que le espera: un castigo ejemplar (vv. 20-23), al que sólo sobrevivirán los que se apoyen en el Señor y no en quien los hiere (v. 20), es decir, los que hagan caso a lo que el Señor advirtió a Ajaz por medio de Isaías: Si no creéis -esto es, si no os apoyáis en Dios-, no subsistiréis (Is 7, 9). La invasión va llegando desde el norte y arrasando cuantas ciudades hay entre Samaría y Jerusalén (vv. 27-32), pero Judá puede aguardar con paciencia esos momentos amargos, ya que sólo durarán un tiempo y después el Señor intervendrá a favor de su pueblo, como lo había hecho con sus padres en otros momentos anteriores de dificultad (vv. 33-34).
El v. 22 es citado explícitamente por San Pablo en Rm 9, 27 (según la versión de los Setenta) en apoyo de las reflexiones del Apóstol acerca de la elección de Israel y la vocación de los gentiles a la salvación dentro del misterio de la predestinación.
Is 11, 1-9. Este pasaje es considerado el tercer oráculo del Enmanuel. Tiene dos secciones. La primera (vv. 1-5) anuncia al vástago que saldrá de la cepa de Jesé, el padre de David, en un futuro. La segunda (vv. 6-9) presenta los frutos de su reinado con las imágenes de la paz mesiánica, esto es, la restauración del estado de justicia original de la creación.
En la primera parte se anuncia con solemnidad la llegada al trono de un nuevo rey, nacido de la misma estirpe de David; humilde como indica la imagen del tronco talado, pero con la vitalidad de un retoño tierno. Se refiere al rey venidero (saldrá) y no al monarca reinante. El nuevo rey gozará de cualidades excepcionales para gobernar gracias al Espíritu del Señor que vendrá sobre él. El Espíritu divino es una fuerza interior, un don concedido por Dios a los personajes más notables de la historia de la salvación para cumplir una misión arriesgada y difícil: a Moisés (cfr Nm 11, 17), a los jueces (cfr Jc 3, 10; Jc 6, 34), a David (1S 16, 13). El nuevo descendiente de David regirá al pueblo no con el despotismo de los monarcas de la época sino con el dinamismo carismático que le viene de Dios. Las cualidades o dones del Espíritu son seis, enumerados de dos en dos: la sabiduría e inteligencia se refieren a la destreza y prudencia para no errar en el juicio, a ejemplo de Salomón (cfr 1R 5, 26); el consejo y fortaleza son propias del buen estratega como David; el conocimiento y el temor de Dios son de orden religioso para que el rey no olvide que representa a Dios en el pueblo.
La segunda parte describe, de manera bella y expresiva, la paz mesiánica que conseguirá este nuevo vástago. El panorama que se presenta es la restauración del paraíso en la armonía de que gozaba al inicio de la creación, y que fue rota por el pecado. La violencia desaparecerá incluso entre los animales irracionales. En contraste con el intento soberbio de los hombres de querer ser como Dios, conocedores del bien y del mal (Gn 3, 5), entonces recibirán como un don divino el llenarse del conocimiento del Señor (v. 9). El niño que por dos veces se menciona (vv. 6.8) no tiene que ver directamente con el rey–niño del oráculo recogido en el cap. 9 (Is 9, 5) ni con el Enmanuel (Is 7, 14). Sin embargo, en lo íntimo del profeta probablemente tenían muchos puntos de contacto, como queda de manifiesto por la referencia a la función de gobierno, que se refleja en la misión de guiar (v. 6).
La imagen del vástago de estirpe real que hará posible la paz en la tierra ha sido interpretada en la tradición cristiana como cumplida en Jesucristo. Santo Tomás de Aquino, que entiende que aquí se habla de Cristo como el que lleva a cabo la restauración del género humano, señala: Primero se habla del “restaurador”, Cristo, en cuanto a su nacimiento (v. 1); luego en cuanto a su santidad (vv. 2-9) y finalmente en cuanto a su dignidad (v. 10) (Expositio super Isaiam 11). Y Juan Pablo II comenta: Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona la persona y su misión con una acción especial del Espíritu de Dios, Espíritu del Señor. Dice así el Profeta: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé / y un retoño de sus raíces brotará. / Reposará sobre él el espíritu del Señor: / espíritu de sabiduría e inteligencia, / espíritu de consejo y fortaleza, / espíritu de ciencia y de temor del Señor. / Y le inspirará en el temor del Señor” (Is 11, 1-3). Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de “espíritu”, entendido ante todo como “aliento carismático” y el “Espíritu” como persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David (“del tronco de Jesé”) es precisamente aquella persona sobre la que “se posará” el Espíritu del Señor. Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía sobre la que se prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del misterio trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva Alianza (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 15).
En el contexto de lectura cristiana que descubre en estas palabras una alusión a la actuación del Espíritu Santo en las almas, se entiende que se haya prestado especial atención a los espíritus que reposan de modo estable sobre el Mesías, y que son dones estables a través de los cuales actúa el Espíritu Santo. Éstos son seis según el texto hebreo, al que sigue la Neovulgata. La traducción griega de los Setenta y la Vulgata desdoblaron el don de temor en dos: el don de piedad y el de temor de Dios. Por eso, la catequesis y la teología hablan de siete: Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cfr Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas (Catecismo de la Iglesia Católica, 1831).
Is 11, 10-Is 12, 6. La primera gran sección del libro de Isaías (Is 1, 2-Is 12, 6), que había comenzado describiendo un momento de crisis profunda, con Judá desolada y Jerusalén sitiada (Is 1, 2-23), termina ahora con palabras de alegría y alabanza al Señor, que salva y restaura a su pueblo. Tras los malos momentos, las infidelidades del pueblo, las severas advertencias del profeta, el terror y destrucción sembrados por los ejércitos extranjeros, sobrevivirá un resto que retornará triunfante y jubiloso a la tierra que Dios le había otorgado. Las cuatro estrofas que componen esta pieza dirigen la mirada hacia aquel día (cfr Is 11, 10.11; Is 12, 1.4), situando así el cumplimiento glorioso de las promesas de salvación en una perspectiva escatológica. Las dos primeras podrían ser una adición de la época persa (siglo V a.C.), cuando ya habían vuelto los exiliados de Babilonia, pero quedaban muchos judíos dispersos en otras naciones.
El Señor, que había extendido su mano para castigar las infidelidades (cfr Is 5, 26; Is 9, 11.16.20; Is 10, 4), la volverá a extender para rescatar a su pueblo (cfr Is 11, 11) de todos los países donde fueron dispersados -Patrós se refiere al alto Egipto; Elam a la antigua región del sudoeste de Irán; Sinar a Babilonia; Jamat a una ciudad de Siria; las islas del mar especialmente a los pueblos del mar Egeo- y para restablecer la unidad entre las tribus. Todos experimentarán la cercanía de Dios en su camino de retorno, como la experimentaron sus antepasados cuando salieron de Egipto para emprender el camino a la tierra prometida (cfr Is 11, 11-16).
La Iglesia se ve reflejada en ese resto que ha conocido y experimentado la salvación de Dios y se siente llamada a llevar el testimonio de su alegría a la humanidad entera. Por ello -dice el Concilio Vaticano II-, todos los hijos de la Iglesia han de tener viva conciencia de su responsabilidad para con el mundo, fomentar en sí mismos un espíritu verdaderamente católico y consagrar sus energías a la obra de evangelización. Sepan todos, sin embargo, que su primera y principal obligación en pro de la difusión de la fe es vivir profundamente la vida cristiana. Así, su fervor en el servicio de Dios y su caridad para con los demás aportarán nuevo aliento espiritual a toda la Iglesia, que aparecerá como signo levantado entre las naciones, luz del mundo (Mt 5, 14) y sal de la tierra (Mt 5, 13) (Ad gentes, 36).
El sentido de la protección divina sobre la Iglesia y sus hijos es constante en la conciencia cristiana: La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea -siempre y en todo- signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios (cfr Is 11, 12). Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 128).
Los vv. 12, 1-6 son como un breve salmo de acción de gracias y alabanza a Dios, digno colofón del ciclo de profecías o Libro del Enmanuel (Is 7, 1-Is 12, 6). En el centro del himno está la salvación (vv. 2.3) prometida por Dios, el Santo de Israel (v. 6; cfr Is 6, 3), en estos capítulos. San Jerónimo escribe: De aquel a quien antes llamara Enmanuel, dice después que quita los expolios y corre a entregar el botín, y le da otros nombres para que no parezca que es otro del que Gabriel anunció a la Virgen (cfr Lc 1, 31). Ahora le llama Salvador y proclama que han de beberse las aguas de sus fuentes (Commentarii in Isaiam 12, 1). Y San Cirilo de Alejandría, por su parte, identifica estas fuentes con el mismo Cristo: El agua es la palabra vivificante de Dios, las fuentes son los apóstoles y evangelistas y los mismos profetas: pero sobre todo la fuente de la salvación es Cristo (Commentarius in Isaiam 12, 3).
Las palabras del v. 3 dieron título a la encíclica que el Papa Pío XII dedicó a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús: Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a Nuestra mente, si damos una mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que Nuestro Predecesor, de i. m., Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal. Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: Toda dádiva buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces (St. 1, 17), razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre Celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia puede manifestar más ampliamente su amor a su Divino Fundador y cumplir más fielmente esta exhortación que, según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: En el último gran día de la fiesta, Jesús, habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz: “El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí”. Pues, como dice la Escritura, “de su seno manarán ríos de agua viva”. Y esto lo dijo Él del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él (Jn 7, 37-39) (Haurietis aquas, 1).
Is 13, 1-Is 23, 18. La segunda sección de la primera parte del libro de Isaías está formada por una colección de oráculos dirigidos a las naciones. Tal como se nos ha transmitido, la sección forma un conjunto coherente desde el punto de vista literario. La sucesión de oráculos no se ajusta a un orden cronológico, sino que están agrupados por naciones.
Esta sección tiene amplias correspondencias en muchos otros libros proféticos: Amós, Jeremías y Ezequiel principalmente. Los acontecimientos a los que alude se sitúan en un arco temporal muy amplio, unos dos siglos, pues el imperio babilónico no acabará hasta el 539 a.C., con la conquista de Ciro el Grande, rey de los persas y medos.
Los oráculos se dirigen contra Babilonia (Is 13, 1-Is 14, 23), Asiria (Is 14, 24-27), Filistea (Is 14, 28-32), Moab (Is 15, 1-Is 16, 14), Damasco y Efraím (Is 17, 1-14), Etiopía (Is 18, 1-7), Egipto (Is 19, 1-Is 20, 6), de nuevo Babilonia (Is 21, 1-10), y finalmente Dumá (Is 21, 11-12) y Arabia (Is 21, 13-17). Hay también uno contra la propia Jerusalén (Is 22, 1-14) y otro, excepcional, contra una persona: Sebná (Is 22, 15-25). Por último se recogen los oráculos contra Tiro (Is 23, 1-18).
El mensaje teológico de esta sección es claro: Dios es el Señor de la historia. A veces hace uso de las naciones como instrumentos de su cólera para castigar las rebeldías y pecados del pueblo elegido. Pero juzga y condena también a esas naciones por la crueldad y orgullo con que han ejecutado los designios divinos. Pese a todas las desgracias y pecados, el Señor salvará a su pueblo, es más, llevará a cabo lo que parecería imposible: la conversión de las naciones (cfr Is 19, 12-25).
Is 13, 1-Is 14, 23. Los dos primeros oráculos (Is 13, 1-22 y Is 14, 4-23) se dirigen contra Babilonia. Son posteriores a muchos otros de la sección, pero como el destierro a este lugar fue el de mayores proporciones y consecuencias que padeció Judá, tal vez por eso aparecen en primer lugar. Habría que fechar estas piezas hacia el final del imperio babilonio, cuando todavía éste gozaba de la gloria (Is 13, 19) que más tarde perdió por completo (Is 13, 20-22). Entre ambos oráculos, un breve apartado en prosa explica su sentido: el Señor tendrá misericordia de su pueblo, le dará reposo y el pueblo de Israel se impondrá sobre quienes lo habían oprimido (Is 14, 1-3).
En 13, 1-22 se anuncia la destrucción de Babilonia a manos de los medos (Is 13, 17), pueblo que se unió con los persas contra ésta. El profeta vaticina que los medos serán el instrumento en las manos de Dios que desolará el territorio babilónico. Con imágenes crudas se describe la severidad del día del Señor (Is 13, 6), es decir, del día en que se ejecute el castigo. Tras el anuncio de este día (vv. 2-8), se proclama que en él participarán hasta los astros (vv. 9-13) y será terrible y cruel el fin de Babilonia (vv. 14-22).
Is 14, 4-23 constituye un poema satírico contra el rey de Babilonia, ya derrocado (vv. 5-21), seguido de un colofón en prosa (vv. 22-23). Ambas piezas pueden referirse a cualquier rey de Babilonia. Monte de la reunión y confines del septentrión (Is 14, 13) son alusiones a la concepción mítica babilónica de la morada de los dioses.
En Is 14, 12 Isaías se refiere al rey de Babilonia como lucero, traducido en latín, a partir del griego, por lucifer, el que lleva la luz, es decir, el planeta Venus, que precede y acompaña la salida del sol. Las palabras de Jesús en Lc 10, 18: Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo, quizá hacen alusión a este pasaje de Isaías, indicando la derrota del diablo como consecuencia de la instauración del Reino de Dios. Por eso los Padres de la Iglesia vieron en estos dos textos una señal del fracaso del diablo en su rebelión contra Dios. Desde la Edad Media la palabra Lucifer se convirtió en uno de los nombres del demonio. Siguiendo esta interpretación en la que el seol (Is 14, 15) se entiende como el lugar de los condenados, San Bernardo pondera el espanto del infierno para mover a la conversión, mientras es posible: Señor, ¡que diferencia entre un manto de piedras preciosas y otro de gusanos, entre las delicias del paraíso y la tiña del infierno! Sé muy bien que ese fuego está reservado para el diablo y sus ángeles, y para los hombres que son como ellos. Aquello es un eterno consumirse, una muerte interminable, un tormento inacabable. Desciende, pues, ahora en vida al infierno: recorre con los ojos del espíritu estos antros de dolor, y escapa del crimen y del vicio que causaron la muerte a los malvados y pecadores. Odia la iniquidad y ama la Ley del Señor, y en estos mercados tan espantosos compra el odio al pecado (Sermones de diversis 42, 6).
Is 14, 24-27. Este breve oráculo contra Asiria va en la línea de las invectivas contra ese imperio ya aparecidas ocasionalmente en los caps. 7 a 12: el Señor destruirá a Asiria. Esta potencia debía ser sólo -dice el Señor- la vara de mi cólera (Is 10, 5), pero se ha extralimitado en su crueldad, se ha atribuido a sí misma, a su propia fuerza, el éxito de sus empresas. No ha reconocido la soberanía de Dios sobre el mundo, sino que ha pretendido suplantarle: ahí está su culpa y su castigo.
El oráculo, por encima de las circunstancias históricas concretas en que fue proferido, tiene valor perenne y es una advertencia para que aprendamos a contar con Dios en nuestras decisiones. Si fuéramos montes de Dios (cfr v. 25), los fundamentos de Él estarán en nosotros, para así asentar la palabra de verdad en nuestros corazones y edificar las buenas obras en la fe. Es necesario que renunciemos de verdad al pecado para que nuestra cerviz sea liberada del yugo de los asirios y podamos ser borriquillos de Cristo. Pues no podemos imponer a nuestra cerviz un doble yugo, el de Cristo y el asirio (S. Basilio, Enarratio in Isaiam 14, 284).
Is 14, 28-32. Ahora toca su turno a Filistea, la región costera del Mediterráneo, que nunca llegó a formar parte de los reinos de Israel y Judá, y cuyos habitantes ya desde el tiempo de los Jueces, acosaron a los israelitas. También se encuentran oráculos contra Filistea en el libro de Jeremías (Jr 47, 1-7).
Este oráculo, según su encabezamiento, está encuadrado el año de la muerte del rey Ajaz (el 727 a.C.), en plena actividad profética de Isaías. Advierte a los filisteos que no deben alegrarse por la muerte del rey, cuyo vasallaje a Asiria en el contexto de la guerra sirio–efraimita había acarreado malas consecuencias para Filistea (Is 14, 29a). De manera misteriosa se anuncia un sucesor del rey asirio que protegerá a los suyos (Is 14, 29b-30a). Como consecuencia, el peligro retornará a Filistea con la llegada de temibles escuadrones desde el norte, desde Asiria, que derrotarán a los filisteos, mientras que los débiles y los pobres del pueblo del Señor encontrarán refugio en Jerusalén (Is 14, 30b-32). En efecto, Senaquerib, en la campaña del 701 a.C., durante el reinado del piadoso rey Ezequías, hijo de Ajaz, llenó de devastación las llanuras fértiles de los filisteos y puso cerco a Jerusalén, pero hubo de levantarlo sin que la población de la ciudad sufriese daño alguno (cfr Is 36, 1ss.; 2R 18, 13ss.).
Is 15, 1-Is 16, 14. Moab había sido enemigo tradicional de Judá. Estaba compuesto por tribus nómadas que merodeaban al este del Jordán y del Mar Muerto. Emparentadas con los israelitas (cfr Gn 19, 30-37), habían aprovechado diversas ocasiones de debilidad o desgracia de Judá para atacarla y apoderarse de algunas tierras. Esta circunstancia explica que en los oráculos contra las naciones de Amós (Am 2, 1-3), Jeremías (Is 48, 1-47) y Ezequiel (Ez 25, 8-11) se encuentre un vaticinio contra Moab. El recogido aquí, lo mismo que el de Jeremías, es un largo poema. Primero se presenta al país de Moab -con sus principales montes (Nebo), fuentes y ciudades- totalmente asolado (Is 15, 1-9). Los moabitas buscan en vano refugio en Judá ante la invasión de las tropas asirias (Is 16, 1-5). Sigue una lamentación por la penosa situación en que quedará Moab, a quien no servirá de nada ir con plegarias a sus santuarios idolátricos (Is 16, 6-12). Por último, una breve pieza en prosa en la que se dictamina la inminente desgracia de Moab (Is 16, 13-14).
Algunas expresiones de las contenidas en Isaías se encuentran formuladas con términos parecidos en Jeremías (Is 16, 6-10 y Jr 48, 29-33; Jr 15, 2b-3 y Jr 48, 37-38). Al final, lo mismo que en los oráculos de Jeremías (Jr 48, 47), se indica que quedará un resto de Moab, aunque pequeño (Is 16, 14).
Is 17, 1-14. La agrupación de los oráculos contra Damasco (capital de Siria) y Efraím (esto es, Israel) en un mismo bloque tiene su origen en la alianza de ambos reinos contra Judá en la llamada guerra sirio–efraimita, para forzarlo a entrar en la alianza antiasiria que habían formado (cfr 2R 16, 5-9).
En primer lugar se recoge un oráculo contra Damasco con invectivas contra Efraím (vv. 1-6). Sigue una breve sección en prosa que, como en otros bloques de oráculos contra las naciones, sintetiza las ideas principales: habrá desolación para los que han abandonado al Señor, que hará reaccionar a los hombres y los moverá a retornar a su Hacedor (vv. 7-9). Por último, nuevos oráculos anuncian una invasión extranjera que traerá consigo el fin de Israel (vv. 10-14).
Is 18, 1-7. Los oráculos precedentes van dirigidos contra las potencias del norte, del este y del oeste. Ahora el profeta se dirige contra los pueblos del sur: Etiopía y Egipto (Is 18, 1-Is 20, 6). En el lenguaje bíblico es frecuente identificar Kûsh con Etiopía (v. 1), como hemos hecho en nuestra traducción. Sin embargo, Kûsh es el nombre antiguo de una amplia región (también llamada Nubia), que abarcaba lo que hoy es buena parte del Sudán y Etiopía. Sabacá, rey de Kûsh (710-696 a.C.), conquistó Egipto y fundó allí una nueva dinastía, la XXV, que fue nubia. Envió legados a Jerusalén en propuesta de alianza contra Asiria. Debió de ser una embajada impresionante por el fausto, la estatura y el color intensamente negro de sus hombres y por el prestigio de haber vencido a los egipcios. Estos datos permiten situar el oráculo contra Etiopía durante el ministerio de Isaías.
Is 19, 1-25. Quizá la memoria de Etiopía (cfr Is 18, 1-7) ha dado la oportunidad de hablar de Egipto. Se alude a muchos detalles geográficos, religiosos y culturales del país del Nilo: a algunas ciudades (Soán [vv. 11.13] es más conocida por Tanis, en el delta del Nilo; Nof [v. 13] es Menfis; la Ciudad del Sol [v. 18] era Heliópolis, cuyas majestuosas ruinas están hoy en las afueras de El Cairo); a los brazos y canales del gran río y a sus cultivos; a sus sabios, ídolos, sacerdotes y adivinos.
En el primer oráculo (vv. 1-15) se ridiculiza la proverbial sabiduría egipcia (vv. 11-13) y se dibuja un país en descomposición irremediable, sin que sus ídolos le presten protección alguna.
Con ocasión de este vaticinio se añaden seis breves oráculos en prosa, de un tono distinto, que comienzan por la expresión aquel día (vv. 16-17.18.19-20.21-22.23.24-25). En ellos se muestra la dimensión universal de la salvación ofrecida por el Señor, que abarca la reconciliación de Egipto, Asiria e Israel con Dios y culmina con la bendición divina de los tres pueblos. El mensaje llega a ser emocionante: Dios es Señor de las naciones y del tiempo. Dirige sus designios inescrutables a través de los sucesos de la historia humana, que confluyen en un final pacífico y feliz, en que los pueblos le adorarán como el verdadero Dios en su heredad predilecta, Israel.
Is 20, 1-6. El Tartán es el título o graduación de un alto oficial del ejército asirio, quizás el general en jefe. La acción simbólica -característica de otros profetas, pero que en Isaías sólo aparece aquí (cfr Introducción, § 3)- se produce con ocasión de la toma de la plaza fuerte de Asdod por parte de Sargón II, ocurrida el año 711 a.C. En esos momentos Judá tenía puesta su confianza en el apoyo que pudieran prestarle Egipto y Etiopía frente a los asirios. La acción de caminar como si fuera un prisionero de guerra conducido al cautiverio es una advertencia de que así serán llevados por los asirios aquellos que confían en la protección de Egipto y Etiopía. Todo el pasaje es una llamada de atención para que el pueblo no busque seguridad en alianzas con otras naciones, sino que ponga su confianza sólo en Dios.
Is 21, 1-10. El oráculo parte de una visión sobre el asalto a Babilonia por parte de los elamitas y los medos, que ocupaban las regiones del actual Irán y que formaron el gran imperio persa. Habría que datarlo probablemente poco antes del 539 a.C.
El ataque pilla por sorpresa a los magnates babilonios (vv. 1-5). La visión describe el descuido de éstos y su parsimonia en la organización de los banquetes con cuatro infinitivos (preparar, disponer, comer, beber), mientras las tropas invasoras están ya a las puertas. De pronto se oye el grito de alarma: Levantaos, y la preparación inmediata para el combate: Dad grasa al escudo (v. 5), para que las armas del enemigo resbalen. Pero será tarde.
Por otra parte (vv. 6-9) el profeta recibe la orden de mantenerse vigilante, a la espera de que llegue a conocer que la palabra del Señor se ha cumplido. Debe estar atento, prestando atención a cualquier caravana (v. 7) que pueda traer la noticia de la destrucción de Babilonia. Por fin, el anuncio -que más tarde será recogido en el Apocalipsis de San Juan para proclamar el final de la Babilonia que simbolizaba a Roma (Ap 14, 8; Ap 18, 2)- es traído por dos jinetes (v. 9).
La caída de Babilonia es motivo de gran alegría para Israel -al que se denomina hijo de mi era (v. 10)-, es decir, para los habitantes de Judá y Jerusalén que habían sido deportados en aquellas tierras (vv. 8-10).
Is 21, 11-12. Dumá es un oasis situado en el norte de Arabia, territorio del clan ismaelita que lleva ese nombre (cfr Gn 25, 14; 1Cro 1, 30). Pero es más probable que aquí Dumá sea una variante del nombre de Edom, territorio situado en Transjordania, contra el que se contienen oráculos en otros profetas: Jeremías (Jr 49, 7-22), Ezequiel (Ez 25, 12-14; Ez 35, 1-15) y Abdías (Ab 1-9). De hecho, el monte de Seír citado en este oráculo (v. 11) está en la región de Edom. La versión griega lee: Oráculo sobre Idumea, es decir, Edom.
En la Biblia las tinieblas de la noche simbolizan desventura, mientras que la luz del día es figura de salvación. La misteriosa respuesta del centinela es una amenaza: a pesar de que primero tengan un tiempo de serenidad y triunfo (la mañana), al final sobrevendrá el castigo (la noche) (cfr v. 12).
La exhortación a la vigilancia -centinela, ¿qué es de la noche?- se ha entendido también como una llamada para el cristiano a mantener una actitud de desvelo por la fidelidad de los demás en la Iglesia: Siendo necesario guardar mi propia conciencia y la del prójimo, ni una ni otra es bastante conocida de mí: una y otra son abismo insondable; una y otra son abismo para mí, y, con todo eso, exigen de mí la guarda de una y de otra, y vocean: Centinela, ¿qué has visto esta noche? (S. Bernardo, Sermones in adventu Domini 3, 6). De ahí que San Josemaría enseñara: Custos, quid de nocte! -¡Centinela, alerta! Ojalá tú también te acostumbraras a tener, durante la semana, tu día de guardia: para entregarte más, para vivir con más amorosa vigilancia cada detalle, para hacer un poco más de oración y de mortificación (S. Josemaría Escrivá, Surco, 960).
Is 21, 13-17. El oráculo sobre Arabia menciona tribus y lugares clásicos de la antigua Transjordania: Dedán (cfr Gn 10, 6-7; Gn 25, 3; Jr 49, 8; Ez 25, 12-13), Temá (cfr Gn 25, 15) y Quedar (cfr Is 42, 11; Jr 2, 10; Jr 49, 28). Esas tribus del norte de Arabia habían sido a veces un azote para los habitantes de Judá. A ellas alcanzarían también los estragos de la guerra.
Is 22, 1-14. El libro de Isaías, según nos ha llegado, intercala entre los oráculos contra las naciones el cap. 22, que contiene oráculos contra la misma Jerusalén (vv. 1-14) y contra un personaje llamado Sebná (Is 22, 15-25), alto funcionario de la corte del rey Ezequías de Judá. La razón para su inclusión en este lugar puede deberse a que hace referencia a sucesos de alrededor del año 701 a.C., ya muy avanzado el ministerio profético de Isaías.
El oráculo sobre Jerusalén (vv. 1-14) reprocha la alegría desmesurada de sus habitantes tras el levantamiento del cerco de las tropas de Senaquerib de Asiria (año 701 a.C.). Los moradores de Jerusalén se olvidaron pronto de que fue el Señor quien los había librado. Para Isaías, no han entendido nada de lo que ha ocurrido: Dios los ha salvado esta vez para que se arrepientan de sus pecados, pero ellos persisten en sus delitos. Decepcionado por la actitud irresponsable del pueblo, el profeta presiente que el alborozo se tornará en duelo. La mención de Elam y Quir se explica por el hecho de que esas regiones de Persia y del norte de Arabia, respectivamente, habían proporcionado mercenarios a los ejércitos asirios. En el v. 11 se alude a las obras de Ezequías para proveer de agua a Jerusalén durante el asedio (cfr 2R 20, 20 y 2Cro 32, 27ss.), entre ellas un túnel que sigue existiendo en la actualidad.
No se conoce ningún valle que tenga por nombre valle de la Visión (vv. 1.5). Podría ser un nombre simbólico; en todo caso, estaría en las afueras de Jerusalén. La Casa del Bosque (v. 8) era una gran sala dentro del palacio de Salomón (cfr 1R 7, 1-12).
La segunda parte del v. 13 comamos y bebamos que mañana moriremos es citada por San Pablo en 1Co 15, 32b como resumen de la actitud que podría adoptar el hombre si no existiera la resurrección de los muertos. Por eso San Juan Damasceno, comentando este versículo, dice: Habrá resurrección. En efecto, Dios es justo y habrá recompensa para los que le esperan (cfr Hb 11, 6). Si el alma hubiera combatido por sí sola en la palestra de la virtud, ella sola sería premiada; y si ella sola se hubiera sumido en los placeres, ella sola sería justamente castigada. Pero, puesto que el alma no se ha entregado sin el cuerpo ni a la virtud ni al vicio, justamente una y otro recibirán justamente el premio o el castigo (De fide orthodoxa 4, 27).
Is 22, 15-25. Sebná era un importante funcionario de la corte real, que es también mencionado en otros textos (Is 36, 3.11.22; Is 37, 2 y 2R 18, 26.37; Is 19, 2). Quizá fue un extranjero que, después de gozar de gran predicamento en el palacio de Ezequías, fue desplazado y sustituido por Eliaquim. Isaías le reprocha a Sebná su afán de ostentación (v. 16) y le anuncia su destitución (vv. 17-19.25). Su sucesor, Eliaquim, hijo de Jilquías (vv. 20-24), será quien el 701 a.C., durante el asedio asirio de Jerusalén, conducirá la delegación encargada por el rey de negociar con las fuerzas enemigas (cfr 2R 18, 18-2R 19, 2).
Cualesquiera que fueran las circunstancias históricas en que se pronunció el oráculo, las palabras del v. 22 tuvieron notable resonancia en el Nuevo Testamento. La primera parte del versículo evoca las palabras de Jesús a Pedro al darle las llaves del Reino (Mt 16, 19). En este sentido puede ser útil recordar que el mayordomo de palacio era el que, como representante del rey, cada día abría y cerraba la vida administrativa del pueblo. El texto de la segunda parte de ese mismo versículo es aplicado en el Apocalipsis al Mesías, el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David (Ap 3, 7), porque Jesús, el Mesías, como nuevo David abre las puertas del cielo. La liturgia de la Iglesia, entre las célebres antífonas de la O previas a la Navidad, canta a Cristo bajo este título mesiánico: Llave de David y cetro de la casa de Israel, Tú, que reinas sobre el mundo, ven a libertar a los que en tinieblas te esperan (Liturgia de las Horas, Antífona de Visperas del 20 de diciembre).
Is 23, 1-18. El último oráculo contra las naciones se dirige a Tiro, la principal ciudad de Fenicia. Sidón, que también se menciona (vv. 2.4.12), es otra de las grandes ciudades fenicias, situada 35 km. al norte de Tiro. Quizá en el vaticinio se hayan unido los oráculos contra las dos ciudades en uno solo, o se emplee el nombre de Sidón en sentido genérico, indicando la región de Fenicia, tal como lo interpreta la versión de los Setenta en el v. 2. Tiro, aunque fue sitiada por asirios y babilonios, logró mantenerse inexpugnable (hasta su toma ulterior por Alejandro Magno) gracias a su emplazamiento sobre dos islotes rocosos. Esta característica geográfica explica que el profeta se refiera a Tiro como una isla (vv. 2.4). No resulta fácil saber a qué ataques se refiere el oráculo. En cualquier caso, se evocan las cualidades y actividades marítimas y comerciales de esas prósperas ciudades.
Tarsis (vv. 1.6.10). No se sabe con seguridad dónde está este lugar. Se ha pensado que se podría tratar de Tartesos, en la costa occidental de Andalucía. Sin embargo, también es posible que designe alguna otra región del occidente lejano (cfr Sal 72, 10; Jon 1, 3; Jon 4, 2; Ez 27, 12). Las naves de Tarsis (vv. 1.14; cfr Is 2, 16; Is 60, 9; 1R 10, 22) podrían ser las naves construidas en ese lugar, aunque esa expresión normalmente se refiere de modo genérico a los grandes navíos que hacían las rutas comerciales.
Quitim (vv. 1.12). En su origen se refiere a la gente de Chipre, pero progresivamente el término se va aplicando también a los pueblos del Egeo (cfr Jr 2, 10; Ez 27, 6), a los macedonios (1M 1, 1; 1M 8, 5) e incluso a los romanos (Dn 11, 30).
Sijor (v. 3) designa probablemente a uno de los brazos del delta del Nilo y probablemente se utilice como sinónimo de este río (cfr Jr 2, 18; Jos 13, 3).
Is 24, 1-Is 27, 13. La tercera sección de la primera parte del libro de Isaías contiene textos de género muy variado, aunque predominan las visiones y los oráculos escatológicos. Muchos autores denominan a esta sección Apocalipsis de Isaías o Gran Apocalipsis -en contraste con otra sección posterior (Is 34, 1-Is 35, 10), más breve, de este mismo género, a la que se suele denominar Pequeño Apocalipsis-. Está constituida por una colección de oráculos escatológicos que han alcanzado su forma actual después del destierro de Babilonia. Anuncian el juicio del Señor sobre toda la tierra, describiendo con profusión de detalles los cataclismos del día del Señor. Al final de todo, después de una catástrofe de alcance cósmico, Dios ofrecerá a los justos el festín mesiánico, que reflejará la victoria definitiva de aquellos que están dispersos por todas las naciones. Entre estos oráculos escatológicos hay intercalados poemas líricos, que cantan la providencia especial del Señor sobre su pueblo y la victoria sobre enemigos y opresores.
Is 24, 1-23. Si en los oráculos dirigidos a las naciones (Is 13, 1-Is 23, 18) se manifiesta el juicio de Dios contra cada uno de los pueblos, ahora, en este terrible oráculo, se anuncia un castigo de dimensión universal. En él cabe distinguir varias secciones: la destrucción de todos los habitantes de la tierra (vv. 1-3); los efectos en los seres de la tierra y en sus elementos (vv. 4-16a); la destrucción definitiva de la tierra y de todo lo que contiene (vv. 16b-23).
El oráculo habla de una catástrofe cósmica que hace presa en la tierra, e incluso en los cielos (v. 4), a causa de que los hombres han transgredido las leyes y han violado la alianza eterna (v. 5). Es probable que esta alianza eterna se refiera a la alianza de Noé (Gn 9, 8-17), que al ser incumplida pesa como una maldición que trae toda clase de desgracias, de las que sólo se salva un pequeño resto (v. 6).
Como ya se decía en los relatos de los orígenes, cuando la humanidad hizo sus planes al margen de Dios fue dispersada (cfr Gn 11, 1-9). También ahora la ciudad queda vacía y todo es desolación (vv. 8-12). Sin embargo, en medio de la ruina universal hay gentes que gritan desde el mar con júbilo por su liberación (vv. 13-20), como sucedió en el éxodo tras el paso del Mar Rojo. Por último, aquel día, como en el Diluvio (cfr Gn 6, 13-8, 22), el Señor mostrará su poder castigando a los pecadores, a la vez que manifiesta abiertamente su gloria reinando desde Jerusalén (vv. 21-23).
Por Mar (v. 14) se entiende el Mediterráneo y, por extensión, el occidente. Ejército de las alturas (v. 21) se refiere a los astros, divinizados en los mitos asirio–babilónicos.
Is 25, 1-5. Tras meditar sobre el justo juicio de Dios que ha conmovido a toda la tierra y ha hecho de su reino en Jerusalén el lugar de la manifestación de su gloria (cfr Is 24, 23), estalla ahora un vibrante canto de acción de gracias y alabanza al Señor, que triunfa sobre la ciudad arrogante y se hace refugio para el débil (v. 4). No hay datos suficientes para identificar qué ciudad ha sido reducida a ruinas (v. 2). Podría tratarse de Babilonia, pero en cualquier caso y por encima de las circunstancias de un momento concreto de la historia, el canto expresa la voz de todo hombre en cualquier tiempo y lugar que ensalza al Señor, que protege a los débiles y echa por tierra toda arrogancia humana.
Is 25, 6-8. El Señor ha preparado a todos los pueblos en el monte Sión un singular banquete. Dios les hará partícipes de manjares suculentos y vinos exquisitos. Así, se expresa de modo simbólico que el Señor hace partícipes a los hombres de alimentos divinos, que superan todo lo imaginable (v. 8).
Estas palabras son una prefiguración del banquete eucarístico, instituido por Jesucristo en Jerusalén, en el que se entrega un alimento divino, el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor, que vigoriza el alma y es prenda de la vida futura: La participación en la “cena del Señor” es anticipación del banquete escatológico por las “bodas del Cordero” (Ap 19, 9). Al celebrar el memorial de Cristo, que resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de “la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo” (Juan Pablo II, Dies Domini, 38). De ahí que los santos frecuentemente hayan exhortado a considerar esta realidad a la hora de recibir la Eucaristía: Es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el Cielo; éstas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión (S. Juan Bautista María Vianney, Sermón sobre la Comunión).
La muerte (v. 8) es una metáfora de la destrucción definitiva de Israel: Dios asegura que nunca ocurrirá. Por otra parte, este versículo es citado por San Pablo, al afirmar gozoso que la resurrección de Cristo ha supuesto la victoria definitiva sobre la muerte (1Co 15, 54-55), y por el Apocalipsis, al anunciar la salvación que traerá el Cordero muerto y resucitado: Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó (Ap 21, 4; cfr también Ap 7, 17). La Iglesia evoca asimismo estas palabras en su oración por los difuntos, por quienes pide a Dios que los reciba en su Reino donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas (Misal Romano, Plegaria Eucarística III).
Is 25, 9-Is 26, 6. Tras la celebración del banquete preparado por Dios se entonan dos himnos que se cantarán aquel día. En el primero se alaba al Señor que es un Dios fiel, de modo que quienes han depositado en Él sus esperanzas de salvación no quedarán defraudados, mientras que la altivez de Moab será humillada (Is 25, 9-12). En el segundo se vuelve (cfr Is 25, 1-5) a festejar al Señor por proporcionar refugio al pobre y al desvalido (Is 26, 1-6).
Is 26, 7-19. Se entabla ahora un diálogo personal con Dios en forma de oración o salmo de estilo sapiencial (vv. 7-10). No se narran a terceros las grandezas del Señor ni se alaban sus obras, sino que el profeta se dirige directamente a Él para expresar su confianza (vv. 7-8), manifestar los afectos íntimos de su corazón (v. 9a; cfr Sal 42), pedir que se manifieste su justicia (vv. 9b-10) e intervenga (v. 11), que traiga la paz (v. 12), y para celebrar en ese diálogo la fidelidad mantenida hasta el final (vv. 13-19). El v. 19 es un atisbo de esperanza en la resurrección individual, aunque aquí, igual que en Is 25, 8, se refiere al resurgir del pueblo, como en la visión de los huesos revitalizados de Ezequiel (cfr Ez 37, 1-14). La resurrección individual será reconocida plenamente en Dn 12, 1-3.
Comentando el v. 10, San Bernardo se dirige a Dios: Quiero que te irrites contra mí, Padre de las misericordias; pero con aquella ira con que corriges al extraviado, no con aquella con que le cierras la senda de la justicia (In Cantica Canticorum 42, 4).
Is 26, 20-Is 27, 13. El Gran Apocalipsis (Is 24, 1-Is 27, 13) culmina con la convocatoria del juicio del Señor para pedir cuentas del pecado a la humanidad entera (Is 26, 20-21; cfr Ap 3, 10; Ap 6, 10). Se reúnen cuatro oráculos que comienzan solemnemente evocando aquel día (Is 27, 1.2.12.13).
En el primero (Is 27, 1) se trata simbólicamente del castigo que sobrevendrá a los pueblos que han oprimido a Israel. Leviatán designa, según los antiguos, un monstruo marino, una especie de serpiente o dragón, que personificaba el caos de las aguas y encarnaba las fuerzas maléficas enemigas a Dios (cfr Jb 3, 8). El primer Leviatán alude a Asiria, el segundo Leviatán probablemente a Babilonia y el dragón marino a Egipto.
En contraste con ese castigo, el segundo oráculo (Is 27, 2-11) habla a favor de Israel con la alegoría de la viña que ya había sido utilizada en otro pasaje (Is 5, 1-7). A diferencia de aquel canto de la viña, en que se reprochaba la falta de fruto a pesar de los cuidados que le había dispensado el Señor, ahora, una vez que ha sido restaurada, el Señor la defenderá (Is 27, 2-5), y dará frutos aunque la viña haya tenido que pasar por duras pruebas para ser purificada (Is 27, 6-11). El v. 27, 9 es aducido por San Pablo para anunciar la conversión final de Israel (cfr Rm 11, 25-27).
Los dos últimos oráculos anuncian el futuro esperanzador de Israel (Is 27, 12-13). Por dos veces se habla de la llamada a los hijos de Israel dispersos entre las naciones, que serán recogidos de los países adonde fueron deportados, y vendrán a postrarse ante el Señor en Jerusalén. Desde el Río hasta el torrente de Egipto (v. 12): es decir, desde el Éufrates hasta, seguramente, el Wadi–al-Arish (que desemboca en la costa norte de la península del Sinaí). Son las fronteras ideales de la tierra de Israel.
Is 28, 1-Is 33, 24. Se inicia ahora la cuarta sección de la primera parte del libro de Isaías. Dios, soberano del mundo, juzga todas las maldades de las naciones y prepara el camino para que Israel y Judá, una vez recogidos sus desterrados de donde fueron llevados, participen de su gloria. Sin embargo -y de eso habla esta sección- el pueblo elegido no estaba preparado. Por este motivo se evoca en tono de queja la resistencia que oponen con su comportamiento a la manifestación y realización de los planes divinos de salvación.
Toda la sección se estructura en seis unidades menores, también denominadas los Ayes de Isaías, porque todas ellas comienzan con esa interjección de lamento (Is 28, 1; Is 29, 1.15; Is 30, 1; Is 31, 1 y Is 33, 1).
Is 28, 1-29. La primera lamentación u oráculo de los ¡Ay! se dirige a los guías del pueblo, que -como borrachos carentes de sentido- no se dan cuenta de las obras que Dios realiza y sus discretos pero eficaces modos de actuar. Se divide en dos piezas de condena, una contra el reino del Norte (vv. 1-6) y otra más desarrollada contra el del Sur (vv. 7-29).
La primera pieza (vv. 1-6) es un juicio contra Efraím, que simboliza a todo el reino del Norte. Como ya lo habían hecho otros profetas (cfr Am 4, 1; Am 6, 4-6 y Os 7, 5), Isaías recrimina a sus habitantes por estar ebrios, ufanos de la seguridad que tienen de sí mismos. Les advierte de la amenaza de la invasión de Asiria. El personaje fuerte y poderoso (v. 2) al que se alude es, posiblemente, el rey asirio Sargón que tomó Samaría y puso fin al reino de Israel. Isaías contrasta la corona de borracho que se ponen los orgullosos (vv. 1.3) con la corona gloriosa (v. 5) que será el Señor para el resto que le ha permanecido fiel.
La segunda pieza (vv. 7-29) es un juicio contra Jerusalén, pormenorizado en tres diatribas. La primera va dirigida contra los sacerdotes y los falsos profetas que engañan al pueblo (vv. 7-13). Isaías se burla de ellos (v. 10) diciendo cómo suenan sus palabras a los oídos de la gente: como el balbuceo de los niños que empiezan a hablar, o como las palabras sin sentido de los borrachos. (Teóricamente se podrían traducir por: Precepto y más precepto; precepto y más precepto; regla y más regla; regla y más regla; un poco aquí; un poco allí, pero es más probable que sólo estén tratando de imitar el sonido de palabras inconexas.) Dios se reirá de ellos y les hablará también con su propio lenguaje incomprensible (cfr v. 13). En concreto el v. 11 es esgrimido por San Pablo para prevenir a los cristianos del abuso del don de lenguas (cfr 1Co 14, 20-22).
La segunda diatriba (vv. 14-19) está dirigida a los malos gobernantes y consejeros. Confían en la mentira, que los arrastrará a la muerte. En cambio, el Señor ha puesto en Sión una roca firme que proporciona apoyo seguro: el derecho y la justicia (cfr vv. 16-17). La piedra probada, angular, preciosa (v. 16) ha sido interpretada en sentido mesiánico y cristológico desde muy antiguo. En los documentos de Qumrán hallados junto al Mar Muerto esta piedra es la comunidad; en el targum o versión aramea es el rey Mesías. En el Nuevo Testamento son muchas las alusiones al sentido cristológico de la piedra angular: unas veces citando el Sal 118, 22 (Mt 21, 42), otras en la explicación de la Iglesia como edificación de Dios (1P 2, 4-8). Como piedra de tropiezo (cfr Is 8, 14) es mencionada en esa misma carta de San Pedro (1P 2, 8) y en Rm 9, 33 a propósito del escándalo que la predicación de San Pablo producía en algunos judíos.
La tercera (vv. 20-29) mira al pueblo entero; adquiere un tono de singular seriedad y advierte que cuando el Señor actúa no es momento de burlas sino de prestar atención. El profeta explica el modo de actuar de Dios, pausado y discreto pero eficaz, con la parábola del agricultor. Se comparan las acciones, a veces duras, de Dios con su pueblo a las del labrador con la tierra que cultiva. Constituye una doctrina de la cuidadosa providencia divina, que prepara un pueblo digno a través de enseñanzas, premios y castigos. Es una reflexión también sobre los signos de los tiempos, que siempre hemos de aprender las criaturas humanas, y que nos resultan más difíciles cuando nos sobrevienen tribulaciones que no sabemos o no queremos entender. Las labores agrícolas son utilizadas con frecuencia como punto de partida para conocer el obrar de Dios. Así ocurre, por ejemplo, en el Nuevo Testamento, en la parábola del sembrador (Mt 13, 1-23 y par.).
Is 29, 1-14. Con ¡Ay Ariel, Ariel! comienza la segunda lamentación. Se dirige a Jerusalén, designada con un nombre simbólico que también se daba a la parte superior del altar de los holocaustos en el Templo (cfr Ez 43, 15; ver nota a Ez 43, 13-17). El oráculo hace referencia al asedio de la ciudad santa por las tropas asirias el año 701 a.C. (vv. 1-4), del que pocos meses más tarde sería librada misteriosamente (vv. 5-8). Sin embargo, todo eso no es más que una llamada de atención contra el endurecimiento de los corazones de los habitantes de Jerusalén, que les impide entender las palabras del Señor. Se fustiga la ceguera de Jerusalén para leer lo que Dios está escribiendo en los acontecimientos (vv. 9-12). Se termina, con la denuncia de la religión formalista, exterior, con la boca, mientras el corazón está alejado del Señor (vv. 13-14).
La dureza de corazón o resistencia a entender la acción del Señor en los acontecimientos, escudándose en una religiosidad meramente formal, fue también combatida con firmeza por el mismo Jesucristo, según narra el Evangelio: Así habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. En vano me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos (Mt 15, 6b-9; cfr Mc 7, 6-8).
San Pablo en la Carta a los Romanos utiliza palabras del v. 10 para referirse al papel de Israel en el plan salvífico de Dios: Les dio Dios espíritu de necedad, ojos para no ver y oídos para no oír hasta el día de hoy (Rm 11, 8). Muestra así que la incredulidad del pueblo judío ante Cristo estaba en los planes de Dios. Y en la Carta a los Corintios, al tratar de la sabiduría de la cruz, cita palabras del v. 14b: Porque el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé la prudencia de los prudentes (1Co 1, 18-19). Si durante la invasión de Senaquerib Dios confundió la prudencia humana que aconsejaba hacer una alianza con Egipto en lugar de confiar en Él, así también Dios confunde la sabiduría humana que considera la cruz de Cristo una necedad: Echa a perder la sabiduría de los sabios cuando hace lo que ellos niegan que pueda ser hecho; y vence la inteligencia de los prudentes cuando demuestra que Dios, al que consideran lejano, interviene en lo que ellos piensan que es necio (Ambrosiaster, Ad Corinthios 1, 19).
Is 29, 15-24. Una nueva lamentación es introducida por el tercer ¡Ay!. Al principio se trata de la situación ridícula en la que se encuentra el que piensa que puede pasar inadvertido al juicio de Dios (vv. 15-16). La imagen del barro y del alfarero (cfr nota a Jr 18, 1-12) muestra la necedad de negar que el hombre tenga un Hacedor, o de enfrentarse a Él asegurando que no sabe lo que hace. El profeta denuncia la falta de sentido que manifiestan los hombres de Judá con su alejamiento de Dios. San Pablo, en Rm 9, 20-21, tomará el argumento del v. 16 para ilustrar la libre elección divina de pueblos y personas (cfr Is 45, 9).
Pero la necedad no es definitiva (vv. 17-24). El Señor va a actuar y, cuando lo haga, nada escapará a su poder: los sordos oirán y los ciegos verán, los opresores desaparecerán y habrá terminado el endurecimiento.
La curación de las enfermedades, en concreto la sordera y la ceguera (vv. 18-19; cfr Is 35, 5) es específica de los tiempos mesiánicos; será signo del restablecimiento del reino. San Mateo pone en boca de Jesús a la pregunta de los discípulos de Juan acerca de si Él era el que había de venir o era necesario esperar a otro: Id y anunciadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí (Mt 11, 4-6; cfr Is 26, 19; Is 35, 5-6; Is 61, 1-3). Así, con la referencia a estas obras, Jesús demuestra que Él es el Mesías, cuya misión es la de instaurar el Reino de Dios, tal como había sido profetizado por Isaías.
La última promesa (vv. 22-24) hunde sus raíces en la tradición patriarcal. La vocación de Abrahán, que únicamente en este pasaje de la Biblia es denominada rescate, y la historia de Jacob, librado de tantos peligros, fundamenta la esperanza del rescate y salvación definitivos.
Is 30, 1-33. La cuarta lamentación se dirige a quienes buscan inútilmente la ayuda de Egipto para resistir el embate asirio, en vez de contar con el Señor y apoyarse en Él. Comienza con amenazas (vv. 1-17), pero después el tono va cambiando hasta mostrar que Dios se compadece de su pueblo, indicándole el camino que debe seguir para librarse del peligro de Asiria (vv. 18-33).
En primer lugar (vv. 1-17) se insiste en que es insensatez y rebeldía hacer planes humanos al margen de Dios: es una estupidez buscar el amparo de Egipto, cuyo auxilio es completamente inútil. El Señor condena la desconfianza en Dios que supone llevar a cabo acciones diplomáticas encaminadas a obtener el apoyo egipcio (vv. 1-7). El profeta debe advertir al pueblo, que se obstina en desobedecer la Ley de Dios y no quiere que los profetas cumplan su misión (vv. 8-11), de la ruina irreparable que acarreará su alianza con Egipto (vv. 12-14), al que se describe gradualmente como peligroso (v. 6), inútil (v. 7) y decididamente pernicioso (vv. 12-14). Habiendo podido evitar el castigo acudiendo al Señor, han confiado en sus propias fuerzas, buscando ayuda en los caballos y carros de sus aliados (vv. 15-17). Soán (Tanis), y Janes (Hierápolis) (v. 4) son ciudades egipcias situadas en el Delta del Nilo (cfr nota a Is 19, 1-25). Rahab (v. 7) es un monstruo marino de la mitología oriental, que algunas veces designa a Egipto (cfr Jb 9, 13; Jb 26, 12; Sal 87, 4; Sal 89, 11).
La segunda parte de la lamentación (vv. 18-33) está integrada por diversos oráculos, en los que se suceden promesas de liberación a Jerusalén y amenazas de castigo para Asiria. Primero se describe la situación de felicidad en que se encontraría el pueblo si volviese a su Dios (vv. 18-22). El Señor espera ansioso su retorno, porque está lleno de misericordia y amor hacia los suyos (v. 18). En cuanto vuelvan, gozarán de un bienestar, expresado con imágenes de abundancia de bienes materiales, mayor que el que podían imaginar (vv. 23-26). Asiria, por el contrario, experimentará el severo juicio de Dios (vv. 27-33). El Tófet (v. 33), literalmente crematorio, era el lugar en el valle de Ben-Hinom, (o Ge–ben-Hinnôn, la gehenna) en las afueras de Jerusalén donde, en algún tiempo, sacrificaron niños al dios cananeo Moloc (ver nota a Jr 7, 21-Jr 8, 3; cfr Jr 19, 5; Jr 32, 35). Llegó a convertirse en lugar de reprobación y de venganza divina contra los pecadores. Allí el poderío asirio tiene preparado su destino.
Is 30, 18 Con trazos sencillos pero intensos se describe el modo de actuar de Dios y la correspondencia del hombre. Dios espera para perdonar, durante un tiempo que San Pablo denomina tiempo de la paciencia de Dios (Rm 3, 26); pero llegará a compadecerse, es decir, a mostrarse entrañable con los hombres: en hebreo etimológicamente compadecerse significa tener entrañas maternales (cfr Is 14, 1; Is 49, 10.13.15; etc. Ver nota a Is 49, 15). El fundamento del obrar piadoso del Señor es su condición de Dios de la justicia, es decir, el Dios de las decisiones salvíficas. En definitiva, Dios espera que el hombre se convierta para perdonarle. Por su parte, el hombre que tiene esa certeza debe también perseverar en la esperanza: Dichosos cuantos esperan en Él. La paciencia de Dios provoca la esperanza del hombre.
Is 31, 1-Is 32, 20. La quinta lamentación continúa el argumento de la anterior. Los primeros versículos (Is 31, 1-9) se dirigen como antes a los que confiaban en el apoyo de Egipto olvidando al Señor, que es el único que puede prestarles verdadera ayuda ante los asirios. El Señor se burla de sus planes ilusos.
En cambio, la segunda pieza tiene como horizonte final la instauración del reinado de Dios y la felicidad en Sión (Is 32, 1-20). Este capítulo es un poema, de tono más bien sapiencial, con una visión profética del futuro mesiánico, que no se encuadra en el ámbito histórico de los oráculos precedentes: tanto el rey como sus colaboradores serán hombres justos (Is 32, 1-5), por medio de los cuales el Señor librará a su pueblo de los hombres taimados (Is 32, 6-8) y de las mujeres frívolas de Jerusalén (Is 32, 9-14). La efusión del Espíritu de lo alto (v. 15) llevará a efecto la justicia y felicidad mesiánicas (Is 32, 15-20).
Is 31, 1-9. Se repiten más brevemente las mismas ideas que en el capítulo anterior: la ayuda de Egipto es inútil (vv. 1-3); Asiria, a pesar de su expansión, terminará aniquilada (vv. 4-9). Hay que confiar sólo en el Señor, porque Él protege a Jerusalén (v. 5). También aquí se vuelve a enseñar que el Señor supedita la liberación de los enemigos (vv. 8-9) a la conversión de sus fieles cuando rechacen la idolatría (vv. 6-7).
Is 32, 1-20. La promesa de paz duradera es el objetivo de este oráculo que abre horizontes mesiánicos a los habitantes de Jerusalén. El rey futuro, identificado seguramente con el anunciado en el Libro del Enmanuel (cfr Is 9, 6; Is 11, 4), garantiza la justicia y la protección ante los enemigos de fuera y de dentro (vv. 1-8). Tras las desventuras que sufrirá la ciudad santa, en la que las antiguas fortificaciones (Ofel y Baján) quedarán arrasadas, las mujeres vanidosas, símbolo de una sociedad que se funda en las propias fuerzas y vive al margen de Dios (cfr Am 4, 1-3), serán con su conversión signo de la nueva etapa (vv. 9-14). Finalmente, la efusión del Espíritu sobre todos (vv. 15-20), como también se había anunciado sobre el futuro rey (cfr Is 11, 2), es prenda de que la paz y la seguridad han de permanecer porque están fundadas en la justicia (v. 17; cfr v. 1): La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una dominación despótica, sino que se llama con exactitud y propiedad la obra de la justicia (Is 32, 17). Es el fruto del orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador y que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en cuanto a sus exigencias concretas está sometido, en el transcurso del tiempo, a continuos cambios. Por ello, la paz nunca se obtiene de modo definitivo, sino que debe edificarse continuamente (Gaudium et spes, 78).
Is 33, 1-24. Este capítulo comienza con un nuevo ¡Ay!, el sexto y último. Viene a ser la conclusión de esta sección (caps. 28-33) y resume las ideas expuestas en ella. Se inicia con un discurso en el que se desarrolla el tema del devastador devastado (vv. 1-6), en referencia al invasor, aunque sin mencionarlo expresamente. Los lamentos de Jerusalén (vv. 7-9) serán enjugados por la intervención divina (vv. 10-16), que restaurará a Sión y hará retornar a Jerusalén a los que fueron desterrados (vv. 17-24).
La buena salud que se augura (cfr v. 24) es señal de la salvación que ha concedido el Señor a su pueblo. Aquí, como en otros lugares del Antiguo y Nuevo Testamento, se establece la relación entre salud y salvación, pecado y enfermedad. Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: “Yo, el Señor, soy el que te sana” (Ex 15, 26). El profeta entrevé que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás (cfr Is 53, 11). Finalmente, Isaías anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda falta y curará toda enfermedad (cfr Is 33, 24) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1502).
Is 33, 1-6. El imperio devastador (v. 1) es seguramente Asiria, aunque es aplicable a Babilonia, a Persia o a cualquier potencia que a lo largo de la historia sometió al pueblo elegido. Los vv. 2-5 son una plegaria sentida que confiesa la soberanía de Dios y su trascendencia por encima de las criaturas (v. 5). Las cualidades y dones del Espíritu (v. 6) -propias del rey Mesías (cfr Is 11, 2)- se piden ahora para todos los fieles que habitarán en la Jerusalén restaurada.
Is 33, 7-24. El juicio divino expresado aquí en lenguaje sapiencial (vv. 7-16) abre el horizonte a la restauración, cantada en un magnífico himno a la Jerusalén ideal (vv. 17-24). El castigo se refleja en la desolación de los habitantes de Jerusalén y de las demás regiones del país (Líbano, Sarón, Basán y el Carmelo), célebres por su riqueza y fertilidad (vv. 7-9; cfr Is 35, 2). Sin embargo, en Sión sólo los pecadores han de temer (v. 14), porque los virtuosos estarán a salvo (vv. 15-16). La doctrina sobre la retribución individual, que aparecerá con más claridad en Jeremías y Ezequiel, se vislumbra ya en este texto. Con todo, la última palabra será una restauración del país, especialmente visible en Jerusalén. El profeta deja correr su imaginación y describe un país enorme, gobernado directamente por el Señor (v. 17), donde hay serenidad y calma, sin arrogancias. Jerusalén será una ciudad frondosa y bien regada (v. 21), donde todo marchará bien, porque Dios mismo ha asumido las funciones de gobierno (v. 22).
San Cirilo, comentando el v. 22 a la luz del Evangelio, muestra la confianza que debemos tener en el Señor contra las asechanzas del demonio: Después de que hemos sido redimidos por Cristo y habitamos su santa tienda, es decir, la Iglesia, nos beneficiamos de las palabras de los Evangelios y de los Apóstoles, y nos atrevemos contra el que antiguamente prevalecía sobre nosotros, porque Cristo guardará nuestros corazones (…). ¡Sí, tenemos que tener ánimo! Pues mi Dios es grande y no me abandonará; es decir, Satanás no se adueñará de mí como antes. No estaré bajo sus pies, pues el Señor es nuestro juez, el Señor es nuestro jefe, el Señor es nuestro rey, el Señor nos salvará. Antes el diablo era nuestro jefe obstinado y cruel. Después de que nos hemos puesto bajo el yugo salvador del Evangelio, tenemos un juez, jefe y rey, el Señor, el Hijo, y Él nos salvará (Commentarius in Isaiam 33, 22).
Is 34, 1-Is 35, 10. La quinta sección de la primera parte del libro de Isaías se suele denominar también Pequeño Apocalipsis, en contraste con la tercera sección o Gran Apocalipsis (Is 24, 1-Is 27, 13). Por las afinidades estilísticas con el Libro de la Consolación (Is 40, 1-Is 48, 22), se piensa que estos capítulos pertenecen a la época del destierro o incluso más tarde. La primera pieza (Is 34, 1-17) está constituida por varios oráculos contra Edom, cuyos habitantes se habían instalado en Jerusalén, aprovechando el vacío que dejaron los desterrados a Babilonia. La segunda (Is 35, 1-10) describe la destrucción de Edom y la nueva liberación de Israel, presentada como un nuevo éxodo.
La sección es como un díptico en que se contrasta la ruina a la que se verán abocadas las naciones, representadas por Edom, frente a la perenne llamada a la esperanza que aguarda al pueblo de Dios.
Is 34, 1-17. Edom, el pueblo descendiente de Esaú, intentó cerrar el paso a los israelitas durante el éxodo de Egipto, camino de la tierra prometida (cfr Nm 20, 14-21). La rivalidad entre edomitas o idumeos e israelitas se explica en la relación de Esaú con Jacob (Gn 25, 19ss.) y parece haberse continuado en sus descendientes a lo largo de siglos. Los idumeos aprovecharon la destrucción de Jerusalén del 597 a.C. y la deportación de los judíos a Babilonia para ocupar la zona sur de Judá. Probablemente este capítulo hace referencia a esos acontecimientos, aunque sin perder de vista las anteriores rivalidades con los israelitas. Comienza con una convocatoria universal, de alcance cósmico (v. 1), para que todas las criaturas asistan al juicio contra Edom. La condena es severa, semejante a la contenida en Ez 35, 1-15. El lenguaje es vivo y evocador: la muerte de corderos y carneros (v. 6) sugiere que la destrucción de Edom es como un holocausto en honor del Señor; los ríos de brea y azufre (v. 9) recuerdan a Sodoma y Gomorra (Gn 19, 24-28). El caos y el vacío (v. 11) parecen un eco de la confusión anterior a la creación (Gn 1, 2). Los animales salvajes y feroces (vv. 14-15) reflejan el desorden de la creación entera. Lilit (v. 14) es el nombre de un demonio de la mitología babilónica, que se representa con cabeza y cuerpo de mujer y alas y patas de ave.
La conmoción cósmica descrita en el v. 4 ha sido leída en clave escatológica por muchos Padres, referida a la segunda venida de Cristo y al juicio final: Viene, pues, nuestro Señor Jesucristo desde los cielos; viene en la gloria al fin de este mundo, en el último día (…). En efecto, la corrupción, el robo, el adulterio y toda especie de delito se ha difundido por la tierra y se ha mezclado sangre con sangre en el mundo. Para que esta admirable demora no quede oprimida por la iniquidad, se va este mundo para que se inaugure otro mejor. ¿Queréis una demostración de esto con palabras de las Escrituras? Oíd a Isaías que dice: El cielo se enrollará como un pergamino y todas las estrellas caerán como las hojas de la vid, como caen las hojas de la higuera (S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses ad illuminandos 15, 3).
Is 35, 1-10. En contraposición a la condena de Edom, se canta ahora el enaltecimiento de Sión, la ciudad santa. Se presenta una visión de la Jerusalén restaurada con un lenguaje grandioso que recuerda la renovación anunciada en los caps. 11 y 12. Dios, que manifestó su cercanía y protección al pueblo en el éxodo, cuando Israel salió de Egipto, repetirá sus prodigios en el retorno de los redimidos a Sión. Les mostrará y allanará su camino de regreso y les acompañará como en una procesión solemne hacia la morada del Señor (v. 8). Así como en Babilonia había un Camino Santo decorado con esculturas de leones y dragones que conducía hacia el templo de Marduc, los redimidos tendrán un Camino Santo de verdad que los conducirá hacia la Casa del Señor en Jerusalén. La alegría y regocijo de los repatriados se reflejará en la curación repentina de ciegos, sordos y cojos (cfr Is 29, 18-19); es un anticipo de los tiempos mesiánicos.
Los milagros de Jesús testimonian que el momento de la verdadera redención anunciado entre sombras en los profetas ha llegado a su plenitud (cfr Mt 11, 2-6). San Justino, mostrando al judío Trifón que esta profecía se cumple en Cristo, señala: Fuente de agua viva de parte de Dios brotó este Cristo en el desierto del conocimiento de Dios, es decir, en la tierra de las naciones: Él, que, aparecido en vuestro pueblo, curó a los ciegos de nacimiento según la carne, a los sordos y cojos, haciendo por su sola palabra que unos saltaran, otros oyeran, otros recobraran la vista; y resucitando a los muertos y dándoles la vida, por sus obras incitaba a los hombres a que le reconocieran. (…) Él hacía eso para persuadir a los que habían de creer en Él que, aun cuando alguno tuviere algún defecto corporal, si guarda las enseñanzas que por Él nos fueron dadas, le resucitará íntegro en su segunda venida, y le hará con Él inmortal, incorruptible e impasible (Dialogus cum Tryphone 69, 6).
La Iglesia utiliza este pasaje de Isaías en la liturgia de Adviento (Tercer domingo, Ciclo A) para fomentar en los fieles la esperanza gozosa de que Dios vendrá y nos salvará.
Is 36, 1-Is 39, 8. Con esta sexta sección se concluye la primera parte del libro de Isaías (Is 1, 2-Is 39, 8). En ella, lo mismo que en los oráculos del principio, se habla de Jerusalén como de una ciudad sitiada en medio de una región arrasada por extranjeros (cfr Is 1, 7-8; Is 36, 1-22). Se relatan tres acontecimientos importantes para la historia del pueblo y para la fundamentación de la fe: en primer lugar, el enfrentamiento del piadoso rey Ezequías con Senaquerib que pretende la rendición de Jerusalén (caps. 36 y 37); luego, la enfermedad y curación prodigiosa de Ezequías gracias a la intercesión de Isaías (cap. 38); y por último, la sentencia condenatoria de Ezequías por haber pactado con el rey de Babilonia (cap. 39). El cuadro histórico tiene muchos elementos comunes con los caps. 15 a 20 del libro segundo de los Reyes y los caps. 26 a 32 del segundo de las Crónicas. Más en concreto, Is 36-39 transcribe el texto de 2R 18, 13-2R 20, 19 con dos variantes significativas: omite 2R 18, 14-16, que relata la sumisión de Ezequías al rey asirio, y añade el poema del rey de Judá (Is 38, 9-20), cuando enfermó y fue curado milagrosamente, subrayando así lo positivo de este monarca. De los diversos textos emerge la relevancia de la figura de Isaías como profeta, consultor del rey y hombre de gran ascendiente entre el pueblo, y la persona de Ezequías, bendecido cuando atendía la voluntad divina, condenado cuando la rechazó.
Is 36, 1-22. Senaquerib, rey de Asiria (704-681 a.C.), se apodera de las ciudades fortificadas de Judá (701 a.C.) y envía a su Rab-Shaqué (título asirio que literalmente suele traducirse por jefe de los coperos y que en la práctica designa un general de alto rango), en embajada conminatoria al rey Ezequías de Judá para que se rinda. El tono es desafiante para éste y para el Dios de Israel. La escena (v. 2) se sitúa en el mismo lugar en que años atrás Isaías había amonestado al rey Ajaz para que confiara en el Señor (cfr Is 7, 3). Entonces el rey no lo hizo, y se precipitaron las desgracias sobre su reino. Por contraste, en esta ocasión, la prudencia de Ezequías y su confianza en el Señor (cfr Is 37, 1-20) traerían consigo la disipación del peligro, y el levantamiento del asedio de Jerusalén (cfr Is 37, 36-37).
Is 37, 1-38. El rey Ezequías, consternado pero lleno de fe y confianza en el Señor, sube al Templo a orar y envía a sus consejeros a consultar al profeta Isaías. Éste responde de parte de Dios con palabras tranquilizadoras (vv. 6-7). Senaquerib envía otra embajada, que reitera las amenazas y añade palabras de desprecio para la fe de Ezequías en el Señor, considerando al Dios de Israel igual que a los dioses de otras naciones vencidas por él (vv. 8-13). De nuevo Ezequías sube al Templo y dirige a Dios una oración suplicante y piadosa (vv. 14-20), en la que confiesa la unicidad de Dios, creador de todas las cosas, y explica por qué esas naciones han sido derrotadas: no tienen al verdadero Dios. Es una súplica que resuena en la oración de los cristianos de Jerusalén en torno a los Apóstoles que transmite San Lucas (cfr Hch 4, 24-26). Isaías toma la iniciativa y envía al rey un oráculo en el que le ratifica, de parte de Dios, que los asirios no entrarán en Jerusalén (vv. 21-35). Senaquerib, en efecto, levanta poco después el campamento y se retira, como consecuencia de una intervención divina que hace estragos en su ejército (v. 36). Se informa también de su muerte, que acaeció el 681 a.C. El relato destaca la figura de Ezequías como modelo de rey que antepone los planes de Dios a sus proyectos personales.
El bello oráculo de Isaías (vv. 21-35), que corresponde a los vv. 6-7, descalifica y satiriza la arrogancia del rey asirio y manifiesta la protección de Dios sobre Jerusalén, a la que se refiere al principio y al final (vv. 22.33-35). Tras aludir brevemente a la ciudad santa, escarnecida por Senaquerib (v. 22), el oráculo se dirige contra éste sin mencionarlo explícitamente. Condena su lenguaje blasfemo contra el Santo de Israel y el orgullo de equipararse con Dios mismo, el único que puede de verdad secar los canales de Egipto (vv. 23-25). Afirma a continuación que Senaquerib en su arrogancia no se dio cuenta de que sus victorias formaban parte del plan de Dios (cfr Is 10, 5), al que nada se le escapa (vv. 26-28). Por eso llega el momento de castigar a Asiria y someterla como se somete a un toro o a un caballo salvaje (v. 29). Seguidamente el oráculo se dirige a Ezequías y a todo el pueblo de Jerusalén, a quienes se les ofrece una señal de la bondad de Dios: después de un tiempo de prueba vendrá la prosperidad (v. 30) en la que un resto providencial llevará a cabo la misión salvífica (vv. 31-32). Finalmente se ratifica que Senaquerib no conquistará la ciudad (vv. 33-34), en atención al honor de Dios y al de David, su siervo (v. 35; cfr 2S 7, 4-16; Sal 132, 10-12). Se subraya así el papel de Jerusalén como instrumento de salvación.
Is 38, 1-22. Una vez probada la fe y piedad de Ezequías durante el asedio a Jerusalén, se narra ahora una nueva prueba: la grave enfermedad que, siendo aún joven, conduce al rey a las puertas de la muerte. También en esta ocasión la confiada oración que dirige al Señor en medio de su angustia es escuchada. La intervención de Isaías (vv. 4-8) asegura la salud de Ezequías como elemento necesario para salvaguardar la ciudad.
De nuevo, como presentando al lector el contraste entre la confianza de Ezequías en el Señor frente a la desconfianza de Ajaz, el Señor le ofrece -como lo había hecho con su padre- una señal de que se cumpliría su palabra (vv. 7-8; cfr Is 7, 14). A continuación se inserta el cántico de Ezequías (vv. 9-20), que no aparece en la narración paralela de 2Re ni de 2Cro, y que ofrece rasgos sapienciales. El poema tiene la forma de un salmo de acción de gracias en boca del rey. Cuando todo parecía perdido (vv. 10-12), acudió al Señor en una oración confiada y humilde (vv. 13-16) y Dios le salvó de la muerte (v. 17). Como consecuencia, el orante subraya el deseo de darle culto al Señor en el Templo (cfr v. 22) con el resto de la comunidad (vv. 18-20).
Los vv. 21-22 encajan mejor, como ya lo apuntaba San Jerónimo, tras los vv. 6-7. Así se encuentran en el relato paralelo de 2Re (2R 20, 7).
Is 38, 8 Por el texto de Isaías encontrado en Qumrán se sabe que Ajaz había construido una escalinata que servía de reloj de sol, según la sombra iba avanzando por los escalones. Hacer retroceder el sol equivalía a prolongar el día unas horas más, y significaba que Dios concedía al rey unos años más de vida.
Is 39, 1-8. Con este breve relato se termina la primera parte del libro de Isaías. La actitud piadosa y leal de Ezequías se cambia ahora por una actitud de poca confianza en Dios, que llevará consigo un terrible castigo: el destierro de Babilonia, marco histórico en el que se situarán los oráculos de la segunda parte del libro, caracterizados por el anuncio de la consolación al pueblo.
Merodac-Baladán (Marduc-Apla-Iddina) reinó en Babilonia del 721 al 711 a.C., año en que fue depuesto por Sargón II, rey de Asiria (721-705). Tras la muerte de éste retornó brevemente al trono desde el 703 hasta 702. La embajada de Merodac-Baladán debía de tener como finalidad alcanzar una alianza con Judá contra Asiria. Ezequías actúa de modo imprudente, mostrando su poderío en caso de tener que luchar contra Asiria, por lo que es reprendido por Isaías con el anuncio de la devastación y deportación con que Babilonia someterá a Jerusalén (587 a.C.). El texto lleva implícita la lección: los cálculos meramente humanos para asegurar el curso de la historia a gusto de uno son inútiles; hay que creer y obedecer a lo que dice Dios, Señor de la historia.
Los Santos Padres entendieron que el rey Ezequías pecó de vanidad y soberbia, dejándose llevar por la ostentación y advertían de los riesgos de un mal uso de la riqueza: Los vicios que acompañan a las riquezas se condenan también en el Evangelio con aquel ¡Ay de los ricos!, porque ya recibisteis vuestra consolación de este mundo, es decir, de las riquezas, de su gloria, de los frutos mundanos. Como se dice en el Deuteronomio: No vaya a ocurrir que al comer y saciarte, construir hermosas casas, al crecer tus vacadas y tus rebaños, al abundar en plata y oro, se engría tu corazón y te olvides del Señor tu Dios (Dt 8, 12), como le ocurrió al rey Ezequías, envanecido por sus tesoros, que se glorió de ellos en vez de Dios ante los embajadores persas y fue reprendido por Isaías (Tertuliano, Adversus Marcionem 4, 15).
Is 40, 1-Is 55, 13. Forman estos capítulos la segunda parte del libro de Isaías, llamada también Segundo Isaías, o Deuteroisaías. Casi todos los textos que se incluyen en ella se sitúan en un marco histórico posterior en uno o dos siglos al de la primera parte. El pueblo opresor ahora no es Asiria sino Babilonia, que conquistó Jerusalén el año 587-586 a.C. y, en varias etapas, fue llevando cautivos a Babilonia a los habitantes más importantes de Jerusalén y de Judá. Años después, el 539 a.C., Ciro, rey de los persas, tomó, a su vez, Babilonia y promulgó un decreto que permitía regresar a los deportados que lo desearan. Tales acontecimientos tienen su eco en los oráculos, cantos, lamentaciones, juicios condenatorios y visiones proféticas de liberación definitiva y restauración del pueblo elegido y de la ciudad de Sión, que aquí se recogen.
Las diversas piezas literarias de esta parte están agrupadas en dos secciones de acuerdo con un cierto orden temático. La primera (Is 40, 1-Is 48, 22) supone al pueblo todavía cautivo en Babilonia. Se le anuncia la liberación gracias al poder del Señor, soberano del mundo y de la historia, que ha elegido al rey Ciro el Persa, llamado ungido, mesías, para rescatar a Israel del destierro (Is 44, 24-Is 45, 25). En esta sección también se proclama el anuncio de que el Señor elige a un siervo, al que envía con el auxilio de su Espíritu para implantar la ley y la justicia (Is 42, 1-9, primer canto del Siervo). En la segunda sección (Is 49, 1-Is 55, 13) se canta la restauración gloriosa del pueblo en Sión, en la que desempeña un papel decisivo la intervención del siervo del Señor. Aquí se encuentran los tres últimos cantos del Siervo (Is 49, 1-6; Is 50, 4-9; Is 52, 13-Is 53, 12).
Is 40, 1-Is 48, 22. Estos capítulos tienen como referencia inmediata la vuelta de los desterrados de Babilonia, que es presentada como un nuevo éxodo. Si el éxodo de Egipto es el prototipo de todas las intervenciones que ha hecho Dios en favor de su pueblo, ahora se habla de otro, que es nuevo porque el poder con el que actúa el Señor, Creador de todas las cosas, supera a lo manifestado en el antiguo. La noticia de la liberación inminente supone un gran consuelo para el pueblo. Así se dice desde el principio y se reitera en los oráculos que siguen. Por eso, esta parte del libro de Isaías suele denominarse Libro de la Consolación, y ha sido entendida como figura y anticipo de la consolación que traerá Cristo: La verdadera consolación, alivio y liberación de los males humanos es la Encarnación de nuestro Dios y Salvador (Teodoreto de Ciro, Commentaria in Isaiam 40, 3).
La sección se abre con un canto de alegría por la pronta liberación de los exiliados (Is 40, 1-11). A continuación se encuentran agrupados oráculos que desarrollan los motivos que tiene el pueblo para esperar en el Señor (Is 40, 12-Is 41, 29) y que anuncian que el Señor, de gran poder y con designios salvadores, está dispuesto a actuar (Is 42, 1-25), y a manifestarse como Redentor de Israel (Is 43, 1-Is 44, 23), hasta llevar la salvación a Jerusalén (Is 44, 24-Is 48, 19). Se cierra con el augurio de la redención del pueblo y la llamada a salir de Babilonia (Is 48, 20-22).
Is 40, 1-11. Con solemnidad, una voz anónima proclama el consuelo de parte del Señor (vv. 1-5). La misma voz pide al profeta que también él grite y pregone la perenne vitalidad de la palabra de Dios y su mensaje de la salvación (vv. 6-11).
Los oráculos se dirigen a los habitantes de Jerusalén deportados en Babilonia. Cuando se pronuncian han pasado ya varias décadas desde que ellos o sus padres fueron forzados a abandonar la ciudad santa. Tras ese tiempo de sufrimientos y separación, su culpa ha sido expiada con creces. Llega el momento de disponerse para emprender, con la ayuda del Señor, el camino de regreso. A lo largo de toda la sección se habla de ese viaje. La voz que habla en nombre del Señor infunde ánimos: no será un camino duro, sino que encontrarán un sendero despejado que los llevará ante la Gloria del Señor. Como en el éxodo de Egipto, en el «camino» de Babilonia hacia Jerusalén el poder de Dios se va a manifestar con prodigios. Las palabras de la voz misteriosa que invita a emprender la marcha avivan la esperanza de los que regresaban a la tierra prometida. Los cuatro Evangelios ven cumplidas estas palabras en el ministerio de Juan Bautista, que es la voz que grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor» (cfr v. 3). En efecto, Juan, con su llamada a la conversión personal y al bautismo de penitencia, prepara el camino para encontrar a Jesús (cfr Mt 3, 3; Mc 1, 3; Lc 3, 4; Jn 1, 23), a quien los Evangelios confiesan como «el Señor» (cfr v. 3). Por su parte, Juan Bautista es el heraldo, el «precursor»: «Por este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así como allanar sus obstáculos y asperezas, para que cuando venga nuestro Dios pueda caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres» (Eusebio de Cesarea, Commentaria in Isaiam 40, 366). De ahí que, en la tradición cristiana, «Juan es “más que un profeta” (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el “hablar por los profetas”. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cfr Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la “voz” del Consolador que llega (Jn 1, 23; cfr Is 40, 1-3)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 719).
En la segunda parte del oráculo, la voz anónima pide al profeta que hable en nombre del Señor (vv. 6-8). Los proyectos meramente humanos tienen una vigencia limitada, sólo la palabra de Dios permanece. Seguramente hay en esa voz una alusión al poder de Babilonia, que pasa como «flor silvestre» cuando «sopla el aliento del Señor», porque se había alzado contra la bondad de Dios. En el mensaje que ha de transmitir al pueblo se habla de confianza en el poder de Dios, que no llega para devastar sino para cuidar amorosamente y recompensar al pueblo que está a su cuidado (vv. 9-11). Aparece por primera vez la imagen del «rebaño» referida al pueblo de Dios, una de las varias figuras utilizadas en la Sagrada Escritura para expresar la atención amorosa de Dios a su pueblo (cfr Jr 23, 3; Ez 34, 1ss.; Sal 23, 4) y que la tradición cristiana utiliza para exponer el misterio de la Iglesia: «La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn 10, 1-10). Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como Él mismo anunció (cfr Is 40, 11; Ez 34, 11-31). Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cfr Jn 10, 11; 1P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cfr Jn 10, 11-15)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 6).
Las palabras de los vv. 6-8 serán utilizadas más tarde en la Primera Carta de Pedro para confirmar la validez del precepto de la caridad fraterna (1P 1, 24-25).
Is 40, 12-Is 41, 29. El mensaje de esperanza con el que se ha iniciado la segunda parte de Isaías no procede de una credulidad ingenua ni es una ilusión irrealizable. En estos versículos se van a exponer los fundamentos teológicos de esa esperanza: en primer lugar, el inmenso poder de Dios creador que se ha desplegado en la creación (Is 40, 12-31); y en segundo lugar, la soberanía de Dios, que rige el destino de los hombres y quiere salvar a los suyos suscitando a Ciro (Is 41, 1-29).
Is 40, 12-31. Estos versículos se ocupan del primero de los argumentos que dan razón de la esperanza. Con preguntas irónicas y con expresiones de gran fuerza plástica, semejantes a las del libro de Job (cfr Jb 38, 2-21), se confiesa la omnipotencia y la trascendencia de Dios: el Señor ha hecho todas las cosas y nada ni nadie se puede comparar con Él (vv. 12-26). En el v. 26 ejércitos se refiere a los astros. Éstos estaban divinizados en la religión y cosmología babilónicas. El autor sagrado los desmitifica, rebajándolos a la condición de meras criaturas de Dios.
Pero el Señor no permanece en su gloria, lejano de las preocupaciones de los hombres, y especialmente de las vicisitudes de su pueblo. Él, que es autor de todo cuanto existe, de la vida y del poder, es infinitamente bueno y en su providencia llenará de vigor y dará fuerzas a quienes ponen en Él su confianza (vv. 27-31). La imagen del águila (v. 31) recuerda las palabras del Sal 103, 5: Como el águila se renovará tu juventud. San Agustín comentando estas palabras, señala que en la antigüedad se pensaba que el águila al envejecer no puede tomar alimentos por el excesivo crecimiento de su pico y hallándose en estos aprietos se dice que el águila, por cierto modo natural, debido a la necesidad de renovar la juventud, frota y golpea contra la piedra la parte superior de su pico, la cual, por haber crecido demasiado, le impide comer; desgastándolo, pues, en la piedra, se deshace de él, y se ve libre del impedimento anterior del pico que no le dejaba comer. Ahora come, y se restablecen todos sus miembros; después de la vejez será como águila joven, pues vuelve la fortaleza a todos sus miembros, el brillo a sus plumas, el poder a sus alas; vuela como antes en las alturas, y en ella se da cierta resurrección (Enarrationes in Psalmos 102, 9). Por eso, en la predicación cristiana, se ha recurrido a esta imagen en sentido espiritual como una llamada a volver a luchar, confiados en Dios. Esperando en el Señor se pueden afrontar las dificultades sin cansancio, porque, como señala San Bernardo, ubi autem amor est, labor non est, sed sapor (donde hay amor, no hay sufrimiento, sino sabor) (In Cantica Canticorum 85, 8).
Is 41, 1-7. El Dios de Israel, Señor de la naturaleza, lo es también de la historia. Tomando como cliché literario el género de pleito (cfr Is 1, 10-20), el poema convoca a los pueblos a que presenten sus alegatos. El pasaje tiene como referencia histórica las rápidas campañas de Ciro el Grande, rey de los persas -a pesar de que no le nombre explícitamente-, tras su victoria sobre Creso de Lidia (año 546 a.C.). Pero todavía no alude a su conquista de Babilonia, ocurrida unos diez años después.
El profeta toma la parte de Dios y argumenta sobre los hechos que están sucediendo: es el Señor quien suscita a Ciro y quien le da las victorias sobre las naciones (vv. 1-5). Los artistas se apresuran a fabricar ídolos (vv. 6-7) que los defiendan del veloz conquistador: todo eso es inútil, porque Dios, que está por encima de todos, es quien le dirige.
Is 41, 8-20. La razón de suscitar al nuevo libertador, Ciro, es la predilección entrañable de Dios (cfr v. 9) por su pueblo, sometido todavía a la humillación del destierro. Es el primer oráculo del Libro de la Consolación en el que se aplican a Israel apelativos y expresiones que denotan una ternura insospechada en el Señor: Mi siervo (vv. 8.9) es el término técnico para designar al elegido para una misión importante, como se verá después en los cantos del Siervo. Aquí se aplica al pueblo entero, a Israel, y no a un individuo. Con la expresión: No temas (vv. 10.13.14), se invita a la confianza en el Señor cuando aparentemente no hay motivos para la esperanza: son las mismas palabras que en otros lugares de la Biblia se dirigen a las personas elegidas para una misión arriesgada, como Jacob (Gn 46, 3) o Josué (Jos 1, 9; Jos 8, 1; etc.) en el Antiguo Testamento, y a la Virgen María, la Madre de Jesús (Lc 1, 30) en el Nuevo. Otros títulos importantes son: Estirpe de Abrahán, mi amigo (v. 8), en recuerdo de su origen noble, gusano de Jacob, los débiles de Israel (v. 14), en alusión al estado deplorable del destierro.
Más significativas aún que los apelativos dirigidos a Israel son las acciones de Dios y los títulos con los que se le designa. Las acciones son siempre positivas: Tomar de los extremos de la tierra, llamar (v. 9), dar fuerzas, socorrer, sostener (v. 10), ayudar (vv. 13.14). Los títulos son afectuosos: Tu Dios (vv. 10.13), tu Señor y, sobre todo, tu Redentor (v. 14), expresión que volverá a aparecer hasta en catorce ocasiones en esta parte del libro. El redentor (goel en hebreo) era el familiar más próximo, obligado a velar para que no se atropellaran los derechos de la familia, ni los bienes materiales, ni la fama, ni menos aún la vida (cfr nota a Jb 19, 25).
La predilección de Dios por Israel, su pueblo, que tan bellamente expresa el profeta, debe ser también un motivo que fundamente la confianza de los miembros del nuevo Pueblo de Dios: Nuestro Señor tiene un continuo cuidado de los pasos de sus hijos, es decir, de aquellos que poseen la caridad, haciéndoles caminar delante de Él, tendiéndoles la mano en las dificultades. Así lo declaró por Isaías: Soy tu Dios, que te toma de la mano y te dice: No temas, Yo te ayudaré. De modo que, además de mucho ánimo, debemos tener suma confianza en Dios y en su auxilio, pues, si no faltamos a la gracia, Él concluirá en nosotros la buena obra de nuestra salvación, que ha comenzado (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 3, 4).
La última sección (vv. 17-20) expresa gráficamente la restauración de Israel mediante la imagen del desierto que se transforma en lugar fértil y frondoso (cfr Is 44, 3; Is 51, 3).
Is 41, 21-29. El texto vuelve al tema del pleito (rîb, en hebreo), lo que indica que todo el cap. 41 constituye un único poema–oráculo. Es una nueva sátira contra los ídolos de las naciones, en una especie de desafío, para probarles que no saben nada de las cosas pretéritas, ni pueden anunciar nada del porvenir (vv. 22-23.26.28); no son más que una nulidad, aire y vacío (v. 29). En cambio, el Señor no sólo sabe, sino que suscita los acontecimientos y sus protagonistas (vv. 25-27). La intención del profeta es dar argumentos para levantar la esperanza de los oprimidos.
Is 42, 1-9. El Señor, que ha manifestado su poder en la creación (Is 40, 12-31) y que ha mostrado sus designios de salvación con los hechos realizados en la historia (Is 41, 1-29), anuncia una nueva etapa en sus acciones para salvar a su pueblo (v. 9). En esa tarea, desempeñará una función decisiva el siervo del Señor, que de alguna forma asume en el texto profético el protagonismo en la manifestación y realización de los planes salvíficos. De él y de su misión se habla en cuatro pasajes distribuidos a lo largo de los caps. 42-55, que tal vez formaran parte en su origen de un único poema. Estos cuatro oráculos han sido designados habitualmente como los Cantos del Siervo. La mayoría de los exegetas ve en Is 42, 1-9 el primer canto, o bien, la primera estrofa de este poema. Los otros tres pasajes son: Is 49, 1-6; Is 50, 4-11 e Is 52, 13-Is 53, 12. Junto con una gran belleza poética, los cantos presentan difíciles cuestiones de estilo y de contenido. Han sido por ello prolijamente comentados y todavía hoy continúa el debate sobre la identidad del siervo. Para quienes los cuatro cantos forman parte de un único poema, el siervo deberá ser el mismo en los cuatro fragmentos y, por tanto, su personalidad y misión deben ser las mismas en los cuatro. Para quienes, en cambio, los cuatro pasajes no forman una unidad, la naturaleza y misión del siervo podrían ser distintas en cada uno de ellos. Las hipótesis que han sido propuestas sobre la identidad del siervo se reducen fundamentalmente a tres. La primera considera que el siervo es un personaje individual: bien un rey de la casa de Judá, bien el mismo profeta, o, naturalmente, un Mesías futuro, que salvará a Israel. La segunda hipótesis interpreta la figura del siervo colectivamente: el siervo representa a Israel o a un grupo dentro de él. Una tercera hipótesis piensa que el siervo es presentado intencionadamente de forma ambigua, susceptible de ser interpretado de las dos maneras antes mencionadas: como un personaje del pueblo, pero que puede simbolizar a todo Israel.
En este primer canto (vv. 1-9) la figura del siervo resulta ciertamente misteriosa: el v. 1 le da atributos excepcionales, universales, transcendentes. Los vv. 2-3a hablan de su acción humilde; pero inmediatamente (vv. 3b-7) anuncian su fortaleza hasta establecer el derecho en la tierra, ser la luz de las naciones, abrir los ojos de los ciegos y sacar de la prisión a los cautivos…. Todo ello lo podrá realizar el siervo porque el Señor ha puesto su Espíritu sobre él (v. 1), es decir, se trata de alguien que ha sido elegido por Dios y cuenta con el auxilio del Espíritu del Señor en su tarea de enseñar su Ley hasta los confines de la tierra. Así pues, estas palabras podrían estar expresando de algún modo la propia conciencia del profeta de estar llevando a cabo una tarea: proclamar la palabra de Dios, que él no ha buscado sino que le ha sido encomendada. Pero también pueden representar en el siervo a todo el pueblo de Israel (cfr Is 41, 8): éste ha sido objeto de la elección divina para dar testimonio a todos los hombres, con serenidad y sosiego, de la Ley recibida del Señor.
Los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, sin entrar en la cuestión sobre la personalidad originaria del siervo, ven en cada uno de los cuatro cantos una profecía que anuncia al Mesías y que se cumple en Jesucristo. En concreto, en este primero han interpretado los rasgos característicos del siervo como un vaticinio de la figura de Jesús, objeto de la más plena complacencia del Padre, que en la unidad del Espíritu Santo es verdaderamente luz para todas las naciones y liberador de todos los oprimidos. Así por ejemplo, en los relatos del Bautismo de Jesús en el Jordán y de la Transfiguración resuenan estos rasgos en la voz divina: Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido (Mt 3, 17); Éste es mi Hijo, el elegido, escuchadle (Lc 9, 35). Por otra parte, el Evangelio de Mateo, que tiene especial interés en señalar que en Jesús se han cumplido las Escrituras, cita explícitamente los vv. 2-4 de este oráculo de Isaías para mostrar que en Jesús se cumple la profecía del siervo, rechazado por los dirigentes del pueblo, cuyo magisterio amable y discreto había de traer al mundo la luz de la verdad (Mt 12, 15-21). Y la misión de Jesús, como siervo sufriente, que había comenzado con el Bautismo en el Jordán (cfr Mt 3, 17), vuelve a mostrarla San Mateo al narrar la oposición que encuentra Jesús entre una parte de los dirigentes judíos, y volverá a señalarla de manera especial en su pasión y muerte (cfr Mt 27, 30).
Por otra parte, la fórmula luz de las naciones (o de las gentes) del v. 6 parece tener un eco en lo que Jesús dice de sí mismo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12; Jn 9, 5), y en el Benedictus de Zacarías (Lc 1, 78-79). Evocación de las frases del v. 7 se encuentra en la respuesta de Jesús a los enviados de Juan Bautista al preguntarle si Él es el que había de venir (cfr Mt 11, 4-6; Lc 7, 18-22). cfr nota a Is 29, 15-24. Por eso dirá San Justino, comentando los vv. 6-7: Todo esto, amigos, está dicho con relación a Cristo y a las naciones por Él iluminadas (Dialogus cum Tryphone 122, 2).
La Iglesia, en el Concilio Vaticano II, reconoce su responsabilidad de trabajar para que Cristo se manifieste verdaderamente como luz de las naciones (v. 6) en todo tiempo y lugar: Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cfr Mc 16, 15) (Lumen gentium, n.1).
Is 42, 10-13. El anuncio de las cosas nuevas (Is 42, 9) que hará el Señor provoca un gran sentimiento de júbilo, que se concreta en el cántico nuevo (v. 10) con el que toda la creación, tierra y mar, toda clase de seres vivos y hasta los hombres de las regiones más remotas, alabará y glorificará al Señor. Es un himno solemne que contiene elementos comunes con algunos salmos (cfr Sal 96, 1; Sal 98, 1).
Quedar (v. 11) era una tribu nómada de la región de Arabia (cfr Is 21, 16; Sal 120, 5; Ct 1, 5). Sela, que en hebreo significa roca, y que se traduce por Petra en griego y latín, podría aludir a la actual ciudad de Jordania que lleva este nombre, célebre por sus angostos accesos, y si no se refiere en concreto a esa ciudad, está indicando toda la zona rocosa al Este del Jordán.
En el libro del Apocalipsis, la victoria del Cordero, el único capaz de abrir el libro y romper sus sellos (cfr Ap 5, 1-10), lleva a entonar el definitivo cántico nuevo (v. 10).
Comentando el versículo 10, San Jerónimo escribe: ¿Quiénes son éstos que deben cantar el cántico nuevo? Lo dicen las palabras que siguen: Los que descendéis -dice- hasta el mar. Jesús, viendo a los apóstoles en la orilla remendando sus redes junto al mar de Genesaret, les envió a alta mar para hacerlos, de pescadores de peces, pescadores de hombres. Ellos predicaron el Evangelio hasta el Ilírico y España; dominando también, en breve tiempo, el poder inmenso de la ciudad de Roma. Ciertamente descendieron al mar y lo atravesaron, sorteando las tormentas y las persecuciones de este mundo. También las islas y sus habitantes, la diversidad de las gentes y la multitud de las iglesias (Commentarii in Isaiam 42, 10).
Is 42, 14-25. De nuevo, el profeta pretende levantar la esperanza de los exiliados con el anuncio de una intervención divina portentosa (vv. 15-17). Llega el momento en que se rompe el silencio de Dios, mantenido durante mucho tiempo. La imagen de los gritos de la parturienta (v. 14) indica gráficamente que la restauración, la llegada del nuevo pueblo, es inminente.
El profeta amonesta a Israel para que no piense éste que su Dios es ciego y sordo, que no se da cuenta de la opresión de su pueblo. El ciego y sordo es Israel, que no entiende ni escarmienta de los correctivos que le envía su Dios para que se convierta a Él y lo salve (vv. 18-25). Hasta ahora el pueblo, elegido como siervo y mensajero, no ha comprendido al Señor. Ha llegado el momento de salir de la incapacidad de escuchar lo que Dios dice o de ver lo que Dios hace. El Señor está dispuesto a actuar, e intervendrá para librarlo y castigar a sus opresores (v. 17). Alegrémonos de la misericordia del Señor y temamos el juicio del Señor -dice San Agustín comentando este pasaje-. Perdona, pero no se calla. Si ahora está callado, no siempre callará. Escúchale mientras está callado y no habla, no sea que ya no puedas oírle cuando no se calle en el juicio (S. Agustín, Sermones 9, 1).
Is 43, 1-Is 44, 5. Dios eligió a Israel y lo ha hecho objeto de su amor de predilección (cfr Is 43, 1-13). Así como en el pasado demostró con hechos que no se olvidaba de ellos, e intervino con poder para sacarlos de Egipto y guiarlos, protegiéndolos con su providencia a través del desierto, con igual solicitud y poderío los hará salir del destierro en Babilonia (cfr Is 43, 14-28). Tal cuidado providente no es consecuencia de los méritos del pueblo, sino fruto exclusivo de la misericordia del Señor, cuya fidelidad ha permanecido inquebrantable a pesar de las culpas de Israel (Is 43, 22-Is 44, 5). Éste tiene motivos de sobra para estar sereno y tranquilo, pues el Señor, que lo ha hecho objeto de su predilección, es el único Dios verdadero y nada ni nadie hay que se le pueda comparar (cfr Is 44, 6-23). Por eso, esta colección de oráculos se culmina con gritos de júbilo ante la actuación de Dios que redime a su pueblo (cfr Is 44, 23).
Is 43, 1-13. Como en Is 41, 8-20 este oráculo proclama la predilección de Dios por los suyos. Los apelativos del pueblo -mis hijos y mis hijas (v. 6), cuantos llevan mi Nombre (v. 7), mis testigos, mi siervo, el elegido (v. 10)-, los títulos del Señor -el Santo de Israel, el Salvador, el Señor, tu Dios (vv. 3.11)- y, sobre todo, las acciones divinas -creación, redención (v. 1), rescate (v. 3), etc.-, hacen de este pasaje uno de los más entrañables del libro, por la hondura de su mensaje sobre el amor de Dios y por la ternura de las expresiones: A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito (cfr Dt 4, 37; Dt 7, 8; Dt 10, 15). E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cfr Is 43, 1-7) y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (cfr Os 2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 218).
Las primeras palabras del oráculo (v. 1) han conmovido a muchos santos. San Josemaría gustaba volver a ellas para descubrir la ternura de Dios Padre con cada uno de sus hijos: Repasad con calma aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu; te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de morir por nosotros, que nos ha escogido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia: y que continuamente nos brinda ocasiones de purificación y de entrega (Amigos de Dios, 312). Y las meditaba como fuente de conversión y de agradecimiento por la misericordia divina: Recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que Él me repite despacio: meus es tu!; sabía -y sé- cómo eres, ¡adelante! (Amigos de Dios, 215).
Is 43, 14-21. Este oráculo forma parte del núcleo doctrinal del Libro de la Consolación (Is 40, 1-Is 48, 22), en donde el éxodo de Egipto es el prototipo de todas las liberaciones realizadas por el Señor. De modo más inmediato apunta a la vuelta de los desterrados de Babilonia. Aunque lo acontecido en la salida de Egipto fue grandioso y digno de ser ponderado, se quedará corto ante un éxodo que será realmente nuevo porque su grandeza supera a todo lo antiguo (cfr vv. 18-19). El vaticinio está construido con esmero. Comienza reconociendo a Dios mediante una enumeración abigarrada de los títulos divinos tantas veces repetidos: Señor, Redentor, Santo de Israel, creador y Rey (vv. 14-15); sigue el anuncio del nuevo éxodo teniendo como modelo la tradición del antiguo, sin nombrarlo (vv. 16-21); recuerda luego las infidelidades del pueblo con dolor pero con serenidad (vv. 22-24); y termina confesando el perdón divino en un esquema procesal (vv. 25-28). Con esta técnica rebuscada destaca la iniciativa y el protagonismo de Dios en la historia del pueblo.
Las palabras del profeta infunden esperanza en un pronto regreso y dan fuerzas para afrontar la gran tarea de la reconstrucción religiosa de Israel. Pero en todos los momentos de la historia recuerdan también que el Señor nunca abandona a sus elegidos, y constantemente los invita a recomenzar en sus empeños de fidelidad con ardor renovado. Sólo es necesario que, acudiendo a la misericordia de Dios, reconozcan sus culpas. Por eso San Gregorio Magno empleaba la referencia judicial del v. 26 como una imagen del examen de conciencia que lleva al reconocimiento de los pecados: La conciencia acusa, la razón juzga, el temor ata, el dolor atormenta (Moralia in Iob 25, 7, 12-13).
Is 44, 1-5. Israel pecó, afligió al Señor con sus culpas, pero el amor de Dios es tan grande que no toma en cuenta las ofensas, sino que a pesar de todo sigue manteniéndose fiel a su elección. Incluso sigue dirigiéndose a los suyos con ternura. Yesurún (v. 2) es un apelativo poético y cariñoso de Israel, que sólo aparece aquí y en Dt 32, 15; Dt 33, 5.26; pertenece a la raíz ysr, que implica la noción de ser recto o justo. Forma un juego de palabras con el nombre del pueblo, Israel.
Is 44, 6-23. El pasaje en su conjunto es una proclamación de la unicidad del Señor, a quien nada ni nadie se le puede comparar. Los demás que son llamados dioses no son nada. Siguiendo el esquema procesal repetido en esta parte del libro, consta de cuatro elementos: confesión de fe en la unicidad de Dios, que es el tema propuesto a debate (v. 6); interpelación a compararse con otros dioses (vv. 7-8); desarrollo irónico sobre la validez de los ídolos (vv. 9-20); y conclusión exhortativa a reconocer al Señor como único protagonista de la historia (vv. 21-22). El reconocimiento de Dios y de su predilección no es un tema teórico, puesto que lleva consigo la exigencia de conversión a Él (v. 22).
Roca (v. 8) es un título de Dios, frecuente en poesía hebrea (cfr Is 17, 10; Is 26, 4; Sal 18, 3.47; Sal 19, 15; Sal 28, 1; etc.).
El texto satírico sobre la vanidad de los ídolos (vv. 9-20) es semejante a Jr 2, 26-28; Jr 10, 1-16 y Sb 13, 10-21. En todos ellos, pero especialmente en Isaías, se vuelve a poner en ridículo el origen artificioso de las imágenes destinadas a la idolatría: adorar ídolos es lo mismo que alimentarse de ceniza (v. 20; cfr Pr 15, 14; Os 12, 2).
El himno del v. 23 puede considerarse una pieza independiente, parecida al himno recogido en Is 42, 10-13. Toda la tierra, y hasta el universo entero, participa de la alegría de la liberación de Israel. Una vez más se muestra que la universalidad es clave en el mensaje del Libro de la Consolación.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se alude al v. 6 (cfr Is 41, 4; Is 48, 12; Ap 1, 8) cuando hace notar que nuestra profesión de fe comienza por Dios, porque Dios es “el Primero y el Último” (Is 44, 6), el Principio y el Fin de todo (n. 198).
Is 44, 24-Is 48, 22. En la línea argumental que sirve de engarce para los oráculos de esta segunda parte de Isaías se llega a un momento culminante: el anuncio de que el Señor, el Redentor de Israel (cfr Is 43, 1-Is 44, 23), va a actuar de modo inmediato para sacar a su pueblo del destierro de Babilonia. Para eso suscita a Ciro, el rey persa, un personaje revestido de poder que, aunque no sea consciente de su elección y misión (cfr Is 45, 5), va a liberar a Israel (Is 44, 24-Is 45, 13). Cuando la ciudad santa sea restaurada, todos los pueblos reconocerán la soberanía universal del Señor e irán a adorarlo en Sión (Is 45, 14-25). Entonces se hará manifiesto el triunfo del Señor (Is 46, 1-13) y Babilonia, que había dominado a Judá, será finalmente humillada por el Señor (Is 47, 1-15). Al Señor, que es el único Dios verdadero, es a quien debe prestarse atención (Is 48, 1-19) para escuchar su llamada a abandonar Babilonia y experimentar la redención (Is 48, 20-22).
Is 44, 24-28. Siguiendo el esquema del pleito o disputa sapiencial, este oráculo en primera persona enseña el protagonismo de Dios en la creación (v. 24) y en la historia de Israel -reconocible por el rechazo de los agoreros (v. 25), el apoyo a los profetas (v. 26) y el acontecimiento del éxodo (v. 27)-; pero, sobre todo, tiene como objetivo mostrar que es Dios quien ha intervenido en la elección de Ciro (v. 28). Es la primera vez que se nombra explícitamente al rey persa (cfr nota a Is 41, 1-7) y se le designa como pastor, es decir, como guía del pueblo conforme al querer de Dios. Seguramente la mención del mandato de reedificar Jerusalén y el Templo aluden al decreto de Ciro (cfr 2Cro 36, 23; Esd 1, 2-4; Ne 2, 5ss.), que permitía el regreso de los deportados y la reconstrucción de las ciudades de Judá y del Templo de Jerusalén. El profeta quiere dejar claro que esta vez el dominio del nuevo imperio no es señal de castigo; Dios ha decidido salvar al pueblo por medio de este pastor venido de fuera.
Is 45, 1-13. Este discurso poético es un mensaje de ánimo a los exiliados en Babilonia con el anuncio de un libertador, Ciro el Persa, que ejecutará la voluntad salvífica de Dios con Israel sirviéndole como instrumento. La mención solemne y precisa de Ciro, un rey extranjero, es una ventana abierta a la mirada universalista del plan divino de salvación, que choca con el horizonte del pueblo, inclinado a un nacionalismo exclusivista. El vaticinio se puede considerar como un oráculo de investidura que quizá nunca escuchó Ciro, pero transmitió confianza a los deportados. Santo Tomás comenta: Después de haberles confortado en la firme esperanza de las divinas promesas (caps. 40-44), empieza ahora a enumerarlas para su consolación: primero promete la liberación de los males (caps. 45-55) y luego la salvación en los bienes (caps. 56-66) (Expositio super Isaiam 59).
Sorprende que se otorgue a Ciro el título de ungido, reservado a los reyes de Israel, pues se trata de un extranjero que no conocía al Dios del pueblo elegido. Por si fuera poco, se dice que la misión y los éxitos del conquistador persa son debidos a una especial providencia de Dios, que lo ha designado para liberar a Israel de la opresión de los otros pueblos (vv. 1-5). Este mensaje debió de suscitar estupor en los oyentes. A la vuelta de los siglos, no deja de reclamar nuestra atención sobre los designios de Dios, que a veces se vale de situaciones históricas que pueden parecernos paradójicas.
La expresión desatar las cinturas de los reyes (v. 1) equivale a desarmarlos, pues es de la cintura de donde cuelga la espada.
Is 45, 6-7. Es posible que estos versículos tuvieran en el momento de su redacción una intención apologética frente al dualismo, arraigado entre los persas y pueblos limítrofes, que proponía dos principios contrapuestos: el bien y el mal; esta circunstancia explicaría el énfasis con que se recuerda que el Señor es el Único Dios, creador de todas las cosas, de la luz y las tinieblas. En ese horizonte de polémica es como el texto puede atribuir también a Dios la paz (el bien) y el mal, acción esta última que está en contradicción con la bondad absoluta de Dios. De todos modos, como el v. 7 ha podido causar extrañeza a lectores cristianos, no fue pasado por alto a lo largo de la exégesis. Ya Orígenes le dio la siguiente explicación: El mal, si alguno lo entiende en el verdadero sentido del término, no lo ha creado Dios (…). Si, en cambio, se habla del mal -que puede ser llamado así sólo impropiamente- entendiendo los males corporales y exteriores, admitimos que tal vez Dios los ha creado con el fin de convertir a alguien por medio de ellos. ¿Y qué tiene de extraño esta doctrina? Nosotros también, aunque abusivamente, llamamos males a las penas infligidas por los padres, por los maestros y por los pedagogos a sus discípulos y a las que los médicos someten a los enfermos para curarlos en las operaciones y cauterios; y decimos que hacen males los padres a los hijos, lo mismo que los maestros, los pedagogos, sin que les echemos la culpa, incluso cuando pinchan o cortan (…). En este sentido es como explicamos el pasaje: Yo, el que obra la paz y crea el mal (Is 45, 7) (Contra Celsum, 6, 55-56). Por su parte, San Gregorio Magno comenta: Autor de la paz, creador de la desgracia, porque precisamente entonces se nos devuelve la paz con Dios, cuando las cosas creadas, que son buenas en sí, pero que no siempre son rectamente deseadas, se nos convierten en calamidades y causa de desgracia. Por el pecado perdemos la unión con Dios; es justo, por tanto, que volvamos a la paz con él a través de las calamidades; de este modo, cuando cualquier cosa creada, buena en sí misma, se nos convierte en causa de sufrimiento, ello nos sirve de corrección, para que volvamos humildemente al autor de la paz (Moralia in Iob 3, 9, 15).
Is 45, 8 Los términos que traducimos por justicia y salvación corresponden a tres sustantivos abstractos hebreos. El primero y el tercero son sinónimos (justicia). Así los ha traducido la Neovulgata. La Vulgata, sin embargo, entendió los dos primeros como adjetivos: Justo y Salvador, viendo en ellos una aplicación más directa al Mesías, y dando así un texto que ha sido recogido por la liturgia cristiana de Adviento: Rorate coeli desuper, et nubes pluant iustum; aperiatur terra et germinet Salvatorem, et iustitia oriatur simul (Derramad, cielos, desde arriba vuestro rocío, y lluevan las nubes al justo; que se abra la tierra y brote al Salvador y nazca con él la justicia). Un sermón atribuido a San Agustín las ve cumplidas en el nacimiento de Cristo: Hoy se cumple aquella profecía que dice: Cielos, destilad el rocio; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote el Salvador. El Creador se ha hecho criatura para que fuera encontrado el que se había perdido. Esto es lo que el hombre reconoce en los salmos: Antes de ser humillado, pequé. El hombre pecó y se convirtió en reo; Dios nació como hombre para que fuera liberado el reo. El hombre cayó, pero Dios descendió. Cayó el hombre miserablemente, bajó Dios misericordiosamente; cayó el hombre por la soberbia, bajó Dios con su gracia (Sermones 128). Y San Proclo de Constantinopla, que ve en estas palabras de Isaías una figura del nacimiento virginal de Jesucristo, señala: Las nubes destilen la justicia, porque hoy el antiguo extravío de Eva ha sido reparado y destruido por la pureza de la Virgen María y por el que de Ella ha nacido Dios y hombre juntamente. Hoy el hombre, cancelada la antigua condena, ha sido liberado de la horrenda noche que sobre él pesaba (De Nativitate Domini 1).
Is 45, 9-13. Estas palabras constituyen una llamada de atención para los que no aceptaban que el Señor pudiera realizar sus planes de salvación por medio de un extraño, el rey persa Ciro. Desde esta circunstancia histórica puede entenderse mejor el sentido del pasaje. Con comparaciones expresivas, el texto profético les demuestra el error que comete quien rechaza los designios de Dios todopoderoso. Vuelve a aparecer la comparación del alfarero y la arcilla (v. 9; cfr Is 29, 16) que será evocada por San Pablo (Rm 9, 20-21).
Is 45, 14-25. Se insiste una y otra vez en que sólo el Señor es Dios y no hay otro que merezca ese nombre (cfr vv. 14-15.18.21.22). Sólo Él puede salvar. Por eso, se invita a todos los pueblos a reconocer su soberanía y a adorarlo en Sión (vv. 22-24). Aunque se emplea al principio un lenguaje con resonancias guerreras, que habla de hacerse con mercancías de valor y dominar a hombres fuertes para llevárselos prisioneros (vv. 14-17), sin embargo es sólo un modo gráfico de hablar. En realidad se trata de una liberación de la idolatría hasta dejarse cautivar por la verdad de ese Dios escondido, pero que es el único Dios y Salvador verdadero. La formula: Verdaderamente Tú eres el Dios escondido (v. 15), es una reflexión profética sobre el ser de Dios, insondable, misterioso para la inteligencia humana, que actúa ordinariamente a través de personas y acontecimientos de la historia, sin dejarse ver. La consideración, que tiene aplicaciones universales, filosóficas y teológicas, de enorme hondura, es muy coherente con las circunstancias históricas de la elección de Ciro como instrumento para realizar los designios divinos. Todo el capítulo está impregnado de un horizonte universalista que rompe esquemas antiguos.
Los Santos Padres han visto en Ciro una figura de Cristo. De la misma manera que Dios obró ocultamente en Ciro la salvación de los judíos, más todavía se ocultó la divinidad en Jesús. La versión de los Setenta traduce verdaderamente Tú eres el Dios escondido, por Tú eres Dios y no lo sabíamos, que ha sido entendido por algunos Padres como referido a la divinidad de Cristo: Porque el Hijo de Dios siempre se había aparecido; se escondía quién era. Cuando, después de la resurrección, se da a conocer, se le confiesa: Tú eres Dios y no lo sabíamos. Y el que en la Ley era considerado solo un Ángel y el capitán del ejército del Señor, cuando se le reconoce que es el Hijo de Dios, se le dice en acción de gracias: Tú eres Dios y no lo sabíamos. Por tanto con esto se quiere decir que Él era el que se había aparecido a los patriarcas, y después se encarnó, pero no había sido reconocido por los hombres (Ambrosiaster, Ad Romanos 2, 22).
El v. 23b recuerda Flp 2, 10-11, que atribuye a Jesucristo cualidades que en el Antiguo Testamento se predicaban sólo de Dios.
Is 46, 1-13. Los deportados estaban impresionados ante los cultos de los babilonios a sus ídolos y tenían serias tentaciones de idolatría. Este oráculo contrapone en disputa sapiencial la grandeza del Señor y la nulidad de los ídolos. En primer término contempla con alegría, incluso en son de burla, el abatimiento de los dioses asirio–babilónicos: Bel (el dios del cielo) y Nebo (el dios de la sabiduría), todos ellos vanos, incapaces de salvar a su pueblo, necesitados de bestias y de hombres para ser transportados (vv. 1-2). En contraste con los ídolos, llevados por sus adeptos, el Dios de Israel es el que lleva a sus fieles (vv. 3-7). El pasaje, en continuidad con los demás oráculos de esta parte de Isaías, vuelve a referirse al regreso de los deportados de Babilonia a la tierra de Judá; ese nuevo éxodo provocará la acción del mismo Dios que hizo las cosas pasadas (v. 9), esto es, la liberación de la esclavitud de Egipto. El profeta enfatiza el poder del Señor, el Dios Único, que cumple sus designios (vv. 8-13) a través del hombre que designa, el ave rapaz que llama del oriente (v. 11), es decir, Ciro el Persa (cfr Is 45, 1).
Is 47, 1-15. Impresionante sátira contra Babilonia, compuesta cuidadosamente como un canto fúnebre o lamentación, mediante fórmulas gráficas y atrevidas y con un vocabulario escogido y culto (más de cuarenta palabras son exclusivas de esta sección). Puesto que los dioses de Babilonia son vanos, nada podrán hacer por evitar la ruina y humillación de la ciudad. Babilonia recibió el encargo de castigar a Israel, pero se ha sobrepasado en sus funciones (vv. 6-7). Por eso el profeta, que anuncia su merecida destrucción, enfatiza los contrastes entre lo que fue y lo que va a ser (vv. 1-11): de virgen (v. 1) (probablemente porque no ha sufrido yugo extranjero) y de señora (vv. 5.7), se convertirá en esclava; su orgullo será terriblemente humillado, no se podrá levantar de la desgracia que le está por venir. Babilonia se jactaba de su sabiduría, de su ciencia y de su magia. Su astrología llegó a ser famosa en el próximo Oriente antiguo. Pero de nada le vale recurrir a ellas, pues no la podrán salvar de las calamidades que se le avecinan (vv. 12-15).
Is 48, 1-16. Con carácter conclusivo, se repite de forma desordenada la enseñanza que ha venido transmitiendo el Libro de la Consolación: Dios es creador (vv. 7.12.13), dueño del mundo (v. 13), autor del éxodo (v. 3), revelador de su palabra por medio de los profetas (vv. 3.15.16); el pueblo, que ha sido elegido con predilección (vv. 1.12), ha sido desleal y pecador (v. 8), castigado, pero no aniquilado (vv. 9-11), destinado a ser testigo de Dios entre las naciones (v. 6); y Ciro, a quien no se nombra explícitamente, ha sido escogido para llevar adelante los planes salvíficos del Señor (vv. 14-15). Dios ha hablado claro (v. 16) y los deportados, al repensar todos estos datos debieron de sentir un enorme consuelo. También los lectores que habrían de venir después se llenarán de gozo por la esperanza de la salvación definitiva.
El v. 16 ha sido entendido en la tradición cristiana como una revelación velada de la Santísima Trinidad, puesto que el Hijo es enviado por el Padre y su Espíritu para redimir a los hombres: Si objetan que el Espíritu Santo envía también al Hijo, como Él mismo dice por el profeta: Y ahora, el Señor Dios me envía… esto se ha de entender del Verbo encarnado, que vino al mundo para redimirlo por voluntad y disposición del Padre y del Espíritu Santo (S. Anselmo, De processione Spiritus Sancti 9).
Is 48, 17-19. Se presenta, también como conclusión, un tema muy relacionado con la escucha del mensaje del Señor (cfr Is 48, 16). Se trata de la instrucción divina: el Señor te enseña, para tu bien, esto es, para provecho, y te guía por el camino que has de seguir (v. 17), frase que evoca Dt 8, 2. La enseñanza divina no es algo meramente teórico, sino que se basa en la experiencia de la realidad vivida, con los acontecimientos salvíficos que han marcado la historia del pueblo elegido, sobre todo a partir de la liberación del éxodo de Egipto. Del mismo modo que la liberación de la primera esclavitud es enseñanza para Israel, el destierro de Babilonia lo es ahora de nuevo.
A continuación se advierte a Judá que escarmiente en los castigos sufridos por haber abandonado al Señor (vv. 18-19). Trascendiendo el momento histórico en que fue pronunciado el oráculo, sus palabras son una enseñanza para todos los tiempos, los pueblos y las criaturas humanas: aprender en la propia vida a convertirse al Señor.
Is 48, 20-22. La doble experiencia de la esclavitud de Egipto y del destierro babilónico constituye una enseñanza única y firme, que deberá estar para siempre presente en el alma del pueblo elegido y de cada uno de sus fieles. La orden de partida es contundente: lo mismo que en el éxodo de Egipto Dios mandó salir del país del Nilo, ahora ordena salir de Babilonia.
La caída de Babilonia, cantada con ironía en Is 47, 1-15, y esta invitación imperiosa a abandonarla resuenan en la impresionante visión del Apocalipsis que anunciaba la caída de Roma, símbolo de todos los pecados, y ordenaba alejarse de ella: Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis cómplices de sus pecados ni participéis de sus castigos. Porque sus pecados llegaron hasta el cielo y Dios se acordó de sus iniquidades (Ap 18, 4-5).
Is 49, 1-Is 55, 13. Se inicia ahora la segunda sección de la segunda parte del libro de Isaías. En la primera sección (Is 40, 1-Is 48, 22) se había tratado acerca de la liberación del destierro de Babilonia que llevaría a cabo el Señor, soberano del mundo y de todos los pueblos. En esta segunda se canta la restauración del pueblo en Sión. Casi todos los oráculos que la componen presuponen que se ha cumplido la destrucción de Babilonia y la vuelta de los exiliados, acontecimientos de los que ya no se habla. Tampoco insisten en la universalidad de la salvación; más bien recogen esperanzas y se centran en Jerusalén.
Es probable que la mayor parte de los oráculos de esta sección fueran proclamados entre el 515 y el 500 a.C. Si esto es así, estarían dirigidos a una sociedad desilusionada debido a que ni el entusiasmo del retorno del exilio ni el esfuerzo de la reconstrucción del Templo habían producido los efectos esperados: continúan las diferencias de clases, las manifestaciones de avaricia y las grandes bolsas de pobreza. La Jerusalén soñada no se corresponde con la que muchos experimentan; ni siquiera con la que presentan con entusiasmo los miembros de la escuela sacerdotal. En tales circunstancias de desaliento resuenan estos oráculos que pretenden levantar el ánimo de los habitantes de Jerusalén, ensalzando la figura del libertador que viene enviado por Dios, el siervo del Señor, y proclamando la inminente restauración de la ciudad santa, denominada ahora con el nombre honorífico de Sión. De hecho, cabe dividir la sección en poemas alternos sobre el siervo y sobre Sión: Is 49, 1-13, el siervo (segundo oráculo); Is 49, 14-Is 50, 3, Sión; Is 50, 4-11, el siervo (tercer oráculo y exhortación); Is 51, 17-Is 52, 12, Sión; Is 52, 13-Is 53, 12, el siervo (cuarto oráculo); Is 54, 1-17 Sión (Jerusalén). Los vv. 1-13 del cap. 55 son una exhortación a tomar parte en la Nueva Alianza.
Is 49, 1-6. En el primer canto del Siervo del Señor (Is 42, 1-9) se presentaba al siervo y se hablaba de su tarea en la liberación del pueblo exiliado. En este segundo, el siervo comienza por tomar directamente la palabra. Se dirige a las islas, los pueblos lejanos y se sabe destinado por Dios desde el seno materno para efectuar, también en ellos, los designios divinos de salvación (cfr vv. 1-3). Acerca de su misión se señalan ahora dos aspectos, que se irán desarrollando en los oráculos posteriores. En primer lugar, su protagonismo en la restauración de las tribus y en el regreso de los deportados a Sión (v. 5); después, la dimensión universal de su tarea para hacer que la salvación de Dios llegue hasta los confines de la tierra (v. 6).
En este poema cabe distinguir lo que el siervo dice de sí mismo (vv. 1-4) y lo que el Señor dice del siervo (vv. 5-6). El siervo se sabe elegido por Dios desde el seno materno, como Jeremías (Jr 1, 5), encargado de interpelar a los pueblos paganos (las islas) o, al menos, a sus compatriotas diseminados en pueblos lejanos (v. 1; cfr Jr 1, 10; Jr 25, 13-38); está dotado de cualidades para hablar con crudeza, con palabras como flechas, aunque cause divisiones (v. 2; cfr Jr 1, 10); y también, a pesar de tanta protección divina, siente el más profundo desencanto, como le ocurrió al profeta de Anatot (vv. 3-4; cfr Jr 1, 7; Jr 8, 18-20). El fundamento de la actividad del siervo está en las palabras recibidas del Señor: Tú eres mi siervo, Israel (v. 3). Algunos comentaristas han supuesto que el término Israel es una interpolación tardía para corroborar la interpretación colectivista del siervo, que se impuso muy pronto entre los judíos; pero esta interpretación no tiene argumentos sólidos porque la palabra Israel sólo falta en un manuscrito de escasa importancia. De todos modos, la mención de Israel no se opone a la interpretación individual del siervo, porque en poesía cabe dirigirse a alguien por su nombre personal o por su patronímico. De hecho tanto en el Israel bíblico como en nuestra cultura muchos personajes han tomado como sobrenombre el de su lugar de origen.
Lo que el Señor transmite es la misión del siervo (vv. 5-6): la restauración de las tribus tiene que ser tan eficaz que, también los no israelitas, puedan quedar iluminados y alcanzar la salvación. Aunque la misión universal del siervo no está aquí claramente definida, puesto que su labor ha de limitarse a las tribus de Jacob, no obstante la consecución de este objetivo, la reunión de Israel, será como una luz para que los pueblos paganos vean y reconozcan a Dios. La expresión luz de las naciones (v. 6) ha aparecido ya en el primer poema (Is 42, 6); allí podía entenderse en sentido social: obtener la liberación de los deportados y cautivos; aquí el sentido religioso es claro: extender la salvación a todas las naciones.
En resumen, el siervo del Señor, individuo o colectividad, o seguramente ambas cosas, ha sido elegido y amado con predilección por Dios, goza de las cualidades proféticas más relevantes y ha de mover a sus compatriotas con el fin de iluminar y salvar a los de fuera.
La interpretación mesiánica del siervo, a partir de este segundo canto, era común entre los judíos alejandrinos que lo tradujeron al griego en la versión de los Setenta, entre los miembros de la comunidad de Qumrán y entre algunos autores de la literatura intertestamentaria, como el Libro de Henoc. Todos ellos entendían que el siervo era, en sentido colectivo, el pueblo entero de Israel. Fueron los cristianos quienes desde el principio aplicaron a Jesús los cantos del Siervo y los vieron cumplidos en su vida. Así, aunque la imagen de la espada afilada (cfr v. 2) alude a la eficacia de la palabra divina, aparece en Hb 4, 12-13 referida al conjunto de la Revelación que se manifiesta de modo pleno y perfecto en Jesucristo (véase también Ap 1, 16 y Ap 2, 12). A su vez, la expresión luz de las naciones, o de las gentes, (v. 6) es puesta en boca del anciano Simeón aplicada a Jesús (Lc 2, 32). Incluso, en los Hechos de los Apóstoles se aplica a quienes, en continuidad con la predicación de Jesucristo y para colaborar en su obra salvífica, van a predicar a los gentiles, como lo atestiguan las palabras de Pablo y Bernabé en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: Era necesario anunciaros en primer lugar a vosotros la palabra de Dios, pero ya que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo mandó el Señor: Te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta los confines de la tierra (Hch 13, 46-47). Por eso la Iglesia entiende su misión como un dar a conocer la verdad sobre Jesucristo, luz que ilumina a todo hombre: La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria” (Hb 1, 3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14): Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). (…) Jesucristo, “luz de los pueblos”, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por Él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cfr Mc 16, 15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 2).
Is 49, 7-13. El Señor, que ha elegido a su siervo y le ha encomendado reunir a las tribus dispersas, se muestra especialmente benévolo con los que ya han sido repatriados o están a punto de serlo. Esta enseñanza fundamental queda patente en el presente pasaje, de carácter bastante heterogéneo. El comienzo (v. 7) refleja la paradoja entre el amor de Dios y la humillación del pueblo elegido, que finalmente será ensalzado (cfr Is 52, 13-15); algunos comentaristas lo consideran parte del segundo canto del Siervo. La estrofa siguiente (vv. 8-9a) está dirigida a los ya repatriados pero desalentados por la situación deplorable del país: el Señor no puede fallar y concederá la salvación en el tiempo oportuno (v. 8). San Pablo aplicará este tiempo oportuno a la venida de Cristo (cfr 2Co 6, 2). La estrofa final (vv. 9b-13), dirigida a los repatriados, sirve todavía de argumento para fomentar la esperanza de los que ya han llegado desde los cuatro puntos cardinales (v. 12): de muy lejos, hace probablemente referencia a Mesopotamia y por tanto al este; Mar es a menudo utilizado para indicar el oeste -cfr Is 24, 14-; Sinim, es decir, originarios de Siene, ciudad en el extremo meridional de Egipto, representa genéricamente el sur. Se repite la alegría del nuevo éxodo para terminar en un himno breve pero intenso de alabanza a Dios (v. 13). Una y otra vez se repite la certeza de que Dios protege a su pueblo con especial predilección.
Is 49, 14-Is 50, 3. Después de los oráculos en torno al siervo, ahora el profeta se centra en Sión, la ciudad predilecta del Señor, adonde vendrán de toda la diáspora a habitar en ella. Será un auténtico milagro. El inicio es grandioso por las fórmulas entrañables y atrevidas para expresar el amor de Dios a los suyos (Is 49, 14-20). A continuación se insiste con un estilo didáctico en que el Señor obrará la liberación de Jerusalén (Is 49, 21-26). Emplea dos comparaciones: la de una reina oriental (Is 49, 22-23) y la del guerrero victorioso (Is 49, 24-26). Ambas terminan con una confesión (Is 49, 26b) que recuerda el mensaje de Ezequiel: Y sabrás (sabrán) que Yo soy el Señor (cfr Introducción a Ezequiel, § 2). Finalmente (Is 50, 1-3) se da respuesta desde otro ángulo a la duda de los repatriados en Jerusalén antes formulada: El Señor me ha abandonado (Is 49, 14). Tomando como punto de arranque la imagen esponsal inaugurada por Oseas (cfr Os 1-3), el profeta confirma con palabras puestas en boca de Dios que el exilio no fue definitivo ni irrevocable. No hubo documento escrito que rompiera el matrimonio (cfr Dt 24, 1-2; Jr 3, 8), ni hubo contrato cerrado de venta. Sólo fue un castigo inevitable, una separación temporal por las maldades y pecados del pueblo. Pero Dios se mantiene fiel a sus compromisos, restaurará a Sión porque conserva el mismo poder desplegado en el éxodo.
Cuando llegue la plenitud de los tiempos, en la redención de Jesucristo, este oráculo cobrará vigorosa actualidad: Dios ha establecido en Jesucristo una nueva y eterna alianza con los hombres. Ha puesto su omnipotencia al servicio de nuestra salvación. Cuando las criaturas desconfían, cuando tiemblan por falta de fe, oímos de nuevo a Isaías que anuncia en nombre del Señor: ¿acaso se ha acortado mi brazo para salvar o no me queda ya fuerza para librar? (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 190).
Is 49, 15-16. La imagen de la madre incapaz de olvidar a sus hijos (v. 15) es una de las más bellas y audaces de toda la Biblia para expresar el amor de Dios a su pueblo. Ha sido utilizada con frecuencia en textos ascéticos de todos los tiempos. Y así lo hace también Juan Pablo II al referirse al amor misericordioso que muestra Dios con los suyos, expresado en hebreo con el término rahamim, que denota el amor de la madre (rehem significa regazo materno). Dios, como una madre, ha llevado en su seno a la humanidad y especialmente a su pueblo, lo ha dado a luz con dolor, lo ha alimentado y consolado (cfr Is 42, 14; Is 46, 3-4): Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que desde este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi femenina de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Sobre ese trasfondo psicológico rahamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar. (…) Este amor, fiel e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa en los textos veterotestamentarios de diversos modos: ya sea como salvación de los peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón de los pecados respecto de cada individuo, así como también de todo Israel, y, finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza (escatológicas), no obstante la infidelidad humana (Dives in misericordia, nota 52; cfr Mulieris Dignitatem, 8).
Las primeras palabras del v. 16 también expresan gráficamente el amor de Dios. Por eso, Juan Pablo II las ha empleado como exhortación a pensar en el amor divino. Así se lo decía a los jóvenes: Queridos jóvenes, Dios os ha amado primero (cfr 1Jn 4, 19), acoged su amor. Permaneced firmes en esta certeza, la única capaz de dar sentido, fuerza y alegría a la vida: su amor nunca se apartará de vosotros y su alianza de paz nunca fallará (cfr Is 54, 10). Ha tatuado vuestro nombre en las palmas de sus manos (cfr Is 49, 16) (Jornada Mundial de la Juventud, 6-I-1999).
Is 50, 4-9. Después de que el segundo canto haya glosado la misión del siervo (cfr Is 49, 6), ahora el tercero reclama la atención para la propia persona del siervo. El término siervo no aparece expresamente mencionado en estos versículos, por lo que algunos no consideran este pasaje como parte de los cantos, sino como una descripción del perfil de un profeta. Con todo, parece que el protagonista es el siervo, como se podría deducir del contexto inmediato (cfr Is 50, 10). El poema está bien construido en tres estrofas que comienzan del mismo modo: El Señor Dios (vv. 4.5.7), y con una conclusión (v. 9), que también contiene la misma fórmula. La primera estrofa (v. 4) subraya la docilidad del siervo a la palabra del Señor; es decir, no es presentado como un maestro autodidacta y original sino como un discípulo obediente. La segunda (vv. 5-6) señala los sufrimientos que esa docilidad le ha acarreado y que el siervo ha aceptado sin rechistar. La tercera (vv. 7-8) destaca la fortaleza del siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque Dios le ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. La conclusión (v. 9) tiene carácter procesal: en el desenlace definitivo sólo el siervo permanecerá, mientras que sus adversarios se desvanecen.
Los evangelistas vieron cumplidas en Jesucristo las palabras de este canto, especialmente en lo que se refiere al valor del sufrimiento y a la fortaleza callada del siervo. En concreto, el Evangelio de Juan pone en boca de Nicodemo el reconocimiento de la sabiduría de Jesús: Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él (Jn 3, 2b). Pero, sobre todo, la descripción de los sufrimientos que ha afrontado el siervo resuena en el corazón de los primeros cristianos al meditar la Pasión de Jesús y recordar que comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas (Mt 26, 67), y que más adelante los soldados romanos le escupían, y le quitaban la caña y le golpeaban en la cabeza (Mt 27, 30; cfr también Mc 15, 19; Jn 19, 3). San Pablo hace alusión al v. 9, al aplicar a Cristo Jesús la función de interceder por los elegidos en el pleito permanente con los enemigos del alma: ¿quién puede pretender vencer en una causa contra Dios? (cfr Rm 8, 33).
San Jerónimo, subrayando la docilidad del discípulo, ve cumplidas en Cristo estas palabras: Esa disciplina y estudio le abrieron sus oídos para transmitirnos la ciencia del Padre. Él no le contradijo sino que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, de forma que puso su cuerpo, sus espaldas, a los golpes; y los latigazos hirieron ese divino pecho y sus mejillas no se apartaron de las bofetadas (Commentarii in Isaiam 50, 4).
Este texto es empleado en la liturgia del Domingo de Ramos -junto con el Salmo 22 y el himno de San Pablo en su Carta a los Filipenses (Is 2, 6-11)- antes de la lectura de la Pasión del Señor.
Is 50, 10-11. El profeta, o el redactor que ha colocado el tercer canto del Siervo, introduce una exhortación a escucharle (v. 10) y una severa advertencia para quienes se atrevan a oponerse a él, escandalizando a los más sencillos (v. 11). Es probable que algunos de los que habían regresado del destierro se dedicaran maliciosamente a corromper a sus conciudadanos. La imagen del fuego expresa gráficamente los daños que produce el escándalo.
Is 51, 1-8. Confortado con el apoyo divino y sin miedo a afrontar las dificultades que se deriven de sus palabras, el siervo inicia su predicación. Se dirige en primer lugar a los que buscan honradamente al Señor. Los invita a reflexionar sobre sus raíces, la historia de las misericordias del Señor con Abrahán y Sara (vv. 1-2), para que tengan esperanza en el poder del Señor y su capacidad de transformar el montón de ruinas en que había quedado convertida Jerusalén, tras las campañas de las tropas babilónicas, en un lugar apacible, donde puedan experimentar el favor que Dios les dispensa (v. 3). Una vez que hayan cobrado ánimos con esas palabras sigue la invitación a confiar en Él (vv. 4-6), sin temor a ser menospreciados por los hombres (vv. 7-8). El núcleo de la exhortación del siervo lo forman la docilidad -escuchad, vv. 1 y 7-, la instrucción, que es lo que la ley significa en este contexto (vv. 4 y 7), y la salvación, designada también como justicia (vv. 5 y 7).
Is 51, 9-16. Vienen ahora tres llamadas apremiantes que comienzan del mismo modo: ¡Despierta, despierta! (v. 9; Is 51, 17 e Is 52, 1). La primera se dirige al Señor, y le recuerda los grandes prodigios que obró en tiempos pasados con la certeza de que se repetirán en el regreso de los desterrados (vv. 9-11). A continuación el profeta calla y Dios le responde reprochando la falta de fe de que adolece el pueblo (vv. 12-13), pero con la promesa de una pronta liberación (vv. 14-16).
Rahab es un monstruo de la mitología oriental, personificación del caos primordial; en el Antiguo Testamento designa a veces a Egipto (cfr Is 30, 7; Jb 9, 13; Sal 87, 4). El dragón (en hebreo, Tannín) designa un monstruo marino mitológico (cfr Is 27, 1), que también simboliza a Egipto en algunos textos (cfr Ez 29, 3; Ez 32, 2).
En sentido espiritual, las palabras del v. 16b, que en el texto latino se entendieron como dichas al profeta (para que extiendas los cielos y asientes la tierra) han sido interpretadas como dichas a todo el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, animando a los fieles a vivir una vida celestial: Si quieres, serás cielo. ¿Quieres ser cielo? Limpia de tierra tu corazón. Si no tuvieses deseos terrenos y no dijeres en vano que tienes arriba tu corazón, serás cielo (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 96, 10).
Is 51, 17-23. Los oráculos que vienen a continuación (Is 51, 17-Is 52, 12) giran en torno a Jerusalén. La segunda llamada apremiante del profeta (¡Despiértate, despiértate! v. 17) se dirige ahora a la ciudad santa, que fue devastada y muchos de sus habitantes exiliados a Babilonia. Después de que sus gentes han bebido la copa del furor divino, y sufrido con el destierro el castigo de sus pecados (vv. 17-20), el Señor dará a beber con creces la copa de su furor a quienes los oprimieron (vv. 21-23). El símbolo de la copa del furor divino aparece en otros libros proféticos (Ha 2, 16; Jr 25, 15-29; Ez 23, 31-33) para indicar las pruebas y desgracias permitidas por Dios como castigo para buscar la reacción de arrepentimiento.
Is 52, 1-6. La tercera llamada apremiante (¡Despierta, despierta!, v. 1) se dirige a Sión, a Jerusalén, que enseguida va a ser renovada, purificada y reconstruida. La liberación está a sus puertas (vv. 1-2): lo mismo que antaño Dios liberó a los israelitas primero de Egipto y después de Asiria, ahora lo hará de la cautividad de Babilonia, y el pueblo reconocerá que no hay otro Dios que el Señor (vv. 3-6).
Is 52, 7-12. La salvación se acerca, está ya a las puertas de Jerusalén, y su anuncio es llevado por el mensajero que anuncia la paz (v. 7), que proclama el regreso del Señor a su ciudad santa, como un rey que vuelve victorioso con los suyos después de haberlos redimido de su cautividad (vv. 7-8). En ese cortejo triunfal no faltan los cantos de gozo que ensalzan la salvación conseguida por el Señor con su gran poder (vv. 9-10), ni una llamada apremiante a la purificación, para que quienes han de dispensar la bienvenida al Señor que llega sean dignos de participar en su cortejo de santidad (vv. 11-12).
Estos versículos forman el célebre y bello poema del mensajero de la paz, del que anuncia la buena nueva. Con especial lirismo repite las ideas del oráculo inicial de esta segunda parte del libro (Is 40, 1-11). Poéticamente se ensalzan los pies del mensajero como símbolo de rapidez y destreza al atravesar las montañas, lugar de los grandes anuncios (cfr Is 40, 9). El mensaje (v. 7) viene descrito con tres términos cargados de significado: paz, que en Isaías indica seguridad en Israel tras las penalidades del destierro; buena nueva, o más literalmente, noticia de bondad y bienestar, es decir, prosperidad decisiva en lo material y en lo espiritual; salvación, que equivale a restauración definitiva en todos los órdenes. Las tres palabras unidas expresan el más alto grado de felicidad que pueda imaginarse. El centro del mensaje es la entronización de Dios: Reina tu Dios, semejante a Is 40, 9: Aquí está vuestro Dios. Lo novedoso de este poema estriba en que presenta a Dios como rey de Sión (cfr Is 24, 23). El reino de Dios es sublime y sólo analógicamente es comparable a los reinados humanos, como queda manifiesto en los salmos de la realeza del Señor (Sal 47, 9; Sal 93, 1; Sal 96, 10; Sal 97, 1) y, de modo más pleno, en el Nuevo Testamento, que recoge la predicación de Jesús centrada en el Reino de Dios.
Como en una representación dramática, la llegada del mensajero, que viene a identificarse con la venida de Dios como rey, provoca en los centinelas un grito de júbilo que resuena en toda la ciudad (v. 8). Los que tenían la función de avisar ante cualquier amenaza, ahora son los causantes de la alegría desbordante porque el Señor regresa a Sión (v. 8; cfr Ez 43, 1-5).
En una preciosa personificación poética, las ruinas de Jerusalén son interpeladas para que se unan al coro de los centinelas (v. 9). Llega la restauración y no por méritos propios, puesto que el Señor ha desnudado su brazo santo, símbolo de una acción enérgica, como en tiempos del éxodo (v. 10; cfr Is 40, 10; Is 51, 9; Sal 98, 1).
El breve himno final (vv. 11-12) es una exhortación a purificarse de toda idolatría babilónica y a seguir los pasos del Señor, que, como en la antigua peregrinación por el desierto (cfr Ex 13, 21-22), camina al frente de la comitiva y, a la vez, cierra el cortejo.
San Pablo cita las palabras del v. 7 en Rm 10, 15 al insistir que es necesaria la predicación para que se conozca el Evangelio. Son por ello una permanente invitación al apostolado.
Las palabras de este oráculo también han sido aplicadas por la tradición cristiana a los pastores de almas. En este sentido lo que se dice en el v. 11 ha sido entendido como una llamada a la responsabilidad: El pastor debe ser siempre puro de pensamiento. Y en tal grado que no haya inmundicia alguna que manche a quien asumió el oficio, y pueda así limpiar en los demás corazones las manchas de la impureza. Es necesario que quien se dedica a limpiar impurezas procure tener las manos limpias, no sea que teniendo lodo, al limpiar estando sucias manchen más. Por eso se dice por el profeta: purificaos quienes lleváis los vasos del Señor. Llevan, en efecto, los vasos del Señor aquellos a los que se les encarga conducir, en la fe de su trato, las almas de sus prójimos a las moradas eternas. Mediten, pues, dentro de sí mismos, con cuánta pureza deben vivir los que portan en el corazón de su compromiso, los vasos vivos hacia el Templo de la eternidad (S. Gregorio Magno, Regula pastoralis 2, 2).
Is 52, 13-Is 53, 12. Este cuarto canto del Siervo es uno de los textos más comentados de la Biblia, tanto en lo que se refiere a su estructura literaria como a su contenido. En su estructura, el canto interrumpe el estilo hímnico del cap. 52, que continúa en el cap. 54, con un estilo más reflexivo sobre el valor del sufrimiento. En su contenido, el canto es sorprendente al presentar el triunfo y exaltación del siervo a través de su humillación, abandono y padecimiento. Más aún, el siervo toma como propias las enfermedades, dolores y hasta los pecados de los demás para librarlos y sanarlos. Hasta entonces esta expiación vicaria era desconocida en la tradición bíblica. El pasaje resulta muy original hasta en el vocabulario, puesto que contiene cuarenta términos que no aparecen en otros lugares de la Biblia.
El poema, construido con esmero, está dividido en tres estrofas: la primera (Is 52, 13-15) está puesta en labios del Señor y constituye una obertura que insinúa los temas que se van a desarrollar posteriormente: el triunfo del siervo (v. 13), su humillación y sufrimiento (v. 14) y el asombro de propios y extraños ante un acontecimiento tan novedoso (v. 15).
La segunda (Is 53, 1-11a) es un relato gozoso de la aflicción padecida por el siervo y los efectos beneficiosos que ha producido. Está puesta en labios de un nosotros, que representa al pueblo entero y al propio profeta; ambos se sienten unidos al siervo del Señor. Esta estrofa se construye en cuatro estadios de contemplación: en primer lugar (Is 53, 1-3), la descripción del siervo en sus orígenes nobles -renuevo, raíz en la presencia del Señor- y en su aflicción degradante como varón de dolores. A continuación (Is 53, 4-6), se señala que la razón de tanto sufrimiento es la expiación vicaria. Si en la doctrina tradicional el dolor se consideraba castigo individual, aquí es provecho para los demás. Ésta es la primera lección para los que le tenían por castigado, herido de Dios y humillado, y el punto culminante del poema. En tercer lugar (Is 53, 7-9), se vuelve a la contemplación del siervo que libremente asume los padecimientos y con sencillez se ofrece en sacrificio expiatorio, como indican la imagen del cordero y de la oveja. Su muerte es tan ignominiosa como los dolores que la han precedido. Por último (Is 53, 10-11a), se describen con profusión los frutos de tanto padecimiento. Con resonancia de las tradiciones patriarcales, se señala la descendencia numerosa y los muchos días, y con sentido sapiencial se asegura el pleno conocimiento.
La tercera estrofa (Is 53, 11b-12) vuelve a estar en labios del Señor, que reconoce solemnemente la eficacia del sacrificio de su siervo: justificará, es decir, obtendrá la salvación (v. 11) y tendrá parte en el botín y la herencia divina (v. 12).
Este cuarto canto del Siervo del Señor fue interpretado y actualizado desde muy pronto. Los judíos de Alejandría, al hacer hacia el siglo II a.C. la versión griega de los Setenta, introdujeron pequeños retoques para identificar al siervo del poema con el pueblo de Israel en la diáspora. Si éste estaba sufriendo enormes dificultades para conservar su identidad en aquel ambiente helenista y politeísta, se sabía confortado con la esperanza de la exaltación que refleja el canto.
El judaísmo palestinense identificaba el siervo glorificado con el Mesías, pero modificaba la descripción de los padecimientos para aplicarlos a las naciones paganas. Los textos hallados en Qumrán interpretan este canto a la luz de los desprecios que soportó el Maestro de Justicia, probable fundador del grupo que se había asentado en ese lugar.
Jesús reveló su misión redentora como el siervo sufriente profetizado por Isaías en este canto. A él se refirió en varias ocasiones: en la respuesta a la petición de los hijos del Zebedeo -el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos (Mt 20, 28 y par.)-, en la Última Cena, donde anuncia su muerte ignominiosa entre malhechores citando Is 53, 12 (Lc 22, 37), en varios pasajes del cuarto evangelio (Jn 12, 32.37-38), etc. También parece aludir a él en el diálogo con los discípulos de Emaús (Lc 24, 25ss.) para explicar la razón de su pasión y muerte. Por eso, los primeros cristianos entendieron el sentido de la muerte y resurrección de Jesús al hilo de este poema y así quedó reflejado en la expresión según las Escrituras de 1Co 15, 3, la fórmula por nuestros pecados (Rm 4, 25; 1Co 15, 3-5), el himno cristológico de la Carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11), en expresiones de la Primera Carta de Pedro (1P 2, 22-25) y en otros muchos lugares del Nuevo Testamento (Mt 8, 17; Mt 27, 29; Hch 8, 26-40; Rm 10, 16; etc.).
La tradición patrística explica el canto como una profecía que se cumple en Cristo (cfr S. Clemente Romano, Ad Corinthios 16, 1-14; S. Ignacio Mártir, Epistula ad Polycarpum 1, 3; las denominadas Epistula Barnabae 5, 2 y Epistula ad Diognetum 9, 2, etc.). La Iglesia lo emplea en la liturgia del Viernes Santo.
Is 52, 14 No tenía aspecto de hombre. Esta frase resume la descripción de Is 53, 2-3 y muestra el intenso dolor reflejado en el rostro. Los detalles son tan gráficos que con razón la ascética cristiana ha visto en ellos un anticipo de la pasión de Nuestro Señor: El profeta, al que justamente se le llama “el quinto evangelista”, presenta en este poema la imagen de los sufrimientos del Siervo con un realismo tan agudo como si lo viera con sus propios ojos: con los del cuerpo y del espíritu (…). El Poema del Siervo Doliente contiene una descripción en la que se pueden identificar, en un cierto sentido, los momentos de la Pasión de Cristo en sus diversos particulares: la detención, la humillación, las bofetadas, los salivazos, el vilipendio de la dignidad misma del prisionero, el juicio injusto, la flagelación, la coronación de espinas y el escarnio, el camino de la cruz, la crucifixión y la agonía (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 17; cfr Dives in Misericordia, 7).
Is 53, 1 La singularidad del anuncio a la que hace referencia este versículo -que es citado por San Pablo para probar la necesidad de la predicación (Rm 10, 16)- resalta el hecho asombroso de la aflicción del siervo. Por eso se ha entendido a veces como una manifestación más de la humildad de Cristo, que siendo de condición divina asumió la forma de siervo: Pues Cristo es de los que tienen sentimientos humildes, no de los que se ensalzan sobre su rebaño. El cetro de la grandeza de Dios, el Señor Jesucristo, no vino con el alboroto de la jactancia ni de la soberbia, a pesar de que tenía poder, sino con sentimientos de humildad tal como el Espíritu Santo había hablado de Él. Pues dijo: Señor, ¿quién creyó lo que hemos oído?… (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 16, 1-3).
Is 53, 4-5. Tomó sobre sí nuestras enfermedades. Los sufrimientos del siervo no son consecuencia de una culpa personal, sino que tienen un valor de expiación vicaria. Los sufrimientos de nuestro Salvador son nuestra medicina (Teodoreto de Ciro, De incarnatione Domini 28). Él ha sufrido por los pecados de todo el pueblo sin ser culpable de ellos. Asumiendo la pena, expiaba también la culpa. San Mateo, tras relatar varios milagros de curaciones y exorcismos, ve cumplidas en Cristo las palabras del v. 4a (Mt 8, 17). Entiende que Jesucristo es el Siervo anunciado por el profeta que viene a curar los dolores físicos de los hombres como señal de que cura la causa de todos los males que es el pecado (v. 5). Los milagros de Jesús con los enfermos son por tanto una señal de Redención: Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cfr Ef 1, 7; Col 1, 13-14; 1P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo (Catecismo de la Iglesia Católica, 517).
Is 54, 1-17. Después del canto del Siervo, el autor sagrado vuelve los ojos a Sión e introduce un bello himno dedicado a exaltar la gloria y restauración de Jerusalén. El hecho de haberlo insertado a continuación del cuarto canto parece indicar que la restauración y gloria de Sión son la consecuencia primera de la obra del siervo. Es un oráculo de consuelo y esperanza tras las humillaciones del destierro. El contenido, sin embargo, no es novedoso como lo era el cuarto canto. El nuevo poema se vale de imágenes tradicionales en el Antiguo Testamento: la esposa estéril que se vuelve fecunda (v. 1; cfr 1S 2, 5; Sal 113, 9), la esposa infiel y repudiada que es de nuevo cortejada y recuperada (v. 4; cfr Os 2, 16-22). Sión traerá al mundo muchos más hijos que antes del destierro (v. 3). El Señor de los ejércitos será su Hacedor y Esposo (vv. 5-6). Después de haberla abandonado por breve tiempo (vv. 7-9), sellará con ella una Alianza eterna en el amor (v. 10). Reconstruirá sus murallas con piedras preciosas y vivirá en la paz (vv. 11-15). Pero Sión desborda las dimensiones materiales: es la heredad de los siervos de Dios (v. 17).
En la estructura del poema hay una progresiva intensificación de la ternura divina hacia su ciudad y hacia los suyos: la primera estrofa (vv. 1-3) contempla la ciudad como la madre estéril y llena de hijos; es la nueva Sara (Gn 16, 1), la nueva Raquel (Gn 29, 31), la nueva Ana (1S 1, 2). Así será porque así lo dice el Señor (v. 1). La siguiente (vv. 4-6) subraya los títulos del esposo: creador, Señor de los ejércitos, Redentor, Santo de Israel, etc. Y, como confirmación, modifica la fórmula del oráculo: Dice tu Dios (v. 6). La tercera estrofa (vv. 7-10) describe el amor afectivo y entrañable del esposo: la abandonó un momento, pero su amor es eterno; sufrió como Noé un tiempo de desgracia, pero ha jurado no enojarse más, ni amenazarla. La fórmula oracular es ahora: Dice tu Redentor, el Señor (v. 8b) y dice el que se apiada de ti, el Señor (v. 10b), que etimológicamente equivale a el que te ama entrañablemente.
La segunda parte del poema consta de dos oráculos de restauración: el primero (vv. 11-15) presenta la ciudad construida con piedras (abanim, en hebreo) escogidas (v. 11) y llena de hijos (banim, en hebreo) dóciles y justos (v. 13); el segundo (vv. 16-17) confirma que Dios mismo, poderoso y justo, garantiza la gloria y permanencia de Sión.
Una lectura cristiana ve en el poema una explicación de la Iglesia como continuadora y culminación del antiguo pueblo de Dios, sobre todo en la etapa escatológica, cuando las tribulaciones hayan pasado: Al decir: Alégrate, la estéril, se refería a nosotros, pues estéril era nuestra Iglesia, antes de que le fueran dados sus hijos. Al decir: Rompe a cantar, la que no tenías dolores, se significan las plegarias que debemos elevar a Dios, sin desfallecer, como desfallecen las que están de parto. Lo que se añade: Porque la abandonada tendrá más hijos que la casada, se dijo para significar que nuestro pueblo parecía al principio estar abandonado del Señor pero ahora, por nuestra fe, somos más numerosos que aquel pueblo que se creía posesor de Dios (Pseudo-Clemente, Epistula II ad Corinthios 2).
Los vv. 11-12 inspirarán la visión de la Jerusalén Celestial de Ap 21, 18-21. El v. 13 es aplicado a los discípulos de Jesús en Jn 6, 45 para indicar que Dios mismo garantiza la fe de los creyentes en Jesucristo.
La Iglesia lee parte de este pasaje (vv. 5-14) durante la Vigilia Pascual, pues la muerte y resurrección de Jesucristo es, para el nuevo pueblo de Dios, el cumplimiento de esta promesa hecha por Dios de que iba a sellar con los hombres una nueva y definitiva Alianza, con la que Cristo se unió para siempre a su Iglesia, su esposa amada por la que se entregó.
Is 55, 1-13. La invitación al banquete de la Alianza sirve de epílogo a la segunda parte del libro de Isaías, y evoca los mismos temas del cap. 40, que viene a ser su prólogo. Ambos capítulos dan unidad literaria y temática a esta parte del libro. De alguna manera el oráculo aquí recogido resume la doctrina de los capítulos precedentes: la invitación al banquete de la Alianza (vv. 1-3), que recuerda al que celebró Moisés en el Sinaí (Ex 24, 5.11); la renovación de la Alianza con David en Sión (vv. 4-5); la transcendencia de Dios que no se contamina con los delitos de los hombres (vv. 8-9); la eficacia de la palabra de Dios (vv. 10-11), y, como síntesis final, la actualización del éxodo como expresión de fe en la constante y renovada salvación de Dios (vv. 12-13).
Estos oráculos constituyen una llamada a la conversión a Dios, a beneficiarse de sus dones salvíficos que se reparten gratuitamente: Venid a las aguas (v. 1), venid a Mí (v. 3), buscad al Señor (v. 6), que el impío deje su camino (v. 7). En su origen la llamada se dirige a los exiliados en Babilonia, para que vuelvan a Jerusalén; pero la exhortación transciende cualquier concreción histórica para convertirse en permanente y universal. En efecto, la alusión a una Alianza eterna, en continuidad con el cumplimiento de las promesas hechas a David (cfr v. 3), puede ser entendida desde la fe cristiana como un anticipo de la nueva y eterna Alianza sellada con la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, prenda de salvación para toda la humanidad. En la Eucaristía, banquete de la Nueva Alianza, se hacen plena realidad las palabras del profeta en las palabras que el Señor pronunció al instituir este sacramento: Tomad y comed (cfr v. 1) el verdadero pan de vida, el manjar más exquisito, que no se puede comprar con nada (vv. 1-3). Por eso la invitación del profeta sigue siendo una llamada a que el cristiano se beneficie de la Sagrada Eucaristía. Pablo VI, exhortando a los fieles a participar en la celebración dominical, escribía: ¿Cómo podrían abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna (Gaudete in Domino, 322).
Además de Is 54, 5-14, también los vv. 1-11 son leídos en la liturgia de la Vigilia Pascual, celebrando la victoria de Cristo sobre el pecado e invitando a los fieles a participar en el banquete de la Alianza sellada con su muerte y resurrección: Cuando en las fiestas [del Señor] los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva de que se dan las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María [de Magdala]: “¡Cristo ha resucitado!” He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo (Fanqîth, Breviarium iuxta ritum Ecclesiae Antiochenae Syrorum, en Catecismo de la Iglesia Católica, 1391).
Is 55, 6-9. Se invita a los israelitas a la conversión. Para volver a la patria, antes es necesario volver a Dios, buscarle (vv. 6-7). Y el Señor, que se deja encontrar y no juzga a la manera de los hombres, tiene la capacidad de conceder el perdón (vv. 8-9). Se enseña así que la llamada a la conversión se fundamenta en la bondad de Dios que es pródigo en perdonar (v. 7). El hombre, por su parte, no debe dejar pasar esa oportunidad que Dios le brinda. Estas palabras se convierten así en un continuo estímulo para volver a empezar en la lucha ascética: Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos, realizar conquistas espirituales y dar alegremente, porque “Dios ama al que da con alegría” (2Co 9, 7) (Juan Pablo II, Novo incipiente, 8-IV-1979). Y San Agustín, urgiendo a la conversión, escribía: No digas, pues: “Mañana me convertiré, mañana agradaré a Dios, y todas mis iniquidades de hoy y de ayer se me perdonarán”. Dices verdad al afirmar que Dios prometió el perdón a tu conversión; pero no prometió el día de mañana a tu dilación (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 144, 11).
Las palabras del v. 8 son evocadas por San Pablo en Rm 11, 33 y evidencian cómo en numerosas ocasiones hacemos planteamientos pequeños o nos quedamos cortos ante las grandes cosas que Dios nos tiene preparadas.
Is 55, 10-11. Con comparaciones muy expresivas, especialmente para los países áridos del Oriente, se describe la eficacia poderosa y fecunda de la palabra de Dios. Ella realiza la salvación que anuncia. Esta palabra de Dios personificada (cfr Sb 8, 4; Sb 9, 9-10; Sb 18, 14-15) es figura de la Encarnación de Jesucristo, Palabra eterna del Padre, que desciende a la tierra para salvar a los hombres. No volverá a mí vacía y estéril [la palabra de Dios], dice, sino que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de aquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: Mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre (Jn 4, 34) (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 71, 12-13).
Is 56, 1-Is 66, 24. Estos capítulos constituyen la tercera parte del libro de Isaías, llamada también Tercer Isaías o Tritoisaías. Está compuesta por visiones proféticas y oráculos sobre la nueva Sión y las naciones de la tierra. La variedad de estilo y de contenido hace difícil mostrar una estructura clara; más bien parece que el autor sagrado reunió estos oráculos con cierto desorden buscando únicamente que tuvieran un marcado carácter escatológico y universal. A pesar de todo, el cap. 61 está colocado en el centro con toda intención, puesto que constituye el punto culminante de toda esta parte; también son estratégicos el principio (Is 56, 1-8) y el final (Is 66, 18-24), que repiten el alcance universal de la justicia y del culto. En esta edición, para facilitar la lectura de esta tercer parte, se ha dividido en tres secciones. La primera (Is 56, 1-Is 59, 21) recoge un conjunto de oráculos que abre ya perspectivas de salvación de alcance universal, aunque su llegada experimenta retrasos a causa de los pecados del pueblo de Dios. En la segunda (Is 60, 1-Is 64, 11) se anuncia desde Jerusalén a todas las naciones la salvación que otorgará el Señor. Por fin, la tercera sección (Is 65, 1-Is 66, 24) desarrolla el juicio de Dios que otorgará a cada uno lo que merezca, ya sea el castigo por sus pecados, ya sea la salvación.
Los oráculos se encuadran históricamente en los tiempos que siguieron a la vuelta del exilio de Babilonia tras el decreto liberador de Ciro (539 a.C.). Estos años fueron para Judá como una vuelta a empezar. Dios les envía mensajes de esperanza dentro de la humillante experiencia de los años del destierro y la dureza de enfrentarse con todo lo que estaba casi destruido. Queda claro, de ahora en adelante, que la paz y la salvación están vinculadas a la vuelta a Dios, a la conversión, a la práctica de la justicia y la santidad.
En este contexto el horizonte de la salvación divina se ensancha hasta metas universales, superando las estrecheces de una mentalidad nacionalista y exclusivista. Cuando los textos proféticos hablan de Sión la conciben como el corazón de un nuevo modo de entender la humanidad, como foco de luz para todos los pueblos. La nueva Jerusalén es el símbolo de un orden nuevo, como lo será en el Apocalipsis de San Juan. Aunque la reconstrucción del Templo estará en el afán de los repatriados (Is 60, 7-13), se enseña ahora que la restauración material no es objetivo último, pues el trono de Dios se encuentra en los cielos y la tierra es sólo el estrado de sus pies (Is 66, 1-2). La esperanza de un futuro esplendoroso no se cifra en instituciones externas: ni en la monarquía que no existe, ni en otra autoridad humana, ni en la fuerza de las armas. Incluso el culto y las prácticas legales, como el ayuno y los sacrificios, serán purificados del viejo formalismo (Is 58, 1-14). Dios salvará al pueblo directamente (Is 62, 2-12). El horizonte nuevo que abre el Tercer Isaías tiene su correlativo en Ageo y Zacarías y, sobre todo, sirve de lejana preparación a la visión escatológica del Apocalipsis de San Juan.
Is 56, 1-Is 59, 21. Esta primera sección ofrece perspectivas de salvación abiertas a todos los hombres que practican la justicia (Is 56, 1-12). Sin embargo, un primer anuncio queda como en suspenso ante los pecados del pueblo de Dios, que retrasa la manifestación del poder salvador divino, pues el Señor no está dispuesto a prestar atención a los impíos (Is 57, 1-21). Por eso, antes que nada, invita a la conversión (Is 58, 1-14), a la vez que asegura que el Señor, fiel a su Alianza, retribuirá a todos según su conducta: castigará las infidelidades pero también redimirá a los que se hayan convertido (Is 59, 1-21).
Is 56, 1-8. En la Jerusalén renovada el Templo comenzará a abrirse a todos los pueblos. Lo que se anunciaba para los últimos días al inicio del libro (cfr Is 2, 2-5) comienza a suceder: el Templo del Señor será casa de oración para los que antes no podían entrar y para todos los pueblos.
En contraste con la antigua legislación (Lv 22, 25; Dt 23, 2-9), que excluía de la participación en la asamblea de Israel a eunucos y extranjeros (la misma actitud se refleja en Esd 9, 1-12 y Ne 9, 1-2), el presente oráculo manifiesta una mentalidad mucho más abierta y universalista (cfr Sb 3, 14): no hay inconveniente en acoger a eunucos y extranjeros con tal de que observen el sábado y la Alianza (cfr vv. 2.4.6). Los lazos para formar parte de la comunidad del pueblo de Dios ya no son estrictamente los de la sangre, sino que son necesarios y suficientes los de la comunión en el culto al verdadero Dios y la práctica de la moralidad establecida por la antigua Alianza.
La misión que comienza a desempeñar el Templo reconstruido al regreso de los desterrados -la invitación dirigida a todos los hombres sin exclusiones para que puedan adorar al Señor integrados en el pueblo de Dios- tiene su culminación gracias a la Redención llevada a cabo por Jesucristo. En la purificación del Templo (Mt 21, 12-13 y par.), en la que Jesús apela a palabras del v. 6 -junto con Jr 7, 11 (ver nota)- se da pleno cumplimiento al anuncio profético.
Is 56, 9-12. El profeta ha invitado de parte del Señor a pueblos extranjeros para que acudan a su casa de oración (Is 56, 1-8) y llamará también a otros, pues los primeros en ser convocados, los dispersos de Israel, fueron confundidos y abandonados por la malicia de los pastores o dirigentes del pueblo. La desidia de los que deberían haber cuidado al pueblo sencillo los hace merecedores de los más duros reproches (cfr v. 10).
Perros mudos, incapaces de ladrar (v. 10). El Papa San Gregorio Magno, meditando sobre estas palabras del profeta, piensa en la responsabilidad de los pastores de la Iglesia que no denuncian los errores: Con frecuencia, acontece que hay algunos prelados poco prudentes, que no se atreven a hablar con libertad por miedo de perder la estima de sus súbditos; con ello, como lo dice la Verdad, no cuidan de su grey con el interés de un verdadero pastor, sino a la manera de un mercenario, pues callar y disimular los defectos es lo mismo que huir cuando se acerca el lobo. Por eso, el Señor reprende a esos prelados, llamándoles, por boca del profeta: Perros mudos, incapaces de ladrar (Regula pastoralis 2, 4). Y San Bonifacio añade: No seamos perros mudos, no seamos centinelas silenciosos, no seamos mercenarios que huyen del lobo, sino pastores solícitos que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando el designio de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, a tiempo y a destiempo, tal como lo escribió San Gregorio en su libro de los pastores de la Iglesia (Epistolae 63).
Is 57, 1-13. Resulta extraño que este oráculo esté situado aquí: los pecados que denuncia cuadran mejor con los primeros años de la predicación de Isaías (740 a.C. y siguientes). Quizá la razón de que se encuentre en este lugar sea la crítica de los dirigentes -corruptores del pueblo-, que enlaza y amplía el contenido del oráculo precedente (Is 56, 9-12). Las palabras del oráculo son muy duras (v. 3), a imitación de los antiguos profetas como Amós. Los hombres no sienten la urgencia de acudir al Señor para pedirle auxilio, actúan como si no existiese (v. 11b): realizan prácticas crueles como sacrificios de niños (v. 5) y dan culto abominable a los ídolos (v. 7), participando quizá en ritos de prostitución sagrada -mano es aquí un eufemismo- (vv. 8-10). A pesar de la crudeza en las denuncias, el oráculo recuerda en tono irónico la incapacidad de los ídolos para ayudar (v. 13a), en contraste con la eficacia del Señor a favor de los piadosos (v. 13b). Por eso, viene a ser un oráculo de consuelo y esperanza para los que perseveran confiando en el Señor.
Is 57, 14-21. En este oráculo de consuelo se evocan temas ya conocidos en los textos anteriores de Isaías: el nuevo éxodo (v. 14) contiene palabras parecidas a Is 40, 1-3; la presentación de Dios como ser transcendente, aunque cercano a los que se humillan (v. 15; cfr Sal 51, 19) recuerda la teofanía de Is 6, 1-3; la interpretación del destierro como castigo temporal (v. 17) coincide con la explicación de 54, 8, si bien aquí se concreta que la chispa que provocó el exilio fue la avaricia de los antepasados. Sin embargo, al profeta, como en el oráculo anterior, le preocupan los que dentro del pueblo no son fieles; les llama impíos, y reciben el mismo veredicto que en Is 48, 20: no tendrán paz (v. 21).
El autor sagrado de esta parte del libro no pretende ser original en la exposición de su mensaje, pero sí actualizar la doctrina conocida de tal modo que los más fieles se sientan consolados y estimulados a perseverar, y los egoístas e impíos reconozcan sus errores y cambien de conducta.
El v. 19 es citado por San Pablo (Ef 2, 17-18), aplicado a la proclamación del Evangelio, enseñando que la obra redentora de Cristo ha conseguido el acercamiento y paz entre judíos y gentiles, y la reconciliación de todos con Dios.
Is 58, 1-14. Una nueva denuncia, muy al estilo de esta parte del libro: se condena con severidad y crudeza el delito, que en este caso se trata del formalismo en la práctica del ayuno (vv. 1-7), pero se termina con palabras de aliento y consuelo (vv. 8-14) y no con la condena que cabría esperar. El Señor no tolera la hipocresía de una religiosidad meramente externa, que no se refleja en promover y respetar la justicia en la vida ordinaria y la preocupación por los más necesitados. Quienes actúan así están muy lejos de haber conocido a Dios. Por eso el profeta es impulsado a no cesar en su empeño de denuncia y enseñanza (v. 1).
Día tras día me andan buscando, dice el Señor (v. 2), es decir, consultan mis oráculos, lo cual es una falsa concepción de la religión. La vuelta a Dios no consiste en multiplicar los actos externos de culto y los ayunos, mientras se practican injusticias, se oprime al obrero y se abandona al pobre. No es de extrañar que Dios no atienda los ayunos realizados mientras no se corrijan la injusticia y la violencia (vv. 3-6). En el poema hay alternancia de sujetos: primero Dios se dirige al profeta para que grite sin cansancio en la denuncia de las hipocresías (vv. 1-2); a continuación se cede la palabra a los hombres que se quejan de que Dios no los atiende en sus ayunos (v. 3); finalmente aparecen la enseñanza y reproches divinos: Dios no acoge el ayuno, la piedad hipócrita que se hace compatible con toda suerte de injusticias (vv. 4-7); por el contrario, el Señor atenderá generosamente los ruegos cuando vayan acompañados de obras de justicia y caridad (vv. 8-14).
Las obras de misericordia recomendadas en este oráculo resuenan en el discurso de Jesús sobre el juicio final recogido en el primer evangelio (Mt 25, 35-45). La espiritualidad cristiana ha insistido siempre en el amor al prójimo y en el ejercicio efectivo de las obras de misericordia como demostración cierta del amor a Dios y de la verdadera religión, pues las obras de misericordia son la prueba de la verdadera santidad (Rábano Mauro, recogido por Santo Tomás de Aquino en la Catena Aurea). San León Magno, por su parte, enseñaba: Que cada uno de los fieles se examine, pues, a sí mismo, esforzándose en discernir sus más íntimos afectos; y, si descubre en su conciencia frutos de caridad, tenga por cierto que Dios esta en él y procure hacerse más y más capaz de tan gran huésped, perseverando con más generosidad en las obras de misericordia (Sermones 48, 3).
Is 58, 1 Clama a gritos, no ceses. Estas palabras dirigidas al profeta para denunciar los errores son una llamada a que todos aquellos que tienen la responsabilidad de dirigir almas realicen su tarea con solicitud y sin cansancio. Al mismo tiempo sirven de reclamo para que todos, pastores y fieles, intensifiquen la oración en momentos de dificultad o necesidad y pidan orientación cuando vienen situaciones de especial turbación. Si no sientes devoción, y te hallas muy seco, persevera en la oración, gime, llama y no ceses hasta que merezcas recibir una migaja, o una gota de gracia saludable; Tú me necesitas a Mí; yo no necesito de ti (B. Tomás de Kempis, De imitatione Christi 12, 3).
Is 59, 1-21. El profeta responde a las quejas por el retraso de la salvación divina prometida: el poder de Dios no ha menguado (v. 1); lo que retrasa la salvación de Dios son las iniquidades de los hombres (vv. 2-8). A causa de las maldades humanas se sufren ahora muchas desgracias; es necesario reconocer los pecados y volver a la fidelidad a Dios (vv. 9-15a). El Señor retribuirá con arreglo a las obras, precisamente por eso redimirá a Sión cuando los hijos de Jacob se hayan convertido (vv. 15b-20). En el v. 21, en prosa a diferencia de los anteriores, es Dios mismo quien toma la palabra para reafirmar su Alianza eterna con los que se conviertan. Santo Tomás de Aquino comenta: Aquí expone la preparación para recibir la salvación: en primer lugar expone la necesidad de la salvación (vv. 1-15a) y luego la preparación: Miró el Señor… (vv. 15b-21) (Expositio super Isaiam 59).
Is 59, 1 La reflexión profética ha llegado a esta formulación consoladora que da respuesta a cualquier duda o desaliento cuando el amor y la ayuda de Dios parecen no percibirse: Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios (Is 59, 1): no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 130).
Is 59, 4 Se concibe malicia, se da a luz iniquidad. Es un proverbio sapiencial, repetido también en otros momentos (Jb 15, 35; Sal 7, 15), que refleja el proceso imparable del mal si antes no se pone remedio. Se comienza por dar poca importancia a los detalles y se termina cometiendo graves pecados que acarrean la muerte eterna (cfr St 1, 15).
Is 59, 17 Al describir la intervención salvífica de Dios se emplea la imagen de la armadura espiritual con la que Él se reviste. Esta imagen guerrera aparece más tarde en Sb 5, 17-20. San Pablo la utilizará aplicada a los combates espirituales del cristiano (1Ts 5, 8; Ef 6, 11-17), y será luego popular en la literatura cristiana: Vuestro bautismo permanezca como escudo, la fe como yelmo, el amor como lanza, la paciencia como armadura. Vuestros depósitos han de ser las obras para que recibáis vuestros merecidos ahorros (S. Ignacio de Antioquía, Ad Polycarpum 6).
Is 60, 1-Is 64, 11. En la sección central de la tercera y última parte del libro de Isaías, Jerusalén, restaurada, brilla esplendorosa por albergar la gloria del Señor, y desde ella se anuncia a todas las naciones la salvación que otorgará Dios. El conjunto de estos capítulos respira un aire de esperanza alegre y de luminosidad. De entrada, Jerusalén, esposa del Señor, es invitada a saltar de júbilo, pues el Señor con su gloria será la Luz para la ciudad santa y, desde ella, para todas las naciones (Is 60, 1-22). También desde ella, el heraldo del Señor proclama la buena noticia de la liberación a los pobres, a los oprimidos, a los que sufren por cualquier motivo (Is 61, 1-11). La ciudad santa resplandecerá de gloria y justicia ante las naciones (Is 62, 1-12). Por fin, el Señor, que aparece como vencedor en la gloria y esplendor de Jerusalén, es proclamado dominador soberano al venir como Juez que castiga y premia (Is 63, 1-Is 64, 11).
Is 60, 1-22. Magnífico himno a Jerusalén, la ciudad restaurada e idealizada que el profeta no necesita nombrar expresamente. La luminosidad, como característica más notable de la capital, abre y cierra el poema (vv. 1-3 y 19-22): brota de la gloria del Señor, que ha puesto su morada en ella, en su Templo, y atrae a todas las naciones no sólo porque las instruye con la Ley y la palabra de Dios, como se cantaba al inicio del libro (Is 2, 2-4; cfr Mi 4, 1-3), sino porque las asombra con su esplendor. El centro del poema es una contemplación gozosa de las peregrinaciones hacia la ciudad santa: allá vienen, en primer lugar, los israelitas que habían sido dispersados por todas las naciones; vienen gozosos y cargados de riquezas para el Señor (vv. 4-9). Llegan también los extranjeros, que con sus bienes más preciados reconstruirán y embellecerán lo que antes habían derruido. La pleitesía que han de tributar corresponde a las antiguas vejaciones que le habían infligido (vv. 10-14). Pero, sobre todo, llega el Señor, que junto con los adornos más valiosos trae la paz (vv. 15-18) y la luz (vv. 19-22). Tales expectativas debieron de llenar de esperanza a los habitantes de Jerusalén, que acababan de reconstruir el Templo.
Este poema tiene resonancias evidentes en la descripción escatológica de la Jerusalén celestial del Apocalipsis de San Juan (cfr Ap 21, 9-27). Basta comparar algunas expresiones citadas casi al pie de la letra: el v. 3 con Ap 21, 24 (A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra le rendirán su gloria); el v. 11 con Ap 21, 25-26 (Sus puertas no se cerrarán en todo el día, porque allí no habrá noche); el v. 14 con Ap 3, 9 (Haré que ellos vengan a postrarse ante tus pies); el v. 19 con Ap 21, 23 (La ciudad no tiene necesidad de que la alumbre el sol ni la luna: la ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero) y Is 22, 5 (Ya no habrá noche: no tienen necesidad de luz de lámparas ni de la luz del sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos). En definitiva, la esperanza de la primitiva cristiandad -y la consolación que aguarda el nuevo pueblo de Dios- está en continuidad con la del antiguo pueblo de Israel. El mensaje de Isaías y el del Apocalipsis están reclamando, cada uno desde sus circunstancias históricas concretas, la fe firme en el Salvador de todos. El Nuevo Testamento da plenitud al Antiguo al confesar abiertamente que Dios nos salva en su Hijo Jesucristo.
Is 60, 4-9. Hay que destacar el carácter universalista y, a la vez, familiar de esta peregrinación: vienen de todas partes, pero son hijos, no extraños (v. 4). El grupo de peregrinos lo componen los que estaban dispersos por todo el mundo entonces conocido, y no sólo los desterrados en Babilonia. Los del oeste llegarían por mar (v. 5), portando las riquezas que solían traer los mercaderes portuarios, griegos y fenicios especialmente. Los del este, provenientes de la península de Arabia (Quedar y Nebayot) y más allá, vendrían entre los grupos de caravaneros con las riquezas propias de aquellas regiones: plata, oro, etc., (v. 6). El relato de los magos que llegan a adorar a Jesús con presentes refleja este comercio desde oriente y probablemente está relacionado con el texto de Isaías. En todo caso, al leer el pasaje en la Solemnidad de Epifanía la liturgia cristiana entiende que aquellas riquezas traídas al Templo en reconocimiento del Señor prefiguran las ofrendas que los magos presentaron a Aquel que es en plenitud el Señor, tu Dios, el Santo de Israel (v. 9). Hoy el mago encuentra llorando en la cuna a aquel que, resplandeciente, buscaba en las estrellas. Hoy el mago contempla claramente entre pañales a aquel que, encubierto, buscaba pacientemente en los astros. Hoy el mago discierne con profundo asombro lo que allí contempla: el cielo en la tierra, la tierra en el cielo, el hombre en Dios, y Dios en el hombre; y a aquel que no puede ser encerrado en todo el universo incluido en un cuerpo de niño. Y, viendo, cree y no duda; y lo proclama con sus dones místicos: el incienso para Dios, el oro para el Rey, y la mirra para el que morirá. Hoy el gentil, que era el último, ha pasado a ser el primero, pues entonces la fe de los magos consagró la creencia de las naciones (S. Pedro Crisólogo, Sermones 160). Y Eusebio de Cesarea comenta: Pues la Iglesia de Dios es glorificada especialmente por la conversión de los gentiles. Éste es el cumplimiento de Y mi casa de oración será glorificada. Esta promesa fue hecha a la antigua Jerusalén, la madre de la nueva ciudad, que, como ya se ha dicho, es el conjunto de los que en el antiguo pueblo vivieron rectamente: los profetas y patriarcas, hombres justos, a los que el logos proclamó primero la venida de Cristo (Commentaria in Isaiam 60, 6-7).
Is 61, 1-11. En el clima de exaltación de Jerusalén reflejado en el himno anterior, el profeta introduce este importantísimo oráculo sobre el nuevo mensajero (vv. 1-3). El resto del capítulo está formado por tres estrofas que cantan de nuevo las maravillas de la ciudad santa, manifestadas de tres maneras distintas: en la renovación profunda y espiritual (vv. 4-7), en el cumplimiento decisivo de las antiguas promesas patriarcales (vv. 8-9), en la alegría ritual, comparable a la de los novios en sus desposorios, o a la del labriego que contempla una cosecha fecunda (vv. 10-11).
La novedad de los acontecimientos y detalles de la ciudad mira hacia horizontes definitivos, hacia la escatología, es decir, hacia la intervención definitiva y salvadora del Señor. En este contexto, las realidades nuevas significan realidades últimas y decisivas, y por tanto que han llegado a su plenitud. Ya que en el Nuevo Testamento la Iglesia es llamada construcción de Dios (1Co 3, 9), edificada sobre el fundamento de los Apóstoles (1Co 3, 11), la tradición cristiana ha visto en la Jerusalén renovada y exaltada una figura de la Iglesia que camina en este mundo y se manifestará en el momento final (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 756-757).
Is 61, 1-3. Con estilo denso y conciso este oráculo presenta al mensajero escatológico hablando en un soliloquio. Es otro de los textos claves del libro de Isaías. No es difícil encontrar puntos de contacto con los cantos del siervo, en especial con el segundo (Is 49, 1-6). La efusión del Espíritu del Señor va unida a la unción, como en el caso del rey (cfr Is 11, 2) y del siervo del Señor (Is 42, 1). Pero este mensajero es más que un rey, más que un profeta y más que el grupo de los que habiten la ciudad santa de los últimos tiempos. Su misión, expresada con oraciones finales, se reduce a una doble función como mensajero y como consolador. Como mensajero, a semejanza del legado real en tiempos de guerra, trae buenas noticias: anuncia la redención a los cautivos y la libertad a los prisioneros (cfr Jr 34, 8.17). Su mensaje equivale a anunciar un nuevo orden de cosas donde no será necesaria la represión y reinará la concordia y el bienestar. El año de gracia del Señor (v. 2) es parecido al año jubilar (cfr Lv 25, 8-19) o al año sabático (cfr Ex 21, 2-11; Jr 34, 14; Ez 46, 17), en cuanto que es un día señalado por el Señor y distinto de los demás; pero propiamente indica el momento en que Dios se muestra especialmente benévolo y concede la salvación definitiva (cfr Is 49, 8). Se denomina también día de venganza, en cuanto que en ese día esencialmente cargado de bondad los impíos recibirán también su merecido.
Como consolador, venda los corazones rotos por la enfermedad o la desgracia, alienta a los que lloran y restaura a los que hacen duelo en Sión. Cuando quien consuela es el Señor o un mensajero suyo (cfr Is 40, 1) se espera que vuelva a restablecer a su pueblo en el puesto y dignidad del principio, a renovar la Alianza quebrantada y a restaurar las instituciones desaparecidas, es decir, a establecer una situación nueva de plenitud de bienes.
Los destinatarios que han llegado a los niveles más bajos de consideración social -pobres, cautivos, prisioneros, etc.-, aquel día alcanzarán el máximo honor y serán adornados de diadema, perfume y manto de alabanza (v. 3). Ya en los textos sagrados postexílicos, el concepto de pobres había trascendido de la mera condición social a ser una categoría religiosa, a saber, los humildes, los que ante Dios se consideran a sí mismos desprovistos de virtudes y sólo confían en la bondad divina. La última explicación de los pobres vendrá en las Bienaventuranzas (Mt 5, 3-12).
La tradición judía en tiempos de Jesús reflejada en el targum o traducción aramea entiende que el heraldo aquí descrito debía ser un profeta (por ello antepone al oráculo la entradilla de: Así dice el profeta). De este modo cuando Jesús lee el texto en la sinagoga de Nazaret señala que ha llegado el momento de su cumplimiento y que Él es el profeta del que habla Isaías: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4, 21). Enseña así que Él es el Mesías, constituido Cristo (Ungido) por el Espíritu Santo (cfr Is 11, 2), también como el profeta que anuncia la salvación. A partir de ahí, la doctrina cristiana ha contemplado a Jesús como el Mensajero último enviado por el Espíritu Santo: El profeta presenta al Mesías como aquél que viene por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud de este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás, para Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los que abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas experiencias de su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón, “hombre justo y piadoso” ya que “estaba en él el Espíritu Santo”, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo, cuando descubría en él la “salvación preparada a la vista de todos los pueblos” a costa del gran sufrimiento, la Cruz, que habría de abrazar acompañado por su Madre. Esto intuía todavía mejor la Virgen María, que “había concebido del Espíritu Santo”, cuando meditaba en su corazón los “misterios” del Mesías al que estaba asociada (Dominum et Vivificantem, 16).
Is 62, 1-12. La ciudad nueva de Jerusalén es ahora mencionada expresamente e identificada con Sión (v. 1). Será exaltada en este nuevo himno puesto en boca del profeta, que juega poéticamente con los sobrenombres que recibe en el marco de la imagen esponsal tantas veces repetida en los profetas desde Oseas.
La primera estrofa (vv. 1-9), dirigida a la ciudad, va señalando la novedad de la situación que se espera al hilo de los apelativos que se le dan: ya nadie se sentirá desamparado ni solo, porque Dios ha mostrado con Jerusalén la ternura de un enamorado -la llama Mi delicia- y el amor eficaz de un esposo -Desposada- (v. 4). Los beneficios de esta alianza esponsal están reflejados, como en Oseas (cfr Os 2, 11-15), en las metáforas de cosechas abundantes (vv. 8-9).
La segunda estrofa (vv. 10-12) dirigida a los habitantes es una exhortación a preparar la entrada gloriosa del salvador de los últimos tiempos (vv. 10-11; cfr Is 40, 3). El final (v. 12) es de nuevo un juego poético con los sobrenombres de los ciudadanos y de la ciudad.
La tradición cristiana ha incorporado desde el siglo VI los vv. 11-12 de este poema a la liturgia del día de Navidad, interpretando que con el nacimiento de Jesús se ha cumplido la unión gozosa entre la divinidad y la humanidad en un acontecimiento que supera cualquier imagen esponsal. He aquí un bello comentario de un monje de la antigüedad tardía: Por eso, como el esposo que sale de su alcoba, descendió el Señor hasta la tierra para unirse, mediante la encarnación, con la Iglesia, que había de congregarse de entre los gentiles, a la cual dio sus arras y su dote: las arras, cuando Dios se unió con el hombre; la dote, cuando se inmoló por su salvación (Fausto de Riez, Sermo 5 in Epiphania).
Is 63, 1-Is 64, 11. El oráculo anterior cantaba la gloria de la Jerusalén restaurada teniendo presente la inminente llegada de su salvador (cfr Is 62, 11). Ahora viene por fin el Señor vencedor como Juez que castiga y premia. En torno a su venida se reúnen varios oráculos que componen un extenso y bello poema apocalíptico, en el que pueden distinguirse tres estrofas: la primera (Is 63, 1-6) describe la victoria divina sobre los edomitas, prototipo de los pueblos enemigos de Israel; la siguiente (Is 63, 7-14) ensalza la misericordia y los dones de Dios sobre su pueblo; la última (Is 63, 15-Is 64, 11) recoge una plegaria llena de confianza y esperanza.
Hay por dos veces (Is 63, 16 e Is 64, 7) una interpelación apremiante a Dios, invocado como Padre de Israel. Es uno de los pasajes más elocuentes del Antiguo Testamento sobre la entrañable paternidad de Dios con su pueblo. El autor del poema espera confiadamente que el corazón paternal del Señor no quede insensible ante tantos sufrimientos de sus hijos, aunque hayan merecido castigo por su infidelidad (Is 64, 3-6). Las súplicas por el auxilio divino se vuelven dramáticas (Is 63, 17-19a), hasta terminar con la petición de un milagro portentoso (Is 63, 19b).
La exposición de las calamidades que ha sufrido el pueblo continúa en Is 64, 1-11 en el mismo tono que en Is 63, 15-19: el profeta desarrolla los motivos para que Dios auxilie al pueblo de su heredad.
Is 63, 1-6. El poema resulta sobrecogedor por el lenguaje apocalíptico que utiliza. En él la victoria tiene dos vertientes: por una parte se consigue después de una lucha encarnizada y sangrienta, simbolizada en la imagen de quien pisa la uva en el lagar y termina con la ropa salpicada y teñida de rojo (v. 3). Es una lucha en solitario, sin ayuda ni apoyo (v. 5). Por otra parte, la victoria sobre el enemigo comporta la redención para los suyos (v. 4); el luchador, es ante todo, redentor -goel- (v. 4; cfr Is 41, 14).
La tradición cristiana ha interpretado este texto en sentido mesiánico y lo ha aplicado a Jesucristo. El Apocalipsis de San Juan combina este texto con el Salmo 2 para describir el combate de Cristo con la bestia y la victoria definitiva sobre ella (Ap 19, 11-21). La Liturgia de las Horas, que propone el poema como cántico opcional para el tiempo de Pascua, sugiere contemplar con estas palabras de Isaías a Jesucristo, Juez de vivos y muertos, que ha derramado su sangre en la pasión. Y así como el vendimiador se encuentra solo en su dura tarea, sin nadie que le ayude (v. 5), así también Jesús experimentó el abandono de sus discípulos y la soledad del Calvario al llevar a cabo la Redención del mundo.
Is 63, 19b. El grito ardoroso del profeta sintetiza de modo admirable la paciente espera de Israel en las intervenciones salvadoras de Dios; y, en perspectiva mesiánica, asume las esperanzas depositadas en el Salvador esperado por el pueblo elegido a lo largo de su historia. También, de alguna manera, es el clamor de todo hombre que se dirige al Señor con la urgencia de que sus aspiraciones nobles no caigan en saco roto. Este Adviento de siglos, que en cierto modo revive en nuestros días, encuentra de nuevo su respuesta en el designio de Dios Padre, que envió a su Hijo, hecho Hombre, para que llevase a cabo nuestra Redención, y envió al Espíritu Santo para hacer a los hombres partícipes de su Amor.
Is 64, 3 Este versículo es evocado por San Pablo para mostrar la sabiduría y el amor de Dios por cuantos le aman y el conjunto de dones futuros que superan la capacidad del hombre: Según está escrito: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman (1Co 2, 9). Ya que estos dones se alcanzan plenamente en la vida futura, también ha sido muy comentado en la espiritualidad cristiana para expresar la felicidad del cielo. Así lo haría por ejemplo San Roberto Belarmino: ¿Acaso no prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más precioso que el oro fino, más dulce que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: La corona de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman. ¿Y qué es esta corona de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice San Pablo, citando al profeta Isaías: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman (De ascensione mentis in Deum, Grado 1).
Is 65, 1-Is 66, 24. En esta sección final de la tercera y última parte del libro se trata de los acontecimientos escatológicos, con especial énfasis en el juicio de Dios, que dará a cada uno lo que merezca, ya sea el castigo por sus pecados, ya la salvación y el premio. En conjunto predomina la visión de un futuro feliz: tras el juicio divino llegará la paz mesiánica, con unos cielos nuevos y una nueva tierra (Is 65, 17), el anuncio del nuevo pueblo que ha de nacer (Is 66, 7-14) y la peregrinación de las naciones a Jerusalén (Is 66, 18-24). La nota de novedad, junto con la invitación a no detenerse en las desgracias del pasado, que podría ser paralizante, impregna estos capítulos.
Is 65, 1-25. La súplica de Is 63, 19b: ¡Ojalá rasgaras los cielos y bajases!, es respondida por Dios en este capítulo, no sin las paradojas de la búsqueda mutua de Dios y de los hombres: quienes no buscaron a Dios, lo encuentran (v. 1), y a quienes Dios se presentó una y otra vez, ésos lo han rechazado, optando por cultos idólatras y sacrificios de muerte (vv. 2-5). Dios juzgará a los ingratos y les dará el castigo merecido (vv. 6-7). Pero tendrá misericordia y no echará a perder el zumo de la uva, el resto de sus verdaderos servidores, un heredero de Judá; para ellos preparará ganados y apriscos, un gran banquete (vv. 8-16).
Será tan grande la salvación divina que requerirá una nueva creación (vv. 17-25): unos cielos nuevos y una nueva tierra que harán olvidar las cosas pasadas (v. 17); una nueva Jerusalén, en la que ya no habrá llanto, sino gozo y disfrute de los bienes (vv. 18-23). Entonces Dios responderá de inmediato cuando lo invoquen (v. 24). En fin, hasta las fieras se volverán mansas, excepto la serpiente, que seguirá con su castigo primordial (v. 25).
Is 65, 1-2. Hay en estas palabras una verdad consoladora. Dios toma la iniciativa y está permanentemente disponible para que se encuentren con Él quienes ni siquiera se han propuesto buscarle, y también los que con rebeldía le han rechazado. A estos últimos les repite San Pablo estas mismas palabras (Rm 10, 20) cuando denuncia que no todos obedecieron al Evangelio.
La actitud divina de silenciosa invitación es recordada en un hermoso soneto castellano, recogido en la liturgia de las horas en castellano: Cuántas veces el ángel me decía: Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía… (Lope de Vega, Rimas castellanas, soneto XVIII). Por su parte, San Josemaría Escrivá se hace eco de estas palabras al explicar el encuentro del Cirineo con Jesús: Años más tarde, los hijos de Simón, ya cristianos, serán conocidos y estimados entre sus hermanos en la fe. Todo empezó por un encuentro inopinado con la Cruz. -Me presenté a los que no preguntaban por mí, me hallaron los que no me buscaban. -A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia… no le des consuelos. (S. Josemaría Escrivá, Via Crucis, 5ª estación).
Is 65, 16 Una explicación de este versículo la da el nuevo Catecismo: En el profeta Isaías se encuentra la expresión “Dios de verdad”, literalmente “Dios del Amén”, es decir, el Dios fiel a sus promesas: “Quien desee ser bendecido en la tierra, deseará serlo en el Dios del Amén” (Is 65, 16). Nuestro Señor emplea con frecuencia el término “Amen” (cfr Mt 6, 2.5.16) a veces en forma duplicada (cfr Jn 5, 19) para subrayar la fiabilidad de su enseñanza, su Autoridad fundada en la Verdad de Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 1063). Y poco más adelante completa: Jesucristo mismo es el “Amén” (Ap 3, 14). Es el “Amén” definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro “Amén” al Padre: “Todas las promesas hechas por Dios han tenido su ‘sí’ en él; y por eso decimos por él ‘Amén’ a la gloria de Dios” (2Co 1, 20) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1065).
Is 65, 17-18. La instauración escatológica de una situación nueva tiene aquí una formulación escueta y clara: Cielos nuevos y tierra nueva. Como en los orígenes, Dios en persona y en solitario, los creará; pero en este caso de forma gloriosa, puesto que la alegría y el gozo serán constantes y eternos. Esta fórmula caló hondo en la religiosidad judía reflejada en textos apócrifos (2 Esdras 6, 16) y especialmente en la tradición cristiana: el Apocalipsis inicia con estas palabras la visión acerca de la instauración plena y definitiva del Reino de Dios (Ap 21, 1-22, 5). Y la Segunda Carta de Pedro impulsa a los fieles a transformar este mundo preparando la venida de unos nuevos cielos y una tierra nueva, en los que habita la justicia (2P 3, 13). Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado: “La Iglesia […] sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […]cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo” (Lumen gentium, 48). La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2P 3, 13; cfr Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10). En este “universo nuevo” (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. “Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4; cfr 21, 27). (…) “Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, ‘a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos’, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado” (San Ireneo, haer. 5, 32, 1) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1042-1044 y 1047).
Is 65, 25 Vuelven a aparecer las imágenes de la paz mesiánica, con frases análogas a las empleadas en la primera parte del libro (cfr Is 11, 6-9), y conservando la maldición a la serpiente (cfr Gn 3, 14). La paz mesiánica entre los hombres, se proyecta sobre el mundo irracional.
Is 66, 1-6. Los oráculos parecen hacerse eco de los debates surgidos en torno a la reconstrucción del Templo a la vuelta del destierro. Más allá de la reconstrucción material y del culto exterior, lo importante son la verdadera piedad interior, la humildad de corazón y la acogida sincera a la palabra de Dios.
Los vv. 3-4, son de extremada concisión, pero su mensaje es claro: fustigan la incoherencia religiosa de una parte del pueblo. Muestran con dureza la falta de fe y la vaciedad de las prácticas religiosas mediante la comparación de cuatro acciones cultuales legítimas, con otros cuatro actos de cultos idolátricos y execrables.
La voz del Señor desde el Templo (v. 6; cfr Is 30, 30; Jl 4, 16; Ez 1, 24; Sal 29, 3-9), que tiene el significado simbólico de fuerza y poder, parece ser referencia para Ap 16, 17, donde el séptimo ángel anuncia el castigo vertiendo su copa en el aire: Y salió del templo, desde el trono, una voz que decía: “Ya está hecho!”.
En la nueva situación que mira a la edad mesiánica y escatológica, el Templo material dejará de tener importancia para dar paso a un culto espiritual: Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. (…) Llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorar en espíritu y en verdad (Jn 4, 21.23-24).
Is 66, 7-14. La imagen de la maternidad es el marco de este último poema de exaltación de Sión. El comienzo (vv. 7-9) es una reflexión llena de preguntas retóricas sobre la ciudad escatológica que engendra prodigiosamente al pueblo entero. Es la nueva Eva, madre de los vivientes (cfr Gn 2, 23), que da a luz sin dolor. En este contexto de realidades portentosas se ha entendido que esa madre y virgen, Sión, maravilla imposible para los hombres pero sencilla para Dios, es figura de la Iglesia que lleva en su seno y engendra a los miembros del nuevo pueblo de Dios, y de la Virgen María, que dio a luz virginalmente a Jesús (cfr Ap 12, 5). El final del poema (vv. 10-14) se encuadra en la misma metáfora de la maternidad de Sión, aunque en una expresión audaz presenta a Dios consolando a los suyos como una madre que amamanta a sus hijos (v. 11). Como ya se ha visto, es en la segunda parte de Isaías donde más se aplican a Dios cualidades maternales (cfr Is 42, 14; Is 45, 10; Is 49, 15). Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cfr Is 66, 13; Sal 131, 2), que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres, que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cfr Sal 27, 10), aunque sea su origen y medida (cfr Ef 3, 14-15; Is 49, 15) (Catecismo de la Iglesia Católica, 239).
Is 66, 15-17. Tras la invitación a la alegría ante la nueva Jerusalén, cuya redención es motivo de consuelo y gozo (Is 66, 10-14), el juicio del Señor sigue, por lo que también llega la hora de los lamentos para los que no han respetado la santidad de Dios. Se enseña así que el Señor es justo, ya que la salvación requiere la destrucción definitiva del mal.
La imagen del fuego en el castigo de los réprobos también será utilizada en el Nuevo Testamento: El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 13, 41-42; cfr 2Ts 1, 8).
Is 66, 18-24. El libro se cierra con un colofón, parte en prosa (vv. 18-21) y parte en verso (vv. 22-24). Primero se anuncia la proclamación de la gloria del Señor a las naciones, a la que éstas responderán peregrinando al Templo del Señor.
Los vv. 18-21 forman un pasaje a modo de inclusión literaria confrontado con Is 2, 2-4: ambos textos vendrían a rubricar, de algún modo, el principio y el final del libro. En otras palabras: el exilio de Babilonia viene a ser el castigo divino al pueblo por los pecados de éste, por haber roto la Alianza. En el trasfondo quizá está gravitando la expulsión de los primeros padres del Edén (Gn 1, 23): también Israel es expulsado de su tierra y de Sión, la casa de Jacob (Is 2, 6). Pero Dios, por su misericordia hacia su pueblo, le perdonará y lo hará entrar de nuevo en su monte santo, en Jerusalén (v. 20), a cuyo retorno estarán asociadas todas las naciones y lenguas (v. 18). Este retorno indica la remisión completa de la culpa. De alguna manera, el libro de Isaías, de principio a fin, plantearía en resumen y de manera anticipada e imperfecta la misma historia de la salvación que recorre toda la Biblia: desde la expulsión del paraíso (Gn 3, 23) hasta la visión de la Jerusalén celestial en los nuevos cielos y la tierra nueva (v. 22 y Ap 21, 1-27), en cuya plaza estará el árbol de la vida (Ap 22, 14).
Teodoreto de Ciro entiende estas palabras como un anuncio del alcance soteriológico universal de la Encarnación y comenta que el profeta ha mostrado que no sólo a causa de la salvación de los judíos asumió la forma de siervo, sino ofreciendo la salvación a todas las naciones (Commentaria in Isaiam 66, 18). La Carta Segunda a los Corintios atribuida a San Clemente Romano verá también en el v. 18 el anuncio de la Parusía del Señor: Vendré a reunir a todas las naciones y lenguas. Esta expresión preanuncia el día de su aparición [de Jesús], cuando vuelva a rescatar a todos nosotros, a cada uno conforme a sus obras (Epistula II ad Corinthios 17, 4).
Los pueblos citados en v. 19 no siempre son fáciles de identificar, especialmente Ros, aunque es muy probable que Tarsis designe a España; Put, a Libia; Lud, a Lidia; Mésec, a Frigia; Tubal, a Cilicia; y Yaván, a Jonia, Grecia.
Tomaré también de entre ellos sacerdotes (v. 21). La interpretación de que Dios elegirá sacerdotes y levitas entre los paganos es posible, aunque no segura. Parece más probable que, a tenor del v. 22, sea el linaje de Israel el que detentará el sacerdocio santo; en cualquier caso, sería coherente con los horizontes de novedad y universalismo de los caps. 65 y 66 (cfr Is 61, 6).
El oráculo final del libro de Isaías invita a una esperanza realista (vv. 22-24). El v. 23, dirigido en su primer marco histórico al pueblo elegido del Antiguo Testamento, se abre a la perspectiva de toda la humanidad; así lo entendieron los Padres. Habrá un cielo nuevo y una nueva tierra en que el hombre permanecerá para siempre conversando con Dios. Todo esto durará eternamente, por ello dice Isaías: Como el cielo nuevo y la nueva tierra que Yo voy a hacer durarán para siempre en mi presencia -dice el Señor-, así durará vuestra descendencia y vuestro nombre (Is 66, 22) (S. Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 36, 1).
No se ocultan avisos de castigo para los que obraron la iniquidad (v. 24). La crudeza de estas frases contrasta con el tono esperanzador del conjunto. Quizá el profeta presenta una imagen más tenebrosa del castigo para que los habitantes de Sión que representan a los definitivamente salvados reconozcan la soberanía del Señor sobre los rebeldes y agradezcan los beneficios recibidos en Sión, figura del cielo. La metáfora del gusano que no muere es aplicada por Jesús al castigo del escándalo, descrito como un gravísimo pecado (cfr Mc 9, 48).
Jr 1, 1-19. En el libro de Jeremías se agrupan muchos de sus oráculos en un orden más temático que cronológico, entremezclados con relatos de carácter biográfico acerca del profeta. En el encabezamiento (vv. 1-3), según es habitual en los libros proféticos, se presenta al protagonista y la época en que vivió. Seguidamente, como introducción al libro, se narra la vocación de Jeremías (vv. 4-10) junto con dos visiones que ilustran adecuadamente su misión (vv. 11-12 y 13-19).
Jr 1, 1-3. Anatot era una pequeña población del reino de Judá situada a 5 km. al nordeste de Jerusalén. Era una ciudad levítica (cfr Jos 21, 18), adonde el sacerdote Abiatar había sido desterrado por orden del rey Salomón (1R 2, 26-27). La actividad profética de Jeremías comenzó el año 627 a.C., durante el reinado de Josías (639-609), y se prolongó hasta la deportación a Babilonia, el año 587 a.C., durante los reinados de Yoyaquim (608-598) y Sedecías (597-587). No se mencionan aquí los reinados de Joacaz (609) y Yoyaquín (597), probablemente porque fueron muy breves.
Jr 1, 4-10. El relato de la vocación de Jeremías muestra en profundidad el misterio de toda llamada divina, acto eterno y gratuito de Dios por el que se desvela a un alma el porqué y el para qué de su vida. El comienzo de toda persona humana nunca es simple resultado del azar, pues nada escapa a la divina providencia (v. 5). La acción de Dios en la gestación se expresa de manera gráfica -plasmar en el seno materno- mediante una palabra que designa la acción del alfarero que modela en el barro la forma de cada vasija. El conocimiento por parte de Dios alude a la elección para una misión determinada (cfr Am 3, 2; Rm 8, 29), pues Él tiene un proyecto para cada persona, y otorga a cada individuo unas características singulares, adecuadas para la tarea a que lo destina. A ello también se refiere la consagración, es decir, la reserva de una persona o de una cosa para el servicio de Dios. Ese proyecto divino, bien determinado desde antes del nacimiento, se manifiesta al cabo del tiempo, cuando la persona ha alcanzado la edad adecuada para hacerse cargo de los designios que el Señor le ha preparado. San Juan Crisóstomo, glosando estas palabras, pone en boca de Dios: Yo soy el que te he plasmado en el seno materno. No es obra de la naturaleza, ni de los sufrimientos. Yo soy la causa de todo, de modo que puedas obedecer con rectitud y ofrecerte a Mí. Y añade: No dice primero te consagré, sino te conocí, y después te consagré. Con ello muestra la elección previa. Después de la elección previa, la especificación (Fragmenta in Ieremiam 1).
Cuando el misterio de la vocación personal comienza a desvelarse, la primera reacción puede ser de miedo, puesto que se constatan las personales limitaciones para llevar a cabo la tarea a la que el Señor llama. Así sucede con Jeremías, que se excusa por su excesiva juventud (v. 6). No sabemos cuántos años tendría en ese momento, pues el término que emplea para designar su edad, na’ar, no es del todo preciso. Probablemente tan solo fuera un adolescente (cfr Gn 37, 2; 1S 2, 18; 1S 3, 1-21). En cualquier caso, en la respuesta a la vocación hay que atender sobre todo a Dios mismo que llama, nunca abandona a sus elegidos y proporciona todo el apoyo necesario para realizar la misión que les encomienda (vv. 7-8).
El gesto simbólico del Señor, que extiende su mano para tocar la boca de Jeremías, como si la llenara con sus palabras, es análogo a otros gestos presentes en los relatos de vocación de algunos profetas (cfr Is 6, 7; Ez 2, 8-3, 3; Dn 10, 16). Constituye una invitación a la serenidad, con la confianza de que en el momento oportuno Dios pondrá en los labios la expresión adecuada. Es una promesa semejante a la que Jesús hace a sus discípulos, asegurándoles la asistencia del Espíritu Santo cuando tuvieran que dar testimonio de Él (cfr Mt 10, 19-20).
La obra que le ha sido encomendada trae consigo una alta responsabilidad, y exige fortaleza para llevarla a cabo (v. 10). Se incluyen en primer lugar las tareas que aluden a la destrucción -arrancar, abatir, destruir, arruinar- y sólo después las relativas a la construcción -edificar, plantar-. San Gregorio Magno aplicará esta misma idea a la atención que requiere el cuidado pastoral de los fieles: No se puede edificar con provecho rectamente sin destruir antes lo perverso. En efecto, en vano se sembrarían las palabras de una predicación muy santa si antes no se hubiesen arrancado los espinos del amor vano de los corazones de los oyentes (Regula pastoralis 3, 34).
Jr 1, 11-12. En hebreo, almendro se dice shéqued, que significa vigilante, alerta, porque es el primer árbol que florece cuando el invierno declina. Se diría que está atento a señalar la proximidad de la primavera mientras que los demás árboles duermen el sopor invernal. La imagen de una rama de almendro simboliza la vigilancia del Señor, al que no se le escapa nada de lo que sucede a su pueblo, aunque éste se haya olvidado de Él. Por eso Dios ha elegido al profeta, para advertir a los suyos de lo que se les avecina. Santo Tomás de Aquino, comentando sobre el sentido de la rama, dice que la vara es como si estuviera en la mano del Señor preparada para castigar (…). Otros entienden que la vara vigilante es la vara de los ladrones preparada para robar en las casas a través de las ventanas, mientras éstos [los ladrones] vigilan a los otros que duermen. Pero parece mejor lo primero (Postilla super Jeremiam 1, 4).
Jr 1, 13-19. Jeremías ve una olla hirviendo que empieza a derramarse (v. 13). De este modo se le muestra el sentido de las noticias inquietantes que llegan a Jerusalén y que hablan de los avances de ejércitos extranjeros que amenazan desde el norte a la ciudad santa (vv. 14-15). Vienen como una advertencia de Dios a su pueblo para que reconozca su infidelidad (v. 16). El Señor comienza así a anunciar un castigo, que se irá desarrollando en las páginas que siguen, a los hombres de Judá y de Jerusalén por no haber cumplido la Alianza. Jeremías deberá hablarles para recriminar sus pecados y explicar el sentido de los acontecimientos (vv. 17-18). Se trata de una misión difícil, pero cuenta con la fortaleza de Dios para llevarla a cabo (v. 19).
Se termina así de dibujar el marco en el que se sitúan los oráculos y narraciones contenidos en el libro. Dios no se olvida de los suyos y, en unos momentos críticos de su historia, cuando se acerca el fin del reino de Judá, elige y envía a Jeremías. El Señor lo escoge para hacer recapacitar al pueblo sobre los verdaderos motivos de las desgracias que se abaten sobre él y, cuando se consumen los desastres, para consolarlo con la certeza de que Él nunca abandona.
Jr 2, 1-Jr 25, 38. En la primera parte del libro de Jeremías predominan los oráculos en verso, aunque ocasionalmente se intercalan algunos pasajes narrativos. Es posible que el primitivo rollo en el que se contenían los oráculos más antiguos, y que fue quemado el año 605 por orden del rey Yoyaquim (cfr Jr 36, 21-23), estuviese formado en su mayor parte por los poemas incluidos en esta primera parte del libro actual. Habrían sido agrupados atendiendo sobre todo a un orden lógico de argumentación, pero guardando también un cierto orden cronológico.
En los diez primeros capítulos, los oráculos giran en torno a los dos grandes temas apuntados en las dos visiones de la introducción. En primer lugar, relacionada con la visión de la rama de almendro (Jr 1, 11-12), se ofrece una síntesis de los pecados que ha visto el profeta al ejercitar la tarea de vigilancia que el Señor le había encomendado: Israel y Judá han abandonado al Señor, por lo que el castigo es inevitable. Dios ha permanecido fiel, pero el pueblo ha rechazado a su Señor; el justo correctivo es inminente e inevitable si no hay un cambio profundo de actitud (Jr 2, 1-Jr 4, 4). En segundo lugar, en relación con la visión de la olla hirviendo que se vuelca desde el norte (Jr 1, 13-19), se agrupan unos oráculos que amenazan con la destrucción que consumarán las potencias septentrionales (Jr 4, 5-Jr 10, 25).
A partir del cap. 11 van apareciendo con alguna frecuencia pasajes narrativos en prosa, y las acciones de Jeremías comienzan a tener mayor protagonismo. El profeta experimenta en su vida el sufrimiento, y su clamor desde la aflicción refleja la desgracia que se abate inexorable sobre el pueblo por su infidelidad a la Alianza (Jr 11, 1-Jr 20, 18). Como conclusión, se incluye un duro juicio sobre el comportamiento de los que deberían haber conducido al pueblo por el buen camino, los reyes y los profetas, y no lo han hecho (Jr 21, 1-Jr 25, 38).
Toda la primera parte del libro es una severa amenaza contra los habitantes de Jerusalén y de todo el reino de Judá. Sin embargo, se vislumbra la misericordia divina, que finalmente perdonará y salvará.
Jr 2, 1-Jr 4, 4. Los oráculos contenidos en esta sección fueron pronunciados al comienzo de la actividad profética de Jeremías, durante el reinado de Josías, y posiblemente antes del comienzo de la reforma religiosa que éste llevó a cabo, ya que no se alude a ella en ningún momento. Habría que situarlos entre el 627 y 622 a.C. En ellos se aprecia aún con claridad la diferencia entre Israel, el reino del Norte, cuya capital era Samaría y que había sucumbido ante el poder de los asirios el año 722, y Judá, el reino del Sur, cuya capital era Jerusalén. Por aquellos años comenzaba la decadencia de Asiria, que había mantenido hasta entonces su dominio sobre Israel, y Josías, rey de Judá, buscaba restablecer la unidad social, política y religiosa de todo el pueblo. Este esfuerzo culminaría con la gran reforma religiosa emprendida a partir del año 622 y encaminada a centralizar en Jerusalén todo el culto dirigido al Señor.
Los oráculos aquí recogidos se enmarcan en este contexto histórico. Los más primitivos, aquellos que se conservan en verso, fueron pronunciados directamente por Jeremías y rezuman el vigor y el sufrimiento de quien es testigo inmediato. Posteriormente, al reescribirse el libro después de haber sido quemado (cfr Jr 36, 21-23), es posible que les fueran añadidos los pasajes que actualmente aparecen en prosa. Éstos son una llamada de atención sobre el pecado, el castigo consecuente y la necesidad de convertirse para alcanzar la salvación. En el texto actual queda claro que la desgracia que se había abatido sobre el pueblo de Israel fue consecuencia de su infidelidad a Dios (Jr 2, 1-37). Con todo, el Señor llama a unos y otros a la conversión, y aguarda una respuesta positiva para llevar a cabo la restauración del pueblo en la unidad y la paz, disfrutando de la protección divina (Jr 3, 1-Jr 4, 4).
Jr 2, 1-37. Los oráculos del presente capítulo siguen el orden habitual en los pleitos que se planteaban en el antiguo Oriente Medio ante la ruptura de pactos o alianzas. Primero, se llama la atención del acusado y de los testigos acerca del tema en disputa. Después, se recuerdan los favores recibidos por el acusado, que le deberían haber llevado a mantener con fidelidad lo pactado en la alianza. A continuación, se presenta la lista de cargos, con frecuencia formulados en forma interrogativa, y, por último, se realiza el requerimiento urgente a rectificar. En el caso de que no se consiguiera un acuerdo, la declaración de guerra era inevitable.
La palabra de Dios no se expresa aquí como juez de lo sucedido, sino como una de las partes que pactaron la Alianza y que ha sido defraudada por la infidelidad de la otra. Las palabras del profeta comienzan por recordar los beneficios que el pueblo recibió de Dios mientras le permanecía fiel. En su juventud, en la peregrinación por el desierto vivía en una vinculación amorosa con el Señor, y Él cuidaba de ellos (vv. 1-3). Se alude así a las relaciones entre Dios e Israel después de que el Señor sacara a su pueblo de Egipto y lo condujera a través del desierto hasta la tierra que le había dado en heredad (cfr Os 1-3). Sin embargo, en vez de permanecer unidos al Señor, los israelitas se apartaron de Él y cayeron más bajo que las demás naciones -representadas por los pueblos del Egeo, Quitim, y las regiones árabes, Quedar- (v. 10). Abandonaron su religión, centrada en el Dios personal que cuida con su providencia de los suyos, para dar culto a Baal y a dioses que nada valen (vv. 6-7). Por eso, la ayuda que buscaron en las alianzas con los poderes terrenos de nada les sirvió.
Incluso el lenguaje que emplea Jeremías refleja cómo Israel se ha ido alejando de Dios. En los primeros versos el Señor habla a su pueblo de tú (vv. 2-3), después pasa al vosotros (vv. 4-10), para continuar hablando de ellos en tercera persona (vv. 11-15). Sólo en la segunda parte de estos oráculos regresa al diálogo personal de tú a tú con el pueblo, reprendiéndolo, para que recapaciten (vv. 16-37).
La metáfora de los aljibes agrietados (v. 13) es bien expresiva de la inutilidad de los pactos con las naciones. En efecto, en tiempos de Jeremías era objeto de debate la conveniencia o no de establecer pactos con asirios o con egipcios como medio de garantizar la propia subsistencia ante el empuje de las potencias enemigas. El profeta, además de considerar que tales alianzas no habrían sido realmente útiles, hace notar el peligro de idolatría que se podría derivar de la familiaridad con esos pueblos. De ahí las alusiones irónicas de los vv. 16-18. Menfis y Tafnes son dos ciudades egipcias en la zona del Bajo Nilo, y el Sijor es uno de los brazos en que se abre el Nilo al llegar al delta. El Río, sin artículo en hebreo, designa al Éufrates. Este interés por las aguas y las tierras de Egipto y Asiria son un reflejo del atractivo que esas grandes potencias seguían ejerciendo sobre Israel. Dios había cuidado de su pueblo, les había dado una tierra excelente, pero Israel le había abandonado y se había vuelto hacia los ídolos. La infidelidad le llevó a Israel a caer en la esclavitud de la idolatría (vv. 4-27). Puesto que, a pesar de todo, no reconoce su extravío, el Señor acusa a Israel de sus delitos y advierte que si no cambia de actitud todos sus habitantes quedarán avergonzados (vv. 28-37).
Jr 2, 13 La imagen de los aljibes agrietados, que no pueden retener el agua, ha provocado un fuerte impacto en la literatura cristiana como ejemplo gráfico de la situación en que queda el hombre cuando, en vez de confiar en el Señor, se apoya en sí mismo o en los bienes terrenos. San Ireneo de Lyon, por ejemplo, invita a buscar apoyos verdaderamente sólidos: Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia. Pues el Espíritu es la verdad. Por eso, los que no tienen parte con Él no se nutren de los pechos de la madre para mantenerse en vida, no se acercan a la fuente limpísima que surge del cuerpo de Cristo, mas se cavan aljibes y beben agua turbia de fango. Se apartan de la fe de la Iglesia y no se conservan, rechazan el Espíritu y no son instruidos. Alejados de la verdad son arrastrados por todo error, no tienen solidez, a cada momento cambian de opinión sobre la misma realidad, no llegan a ninguna posición firme porque quieren ser antes maestros en la palabra que discípulos de la verdad. No están asentados sobre la única piedra, sino sobre arena (Adversus haereses 3, 24, 1-2).
Por su parte, San Juan de la Cruz aplica la imagen a quienes despreocupándose de Dios se afanan por las riquezas de tal modo que nunca quedan saciados, sino que antes su apetito crece tanto más y su sed cuanto ellos están más apartados de la fuente que solamente los podía hartar, que es Dios; porque de éstos dice el mismo Dios por Jeremías, diciendo: Dejáronme a mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden tener aguas. Y esto es porque en las criaturas no halla el avaro con qué apagar su sed, sino con qué aumentarla. Éstos son los que caen en mil maneras de pecados por amor de los bienes temporales, y son innumerables sus daños (Subida al monte Carmelo 3, 19, 7).
Jr 3, 1-5. Desde el capítulo anterior se ha venido aludiendo a la relación entre Dios y su pueblo en términos de vinculación amorosa (cfr Jr 2, 2). Ahora se sigue utilizando la imagen esponsal para explicar el rechazo de Israel por parte de Dios. Es significativa la frecuencia del verbo volver, tanto en sentido físico (volver del destierro) como moral (convertirse).
La norma sobre la esposa repudiada (v. 1) alude a Dt 24, 1-4, donde se establece que si una mujer es repudiada por su marido y se casa con otro, ya no puede regresar junto al primero; ni siquiera aunque el segundo también la despida y le entregue el libelo de repudio. Tal situación legal la aplica Jeremías a Israel para indicar que ha quedado totalmente desamparado como consecuencia de sus infidelidades a la Alianza; después de haberse apartado del Señor para dar culto a los ídolos, no podrá regresar a su primer amor. No tiene ningún derecho a reclamar el perdón de Dios, y aún menos cuando no da muestras de arrepentimiento ni deseos de cambiar (v. 5). En esta situación sólo una intervención gratuita del Señor podría dejarle volver.
Jr 3, 6-11. Este oráculo, probablemente tardío, desarrolla una comparación entre los dos reinos, Israel y Judá, como dos hermanas, queridas por Dios, pero perversas e infieles. Ezequiel desarrollará con amplitud esta imagen (Ez 16 y 23). Judá debería haber aprendido de la desgracia del reino de Israel, desaparecido hacía un siglo. Pero ha caído en los mismos pecados.
Como en otros muchos lugares de la Biblia (Ex 34, 15-16; Lv 20, 5; Dt 31, 16; Os 1, 2; Os 4, 12-14; etc.), los actos idolátricos eran considerados prostitución o adulterio contra Dios en virtud de la Alianza que le une al hombre con Él, que tiene la fuerza del vínculo matrimonial (ver nota a Jr 3, 12-13). La piedra y el leño (v. 9) aluden a las estelas de piedra (massebot) que en el culto cananeo se erigían en honor de Baal y a los troncos de madera (aserot) que delimitaban espacios de culto a los dioses o que honraban a la diosa Astarté.
En los ambientes religiosos de Judá se juzgaba con dureza la infidelidad de Israel, tal y como el profeta la denunciaba en el oráculo anterior, pero no se reparaba en que en su mismo reino se daba una situación muy parecida. Por eso Jeremías les reprocha que la vuelta a Dios de Judá, llevada a cabo en la reforma de Josías, no ha sido verdaderamente sincera (v. 10). Se invita así a no justificar los propios pecados, a la vez que se ponderan los errores de los demás, del mismo modo que en el Nuevo Testamento lo enseñó Jesús con la imagen de la mota y la viga en el ojo (cfr Mt 7, 3-5).
Jr 3, 12-13. Es probable que esta llamada a la conversión vaya dirigida a Judá y exprese en verso la misma invitación que recogen en prosa Jr 3, 14ss. Sería así la consecuencia de la parábola de las dos hermanas: ambas deben convertirse para alcanzar el perdón y la libertad. Aunque los derechos de Israel derivados de la Alianza habían desaparecido por completo como consecuencia de sus infidelidades (cfr Jr 3, 1-5), el Señor siempre permanece esperando con los brazos abiertos. Necesita, no obstante, que el pueblo acuda a Él, reconociendo humildemente los pecados para obtener su perdón. El amor a Dios no se satisface con palabras engañosas, sino que ha de manifestarse con hechos, y exige romper con todo lo que impida la comunión mutua que requiere la exclusividad del amor esponsal. Pero a la vez Dios siempre perdona si encuentra en el corazón del hombre el deseo de conversión, principio y camino de su rehabilitación y condición para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón humano (Juan Pablo II, Incarnationis mysterium, 2).
Jr 3, 14-18. Tras la caída de la ciudad ante los ejércitos de Nabucodonosor y las sucesivas deportaciones a Babilonia (año 587 a.C.) se consumó la desgracia de Judá, a la que había llegado por sus repetidas infidelidades al Señor. Como en el oráculo anterior se repite la disposición de Dios a acoger a Israel y Judá en cuanto estén dispuestos a buscar su perdón (Jr 3, 12-13).
El oráculo es una llamada llena de esperanza, pues el futuro no tendrá nada que envidiar al pasado. Se producirá una situación nueva. Hasta ese momento se había considerado el Arca de la Alianza como testimonio privilegiado de la presencia de Dios. Según los relatos bíblicos el Arca había sido fabricada en el desierto por encargo de Moisés respondiendo a la orden del Señor, para que fuese el centro del Santuario (cfr Ex 25, 10-22). El Arca acompañó al pueblo hasta la tierra de Canaán y, después de haber estado en distintos lugares, fue depositada solemnemente por Salomón en el Templo de Jerusalén. Contenía la Alianza que el Señor había establecido con Israel cuando lo sacó del país de Egipto (cfr 1R 8, 21). Con la toma de Jerusalén por Nabucodonosor, y el saqueo del Templo, desaparecen las noticias sobre el Arca de la Alianza. Es el final de la antigua situación, parece decir el oráculo de Jeremías. En el futuro será la entera ciudad de Jerusalén el testimonio de la presencia de Dios (vv. 16-17). El culto a Dios no será algo simplemente ritual, circunscrito a un lugar concreto, sino que se hará realidad en la ciudad (v. 17).
Como sucede en otros oráculos de Jeremías, aunque aluden en primer lugar a la restauración de Judá después del destierro, sus palabras tienen un horizonte más amplio hacia el momento que habría de venir con la restauración mesiánica. La Alianza de la que el Arca era testimonio ha sido rota por las infidelidades de Israel (cfr Jr 11, 6-8), y será sustituida por una Nueva Alianza cuyo testimonio estará en el propio corazón de los hombres (cfr Jr 31, 31-37), y en la que habrá un nuevo sacerdocio (pastores) (v. 15).
Jr 3, 19-Jr 4, 4. En estos oráculos se reiteran los requerimientos a la conversión y podrían ser prolongación de las acusaciones contenidas en Jr 3, 1-5. Se aguarda con esperanza que, en el momento en que el Señor llame (Jr 3, 22a), Israel responda reconociendo el pecado de sus padres y de ellos mismos (Jr 3, 22b-25) y vuelva a Dios (Jr 4, 1-2). A su vez, mediante la imagen de la circuncisión del corazón, se espera el regreso interior y profundo, como fruto de la conversión sincera (Jr 4, 3-4). La circuncisión era señal de la Alianza entre Dios y el pueblo. El profeta enseña que de nada vale si no va acompañada por la actitud de fidelidad en el corazón (cfr Dt 10, 16; Dt 30, 6). La conversión sólo será sincera si produce un verdadero cambio interior. No se trata de un acto superficial que tenga efectos salvíficos automáticos, sino de una verdadera renovación que rompe con lo que estorba y transforma el corazón. La imagen de la circuncisión del corazón será empleada también por San Pablo para referirse al cumplimiento obediente de la ley de Dios según el espíritu, no según la letra (Rm 2, 25-29; cfr Hch 7, 51).
Leídos después de la deportación a Babilonia, estos oráculos enseñaban que el regreso de los deportados a la tierra que el Señor había prometido dar en heredad a sus padres exigía como condición previa un regreso personal a Dios. A la luz del Nuevo Testamento, el retorno a la tierra prometida es visto como anticipo de la peregrinación hacia la patria definitiva que Dios ha preparado en el Cielo para que la gocen quienes le aman. Así como para el regreso de los deportados de Israel y Judá se pidió una conversión profunda y un retorno a la Alianza, así, después de haber incurrido en la esclavitud del pecado, es necesario retornar a Dios mediante la conversión del corazón, que Cristo ha hecho posible. El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es por tanto nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cfr Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cfr Jr 3, 19-Jr 4, 1a; Lc 15, 18.21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cfr Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (Catecismo de la Iglesia Católica, 2795).
Jr 4, 5-Jr 10, 25. En esta sección se recogen oráculos relacionados con la segunda visión de Jeremías narrada en el prólogo del libro: la olla hirviendo que se inclina desde el norte (Jr 1, 13-19). Lo mismo que en la sección anterior, los oráculos primitivos en verso contenidos en esta nueva edición -redactada después de que el rey quemase la primera (cfr Jr 36, 21-23)- fueron completados con varias piezas en prosa. Algunas de éstas son muy breves, como la alusión de 5, 18-19 al exilio que tendría lugar el año 597, o bien el párrafo de Jr 9, 12-14, donde se insiste en el incumplimiento de la Ley; otras, en cambio, son más extensas, como Jr 7, 1-Jr 8, 3, que trata de las corruptelas introducidas en el culto.
Jr 4, 5-31. Como complemento de las exhortaciones al arrepentimiento y a la conversión de la sección anterior (Jr 2, 1-Jr 4, 4), se dibuja ahora un panorama muy sombrío, que corresponde a la situación histórica en que vivió Jeremías desde su juventud. La vida de las gentes de Judá se veía amenazada de continuo por el peligro de invasiones extranjeras, que culminaron con la que llevó a cabo el gran invasor babilónico.
Estos oráculos proceden de los primeros años de la predicación de Jeremías y en esos momentos se podrían referir tanto a la amenaza de los escitas, tribus nómadas que se instalaron al oeste del Mar Caspio y presionaban desde el norte, como al poderío de Asiria, a cuyo vasallaje estaba sometido de algún modo Judá desde hacía varias décadas. Pero los oráculos de nuevo recobrarían su actualidad hacia el año 605 a.C. cuando, coincidiendo con el declive del poder asirio, comenzaba a imponerse el poderío militar babilónico. Ya fuesen unos u otros los enemigos a los que se refieran, lo más importante es el hecho de que el Señor envíe al profeta a anunciar con tintes dramáticos lo que se le avecina a Judá si no se convierte (v. 14). Jeremías proclama a los suyos que en el fondo no es el poderío de los pueblos extranjeros lo que han de temer, sino al Señor que es el que hace venir la desgracia (v. 6b). Enseña que el verdadero culpable es el pueblo, y que la calamidad que se cierne sobre él es el pago de su acciones y de su rebelión contra el Señor (vv. 17-18). La admonición profética se cierra con una imagen simbólica. Israel, la esposa que ha sido infiel al Señor, se engalana con sus mejores joyas y vestidos pensando que sus encantos le permitirán salvar su vida. Sin embargo, su intento será vano (vv. 30-31). Con todo, entre tanta desolación como anuncia Jeremías hay un resquicio de esperanza: la aniquilación no será total (v. 27).
Las palabras del profeta acerca de la destrucción que se abate sobre Judá han sido leídas en la tradición cristiana como alusiones al poder destructor del pecado, cuyas consecuencias pesan gravemente sobre la paz y estabilidad, al romper el orden sapientísimo que Dios ha dejado impreso en la creación. Cuando el hombre no reconoce a su Dios (v. 22), la tierra vuelve al caos y vacío iniciales (cfr Gn 1, 2), se oscurece la luz, tiemblan los montes y desaparecen aves y hombres (vv. 23-26). Quien pone su sola aspiración en las cosas creadas queda confundido y nunca podrá tener intimidad con Dios. El que ama criatura -comenta San Juan de la Cruz-, tan bajo se queda como aquella criatura, y, en alguna manera, más bajo; porque el amor no sólo iguala, más aún sujeta al amante a lo que ama. Y de aquí es que, por el mismo caso que el alma ama algo, se hace incapaz de la pura unión de Dios y su transformación; porque mucho menos es capaz la bajeza de la criatura de la alteza del Criador que las tinieblas lo son de la luz: Porque todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son, como dice Jeremías por estas palabras: Aspexi terram, et ecce vacua erat et nihil; et caelos, et non erat lux in eis: Miré a la tierra, dice, y estaba vacía, y ella nada era; y a los cielos, y vi que no tenían luz (v. 23). En decir que vio la tierra vacía, da a entender que todas las criaturas de ella eran nada, y que la tierra era nada también. Y en decir que miró a los cielos y no vio luz en ellos, es decir que todas las lumbreras del cielo, comparadas con Dios, son puras tinieblas. (…) Y así como no comprehende a la luz el que tiene tinieblas, así no podrá comprehender a Dios el alma que en criaturas pone su afición; de la cual hasta que se purgue, ni acá podrá poseer por transformación pura de amor, ni allá por clara visión (Subida al monte Carmelo 1, 4, 3).
Jr 5, 1-31. Una vez que Jeremías ha hecho presente en los oráculos anteriores el peligro que se cierne sobre Judá, explica que la situación en que ésta se encuentra es consecuencia de su rebeldía y de su obstinación en continuar pecando contra el Señor.
En la primera escena de estos oráculos se dibuja un tétrico cuadro de la extensión del pecado (vv. 1-3). La degeneración del sentido moral se declara con expresiones que recuerdan el episodio de Gn 18, 23-32, en el que Abrahán regatea con el Señor para que no castigue a Sodoma, en atención al número de justos, aunque éstos fueran pocos. Sin embargo, Dios la castigó por causa de la depravación generalizada que allí se daba (cfr Gn 19, 24-25). La situación en la que se encuentra Jerusalén es semejante. Dirigentes y pueblo (vv. 4-5) se han dejado llevar por toda clase de pecados, especialmente por los de lujuria (vv. 7-8), orgullo (vv. 12-13) e injusticia (vv. 26-29), de modo que ni siquiera queda un hombre justo (v. 1). En vez de convertirse y volver al Señor, lo que Jeremías observa es la autosuficiencia de los habitantes de Jerusalén y su indiferencia hacia Dios (v. 12). De ahí que se hayan hecho merecedores de la invasión de las potencias extranjeras que se cierne sobre ellos (vv. 14-19). El castigo no es algo querido por Dios ni una venganza. Es más, el deseo de evitarlo si el pueblo da señales de arrepentimiento es manifiesto (vv. 1.7). Precisamente por eso la destrucción no será total (vv. 10.18), para dejar abierta la posibilidad de que la conversión permita la restauración del pueblo.
A pesar de esta disposición de Dios, el profeta pone de manifiesto que hay pocas esperanzas de solución, pues el pueblo se obstina en su rebeldía, sin plantearse siquiera la perversidad de su comportamiento (vv. 20-31). Ahí está uno de sus grandes errores, en no darse cuenta del sentido que tiene lo que les está sucediendo, ni reparar en cuáles sean sus verdaderas causas. El profeta se esfuerza por mover a sus oyentes a la reflexión para que, a partir de lo que observan en las leyes de la naturaleza, puedan reconocer los designios del Señor creador y providente (vv. 22-24). Pero parecen empeñados en no hacerlo. Si en Dios está la rectitud y la verdad, en el pueblo infiel está la astucia y la falsedad. Son como cazadores que esconden sus trampas para engañar a sus víctimas y aprovecharse de ellas (vv. 25-28).
Las palabras del v. 21 fueron tomadas por nuestro Señor Jesucristo para reprochar a los Apóstoles su visión humana ante las obras que Él hacía y ellos podían ver. No entendían su misión salvífica y su poder (cfr Mc 8, 18).
La obcecación en no reconocer el propio pecado y rectificar, es un obstáculo que, mientras se mantenga, imposibilita alcanzar el perdón. La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito, es también infinita -enseña Juan Pablo II-. Infinita, pues, e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo (Dives in Misericordia, 13).
Jr 6, 1-30. A la vista de la rebeldía que se acaba de denunciar (cfr Jr 5, 1-31), Jeremías hace una nueva y apremiante llamada para que Jerusalén se ponga a salvo, pues su destrucción parece inevitable. El profeta comienza por emplazar a sus conciudadanos, a los de Benjamín -que quizá ante la amenaza de los invasores del norte habían huido a Jerusalén-, a que se dispongan a huir hacia el sur (Tecoa) (vv. 1-3) y anuncia a los habitantes de Jerusalén que los enemigos están ansiosos de asaltarla (vv. 4-6a) y que, si no se arrepienten, su destrucción será inmediata (vv. 6b-8). A continuación muestra cómo la situación es desesperada. Señala que, incluso después de buscar con ahínco, no encuentra a nadie justo que pueda cambiar el juicio de Dios sobre Judá (cfr Jr 5, 1). Como todos, niños y ancianos, profetas y sacerdotes, se han llenado de maldad y no quieren ver el peligro (vv. 9-15), por eso, porque no se han arrepentido a pesar de los intentos que el Señor ha realizado en la historia por medio de sus profetas -centinelas (v. 17)-, el castigo será inevitable (vv. 16-21). De ahí que al final del oráculo (vv. 22-30), ante la desgracia que se avecina (vv. 22-23), Jeremías muestre su tristeza por la perversión de Jerusalén y su falta de arrepentimiento (vv. 24-28). Los intentos de purificación han fracasado (vv. 29-30).
Llama la atención la actitud de los dirigentes del pueblo condenada por el profeta (v. 14). En vez de alertar al pueblo de su descamino para que vuelva al Señor, no buscan más que satisfacer sus propios intereses (v. 13) como si no pasase nada (v. 14). San Jerónimo toma pie de este pasaje para mostrar lo absurdo de proporcionar a la gente una serenidad que es engañosa cuando no se apoya en la verdad: No es noble reclamar la paz con palabras y destrozarla con los hechos. Se dice que se pretende una cosa, y se logra el efecto contrario. Se dice con la palabra: “Estamos de acuerdo”, pero de hecho, después se exige la sumisión del otro. También yo quiero la paz, y no sólo la quiero sino que la imploro. Pero busco la paz de Cristo, la paz auténtica, una paz sin residuos de hostilidad, una paz que no lleva larvada la guerra. No la paz que sojuzga a los adversarios, sino la que nos une en la amistad. ¿Por qué damos el nombre de paz a la tiranía? ¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre? ¿Hay odio? ¡Entonces digamos que hay enemistad! Sólo donde hay caridad digamos que hay paz (Epistolae 3, 82, 1-2).
Jr 7, 1-20. En el cap. 26 se explican con más detalle las circunstancias en las que acaeció el episodio que se trata en estos versículos, y las consecuencias que tuvo. Por lo que se indica en ese lugar, el discurso de Jeremías en el Templo de Jerusalén fue pronunciado al principio del reinado de Yoyaquim, hijo de Josías (Jr 26, 1), esto es, el año 608 a.C. Poco antes había muerto el rey Josías en una batalla (2R 23, 29-30; 2Cro 35, 19-24), después de haber realizado obras de consolidación y mantenimiento en el Templo, y de haber llevado a cabo una reforma religiosa basada en la centralización del culto en Jerusalén. Le sucedió Joacaz, que sólo reinó durante tres meses (cfr 2R 23, 31; 2Cro 36, 2), y a continuación su hermano Yoyaquim. En este nuevo reinado volvieron a ser toleradas las prácticas idolátricas que Josías había tratado de erradicar.
La población de Judá estaba convencida de que la presencia del Templo en su territorio era una garantía del favor divino y de su protección, y tras la experiencia del año 701, cuando las tropas asirias de Senaquerib detuvieron su ofensiva ante las murallas de Jerusalén sin entrar en la ciudad santa, tal convicción se había visto reforzada. Además, el protagonismo que había pasado a tener el Templo tras la reforma de Josías explica la confianza ciega de la gente en que no tenían nada que temer junto al Santuario. Así pues, en el momento en que Jeremías pronuncia estos oráculos, aunque el Templo se encontraba en todo su esplendor, la práctica religiosa no se correspondía con un cumplimiento fiel de lo mandado por el Señor. De ahí que el profeta inste a la conversión, a dar a Dios el verdadero culto, que se manifieste en la fidelidad al Señor, en la caridad y en la justicia (vv. 5-7). De nada sirven los ritos que allí se desarrollan si no se escucha la voz del Señor y se siguen cometiendo sin reparo toda clase de pecados. No basta una confianza ingenua en el Templo (v. 4). La seguridad depende de la obediencia a la Ley de Dios (vv. 8-10). El Santuario no tiene un poder mágico por sí mismo y correrá la misma suerte que el de Siló (v. 14), célebre lugar de culto donde había estado el Arca de la Alianza antes de ser trasladada a Jerusalén (Jos 18, 1; Jc 21, 19) y que probablemente fue destruido por los filisteos. Si no cambian, los habitantes de Jerusalén serán expulsados como los de Efraím, sus hermanos del reino del Norte (v. 15).
A pesar de su predicación, Jeremías comprueba que no se arrepienten. No sólo no le escuchan, sino que compaginan su seguridad en el Templo con ritos paganos en honor de Istar, la Reina de los Cielos, diosa asiria de la fecundidad (vv. 16-18). Por eso, el juicio de Dios será inevitable (vv. 19-20).
La expresión cueva de ladrones (v. 11), con la que describe Jeremías la situación del Templo frecuentado por quienes están muy lejos de la obediencia al Señor, sería utilizada por Jesucristo para expresar el dolor que le produjo el tumulto de los mercaderes en el Templo y la falta de respeto al lugar sagrado (Mt 21, 12-13 y par.). Jeremías no condena el culto en el Templo de Jerusalén, como tampoco lo hizo Jesús, sino que denuncia el que se haya vaciado de sentido. En cualquier caso, el culto al Señor, después de la venida de Cristo, ya no se limita a los ritos o acciones externas en un determinado lugar, sino que se puede hacer con el corazón en cualquier lugar en el que uno se encuentre. Por eso escribe San Jerónimo: Los que van repitiendo: Éste es el Templo del Señor, el Templo del Señor, el Templo del Señor, deberían oír al Apóstol: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1Co 3, 16). ¿Estás en Jerusalén? ¿Estás en Bretaña? No importa. La Presencia celeste la tienes delante, abierta, porque el reino de Dios está dentro de nosotros (Epistolae 2, 58, 2).
Jr 7, 21-Jr 8, 3. La predicación de Jeremías invitaba a reconocer los pecados y convertirse, pero no fue escuchada (Jr 7, 21-28). Como consecuencia, el profeta entona un lamento (v. 29), porque la desolación será absoluta (Jr 7, 34). Llegará un día en que los huesos de los que practicaban la idolatría serán desenterrados y expuestos a los elementos que ellos adoraban. En aquel día se preferirá la muerte a la vida (Jr 7, 30-Jr 8, 3).
El Tófet (Jr 7, 31), que en hebreo significa lugar donde se quema, era un lugar alto, esto es, un terreno ligeramente elevado dedicado al culto idolátrico, donde se practicaban sacrificios de niños en honor de Baal-Moloc (cfr 2R 23, 10). Estaba situado en el valle de Ben-Hinom (también llamado gehenna, a través de la transcripción griega), un barranco al sur de Jerusalén, que más tarde, a partir de estos textos de Jeremías (cfr Jr 19, 1-15; Jr 32, 35), se convertirá en sinónimo de lugar de tormento (cfr Is 66, 24; Mt 5, 22.29-30; Mt 18, 9; Mc 9, 43; etc.).
Lo que motiva el fracaso del profeta es la dureza de corazón del pueblo, esto es, la falta de sensibilidad para examinar la propia situación interior, con ánimo de cambiar lo que sea necesario, y poder escuchar así la voz de Dios. La Sagrada Escritura suele llamar esta obstinación dureza de corazón o corazón obstinado (Jr 7, 24; cfr Sal 81, 13; Mc 3, 5). Se trata de una situación de resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo consolidado en razón de una libre elección. En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia (n. 18). Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que “el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado” (Radiomensaje 26.X.46) y esta pérdida está acompañada por la “pérdida del sentido de Dios”. En la citada Exhortación leemos: “En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado” (n. 18). La Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 47).
Jr 8, 4-Jr 9, 15. Comienza una larga serie de oráculos donde se terminan de exponer las razones por las que es inminente la llegada del castigo que viene desde el norte. El profeta acaba de señalar que no basta la presencia del Templo en Jerusalén para gozar del favor de Dios (cfr Jr 7, 1-Jr 8, 3), y ahora expone que tampoco es suficiente contar con la Ley del Señor, ya que si no se cumple de nada vale (cfr Jr 8, 8).
De entrada, el autor sagrado denuncia la mentira en la que vive Judá. Sus habitantes no ven la realidad de las cosas porque viven de la falsedad y se engañan a sí mismos (Jr 8, 4-7). Por eso son incapaces de arrepentirse, es decir, de volver a Dios, tema que centra esta breve sección: las aves son hábiles para discernir las estaciones y para saber cuándo llega el momento oportuno de marcharse y de regresar, de acuerdo con el orden marcado por Dios a las criaturas (Jr 8, 7), pero los habitantes de Jerusalén no advierten los planes del Señor ni se comportan de acuerdo con ellos. No se refiere el profeta a los promotores de la reforma de Josías, sino a los que abusaban de la letra de la Ley del Señor y rechazaban la palabra de Dios proclamada por el profeta (Jr 8, 8-9). Contra ellos se dirige también la condena implacable de Jr 8, 10-12 -que falta en la versión griega de los Setenta, quizá por ser repetición de Jr 6, 12-15-.
A continuación aparece de nuevo la imagen de la viña devastada y de la higuera. Los ciudadanos de Jerusalén no han dado los frutos que de ellos se esperaban (cfr Lc 13, 7), por lo que es imposible que eviten su perdición. Los que vienen del norte están ya listos para atacar como serpientes (Jr 8, 13-17).
Es tan dolorosa la situación que Jeremías no puede evitar un nuevo lamento, también quizá porque el Señor ha afligido a su pueblo con una carestía (cfr Jr 14, 1-6), y éste no ha aceptado esa visitación de Dios (cfr Am 3, 14; Os 12, 3; Is 13, 11, etc.), como remedio que podía curarle (Jr 8, 18-23). Así pues, el profeta siente el deseo de apartarse de su pueblo y huir al desierto (Jr 9, 1). Querría encontrar el modo de hacerlos reaccionar, pero no sabe qué hacer con ellos, en quienes se acumulan toda clase de pecados de la lengua contra el prójimo y contra Él (Jr 9, 2-8). Por eso, no queda más que lamentarse por la condena que se cierne (Jr 9, 9-11) y de la que son culpables por haber abandonado a Dios (Jr 9, 12-15).
Jr 8, 7 La imagen de las aves migratorias tiene aquí una fuerza especial, pues estimula a buscar sinceramente el bien, sin justificar la propia comodidad o pereza con movimientos engañosos: ¡Ay del que se adorna con la hojarasca de un falso apostolado, del que ostenta la frondosidad de una aparente vida fecunda, sin intentos sinceros de lograr fruto! Parece que aprovecha el tiempo, que se mueve, que organiza, que inventa un modo nuevo de resolver todo… Pero es improductivo. Nadie se alimentará con sus obras sin jugo sobrenatural. (…) Os recuerdo de nuevo que nos queda poco tiempo: tempus breve est (1Co 7, 29), porque es breve la vida sobre la tierra, y que, teniendo aquellos medios, no necesitamos más que buena voluntad para aprovechar las ocasiones que Dios nos ha concedido. Desde que Nuestro Señor vino a este mundo, se inició la era favorable, el día de la salvación (2Co 6, 2), para nosotros y para todos. Que Nuestro Padre Dios no deba dirigirnos el reproche que ya manifestó por boca de Jeremías: en el cielo, la cigüeña conoce su estación; la tórtola, la golondrina y la grulla conocen los plazos de sus migraciones: pero mi pueblo ignora voluntariamente los juicios de Yavé (Jr 8, 7) (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 51-52).
Jr 9, 2-5. La mentira y el engaño no sólo ofenden a Dios y quebrantan la Alianza, sino que dañan gravemente la convivencia con los demás. La vida en sociedad sólo puede ser verdaderamente pacífica y serena si existe la confianza mutua entre las personas generada por el señorío de la verdad. La virtud de la veracidad implica honradez y discreción, y da al prójimo algo que le es debido en justicia. Santo Tomás dice que hay un deber moral de ejercitar esta virtud puesto que por honestidad un hombre debe a otro la manifestación de la verdad (S.Th. II-II, q. 109, a. 3). Y añade: Por ser sociable, el hombre debe a los demás cuanto es necesario para la conservación de la sociedad. Ahora bien, es necesario para la convivencia el dar mutuo crédito a las palabras y creer que nos dicen la verdad. En este sentido, la virtud de la veracidad implica un deber (S.Th. II-II, q. 109, a. 3, ad 1).
Jr 9, 16-25. En este punto Jeremías clama con palabras sobrecogedoras por la desolación que ve a su alrededor. La situación del pueblo es tan lastimosa que no hay a quien se pueda llamar para arreglarla, sólo a las plañideras para que lloren y se lamenten (vv. 16-19). No habrá más que destrucción y muerte (vv. 20-21). La personificación de la muerte reflejada en estos versículos es una imagen literaria que ha influido en la representación del esqueleto con la guadaña. Pero no es un ser real frente a Dios. Él es quien juzga: frente a los valores que los hombres aprecian -sabiduría, fuerza y riqueza- hay otros más importantes -misericordia, juicio y justicia- que se descubren al conocer a Dios (vv. 22-23). Lo importante no es apoyarse en las propias fuerzas sino en Dios. Así lo recordará San Pablo en 1Co 1, 31 y en 2Co 10, 17 al emplear las palabras de los vv. 22-23 para subrayar que la eficacia es del Señor, siendo absurdo tratar de gloriarse en uno mismo o en la propia capacidad. Y San Clemente Romano aprovechará estas mismas palabras de Jeremías para exhortar a la humildad: Así pues, hermanos, tengamos sentimientos humildes, desprendiéndonos de toda jactancia, vanidad, insensatez e ira y hagamos lo que fue escrito (pues el Espíritu Santo dice: No se gloríe…), recordando sobre todo las palabras del Señor Jesús para enseñar la benignidad y la paciencia (Ad Corinthios 13, 1).
Judá ha perdido el rumbo y, aunque conserve algunas apariencias superficiales, en el fondo no tiene nada. Es como las otras naciones vecinas que también practicaban la circuncisión pero sólo como operación externa: ésta no llevaba aparejada la conversión del corazón (vv. 24-25). Judá no tendrá mejor suerte que esos pueblos (cfr nota a Jr 25, 15-38) -a los que se profetizan todo tipo de calamidades en los oráculos contra las naciones (cfr Jr 46, 1-Jr 51, 64)- mientras no cambie a fondo, sin limitarse a prácticas superficiales. San Justino, explicando los vv. 24-25 a la luz del Nuevo Testamento, comenta: ¿Veis cómo no es esa circuncisión, que fue dada en señal, la que Dios quiere? Porque ni a los egipcios ni a los hijos de Moab y de Edom les sirve para nada. En cambio, aun cuando sea un escita o un persa, si tiene conocimiento de Dios y de Jesucristo y guarda la ley eterna, está circuncidado con la buena y provechosa circuncisión, y es amado de Dios, y Dios se complace en sus dones y ofrendas (Dialogus cum Tryphone 28, 4).
Jr 10, 1-11. Se piensa que estos versículos, debido al tono diferente con que el profeta se dirige a sus oyentes -ya no hay referencias a la apostasía completa de los versículos anteriores-, responden a la situación de los deportados en Babilonia. El triunfo de Nabucodonosor sobre Judá había supuesto una gran conmoción en las convicciones religiosas de parte del pueblo. ¿Es que el Señor era menos poderoso que Marduc y los dioses de Babilonia y por eso no había podido protegerlos? No, esa derrota militar no era debida a la debilidad del Dios de Judá, sino a las reiteradas infidelidades del pueblo. De ahí que se ridiculice ahora la idolatría de las otras naciones. Sus dioses no son nada, sólo figurillas fabricadas por artesanos, trozos de material inanimado, carentes de vida. En cambio, el Señor es el Dios verdadero (vv. 6-7.10). Es una locura confiar en los ídolos. Éstos desaparecerán y sólo el Señor juzgará a las naciones. Santo Tomás de Aquino entiende que este capítulo muestra la dignidad del pueblo, para que de esta manera se vea que su culpa es más grave y su pena más justa. (…) Su dignidad se muestra en comparación con los otros pueblos, en cuanto que adoraban la palabra de Dios, y se les vaticina la pena porque rechazaron el culto a Dios por la idolatría (Postilla super Jeremiam 10, 1).
La frase con la que termina este pasaje (v. 11) está en arameo. Es como una fórmula que podrán recitar en voz alta los deportados para manifestar su fe en el Dios verdadero, de modo que sea comprendida también por los extranjeros.
Jr 10, 12-16. Este poema, repetido en 51, 15-19, es una reflexión sapiencial acerca del dominio de Dios sobre todos los seres de la creación. El Señor, que ha hecho la tierra con su poder y la rige con sabiduría, dispondrá que se avergüencen quienes fabrican los ídolos y los que confían en ellos.
Las palabras de los vv. 14-15 muestran hasta qué punto es una necedad convertir algo material en un dios. Ampliando esta enseñanza del profeta, se puede pensar en aquellas circunstancias en que el hombre hace de su actividad un ídolo. Esa tentación ha estado presente de un modo u otro desde el principio de la humanidad, también en nuestro tiempo, y no pocas veces se ha sucumbido en ella. Por eso, en el Concilio Vaticano II se advierte: En el decurso de la historia, el uso de los bienes temporales ha sido desfigurado con graves defectos, porque los hombres, afectados por el pecado original, cayeron frecuentemente en muchos errores acerca del verdadero Dios, de la naturaleza, del hombre y de los principios de la ley moral, de donde se siguió la corrupción de las costumbres e instituciones humanas y la no rara conculcación de la persona del hombre. Incluso en nuestros días, no pocos, confiando más de lo debido en los progresos de las ciencias naturales y de la técnica, caen como en una idolatría de los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos. Es obligación de toda la Iglesia el trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Jesucristo (Apostolicam actuositatem, 7).
Jr 10, 17-25. El castigo está llegando. Recoger del suelo el equipaje (v. 17) es una alusión clara al destierro. No se trata ya de una amenaza sino del anuncio de algo inminente (v. 22). El Señor, debido a la necedad de sus dirigentes -pastores (v. 21)-, pronto arrojará a su pueblo bien lejos de su tierra. Pero no se trata de una venganza, sino de un correctivo imprescindible para hacerlo reaccionar (v. 18). Por eso, se concluye con una súplica al Dios de misericordia -pues el pueblo no es del todo responsable de sus actos (vv. 22-24)- rogándole que castigue a los enemigos (v. 25).
Los padecimientos que, como los que se anuncian en estos oráculos, pueden llegar a los hombres como una punición, no los envía Dios para hacer sufrir sino que los permite para mover a recapacitar. Hace falta que tú, pecador, experimentes una amargura mayor dispensada por Dios, para ser salvado después de la corrección. Como tú mismo reprendes a un siervo o a un hijo no, ciertamente, por el placer de atormentarlo sino para hacerlo volver mediante el castigo, así también Dios corregirá con las penas que vengan de aquellos padecimientos a quienes no se han dejado cuidar y no vuelven mediante la palabra (Orígenes, Homiliae in Jeremiam 12, 3).
Jr 11, 1-Jr 20, 18. En esta tercera sección de la primera parte del libro de Jeremías se reúnen textos muy diversos. Los más significativos son las llamadas confesiones de Jeremías, formadas por cinco pasajes (Jr 11, 18-Jr 12, 6; Jr 15, 10-21; Jr 17, 14-18; Jr 18, 18-23 y Jr 20, 7-18), en los que el profeta expresa sus sentimientos con una fuerza extraordinaria. Se añaden oráculos contra Judá y Jerusalén, piezas litúrgicas, lamentaciones por la marcha del rey Yoyaquín y de la reina madre, así como sentencias sapienciales. Todo entremezclado con narraciones en prosa, cada vez más extensas, sobre la actividad profética de Jeremías.
Jr 11, 1-17. Este oráculo podría datarse poco después del 622 a.C., año en que comenzó la reforma religiosa impulsada por Josías. Según el relato bíblico (cfr 2R 22, 8-20), Josías rasgó sus vestiduras e hizo un llamamiento a la penitencia y a la conversión cuando le fue leído el libro de la Ley que encontró en el Templo, pues reconoció que no se estaba cumpliendo lo mandado en ella. De modo análogo, Jeremías en ese momento enseña que, con el comportamiento que estaba teniendo el pueblo, se podía considerar que la Alianza con Dios estaba rota y que era necesario volver a Él. Dirige entonces una llamada a reconocer la infidelidad en lo pactado y a realizar una profunda conversión, abandonando el culto a Baal y a los dioses cananeos, para dar culto solamente al Señor. En estas palabras se sintetiza con claridad la exposición de motivos por los que el Señor se puede considerar ofendido: la ruptura de la Alianza.
En primer lugar, Jeremías recuerda que el Señor se había comprometido con Israel mediante la Alianza a darle una tierra excelente y que había cumplido con su parte, pues el pueblo vivía de tiempo atrás en la tierra que Él le había dado (vv. 1-5). Israel había ratificado los compromisos de esa Alianza con el Señor, tras la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 19, 1-Ex 20, 21), y, sin embargo, no había sido fiel a lo pactado, a pesar de las advertencias que Dios le había hecho por medio de los profetas. Por eso, algunas de las maldiciones estipuladas en la Alianza se habían cumplido (vv. 6-8). Pero ni siquiera así el pueblo se había dado por aludido. En el momento en que predicaba Jeremías la corrupción había llegado a tal grado que ya no era cuestión del incumplimiento de algunas de las estipulaciones de la Alianza, sino que se podía considerar que la Alianza misma había quedado rota por la infidelidad repetida y generalizada contra Dios. De ahí que el momento de la sanción definitiva fuera inminente (vv. 9-17).
Orígenes, comentando estos textos en una de sus homilías, señala que son palabras dirigidas a los hombres de todos los tiempos, y se pregunta: ¿No deberíamos arrepentirnos por estos pecados de los hombres de Judá, sabiendo que esos hombres de Judá somos nosotros? (…) Pues estas palabras están dirigidas a nosotros y a aquellos que entre nosotros pecaron (Homiliae in Jeremiam 9, 4).
Jr 11, 15-17. Con lenguaje distinto, porque probablemente fue redactado más tarde que la sección anterior, se condena el culto superficial y contrapuesto a la conducta del pueblo. Este pasaje es un claro ejemplo de la variedad de estilos literarios que han quedado plasmados en el libro de Jeremías.
Jr 11, 18-Jr 12, 6. Se suelen denominar confesiones de Jeremías a cinco pasajes del libro (ver nota a Jr 11, 1-Jr 20, 18), en los que el profeta abre su corazón ante el Señor y muestra cuál es su situación interior en una oración llena de confianza. Reciben tal nombre porque recuerdan el conocido libro de San Agustín que lleva ese título.
Algunos piensan que esta primera confesión se remonta a los tiempos iniciales de la actividad profética de Jeremías, cuando los sacerdotes de Anatot, su ciudad natal, le hicieron frente porque su predicación servía de apoyo a la reforma religiosa de Josías -el pasaje anterior (Jr 11, 1-17) podría ser buena muestra de ello-. La reforma iba contra los intereses de esos sacerdotes, ya que pretendía centralizar todo el culto en el Templo de Jerusalén. En cualquier caso, Jeremías se queja ante Dios por la persecución que está sufriendo de sus propios conciudadanos e incluso de algunos miembros de su familia (Jr 11, 18-21; Jr 12, 6). En este sentido, en la tradición cristiana se ha considerado a Jeremías perseguido por los de su familia como figura de Jesucristo, rechazado incluso por los suyos (cfr Mt 13, 57; Mc 6, 4; Lc 4, 24; Jn 7, 3-5), y que, como Cordero de Dios, es inmolado por los pecados de los hombres (Jr 11, 19; cfr Is 53, 7; Jn 1, 29; Jn 19, 31). San Jerónimo, al comentar este pasaje, afirma: Hay consenso entre todas las Iglesias de que lo que se dice sobre la persona de Jeremías ha de entenderse de Cristo (Commentarii in Ieremiam 2, 11).
Las palabras del profeta, semejantes a las que se pueden encontrar en Job y en los salmos (cfr Jb 21, 7-13; Sal 37; Sal 49; Sal 73), expresan el dolor, la perplejidad en la fe y los sentimientos de quien observa el poder y la prosperidad de los malvados, a la vez que experimenta sus personales limitaciones cuando intenta cumplir lo que Dios le pide (Jr 12, 1-4). La respuesta del Señor parece muy dura: esas pruebas que ha sufrido de parte de los de su casa son sólo el comienzo: ha de aprender a ser prudente y prepararse para hacer frente a situaciones mucho más difíciles (Jr 12, 5-6).
El hecho de que Jeremías no sólo haya dejado constancia de su desahogo ante el Señor, sino también de la exigente respuesta recibida, deja ver que la aceptó, e invita a responder siempre a Dios con valentía y entera disponibilidad, sin detenerse ante las dificultades. San Juan de la Cruz, comentando este texto, se dirige a quienes manifiestan deseos de servir de veras al Señor pero se resisten a asumir el esfuerzo necesario, haciéndoles ver la necesidad de purificarse y luchar decididamente: Si tú no has querido dejar de conservar la paz y gusto de tu tierra, que es tu sensualidad, no queriendo armar guerra ni contradecirla en alguna cosa, ¿cómo querías entrar en las impetuosas aguas de tribulaciones y trabajos del espíritu, que son de más adentro? ¡Oh almas que os queréis andar seguras y consoladas en las cosas del espíritu! Si supiésedes cuánto os conviene padecer sufriendo para venir a esa seguridad y consuelo, (…) en ninguna manera buscaríades consuelo ni de Dios ni de las criaturas; mas antes llevaríades la cruz, y, puestos en ella, querríades beber allí la hiel y vinagre puro (cfr Jn 19, 29), y lo habríades a grande dicha, viendo cómo, muriendo así al mundo y a vosotros mismos, viviríades a Dios en deleites de espíritu (Llama de amor viva B, Canción 2ª, 27-28).
Jr 12, 7-17. Se presentan ahora dos oráculos, uno en verso (vv. 7-13) y otro en prosa (vv. 14-17), que tienen en común hablar de Israel como la heredad de Dios. La heredad es el lote de tierra que pertenece a cada familia, recibido en el reparto del territorio descrito en el libro de Josué (Jos 13, 1-Jos 21, 45), y cuya posesión va pasando de padres a hijos. El Señor mismo entregó a Israel como heredad la tierra que había prometido a sus padres, y el propio pueblo es heredad de Dios, es decir, posesión personal suya.
El primer oráculo (vv. 7-13) es una lamentación que expresa el dolor del Señor al haber tenido que entregar a su pueblo en manos de sus enemigos (v. 7). Los malos pastores (v. 10) -profetas, sacerdotes y reyes- lo cedieron a los saqueadores hasta dejarlo desolado. En sus palabras se esconde una alusión a la situación que siguió a la muerte del rey Josías, y de la que se proporcionan muchos detalles a lo largo del libro. De una parte, por lo que se refiere al efecto perverso de los malos pastores al resistirse a acoger la palabra pronunciada de parte de Dios; de otra, en lo que atañe a la devastación del territorio realizada por bandas de invasores en sucesivas campañas.
El segundo oráculo (vv. 14-17) alude tal vez a las incursiones de caldeos, arameos, moabitas y amonitas sobre el territorio de Judá que se sucedieron durante el reinado de Yoyaquim, en torno al 600 a.C., en los años previos a la caída de Jerusalén (cfr 2R 24, 2). El profeta se dirige a estas naciones, para manifestarles que la misericordia de Dios no tiene límites. El Señor les podrá salvar incluso a ellas, si se arrepienten. Pero si no lo hacen, perecerán.
Jesús evocó las palabras del v. 7 (cfr también Jr 22, 5) para anunciar lleno de pena cuál iba a ser el destino de Jerusalén (Mt 23, 38; Lc 13, 35) por haberse endurecido a las llamadas de Dios. El oráculo queda así como una advertencia perenne para no resistirnos a la voluntad del Señor y acoger prontamente lo que Él nos pueda pedir.
Los Hechos de los Apóstoles, en el discurso de Santiago ante el concilio de Jerusalén, aducen las palabras del v. 15 como parte del testimonio de las Escrituras, que manifiestan cómo Dios ha querido preparar para Sí un nuevo pueblo -la Iglesia- de entre todas las naciones (cfr Hch 15, 16).
Jr 13, 1-11. Es la primera de las acciones simbólicas de Jeremías narradas en el libro. Tales actos, en ocasiones aparentemente incomprensibles, son capaces de reclamar la atención de aquellos a los que el profeta se dirige con mucha mayor intensidad que pregonando un oráculo.
No es fácil imaginarse cómo Jeremías en esos años difíciles habría podido desplazarse dos veces hasta el Éufrates (situado a unos mil km. de distancia). Por eso, se piensa que o bien la acción simbólica pudo haberse desarrollado al modo de una visión, o bien que habría que interpretarla como un juego de palabras entre Pará, un torrente cercano a Anatot (cfr Jos 18, 23), y Perat, término con el que en hebreo se designa al río Éufrates. En cualquier caso la acción estaría indicando que Judá, ceñidor ornamental del Señor, tal como lo llevaban los sacerdotes, se corrompería por la influencia babilónica y sería destruido.
Dios le había pedido a Jeremías que comprase un ceñidor y se lo pusiera, para simbolizar que, así como esa faja se ajustaba a su cintura, así quería Dios que se le adhiriese la casa de Israel y la de Judá (v. 11). El Señor reclamaba del pueblo una total confianza en Él, con una expresión -adhesión- que también aparece a menudo en el libro del Deuteronomio para designar la fidelidad debida al Señor (cfr Dt 4, 4; Dt 10, 20; Dt 11, 22; Dt 13, 5; Dt 30, 20). Esta adhesión a Dios se realiza mediante la fe. En efecto, la fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cfr Jr 17, 5-6; Sal 40, 5; Sal 146, 3-4) (Catecismo de la Iglesia Católica, 150). El gesto simbólico de Jeremías puede ayudar, por tanto, a comprender que cuando uno prescinde de la fe y se separa de Dios para depositar toda la confianza en las criaturas, ya sean personas o bienes materiales, el hombre queda interiormente arruinado. A la vez, recuerda la enseñanza del Señor (cfr Mt 5, 13): si la sal se desvirtúa no vale para nada (v. 10).
Jr 13, 12-14. La figura del cántaro que puede llenarse de vino sugiere, sin duda, la expectativa de una celebración alegre y festiva. Pero Jeremías se refiere a la sorpresa que el pueblo se va a llevar cuando, en lugar de vino, encuentre que el cántaro que Dios les va a dar a beber está lleno de su ira. Los efectos que va a producir en los que lo beban serán terribles. De este modo alude al castigo que se cierne sobre Jerusalén, y que llegaría muy pronto con la caída de la ciudad santa en manos de Nabucodonosor, el año 597.
Las palabras que el profeta atribuye al Señor son muy duras (v. 14). Se refieren a las medidas dolorosas que tomará con los que son un obstáculo para la salvación de todo el pueblo y no aceptan cambiar de actitud. Orígenes explica el texto con un ejemplo: Mira a un médico, a ver si cuando la enfermedad se extiende y empeora se ahorra extirpar lo que deba extirpar o si deja de cauterizar por el dolor que producen esos remedios. Pero si se atreve a recurrir a la extirpación o cauterización, logrará curar por no haber tenido misericordia, por haber parecido que no tenía compasión del enfermo (Orígenes, Homiliae in Jeremiam 12, 5).
Jr 13, 15-27. Es posible que este oráculo fuese pronunciado inmediatamente después de la primera deportación a Babilonia, el 597 a.C., ya que parece aludir a la salida de Jerusalén de Yoyaquín y la familia real (v. 18; cfr 2R 24, 12-16), y refleja la situación lamentable en que se encuentra Judá.
Los primeros versículos (vv. 15-17) son una invitación a convertirse, antes de que suceda algo peor; los siguientes (vv. 18-19) reflejan la deportación del rey y de su familia; el final (vv. 20-27) es una nueva reflexión sobre el destierro: ¿Por qué me ocurren estas cosas? (v. 22). La consideración de Jerusalén como capaz de acciones viles y de prostituciones es imagen conocida de ciudad idólatra y pervertida.
A lo largo del libro de Jeremías vuelven una y otra vez expresiones que parecen reflejar un profundo pesimismo acerca de la capacidad de Judá y Jerusalén para cambiar. En el fondo es la constatación de la propia experiencia del profeta, que pudo comprobar cómo hacían oídos sordos a sus palabras aquellos a los que se dirigía con una y mil razones y ejemplos. Ciertamente Dios esperaba frutos del pueblo al que había elegido (cfr Jr 8, 13-15), pero quedó decepcionado. Su pecado ha arraigado de tal manera, que parece indeleble (v. 23). Ni siquiera entiende que los sufrimientos de la deportación eran un requerimiento a que se purificasen sin dejarlo para más adelante (v. 27). El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 12).
Jr 14, 1-Jr 15, 9. El pasaje es de un dramatismo estremecedor. Está compuesto de varios poemas y diálogos entre Dios y Jeremías. Las diversas imágenes remiten a la angustia, el hambre y la muerte, en el intento desesperado para mover al arrepentimiento. Aquí el profeta incluye la oración a Dios por los suyos, para obtener un poco de misericordia, al menos después de algunos castigos (S. Tomás de Aquino, Postilla super Jeremiam 14, 1).
Lo que Jeremías venía anunciando acerca de los males que se sucederían sobre Jerusalén se fue cumpliendo. Al asalto del 597 a.C. y posterior deportación siguió una situación de postración calamitosa. Incluso la naturaleza pareció sumarse al castigo por la infidelidad del pueblo con una terrible sequía, que contribuyó a aumentar la desolación de la gente de Judá (Jr 14, 1-6; cfr Jr 8, 18-23). En semejante estado el pueblo clama a Dios, pidiéndole que no actúe como un extraño (Jr 14, 7-9). La respuesta del Señor, a través del profeta y a pesar de los intentos de éste de disculpar a los suyos (Jr 14, 13), es tajante: la razón de estos desastres son las culpas y los pecados del pueblo (Jr 14, 10-12), que se fía de los falsos profetas que acallan su conciencia con promesas de paz y prosperidad (Jr 14, 13-16). Jeremías, compungido por la situación que se presenta ante sus ojos, vuelve a interceder ante el Señor para que no castigue a Judá (Jr 14, 17-19), y el pueblo de nuevo invoca a Dios con más fuerza apelando a lo más santo (Jr 14, 20-22). Pero el Señor ya ha dictado sentencia. No se va a echar atrás aunque se presentaran ante Él los grandes intercesores que había tenido el pueblo de Israel, Moisés y Samuel (Jr 15, 1-4; cfr Ex 32, 11-14; 1S 7, 8-12). El mal viene de tiempo atrás, especialmente desde que Manasés, hijo de Ezequías (Jr 15, 4), que reinó del 698 al 642 a.C., hubiese tolerado e incluso fomentado con su ejemplo la impiedad e idolatría del pueblo (cfr 2R 21, 1-18). Así pues, al Señor no le queda otra alternativa que ejecutar su sentencia (Jr 15, 5-9), porque Judá le ha rechazado (Jr 15, 6). Este final del oráculo es muy severo y refleja el profundo dolor del profeta, incapaz de detener tanta desgracia.
Las palabras de Jr 15, 2 (cfr Jr 43, 11) son citadas en el Apocalipsis de San Juan (Jr 13, 10) referidas a los tiempos finales para exhortar a sus lectores a reconocer en las circunstancias que viven la verdad de lo que él les transmite de parte de Dios y resistir a los ataques de los enemigos, aceptando con fe y fortaleza las consecuencias de la persecución.
Jr 15, 10-21. De nuevo Jeremías abre su corazón ante el Señor mostrando con toda sinceridad sus sentimientos. Sus palabras, pronunciadas en medio del dolor, son fuertes. Reflejan la crisis ante el rumbo que toma su vida cuando trata de corresponder a la misión recibida con su vocación. Presenta dos momentos: el primero (vv. 10-11) parece una reflexión del profeta como en diálogo con su madre, consigo mismo y con Dios; el segundo (vv. 15-21) recoge una oración desgarrada a Dios, que le responde con exigencia y esperanza. Los vv. 12-14, que rompen el hilo y se encuentran de nuevo en Jr 17, 3-4, incluidos aquí parecen subrayar la unidad entre Jeremías y el pueblo.
A pesar de que Jeremías sólo ha querido servir al Señor e interceder ante Él incluso por sus enemigos, sin querer mal a nadie, se ve rechazado y maldecido, convertido en sembrador de discordia bien a su pesar. Por eso expone su cansancio y dolor ante el Señor (vv. 10-11) y continúa recordando en su oración los momentos de gozo en su relación íntima con Él (v. 16) y los de desánimo al verse rechazado por todos (vv. 17-18). El Señor le responde con aparente dureza, como en la primera confesión (Jr 11, 18-Jr 12, 6), reclamándole una verdadera conversión personal (v. 19a). Si Jeremías ha de predicar la conversión a los demás, debe comenzar por convertirse él mismo, valorando su misión de profeta y abandonando todo pesimismo. Una vez purificado, podrá ser un buen instrumento para llevar la palabra del Señor con fuerza irresistible (vv. 19b-21).
El diálogo confiado de Jeremías con el Señor, y la respuesta que recibe (v. 19), son una llamada personal al lector de estas palabras: Esto se dice ahora -comenta Orígenes- a todos, pues Dios siempre exhorta a retornar a Él (Homiliae in Jeremiam 14, 18).
Jr 16, 1-21. La vida del profeta es símbolo de las contrariedades de su pueblo. El Señor pide a Jeremías que se imponga tres graves privaciones para que su ejemplo sea una señal que haga recapacitar al pueblo: que permanezca célibe (v. 2), y que no acuda a los duelos (v. 5) ni a las fiestas (v. 8). Común a todas ellas es el desconcierto que podían producir. De una parte, el celibato por motivos religiosos era muy infrecuente en el pueblo de Israel, pues los hijos eran considerados una bendición divina y se aseguraba en ellos la memoria después de la muerte. De otra, resultaba llamativo y descortés no dar el pésame a los conocidos, ni participar en la alegría de sus celebraciones.
Como es habitual, junto a la narración de las acciones simbólicas del profeta hay una explicación de su significado. En este caso se aclara que las prohibiciones hacen referencia al castigo que se cierne sobre Judá. La primera acción se refiere al carácter inminente y devastador de la punición. Jeremías no debe tomar mujer ni tener hijos porque morirán irremisiblemente (vv. 3-4). Las otras dos se refieren a la magnitud del desastre, pues serán tantas las víctimas, que no será posible proporcionarles honras fúnebres (vv. 6-7), y será tal la tribulación, que desaparecerá toda manifestación de alegría (v. 9). La explicación definitiva viene al final. Una terrible desgracia va a sobrevenir de modo inminente, porque ya desde varias generaciones antes el pueblo ha abandonado al Señor. Ha llegado el momento en que Dios dejará a Judá a merced de sus enemigos (vv. 10-13).
Sin embargo, en medio de estos anuncios de peligro aparecen palabras de consuelo a los deportados (vv. 14-15), que se repetirán en Jr 23, 7-8. Son como un rayo de esperanza entre tantas amenazas. Parece como si se quisiera insistir en que Dios, que ha exigido a Jeremías casi una muerte en vida (Jr 16, 1-8), promete la vida al pueblo a pesar de sus pecados. Cuando se aparten de su mal camino, el Señor mostrará su fuerza para hacer retornar a su tierra a los desterrados de modo aún más glorioso que cuando sacó a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Así como el éxodo había sido una de las experiencias primordiales que fundamentaba la confianza de Israel en su Señor, hasta el punto de que se había convertido en punto de referencia para toda la vida religiosa de Israel, así también el regreso de los deportados sería considerado un segundo éxodo y el punto de partida para una nueva situación.
A continuación (vv. 16-18), enlazando con el v. 13, reaparecen los presagios de desgracias. Jeremías emplea la metáfora de los pescadores y cazadores (v. 16) para expresar la exhaustividad del castigo. Nadie va a escapar de él. Pero de nuevo, en continuidad con vv. 14-15, vuelven las palabras de consuelo y esperanza expresados ahora en un himno de alabanza a Dios. Después de la pena y purificación, incluso los paganos reconocerán al Señor como su Dios (v. 19) y rechazarán a los ídolos que, como hechura de los hombres, carecen de valor (vv. 20-21).
La imagen de los pescadores (v. 16) parece referirse a los babilonios, conocidos también por su habilidad en la pesca (cfr Ha 1, 15-17). Se anuncia que junto con los cazadores ellos serán los instrumentos de Dios para llevar a cabo sus designios sobre Judá. Esta imagen de la pesca y de la caza implica la idea de totalidad: en sentido literal y propio se refiere a los babilonios, que atraparán a todos los israelitas estén donde estén. Los escritores cristianos, guiados por el uso que Jesús hace de la metáfora de la pesca (cfr Lc 5, 10), leen este texto en sentido espiritual, aplicando la imagen de los pescadores a los cristianos que han de buscar a todos los hombres, dondequiera que estén, para acercarlos a Dios: He aquí, promete el Señor, que yo enviaré muchos pescadores y pescaré esos peces (Jr 16, 16). Así nos concreta la gran labor: pescar. Se habla o se escribe a veces sobre el mundo, comparándolo a un mar. Y hay verdad en esa comparación. En la vida humana, como en el mar, existen periodos de calma y de borrasca, de tranquilidad y de vientos fuertes. Con frecuencia, las criaturas están nadando en aguas amargas, en medio de olas grandes; caminan entre tormentas, en una triste carrera, aun cuando parece que tienen alegría, aun cuando producen mucho ruido: son carcajadas que quieren encubrir su desaliento, su disgusto, su vida sin caridad y sin comprensión. Se devoran unos a otros, los hombres como los peces. Es tarea de los hijos de Dios lograr que todos los hombres entren -en libertad- dentro de la red divina, para que se amen. Si somos cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores que describe el profeta Jeremías, con una metáfora que empleó también repetidamente Jesucristo: seguidme, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres (Mt 4, 19), dice a Pedro y a Andrés (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 259).
Jr 17, 1-13. Se incluyen en este pasaje varios oráculos breves de tipo sapiencial, que expresan de modo gráfico las enseñanzas que Jeremías pregonó repetidas veces en su ministerio profético. El pecado de idolatría de Judá es patente y cualquier viajero lo puede observar, reparando en los lugares de culto a los dioses cananeos que hay por doquier en todo el territorio (vv. 1-3a). Por eso, el Señor abandonará a los israelitas, que serán expulsados de su tierra y quedarán sometidos a esclavitud (vv. 3b-4).
Con palabras muy parecidas a las del Salmo 1, el profeta ilustra la perdición a la que se ve arrastrado el hombre que confía en sí mismo, frente a la prosperidad del que se fía de Dios (vv. 5-8). Bien se pueden aplicar a la imagen del árbol plantado junto al agua (v. 8) las palabras del comentario de Santo Tomás de Aquino al primer salmo: Así pues, toma la comparación del árbol, del que se consideran tres cosas, a saber, el ser plantado, el dar fruto, y el conservarse. Para ser plantado, es necesaria una tierra humedecida por las aguas, pues de otro modo se secaría; y por eso dice: que está plantado a las corrientes de las aguas, es decir, junto a las corrientes de las gracias: “El que cree en mí… de su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7). Y quien tenga sus raíces junto a esta agua fructificará haciendo buenas obras; y esto es lo que sigue: el cual dará su fruto. “Pero el fruto del espíritu es caridad, alegría, paz, y paciencia, generosidad, bondad, fidelidad”, etc., (Ga 5). (…) Y no se seca. Por el contrario, se conserva. Ciertos árboles se conservan en su substancia, pero no en sus hojas, pero otros se conservan también en sus hojas: así también los justos, (…) no serán abandonados por Dios ni siquiera en las obras más pequeñas y exteriores. “Pero los justos germinarán como una hoja verde” (Pr 11) (Postilla super Psalmos 1, 3).
A Dios no se le puede engañar, puesto que ve el fondo del corazón, y retribuirá a cada uno según sus obras (vv. 9-11). La esperanza de Israel es el Señor (vv. 12-13), la fuente de agua (cfr Jr 2, 13; Sal 42, 3; Jn 4, 10) sin la que no se puede vivir (cfr v. 8). Para indicar que los que se apartan de Él serán juzgados y sentenciados, se emplea una imagen -serán escritos en tierra (v. 13)- que recuerda el gesto de Jesús en el juicio de los acusadores de la mujer adúltera (Jn 8, 6). Sus nombres se los llevará el viento; no habrá lugar para ellos en el libro de la vida.
Jr 17, 14-18. En esta nueva confesión el profeta acude al Señor al verse acosado por sus oyentes (cfr Sal 6, 3-4 y Sal 5, 11-12). Está anunciando la llegada de grandes calamidades, pero no llegan y la gente se burla y le provoca (v. 15). Jeremías no desea que llegue ese día funesto y aciago (vv. 16-18); lo ha anunciado por obedecer al mandato, lo único que pide es que se cumpla la palabra de Dios y quede patente su rectitud. El profeta se siente seguro al realizar la tarea que le ha sido confiada y, en medio de las desgracias, encuentra refugio en el Señor (v. 17).
San Juan de Ávila, meditando estas palabras de Jeremías, invitaba a pedir la confianza en Dios: En mis pasiones, en el día de mi tribulación, no me ponga la aspereza de vuestro camino temor (cfr Jr 17, 17), no me haga tornar atrás el peso de vuestra cruz. Sígaos yo, Señor. Sigamos en verdad y amor, vénganos lo que nos viniere: persecución del mundo, tribulación de carne, guerra del demonio. Sea de mí lo que fuere, no me seáis vos a mí temor (Sermones, Ciclo temporal 15, 202-207).
Los desahogos del alma del profeta, que se abre al Señor con sencillez buscando cómo servirlo mejor, y con ánimo abierto a la rectificación, han sido considerados como ejemplo de un diálogo verdaderamente contemplativo con Dios. Amadísimos hermanos -exhorta San Bernardo-, éste es el primer grado de la contemplación: pensar constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia. Y, pues todos faltamos a menudo, y nuestro orgullo choca contra la rectitud de la voluntad del Señor, y no puede aceptarla ni ponerse de acuerdo con ella, humillémonos bajo la poderosa mano del Dios altísimo y esforcémonos en poner nuestra miseria a la vista de su misericordia, con estas palabras: Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame y quedaré a salvo (Sermones de diversis 5, 5).
Jr 17, 19-27. La denuncia de las infidelidades de Judá a la Alianza con el Señor se ejemplifica en la observancia del descanso sabático (cfr Ex 20, 8-11; Dt 5, 12-15). El marco del oráculo es la Puerta de los Hijos del Pueblo. Es la única vez que aparece mencionada en la Biblia. Se ha pensado que estaba en el interior del patio del Templo, pero también que podía ser la Puerta de Benjamín o la de las Fuentes. En el oráculo se apremia a los habitantes de Jerusalén a cumplir lo mandado en la Alianza respecto del sábado (vv. 19-23). Se les promete que si observan esos preceptos contemplarán con gozo las bendiciones que Dios les envíe (vv. 24-26). Será como en tiempos de Salomón, cuando veían caravanas fastuosas, como la de la reina de Sabá, que llegó atraída por el esplendor de la corte en la ciudad santa (1R 10, 1-13; 2Cro 9, 1-12). Pero si no los cumplen el castigo llegará irremisible (v. 27).
Jr 18, 1-12. La visita de Jeremías al taller de un alfarero es una experiencia sencilla y, sin embargo, es ocasión para realzar algunos aspectos de la predicación del profeta, apoyándose en la interpretación simbólica de lo que contempla. Allí no realiza ninguna acción sino que se limita a mirar y meditar sobre lo que observa. Dios es como el alfarero que tiene el barro en sus manos y espera que éste sea dócil para sacar de él la forma que desea. La imagen de Dios como alfarero (cfr Jr 1, 5) hace pensar al lector de la Biblia en el relato del Génesis en que se describe a Dios modelando a Adán con el barro de la tierra (Gn 2, 7), y recuerda otros pasajes del Antiguo (Is 29, 16; Is 45, 9; Is 64, 7) y Nuevo Testamento (Rm 9, 20-23), en los que el barro en manos del alfarero subraya la omnipotencia de Dios y la pequeñez del hombre. El Señor puede hacer con Judá lo que quiere (v. 6). Y si Dios tiene poder sobre su pueblo, también lo tiene para hacerlo nuevo o aniquilar cualquier otro pueblo o nación (vv. 7-10). Así como el alfarero puede cambiar la forma de las vasijas que acaba de modelar con el barro blando, así espera que el pueblo se deje rehacer (v. 11). Sin embargo, con su conducta obstinada Judá ha elegido libremente oponerse a Dios (v. 12).
En casa del alfarero Jeremías medita y hace meditar sobre el poder de Dios y la sabiduría que supone la entrega dócil en sus manos, dejándole actuar sin poner obstáculos. Señor -invita a pedir San Josemaría Escrivá-, ayúdame a serte fiel y dócil, “sicut lutum in manu figuli” -como el barro en las manos del alfarero. -Y así no viviré yo, sino que en mí vivirás y obrarás Tú, Amor (Forja, 875).
Jr 18, 13-17. La docilidad del barro en manos del alfarero le ha llevado al profeta a pensar, por contraste, en la resistencia del pueblo a dejarse guiar por Dios (Jr 18, 12). Ahora, acudiendo a imágenes tomadas de la naturaleza (cfr Jr 8, 7), manifiesta que el olvido de Dios por parte del pueblo (v. 15) es antinatural y el único motivo de la acumulación de los males que se avecinan.
Jr 18, 18-23. Jeremías se siente acorralado por los enemigos al proclamar la palabra del Señor y expone sus sentimientos en esta cuarta confesión. Sufre por la situación en que se encuentra. Ha sido llamado a interceder por el pueblo y así lo ha hecho; pero aquellos por cuyo bien ha rogado al Señor traman asechanzas contra él (v. 18). En este sentido estas palabras se han entendido como un anuncio de las maquinaciones que tramaron las autoridades de los judíos para apresar a Jesús (cfr Mt 22, 15; Mc 12, 13; Lc 20, 20). Por otra parte, la resistencia que encontró Jeremías a su predicación la interpreta San Jerónimo, a la luz del Nuevo Testamento, como figura de las dificultades que habría de encontrar la predicación acerca de Jesús entre las gentes que levantan calumnias y con acusaciones siembran prevención contra los hombres santos. Para que no se piense que esos discípulos dicen cosas verdaderas sino que propalan mentiras, atribuyen a sus sacerdotes, sabios y pseudoprofetas la ley y los designios de Dios (cfr Jr 18, 18) (Commentarii in Ieremiam 4, 18).
Las fuertes expresiones que Jeremías profiere ante Dios son un desahogo de su alma (vv. 21-23), y no responden tanto a un deseo personal de venganza cuanto a una reivindicación del respeto que se debe al Señor y a su palabra, de la que nadie debe burlarse (cfr Sal 6; Sal 79; Sal 109).
Jr 19, 1-Jr 20, 6. Una nueva acción simbólica: la rotura de un cántaro de barro cuyos trozos caen sobre cascotes ya existentes, significando la suerte reservada a Judá. Se desarrolla en dos momentos, primero en la Puerta de los Cascotes (Jr 19, 1-13) y luego en el atrio del Templo (Jr 19, 14-15). A esta acción se sigue el encarcelamiento de Jeremías (Jr 20, 1-6).
La localización de la Puerta de los Cascotes no es segura. Se suele identificar con la Puerta de las Basuras (cfr Ne 2, 13; Ne 3, 14; Ne 12, 31), que se encuentra en la parte sur de las murallas de Jerusalén, sobre la confluencia de los valles del Tiropeón y de Ben-Hinom. Sobre el Tófet y el valle de la Matanza ver nota a Jr 7, 21-Jr 8, 3.
Si poco antes, al hablar de la visita de Jeremías al taller del alfarero (Jr 18, 1-12), se contemplaba al artesano con el barro blando entre las manos, pudiendo hacer vasijas de un tipo u otro, e incluso cambiando su forma, y dejando así espacio a la esperanza, ahora se presenta un recipiente de barro ya cocido cuya forma no se puede cambiar. La suerte está echada. Se ha endurecido el corazón del pueblo, que no se ha dejado cambiar por la palabra de Dios (Jr 19, 15). Por eso, el Señor ordena al profeta que rompa el cántaro para anunciar con esa acción la desgracia que se acerca. Como se quiebra ese recipiente, así Dios destruirá a la ciudad y al pueblo, quedando todo impuro como el Tófet (Jr 19, 12). La ruina y la destrucción serán absolutas (Jr 19, 8-9; cfr Dt 28, 53-57).
La imagen del barro moldeable y del ya cocido fue utilizada en los comienzos de la predicación cristiana para urgir a la conversión: Hagamos penitencia mientras vivimos en este mundo -escribe un autor del siglo II-. Somos, en efecto, como el barro en manos del artífice. De la misma manera que el alfarero puede componer de nuevo la vasija que está modelando, si le queda deforme o se le rompe, cuando todavía está en sus manos, pero, en cambio, le resulta imposible modificar su forma cuando la ha puesto ya en el horno, así también nosotros, mientras estamos en este mundo, tenemos tiempo de hacer penitencia y debemos arrepentirnos con todo nuestro corazón de los pecados que hemos cometido mientras vivimos en nuestra carne mortal, a fin de ser salvados por el Señor. Una vez que hayamos salido de este mundo, en la eternidad, ya no podremos confesar nuestras faltas ni hacer penitencia (Pseudo-Clemente, Epistula II ad Corinthios 8, 1-3).
Por primera vez el libro narra una pena corporal de Jeremías (Jr 20, 1-6). La actividad profética de Jeremías tropezó con continuas dificultades, y este altercado es una muestra más de ellas. Es probable que Pasjur (distinto del que aparece con el mismo nombre en Jr 21, 1 y Jr 38, 1) fuera un sacerdote encargado de mantener el orden en el Templo. El lugar en el que sufre el tormento es una zona del Santuario, quizá cerca de la puerta de la ciudad llamada de Benjamín, pero distinta de ésta (cfr 2R 15, 35). Como consecuencia de los golpes y el encierro, Jeremías pronuncia una invectiva contra Pasjur, no por haberse opuesto a su persona, sino por resistirse a la palabra de Dios que él declaraba. El nombre de Magor-Misabib, que el profeta da a Pasjur (Jr 20, 3), significa terror alrededor (cfr Jr 20, 10), y alude a la situación que le vaticina, en la que los nobles de la ciudad serán deportados, como ocurrió en el 597 a.C. También él, como todos los que debido a su cerrazón no atienden a las palabras que Dios dirige, será responsable de la desgracia que acaecerá a Jerusalén y a su Templo.
Jr 20, 7-18. Esta última confesión, cargada de dramatismo, es uno de los pasajes más impresionantes de la literatura profética. Tiene puntos en común, especialmente los vv. 14-18, con Jb 3, 1-10. Pudo ser pronunciada hacia el 605-604 a.C. cuando Jeremías sufrió la persecución del rey Yoyaquim. En ella aflora el duro combate interior entre la crisis que conmueve los fundamentos de la fe y la certeza de la vocación divina, cuando después de un arduo trabajo parece que no se ha conseguido más que el propio fracaso. Contiene un lamento por su propia vocación, que le ha llevado a ser perseguido (vv. 7-9); un acto de confianza en Dios en medio del acoso a que se le somete (vv. 10-13); y, finalmente, un conjunto de maldiciones por la situación en que se encuentra (vv. 14-18).
El profeta abre con confianza su alma a Dios y le reprocha haberle llamado (v. 7a). Dios parece que le ha engañado (v. 7b). La misión que le ha confiado sólo le trae desgracias. Cuando Jeremías proclama la palabra de Dios no escucha más respuesta que las acusaciones y calumnias de la gente (v. 10). Le gustaría olvidarse de todo, pero no puede, pues Dios es como fuego abrasador que le enciende en su interior (v. 9). En medio de tamaño dolor brilla y vence el celo por el Señor. Se manifiesta así cómo los que han experimentado el amor de Dios no pueden contener el afán de hablar de Él a quienes no lo conocen, o se han olvidado del Señor. Así lo da a entender Teodoreto de Ciro al comentar este pasaje recordando otro ejemplo de la Escritura: Lo mismo le ocurrió a San Pablo en Atenas mientras aguardaba en silencio. Se consumía San Pablo en su interior viendo adónde había llegado la idolatría de la ciudad (cfr Hch 17, 16). Pues igual le ocurrió al profeta (Interpretatio in Jeremiam 20, 9). Por su parte, Orígenes se sentía removido ante las palabras del v. 7 y, preguntándose cómo es posible que Dios pudiera engañar a alguien explicaba: Nosotros somos niños pequeños y tenemos necesidad de ser tratados como niños pequeños. Por esto Dios para formarnos nos seduce, aun cuando nosotros no tengamos conciencia de esa seducción antes del momento oportuno. De esa manera evita tratarnos como a personas a las que ya se les ha pasado la edad de la infancia y que ya no son educadas con palabras seductoras sino con hechos (Homiliae in Jeremiam 19, 15).
Con todo, Jeremías tiene la seguridad de que el Señor nunca le abandona (v. 11). Las palabras del profeta reflejan la tensión interior ante tantos sufrimientos y dificultades (vv. 14-18), y la confianza en que Dios no le dejará (vv. 12-13). A pesar de que las últimas frases resultan desoladoras, no son sino un desahogo sincero ante alguien a quien se ama y en quien se confía plenamente, aun en medio de la más negra noche y la más absoluta impotencia personal. Los hechos lo demostrarán: Jeremías no abandonó su misión, sino que perseveró en ella hasta el final de sus días. El reconocimiento de su debilidad y la posterior fidelidad son como un anticipo de lo que el Señor manifestó a San Pablo cuando éste también se encontraba en graves dificultades: La fuerza se perfecciona en la flaqueza (2Co 12, 9).
San Juan de la Cruz, meditando esta confesión de Jeremías, movía a recapacitar en que no siempre es posible entender del todo los designios de Dios. Su lógica no es la lógica de los hombres: No hay que acabar de comprehender sentido en los dichos y cosas de Dios, ni que determinarse a lo que parece, sin errar mucho y venir a hallarse muy confuso. Esto sabían muy bien los profetas, en cuyas manos andaba la palabra de Dios, a los cuales era grande trabajo la profecía acerca del pueblo; porque, como (habemos) dicho, mucho de ello no lo veían acaecer como a la letra se les decía. Y era causa de que hiciesen mucha risa y mofa de los profetas; tanto, que vino a decir Jeremías (Jr 20, 7): Búrlanse de mi todo el día, todos me mofan y desprecian… En lo cual, aunque el santo profeta decía con resignación y en figura del hombre flaco que no puede sufrir las vías y vueltas de Dios, da bien a entender en esto la diferencia del cumplimiento de los dichos divinos, del común sentido que suenan, pues a los divinos profetas tenían por burladores (Subida al monte Carmelo 2, 20, 6).
Jr 21, 1-Jr 25, 38. Esta cuarta y última sección de la primera parte contiene oráculos sobre reyes y profetas, con un prólogo en prosa sobre la respuesta que Jeremías dio a los enviados del rey Sedecías acerca de la inutilidad de una resistencia armada al asedio babilónico.
Jr 21, 1-10. Cuando las tropas de Nabucodonosor tomaron Jerusalén por primera vez el año 597 a.C. y la sometieron a vasallaje, el rey Yoyaquín fue deportado y en su lugar los babilonios hicieron reinar a su tío Matanías, al que cambiaron su nombre por el de Sedecías como señal de sumisión (cfr 2R 24, 10-17). Este nuevo nombre significa justicia, rectitud del Señor, o el Señor es Justo, lo que resulta paradójico con su figura, que estaba muy lejos de ser un ejemplo de confianza en Dios. En efecto, al poco tiempo de estar instalado en el trono, Sedecías comenzó a intrigar contra los que lo habían hecho reinar y se rebeló contra el rey de Babilonia (cfr 2R 24, 18-20), que se dirigió de nuevo a Jerusalén dispuesto a castigarla. La escena narrada en estos versículos se sitúa en torno al 588 a.C. cuando las tropas babilónicas están llegando a Jerusalén y el rey atemorizado pide a Jeremías que intervenga ante Dios para ver si consigue su protección. Hay un paralelismo con lo sucedido un siglo antes, en tiempos del rey Ezequías, cuando Isaías obtuvo de Dios la liberación de la ciudad durante el asedio de Senaquerib, rey de Asiria (cfr 2R 18, 1-2R 19, 37). Este Pasjur que aparece aquí es distinto del que castiga a Jeremías en el capítulo anterior (Jr 20, 1-6). Volverá a ser mencionado en Jr 38, 1.
Durante todo el tiempo anterior Jeremías había insistido en sus llamadas a la conversión para evitar la desgracia que se cernía sobre Judá por sus infidelidades, pero no había sido escuchado. El texto muestra que la presencia de los que asediaban la ciudad, llamados también caldeos (v. 3) porque la dinastía reinante en Babilonia era originaria de ese pueblo, no era tanto un acontecimiento militar sin más, sino la llegada del correctivo con el que el Señor había amenazado (vv. 3-7). En ese momento en que el rey, asustado, pide ayuda es ya demasiado tarde. El único camino de salvación (cfr Dt 30, 15.19; Si 15, 18) es la aceptación del sufrimiento como medio de conversión -esto es, la rendición a los babilonios- (v. 9b); en cambio, los que insistan en la lucha confiando en sus fuerzas no tendrán nada que hacer (vv. 9a.10).
La propuesta que llevan al profeta los mensajeros del rey busca el camino fácil de solucionar los problemas pidiendo a Dios un milagro (vv. 1-2). Pero no es ése el modo de actuar de Dios. El Señor hace milagros cuando es oportuno en sus designios, pero no para arreglar situaciones difíciles a capricho de quienes se lo solicitan. Máxime si en circunstancias normales se olvidan de Dios y sólo se acuerdan de acudir a Él para buscar un socorro a sus necesidades: El cristiano sabe que Dios hace milagros: que los realizó hace siglos, que los continuó haciendo después y que los sigue haciendo ahora (…). Pero los milagros son una manifestación de la omnipotencia salvadora de Dios, y no un expediente para resolver las consecuencias de la ineptitud o para facilitar nuestra comodidad (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 50).
Jr 21, 11-Jr 22, 9. Estos oráculos responsabilizan a los reyes de la lamentable situación del país. Se alternan acusaciones contra el rey de Judá y contra Jerusalén para finalizar con una referencia a la idolatría -con la ruptura de la Alianza que ésta lleva consigo- como la causa de los males que padece la ciudad. Las palabras del profeta se dirigen en primer lugar contra el rey, condenando su falta de justicia (Jr 21, 11-12), y luego contra Jerusalén, condenando su arrogancia (Jr 21, 13-14), simbolizada en la referencia a la roca, por erguirse la ciudad en un alto sobre los valles del Tiropeón y el Cedrón (Jr 21, 13). A continuación (Jr 22, 1-5) el oráculo vuelve a dirigirse contra el rey, explicando las consecuencias que traerán las injusticias cometidas por él en contra de lo establecido por la Ley de Moisés (Jr 22, 3; cfr Ex 22, 21; Ex 23, 29; Lv 19, 33; Dt 10, 18), y otra vez contra Jerusalén, a la que se le anuncia un terrible castigo (Jr 22, 6-7): la grandeza de la ciudad simbolizada por el Líbano y Galaad, lugares célebres por su belleza y por sus recursos naturales, quedará reducida a la nada. Al final, a modo de resumen, se da la razón de la destrucción que se anuncia: los habitantes de Jerusalén no fueron fieles a la Alianza (Jr 22, 8-9).
Jr 22, 1-5. La llamada de atención que el profeta dirige contra los gobernantes por no ejercer su cargo con rectitud tiene vigencia en cualquier época pues siempre es necesario un gobierno justo para la buena marcha de la sociedad. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados implica la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental -así como su urgencia singular- en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados. Cuando no se observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 101).
Jr 22, 10-12. Salum es otro nombre de Joacaz, hijo de Josías (cfr 1Cro 3, 15), que sucedió a su padre en el trono de Jerusalén tras la muerte de éste el año 609 a.C. Su reinado sólo duró unos meses, pues el faraón Necó lo depuso y lo llevó cautivo a Egipto, donde murió (cfr 2R 23, 29-34; 2Cro 36, 1-4).
Jeremías manifiesta que no se debe llorar por Josías (cfr 2Cro 35, 24-25), que fue un rey piadoso y había muerto poco antes, sino por el rey Joacaz, que iba a ser conducido al destierro del que no volvería. Después de las amenazas de los oráculos anteriores, el destino de Joacaz sirve como anuncio de que el momento del castigo es inminente y prefigura la deportación que sufrirá el pueblo pocos años después.
Jr 22, 13-19. Cuando el faraón Necó se llevó cautivo a Joacaz dejó como rey en Jerusalén a su hermano Eliaquim, al que cambió su nombre en Yoyaquim, como muestra de que le estaba sometido (cfr 2R 23, 36-2R 24, 7). Durante su reinado Yoyaquim se afanó en la construcción de edificios suntuosos con ricas maderas, pero no se preocupó en absoluto de las grandes cuestiones como la justicia y la rectitud. Por eso Jeremías lo juzga con gran dureza, con una de las condenas más crudas que conservamos del profeta. Lo presenta en contraste con su padre, el piadoso rey Josías, que hacía justicia y por eso le iba bien (vv. 15-16). En cambio, de Yoyaquim dice que no continuó su camino, sino que, en vez de honrar al Señor y cumplir su Ley, confió en sí mismo y en sus propias fuerzas. Toleró la impiedad y actuó con injusticia. Por eso, le aguarda un triste desenlace (cfr vv. 18-19). Se anuncia que tras su muerte se le dará la sepultura de un asno (v. 19) bien porque más tarde su tumba sería profanada por los babilonios, o bien, en sentido alegórico, porque todo el pueblo se alegró de su fin.
Jr 22, 20-30. Conías (v. 24) es abreviatura de Jeconías, otro nombre de Yoyaquín, hijo de Yoyaquim, que, tras la muerte de su padre, subió muy joven al trono de Judá y sólo reinó algo más de tres meses, pues Nabucodonosor conquistó Jerusalén, lo depuso y mandó que fuera deportado a Babilonia, donde permaneció hasta su muerte (cfr nota a Jr 13, 15-27; 2R 24, 8-17). Ninguno de sus hijos ni descendientes ocuparía nunca el trono de Jerusalén.
El oráculo va precedido de unas palabras sobre lo que le va a suceder a Jerusalén (vv. 20-23). Los más altos montes de alrededor -los del Líbano al norte, los de Basán al noreste y los Abarim, donde se encontraba el monte Nebo, al sudeste- proclamarán su desgracia. No tendrá ni amantes ni pastores (vv. 20.22), es decir, nadie que se ocupe de ella, bien sean jefes del pueblo o aliados. El vaticinio propiamente comienza con una amenaza del exilio (vv. 24-27) y termina con el anuncio del fin de la monarquía (vv. 28-30). Yoyaquín, al ser comparado con una vasija rota (v. 28), es la personificación de la destrucción total de Jerusalén. Al apostrofarle sin hijos (v. 30), el oráculo declara el final de la monarquía davídica en Judá.
Con Yoyaquín se cierra la serie de los reyes de Judá contra los que Jeremías pronuncia los oráculos contenidos en caps. 21 y 22. En su conjunto, estos textos dejan clara la incapacidad de esos reyes para conducir al pueblo por el camino señalado por el Señor, manteniéndose fieles a la Alianza. El desamparo del pueblo fue, pues, tremendo. Si los profetas y sacerdotes no se habían ocupado sino de sí mismos (cfr Jr 6, 13), tampoco los reyes fueron los buenos pastores que se necesitaban.
Jr 23, 1-8. En los capítulos anteriores (Jr 21, 1-Jr 22, 30) se ha anunciado el destierro que habría de llegar y llegó como consecuencia de las infidelidades a la Alianza por parte de los reyes. Contra estos, por orden cronológico, han ido dirigidos los últimos oráculos. Ahora Jeremías mira al futuro y, mediante la imagen de los pastores, anuncia una nueva era en la que Dios mismo se ocupará de pastorear–regir a su pueblo (vv. 1-4); suscitará un nuevo rey que obrará la justicia (vv. 5-6); y, en consecuencia, la nueva situación nacida tras la vuelta del destierro será más gloriosa que la vivida tras el éxodo de Egipto (vv. 7-8). Juan Pablo II se apoya en este oráculo para subrayar la presencia continua de pastores que regirán el nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia: Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y lo guíen: “Pondré al frente de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas” (Jr 23, 4). La Iglesia, Pueblo de Dios, experimenta siempre el cumplimiento de este anuncio profético y, con alegría, da continuamente gracias al Señor. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo, supremo y definitivo de la promesa de Dios: “Yo soy el buen Pastor” (Jn 10, 11). Él, “el gran Pastor de las ovejas” (Hb 13, 20), encomienda a los apóstoles y a sus sucesores el ministerio de apacentar la grey de Dios (cfr Jn 21, 15ss.; 1P 5, 2) (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 1).
Jr 23, 5-6. La promesa del nuevo rey es clave para entender el pensamiento de Jeremías. El texto está repetido con pequeños retoques en Jr 33, 15-16. La expresión vienen días es frecuente en oráculos de salvación como referencia al tiempo escatológico, aunque también puede referirse a la vuelta del destierro. El brote justo que designa al rey venidero llegará a ser término técnico del Mesías, tanto en Zacarías (Za 3, 8; Za 6, 12) como en el Nuevo Testamento (cfr Lc 1, 78): es justo, ejercerá la justicia y será llamado el Señor, nuestra Justicia. Tal insistencia indica, en primer lugar, que Jeremías quiere legitimar la subida al trono de Sedecías, nombre que significa justicia del Señor; pero también muestra que el futuro Mesías será descendiente legal de David, puesto que el Señor lo garantiza al llamarlo brote justo o brote legítimo. Y, sobre todo, enseña que en la nueva era reinará la justicia porque habrá paz y seguridad plena: será la época definitiva de salvación.
Jeremías, por tanto, anuncia la llegada de un descendiente de David, que aportará una nueva etapa de prosperidad y salvación. El de Anatot es el último profeta que habla de un Mesías-Rey, intermediario entre Dios y el pueblo. Con todo, el profeta promete la intervención inmediata de Dios (Jr 23, 2).
Jr 23, 9-40. Esta colección, con encabezamiento propio (v. 9), probablemente recoge algunos oráculos procedentes de las disputas entre Jeremías con los falsos profetas durante los reinados de Yoyaquim y Sedecías. En la segunda parte del libro se narran con más detalle las dificultades que tuvo con ellos al comienzo de los reinados de ambos monarcas (cfr Jr 26, 7-11 y Jr 28, 1-17).
Esos profetas de los que se habla con frecuencia en el libro son unos personajes que se presentaban ante el pueblo como mensajeros de la palabra del Señor, pero decían lo que la gente quería oír en cada momento. Como es lógico, sus oráculos eran bien acogidos por sus oyentes mientras que las palabras de Jeremías, que denunciaban las infidelidades a la Alianza, instaban a la conversión y anunciaban calamidades, encontraban la oposición de esos personajes y, con frecuencia, también la del pueblo. El tema que confiere unidad a esta colección es la denuncia del pecado de los profetas que, además, por su influencia en el comportamiento, inducía al pecado de la gente y dificultaba la aceptación de la verdadera palabra de Dios.
Los oráculos vienen introducidos por un lamento ante el estado deplorable en que se encuentra Judá (vv. 9-12), especialmente porque los sacerdotes y profetas que debían orientar al pueblo habían sembrado la perdición desde el propio Templo de Jerusalén (v. 11). A continuación, se muestra el grado de inmoralidad a la que han llegado los del reino del Sur -peor que la de sus hermanos de Samaría en otro tiempo- y la paga que recibirán (vv. 13-15). No valen las excusas. Nadie puede ampararse en lo que estos enseñaban para eludir su responsabilidad personal, pues todos deben discernir si lo que se escucha lleva realmente a los caminos del Señor o aparta de ellos (vv. 16-17). No hay que oír lo que le agrada a uno, sino lo que dice Dios. Además, los falsos profetas no hacen caso al Señor y le tratan sin respeto (vv. 18-24). Atribuyen a Dios palabras que no son más que sueños (vv. 25-32), cuando existe una diferencia radical entre los sueños y la Palabra de Dios. Se da tanta diferencia como la que hay entre lo sustancial y lo fatuo, entre lo verdadero y lo falso (vv. 28b-29). Por eso, no todo el que dice que sus palabras son profecía es digno de crédito.
Jeremías hace un juego de palabras con el término hebreo masá, que tiene dos significados: uno material que significa peso, carga (cfr Jr 17, 21.22.24.27), y otro propio de la literatura profética referido a algo que se alza y que equivale a oráculo, profecía (Is 13, 1; Is 15, 1; Is 17, 1; Na 1, 1; Za 9, 1; etc.). En nuestro texto hemos preferido traducir masá por encargo (excepto en vv. 33 y 38) para reflejar de alguna forma el juego de palabras. El profeta se queja de esos farsantes, que han abusado de la palabra de Dios y se han convertido en una carga para el Señor. Por eso, serán cargados en alto como un fardo para ser deportados fuera del país (vv. 33-39). Puesto que cada uno es responsable de sus acciones, se hace merecedor del castigo si se deja engañar por estos falsos profetas (v. 40).
Frente a la mentira de los pseudoprofetas, el pasaje destaca el valor de la verdadera Palabra de Dios. San Antonio de Padua lo subraya en contraste con los vv. 30-32: ¡Dichoso el que habla según le sugiere el Espíritu Santo y no según su propio sentir! Porque hay algunos que hablan movidos por su propio espíritu, roban las palabras de los demás y las proponen como suyas, atribuyéndoselas a sí mismos. De estos tales y de otros semejantes dice el Señor por boca de Jeremías: Aquí estoy yo contra los profetas… Hablemos, pues, según nos sugiera el Espíritu Santo, pidiéndole con humildad y devoción que infunda en nosotros su gracia (Sermones 1, 226). Porque la Palabra de Dios posee fuerza extraordinaria para quien la acoge con sencillez y limpieza de corazón. ¿Por ventura mis palabras no son como fuego? -se preguntaba con Jeremías San Juan de la Cruz-. Y se respondía: Las cuales palabras, como él mismo dice por San Juan (Jn 6, 64) son espíritu y vida; la cual sienten las almas que tienen oídos para oírla, que, como digo, son las almas limpias y enamoradas; que los que no tienen el paladar sano, sino que gustan otras cosas, no pueden gustar el espíritu y vida de ellas, antes les hacen sinsabor (Llama de amor viva B, Canción 1ª, 5).
Jr 24, 1-10. Una nueva visión simbólica -semejante a la de Amós (Am 8, 1-3) y con el mismo esquema literario que las de Jr 1, 11-13: visión, pregunta y explicación- sirve para expresar el juicio de Dios sobre los habitantes de Judá que han permanecido en su tierra y los que habían sido desterrados a Babilonia. La escena se sitúa después de la primera deportación, el año 597 a.C.: Yoyaquín (Jeconías, cfr Jr 22, 20-30), junto con muchos nobles y artesanos, habían sido llevados al exilio, y mientras, en Jerusalén, las autoridades babilónicas habían puesto en el trono a Sedecías (cfr nota a Jr 21, 1-10; 2R 24, 10-17).
Se explica el sentido de la visión de la cesta con los higos buenos y malos: frente a lo que podían pensar los habitantes de Jerusalén, Dios ve con mayor agrado a quienes fueron llevados al destierro que a los que se quedaron en el país. No debían, pues, sentirse orgullosos de permanecer en su tierra. Los que están lejos se convertirán de todo corazón (v. 7; cfr Jr 32, 39) y serán el verdadero pueblo de Dios a quienes el Señor protegerá cuando regresen del destierro (v. 6). En cambio, los que se quedaron en Judá y no se convirtieron están llamados a desaparecer (vv. 8-10). San Juan Crisóstomo glosa: “Como se tira lo que está malo, en lo que no se encuentra nada bueno, así destruiré a todos los que no sirven y van tras la impiedad, sin acordarse nunca de su Señor”. A estos los llama un cesto de higos malos porque no encontró en ellos nada recto (Fragmenta in Ieremiam 24).
Jr 25, 1-14. La narración da un salto en el tiempo, haciendo retroceder la escena casi diez años con respecto a la anterior. Ahora se sitúa en el año 605 o 604 a.C., con los acontecimientos que se habrían de precipitar poco después y que culminarían con la destrucción de Jerusalén y la desolación del territorio de Judá. Tras la batalla de Carquemís (año 605), en la que Nabucodonosor (605-562) derrotó al faraón Necó II, el poder de Babilonia se empieza a extender por todo el Oriente Próximo. En esos momentos Jeremías ya llevaba veintitrés años llamando a la conversión sin que sus palabras fuesen escuchadas. Por eso anuncia que la desgracia que se cierne sobre Judá con el avance de los babilonios es un castigo del Señor (vv. 1-8; cfr Jr 3, 22; Jr 7, 20; Jr 23, 22).
Cuando la primera parte del libro se acerca a su final, tras presentar una larga recopilación de oráculos de Jeremías de distintos momentos de su ministerio profético, se abunda en que Dios es el Señor de la historia. Se muestra así que el desarrollo de las circunstancias en las que tuvo lugar la predicación del profeta no fue una simple cuestión de poderío bélico o económico de las potencias del momento, sino consecuencia de la orientación de los acontecimientos por parte de Dios (v. 8). El Señor ha elegido como instrumento de su correctivo a Nabucodonosor, que causará tantos estragos en Judá (vv. 9-11), que parecerá como si Dios hubiese decretado el anatema contra Jerusalén (cfr Dt 2, 24-37; Dt 20, 16-18; Jos 6, 21; etc.). Pero, por lo mismo que se explican las verdaderas razones de la tragedia, se puede también alimentar la esperanza, pues el Señor ha fijado un límite de setenta años a la opresión de su pueblo (vv. 12-14).
El límite de setenta años puede entenderse al pie de la letra, abarcando desde el 605, el año primero de Nabucodonosor (v. 1), hasta el 539, año de la derrota ante los persas: setenta años de dominio babilónico. También puede interpretarse como cifra simbólica, puesto que en otros lugares el número setenta equivale genéricamente a un numero muy elevado (cfr Jc 1, 7; 1S 6, 19; Mt 18, 22; etc.): muchísimos años de opresión. En todo caso, dentro de un panorama desolador, el plazo de setenta años implica también una promesa de restauración. Es lo que le sucedió a la generación que vivió el éxodo de Egipto; murió antes de entrar en la tierra prometida, pero sus descendientes la poseyeron. Del mismo modo, la generación que marcha al destierro de Babilonia no regresará a su tierra, pero la muerte en el exilio no significa que no vaya a cumplirse la promesa divina. El tema de los setenta años reaparecerá en Jr 29, 10 y 2Cro 36, 21, y es el punto de partida de la profecía de Dn 9, 1-27.
Jr 25, 15-38. Terminados los oráculos relativos a Judá y Jerusalén, llega el momento de recoger los dirigidos a las naciones vecinas. Como introducción a estos oráculos se describe, en una visión simbólica, cómo el profeta recibe una copa donde se contiene la ira divina, símbolo del castigo (cfr Sal 11, 6; Sal 75, 9; Is 51, 17; Ez 23, 31-34), y la hace beber a todos los pueblos.
El Señor no es un dios local, como los ídolos de las naciones, sino el único Dios de toda la tierra. Por eso su palabra se dirige a Jerusalén y Judá, pero también a las demás naciones, desde el sur hasta el norte (vv. 19-26): a Egipto, con su variada población; al país de Us, patria de Job (Jb 1, 1), quizá situado entre Egipto y Edom, y a Filistea, con sus ciudades más importantes; a los enemigos tradicionales de los israelitas en el sur y en la Transjordania (Edom, Moab, Amón), y en el norte (Tiro y Sidón); a las islas mediterráneas y a las tribus seminómadas del desierto en el norte de Arabia (cfr 9; 25; Gn 10, 7; Gn 25, 3); a los reyes de la desconocida región de Zimrí; a los pueblos más allá de Babilonia (Elam y Media), y a todos los reyes del norte. Se incluye así a todos los pueblos que limitan con Judá por los cuatro puntos cardinales, e incluso a los que están más allá en todas direcciones. Todos experimentarán la ira de Dios, incluido el rey de Babilonia (v. 26), mencionado probablemente bajo una forma enigmática, Sesac (cfr Jr 51, 41), mediante el procedimiento de cambiar cada una de las consonantes de la palabra hebrea Babel con la consonante que ocupa su misma posición en el alfabeto comenzando por el final.
Quieran o no beber la copa, lo harán inexorablemente (vv. 27-29), pues el señorío de Dios alcanza a todos los pueblos. Nada escapa a sus justos juicios. Ningún delito dentro o fuera de Israel queda impune ante el Señor. Sus juicios alcanzarán hasta los últimos rincones de la tierra (vv. 30-38). El instrumento de Dios será como un león (v. 38), como un torbellino (v. 32), que devorará al pueblo llano y a los gobernantes (vv. 34-36).
Esta sección (vv. 15-38) recopila la enseñanza que está en la base de los oráculos que el profeta dirige a cada una de las naciones (cfr Jr 46, 1-Jr 51, 64). En el texto hebreo de Jeremías -seguido por la Neovulgata y también en nuestra traducción- la sección se encuentra situada en este lugar como anticipo de esos oráculos, que han sido desplazados al final del libro. En el texto griego ha quedado incluida como epílogo a estos mismos oráculos, que han permanecido agrupados en el centro del libro en un orden diverso al del texto hebreo: contra Elam, Egipto, Babilonia, los filisteos, Edom, Amón, los árabes, Damasco, y Moab (cfr nota a Jr 46, 1-51, 64).
Jr 26, 1-Jr 45, 4. Si en la primera parte del libro se ha reunido una gran colección de oráculos del profeta, con eventuales interrupciones de textos narrativos, en esta segunda predominan los relatos en prosa. Es muy probable que todos ellos fueran redactados por Baruc, secretario de Jeremías y muy próximo a él a partir del año 605 a.C. (cfr Jr 32, 12.16; Jr 36, 4-20; Jr 45, 1-5 e Introducción). Presentan la predicación de Jeremías y las dificultades que encontró en el cumplimiento de la tarea que le había sido encomendada. El relato, interrumpido sólo ocasionalmente con la inclusión de algunos oráculos, culmina en la llamada pasión de Jeremías (Jr 37, 1-Jr 44, 30). En ella se narran con cierto detalle los sufrimientos de éste después de la primera deportación a Babilonia, el año 597. El profeta hubo de padecer entonces no sólo la incomprensión, sino también la persecución de aquellos que permanecieron en el territorio de Judá, hasta que, tras la segunda conquista y deportación el año 587, fue obligado a emprender el camino de Egipto, donde murió.
Estas páginas hablan de los principales conflictos en que se vio envuelto: primero con el pueblo, sacerdotes y profetas (Jr 26, 1-Jr 29, 32), y después con los reyes que ocuparon el trono en aquellos años turbulentos (Jr 34, 1-Jr 36, 32). Los distintos episodios no siguen un orden cronológico, y proceden de varias colecciones de relatos. Una de ellas reúne narraciones acerca de lo acontecido en el reinado de Yoyaquim (caps. 26; 35-36; y 45) y otra de los sucesos acaecidos en tiempos de Sedecías (caps. 27-29). En el centro se encuentra el llamado Libro de la Consolación (Jr 30, 1-Jr 33, 26), con páginas de denso contenido poético y teológico.
Jr 26, 1-Jr 29, 32. El hilo conductor de esta primera sección de relatos en prosa con recuerdos de la vida de Jeremías es la fidelidad del profeta a la misión que el Señor le había encomendado, a pesar de la oposición cada vez mayor de sus conciudadanos.
Jr 26, 1-24. El capítulo refiere el mismo incidente en el Templo narrado en Jr 7, 1-Jr 8, 3 (ver nota), ocurrido el año 608 a.C. Contiene un resumen (vv. 2-6) de lo que dijo el profeta en aquella ocasión y las reacciones que produjo (vv. 7-24). Jeremías anunció que el Templo, alrededor del cual giraba la vida religiosa del pueblo y que a partir de la reciente reforma de Josías había visto crecer aún más su importancia, sería destruido y convertido en un montón de ruinas, como le había sucedido al santuario de Siló (vv. 2-6). El vaticinio produjo reacciones tan airadas que los sacerdotes y profetas pidieron su muerte (vv. 7-9). Sólo la intervención de las autoridades del pueblo logró apaciguar los ánimos y permitió que Jeremías saliera vivo de ese lance (vv. 10-19), impresionados quizá por la sinceridad de éste, que estaba dispuesto a arriesgar su vida por ser fiel a su misión profética. Aunque no nos es posible precisar el lugar donde estaba la Puerta Nueva, queda claro el carácter de juicio que tuvo aquella intervención, pues era en las puertas donde se administraba la justicia. En el Nuevo Testamento hay evocaciones claras de este relato en diversos momentos: en las deliberaciones del Sanedrín sobre la condena de Jesús (cfr Mt 26, 5-68 y par.), en la sentencia que Pilato dictó (cfr Lc 23, 22) y también en el martirio de San Esteban (cfr Hch 6, 12-14).
Desde esta primera escena aparecen con todo su dramatismo los conflictos en los que se ve envuelto Jeremías al cumplir lo que el Señor le pide. Sus palabras son duras, y la gente se resiste a aceptarlas, llegando a poner en duda que lo que se enfrenta a sus convicciones proceda de Dios. Pese a todo, Jeremías no se retrae, sostenido en la fortaleza que el Señor le viene otorgando desde que respondió sin vacilar a su vocación (cfr Jr 1, 7-10).
Jr 26, 18-24. En el debate con el profeta algunos aducen el caso de Miqueas (con unas palabras suyas recogidas en Mi 3, 12) para salvarle la vida. Sin embargo, el hagiógrafo recuerda por contraste el incidente del profeta Urías (vv. 17-24). Estos dos profetas predicaron cosas semejantes a las que predicaba Jeremías. Como Ezequías era un rey preocupado de llevar a cabo la reforma religiosa, escuchó al profeta Miqueas. Yoyaquim, en cambio, no era igual. Lo mismo que mató a Urías, también podría matar a Jeremías. Se muestra así la situación tan delicada en la que se encuentra. El profeta de Anatot es defendido por un alto dignatario del tiempo del piadoso rey Josías, Ajicam, padre de Godolías, futuro gobernador de Judá después de la última deportación (cfr Jr 39, 14; 2R 25, 22-26).
Jr 27, 1-22. La escena se sitúa en Jerusalén en los primeros años del reinado de Sedecías, probablemente el 594 o 593 a.C. (cfr Jr 28, 1). Después de la muerte del faraón Necó II el año 595, la ascensión al trono de su sucesor Samético II (594-589 a.C.) había despertado en los pueblos de la zona esperanzas de liberarse del yugo babilónico. La reunión en Jerusalén de los embajadores de países sometidos en esos momentos al poder de Nabucodonosor pagándole un fuerte tributo (v. 3) y la acción simbólica de Jeremías sugieren que buscaban un acuerdo para quitarse de encima esa servidumbre.
La intervención de Jeremías, con el yugo y las ataduras al cuello, hace evidente el mensaje. Lo que anuncia no se fundamenta en razonamientos políticos sino en la palabra de Dios. No han de intentar quitarse de encima el yugo babilónico sino someterse a él para salvar la vida. Sólo la sumisión a Nabucodonosor les traerá la paz y el bienestar (vv. 2-11). El profeta dirige el mismo anuncio al rey Sedecías (vv. 12-15) y a los sacerdotes y al pueblo (vv. 16-22), exhortándoles a no hacer caso de los falsos profetas. No deben escucharlos. En vez de recuperar lo que ya les habían despojado, perderán aún más. La derrota sufrida, y la subsiguiente deportación a Babilonia de parte del pueblo que habían contemplado tres o cuatro años antes, no sería nada comparada con la calamidad que les iba a suceder. Todo lo que de valor había quedado en el Templo después del primer saqueo también sería llevado a Babilonia tras una nueva humillación mucho peor que la anterior (vv. 18-19).
Para la descripción de los vasos y objetos sagrados del Templo mencionados en el v. 19 ver 1R 7, 15-39. El saqueo definitivo del Templo por Nabucodonosor es narrado en 2R 24, 10-16.
El pasaje subraya el dominio absoluto de Dios sobre todo lo creado. Muestra cómo no sólo Israel sino también todas las naciones están en las manos de Dios. El rey babilonio no es más que un instrumento para ejecutar los designios divinos.
Jr 28, 1-17. La reacción de los profetas y sacerdotes a lo que consideraban una provocación de Jeremías (Jr 27, 1-22) no tardó en llegar. Como respuesta a su mensaje aparece Ananías, que también se presentaba ante el pueblo como profeta de oráculos del Señor, anunciando, en cambio, el fin próximo -dos años- de la situación en que se encontraban (v. 3). Jeremías le responde que a él también le gustaría que así fuera, manifestando su amor hacia su tierra y su pueblo; pero, como había ocurrido con anterioridad, la palabra del Señor presagiaba desventuras; los augurios favorables sólo podían ser reconocidos como tales después de que se cumplieran (vv. 6-9). Ananías no cede. Su actitud arrogante (vv. 10-11) da paso a una intervención de Jeremías que confirma la verdad (vv. 12-14). Los espectadores de la disputa tal vez tomaron parte por uno o por otro, pero dos meses después quedó patente quién era un farsante y quién un verdadero hombre de Dios (vv. 15-17). En contraste con los dos años que anunciaba Ananías, en un tiempo mucho menor, dos meses, se confirmó la verdad de lo dicho por Jeremías. Se cumplió la amenaza del Deuteronomio: El profeta que ose pronunciar en mi nombre una palabra que no le haya mandado decir, y el que hable en nombre de otros dioses, ese profeta morirá. (…) Si lo que dice el profeta en nombre del Señor no sucede ni se cumple, esa palabra no la ha pronunciado el Señor. El profeta ha hablado presuntuosamente: no le temas (Dt 18, 20; cfr Dt 13, 6).
La discusión de ambos ante al pueblo saca a la luz un problema que reaparece con frecuencia en la Sagrada Escritura, y en cierto modo es perenne: ¿cómo es posible discernir quién es el verdadero profeta enviado por el Señor? ¿Qué es verdaderamente lo que Dios quiere decir, cuando hay varios que en su nombre proclaman mensajes incompatibles entre sí? En el antiguo Israel era el cumplimiento lo que garantizaba la verdad de lo que alguien decía de parte de Dios. En el nuevo pueblo de Dios, en cambio, el Espíritu Santo asiste a la Iglesia para discernir cuándo alguien habla verdaderamente en nombre del Señor, es decir, cuándo se trata de un verdadero carisma: Estos carismas, tanto los extraordinarios como los ordinarios y comunes, hay que recibirlos con agradecimiento y alegría, pues son muy útiles y apropiados a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios, sin embargo, no hay que pedirlos temerariamente ni hay que esperar imprudentemente de ellos los frutos de los trabajos apostólicos. El juicio acerca de su autenticidad y la regulación de su ejercicio pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 12).
Jr 29, 1-32. Continúan las confrontaciones entre Jeremías y los profetas (cfr Jr 27, 12-22), ahora en relación con algunas de las circunstancias que se daban en Babilonia. El capítulo se puede dividir en dos partes: la carta de Jeremías (vv. 1-23) y las consecuencias que de ella se siguieron (vv. 24-32). Es posible que Elasá, uno de los portadores de la carta (v. 3), fuera hermano de Ajicam (cfr Jr 26, 24).
Poco después del destierro de Yoyaquín y de algunos del pueblo (cfr nota a Jr 13, 15-27; Jr 24, 1), Jeremías envía esta carta al grupo de los que están deportados en Babilonia. En ella les señala, como ya venía predicando ante el pueblo de Judá, que no deben pensar en un regreso inmediato, tal como le están vaticinando con engaño algunos falsos profetas (vv. 8-9), que además estaban causando problemas con las autoridades babilónicas (vv. 21-23). En cambio, les llama a que organicen su vida en paz en la tierra a la que han sido llevados (vv. 6-7), pues sólo al cabo de setenta años de la deportación se producirá el regreso. Mientras tanto deben llenarse de esperanza y buscar al Señor, al que encontrarán cuando acudan a Él con un corazón sincero (vv. 10-14). Como un inciso, que prepara el trágico final de los profetas Ajab y Sedecías (vv. 21-23), se anuncian grandes desgracias a los que han quedado en Jerusalén. Serán castigados por no haber escuchado las palabras del Señor (vv. 15-20).
El mensaje de Jeremías es el mismo que ya había proclamado al explicar la visión simbólica de las cestas de higos (cfr Jr 24, 1-10): los que habían sido deportados tienen esperanza de futuro, pues se convertirán al Señor, pero los que han permanecido en Judá se verán decepcionados por su resistencia a acoger la palabra de Dios. Frente a una interpretación superficial de los sucesos, el profeta enseña que propiamente no es el rey de Babilonia quien ha mandado al pueblo de Judá al exilio, sino el mismo Señor (vv. 4.20-22). Por eso, es lógico que la palabra de Dios les anime a que rehagan su vida en el país al que los ha enviado, y que la misma palabra divina les hable de un regreso, una vez sufridas la pena y la purificación en el exilio. Cuanto les ha sucedido no es una condena irrevocable, pues el Señor quiere el bien de los suyos (v. 11). Dios busca que se arrepientan para restaurar el amor de sus elegidos (cfr Jr 33, 3): [Dios] no viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante nuestros ojos se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 165).
Los incidentes narrados en los vv. 21-32 añaden más datos acerca de la persecución que sufrió Jeremías por oponerse en su predicación a los vaticinios de los falsos profetas. El texto recoge de manera un tanto desordenada el vaticinio sobre Semaías, como respuesta a la carta que éste había enviado desde Babilonia pidiendo a Sofonías (cfr Jr 21, 1; Jr 37, 3; Jr 52, 24) que pusiera a Jeremías en la cárcel (vv. 26-27). El profeta de Anatot vaticina que el propio Semaías sufrirá el castigo por haber profetizado en falso (cfr v. 32).
El conjunto del cap. 29 proclama que el único camino que tiene el pueblo para llegar a la vida, es la obediencia a la verdadera palabra profética. Ésta exige la conversión y tiene vigencia permanente por encima de las apariencias superficiales y las expectativas de la generación que la escucha. La dureza con la que se juzga la actitud de Semaías es debida a que ha profetizado sin haber sido enviado por el Señor, y ha hecho concebir esperanzas a los deportados con engaños (cfr v. 31). Los falsos profetas como Semaías con frecuencia gozaban del beneplácito del pueblo ya que pronunciaban las palabras que el vulgo deseaba escuchar para tener una vana tranquilidad (cfr Jr 29, 8-9). La lectura de cuanto aquí se narra recuerda la predicación de Jesucristo sobre las dificultades que también encontrarán sus seguidores. Nuestro Señor enseña que el cristiano no debe sorprenderse de sufrir persecución, pues ya la padecieron los profetas (cfr Lc 6, 23). En cambio, lo sorprendente sería que quienes no escuchan a Dios ni le obedecen halagasen al discípulo de Cristo. Ése fue el comportamiento de los malos israelitas con los falsos profetas (cfr Lc 6, 26).
Jr 30, 1-Jr 33, 26. La segunda sección de esta segunda parte del libro forma una unidad conocida como Libro de la Consolación, ya que tanto los oráculos en verso como los pasajes en prosa que se entremezclan en estos capítulos suponen un consuelo para el pueblo en los difíciles momentos del destierro.
Aunque pueda parecer que se rompe el hilo de la narración, en realidad no es así. Después de narrar las dificultades que encontró Jeremías por enfrentarse a las vanas esperanzas de una temprana vuelta del destierro suscitadas por los falsos profetas, el libro incluye los oráculos que tratan precisamente del futuro regreso a la tierra de Judá. El tema central es la esperanza de la restauración de Israel y Judá en torno a una nueva alianza. Esta sección quedaría terminada posiblemente al final del reinado de Sedecías (587 a.C.) o poco después.
El núcleo más antiguo está constituido por unos oráculos poéticos. Se alternan alusiones al inminente juicio y castigo del pueblo (Jr 30, 5-7.12-15.23-24) con llamadas a la esperanza (Jr 30, 10-11.16-17.18-21; Jr 31, 2-14); lamentos (Jr 31, 15.18-19), con promesas de una situación mejor (Jr 31, 16-17; Jr 31, 20-22). El panorama que dibujan es más bien sombrío. Sin embargo, en la redacción definitiva del libro esos oráculos han sido enmarcados por relatos en prosa que comienzan con las palabras vienen días (Jr 30, 3; Jr 31, 27.31.38), y que confieren al conjunto un tono esperanzador.
El texto más importante es el que anuncia la nueva alianza, que sustituirá a la que ha quedado rota por las reiteradas infidelidades del pueblo a lo largo de la historia (cfr Jr 31, 31-37). Ya desde los primeros escritos cristianos se ha llamado la atención sobre este pasaje. Dios anunció que había de establecer una alianza nueva -comenta San Justino- y ésta para luz de las naciones; como vemos y estamos convencidos de ello, por virtud del nombre del mismo Jesucristo crucificado, las gentes se apartan de la idolatría y de toda iniquidad para acercase a Dios, soportando incluso la muerte por confesarle y mantener su religión. Por los hechos mismos y por la virtud que los acompaña puede todo el mundo comprender que ésta es la Ley Nueva y la Nueva Alianza, y la expectación de los que de todas las naciones esperan los bienes de Dios. Porque nosotros somos el pueblo de Israel verdadero y espiritual, la raza de Judá y de Jacob, de Isaac y de Abrahán, el que fue por Dios atestiguado antes de la circuncisión, el que fue bendecido y llamado padre de muchas naciones. Nosotros, digo, los que por medio de este Cristo crucificado nos hemos llegado a Dios (Dialogus cum Tryphone 11, 4-5).
Jr 30, 1-24. En los oráculos con los que se inicia el Libro de la Consolación se recogen unos en verso, dirigidos sobre todo a alimentar la esperanza de Israel, el reino del Norte. A éstos se les han añadido otros, normalmente en prosa, donde se aplican a Judá esas promesas de restauración. Los primeros posiblemente fueran compuestos al principio del ministerio profético de Jeremías, durante el reinado de Josías, cuando el decaimiento del poder asirio y la reforma religiosa llevada a cabo en el reino del Sur permitían abrigar esperanzas de que los israelitas que habían sufrido la invasión asiria pudieran retornar. Los últimos fueron compuestos al cabo de los años, cuando se habían producido deportaciones en Judá. En ningún caso Dios se olvida de los suyos y promete la restauración del pueblo en su tierra.
En los primeros oráculos se establece un contraste muy fuerte entre la situación de sufrimiento y angustia que hay en Israel, que parece no tener arreglo ni solución (vv. 5-7.12-15), y la promesa de que el Señor no lo abandona y no tolerará su destrucción aunque permita la pena merecida por sus pecados (vv. 10-11.16-24). Del mismo modo, Jerusalén será reconstruida y la vida en Judá, tras una reforma religiosa y social, florecerá como antes (vv. 18-21). Así como el Señor liberará a Israel, así también lo hará a su tiempo con Judá. Romperá el yugo que los babilonios impusieron sobre ellos (cfr Jr 27, 1-22) y podrán servir de nuevo al Señor, gobernados por un descendiente de David (vv. 8-9; cfr Jr 23, 5; Ez 34, 23; Ez 37, 24). La versión de los Setenta omite el versículo 22, que aparece en Jr 31, 33. Es una fórmula de Alianza válida en todo momento y apropiada en cualquier contexto (cfr Jr 7, 23; Jr 11, 4; Jr 24, 7; Jr 32, 38).
El motivo que fundamenta la esperanza es el mismo que se repite a lo largo de este libro: Yo estoy contigo (v. 11; cfr Jr 1, 8; Jr 1, 19; Jr 15, 20; Jr 30, 11; Jr 46, 28). A pesar de los pecados de los hombres, Dios es misericordioso y persevera en su amor por encima de las infidelidades de las criaturas. La miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como “Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él exactamente había revelado de Sí mismo y para implorar su perdón (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 4).
Jr 31, 1-14. Los oráculos contenidos en este capítulo se centran en la promesa de que Israel volverá a revivir las experiencias de sus orígenes en el éxodo, cuando gozó del amor y la protección de Dios, padre y pastor, mientras peregrinaba por el desierto hasta encontrar el reposo en la tierra prometida.
El profeta anuncia de nuevo el feliz regreso de los deportados (vv. 2-3) y la restauración de Israel y de la ciudad santa, denominada con el nombre glorioso de Sión (vv. 4-6). El pueblo volverá a la tierra emocionado ante la bondad de Dios (vv. 7-9), que seguirá bendiciéndolo en abundancia (vv. 10-14). El pasaje destaca los cuidados de Dios. Él se manifiesta como padre para Israel (v. 9) y pastor a su rebaño (v. 10), porque, en definitiva, es fiel a su amor (v. 3).
Aludiendo a este y otros pasajes de los libros proféticos en los que se expresa la piedad y misericordia de Dios, que es más fuerte que el pecado, Juan Pablo II hace notar que es significativo que los Profetas, en su predicación, pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (cfr p.e., Os 2, 21-25; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve frente a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo (cfr Jr 31, 20; Ez 39, 25-29). En la predicación de los Profetas, la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido. (…) Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera especial la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abrahán en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda la gran familia humana: “Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor” (Jr 31, 3) (Dives in Misericordia, 4).
Jr 31, 15-17. Raquel era la esposa predilecta del patriarca Jacob (cfr Gn 29, 9-30) y la madre de Benjamín y de José, el cual a su vez fue el padre de Efraím y de Manasés. Por eso, puede representar así a todo Israel: al norte (Efraím y Manasés) y al sur (Benjamín). El llanto de Raquel, evocado en un poema de gran fuerza lírica, representa el dolor de los desterrados y prepara, por contraste, la alegría del retorno (Jr 31, 18-30). La referencia a Ramá seguramente es debida a que la tumba de Raquel se encontraba cerca de ese lugar. Así lo atestigua una tradición en el Antiguo Testamento, que indica que el sepulcro se encontraba en Ramá, en el territorio de la tribu de Benjamín, a unos 10 kilómetros al norte de Jerusalén (cfr Jos 18, 25; Jc 4, 5; 1S 10, 2). Allí también fueron congregados los deportados a Babilonia después de la caída de Jerusalén el 587 a.C. (cfr Jr 40, 1). Otra tradición, sin embargo, sitúa la tumba cerca de Efrata, en el camino de Jerusalén a Belén, a unos 4 kilómetros de esta última (cfr Gn 35, 19; Gn 48, 7). Hoy en día se piensa que es más probable que el sepulcro estuviera en territorio de Benjamín.
En Mt 2, 17-18 se dice que el texto de Jeremías se cumplió en el llanto que ocurrió en Belén y su comarca por la muerte de los niños inocentes decretada por Herodes. Mateo parece, pues, ajustarse a la segunda tradición sobre la ubicación de la tumba. El evangelista vuelve a hacer llorar a Raquel, ahora por los niños asesinados por orden de Herodes. Para Mateo, el definitivo cumplimiento del llanto de Raquel ocurre en el tiempo del Mesías, dentro del cumplimiento de las profecías mesiánicas en Jesús. Según este procedimiento se conectan los acontecimientos en torno a Jesús con los anuncios proféticos y la historia del antiguo pueblo. El Israel, hijo de Dios, es un anticipo o figura, de Jesús, el nuevo y verdadero Israel, el Hijo de Dios en sentido fuerte que, como aquél, es perseguido por los poderes de este mundo.
Jr 31, 18-22. Efraím ha escarmentado por el castigo recibido y, después de haberse extraviado, se ha convertido al Señor y ha decidido volver a Él (vv. 18-19). Dios se conmueve ante el pueblo arrepentido, se apiada de ellos, y les invita a regresar a la tierra que se vieron forzados a abandonar (vv. 20-22).
San Ambrosio ve en estos versículos una llamada a la penitencia: Hagamos desaparecer nuestras caídas con ulteriores obras, purifiquémonos con llantos, de esta forma el Señor nuestro Dios oirá nuestros gemidos, del mismo modo que oyó las lágrimas de Efraím según está escrito: He escuchado a Efraím cuando lloraba. Y expresando las mismas palabras del lacrimoso Efraím dijo: Me castigaste, y fui castigado realmente; como el novillo no he sido enseñado. Efectivamente, el novillo juega y abandona el pesebre. Por eso, Efraím colocado lejos del pesebre, igual que el novillo, no aprendió, porque se alejó del pesebre del Señor, e imitando a Jeroboam, adoró a los becerros, lo cual fue profetizado por Aarón acerca del pueblo de los judíos infieles. Por eso, haciendo penitencia, dijo: Conviértete y yo me convertiré (…) Estoy confuso y avergonzado, llevo sobre mí el oprobio de mi mocedad. Conocemos por esto cómo se ha de hacer la penitencia: a veces con oraciones, a veces con lágrimas; de modo que el día del pecado es llamado día de confusión, y ésta se debe al hecho de negar a Cristo (De poenitentia 2, 36-37).
La ternura divina expresada en los vv. 20-21 recuerda a Os 11, 1-9. El final del v. 22 ha dado pie a numerosas interpretaciones. San Jerónimo llegó a entenderlo en sentido mesiánico como alusión a la Virgen, que sin concurso de varón rodeó al Varón [Jesucristo] en el calor de su seno (Commentarii in Ieremiam 4, 31). Sin embargo, la mayoría de los comentaristas lo entiende o bien como una referencia a Israel, representada por la mujer, que vuelve al varón, es decir, al Señor; o bien como una referencia al Génesis: en el nuevo orden de cosas que habrá a la vuelta del destierro, todo será tan inaudito, que incluso serán las mujeres quienes tomen la iniciativa en tomar esposo, algo absolutamente inconcebible en aquella época. Otros añaden que la mujer, lejos de ser ocasión de pecado como en Gn 3, 6, será fuente de protección y apoyo. Entre mujer y varón se establecerá el mutuo apoyo, la mutua ayuda, sin supremacía de uno sobre otro.
Jr 31, 23-30. Dios, que es misericordioso, no permitirá que la desgracia cargue indefinidamente sobre el pueblo elegido. Por eso se anuncia el momento en que los deportados regresarán para habitar en su tierra, junto con sus hermanos. Primero se describe la nueva vida en Jerusalén bajo la protección de Dios (vv. 23-25), para pasar a continuación, tras un versículo de difícil comprensión (v. 26) -algunos lo interpretan como una glosa de un lector-, a hablar de la protección del Señor y de la responsabilidad personal (vv. 27-30).
Los vv. 29-30 introducen por vez primera en la Biblia el tema de la responsabilidad personal de los propios actos. En contradicción al viejo proverbio -que se encuentra también en Ez 18, 2 (cfr Lm 5, 7)- hacen notar que los que están en el destierro no tendrán que pagar las culpas de los pecados de sus padres, pues sólo habrán de responder al Señor de sus propias acciones. Se prepara así el terreno para entender el carácter personal de la Nueva Alianza de la que se habla a continuación (Jr 31, 31-37). Al mismo tiempo, se va clarificando la doctrina sobre la retribución individual (cfr nota a Ez 18, 1-32). La responsabilidad moral no es colectiva, sino que cada uno dará cuenta a Dios de lo que haya hecho personalmente en su vida. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. Este hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan -aunque sea de modo tan negativo y desastroso- también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa (Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, 16).
Jr 31, 31-37. Las palabras de este oráculo son centrales en el mensaje de Jeremías y, sin duda, las más influyentes de este profeta en el Nuevo Testamento y en la enseñanza cristiana. La mayoría de los comentaristas antiguos y modernos las consideran auténticas de Jeremías y suelen situarlas en los inicios de su ministerio, como apoyo a la reforma del rey Josías.
El oráculo consta de dos partes contrapuestas: la primera (vv. 31-32) describe la alianza antigua, rota por los pecados del pueblo; la segunda (vv. 33-35) presenta vigorosamente la Nueva Alianza que ha de permanecer para siempre.
La antigua alianza está descrita con tres características propias: tenía el peso de la tradición porque había sido pactada con los padres; era la señal de la elección divina, como refleja la expresión exclusiva de Jeremías, el día que los tomé de la mano, para sacarlos de Egipto; era muestra del dominio de Dios sobre el pueblo, como aparece en el juego de palabras baal (dueño) y Yhwh (el Señor): Ellos rompieron mi alianza, aunque Yo fuera su señor (baal) -oráculo del Señor (Yhwh)-.
La que va a pactarse tiene también tres características que la definen: es nueva, es interior y es afectiva. Es nueva, pues nunca hasta ahora se había calificado así el pacto con Dios; es decir, es nueva no tanto en relación con la anterior que ha quedado caduca (cfr Hb 8, 8-13), sino en cuanto que es definitiva y no habrá otra. Cuando en la Última Cena Jesús pronuncia sobre el cáliz las palabras consecratorias: Este cáliz es la nueva alianza (Lc 22, 20; 1Co 11, 25) lleva a su plenitud las palabras de Jeremías. Es interior, puesto que está plasmada en el corazón del pueblo y de cada individuo. Su contenido no varía; es la Ley de Dios, pero cambia el modo de conocerla: la anterior estaba escrita en tablas de piedra (Ex 31, 18; Ex 34, 28ss.), ésta está escrita en lo más íntimo de la persona. Por tanto, pertenece al ser del individuo más que a la obligación externa: cada uno conoce lo que tiene que hacer por la conciencia bien formada y, si no cumple las exigencias de la Alianza, deja de ser lo que era hasta que se convierta y reciba el perdón. En la Carta a los Hebreos se dice, como explicación de este texto, que en la Nueva Alianza el perdón de los pecados lo ha obtenido Cristo en la cruz y, por tanto, ha desaparecido el antiguo sacrificio por el pecado: Donde hay remisión de pecados ya no hay ofrenda por ellos (Hb 10, 18). Por último, es afectiva, en cuanto que está basada en la relación amorosa entre Dios y los suyos. La fórmula tan querida de Jeremías: Yo seré su Dios, ellos serán mi pueblo (cfr Jr 7, 23), expresa lazos esponsales de fidelidad y amor. El antecedente más inmediato es Oseas, que tomó como eje de su predicación la imagen matrimonial y definió el pecado como alejamiento de Dios y el castigo con términos de ruptura matrimonial: [A tu hija] ponle de nombre “No–mi-Pueblo”, porque vosotros no sois mi pueblo, y Yo no soy el Señor para vosotros (Os 1, 9). En consecuencia, las exigencias morales han de brotar no de una imposición legal externa, sino de lo más profundo del corazón, que busca por encima de una conducta intachable, vivir en unión con Dios: El que guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él (1Jn 3, 24).
La Nueva Alianza ha dado nombre al Nuevo Testamento en el que se funda el nuevo pueblo de Dios, como declara el Concilio Vaticano II: En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo y de la revelación plena que iba a hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. “Mirad: vienen días, dice el Señor, en los que haré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva…” (Jr 31, 31-34). Jesús instituyó esta nueva alianza, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre, convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino el Espíritu, y fueran el nuevo Pueblo de Dios (Lumen gentium, 9).
Jr 31, 35-37. El Señor en persona proclama que su designio sobre su pueblo dura por siempre. Le asegura a Israel que su amor y misericordia hacia ellos son inmutables y duraderos como las estrellas y los cielos, como las leyes de la naturaleza. No hay nada que pueda hacer cambiar el amor de Dios por Israel.
Jr 31, 38-40. En la restauración del pueblo la ciudad santa de Jerusalén ocupa un lugar de primordial importancia. Por eso, se incluye la promesa de la reconstrucción de Jerusalén y su consagración al Señor para que, después de la Nueva Alianza, también la ciudad en toda su extensión permanezca para siempre. La Torre de Jananel (cfr Za 14, 10; Ne 3, 1; Ne 12, 39) se encontraba en la parte nordeste de la ciudad. De Gareb y Goá no sabemos más. El valle es el de Ben-Hinom, en el que estaba el Tófet (cfr Jr 7, 21-Jr 8, 3). La Puerta del Ángulo (Za 14, 10) se encontraba entre la colina oriental y la explanada del Templo (cfr Ne 3, 20) y la Puerta de los Caballos, al noroeste (cfr 2R 14, 13; 2Cro 26, 9; Ne 3, 28).
Jr 32, 1-44. Al redactarse el libro de Jeremías, se incluyó en el Libro de la Consolación esta acción simbólica del profeta (vv. 1-15), que viene completada con una oración suya (vv. 16-25) y la respuesta del Señor (vv. 26-44). Se insiste así en el anuncio de la restauración (cfr Jr 31, 38-40) para alimentar la esperanza de los que están en el destierro. Éstos deben tener la certeza de que Dios no los abandona y regresarán a su tierra y vivirán en ella tan felices como en los mejores tiempos, ligados al Señor con una Alianza que permanecerá para siempre.
El año décimo de Sedecías (v. 1) es el 587 a.C. El rey se había rebelado contra el yugo babilónico y las tropas de Nabucodonosor estaban de nuevo a las puertas de Jerusalén dispuestas a propinar un escarmiento ejemplar. La compra de un campo por parte de Jeremías (vv. 1-15), si se tienen en cuenta las circunstancias históricas en las que acontece, muestra la incuestionable fe del profeta. Parece una locura comprar un campo precisamente en esos momentos en los que él estaba preso, y Anatot, su ciudad natal, se encontraba tras las líneas enemigas, en territorio ocupado por los babilonios. Y sin embargo, Jeremías lo compró no porque lo exigiese la ley del rescate de una propiedad (cfr nota a Rt 2, 18-23; Rt 4, 1-12), sino porque entendió que el Señor así se lo pedía (vv. 6-8). Simbolizaba con ello el resurgir y la prosperidad de la región y, por tanto, la esperanza del regreso del destierro (vv. 13-15). El relato proporciona detalles de interés histórico sobre el modo de realizar contratos de compra–venta en aquellos tiempos, mediante documentos dobles, uno sellado y otro, envolviendo el primero, abierto para su lectura (vv. 9-12). Es la primera vez que aparece mencionado Baruc, de quien se da el nombre completo (v. 12).
Aunque Jeremías realiza lo que el Señor le pide (v. 16), no acaba de entender del todo el significado de la acción y por eso se dirige a Dios en oración ante el inminente peligro (vv. 17-25). La respuesta del Señor le confirma lo que ya le había dicho: el Señor es Señor de la historia, y los babilonios son un instrumento en sus manos -Yo voy a entregar (v. 28)- para corregir la infidelidad de Judá (vv. 27-35; cfr nota a Jr 7, 21-Jr 8, 3). El castigo no implicará, sin embargo, una destrucción definitiva, sino que después de él volverá la paz y la normalidad (vv. 42-44). La regeneración será total (vv. 36-41; cfr Jr 31, 31-34).
En las circunstancias concretas de este caso la compra realizada por Jeremías es un testimonio de su esperanza. Aunque en un breve plazo fuera inminente la caída de Jerusalén, con una nueva deportación de sus habitantes, como penitencia por los pecados de Judá, llegaría un momento en que sería habitada de nuevo por el pueblo de Dios, reunido desde todos los confines de la tierra. El Señor hará con ellos una Nueva Alianza y se establecerán de nuevo en su tierra, tendrán propiedades y retornará la felicidad. Esta asistencia permanente y providencial de Dios era el fundamento de la esperanza veterotestamentaria. Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cfr Is 2, 2-4), y que será grabada en los corazones (cfr Jr 31, 31-34; Hb 10, 16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cfr Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cfr Is 49, 5-6; Is 53, 11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cfr So 2, 3) quienes mantendrán esta esperanza (Catecismo de la Iglesia Católica, 64). Por eso, el cristiano también puede alimentar su esperanza con la seguridad de que Dios seguirá cuidando de él: Con la claridad de Dios en el entendimiento, que parece inactivo, nos resulta indudable que, si el Creador cuida de todos -incluso de sus enemigos-, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni contradicción, que no vengan para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 305).
El Evangelio de Mateo combina unas palabras no literales de Za 11, 12-13 (ver nota a Za 11, 4-17) con las alusiones a la compra del campo (vv. 6-15) y la visita de Jeremías al alfarero (cfr Jr 18, 2-3) para mostrar que se cumplieron las Escrituras cuando las autoridades de los judíos compraron con el dinero de la traición de Judas el Campo del Alfarero (Mt 27, 3-10).
Jr 33, 1-13. El Libro de la Consolación se cierra dando nuevas razones para la esperanza: se harán realidad las promesas de restauración (cfr Jr 32, 15). El motivo principal es el poder del Señor, que ha hecho todo cuanto existe en la naturaleza (v. 2). Él, que ha creado todas las cosas y gobierna el mundo con su sabiduría, es quien podrá traer la salvación. Él es bueno y jamás se olvida de los suyos, por lo que se compadece de ellos y nunca los rechaza definitivamente. Sólo espera a que el pueblo tome la decisión de volver a Él para escucharlo y correr en su ayuda: Llámame, y te responderé (v. 3).
La reconstrucción de Judá y Jerusalén será física y espiritual (vv. 4-8). Todo el mundo se asombrará por lo que Dios ha hecho con ellos (v. 9). En la ciudad se restablecerá la vida social y el culto (vv. 10-11), y la situación en el campo será idílica (vv. 12-13). No hay motivos más que para el agradecimiento (v. 11), que se canta con palabras que aparecen en los Sal 106, 1 y Sal 107, 1 y a lo largo del salmo 136 (cfr también 1Cro 16, 34; 2Cro 7, 3; Esd 3, 11; 1M 4, 24).
El texto del v. 5 es muy oscuro en hebreo. Hemos traducido teniendo en cuenta la versión griega y la Neovulgata.
Jr 33, 14-26. Estos versículos, que faltan en la versión de los Setenta y pueden haber sido añadidos posteriormente, recogen un conjunto de anuncios mesiánicos fundados en la inmutabilidad de la promesa del Señor. El Señor continuará la dinastía de David mediante uno de sus descendientes (vv. 15-16; cfr Jr 23, 5-6; 2S 7, 12-16), y se cuidará de que junto a él no falten los levitas que ejerzan las funciones sacerdotales (vv. 17-18). El pacto será inquebrantable como las leyes que rigen la creación (vv. 19-26; cfr Jr 33, 2). Las dos familias (v. 24) se refiere a Israel (Jacob) y Judá (David).
A la luz del Nuevo Testamento se puede apreciar que en Jesucristo, hijo de David (cfr Mt 1, 1), sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza (cfr Hb 8, 1-13), han alcanzado su plenitud todas las promesas de restauración contenidas en el Libro de la Consolación. Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa incluso le pareció poco; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 109, 1).
Jr 34, 1-Jr 36, 32. Después del inciso que suponen los oráculos del Libro de la Consolación (Jr 30, 1-Jr 33, 26), se reanuda la narración de las dificultades que encontró Jeremías en su ministerio profético. A partir de ahora, el relato se centra más en sus relaciones y conflictos con los reyes.
Jr 34, 1-7. El momento en el que ocurre este anuncio podría situarse cuando el ambicioso faraón Jofrá envió auxilios a Judá, sitiada probablemente desde comienzos del 588 a.C. (cfr Ez 17, 15-18; Lm 4, 17). Laquís, a unos 38 km. al sudoeste de Jerusalén, y Azecá, a unos 30 km. al oeste de la capital, todavía resistían. Como consecuencia, el ejército de Babilonia en algún momento debió de levantar el cerco para combatir a los egipcios (cfr Jr 37, 5-11). En esas circunstancias, Jeremías hace llegar a Sedecías el mismo mensaje que había escrito en la carta a los deportados (cfr Jr 29, 1-20), y que había originado la oposición de los falsos profetas. El camino a seguir ante el poder babilonio no era el del enfrentamiento sino el de la sumisión. Sólo por esa vía pacífica se podría salvar él (vv. 1-7). Sin embargo, el rey no escuchó las palabras del profeta.
A tenor de los términos de la promesa (vv. 4-5) se podría deducir que el rey moriría en paz, en contra de lo que otros textos informan que sucedió (cfr Jr 39, 7; Jr 52, 11; 2R 25, 7; Ez 12, 13; Ez 17, 20). Por eso, estas palabras deben ser interpretadas como una promesa condicionada: Si escuchas….
Jr 34, 8-22. No se conocen con detalle las circunstancias históricas de este suceso, y si responde al cumplimento de lo establecido en la Ley. De acuerdo con Ex 21, 2; Dt 15, 12-18, si alguien no podía pagar una deuda, podía cancelarla poniéndose al servicio de su acreedor durante seis años. Al séptimo debía quedar libre. Es posible que en este caso la decisión de dejar en libertad a los esclavos estuviera causada por la situación de asedio en que se encontraban, bien porque no podían mantenerlos, bien porque eran necesarios para el ejército. El caso es que, más tarde, durante la tregua a que dio lugar la momentánea retirada de las tropas babilonias (cfr Jr 37, 5), los que habían tenido esclavos se arrepintieron de ello y éstos tuvieron que volver a la esclavitud. Pero con esta acción (vv. 11.16) los antiguos dueños rompieron el solemne pacto que habían realizado ante Dios (vv. 15.18). No cumplieron el compromiso sellado con el paso entre la víctima partida en dos (v. 18), profanando el Nombre de Dios (vv. 15-16). Y así como esta acción significaba que también sería descuartizado quien lo incumpliera (cfr Gn 15, 10; 1S 11, 7), así, por su infidelidad al compromiso, iba Dios a destruirles (vv. 19-22). Detrás de la importancia que se otorga aquí a ser fieles a los pactos subyace la necesidad vital de ser fieles a la Alianza. Supone al mismo tiempo una llamada a ser fiel a los compromisos adquiridos: Corresponde a la fidelidad del hombre cumplir aquello que prometió (Sto. Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q.101, a. 3). Y San Agustín alabando esta virtud comenta: ¡Qué hermosa es la fidelidad! (…) Como brilla el oro ante los ojos del cuerpo, así brilla la fidelidad ante los ojos del corazón (Sermones 9, 16).
Jr 35, 1-19. Aunque el suceso que aquí se narra tuvo lugar en tiempos de Yoyaquim (v. 1) -es decir, varios años antes de lo narrado en el capítulo anterior y no más tarde del 598 a.C.-, cuando se recopiló el libro de Jeremías se incluyó en este lugar por lo que tiene de ejemplar en relación con el episodio anterior. Si antes se había hablado de la falta de fidelidad al compromiso por parte de los habitantes de Judá (Jr 34, 8-22), ahora, por contraste, se presenta el ejemplo de fidelidad y obediencia de los recabitas. Sobre este grupo no tenemos más información de la que aquí nos dice Jeremías y que dio lugar a varias leyendas, recogidas en un libro apócrifo cristiano llamado Historia de los recabitas. Se sabe que eran quenitas (cfr 1Cro 2, 55) y descendientes de Yonadab (también llamado Yehonadab). Éste aparece en 2R 10, 15.17 asociado al rey Jehú de Israel en su lucha contra el culto a Baal. Eran muy celosos del Señor, con costumbres austeras propias de la vida seminómada, entre las que estaban la de habitar en tiendas y no sembrar ni cultivar. Mostraban así su resistencia a un estilo de vida agrícola sedentario y a las comodidades de la vida urbana. De ahí su rechazo a beber vino (v. 6).
En esos años las tropas de Nabucodonosor sembraban el terror en los campos de Judá, lo que hacía que muchos buscaran refugio en las murallas de Jerusalén. Los recabitas también lo hicieron (v. 11), pero no deseaban perder sus costumbres. Jeremías los lleva al Templo y les ofrece vino (vv. 3-5). Ellos, sin embargo, lo rechazan por lealtad a las costumbres de sus antepasados (vv. 6-11). Ésta es la actitud que el profeta alaba. De este modo, el ejemplo de la obediencia de los recabitas a la palabra de su antepasado Yonadab hace más patente la actitud desobediente de Judá. No se trata sólo de un detalle anecdótico y edificante de sobriedad, sino del ejemplo de fidelidad y obediencia que dan con su comportamiento. Por eso, gozarán de las bendiciones del Señor (vv. 12-19). En cambio, los habitantes de Judá serán castigados por haber desobedecido a la palabra de Dios.
Jr 36, 1-32. El recuerdo del encuentro con los recabitas que se acaba de evocar (Jr 35, 1-19) dirige la atención hacia la época del reinado de Yoyaquim en que sucedió este otro episodio. Anteriormente se habían señalado las dificultades que le habían sobrevenido a Jeremías cuando predicó en el Templo al poco de subir este rey al trono (cfr Jr 7, 1-Jr 8, 3; Jr 26, 1-24). Ahora se muestra que los problemas continuaron. El incidente que aquí se narra ocurrió en el 605 y 604 a.C. (v. 1). La referencia a su estar preso (v. 5) hay que entenderla como una prohibición de entrar en el Templo, quizá como consecuencia de las dificultades antes referidas. El Señor pide a Jeremías que ponga por escrito todas las profecías desde que comenzó su predicación el año 627 y las lea en público. La impresión que causó la lectura de los oráculos en el pueblo y en los nobles fue muy positiva (vv. 9-19). Por contraste, la reacción del rey fue muy distinta (vv. 20-26).
La escena de la lectura del rollo ante el rey Yoyaquim probablemente contrastaba con otra análoga sucedida a su padre Josías. Según los libros de los Reyes y de las Crónicas, se encontró en el Templo el rollo de la Ley con motivo de unas obras que se estaban realizando. El rollo fue llevado al rey Josías y leído en su presencia. Éste rasgó sus vestiduras y se sintió movido a conversión. Además envió a preguntar a los profetas que le indicasen de parte del Señor lo que tenía que hacer (cfr 2R 22, 8-20; 2Cro 34, 14-28). La actitud de Yoyaquim fue totalmente distinta a la de su padre. No sólo no se sintió movido a conversión, sino que, a pesar de que algunos intentaran disuadirle (v. 25), el rollo terminó roto y quemado en un brasero con el deseo inútil de hacer desaparecer las palabras dichas de parte del Señor (vv. 22-24). Pero los hombres no pueden anular la palabra de Dios. El Señor protege al profeta y éste no sólo vuelve a dictar las mismas palabras sino que además añade otras muchas (vv. 27-28.32). La enseñanza del pasaje es obvia: si Dios tuvo misericordia de Judá por la conversión de Josías, Yoyaquim mereció recibir los castigos que el Señor le había anunciado y él no quiso oír (vv. 29-31; cfr Jr 22, 18-19).
En esta interesante narración los estudiosos han encontrado datos sobre la redacción de éste y de otros libros de la Biblia: fueron redactados por algún discípulo de un profeta y, con frecuencia, sufrieron modificaciones y adiciones hasta llegar a la forma definitiva. En todo el proceso estuvo presente la acción del Espíritu Santo.
Jr 36, 4 Son interesantes las referencias al oficio de escriba. Éste, sirviéndose de un rollo, confeccionado con hojas de papiro (en ocasiones, pergamino), escribía con tinta al dictado del autor (v. 18). Lo hacía en columnas no muy anchas de modo que el lector, enrollando con una mano y desenrollando con la otra, tuviera a la vista tres o cuatro a la vez. Entre los materiales que empleaba se encontraba también un instrumento cortante para afilar su pluma (v. 23).
Jr 37, 1-Jr 44, 30. Después de narrar las persecuciones sufridas por Jeremías de parte de profetas, sacerdotes y reyes, los relatos biográficos sobre su persona culminan en esta sección donde se exponen los acontecimientos de los últimos días de Judá y Jerusalén antes de su destrucción y de la subsiguiente y más numerosa deportación a Babilonia (587 a.C.). En este tiempo Jeremías estuvo casi siempre en prisión, desde donde desarrolló su actividad profética hasta que, después de la caída de Jerusalén, marchó a Egipto. Allí, según una antigua tradición, murió mártir.
Los relatos impresionan por la entereza del profeta ante el sufrimiento en medio de tantas penalidades, y por su fidelidad a Dios. Por eso han sido leídos con frecuencia en la Iglesia como figura de la Pasión de Jesucristo. San Isidoro de Sevilla comenta que Jeremías con sus palabras y sus padecimientos prefiguró la muerte del Señor y Salvador (Allegoriae quaedam 108). Y Santo Tomás de Aquino dice que la pasión de Jesús fue anunciada clarísimamente por Jeremías con sus palabras y misterios, y muy expresamente figurada en sus padecimientos (S.Th. III, q. 27, a. 6c).
Jr 37, 1-21. La trama narrativa del libro de Jeremías da otra vez un salto de varios años. La situación que ahora se describe es semejante a la narrada en el cap. 21 y es probable que este episodio no haya que situarlo mucho tiempo después (cfr nota a Jr 21, 1-10 y Jr 34, 1-7). Los babilonios levantan momentáneamente el cerco para luchar contra los egipcios (v. 5) y Sedecías, que conocía bien cuál era la palabra de Dios sobre el destino de la ciudad por no quererse someter a los caldeos (v. 3), envía mensajeros al profeta confiando obtener un mensaje más esperanzador. Parece que continuaba confiando en una intervención milagrosa, tal como sucedió en tiempos del rey Ezequías (cfr nota a Jr 21, 1-10). Sin embargo, las palabras de Jeremías confirman el juicio de Dios sobre la ciudad (vv. 6-10).
En esa situación Jeremías aprovecha para resolver unos asuntos familiares en su ciudad natal (cfr vv. 11-12). Posiblemente es lo relativo a la compra de un campo, de la que se habló en Jr 32, 1-15. Sin embargo, el clima de incertidumbre era grande y debían de ser muchos los que intentaban huir (cfr Jr 38, 19; Jr 39, 9). Como consecuencia, el profeta es acusado de traición por querer pasarse al enemigo y termina encarcelado en una casa privada, en un lugar que hacía las veces de calabozo (vv. 13-16). No obstante, Sedecías, inseguro y de débil personalidad, está inquieto y busca todavía un oráculo favorable de parte del profeta, al margen de los nobles de la ciudad (v. 17). Por contraste, la respuesta de Jeremías resalta la figura del de Anatot. A pesar de las circunstancias en que se encontraba, se mantiene fiel a la palabra de Dios y manifiesta al rey la injusticia que se ha hecho con él (vv. 18-21). Queda así como ejemplo perenne de amor a Dios y a la verdad, por encima de las consecuencias que de ello se puedan seguir: No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte (S. Josemaría Escrivá, Camino, 34).
Jr 38, 1-28. Como el capítulo anterior, éste también contiene una narración sobre el arresto de Jeremías (vv. 1-13) y un diálogo con el rey (vv. 14-28). Jeremías insiste en sus recomendaciones de sometimiento pacífico y conversión interior, lo que suscita la animadversión de los nobles, partidarios de la política contraria. Temerosos quizá de matar a un enviado de Dios, lo encierran en una cisterna, de la que es rescatado por un funcionario extranjero. Tras la liberación, el profeta consigue vivir en el atrio de la guardia sin que aparentemente le molesten (v. 13). Un escritor eclesiástico, Olimpiodoro, veía en la prisión de Jeremías una figura de la pasión y resurrección de Jesucristo. Comentando el v. 6, explica: El profeta se convierte en tipo del misterio de Cristo, que entregado por Pilatos a manos de los judíos, bajó al funesto y repugnante hades y resucitó de entre los muertos: pues también el profeta subió de nuevo de la cisterna, y la Escritura llama muchas veces al hades cisterna (Fragmenta in Jeremiam 38, 6).
En el diálogo con el rey, Jeremías vuelve a confirmar su mensaje (vv. 17-18), y ante el temor de Sedecías de sufrir las consecuencias de la rendición (v. 19), el profeta le asegura que debe fiarse de Dios. En caso contrario, su humillación será tal, que hasta las mujeres le despreciarán (v. 22). Sedecías se hundirá en el fango (v. 22) más de lo que había padecido Jeremías (v. 6).
Sin que se den las razones, el rey pide al profeta que guarde secreto de lo que se refiere al vaticinio (vv. 24-26) y Jeremías así lo hace cuando los gobernantes que le habían enviado a prisión le interrogan sobre su entrevista con el rey (v. 27). La repuesta del profeta no implica que los engañara -no tenían autoridad para indagar sobre la conversación con el monarca- ni que tuviera miedo de ellos, pues bien había demostrado antes su valor.
Los relatos subrayan la distinta actitud del rey Sedecías y del profeta Jeremías. Sedecías buscaba con todo su ingenio y capacidad política salvar su vida y la de Judá haciendo frente a sus enemigos, pero perdió ambas, la vida y el territorio. En cambio, Jeremías predicaba la palabra de Dios sin amilanarse ante la sentencia de muerte que se pedía para él (v. 4), y cuando llegaron los babilonios salió de la cárcel y salvó su vida (v. 28). El comportamiento del profeta prepara la enseñanza de Jesús: El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 16, 25).
En el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas (Domingo XXIII del tiempo ordinario) se lee gran parte de este pasaje, y en su responsorio se invita a servir con fidelidad al Señor, con la disposición de sobrellevar con entereza los sufrimientos que pudieran presentarse. Para ello se combinan algunas palabras de Jdt 8, 23 (Vg) con otras de San Pablo referidas a situaciones análogas a las del profeta, que el Apóstol afrontó en su ministerio: En todo nos acreditamos como ministros de Dios: con mucha paciencia, en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes y prisiones (2Co 6, 4-5a).
Jr 39, 1-Jr 40, 6. Se habla ahora con cierto detalle de los acontecimientos relativos a la caída y destrucción de Jerusalén en agosto del año 587 a.C., después de año y medio de asedio, resumiendo las noticias que de ellos también se conservan en Jr 52, 1-34 y en 2R 25, 1-30. El trágico fin en el que acaba el intento de huida del rey y de su familia confirma lo que había sido anunciado por el profeta. Sedecías es llevado a Riblá, en Siria, y, después de torturado, conducido a Babilonia (Jr 39, 1-10). Se supone que allí murió, pues no se dice nada más de él en ningún otro lugar de la Biblia. Es probable que este silencio quiera reflejar la condena de este último rey de Judá. Por su parte, Jeremías es puesto en libertad (Jr 39, 11-14; Jr 40, 1-6), probablemente después de que hubiera sido incluido en el grupo de prisioneros que habían sido llevados a Ramá camino del cautiverio (Jr 40, 1; cfr Jr 31, 15-17). Elige permanecer junto a Godolías, nieto de Safán, secretario del piadoso rey Josías, e hijo de Ajicam, protector del profeta (cfr Jr 26, 24). Godolías había sido nombrado gobernador de Judá por Nabucodonosor después de la toma de Jerusalén (cfr Jr 40, 7) y se había establecido en Mispá, a 13 km. al norte de la capital.
Lo acontecido en la ciudad y la suerte de Sedecías contrasta con la salvación que se promete al funcionario etíope (Jr 39, 15-18) y la liberación del profeta (Jr 40, 1-6). Sedecías desconfió de Dios, trató de salvar su vida y la perdió. El etíope confió en Dios, pues se preocupó de salvar la vida de Jeremías (Jr 38, 7-13), y se salvó de los babilonios y de sus enemigos (Jr 39, 17). Y Jeremías fue liberado, porque fue fiel a la palabra de Dios que anunciaba la desgracia de Jerusalén. Los hechos, que no escapan a la providencia divina, han venido a ratificar la autenticidad del mensaje que tantas dificultades le había traído al profeta, pero que él repitió con valentía una y otra vez. Si en la discusión con Ananías alguien había quedado con la duda de cuál de los dos transmitía de verdad la palabra de Dios (cfr Jr 28, 1-17), ahora los acontecimientos avalan a Jeremías. Una vez más, el texto bíblico vuelve a enseñar que la palabra de Dios se cumple siempre y que la felicidad en la vida depende de la confianza en Dios y de la fidelidad a su palabra.
Jr 40, 7-Jr 41, 18. El relato del intento fallido de reorganizar a los que no habían sido deportados amplía lo conocido por 2R 25, 22-26. El profeta, no obstante, no aparece mencionado en él. Las autoridades babilónicas habían dejado a Godolías, persona de noble carácter (cfr Jr 40, 14-16), como gobernador de Judá, y en torno a él se estaba organizando la vida de aquellos que, como Jeremías, habían aceptado pacíficamente la sumisión a Babilonia. Sin embargo, entre las gentes que no habían sido llevadas al destierro, no faltaban quienes miraban con animadversión al nuevo gobernador como alguien impuesto por los invasores. El rey de Amón, quizá por envidia a Godolías, se aprovechó de ello. Instigó a Ismael, lejanamente emparentado con la dinastía davídica (Jr 41, 1), para dar muerte a Godolías. En dos meses (cfr Jr 39, 2 y Jr 41, 1) la situación que se prometía esperanzadora terminó trágicamente. Ismael sembró el terror, asesinando a casi todo un grupo de peregrinos del norte que, tras la destrucción de Jerusalén, se dirigía a ella manifestando externamente su duelo por la ciudad santa, para ofrecer sacrificios en el Templo (Jr 41, 4-7). No se dice por qué los mató, pero en última instancia se sugiere que no fue más que un latrocinio (Jr 41, 8) y un desprecio hacia Mispá. La cisterna, construida por Asá (cfr 1R 15, 22) e imprescindible para sobrevivir, fue llenada de cadáveres (Jr 41, 9). Ismael y sus hombres se llevaron presos a los que estaban con Godolías en Mispá. Pero, su intento de pasarse a los amonitas es truncado por Yojanán, a pocos kilómetros de allí. A pesar de todo, los prisioneros temieron volver a Mispá por temor a la reacción que pudieran tener los babilonios ante la noticia del asesinato de Godolías y tomaron el camino de Egipto. Es posible que Jeremías estuviese entre los que fueron apresados, pues él mismo había decidido quedarse con Godolías (cfr Jr 40, 6); sin embargo, no se le menciona. Quizá el redactor final no quiso mezclarlo entre tanto desastre, o quizá no se sabía nada de su paradero.
El asesinato de Godolías pasó a ser un día de ayuno en la tradición judía (Za 7, 5; Za 8, 19).
Jr 42, 1-Jr 43, 7. De nuevo reaparece Jeremías, cuyos sufrimientos no parecen tener fin. Después de que Godolías, con una política análoga a lo que el propio Jeremías había defendido en los años anteriores a la caída de Jerusalén, es asesinado (cfr Jr 41, 1-18), el profeta vuelve a sufrir la incomprensión de los suyos. De nuevo buscan su guía y su palabra (Jr 42, 1-6), pero, cuando ésta no les convence, la rechazan (Jr 43, 1-4). Piden que Jeremías interceda por ellos ante Dios y, después de diez días, cuando quizá la espera les había hecho inclinarse por la huida, reciben una respuesta contundente, que es análoga a la que había ido dando en los años anteriores: no tienen nada que temer si permanecen en la tierra, pero si se marchan a Egipto les sobrevendrá toda clase de calamidades (Jr 42, 7-22). La búsqueda de lo fácil les acarreará sufrimientos, mientras que las aparentes dificultades y peligros, que implica la confianza en Dios, les salvarán. Si van a Egipto, en vez de la vida que buscan, encontrarán muerte (Jr 42, 22). Sin embargo, los que estaban con Jeremías rechazan una vez más al profeta y le acusan de no transmitir la palabra de Dios sino una palabra de hombre, de Baruc (Jr 43, 1-4), y desobedeciendo la voz del Señor, se marchan al país del Nilo llevándose consigo al profeta (Jr 43, 5-7). Se dirigen a Tafnes, una ciudad situada al este del Delta, probablemente porque había en ella una colonia judía.
La escena refleja, de una parte, el prestigio de Jeremías y el respeto hacia su ministerio profético que había adquirido con su fidelidad en los momentos más difíciles. Pero, por otra, muestra la persistente infidelidad de sus conciudadanos. Ante lo que Dios les comunica, de nuevo se resisten, prefiriendo atender a sus propios criterios. Pero la palabra del Señor era clara: ir a Egipto no constituía sólo un descenso geográfico; significaba volver al estado -en este caso de esclavitud moral- del que Dios había sacado a sus padres.
El pasaje alecciona a no querer acomodar la palabra de Dios a la propia voluntad humana. Lo que el Señor dice puede resultar costoso, pero el bien resultará de su acatamiento. Análogamente, la escena enseña que, si acudimos a buscar consejo de quienes merecen confianza por su fe y rectitud, hemos de estar sinceramente dispuestos a seguirlo, aunque nos resulte difícil o no sea de nuestro agrado: Te mandan una cosa que crees estéril y difícil. -Hazla. -Y verás que es fácil y fecunda (S. Josemaría Escrivá, Camino, 623).
Jr 43, 8-Jr 44, 30. La predicación de Jeremías en Egipto, al final de su actividad profética, comienza por el encargo de realizar una nueva acción simbólica, que anuncia la inminente victoria de los babilonios sobre los egipcios (Jr 43, 8-9). El profeta, que ha llegado a Egipto en contra de su voluntad, conducido por los cabecillas del pueblo que esperaban encontrar junto al faraón la protección contra las asechanzas de Babilonia, les dice que no lo lograrán, pues los babilonios también conquistarán ese país (Jr 43, 10-13; cfr Jr 46, 13-26; Ez 30). Flavio Josefo indica que así sucedió el 582 a.C. (Antiquitates Iudaicae 10, 9, 7), aunque no hay otros testimonios de ello. Sí hay datos, en cambio, de que Nabucodonosor II derrotó al faraón Amasis (568-526 a.C.) el año 568, aunque no llegó a conquistar Egipto.
Tras la acción simbólica se recoge la condena de la idolatría en la que habían caído los judíos en Egipto. La palabra de Dios parece dirigirse a todos los israelitas residentes en el país del Nilo: a los que vivían en el Delta (Migdol, Tafnes y Menfis) y a los del alto Egipto (Patrós); a los que estaban establecidos allí desde hacía tiempo y a los que acababan de llegar desde Judá. La capital de esta última región era Elefantina, donde se han encontrado numerosos documentos que atestiguan un gran sincretismo religioso entre los judíos residentes allí.
El pasaje enseña la diferente interpretación de la historia según Jeremías y según los que estaban en Egipto (Jr 44, 28). Las comunidades judías de Egipto entendían que la reforma de Josías había causado el desastre y que, por tanto, era mejor volver a la situación anterior. En diálogo con ellos, Jeremías alude, en cambio, a las consecuencias que había traído la idolatría (Jr 44, 1-14). Les anuncia que si no dejan de adorar a los falsos dioses serán destruidos como lo fue Judá. La reacción del pueblo es nula. Incluso las mujeres, que necesitaban el consentimiento de sus maridos para realizar votos (cfr Nm 30, 4-17), son las favorables a las prácticas idolátricas. Fundamentados en la experiencia, responden que precisamente el abandono de los cultos cananeos (cfr Jr 7, 18) ha sido lo que ha ocasionado la tragedia (Jr 44, 15-19). El profeta, en respuesta, rebate esa errónea interpretación de la historia, reafirmando lo anteriormente dicho y presagiando para ellos terribles desgracias (Jr 44, 20-30). El Señor está vigilando y no dejará impune su rebeldía (Jr 44, 27). Es más, ante su escepticismo, les ofrece una señal que podrá confirmar la veracidad de su vaticinio (Jr 44, 29): el faraón seguirá la misma suerte que Sedecías. El texto no dice más, pero su palabra se cumplió con el asesinato de Jofrá el 568 a.C.
Jr 45, 1-5. Como ya se señaló en la nota a Jr 26, 1-Jr 45, 4, la mayoría de las narraciones contenidas en esta segunda parte del libro de Jeremías, en la que predominan los relatos en prosa, fueron probablemente redactadas por Baruc, secretario de Jeremías. En la conclusión, como si fuera su firma, Baruc transcribe un oráculo pronunciado tiempo atrás por Jeremías y dirigido a él personalmente. Es como la recompensa a la tarea de escribir las palabras de Jeremías el año 605 (v. 1; cfr Jr 36, 1-4). Ante la queja confiada de Baruc por los sufrimientos que padece en su tarea de asistirle (v. 3), Jeremías le tranquiliza diciendo que Dios también padece, deshaciendo lo que había hecho con tanto amor (v. 4). Por tanto, si el Amo sufre, el siervo no debe extrañarse si también ha de sufrir. Pero debe tener confianza porque el Señor mismo cuidará de él (v. 5). Son palabras que evocan las de nuestro Señor Jesucristo cuando anuncia a sus discípulos que participarán de los sufrimientos del Maestro (cfr Jn 15, 20), pero que pueden estar tranquilos pues también recibirán su recompensa: En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33; cfr Mt 28, 20).
Jr 46, 1-Jr 51, 64. Esta colección de oráculos contra nueve naciones extranjeras ha sido colocada en el texto hebreo, al que sigue la Neovulgata, cerrando el libro de Jeremías, justo antes del epílogo. Sin embargo, parece que en su origen estaban situados al final de la primera parte, inmediatamente después de Jr 25, 13 (cfr nota a Jr 25, 15-38). Así se encuentran en el texto griego de los Setenta, que a su vez los presenta en un orden diverso del transmitido por el texto hebreo. La mayor parte de estos oráculos fueron compuestos probablemente entre el año 605 a.C. (el primer oráculo contra Egipto) y el 590 a.C. (los oráculos contra Edom, Amón y Moab), antes, por tanto, de los acontecimientos narrados en Jr 39, 1-44, 30.
En otros libros proféticos hay colecciones análogas de oráculos contra las naciones vecinas. Más concretamente en Amós (Jr 1, 3-Jr 2, 3), Isaías (Jr 13, 1-Jr 23, 18) y Ezequiel (Jr 25, 1-Jr 32, 32). Desde el punto de vista teológico, el que los profetas de Israel se dirijan y condenen a las naciones manifiesta la fe de Israel en que el Señor es el único Dios, el Dios de todos los pueblos, el que tiene poder para juzgarlos y frecuentemente condenarlos con severidad. Por otra parte, el trato despiadado a las naciones contrasta con la predilección a Israel, a pesar de que también sea castigada.
Jr 46, 2-28. Durante los últimos años de Judá muchos eran partidarios de una alianza con Egipto para, con su ayuda, poder hacer frente al poder babilónico. Sin embargo, Jeremías siempre fue contrario a una alianza de este tipo, ya que era un modo de eludir la solución verdadera que consistía en convertirse al Señor y ser fieles a la Alianza. Además existía el peligro de idolatría en la que se podía caer como consecuencia de relaciones amistosas con otros pueblos vecinos. También Isaías (Is 19, 1-15) y Ezequiel (Ez 29, 1-Ez 32, 32) tienen oráculos dirigidos a Egipto, aunque en el caso de Isaías se concluyen con una esperanza de conversión.
Contra Egipto se recogen aquí dos oráculos. El primero (vv. 3-12) se centra en la expedición del faraón Necó contra Babilonia el año 605 a.C. Su ejército dio muerte al rey Josías de Judá cuando salió a su encuentro para detener su campaña (2R 23, 29-30; 2Cro 35, 20-24). Sin embargo, ese mismo año fue derrotado en Carquemís por los babilonios. Presenta por duplicado la exhortación de los jefes al combate (vv. 3-4; 9) y la derrota humillante de los egipcios a orillas del Éufrates (vv. 5-6; 10-12). El poder de Egipto (vv. 7-8) es vencido por no contar con el Señor, y su derrota se contempla como un sacrificio de alabanza al Señor (v. 10).
El segundo (vv. 13-24) gira en torno a la campaña de Nabucodonosor contra Egipto. De ella no se tienen otras referencias históricas. En el oráculo se narra la invasión del rey babilonio, como instrumento en las manos de Dios (vv. 15-16), avanzando con majestuosidad (v. 18) contra un faraón que ha sido un falso apoyo (v. 17), refiriéndose quizá a Jofrá, que no fue de ayuda real para los judíos durante el asedio babilonio. El poderío del ejército invasor humillará a Egipto (vv. 20-24).
En los dos oráculos se presenta a Egipto derrotado y retrocediendo ante el furor de sus adversarios. No es, pues, un aliado adecuado en el que buscar ayuda. La sección termina con esperanza: después de una promesa de restauración a Egipto (vv. 25-26), se añade una llamada a la casa de Israel para que confíe en el Señor (vv. 27-28; cfr Jr 30, 10-11), a pesar de los castigos que de Él recibe. Con ello el profeta vuelve a proclamar que el Dios de Israel es justo y Señor de todos los pueblos. Corrige por los pecados, para llamar a la conversión. La pena tiene sentido no sólo porque sirve para pagar el mismo mal objetivo de la transgresión con otro mal, sino ante todo porque crea la posibilidad de reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre. Éste es un aspecto importantísimo del sufrimiento. Está arraigado profundamente en toda la Revelación de la Antigua y, sobre todo, de la Nueva Alianza. El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 12).
Tu toro (v. 15). Parece que tiene dos sentidos: puede referirse tanto al toro Apis, representación del dios Ptah, protector de Menfis, como al bien armado ejército egipcio. La palabra hebrea que designa a toro, significa también fuerte. El empleo aquí de este vocablo querría indicar el contraste entre el fuerte de Egipto, el dios Apis, y el fuerte de Jacob, el Señor, Dios de Israel (cfr Is 1, 24; Is 49, 26; Is 60, 16; Sal 132, 2.5; Gn 49, 24).
Amón de No (v. 25). Amón es la principal divinidad egipcia, que se veneraba especialmente en Tebas, capital del Alto Egipto, que en hebreo se llama No.
Jr 47, 1-7. Los filisteos eran un pueblo que llegó por mar a la tierra de Canaán a finales del segundo milenio a.C., y se estableció en la costa. Ascalón y Gaza se contaban entre sus ciudades más importantes. Parece que provenían de Creta (Kaftor en hebreo) y conocían la fundición de hierro. En muchos pasajes de la Biblia aparecen oponiéndose a los israelitas ya desde la época de los Jueces, y continuaron haciéndolo en tiempos de David y también durante la monarquía. El oráculo puede hacer alusión al momento en que Necó II se retira de su campaña de ayuda a los asirios el 609 a.C. (cfr 2R 23, 33), o a la campaña de Jofrá contra los sirios el 570. En cualquier caso el enemigo, bajando desde el norte, derrota a los filisteos, aliados de los fenicios (v. 4). Sus señales de duelo continuarán (v. 5). Se les llama resto de los anaquitas, porque ocupaban el territorio habitado por los antiguos descendientes del gigante Anac (cfr Jos 11, 22), haciendo alusión también con ello al filisteo Goliat. El oráculo es breve, pero contundente, y no termina con promesas de esperanza como en el caso de Egipto.
Jr 48, 1-47. Los oráculos que siguen a continuación se dirigen a Moab (vv. 1-47), Amón (Jr 49, 1-6) y Edom (Jr 49, 7-22), que eran las tres naciones situadas al oriente del Jordán y del Mar Muerto en las que se habían refugiado muchos judíos durante los años de violencia que precedieron a la caída de Jerusalén, y desde donde comenzaron a regresar cuando Godolías fue nombrado gobernador de Judá (cfr Jr 40, 11-12). Son regiones vecinas con las que los israelitas tuvieron conflictos desde los comienzos de su establecimiento en Canaán.
Resulta sorprendente la extensión del oráculo contra Moab, el más largo de todos. Los datos bíblicos y extrabíblicos de ese pequeño país, vecino de Judá por el este, no nos proporcionan una explicación adecuada. En el libro de los Jueces se habla de la opresión de Eglón, rey de Moab, sobre los israelitas (Jc 3, 12-14). También lucharon contra ellos Saúl (1S 14, 47) y David (2S 8, 2). Durante un tiempo estuvieron sometidos a la servidumbre de Israel, pero Mesá, rey de Moab, se rebeló y fue combatido por Joram de Israel ayudado por Josafat de Judá (2R 3, 4-27). En tiempos de Jeremías algunas bandas armadas de Moab, favorables a Nabucodonosor, atacaron Judá (2R 24, 2).
El dios nacional de Moab era Camós, a quien Salomón llegó a edificar un lugar de culto cercano a Jerusalén (1R 11, 7.33; 2R 23, 13).
También Amós (Am 2, 1-3), Ezequiel (Ez 25, 8-11) y sobre todo Isaías (Is 15, 1-16, 14) tienen oráculos sobre Moab. Incluso algunas expresiones contenidas en Jeremías se encuentran formuladas con términos parecidos en Isaías (vv. 32-33 e Is 16, 6-10; vv. 37-38 e Is 15, 2b-3). Los oráculos presentan una región totalmente devastada, que sólo es capaz de lamentarse. Se anuncia su destrucción, ciudad por ciudad, desde el norte hasta el sur (vv. 1-12). Por su orgullo y presunción los moabitas serán castigados (vv. 13-30), de modo que en Moab habrá un lamento y duelo tal, que será digno de compasión (vv. 31-39). El castigo es inevitable: la capital Jesbón, con el palacio en el que habitó su antiguo rey Sijón (cfr Nm 21, 28), será destruida y sus habitantes llevados en cautividad (vv. 40-46). Así lo ha decidido el Señor por levantarse contra Él (v. 42) confiando en su dios Camós (vv. 7.13.46). Sin embargo, al final también se le transmite a Moab la esperanza de restauración (v. 47). De este modo, se deja entrever de nuevo que el Dios de Israel es también Señor de los pueblos.
El v. 10 (cfr Jc 5, 23), que condena a aquel que no se muestra celoso en llevar a cabo un mandato divino, en este caso la destrucción de los moabitas, ha sido con frecuencia utilizado en la tradición ascética en sentido espiritual. Especialmente el Papa San Gregorio Magno lo empleaba para subrayar con fuerza la responsabilidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal o como exhortación para no descuidar la lucha por la perfección (cfr Regula Pastoralis 3, 25). Así, por ejemplo, comentando la primera parte del versículo, decía: Dos son las cosas que hay que evitar cuidadosamente: la desidia y el fraude, según lo que es dicho por el profeta en una antigua traducción: Maldito el que hace la obra de Dios fraudulentamente. Pero hay que tener en cuenta sobre todo que la desidia surge por el sopor, y el fraude por el amor propio, pues un amor de Dios pequeño provoca lo primero y el amor propio que se apodera de la mente crea lo segundo. Hace un fraude en la obra de Dios quien amándose desordenadamente a sí mismo por lo que ha hecho bien, se apresura a buscar la recompensa en los bienes transitorios (Moralia in Iob 9, 34, 53).
Jr 49, 1-6. La segunda nación del oriente a la que se dirigen los oráculos de Jeremías es Amón, territorio situado al norte de Moab y de Judá. También los amonitas habían planteado enfrentamientos a los israelitas. Se aliaron con Eglón de Moab contra los israelitas (Jc 3, 13) y los oprimieron junto con los filisteos (Jc 10, 6-Jc 11, 28). Atacaron de nuevo en tiempos de Saúl (1S 14, 47) y de David (2S 10, 1-14). En tiempos de Jeremías, algunos amonitas se aliaron con los babilonios, sirios y moabitas contra Judá (cfr 2R 24, 2), y amonita era el rey Baalís, que promovió la muerte de Godolías (cfr Jr 40, 14). Dioses de Amón eran Moloc y Milcom, a los que Salomón construyó un lugar de culto cerca de Jerusalén, como a Camós de Moab (1R 11, 7.33; 2R 23, 13). Rabá (la actual Amán, en Jordania) era la capital.
Jeremías anuncia el castigo porque este pueblo pagano, representado por su dios Milcom, se ha apoderado de un territorio que el Señor había dado a la tribu de Gad (v. 1; cfr Nm 32, 34-37; Jos 13, 24-28). A pesar de tener abundante agua y ser por eso difícil de conquistar (v. 4), caerá bajo el poder enemigo (v. 5). La ciudad de Ay (v. 3) no debe identificarse con la conquistada por Josué (cfr Jos 7, 2-Jos 8, 29). Jesbón es una ciudad que unas veces se considera amonita y otras moabita (cfr Jr 48, 2). Los profetas Amós (Am 1, 13-15) y Ezequiel (Ez 25, 1-7) dirigieron oráculos de condenación sobre los amonitas. Sólo en el caso de Jeremías se les abre una esperanza de restauración (v. 6), pero falta en la versión griega, por lo que podría ser adición tardía.
Jr 49, 7-22. El tercero de los pueblos situados al oriente de la tierra de Israel y Judá al que Jeremías dirige sus oráculos es Edom, al sur de Moab. Los idumeos eran descendiente de Esaú, hermano de Jacob (cfr Gn 25, 19-Gn 28, 9; Gn 32, 4-Gn 33, 17; Dt 23, 8) y, por tanto, de la misma familia que los israelitas. No obstante, estuvieron siempre enfrentados: en el libro del Génesis, Esaú (Gn 25, 30; cfr Jr 49, 10) es el hermano gemelo que desde el seno materno está en constante lucha con Jacob (Israel) (Gn 25, 23-26). Pero como vendió su primogenitura a Jacob, los israelitas reclamaban su superioridad sobre los idumeos. Según Ab 12, Edom se regocijó con la destrucción de Jerusalén. Tanto Isaías (Is 34, 1-17) como Ezequiel (Ez 25, 12-14; Ez 35, 1-15) tienen también oráculos contra los edomitas. Sin embargo, los que guardan un mayor parecido con los de Jeremías son los que figuran en el libro de Abdías (cfr notas a Ab 1-14).
Los oráculos anuncian la destrucción de Edom. De nada les servirá su reconocida sabiduría, que era célebre en la región de Temán al sur del país (cfr Jb 2, 11; Jb 15, 18; Ab 8; Ba 3, 22). Los dedanitas, un pueblo al sudeste de Edom, tendrán que huir por la destrucción que se cierne sobre sus vecinos (v. 8). El Señor castigará a los idumeos con Bosrá, su capital, a la cabeza, porque se han dejado llevar por el orgullo (v. 16). Edom será destruido, con una aniquilación total, como la de Sodoma y Gomorra (v. 18; cfr Gn 19, 1-28). El águila (v. 22) representa a Nabucodonosor, como se deduce de la magnífica alegoría conservada en Ezequiel (cfr Ez 17, 3-6).
Jr 49, 23-27. Después de vaticinar desgracias contra los pueblos que se encuentran en la Transjordania, Jeremías mira al confín norte. Damasco era la capital de Siria y cabeza de uno de los grandes imperios de la antigüedad, que contaba entre sus ciudades importantes con Jamat, situada a unos 200 km. al norte de Damasco, y Arpad, más al norte, no lejos de la actual Alepo. Era célebre por su esplendor. Pero aquí se anuncia que de nada le valdrá, pues también a ella le llegará el dolor y la aniquilación. Varios de sus reyes llevaron el nombre de Ben-Hadad (v. 27), por lo que aquí es sinónimo de real. Amós (Am 1, 3-5) e Isaías (Is 17, 1-3) también habían pronunciado oráculos contra ella.
Jr 49, 28-33. Más allá de las fronteras de la tierra de Israel, el poder y la justicia del Señor alcanza a las tribus árabes nómadas del desierto, Quedar (cfr Jr 2, 10) y Jasor, quizá al sudeste y al este de la tierra de Canaán. La destrucción también llegará adonde no hay ciudades y la gente habita en tiendas. El poder de Dios no queda circunscrito a los límites de los asentamientos urbanos conocidos, sino que llega a lo más remoto del desierto. La campaña de Nabucodonosor contra los árabes pudo ocurrir el 605 a.C., pero no hay datos ciertos de ella.
Jr 49, 34-39. Elam se encuentra más allá de Babilonia, en el límite del mundo conocido en tiempos de Jeremías. Su capital era Susa. De nada servirá a los elamitas su habilidad con el arco por la que eran famosos (v. 35). Serán destruidos, aunque también para ellos habrá esperanza de restauración (v. 39). El oráculo, pronunciado hacia el 597 a.C. (v. 34), se dirige a este pueblo para enseñar que el juicio de Dios llega hasta los mismos confines de la tierra. Jeremías anuncia que el Señor pondrá allí su trono (v. 38), es decir, que no habrá rincón de la tierra que escape al dominio del Señor.
Jr 50, 1-Jr 51, 19. La serie de oráculos contra las naciones (Jr 46, 1-Jr 51, 64) se abría con los dirigidos contra uno de los grandes imperios del momento, Egipto. Ahora se cierra mirando a la otra gran potencia, Babilonia. De ella vinieron las continuas amenazas de invasión en vida de Jeremías, hasta que impuso su yugo sobre Judá y Jerusalén.
A lo largo del libro, Babilonia se veía con simpatía: era el instrumento en manos de Dios para castigar al pueblo elegido por los pecados que habían cometido y para conseguir su conversión. Ahora todo ha cambiado porque Babilonia se ha excedido en sus funciones, ha destruido el Templo y no ha reconocido el dominio del Señor. Por eso, en este largo oráculo las amenazas de destrucción son contundentes y se entremezclan con cantos de esperanza para los desterrados. Se inicia (Jr 50, 2-20) indicando que Babilonia y sus dioses, Bel y Merodac, serán castigados y que su destrucción dará pie a la restauración de Israel (Jr 50, 2-7). Dios tendrá misericordia de los extranjeros deportados en Babilonia y aplastará, en cambio, la arrogancia de los nativos, mediante los ejércitos enemigos a los que Él convoca para devastar la ciudad (Jr 50, 8-16). El texto muestra los cuidados del Gran Pastor por su rebaño, Israel (Jr 50, 6.17), al que hace regresar a casa una vez purificado, tras castigar a quienes lo han oprimido (Jr 50, 18-20). Aunque podría pensarse en los medos como el enemigo invasor, no parece que el texto esté pensando en ningún pueblo en concreto, sino que más bien se esté refiriendo genéricamente a una potencia que, como ocurría en los otros casos, viene del norte a ejecutar el escarmiento del Señor (Jr 50, 3).
Seguidamente (Jr 50, 21-46) el oráculo vuelve a los anuncios de destrucción. Ésta vendrá desde el norte y llegará hasta los confines del imperio babilónico, es decir, hasta la desembocadura del Tigris y Éufrates (Merataim) por el sur, y hasta la zona fronteriza con Elam (Pecod), por el este. Los que sembraron la devastación por doquier -eran martillo-, serán devastados y quedarán atrapados como una bestia salvaje (Jr 50, 23-24); sus hombres poderosos -novillos- morirán (Jr 50, 27). La arrogancia y la idolatría de Babilonia serán la causa de que la desolación sea total (Jr 50, 29-40). La severidad y la inexorabilidad del castigo queda reafirmada por la insistencia en las ideas e imágenes ya aparecidas y por la repetición de las palabras (se menciona la espada cinco veces). Y como resumen de lo hasta ahora dicho, el oráculo reafirma que Dios no sólo profiere amenazas, sino que tiene poder para ejecutarlas (Jr 50, 41-46).
En tercer lugar (Jr 51, 1-19), abundando en lo anterior, el oráculo enseña que el que combate contra Babilonia es suscitado por Dios, para vengar a su esposa, Israel (Jr 51, 5). La ciudad que seducía al resto de las naciones no tiene posibilidades de curación a pesar de los remedios que se le han aplicado (Jr 51, 7-9). Su riqueza y su poder no le servirán para nada frente al poder del Señor (Jr 51, 10-19). Probablemente el nombre de Leb-Camay (Jr 51, 1) sustituye al de Caldea, según el mismo procedimiento empleado en Jr 51, 41 y Jr 25, 26 para designar a Babilonia como Sesac (ver nota a Jr 25, 15-38). El Papa San Gregorio aplicará en sentido espiritual las palabras de Jr 51, 9 al alma del cristiano que se encuentra en situación de pecado: A Babilonia se le dan medicinas y, sin embargo, no llega a estar sana, pues el alma, confundida por el mal obrar, oye las palabras y recibe los castigos de la corrección y, no obstante, desprecia volver a los rectos caminos de la salvación (Regula pastoralis 3, 13).
Jr 51, 20-58. El oráculo desarrolla en primer lugar (Jr 51, 20-26) la imagen ya utilizada del martillo (Jr 50, 23). Babilonia, que había sido instrumento de Dios para castigar a otras naciones, es ahora triturada por haber hecho pedazos el Templo de Jerusalén (cfr Jr 50, 28).
Pero las amenazas no cesan (Jr 51, 27-44). Se invita a la destrucción del imperio babilónico no sólo a los reyes de Media (Jr 51, 11.28), sino a los pueblos que fueron conquistados por aquél y que estaban más al norte, en la zona de Armenia (Ararat) y alrededor del lago Urmia (Miní y Ascanaz) (Jr 51, 27). Babilonia quedará desolada (Jr 51, 29-33), porque Dios acudirá a hacer justicia a la ciudad santa y a sus habitantes (Jr 51, 36-40), que como el profeta Jonás han sido devorados por un monstruo y vomitados en el exilio (Jr 51, 34-35.44). No quedará más que lamentarse por la célebre ciudad (Jr 51, 41-43), pues incluso sus murallas, famosas en el mundo entero, se derrumbarán.
El oráculo finalmente se dirige a los que están en el exilio (Jr 51, 45-58). El profeta les exhorta a tener confianza, pues el Señor cumplirá su palabra. El Señor hará venganza de lo que hicieron contra el Templo de Jerusalén, porque Él es justo remunerador.
Jr 51, 56 El Señor es un Dios remunerador. Se trata de una de las verdades acerca de Dios que se va manifestando de distintos modos y cada vez con mayor claridad a lo largo de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Forma parte de los contenidos fundamentales de la fe cristiana. Siguiendo a los profetas (cfr Dn 7, 10; Jl 3, 4; Ml 3, 19) y a Juan Bautista (cfr Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cfr Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cfr Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cfr Mt 11, 20-24; Mt 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cfr Mt 5, 22; Mt 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40) (Catecismo de la Iglesia Católica, 678).
Jr 51, 59-64. A modo de apéndice se narra otra acción simbólica. Aunque no tenemos noticias de diversa fuente acerca de este viaje de Sedecías del año 593 a.C. a Babilonia, es muy probable que el rey de Judá tuviera que presentarse en la capital del imperio a rendir vasallaje a Nabucodonosor. Además, el carácter histórico del episodio vendría reafirmado por el hecho de que Seraías era hermano de Baruc, redactor del libro.
Al leer estas palabras, y especialmente los vv. 60-64 con Jr 51, 1-19, el lector cristiano no puede menos que pensar en el anuncio de la destrucción de Babilonia que se encuentra en el Apocalipsis de San Juan (cfr Ap 16, 19; Ap 17, 5; Ap 18, 20-24; etc.). Allí Babilonia no sólo se refiere a Roma (cfr 1P 5, 13), sino a cualquier poder que quiere construir una civilización al margen de Dios. Si por un tiempo persigue a los justos, al final será castigado.
Jr 52, 1-34. El libro de Jeremías tiene como colofón el relato de la caída de Jerusalén. Muestra así que las profecías contenidas en él se cumplieron. La narración está compuesta con textos procedentes del libro segundo de los Reyes (2R 24, 18-2R 25, 30) y es reproducida sin apenas variaciones. Tan sólo omite el informe sobre el gobierno de Godolías (2R 25, 22-26).
El texto hebreo de Jeremías (no sucede así en el griego) añade al relato de 2Reyes procedente de la historia deuteronomista un resumen de las cifras de los llevados a Babilonia en las sucesivas deportaciones (Jr 52, 28-30). Éstas tuvieron lugar los años 597, 587 y 582-581. De esta última no tenemos más noticias.
Con la ascensión al trono de Evil-Merodac el año 561 el rey Yoyaquín es indultado. De este modo el libro de Jeremías termina con un rayo de esperanza, mostrando que, a pesar de tanta desgracia, Dios no abandona a su pueblo.
Lm 1, 1-22. La primera lamentación es un poema en dos partes: en la primera (vv. 1-11) el autor, con imágenes muy emotivas, presenta la desolación de Jerusalén; en la segunda, es la propia Jerusalén quien toma la palabra, primero para expresar su desconsuelo (vv. 12-19), y luego para dirigir una oración confiada a su Señor (vv. 20-22).
En el comienzo, el narrador pone ante nuestros ojos la situación actual de Jerusalén (vv. 1-11). La ciudad es como una viuda desconsolada (vv. 1-2.8) que llora por las noches, al contrastar la belleza (v. 6) y la prosperidad (v. 7) de antaño con la situación presente de hambre (v. 11) y desolación: con sus hijos cautivos (vv. 3.6) y despojada de sus tesoros (vv. 7.10). Las imágenes se agolpan, aparentemente sin orden, pero el curso de los acontecimientos es relativamente claro: Jerusalén ha sido abandonada por todos los que se decían sus amigos (v. 2), y el pueblo que la habitaba y la llenaba de gozo con su presencia ha sido deportado lejos de sus muros (v. 3). Al reflexionar, se da cuenta de la razón de su estado: El Señor la afligió por sus muchos pecados (v. 5). Su desgracia no es consecuencia del mayor poderío militar del ejército de Babilonia, ni la destrucción de la ciudad se puede achacar a que Dios no tuviese noticia de los peligros que acechaban a su pueblo, y se viese sorprendido por la derrota y la profanación de su Santuario (v. 10). Al contrario, el Señor lo sabía y no ha impedido esa sucesión de desgracias porque Jerusalén había pecado tanto (v. 8) que necesitaba algo que la moviese a recapacitar sobre la situación y la volviera de nuevo hacia su Señor. Eso es lo que ahora advierte Jerusalén y por eso, entremezcladas con los lamentos, se recogen dos plegarias en las que se le hacen presentes al Señor las miserias y los dolores (vv. 9.11). Teodoreto de Ciro comenta: La lamentación es señal de comprensión y cariño. Pienso que el divino profeta escribió las lamentaciones para ayudar a los hombres de su tiempo y a los que vendrían después: para que éstos y aquellos aprendan por las Escrituras cómo el pecado se convierte en anfitrión de otros males (Interpretatio in Threnos 1).
En la segunda parte de esta primera lamentación (vv. 12-22), Jerusalén misma, como una viuda desconsolada que ha perdido a sus hijos y sólo puede llorar (vv. 15-16), toma la palabra para pedir compasión ante sus sufrimientos. Su amargura es incontenible y parece necesitar de alguien con quien compartir sus penas para encontrar consuelo (v. 12). Desde el abismo del gran dolor reconoce, no obstante, la justicia del Señor (v. 18), y por eso concluye el lamento con una oración, en la que, desde su conversión, le pide al Señor que haga justicia (vv. 20-22).
Estas palabras, cargadas de una emoción transida por el dolor, que la liturgia de la Iglesia ha meditado durante siglos en la Semana Santa, han servido alegóricamente para revivir los sufrimientos de la Pasión del Señor, asumidos por amor para redimir al mundo de sus pecados. También Jerusalén pudo ver allí el mayor lamento y el mayor dolor. No es extraño que el texto, en especial el v. 12, frecuentemente se colocara sobre los crucifijos y sirviera para evocarlo en el ejercicio del Via Crucis: Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde Él pasa. Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo. ¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lm 1, 12). Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús. Se ha cumplido la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma (Lc 2, 35). En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina (S. Josemaría Escrivá, Via Crucis, 4ª estación).
Lm 2, 1-22. La segunda lamentación comienza y termina aludiendo explícitamente al motivo principal de las desgracias que aquejan a Sión: la ira del Señor (vv. 1 y 22), es decir, la justa indignación que le producen los pecados del pueblo. Sin embargo, en su desarrollo, el poema es una meditación en la que se reflexiona con vistas a la conversión. Santo Tomás explica que se divide en dos partes: En la primera se llora la desgracia de la destrucción (vv. 1-7) y en la segunda pasa a implorar la divina misericordia (Postilla super Threnos 2).
Comienza el canto describiendo la caída de Jerusalén (vv. 1-9). Con imágenes audaces, el autor sagrado expresa la derrota de los judíos y la destrucción del Templo no como acción de los caldeos, sino como obra del mismo Señor que se convirtió en enemigo (v. 5), repudió el Templo y su culto (vv. 6-7), y aniquiló las defensas de la ciudad (vv. 8-9). A continuación (vv. 9-12), despliega ante el lector el panorama de Jerusalén en esos momentos: no hay Ley, ni príncipes, ni profetas (v. 9), no hay alimentos (vv. 11-12), sólo silencio y llanto (vv. 10-11). Ante esa situación, el poeta inspirado le dirige diversos reproches a Jerusalén (vv. 13-19): por la desidia de los profetas (v. 14), Jerusalén no se convirtió y ha acabado por ser motivo de burla para todos. Pero no debe quedarse ahí, debe convertirse a su Señor, con una oración agónica (vv. 18-19); una oración como la que le dirige el hagiógrafo (vv. 20-22) en la que le hace presente al Señor que Israel es todavía su pueblo elegido.
La desgracia de Jerusalén es, pues, un castigo de Dios. Pero el reproche más grave es el que se dirige a los profetas. La palabra de los falsos profetas halagaba los oídos del pueblo en vez de invitarlos a la conversión (v. 14): como glosa Olimpiodoro, no te dijeron la verdad para que, al conocer las injusticias que cometías, pudieras arrepentirte (…), sino que te anunciaron profecías mentirosas y argumentos vanos para arrojarte lejos de Dios (Fragmenta in Lamentationes 2, 14). En cambio la verdadera palabra de Dios se ha cumplido: El Señor ha realizado su designio, ha cumplido su palabra, que decretó desde los días de antaño (v. 17). No sorprende que este versículo se evocara a la hora de espolear la responsabilidad de los pastores en la Iglesia: El pastor debe saber guardar silencio con discreción y hablar cuando es útil -dice San Gregorio Magno-, de tal modo que nunca diga lo que se debe callar ni deje de decir aquello que hay que manifestar. Porque, así como el hablar indiscreto lleva al error, así el silencio imprudente deja en su error a quienes pudieran haber sido adoctrinados. Ocurre con frecuencia que los pastores imprudentes, temiendo perder el aplauso de los hombres, tienen mucho miedo de decir con libertad lo que es recto. (…) Que el pastor tema decir lo que es recto, ¿qué es sino dar la espalda callándose? Por el contrario, opone un muro para la casa de Israel en contra de los enemigos quien sale al paso en defensa de la grey. De ahí que al pecar el pueblo, se diga en otro lugar: tus profetas te ofrecieron visiones vanas y estúpidas, y no te desvelaron tu iniquidad para hacerte cambiar (Lm 2, 14) (Regula pastoralis 2, 4).
Lm 3, 1-66. En la tercera lamentación, centro del libro, el patetismo alcanza su culmen cuando se expresan en primera persona los dolores experimentados. Aunque los cantos anteriores estaban lejos de transmitir una información fría de lo que había sucedido al pueblo en general, y a la ciudad santa en particular, ahora, quien ha padecido esos dolores en su propia carne y ha visto cómo pesa en su vida tal destrucción comparte con el lector lo que siente. Sus palabras, expresión de un corazón quebrantado, se unen a la voz de todos los hombres que han padecido y siguen sufriendo en el mundo debido a la guerra, la injusticia o la enfermedad, y claman con una profunda fe en Dios, con un grito entretejido de queja y esperanza.
Los primeros versículos (vv. 1-20) son un monólogo en el que el autor, mediante atrevidas metáforas, enumera las desgracias que ha sufrido. El lamento alcanza su culmen en el v. 18, cuando, privado de todo, confiesa haber perdido la esperanza en el Señor. Pero, de repente, el soliloquio cambia de tonalidad cuando el narrador no mira hacia sí mismo sino hacia el Señor, y se da cuenta de que la ternura del Señor no se acaba, ni se agota su misericordia (v. 22). Teodoreto comenta que es como si dijera: He renunciado a las esperanzas mejores, pero, aunque se me derrite el alma en el continuo recuerdo de las desgracias, acudiré a la misericordia del Señor (Interpretatio in Threnos 3, 18). A partir de esta consideración, se enumeran con minuciosidad las cualidades del Señor: su fidelidad y su bondad (vv. 23-25), su piedad (v. 32), su omnisciencia y omnipotencia (vv. 34-39), etc. Desde estas reflexiones, el autor se dirige a sus conciudadanos (vv. 40-47) invitándoles a ver que las desgracias ocurridas son consecuencia de sus pecados. Lo que debe hacer cada uno es llorar por sus faltas (vv. 48-51) y recordar que el Señor no ha fallado en los momentos decisivos (vv. 52-57). La lamentación, como las anteriores, concluye con una oración al Señor, en la que, de acuerdo con lo que ha dicho, se le pide que tome venganza de los agresores.
En una interpretación espiritual, como ya se ha indicado en otras notas, se contemplan los padecimientos descritos en los primeros versículos como testimonio de la purificación que necesita el alma para unirse a Dios, un camino ciertamente nada fácil ni cómodo, sino de abnegación y entrega, pues como señala Orígenes comentando el v. 6: Las tinieblas del alma son las tentaciones (Selecta in Threnos 3, 6). San Juan de la Cruz por su parte escribe: No se puede encarecer lo que el alma padece en este tiempo, es a saber, muy poco menos que en el purgatorio. Y no sabría yo ahora dar a entender esta esquivez cuánta sea ni hasta dónde llega lo que en ella se pasa y siente, sino con lo que a este propósito dice Jeremías: Yo soy un hombre que ha visto la aflicción… Todo esto dice Jeremías, y va allí diciendo mucho más. Que, por cuanto en esta manera está Dios medicinando y curando al alma en sus muchas enfermedades para darle salud, por fuerza ha de penar según su dolencia en la tal purga y cura (Llama de amor viva B, Canción 1ª, 21). Y Gregorio Nacianceno veía en las palabras del v. 34 una alusión a las dificultades que presenta el cristiano para acceder a Dios. Tras referirse a lo corpóreo como tinieblas, señala: Nosotros, que somos cautivos de la tierra, como dijo el divino Jeremías, y estamos envueltos en esta espesa carne, sabemos que como es imposible rebasar la propia sombra -y lo es incluso para el que va a toda prisa-, pues ésta avanza en la medida en que se le da alcance, o como la vista no puede entrar en contacto con las cosas visibles sin la mediación de la luz y del aire o los seres que nadan no pueden deslizarse fuera de las aguas, así también les es imposible a los que viven en los cuerpos trasladarse a las realidades inteligibles prescindiendo por completo de las cosas corpóreas (De theologia [Oratio 28] 12).
Lm 3, 44 Estas palabras también han dado pie a una interpretación alegórica sobre la purificación del alma que busca a Dios. San Juan de la Cruz veía en ellas el abandono y la soledad que en ocasiones pueden experimentarse, a pesar del decidido empeño por tratar a Dios en la oración. Hay aquí otra cosa que al alma aqueja y desconsuela mucho, y es que, como esta oscura noche la tiene impedidas las potencias y afecciones, ni puede levantar afecto ni mente a Dios, ni le puede rogar, pareciéndole lo que a Jeremías (Lm 3, 44), que ha puesto Dios una nube delante porque no pase la oración. Porque esto quiere decir lo que en la autoridad alegada (Lm 3, 9) dice, es a saber: Atrancó y cerró mis vías con piedras cuadradas. Y si algunas veces ruega, es tan sin fuerza y sin jugo, que le parece que ni lo oye Dios ni hace caso de ello, como también este profeta da a entender en la misma autoridad (Lm 3, 8), diciendo: Cuando clamare y rogare, ha excluido mi oración. A la verdad no es éste tiempo de hablar con Dios, sino de poner, como dice Jeremías (Lm 3, 29), su boca en el polvo, si por ventura le viniese alguna actual esperanza, sufriendo con paciencia su purgación. Dios es el que anda aquí haciendo pasivamente la obra en el alma; por eso ella no puede nada. De donde ni rezar ni asistir con advertencia a las cosas divinas puede, ni menos en las demás cosas y tratos temporales. Tiene no sólo esto, sino también muchas veces tales enajenamientos y tan profundos olvidos en la memoria, que se le pasan muchos ratos sin saber lo que se hizo ni qué pensó, ni qué es lo que hace ni qué va a hacer, ni puede advertir, aunque quiera, a nada de aquello en que está (Noche oscura 2, 8, 1).
Lm 4, 1-22. La cuarta lamentación tiene un tono análogo a la segunda. La pintura de las desgracias que afligen al país lleva a preguntarse por los culpables. Los primeros versículos describen la situación de Jerusalén (vv. 1-12). Lo que llama la atención del narrador es la hambruna que se pasó (cfr Lm 1, 11; Lm 2, 12.19): los niños no tienen qué comer (v. 4), hombres acostumbrados a la riqueza se descubren escarbando entre basuras y, aun así, están en los huesos y desfallecidos (vv. 5-8); hasta es posible que un cadáver haya servido de alimento (v. 10; cfr Lm 2, 20). La conclusión del autor es desoladora: ni los chacales hacen eso, ni el pecado de Sodoma fue tan grande como el de Jerusalén, como para merecer tal castigo. Después, desde Jerusalén, el narrador se traslada a los caminos por donde transitan los desterrados (vv. 14-21). Éstos, ciegos (v. 14), sin un Ungido, un rey, que les dirija (v. 20), son el escarnio de todo el mundo: impotentes (vv. 18-19), sin nadie que acuda en su socorro (v. 17), y despreciados por aquellos con quienes se cruzan (v. 15).
¿Cómo ha podido llegarse a esos extremos? La respuesta del narrador es clara: Por los pecados de sus profetas, por las culpas de sus sacerdotes, derramaron en medio de ella la sangre de los justos (v. 13). Quienes deberían haber orientado al pueblo no lo hicieron, y en vez de acudir al Señor buscaron su refugio en las alianzas políticas, esperando vanamente que otros pueblos acudiesen en su socorro (cfr v. 17). Sin embargo, en medio de tanto dolor, el narrador ofrece un consuelo, que es un hálito de esperanza: Tu condena está cumplida, hija de Sión: no te volverá a mandar al exilio (v. 22).
La cuarta lamentación es, pues, una llamada apremiante a acudir a Dios que es el único, en su designio inescrutable, que puede remediar la situación catastrófica a que ha llevado el exilio, como justo castigo de los pecados del pueblo y de sus gobernantes.
El v. 20 ha sido frecuentemente entendido como referido a la encarnación y a la pasión de Cristo. Orígenes, interpretando que la sombra es la encarnación, comenta: ¿Estás viendo, pues, cómo el profeta, movido por el Espíritu Santo, dice que la sombra de Cristo presta vida a los gentiles? ¿Y cómo su sombra no va a darnos vida a nosotros, cuando en la concepción de su cuerpo se dijo a María: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra? (In Canticum Canticorum 3, 2, 3). Y San Ireneo, viendo en el texto de Lamentaciones un anuncio de la pasión, escribe: La Escritura dice que Cristo, aun siendo Espíritu de Dios, debía hacerse hombre sometido al sufrimiento, y revela en cierto modo sorpresa y sobresalto ante la Pasión que debía sufrir Aquel a cuya sombra hemos dicho que íbamos a vivir. Sombra significa su cuerpo, pues así como la sombra viene producida por un cuerpo, así el cuerpo de Cristo fue producido por su Espíritu. Mas la voz sombra significa asimismo la humillación de su cuerpo y la facilidad de ser humillado. En efecto, como la sombra de los cuerpos erguidos se proyecta al suelo y es hollada bajo los pies, así el cuerpo de Cristo, echado a tierra en la Pasión, fue, por así decirlo, hollado bajo los pies (Demonstratio praedicationis apostolicae 71).
Lm 5, 1-22. La quinta y última lamentación lleva en la Vulgata el título Oración del Profeta Jeremías. Se trata, en efecto, de una súplica, llena de fe, dirigida al Señor para que intervenga en favor de su pueblo que sufre. Las tres primeras lamentaciones concluían con una oración al Señor, pero esta oración faltaba en el cuarto poema. Ahora, la súplica postrera sirve como oración final de la cuarta lamentación y como conclusión de todo el libro. Santo Tomás dirá que después de múltiples lamentos [el profeta] acude ahora al remedio de la oración (Postilla super Threnos 5, 1). En ella, tras hacer presente el dolor y la indigencia en que se encuentra (vv. 1-6), se reconocen el pecado y las infidelidades cometidas en el pasado, así como la falta de méritos para implorar misericordia desde su extrema postración (vv. 7-18). Los vv. 11-14 mencionan los principales sufrimientos de las gentes de Jerusalén y de Judá, llegando al caos, pues los ancianos ya no se juntan ante la puerta de la ciudad para deliberar sobre los asuntos (v. 14). Pese a todo, se confía en la fidelidad y en el poder de Dios para hacer retornar a la vida y a los mejores momentos a quienes no tienen fuerzas para hacerlo por sí mismos (vv. 19-22).
El núcleo de la petición se encierra en pocas palabras, de extraordinaria densidad teológica: Conviértenos a Ti, Señor, y nos convertiremos (v. 21). El Concilio de Trento, alude a ese texto al hablar de la necesidad de la gracia de Dios, con la que es necesario cooperar, para recibir la justificación: El principio de la justificación misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación, por la que son llamados sin que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la gracia de Él que los excita y ayuda a convertirse, se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia (Concilio de Trento, Decr. De Iustificatione, Sesión 6ª, cap. 5. Dz-Sch 1525). El Catecismo de la Iglesia Católica explica con sencillez esta doctrina: El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cfr Ez 36, 26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lm 5, 21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cfr Jn 19, 37; Za 12, 10). “Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento” (S. Clem. Rom. Cor 7, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1432).
Ba 1, 1-14. Con este comienzo se nos ofrece una introducción a todo el escrito. Primero, una presentación de Baruc como autor del libro (vv. 1-2), y a continuación (vv. 3-4) como lector de él ante toda la asamblea de los desterrados en Babilonia, a saber, el rey Jeconías (también llamado Yoyaquín), rey de Judá (depuesto a los tres meses de reinado y deportado por Nabucodonosor el año 597 a.C.: cfr 2R 24, 8-17), la familia real, los nobles y el pueblo en general. La asamblea reconoce sus faltas y se arrepiente (vv. 5-7; cfr 2R 23, 1-3; Ne 9, 1-3).
Los deportados hacen una colecta para enviarla a Jerusalén (vv. 6-13) -al sacerdote Joaquín y a los que habían quedado allí (cfr Esd 8, 21-36)- para que ofrezcan sacrificios expiatorios por los pecados y oblaciones, con el fin de que se aparte la ira del Señor contra ellos, los que estaban en el destierro. Entre las recomendaciones se incluye la plegaria a favor de la dinastía babilónica reinante. La brevedad del relato (vv. 10-13) y algunas imprecisiones históricas hacen pensar que se trata no tanto de una crónica de finalidad meramente histórica, cuanto de inculcar una actitud modélica: reconocimiento humilde de los pecados pasados y presentes, conversión al Señor y apertura de espíritu y de reconciliación frente a los opresores paganos. Es una mentalidad coherente con la de Jr 29, 4-14, Esd 6, 9-10; etc., y que, siglos después, culminará con la enseñanza y propia conducta de Jesucristo acerca del amor a los enemigos (cfr Lc 6, 27-38; Lc 23, 34). Es la actitud que seguirán tantos mártires cristianos, empezando por el primero de todos, San Esteban (cfr Hch 7, 59-60), y que será enseñada por San Pablo (Rm 13, 1-7; 1Tm 2, 1-3).
Ba 1, 1-9. La genealogía de Baruc (v. 1), nombre que significa Bendecido, se presenta según el estilo judaico común a los libros proféticos, pero algo más larga de lo habitual, quizás para subrayar su misión profética, ya que el libro de Baruc no estaba incluido en el volumen de los Profetas Menores. Nerías, padre de Baruc, aparece también en Jr 32, 12, junto con el abuelo Maasías.
La fecha de la lectura y de la reunión se data en el quinto año (582-581) de la destrucción de Jerusalén (587) y de la destrucción del Templo y del altar de los holocaustos (v. 2). Sin embargo, se supone que seguían ofreciéndose sacrificios en el recinto sacro (Ba 1, 10). Esta indicación hace pensar que la redacción final del libro se debió de hacer bastante tiempo después del retorno del destierro, cuando se volvió a usar el Templo y se reconstruyó el altar (cfr Esd 3, 2).
El rey Jeconías (v. 3), según la transcripción de la Vulgata y de la mayoría de las versiones castellanas, es el Yoyaquín del texto hebreo, o Joaquín de algunas versiones, hijo de Yoyaquim, o Joaquim, que aparece en Jr 22, 24-30. Sabemos por los libros históricos (2R 24, 8-20) que Jeconías/Yoyaquín reinó en Judá sólo tres meses, antes de ser depuesto y deportado a Babilonia por Nabucodonosor. Éste dejó como rey de Judá a Sedecías, tío de Jeconías, el 597 a.C. y permitió a Yoyaquín vivir en cautividad mitigada. Tablillas babilónicas escritas con caracteres cuneiformes atestiguan la presencia alrededor de Jeconías de una pequeña corte. Más tarde fue puesto en libertad vigilada por Evil-Marduc (Evil-Merodac), sucesor de Nabucodonosor. Según los libros históricos el sacerdote Joaquín que aquí se cita (v. 7) debía de ser un sacerdote de segundo rango, y no el sumo sacerdote Yehosadac, que ocupaba el cargo cuando se produjo la conquista de Jerusalén el año 587, y fue deportado a Babilonia (cfr 1Cro 5, 41).
Nabucodonosor hizo dos deportaciones. La primera, a la que se alude en el v. 9, fue la del año 597; en ella deportó al rey Jeconías/Yoyaquín, con su corte, nobles y parte del pueblo (cfr 2R 24, 10-12). La segunda deportación fue más tarde, el 587, cuando Sedecías se rebeló contra el rey de los caldeos: Jerusalén fue tomada y destruida. Nabucodonosor mandó sacarle los ojos, después de contemplar la muerte de sus hijos y llevarlo encadenado a Babilonia (cfr 2R 25, 1-7).
El río Sud, mencionado en el v. 4, era un canal del Éufrates.
Ba 1, 5-6. Los tres verbos, llorar, ayunar y orar (v. 5), resumen la actitud de dolor y penitencia de los judíos en el destierro. Esos actos se completaban con la limosna y resumen también la finalidad de todo el libro: avivar el dolor por las faltas cometidas, expiar con la mortificación y dirigirse a Dios con confianza para recuperar su benevolencia. La tradición cristiana, siguiendo la predicación de Jesucristo (Mt 6, 1-18), ha enumerado como obras de penitencia la oración, el ayuno y la limosna. Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente. El ayuno, en efecto, es el alma de la oración y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlas pues no pueden separarse (…). La oración, la misericordia y el ayuno, deben ser como un único intercesor en favor nuestro ante Dios, una única llamada, una única y triple petición (S. Pedro Crisólogo, Sermones 43).
Ba 1, 11 Baltasar aparece también en el libro de Daniel (Ba 5, 1-2.13.22) como hijo de Nabucodonosor. En realidad, fue hijo de Nabonid y quinto sucesor, sólo corregente, de Nabucodonosor. Es un anacronismo debido al carácter sintético del relato y a su visión teológica: el reinado de Nabucodonosor, el destructor de Jerusalén, se prolonga hasta casi la intervención de los persas, que dieron muerte a Baltasar el 539 a.C. (cfr Dn 5, 1-Dn 6, 1).
Ba 1, 15-Ba 3, 8. Terminada la introducción, viene ahora propiamente la primera sección del libro. Contiene la temática general de confesión pública de los pecados y petición de perdón a Dios. A primera vista parece desordenada y repetitiva. Sin embargo, pueden distinguirse cuatro piezas sucesivas: 1ª) Ba 1, 15-Ba 2, 5. Confesión sobrecogedora por parte de los deportados: reconocen humildemente que han pecado contra el Señor, no han creído en su palabra desde los tiempos de la salida de Egipto, han obrado el mal y, por eso, Dios los ha castigado dispersándolos entre las naciones. Se cumplen así las antiguas predicciones divinas hechas a Moisés (Ba 1, 15-22). 2ª) Ba 2, 6-26. Es en parte paralela a la anterior, pero suplicando la misericordia y el perdón de Dios (Ba 2, 13-16; cfr v. 29). 3ª) Ba 2, 27-35. Recuerdan que Dios, tras la conversión de su pueblo, le reitera la promesa de devolverle su tierra, de la que no serán expulsados, y sellar con ellos una Alianza eterna. En los últimos versículos, Ba 2, 29-30, se resumen los oráculos de Jr 25, 8-11 y Jr 27, 22. 4ª) Ba 3, 1-8. Nueva oración de súplica, intensamente patética, para que Dios los salve. Tiene claros parecidos con Dn 9, 4-19, con el estilo de Jeremías y con Dt 28-32.
Ba 1, 15-22. Empieza una oración de lamentación y contrición del pueblo por su conducta, motivo que ocupará gran parte del libro. Expresiones semejantes se encuentran en Dn 9, 5-11. Tres veces se repite como estribillo: No hemos escuchado la voz del Señor (vv. 18.19.21; cfr Ba 2, 5). Se señalan tres pecados: desobediencia a los mandamientos de Dios (v. 18); desoír las palabras de los profetas, enviados de Dios (v. 21); haber caído en la idolatría (v. 22).
Ba 2, 1-5. Continúa la lamentación anterior con el reconocimiento de las atrocidades acontecidas durante el cerco de Jerusalén, con referencia al oráculo de Jr 19, 9 (que evoca las ocurridas antes en el asedio de Samaría: cfr 2R 6, 24-31). Reitera ampliamente la confesión de la desobediencia a Dios y la aceptación de que las calamidades y desgracias del pueblo son merecido castigo de la justicia de Dios. El relato adquiere así un sentido teológico, en el que se manifiesta la soberanía de Dios en la historia.
La enseñanza fundamental de Baruc en este pasaje es el escarmiento ante la experiencia de que no escuchar a Dios acarrea el caer en acciones infrahumanas y ser esclavo de pueblos y dioses extraños.
Ba 2, 6-26. Después de reiterar el reconocimiento de los pecados (vv. 6-10), continúa una oración contrita, con petición angustiada a Dios para que manifieste su misericordia (vv. 11-18), mirando desde su santo Templo de Jerusalén. Al mismo tiempo, el recuerdo de las señales y prodigios realizados en el éxodo de Egipto es motivo de esperanza (v. 11). La oración recurre a un tema habitual en el Antiguo Testamento (vv. 17-18): en el mundo infernal no se alaba a Dios (cfr Sal 6, 6; Sal 30, 10; Sal 88, 6.12-13; Is 38, 18-19). El escrito sagrado habla de hades, pero no hay que pensar en la mitología griega sobre el más allá, sino que debe entenderse como el seol hebreo, el destino de los que mueren (cfr nota a Jb 26, 5-14). Son los vivos los que pueden alabar a Dios; pero se añade un matiz importante: los verdaderos adoradores de Dios son los débiles y los que sufren, en referencia a los pobres del Señor (cfr Is 49, 13; Is 66, 2; So 2, 3).
Los vv. 19-26 retoman el reconocimiento de que los tremendos castigos recibidos de manos de Babilonia están bien merecidos y son cumplimiento de las predicciones antiguas. La mención de los tres males, hambre, espada y peste (v. 25), la encontramos también en Jr 14, 12; Jr 24, 10; Jr 38, 2: enfatiza la totalidad de la destrucción.
La oración de los vv. 11-18, junto con la de Ba 3, 1-8, es citada por Juan Pablo II, como ejemplo autorizado de súplica de la misericordia de Dios: Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando, a su vez, adquiría conciencia de la propia infidelidad -y a lo largo de la historia de Israel no faltaron Profetas y hombres que despertaban tal conciencia-, se apelaba a la misericordia (…). Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces (cfr Jc 3, 7-9), la oración de Salomón al inaugurar el Templo (cfr 1R 8, 22-53), una parte de la intervención profética de Miqueas (cfr Mi 7, 18-20), las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías (cfr Is 1, 18; Is 51, 4-16), la súplica de los hebreos desterrados (cfr Ba 2, 11-3, 8), la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio (cfr Ne 9) (Dives in Misericordia, 4).
Ba 2, 27-35. Tras el castigo, viene la promesa de restauración, habitual en los oráculos proféticos. Se recuerda con confianza que Israel se convertirá y dará gloria a Dios, que les otorgará tres beneficios: la vuelta a su tierra (v. 34), el crecimiento y el establecimiento de una Alianza eterna (v. 34-35). En las palabras de Dios se encuentra un eco de lo establecido con Moisés a través de las bendiciones y maldiciones prometidas a los que respetasen o quebrantasen la Ley (cfr Lv 26, 39-45; Dt 30, 1-10). Sobre la Alianza nueva y eterna cfr Jr 31, 31-33; Ez 36, 24-31; Sal 89, 29-38.
Ba 3, 1-8. Estos versículos constituyen una oración conclusiva de súplica de los deportados. Ésta se apoya en dos puntos: a) el arrepentimiento por las culpas pasadas (v. 1), que se atribuyen a los padres (vv. 4-5.8); y b) el contraste entre el Señor que está sentado en su trono para siempre, esto es, que reina, y los desterrados que perecen para siempre en la miserable situación actual (v. 3). El contraste se subraya para mover a compasión a Dios (los mismos argumentos se encuentran en Dn 3, 25-45; Dn 9, 4-19). Teodoreto de Ciro, glosando el v. 1, comenta: Tienes un océano de benevolencia, tienes un abismo de misericordia: derrámala sobre los que están necesitados, pues la misericordia conviene tanto a los que han pecado como a los que se han arrepentido (Interpretatio in Baruch 3, 1). Destaca el sentido de solidaridad con las generaciones pasadas y el convencimiento de que los sucesos históricos son la manifestación de la voluntad divina.
Los intérpretes fluctúan acerca del sentido exacto de la expresión los muertos de Israel (v. 4). ¿Se trata de las oraciones de los difuntos por sus descendientes, o de las oraciones de los patriarcas y de los profetas pronunciadas antes de su muerte? De todas formas, quizá sea una expresión hiperbólica: los muertos serían los desterrados, cuya situación es comparada a la del seol (cfr Ba 3, 10-11).
Ba 3, 9-Ba 4, 4. La sección es una reflexión y elogio de la Sabiduría verdadera, que es atributo de Dios. A su vez, constituye una exhortación a Israel (Escucha, Israel: 3, 9). Esta parte de Baruc se acerca por estilo y temática a los escritos sapienciales del Antiguo Testamento. La verdadera Sabiduría ha sido comunicada a Israel, que sin embargo la ha abandonado (Ba 3, 9-14). Las naciones paganas buscan una sabiduría donde no la hay, una sabiduría de horizontes meramente humanos: piensan hallarla en el poder, las riquezas, el dominio de los recursos naturales y la utilización de los animales (Ba 3, 15-31). Han errado al no buscarla en la Sabiduría que viene de Dios (Ba 3, 32-36; cfr Jb 28, 12-28; Si 1, 1-10; Sb 7, 7-14). El Señor reveló en la Ley su Sabiduría a Israel, que debe sentirse dichoso por haber sido elegido como depositario de los mandamientos de Dios (Ba 3, 37-Ba 4, 4).
Esta sección es la parte del libro que más ha sido más comentada por los Padres (cfr Ba 3, 37-38). Así por ejemplo, Ba 3, 29-4, 1 es citado por San Ireneo, que ve en ellos el anuncio profético de la salvación de la humanidad mediante la Encarnación del Verbo. He aquí sus palabras: En todo lugar, donde alguien que cree en Él y haciendo su voluntad lo llama invocándolo, Jesús se le hace cercano y está con él, acogiendo las peticiones de quien lo invoca con pureza de corazón. Recibida así la salvación, damos gracias cada día que, en su inmensa e insondable sabiduría, nos salva y anuncia desde lo alto del cielo la salvación, que consiste en la venida visible de nuestro Señor, esto es, en su vida humana; salvación que nosotros, abandonados a nosotros mismos, no habríamos podido recibir nunca. Pero lo que es imposible a los hombres es posible a Dios (Demonstratio praedicationis apostolicae 97).
Ba 3, 9-14. ¿Por qué Israel se encuentra deportado en tierra extraña? Porque ha abandonado el camino de Dios (v. 13). Dios es llamado fuente de la sabiduría (v. 12), adelantando la contestación a la pregunta de Ba 3, 15. La Sabiduría es descrita (v. 14) con varios sinónimos que ensalzan su riqueza: es prudencia, fortaleza, sensatez; al encontrarla se encuentra la longevidad y la vida y la luz de los ojos y la paz. Comentando sobre el don de entendimiento y la prudencia, San Buenaventura remite a este versículo: En todas las cosas que dirigen nuestro entendimiento respecto de lo que debemos hacer y evitar, debe servirse el hombre de la consideración del fin. Es menester, en efecto, que el hombre espere algo en aquello que hace. Si intentas una comodidad temporal, esperas una recompensa miserable. La estimada, más aún, la estimadísima perla es el bien eterno. De ahí en Baruc: Aprende dónde está la prudencia… (De septem donis Spiritus Sancti 8, 10).
Ba 3, 15-21. En contraste con la verdadera Sabiduría de Dios, fuente de vida, se considera la caducidad de todo lo humano. Nada humano permanece para siempre: ni el poder, ni la habilidad, ni el oro, ni la plata. Aparecen mezcladas personas de diversas categorías sociales y oficios: príncipes de las naciones, como Nabucodonosor, cuyo poder creía ser omnímodo (cfr Jr 27, 6; Dn 2, 37-38); expertos en el arte de cetrería; ricos que amontonan oro y plata; y orfebres que trabajan con maestría sin dar a conocer los secretos de su arte. Todos bajan al hades y son reemplazados por otros.
Ba 3, 22-28. La Sabiduría es superior a todos los mortales. Si se ha olvidado en Israel, menos aún se encuentra en las naciones de alrededor, aunque tengan fama de haberla tenido. Se citan cuatro pueblos renombrados por su sabiduría: cananeos, idumeos o edomitas, nabateos y mercaderes de Merrán (lugar desconocido: una variante lee Madián) y Temán. Los cananeos eran los antiguos pobladores de la tierra prometida, de los cuales aprendieron los hebreos la agricultura y las artes. Los habitantes de Temán, ciudad de Edom a orillas del mar Rojo, son citados por Jr 49, 7 como ejemplo de sabiduría; de ellos procedía Elifaz, el temanita, uno de los tres sabios amigos de Job (Jb 2, 11). De los hijos de Agar, los ismaelitas, procedían los nabateos, población seminómada del desierto, mercaderes también. Estos pueblos tenían una compleja mitología para explicar la generación de los dioses, y el origen de la tierra y de los hombres.
Pero la Sabiduría no sólo no se encuentra entres otros pueblos. Ni siquiera la tuvieron los gigantes, mencionados en Gn 6, 2-4 y Nm 13, 32-33. Eran los antiguos habitantes de la tierra prometida, a los que se describe como gigantes (nefilim), fuertes en el combate. Se trata de una tradición oral muy antigua, en la que estaban mezclados elementos mitológicos de los pueblos circundantes. Por ejemplo, en la mitología griega existía también el mito de los Titanes, que intentaron asaltar el monte Olimpo, morada de los dioses, y destronar a Zeus; pero fueron fulminados por los rayos de éste; de la sangre y ceniza de los titanes, mezcladas con la tierra, nacieron los hombres. No hay que pensar en dependencias literarias de Baruc. El texto profético supone sólo un reflejo de la conciencia común a muchas religiones del origen divino del hombre, y se hace eco de la antigua tradición, depurándola de adherencias politeístas. Otros pasajes del Antiguo Testamento refieren la existencia en la tierra de Canaán de hombres de dimensiones extraordinarias (cfr Dt 3, 11, donde se menciona a Og, rey de Basán, último de los refaim, cuyo lecho medía nueve codos de largo y cuatro de ancho; y 1S 17, 4-7, donde el gigante Goliat medía seis codos y un palmo de altura).
Ba 3, 29-31. Con unas preguntas retóricas, que recuerdan textos sapienciales (cfr Sb 9, 9-11; Si 24, 4-7), el autor cierra su razonamiento: la Sabiduría no se puede encontrar con ningún medio meramente humano; pertenece sólo a Dios. Es atributo divino. Olimpiodoro, glosando el v. 31, comenta: Si alguien piensa que ya conoce algo, todavía no lo ha conocido como debe ser conocido (Fragmenta in Baruch 3, 31).
Ba 3, 33-36. Para evitar el peligro de politeísmo y de panteísmo, al considerar que la Sabiduría es algo divino, el hagiógrafo reafirma su fe monoteísta y su noción de creación. Es imposible confundir al Creador con sus obras: la luz y las estrellas (cfr Jb 9, 9; Jb 38, 35).
Ba 3, 37-Ba 4, 4. El Señor expresó su Sabiduría en la Ley y se la dio a Israel. Como se recoge sobre todo en el libro del Eclesiástico (Si 19, 20-28; Si 24, 1-47; etc.), la Sabiduría no sólo es un don de Dios al pueblo, sino que se identifica con la Ley de Moisés, cumbre de las manifestaciones de Dios.
Ba 3, 37-38. Dos afirmaciones merecen ser destacadas: 1) En común con otros libros sapienciales, la Sabiduría aparece como don de Dios a los patriarcas y al pueblo de Israel (v. 37; cfr Si 24, 8-12); 2) Pero no sólo perteneció a Israel, sino que vivió en medio de los hombres (v. 38); es una apertura más al universalismo del Antiguo Testamento.
San Gregorio de Nisa veía en las palabras del v. 37 una fundamentación de cómo Dios en su providencia y disposición del mundo cuida de los hombres: Él descubrió todo arte y ciencia y se la dio a Jacob… Así han sido descubiertas artes que usan el fuego, artes que no lo usan y artes que usan el agua; y mil inventos y mil métodos, para que nada falte a satisfacer las necesidades de la vida (De beneficentia 1).
Como ocurre con otros pasajes similares donde también se habla de la Sabiduría personificada (cfr Pr 8, 1-36; Sb 6, 12-21; Sb 9, 10; Si 15, 2-6; etc.), algunos Padres de la Iglesia e intérpretes vieron en el v. 38 (cfr Sb 9, 10; Pr 8, 31) un vislumbre de la Encarnación del Verbo de Dios (cfr Jn 1, 14). Ya se ha dicho que San Ireneo vio en ese pasaje un anuncio de la Encarnación del Verbo, y consignó su interpretación en la Demostración de la predicación apostólica (cfr nota a Ba 3, 9-Ba 4, 4). Vuelve a la misma exégesis en la más célebre y profunda de sus obras, Contra las herejías: Éste es su Verbo, nuestro Señor Jesucristo, que en los últimos tiempos se ha hecho hombre entre los hombres, para unir el principio con el final, esto es, al hombre con Dios. Por eso los profetas, recibido de Él el don profético, anunciaron su venida en la carne, venida que ha estrechado en comunión y unidad a Dios con el hombre, según el beneplácito del Padre. Desde antaño, el Verbo de Dios había preanunciado que Dios se dejaría ver por los hombres en la tierra (Ba 3, 38), conversaría con ellos, se entretendría en coloquios con la obra modelada por Él para salvarla y acogerla en Sí (Adversus haereses 4, 20, 5).
También el v. 38 se percibe con claridad en el siguiente pasaje de San Juan Damasceno, en el que explicando que Dios opera en todas partes, reproduce libremente las palabras de Baruc: La tierra, en cambio, es el escabel de sus pies (Is 66, 1), donde, por medio de la carne, ha demorado con los hombres (Expositio fidei 1, 13).
Haciéndose eco de los Padres, el Concilio Vaticano II alude al texto de Baruc: En esta revelación, Dios invisible (cfr Col 1, 15; 1Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como a amigos (cfr Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cfr Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía (Dei verbum, 2). En el v. 38, para el sintagma que hemos traducido por ha convivido entre los hombres, el texto griego emplea el verbo synanestrafe, que el latín traduce por conversatus est. El sentido es un modo de conducta familiar en medio de los hombres; lo que Baruc afirma es la familiaridad entre Dios y los hombres; tal familiaridad ha tenido su expresión máxima en la Encarnación del Hijo de Dios.
Ba 4, 5-Ba 5, 9. Llegamos aquí a la cuarta sección del libro de Baruc, de contenido poético. Alternan los géneros de lamentación, esperanza, conversión a Dios y consuelo. El argumento general gira en torno a Jerusalén, que llora a sus hijos dispersos entre las naciones, confiesa su propia incapacidad para prestarles ayuda y reconoce que sólo el Señor y Dios de Israel es su única esperanza. Se pueden distinguir cuatro pasajes: 1) Consolación y aliento (Ba 4, 5-8). 2) Lamentación de la propia Jerusalén, que se dirige a las ciudades de Judá (Ba 4, 9-16) y a sus propios hijos exhortándoles a la conversión (Ba 4, 17-29). 3) Cántico de alegría (Ba 4, 30-37). 4) Recapitulación consoladora de todo el libro (Ba 5, 1-9).
Ba 4, 5-8. El pueblo elegido será castigado por su infidelidad, pero tiene motivos para el consuelo: un resto, un memorial (v. 5), permanecerá fiel y volverá del destierro. Se muestra así que el castigo divino no es para destrucción de su pueblo, sino para su enmienda, y será el comienzo de un nuevo pueblo. El tema del resto de Israel es clásico en los profetas (cfr Am 5, 15; Mi 4, 7; Is 4, 2-6; Is 10, 20-21; Jr 3, 14; Jr 5, 18; Ez 14, 22; etc.), y marca el sentido teológico de la historia: todos los acontecimientos están dirigidos por la mano de Dios.
Ba 4, 9-16. Ahora es Jerusalén quien habla. Se presenta como una madre viuda que ve que sus hijos son llevados lejos en cautividad: La llama viuda porque se ha quedado desprovista de los cuidados divinos (Teodoreto, Interpretatio in Baruch 4, 12). Es un canto de lamentación, por los que la dejan sola, casi un eco de la poesía del Libro de las Lamentaciones.
Ba 4, 17-29. Pero el castigo de Dios no es definitivo; queda abierta la puerta a la esperanza, apoyada en la misericordia y bondad del Eterno, que es llamado Salvador (v. 22). Se anuncia el retorno de los desterrados y la alegría de la ciudad santa, con tonos que recuerdan la última parte del libro de Isaías (cfr Is 60, 1-4; Is 63, 7-9; Is 66, 10-11) y algunos oráculos de Jeremías (cfr Jr 30, 18-22). Es en suma una mezcla de canto de consuelo y exhortación a convertirse al Señor.
Ba 4, 30-37. El profeta anima a Jerusalén con un canto de alegría porque tornarán sus hijos cautivos de oriente y occidente (vv. 36-37), mientras se cierne el castigo de la que retuvo a sus hijos, alusión implícita a Babilonia y a cuantos pueblos oprimieron a Judá.
En el v. 30, dar el nombre equivalía a establecer una relación de posesión; el que recibía el nombre pertenecía al que se lo otorgaba. Jerusalén pertenecía a Dios, que le había dado el nombre y se lo volvería a dar después del destierro (cfr Is 1, 26; Is 60, 14; Is 62, 2-4; Jr 30, 17; Jr 33, 16).
Los vv. 36-37 evocan resumidamente a Is 60, 1-22.
Ba 5, 1-9. A modo de recapitulación, el libro termina con un nuevo canto de consuelo, el cuarto del escrito. Se promete la felicidad de la gloria para siempre, con connotaciones escatológicas. La nueva Jerusalén recibirá un nombre simbólico, que expresa no sólo la pertenencia a Dios, sino también sus propiedades esenciales: será Paz de la justicia y Gloria de la piedad (v. 4), que es como decir paz justa y piedad gloriosa. Olimpiodoro comenta en sentido espiritual: Puesto que Cristo es nuestra paz y Él es nuestra justicia y nuestra gloria, y Él es ejemplo de nuestra ciudadanía según la piedad, también nosotros recibimos de Él esos nombres (Fragmenta in Baruch 5, 4).
Los paralelos de este pasaje con la literatura profética y sapiencial son numerosos: Is 40, 4-5; Is 49, 18-22; Is 60, 1-4; Jr 30, 15-22; Sal 126; etc. Pero aún resulta más sugerente la relación de los vv. 1-9 con la visión de la Jerusalén mesiánica del Apocalipsis de Ap 21, 1-4, que ya descubrió San Ireneo en su Adversus haereses, donde concluye: No se puede dar una interpretación alegórica a esto: todo es cierto, verdadero y concreto, y ha sido querido por Dios para gloria de los hombres justos. Como verdaderamente Dios es el que hace resucitar al hombre, así verdaderamente el hombre se vigorizará con la incorruptibilidad y se fortalecerá, en el tiempo del Reino, para poder acoger luego la gloria del Padre. Cuando todo sea renovado, habitará verdaderamente en la ciudad de Dios (Ba 5, 3-2).
Ba 6, 1-72. La extensa Carta de Jeremías, tal como lo indica su encabezamiento, está dirigida a los que van a ser llevados cautivos a Babilonia por el rey de los babilonios. En la versión de los Setenta es un escrito independiente, que viene a continuación de las Lamentaciones de Jeremías. La Vulgata latina la incluye unida al libro de Baruc. Cuando los libros sagrados se dividieron en capítulos, la Carta figuró como capítulo sexto de Baruc, y así viene en la Neovulgata y muchas versiones modernas. En conjunto, la epístola es una sátira contra los ídolos y cultos paganos con el fin de evitar su influjo en los judíos de la deportación. Ofrece semejanzas con Sb 13-15, si bien los capítulos del libro de la Sabiduría presentan argumentos más profundos. También contiene pasajes semejantes a Is 40, 19-20; Is 44, 9-20; Is 46, 1-7; Jr 10, 1-16; Sal 115, 4-8; etc.
Las referencias a los cultos babilónicos son predominantes, como el dios Bel (es decir, Marduc, v. 40), los ritos de prostitución sagrada (vv. 42-43) y los cuidados para conservación y traslado de los ídolos (vv. 10-13.23-27.32.71). Según esto, la Carta podría constituir, más en concreto, una diatriba contra el culto del dios Tamuz (cfr v. 31; Ez 8, 14-15), pero el conjunto contempla cualquier clase de idolatría; incluso las circunstancias podrían repetirse en la época de dominación helénica. El Catecismo de la Iglesia Católica, al explicar el primer mandamiento de la Ley de Dios, cita como autoridad de revelación, entre otros textos del Antiguo Testamento, la Carta de Jeremías en toda su extensión: El primer mandamiento condena el politeísmo. Exige al hombre no creer en otros dioses que el Dios verdadero. Y no venerar otras divinidades que al único Dios. La Escritura recuerda constantemente este rechazo de los ídolos… (Catecismo de la Iglesia Católica, 2112).
La Carta puede estructurarse en nueve párrafos a tenor de una frase que, con algunas variaciones y a modo de conclusión, aparece en los vv. 14.22.28. 39.44.51.56.64.68, marcando el final de cada párrafo: Por eso se conoce que no son dioses: no les tengáis miedo. Con este estribillo, el autor de la Carta llama la atención hacia la idea principal que quiere inculcar.
Ba 6, 1-6. Se da por supuesto que el destierro va a durar mucho tiempo (v. 2); por ello, la Carta previene contra la seducción y el temor que puedan experimentar los deportados al ver las fastuosas procesiones de los ídolos babilónicos.
Las siete generaciones del v. 2 son setenta semanas en Dn 9, 24-25. Pero en Jr 25, 11 y Jr 29, 10 se concreta más: el destierro durará setenta años. En cualquier caso, no se trata de una cronología exacta sino simbólica: da relieve al número siete, que indica plenitud.
En el v. 6 es Dios quien habla. La referencia al ángel recuerda a Ex 23, 20-24, donde Dios promete a su pueblo la asistencia de un ángel durante la estancia en el desierto y la entrada en la tierra prometida. Puede tratarse de un ángel o de la presencia misteriosa de Dios.
Ba 6, 7-14. Que los ídolos son sólo objetos fabricados por el hombre sin poder alguno constituye un lugar común en la literatura del Antiguo Testamento contra la idolatría. En concreto, estos versículos tienen paralelos en libros proféticos y sapienciales (cfr p. ej. Is 40, 19-20; Is 41, 6-7; Is 44, 9-20; Jr 10, 1-16; Sal 115, 4-8; Sal 135, 15-18; Sb 13, 10-19). Aquí, en contraste implícito con el Dios de Israel que habla a su pueblo, se muestra que los ídolos de las naciones son mudos (v. 7). Y frente al Dios que salva, se ridiculiza su incapacidad para salvar a otros o salvarse a ellos mismos (vv. 12-13). Además, el comportamiento de los sacerdotes idólatras es manifestación clara de su impotencia y vanidad (vv. 8-11).
Ba 6, 15-28. La argumentación contra los ídolos alcanza con frecuencia el sarcasmo. Enfatiza que son inútiles, como cacharros rotos; o que los guardan como a criminales en prisión o que se han de tomar toda suerte de precauciones para que no los roben los ladrones, porque no pueden defenderse; ni siquiera pueden luchar contra los gusanos ni espantar a los animales (vv. 15-21). O bien subraya que son insensibles y, en contraste con las estrictas normas del culto en Israel (Lv 6-7), dependientes de la impiedad de unos sacerdotes corruptos (vv. 23-27). Minucio Félix, en su exposición de la fe cristiana, evoca este pasaje para criticar la irracionalidad de la superstición romana: ¡Cuántas cosas los animales mudos aprecian instintivamente de vuestros dioses! Los ratones, las golondrinas, los milanos saben y se dan cuenta de que son insensibles: los pisotean, se sientan sobre ellos y, si no se les echa, hacen el nido en la boca misma de vuestro dios; las arañas les envuelven el rostro con su tela y cuelgan sus hilos de su misma cabeza. Vosotros los laváis, limpiáis, frotáis y protegéis y teméis a aquellos que vosotros mismos fabricáis, sin que ninguno de vosotros piense que debe antes conocer a Dios que darle culto, ya que todos se apresuran a obedecer irreflexivamente a sus antepasados, prefiriendo adherirse al error ajeno que fiarse de sí mismos, porque nada saben de aquello que temen (Octavio 24, 9-10).
Ba 6, 29-68. A diferencia de lo que sucede entre los israelitas, el hagiógrafo se burla de que dejen que las mujeres tomen parte en las ceremonias (v. 29), lo que constituye un escándalo para los judíos, y utilicen las prendas de los ídolos en favor personal y de sus familias (v. 32). Los vv. 30-31 hablan de ritos en banquetes fúnebres que estaban prohibidos en la Ley (cfr Lv 21, 5-10). Los ídolos son impotentes para corregir esas aberraciones y para librar a sus devotos de las desgracias (vv. 33-38), en claro contraste con el Dios de Israel que constituye reyes, da prosperidad o pobreza, pide cuenta de los votos, libra de la muerte, o es misericordioso con los débiles (cfr 1S 2, 8; Pr 30, 8; Dt 23, 22; Sal 35, 10; etc.).
Incluso los caldeos deshonran a los ídolos, pues, al pedirles milagros que no pueden hacer, ponen de manifiesto su impotencia. Pretenden que un sordo, el dios Bel (Marduc), cure a un mudo (vv. 40-41), mientras que el buen israelita sabe que sólo el Señor es quien hace hablar a los mudos (cfr Is 35, 6). Lo más grave de todo es que en esos cultos se practica la prostitución sagrada (vv. 42-43), gravemente condenada por Dios (cfr Dt 23, 18-19). Además, la incapacidad de los ídolos para conseguir librar de los males a los hombres es otra manifestación de su falsedad. El origen de los ídolos es fruto de la mentira, mera invención humana: no son más que objetos fabricados por mano de artífices (vv. 45-50).
El autor de la Carta tiene en la mente que es el Dios de Israel, el verdadero Dios, quien instituye a los reyes (cfr p. ej. 1S 10, 1-9; 1S 16, 1-13; etc.), y da la lluvia (cfr p. ej. Dt 11, 14; Sal 147, 8; etc.). Es inútil que los paganos pidan esos dones a los ídolos, porque, además de ser pájaros de mal agüero, no pueden salvarse de un incendio o enfrentarse a un rey (vv. 52-55). Olimpiodoro, en uno de los fragmentos de su comentario de la Carta, se detiene en mostrar el sentido alegórico de los cuervos mencionados en el v. 53. Como son animales impuros, ve en ellos una imagen de los demonios que fueron arrojados por Dios desde las esferas celestiales y son espantados de la tierra por los hombres santos con la ayuda de Cristo (Fragmenta in epistulam Jeremiae 6, 53).
Los ídolos no sirven para nada; son inútiles: no se salvan de ser robados, aunque valen más que ellos los reyes de la tierra y cualquier instrumento doméstico o elemento arquitectónico de las casas (vv. 57-58). Incluso los seres inanimados y los fenómenos de la naturaleza, sol, luna, estrellas, rayo, viento, nubes, fuego, valen más que los ídolos: éstos ni son capaces de hacer justicia a los hombres ni pueden reportarles ninguna utilidad (vv. 59-63).
Implícita está también en el autor de la Carta la soberanía del Señor sobre cielos y tierra, que con sus bendiciones y dones ordena a los seres creados hacer su función en el concierto del universo. En cambio, los ídolos no pueden nada sobre las criaturas, reyes, naciones, elementos de la naturaleza, fieras (vv. 65-67).
Ba 6, 69-72. Los ídolos no sirven para nada (v. 69) porque no son nada (v. 70); es más, son una vergüenza para el país que se acoge a ellos (v. 71). Parece que el autor ha guardado para el final las ironías más punzantes: los ídolos son espantapájaros que no espantan (v. 69), difuntos en las tinieblas (v. 70). Frente a esa imaginería, la sencillez de la conclusión: el hombre justo no tiene ídolos (v. 72). La vida humana se unifica en la adoración del Dios Único. El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre y lo salva de una dispersión infinita. La idolatría es una perversión del sentido religioso innato en el hombre. El idólatra es el que “aplica a cualquier cosa en lugar de Dios su indestructible noción de Dios” (Orígenes, Cels. 2, 40) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2114).
Ez 1, 1-3. El encabezamiento contiene, como es habitual en los libros proféticos, las referencias personales del protagonista, la datación de su ministerio y los lugares donde lo ejerció. Ezequiel, por ser hijo del sacerdote Buzí, es sacerdote, y lo dejará entrever a lo largo del libro, por ejemplo al insistir en el cuidado de las normas rituales y en el empleo recurrente de las técnicas pedagógicas utilizadas por los profesionales del Templo.
El año treinta. La fecha con que enfáticamente comienza el libro es clave para datar el ministerio de Ezequiel, aunque no es fácil determinar cómo debe interpretarse. Podría referirse a la edad que tenía el profeta al comenzar su misión, como si dijera cuando tenía treinta años, o también podría precisar el momento en que acaeció la teofanía que describe a continuación (vv. 2-3). Como ésta tiene lugar el 593 a.C. (ver más abajo), los treinta años estarían señalando el periodo de tiempo transcurrido desde el hallazgo del libro del Deuteronomio, el año 622 a.C. en tiempos del rey Josías (cfr 2R 22, 1-23, 30). Sin embargo, desde Orígenes (Homiliae in Ezechielem 1, 4), la mayor parte de los estudiosos entienden que se refiere a la edad del protagonista. Para un sacerdote los treinta años eran muy importantes porque a esa edad comenzaba a ejercer sus funciones en el culto (cfr Nm 4, 23.30), y fue probablemente en ese momento cuando Ezequiel recibió el mensaje divino y comenzó su misión profética. También nuestro Señor Jesucristo tenía unos treinta años (Lc 3, 23) al comenzar su ministerio publico; de ahí que los Padres de la Iglesia anotaran el paralelismo: A los treinta años del profeta Ezequiel, los cielos se abrieron y él vio las visiones del Señor junto al río Quebar; hacia los treinta años el Señor vino junto al Jordán: allí los cielos se le abrieron y el Espíritu descendió bajo la figura de paloma y una voz que sonó desde el cielo decía: Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido (S. Gregorio Magno, Homiliae in Ezechielem prophetam 1, 2, 5).
Los vv. 2-3 están redactados en tercera persona, y no en primera como el resto del pasaje. Concretan la fecha del inicio del ministerio de Ezequiel, el quinto año de la deportación de Yoyaquín, es decir, el año 593 a.C., puesto que esa primera deportación fue el 597 (cfr 2R 24, 10-17). Es probable que esta presentación del profeta y la fecha inicial de su ministerio hayan sido añadidos por un autor tardío, como título del libro.
Quebar es un afluente del Éufrates en cuyas riberas se han encontrado restos arqueológicos que muestran que allí hubo una población judía desde el siglo VI a.C. Al indicar por dos veces este lugar se intenta dejar claro que la teofanía tuvo lugar fuera de la tierra de Israel, en Babilonia, y que, por tanto, el Señor estuvo con los suyos también entre los gentiles, en tierra pagana e impura.
La función profética queda expresada en dos fórmulas: la primera, le fue dirigida la palabra de Dios, es común con otros libros proféticos (Os 1, 1; Jl 1, 1, etc.). La segunda, la mano del Señor vino sobre él (cfr Ez 3, 22; Ez 8, 1; Ez 33, 22; Ez 37, 1; Ez 40, 1), es más propia de los antiguos profetas no escritores, en concreto del ciclo de Elías (1R 18, 46). De esta manera, Ezequiel es presentado como un personaje de alta dignidad: sacerdote por su linaje, defensor eficaz de la fe como Elías, y profeta como sus inmediatos predecesores.
Ez 1, 4-Ez 3, 27. Esta sección bastante homogénea viene a ser la presentación de los protagonistas: Dios y el profeta. Dios se manifiesta con toda su majestad en una visión extraordinaria en la que su gloria se hace presente (Ez 1, 4-28). El profeta se muestra como depositario y encargado de transmitir al pueblo las palabras que el Señor le manifieste (Ez 2, 1-Ez 3, 15). Ezequiel se convierte así en centinela, atento siempre a los avatares de su pueblo (Ez 3, 11-27), a pesar de las dificultades que le puedan sobrevenir: ¿Qué hizo que yo admirara a Ezequiel? El hecho de que, habiéndosele ordenado revelar y hacer conocer a Jerusalén sus desgracias, no consideró el peligro que corría con su predicación, sino que tuvo los ojos fijos únicamente en la obediencia a los mandatos de Dios (Orígenes, Homiliae in Ezechielem 6, 1).
Ez 1, 4-28. La visión es majestuosa. Muestra con asombro la llegada del trono (v. 26) sobre el que se asienta una figura con apariencia humana, que viene a ser la imagen de la gloria del Señor (v. 28). La gloria del Señor es indescriptible, por lo que se explica con aproximaciones: Una especie de ambar (v. 4), como brasas ardientes de fuego, como antorchas (v. 13), algo como piedra de zafiro (v. 26), etc., dando a entender que la grandiosidad de la gloria divina no cabe en los límites del lenguaje humano. El relato de la visión de la gloria divina indica la trascendencia e inefabilidad de Dios. San Cirilo de Jerusalén explicaba: ¿Quieres saber que no es posible conocer la esencia de Dios? (…). Dime algo de cómo son los querubines (…). El profeta Ezequiel, en cuanto le fue posible, esbozó una descripción de ellos, diciendo: cada uno tenía cuatro rostros: uno de hombre, otro de león, un tercero de águila, un último de toro (…). Si, no obstante esta descripción profética, no estamos aún en grado de hacernos una idea cabal; si, en efecto, no nos sentimos capaces de discernir el trono que el profeta apenas ha descrito, ¿cómo podremos comprender a aquél que está sentado encima, el invisible e inefable Dios? Pero si, de verdad, nos es imposible captar lo que es Dios, sin embargo, cuando observamos sus obras nos es posible elevarle alabanzas (Catecheses ad illuminandos 9, 3).
Los elementos del relato favorecen el esplendor de la visión, pero los detalles de cada uno resultan difíciles de entender. Muchos comentaristas piensan que los pormenores de la descripción fueron añadidos más tarde con la intención de acomodar la visión a las tradiciones cultuales, por ejemplo, para identificar el trono de la gloria del Señor con el carro que transportaba el arca en las solemnidades. Sin duda, cada una de las piezas de la visión tiene su significado, aunque en ocasiones se nos escape.
El viento, la nube y el fuego (v. 4) acompañan a las teofanías solemnes, como la del Sinaí (Ex 19, 16-20; Sal 18, 9-15; Sal 29, 3-10); en este caso resaltan el carácter celestial -se abrieron los cielos (v. 1)- de la visión.
La figura de cuatro seres animados (v. 5). El término hebreo hayot, con el que se designa a estos seres, indica que no son animales domésticos ni bestias salvajes, sino seres mitológicos representados con profusión en el arte asirio. El número cuatro en Ezequiel tiene sentido de plenitud a partir, seguramente, de los cuatro puntos cardinales: los cuatro seres tenían cuatro alas y cuatro rostros, además de haber cuatro ruedas que se movían en las cuatro direcciones (vv. 15-17). Estos seres no se identifican tampoco con ninguna criatura conocida, pues unas veces les acompañan pronombres masculinos y otras femeninos; unas veces el verbo está en singular, y otras en plural. De alguna manera, representan a todos los seres vivos, hombres y animales, que han sido creados para que con ellos y con su actividad se manifieste en todo su esplendor la gloria de Dios. Casi desde los orígenes de la exégesis cristiana (cfr S. Ireneo, Adversus haereses 3, 11, 18), los cuatro animales (cfr v. 10) se interpretaron como figura de los cuatro evangelistas: Al comenzar por una genealogía humana, Mateo ha sido simbolizado a través del hombre; Marcos se simboliza por el león, porque comienza por un grito en el desierto; a Lucas le conviene el toro porque empieza su narración por el sacrificio; comenzando por la divinidad del Verbo, Juan merece ser el águila (…), porque cuando dirige su mirada hacia la esencia misma de la divinidad hace lo mismo que el águila que fija sus ojos en el sol (S. Gregorio Magno, Homiliae in Ezechielem prophetam 1, 4, 1).
Las ruedas (vv. 15-21) evocan la presencia de un carro de guerra; pero tienen también cualidades extraordinarias y se comportan como seres vivos -llenos de ojos (v. 18) y animadas por el espíritu de vida (v. 20)-. Representan a todas las criaturas inanimadas, creadas también para dar a conocer la grandeza de la gloria de Dios.
El firmamento (v. 22) era en la cosmología semita una especie de placa enorme y firme que separaba las aguas de arriba de las de abajo; la lluvia se producía cuando Dios abría las compuertas de esta placa (cfr Gn 1, 6-8). Pero también servía de separación entre el ámbito terrestre y el celeste: por debajo del firmamento se desarrollaba la vida de las criaturas, y por encima de éste la vida de Dios. Por tanto, los elementos que aquí se presentan por encima del firmamento (vv. 24-28) están relacionados con Dios: la voz, la piedra semejante al zafiro, el fuego, el fulgor, etc., son manifestaciones de la majestad divina.
La gloria de Dios es el centro de la visión, a cuyo esplendor están orientados todos los detalles. En Ezequiel, como en la tradición sacerdotal (cfr Ex 13, 22; Ex 24, 16; Ex 40, 35; Lv 9, 23-24), la gloria de Dios se identifica con la presencia de Dios, soberana y activa entre los suyos. Cuando la gloria de Dios está presente, el pueblo está seguro, le irá bien; cuando se aleja, presagia la peor de las catástrofes. Ezequiel consigna que la visión le presenta una semejanza, demût (como en Gn 1, 26), de la gloria de Dios. Por eso, subrayó San Cirilo de Jerusalén: El profeta vio una semejanza de la gloria del Señor (Ez 1, 28); no al Señor en persona, sino únicamente una semejanza de su gloria; por tanto, ni siquiera su auténtica gloria, como era en realidad. Sin embargo, aunque sólo contempló una apariencia de la gloria divina, no la gloria verdadera, el profeta cayó al suelo por la turbación. Por eso, si encontrarse frente a una simple semejanza de la gloria de Dios aterró y desconcertó de aquel modo incluso a los profetas, es claro que si alguien pretendiera fijar su mirada en Dios mismo, perdería la vida. Es la misma Escritura la que lo testimonia: Ningún ser humano puede verlo [el rostro de Dios] y seguir viviendo (Catecheses ad illuminandos 9, 1).
Ez 2, 1-Ez 3, 3. La visión junto al río Quebar denota la grandeza y la gloria de Dios soberano; en cambio, el relato de la vocación de Ezequiel manifiesta las cualidades del profeta y las características del pueblo de Israel, a quien va dirigido el mensaje. Al profeta lo describe como hijo de hombre, movido por el Espíritu, profeta en medio del pueblo; a Israel como pueblo rebelde. El relato de la vocación consta de un discurso del Señor que contiene el mandato de transmitir al pueblo su palabra (Ez 2, 1-7), y la acción simbólica de comer el libro que el Señor le presenta (Ez 2, 8-Ez 3, 3).
Ez 2, 1 Hijo de hombre. El apelativo se repite continuamente en estos primeros capítulos. En el resto del libro es también recurrente, con más de noventa frecuencias; pero aquí, la primera vez que aparece, tiene un especial significado: Ezequiel, desterrado en tierra extranjera, y por tanto impura, no puede presentarse con títulos prestigiosos. Es un simple mortal, una criatura más, infinitamente inferior al Señor, uno más entre los hombres de su pueblo, desterrado como ellos, humillado, pero también esperanzado. Así lo explica San Gregorio Magno: A menudo es elevado al mundo celeste donde su alma se goza en bellezas secretas que son invisibles para nosotros. Por eso es necesario que al penetrar en las maravillas escondidas se oiga llamar hijo de hombre para que no deje de reconocerse como lo que es y no se gloríe de los esplendores a los que es conducido (Homiliae in Ezechielem prophetam 1, 12, 22).
Ez 2, 2 Un espíritu que me puso en pie. En la visión de la gloria del Señor la palabra espíritu tiene tres significados. Como elemento material designa el viento huracanado (Ez 1, 4; cfr Ez 13, 11). De aquí se deriva el segundo significado: el espíritu es fuerza interior y sobrehumana que dirige a los seres vivientes y querubines marcándoles cuándo y hacia dónde deben moverse (cfr Ez 1, 12.20.21). Pero, en el relato de la vocación, espíritu tiene un tercer sentido: es la fuerza vital, que recuerda el aliento de vida que Dios insufló al hombre en el momento de la creación (cfr Gn 2, 7); este significado será más claro en la visión de los huesos revitalizados (cfr Ez 37, 5.6.8.10). Como fuerza vital, siempre que en Ezequiel el espíritu está relacionado con el profeta, es para ponerlo en pie (Ez 2, 1), para elevarlo con el fin de que pueda escuchar mejor la palabra de Dios (Ez 3, 12.14.24) y ver lo que ocurre en el Templo de Jerusalén (cfr Ez 8, 3; Ez 11, 1; Ez 43, 5) o en Babilonia (cfr Ez 11, 24). Es, por tanto, la fuerza interior que le transforma en profeta y le facilita escuchar o ver lo que por la simple capacidad humana (por hijo de hombre) no podría alcanzar.
Ez 2, 3 Israel es un pueblo de rebeldes o, como se dice poco después (cfr Ez 2, 8), casa rebelde. El libro define al pueblo con esta expresión negativa (cfr Ez 2, 5.6.8; Ez 3, 9), que resume la historia pecaminosa de los antiguos y la actitud hostil de los contemporáneos. La rebeldía lleva consigo la insolencia contra Dios, el rechazo de sus mandamientos y la negación a escuchar sus palabras. Como consecuencia aparece la dureza de corazón (Ez 2, 4), que hasta llega a reflejarse en la expresión adusta del rostro. Ezequiel insiste una y otra vez en la gravedad del pecado, precisamente por ser voluntario. El pueblo no quiere escucharte a ti porque no quiere escucharme a Mí (Ez 3, 7). Precisamente porque el pecado requiere un acto libre de la voluntad, el profeta enseña con claridad extraordinaria la responsabilidad personal. Cada uno será castigado por sus propios pecados, no por los de sus predecesores (cfr Ez 18, 1-32). Frente a la rebeldía del pueblo, Dios exige al profeta una especial docilidad: No seas rebelde (Ez 2, 8). El Señor pide la escucha y la acogida gozosa de la palabra de Dios. La acción de comer el libro muestra de forma expresiva el alcance de la docilidad. Aunque el mensaje sea crudo, lamentos, elegías y gemidos (Ez 2, 10), resultará dulce como la miel (Ez 3, 3) en el paladar del profeta que lo acoge con docilidad.
Ez 2, 4 Esto dice el Señor Dios. Esta expresión pone de relieve que el profeta no habla por cuenta propia. Suele llamarse fórmula del mensajero, y es frecuente también en otros profetas, sobre todo en Isaías y Jeremías. Sin embargo, en Ezequiel, donde aparece casi ciento treinta veces, el nombre de Dios está reforzado -Señor Dios-, indicando la majestad infinita del Señor que habla imperiosamente. La obstinación en rechazar su palabra es en verdad un acto de rebeldía por parte del pueblo, y la docilidad del profeta, un acto de sumisión casi obligada. De hecho Ezequiel no opone resistencia a la voz del Señor ni presenta ninguna dificultad personal como lo hicieron Isaías y Jeremías. Al contrario, sabiendo que transmite un mensaje divino, que no es suyo, debe hacerlo con fortaleza y perseverancia, aunque sus oyentes no lo acepten, o lo rechacen (cfr Ez 2, 6-7; Ez 3, 11). Los profetas de Dios -dice San Agustín- son aquellos que dicen lo que escuchan de Dios, y un profeta de Dios no es otro que aquel que expresa las palabras de Dios a los hombres que, por su parte, no pueden o no merecen entender a Dios (Quaestiones in Heptateuchum 2, 17).
Ez 2, 5 Sabrán que hay un profeta en medio de ellos. Con frase solemne se subraya la condición de Ezequiel como profeta. En un momento en que no hay rey -puesto que está prisionero bajo Nabucodonosor-, ni Templo -pues está profanado y a punto de ser destruido-, ni instituciones sociales o religiosas, la figura del profeta cobra mayor relieve. Es el único representante de Dios en medio del pueblo; es quien tiene autoridad para exigir a sus conciudadanos atención a su mensaje.
Ez 2, 8-Ez 3, 3. La acción de comer el rollo simboliza ante los demás que el profeta transmite con fidelidad el mensaje divino, y por tanto que los oyentes no deben desatender a ninguna de sus palabras ni pueden atenuar su contenido. Indica también la actitud positiva del profeta que devoró con afán las palabras del Señor, a pesar de su crudeza. Al comentar este pasaje, apunta el Papa San Gregorio Magno: La Sagrada Escritura es para nosotros alimento y bebida (…). En sus páginas oscuras, ininteligibles sin explicaciones, la Sagrada Escritura es alimento porque todo debe ser explicado para ser comprendido, como todo lo que se mastica para ser engullido. En las páginas claras, es bebida. La bebida no la masticamos; por eso cuando el precepto es claro, lo bebemos porque somos capaces de comprenderlo sin explicaciones. Por eso, como el profeta Ezequiel iba a escuchar palabras oscuras y difíciles, no se le dice que beba el rollo sagrado sino que lo coma, que es como decirle: “Medítalo y compréndelo” (Homiliae in Ezechielem prophetam 1, 10, 3).
Un libro en forma de rollo (v. 9). Antiguamente los libros se escribían en rollos de pergamino o en papiro (ver también Jr 36, 4).
Ez 3, 4-11. Este oráculo pone de manifiesto la actitud negativa de los oyentes, el talante que debe adoptar el profeta y las características del mensaje. Los oyentes son obstinados en su rechazo de Dios y del profeta (v. 7). Éste ha de ser tenaz y perseverante y ha de mostrar mayor fortaleza que ellos (vv. 8-9). No se trata de vencer su contumacia con mayor contumacia, sino de sacarlos de su rebeldía a fuerza de insistir. El mensaje es vigoroso y apremiante porque viene de Dios mismo. Si el profeta hablara por cuenta propia tendría que apoyar sus afirmaciones en argumentos sólidos, pero como habla en nombre de Dios le basta repetir una y otra vez el mismo estribillo: Esto dice el Señor (v. 11): Estas palabras -dice Orígenes- se me dirigen a mí, se dirigen a cualquiera que quiere ser maestro, para que el temor de Dios sea mayor en nosotros: temblamos, por así decirlo, ante una palabra escrita no por los hombres sino por los ángeles de Dios (Homiliae in Ezechielem 2, 3).
Ez 3, 12-15. Al terminar la visión, la gloria de Dios se aleja con el mismo estruendo y la misma majestad que a su llegada (v. 13). El profeta se queda dolorido y triste, pero con la seguridad de que el Espíritu de Dios le impulsa y le asiste en su difícil misión.
Tel-Abib es una localidad próxima a Babilonia que significa en caldeo monte de la inundación, en referencia probablemente al río del poema épico de Gilgamés. Allí estaban los deportados, los destinatarios del mensaje. La arqueología no ha encontrado restos de esa ciudad que, desde luego, nada tiene que ver con la Tel-Aviv moderna, que en hebreo significa monte de la primavera, situada al sudoeste de Jerusalén.
Ez 3, 16-21. Centinela de la casa de Israel (v. 17). El centinela era el encargado de la protección del pueblo advirtiéndole ante cualquier ataque imprevisto (cfr 2S 18, 24; Sal 127, 1). El profeta, como centinela (cfr Is 21, 6; Os 9, 8; Ha 2, 1), debe vigilar y anunciar las amenazas que se ciernen sobre sus oyentes (cfr Is 52, 8; Is 56, 10; Jr 6, 17). Si éstos no atienden será por su culpa, pero si el profeta calla o pervierte el mensaje, se hará responsable de las consecuencias. San Gregorio Nacianceno aplica esta doctrina a la confianza que debe poner el pastor de la Iglesia en la obediencia a la palabra divina: Ante el temor por la responsabilidad del mando, le servirá de ayuda la norma de la obediencia: Dios, por su bondad, recompensa la confianza y vuelve perfecto a un superior que ha confiado en Dios y ha puesto en Él su esperanza. Pero si se pone en peligro de desobediencia, no sé quién nos podrá ya ayudar o qué motivo podrá inducirnos a tener confianza. Corremos el peligro de oír que nos dicen, en relación con las personas que nos han sido encomendadas: Demandaré su sangre de tu mano (Ez 3, 18) (Apologetica [Oratio 2]113).
Más adelante, al comienzo de su segunda etapa, en un texto que algunos denominan relato de la nueva vocación, el propio Ezequiel insistirá ampliamente en la misma idea (Ez 33, 1-9). También allí la imagen del centinela sugiere de inmediato la doctrina sobre la responsabilidad personal. San Gregorio Magno desarrolla la imagen del centinela aplicada al predicador y, entre otras cosas, señala: La vida del centinela debe ser elevada y circunspecta. Alta para no sucumbir a la seducción de las cosas terrenas; circunspecta para no caer herido por las flechas sutiles del enemigo. Pero además, debe arrastrar a sus oyentes a cimas muy altas, y con sus palabras encaminar sus corazones, hacia el amor de la patria celestial (Homiliae in Ezechielem prophetam 1, 11, 7).
Ez 3, 22-27. La escena que cierra el relato de la vocación de Ezequiel repite los ingredientes esenciales. Primero, la iniciativa exclusiva del Señor expresada en la frase la mano del Señor vino sobre mí (v. 22; cfr Ez 1, 3). En segundo lugar, la teofanía, como la gloria que había visto junto al río Quebar (v. 23). Esta alusión a la primera visión de la gloria (cfr Ez 1, 1.3) se volverá a repetir en el momento de la profanación del Templo (cfr Ez 10, 12) y en el más trascendental de la restauración (cfr Ez 43, 3). El tercer elemento es la orden tajante de Dios de permanecer en casa y en silencio (vv. 24-26); aunque en este momento parezca paradójica, exige del profeta la solidaridad con su pueblo, puesto que con ellos ha de sufrir aislamiento, esclavitud y silencio. Los comentaristas antiguos en una lectura literalista han querido ver en esta orden la expresión de alguna enfermedad física o psíquica de Ezequiel; hoy todos entienden que el profeta se identifica con los deportados -que buscaban pasar inadvertidos mientras Jerusalén y el Templo estaban en pie-, y que está dispuesto a hablar sólo lo que el Señor quiera decir y cuando Él lo quiera. De hecho volverá a hablar cuando el fugitivo le confirme la destrucción de Jerusalén (Ez 24, 27; Ez 33, 22). Este mandato seguramente no obligaba a Ezequiel a no pronunciar palabra alguna, puesto que en los capítulos siguientes hay recogidos muchos de sus oráculos. Sin embargo, sólo habló dentro de su casa, adonde muchos deportados, en especial los ancianos, acudían para escucharle (cfr Ez 8, 1; Ez 14, 1; Ez 20, 1.3).
Haré que se te pegue la lengua al paladar (v. 26). Expresión gráfica que se emplea casi siempre para referirse a los sufrimientos de los desterrados; en este contexto acentúa que la mudez del profeta es una adversidad añadida a las que ya estaba padeciendo en Babilonia por su condición de deportado.
Ez 4, 1-Ez 5, 4. Las acciones simbólicas son gestos o actuaciones que, de por sí, son expresión de un mensaje; suele decirse que son oráculos en acción. Aquí se relatan, uno tras otro, cinco episodios que anuncian el inmediato bloqueo de Jerusalén impuesto por Nabucodonosor. Las acciones son extrañas, casi pueriles, pero expresan con claridad el rigor del asedio. Más de una vez se ha pensado que podrían ser meros recursos literarios que, en realidad, nunca fueron puestos en práctica.
Ez 4, 1-8. Las acciones que reflejan el asedio de Jerusalén contienen múltiples detalles de cómo se preparaban las batallas de entonces. En Sumeria y Babilonia se han encontrado mapas de ciudades grabados en tablillas de arcilla. Es posible que Ezequiel hubiera podido ver mapas de ese tipo en su destierro en Babilonia.
Sobre los 390 días que estuvo tendido el profeta y que corresponden a otros tantos años de iniquidad (v. 5) se han dado muchas explicaciones. La versión griega de los Setenta corrigió por 190, que serían los años que estuvo disperso el reino del Norte, Israel, desde la toma de Samaría (722 a.C.) hasta el decreto de Ciro (530 a.C.). Si se mantiene el número de 390, la cifra podría referirse a los años de la monarquía desde que comenzó a reinar Salomón, aproximadamente el 970, hasta el 587 a.C., año en que fue asediada Jerusalén. De todos modos, estas cifras sólo quieren indicar que el Señor tiene establecidas exactamente las fechas de los acontecimientos. Y en este caso se subraya la misericordia divina, que por cada año de pecado impone sólo un día de castigo.
Ez 4, 9-17. La escasez durante el asedio de Jerusalén será extrema: faltará agua, pan, combustible, todo. Ezequiel lamenta el racionamiento de pan y de agua (vv. 10-11), pero mucho más la necesidad de quebrantar las normas más elementales de pureza en los alimentos. Estaba prohibido mezclar en un mismo campo semillas distintas (cfr Lv 19, 19; Dt 22, 9), y, sin embargo, el profeta mezcla en la misma hogaza legumbres y cereales (v. 9). Todo lo que estuviera en contacto con los excrementos, y más si eran de personas (cfr Dt 23, 13-15), quedaba impuro, por lo que estaba prohibido cocinar con estiércol, aunque fuera una práctica habitual en otros pueblos. Sin embargo, ante la carencia de cualquier material combustible, tuvieron que utilizar incluso excrementos humanos (v. 12). Sólo al profeta, ante el especial reparo en tomar alimentos impuros, se le permitió utilizar estiércol de bueyes (v. 15). La realización de estas prácticas era señal evidente de que estaba desapareciendo un elemento muy importante en la religiosidad israelita, al disiparse toda separación entre lo puro y lo impuro. Aquellos hombres estaban cerca de perder su identidad como pueblo.
Recortaré el sustento de pan (v. 16). Literalmente, recortaré la vara de pan. Teniendo en cuenta que los panes, amasados como roscos, se guardaban colgados en varas (cfr Sal 105, 16; Lv 26, 26), recortar las varas equivalía a disminuir la reserva de pan en Jerusalén.
Se consuman por su iniquidad (v. 17). Parece una fórmula hecha (cfr Lv 26, 39) que expresa el sufrimiento físico y moral del destierro.
Ez 5, 1-4. La acción simbólica de rasurarse con la espada y las operaciones que hay que realizar con los cabellos evocan el castigo de los pueblos opresores, tal como se menciona en el oráculo del Enmanuel (Is 7, 20). Refleja, por tanto, las severas desgracias que han de recaer sobre la ciudad de Jerusalén y sobre el pueblo entero: el fuego, la espada y la dispersión (v. 2). Además, si se tiene en cuenta que perder el cabello y la barba era considerado como algo ignominioso (cfr 2S 10, 4-5), la acción relatada aquí simboliza la máxima humillación del pueblo diezmado y deportado. De las diversas acciones ordenadas al profeta, es la única que será mencionada en el oráculo que anuncia la destrucción de Jerusalén (Ez 5, 11).
Los que sobrevivan a la destrucción de Jerusalén quedarán como el resto resguardado al calor de la orla de manto del profeta (v. 3). El v. 4 es oscuro en el texto original. Probablemente indica que también entre los que regresen del destierro el Señor juzgará y condenará a quienes no observen una conducta íntegra.
Ez 5, 5-17. Los oráculos contra Jerusalén están elaborados con tal esmero que parecen haber sido concebidos originalmente como textos escritos más que proclamados en voz alta. Comienzan con unas palabras sorprendentes: Ésta es Jerusalén (v. 5), a las que siguen tres amenazas concatenadas por una fórmula parecida: Por eso, esto dice el Señor (vv. 7.8; cfr v. 11). La primera es una acusación particular contra Jerusalén, que ha superado en maldad a todas las naciones (v. 7). La segunda presenta al Señor airado y dispuesto a infligir un castigo como nunca antes lo había hecho (vv. 8-10). La tercera, con un mayor desarrollo literario, detalla las desgracias que van a sobrevenir sobre Jerusalén (vv. 11-17).
En la solemnidad del anuncio del castigo el profeta utiliza por primera vez los términos: Y sabrán que Yo, el Señor… (vv. 13-15), que serán habituales de aquí en adelante. Deja así constancia de que toda acción divina, también la que tiene como efecto el asedio y destrucción de Jerusalén, es una forma de Revelación ya que manifiesta quién es Dios -el Ser soberano-, y cómo actúa con los hombres, con libertad y justicia. La fórmula: Sabrás (sabréis, sabrán) que Yo soy el Señor, repetida más de cincuenta veces, se completa, aquí y en otros lugares, con la expresión: Yo, el Señor, he hablado. Así se subraya con solemnidad que, viniendo de Dios, el oráculo se cumplirá con certeza.
Ez 5, 5 Ésta es Jerusalén. Con la añoranza del desterrado, Ezequiel canta la excelencia de su ciudad perdida, el centro de las naciones, y lamenta la depravación a la que ha llegado, más perversa que la de los pueblos que causaron su ruina. El sentimiento profundo del profeta resuena en el grito dolorido de Jesús ante la misma ciudad: Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados (Mt 23, 37).
Ez 5, 10 Los padres devorarán a los hijos y los hijos a los padres. El canibalismo, más que reflejar una realidad horrible, viene a ser una expresión literaria hiperbólica, que indica hasta qué extremo llegaron la penuria y el hambre (cfr Lv 26, 29; Lm 2, 20; Lm 4, 10). Inspirado seguramente en estos textos, Flavio Josefo, al narrar la destrucción de Jerusalén por el emperador Tito, recoge el diálogo estremecedor de una madre con su hijo antes de matarlo y tener con qué alimentarse: Entre los romanos, aunque sobrevivas, serás un esclavo: el hambre es más grave que la esclavitud y estos invasores son más crueles que ambas cosas. De modo que para mí serás alimento, para los invasores ocasión de furia, y mensaje recurrente para la historia de los hombres (De bello Iudaico 7, 8).
Ez 5, 12 Como explicación de la acción simbólica del cabello y la barba (cfr Ez 5, 1-4) se anuncian las desgracias que diezman a los vencidos en las guerras: la peste y el hambre a los que se quedan en retaguardia, la espada a los que pelean sin éxito, y la deportación a los que sobreviven. Así ocurrió en el asedio de Jerusalén.
Ez 6, 1-14. Después de la condena de Jerusalén el profeta se dirige a los montes de Israel. Para un deportado que se encontraba en las inmensas llanuras de Babilonia, las montañas venían a ser la figura del Israel añorado. Por eso, a la hora de condenar al país, la diatriba se dirige a los montes; y si hay que consolar, se consuela dirigiéndose también a ellos (cfr Ez 36, 1-15). Las montañas fueron siempre lugar de culto: los cananeos erigieron allí sus templos; los israelitas que los heredaron mantuvieron allí el culto, unas veces a los ídolos, otras al Señor, Dios verdadero. Pero a partir de la reforma de Josías (2R 22, 1-2R 23, 25), sólo el Templo de Jerusalén, el monte Sión, conservó el culto legítimo al Señor. Los demás santuarios situados en los lugares altos y, a veces, en las cañadas o en los valles, se convirtieron en lugares de culto idolátricos. Para Ezequiel, de todos modos, la orografía tiene un simbolismo religioso: las montañas en particular muestran mayor cercanía a Dios.
El oráculo tiene tres partes que terminan con la misma fórmula: Sabréis que Yo soy el Señor (vv. 7.10.14). La primera (vv. 1-7) contiene una condena rigurosa de los lugares altos, que serán destruidos (v. 4) o, lo que es peor, profanados con cadáveres (v. 5). La segunda parte (vv. 8-10) anuncia la esperanza de un resto (v. 8), que reconocerá sus delitos y comprenderá que el castigo no ha sido en vano. La tercera (vv. 11-14), que comienza con un gesto de alegría del profeta que bate palmas y bailotea con los pies (v. 11), anticipa la alegría que tendrán los deportados cuando entiendan el carácter salvífico del propio destierro. Los castigos de Dios no son otra cosa que llamadas de atención, porque Dios no quiere simplemente que nosotros seamos atormentados, sino que reflexionemos sobre todas estas cosas según la sabiduría del Señor (…) y entendamos los castigos que nos envía como dignos de Dios y en armonía con su juicio (Orígenes, Homiliae in Ezechielem 5, 1).
Ez 6, 9 La relación de Dios con su pueblo es descrita, desde Oseas, bajo la imagen esponsal, y la idolatría, por tanto, como prostitución y adulterio: Corazones adúlteros, ojos prostituidos. Hay que tener en cuenta que muchos ritos idolátricos de templos cananeos incluían la prostitución sagrada como gesto impetratorio de fecundidad para la tierra, para los animales y hasta para las familias.
Ez 7, 1-27. El oráculo sobre el día del Señor contiene el anuncio sobrecogedor del juicio divino (vv. 1-9) y la descripción de los desastres que traerá consigo. Desde el punto de vista literario es la culminación de los oráculos anteriores y está construido con gran riqueza de recursos literarios: repetición de palabras y de fórmulas expresivas, imágenes vivas, hipérboles, etc. Desde el punto de vista doctrinal repite las ideas conocidas desde Amós (Am 5, 18-20) de que el día del Señor no será de consuelo sino de condena. Estas expresiones ligadas al juicio del Señor quedaron en la predicación cristiana como modelo para la exhortación a la penitencia en la actualización del texto. San Gregorio Magno explicaba en Roma el libro de Ezequiel al tiempo que pueblos invasores atacaban el norte de la península italiana, y comentaba: Vemos nuestras ciudades arruinadas, nuestras fortificaciones demolidas, nuestros campos arrasados, nuestras iglesias destrozadas; y mientras tanto seguimos a nuestros padres en la iniquidad, no renunciamos al orgullo que hemos visto en ellos. Ellos pecaban en medio de las fiestas y nosotros, cosa más grave todavía, pecamos en medio de los castigos. Pero Dios todopoderoso, que juzga la iniquidad, ha elevado ahora del mundo a nuestras almas, las ha convocado al tribunal: nos espera en la penitencia, aguarda nuestra conversión (Homiliae in Ezechielem prophetam 1, 9, 9).
Ez 7, 2-9. Fin, llega el fin…. Con esta sorpresiva frase comienza el oráculo para advertir que el momento definitivo para la tierra prometida es inminente. Amós fue el primero que utilizó la expresión ha llegado el fin de mi pueblo (Am 8, 2), indicando el cese de una etapa histórica, pero, sobre todo, la gravedad del juicio divino. Ezequiel, al retomar e intensificar la fórmula (cfr v. 6), subraya, por una parte, que el juicio es inminente e ineludible; y, por otra, que es funesto, como queda reflejado en la expresión equivalente del v. 5: Un gran mal, llega un gran mal. Ezequiel no se refiere al final escatológico frecuente en el Nuevo Testamento (cfr por ej. Mt 24, 3; Ap 8, 13…), pero contiene los mismos elementos al considerar que el juicio divino es inexorable.
Ez 7, 10-14. Los verbos de los vv. 10-11 no tienen correspondencia exacta en español, pero indican el progreso de una planta que germina, crece, madura y se extingue. El pueblo, como la cesta de higos de la visión de Amós (cfr Am 8, 1-3), ha llegado a la madurez que presagia el fin.
Ez 7, 15-25. Espada, peste y hambre (v. 15). Una vez más se mencionan las tres catástrofes de la guerra (cfr Ez 5, 11) que simbolizan las peores desgracias que pueden caer sobre un pueblo. Los vv. 15-16 recuerdan a Mt 24, 16-18.
Las rodillas se ablandarán como el agua (v. 17). Expresión típica de Ezequiel (cfr Ez 21, 12), difícil de traducir. El texto hebreo dice: Las rodillas se van en agua. Es claro que expresa el miedo y cansancio de los soldados que vislumbraban la derrota, pero en su literalidad puede reflejar que las rodillas se les doblaban o, incluso, que el miedo les impedía controlar sus necesidades fisiológicas.
En sus cabezas, calvicie (v. 18). La falta de pelo en los varones, natural o provocada, era una deshonra (cfr 2S 10, 4; Lv 21, 5).
Ez 7, 26-27. Se señalan las funciones específicas de los miembros cualificados de aquella sociedad (cfr Jr 18, 18). El profeta era el encargado de proferir los oráculos y de explicar las visiones; era el hombre de la palabra. El sacerdote era el que debía instruir al pueblo en lo referente a la Ley. Los ancianos, identificados con los sabios en el texto de Jeremías, eran los que aconsejaban en la vida pública y en los asuntos privados. El rey era el que gobernaba y acompañaba a sus súbditos, alegrándose con ellos en los momentos de triunfo, y haciendo duelo en los de desgracia. El príncipe, como heredero, imitaba al rey, su padre. Finalmente el pueblo llano (literalmente, pueblo de la tierra) era el que con sus manos sacaba adelante las necesidades de todos.
Ez 8, 1-Ez 11, 25. Estos cuatro capítulos forman una unidad literaria en torno a la teofanía que ocurrió en el Templo; tiene muchos puntos de contacto con la primera, la del río Quebar (caps. 1-3). Comienza con un breve relato de cómo se inicia la visión (Ez 8, 1-3) y finaliza con otro sobre su fin (Ez 11, 22-25). El cuerpo de la narración consta de cinco visiones detalladas y sobrecogedoras: las abominaciones vergonzosas que se cometen en el Templo de Jerusalén (Ez 8, 4-18), la masacre merecida de los habitantes de la ciudad santa (Ez 9, 1-11), el incendio y destrucción del Templo, y la salida de la gloria de Dios (Ez 10, 1-22). A continuación se recoge el juicio divino contra los responsables del pueblo (Ez 11, 1-13) y, como una luz de esperanza, la promesa de la restauración (Ez 11, 14-21). La visión entera es un doloroso lamento porque la gloria de Dios ha abandonado su Templo y su ciudad, y, en consecuencia, la destrucción es inevitable.
Ez 8, 1 El año sexto, el quinto día del sexto mes…. Según la cuidada cronología del libro, esta fecha correspondería al 17 ó 18 de septiembre de 592 a.C. La pretendida exactitud cronológica es señal de que el libro ha sido redactado con meticulosidad.
Los ancianos de Israel sentados ante el profeta simbolizan al pueblo entero, testigos de las visiones de Ezequiel y pendientes de su palabra (cfr Ez 14, 1; Ez 20, 1).
Ez 8, 2-3. En la descripción de la figura con apariencia de fuego hay repeticiones intencionadas de la visión primera junto al río Quebar (Ez 1, 27). Las grandes visiones de Ezequiel giran en torno a la gloria de Dios, es decir, a la presencia gloriosa de Dios.
El ídolo de los celos hace referencia a una estatua idolátrica que, por el lugar que ocupaba, a la entrada misma del Templo, era una provocación para los buenos israelitas. No se sabe con seguridad qué representaba, pero es posible que fuera una imagen de la diosa cananea Aserá, que el rey Manasés había mandado colocar en el Templo de Jerusalén a mediados del siglo VII a.C. (cfr 2R 21, 7).
Ez 8, 4-18. Además del ídolo ofensivo, se describen los pecados de idolatría que se cometían en el interior del Templo: adoración de reptiles y animales abominables introducida probablemente por los proegipcios puesto que recuerdan a los dioses del Nilo (vv. 10-13); mujeres llorando por Tamuz, el dios mesopotámico de la vegetación y la fecundidad (vv. 14-15); y, como máxima manifestación de depravación, aquellos veinticinco hombres, probablemente sacerdotes, que adoraban al sol (vv. 16-17). Ante esta perversión tan desmedida el Señor enviará el castigo de modo implacable. Comentando las pinturas idolátricas de las paredes, San Jerónimo hace una aplicación moral: También nosotros mostramos ídolos pintados en las paredes de nuestro Templo cuando nos dejamos vencer por todos los vicios y pintamos en nuestro corazón la conciencia de los pecados e imágenes diversas (Commentarii in Ezechielem 8, 11). Esta aplicación moral encuentra su expresión más feliz en la mística, que se sirve de las imágenes de Ezequiel para describir a los enemigos del alma para su encuentro con Dios: Las diferencias de sabandijas y animales inmundos, que estaban pintados en el primer retrete del templo, son los pensamientos y concepciones que el entendimiento hace de las cosas bajas de la tierra y de todas las criaturas, las cuales, tales cuales son, se pintan en el templo del alma cuando ella con ellas embaraza su entendimiento, que es el primer aposento del alma. Las mujeres que estaban más adentro, en el segundo aposento, llorando al dios Adonis, son los apetitos que están en la segunda potencia del alma, que es la voluntad. Los cuales están como llorando, en cuanto codician a lo que está aficionada la voluntad, que son las sabandijas ya pintadas en el entendimiento. Y los varones que estaban en el tercer aposento, son las imágenes y representaciones de las criaturas, que guarda y revuelve en sí la tercera parte del alma, que es la memoria. Las cuales se dice que están vueltas las espaldas contra el templo porque, cuando ya según estas tres potencias abraza el alma alguna cosa de la tierra acabada y perfectamente, se puede decir que tiene las espaldas contra el templo de Dios, que es la recta razón del alma, la cual no admite en sí cosa de criatura (S. Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 1, 9, 6).
Ez 8, 17 Aplicar el ramo a su nariz es un gesto idolátrico que nos es desconocido. Probablemente era común entre los ritos babilónicos, pero realizado ante el Señor en el Templo resultaba blasfemo. El delito consistía en tratar al Señor como si fuera una divinidad falsa, y no con el honor que se merece.
Ez 9, 1-11. La decisión divina de obrar con furor (Ez 8, 18) se lleva a cabo con todo detalle. En la descripción de la matanza de los habitantes de Jerusalén (v. 6) cuenta más la doctrina religiosa que la exactitud de lo ocurrido cuando los ejércitos babilónicos invadieron la ciudad. Los elementos de la descripción tienen un simbolismo intencionado aunque no siempre lleguemos a conocerlo. Así, los verdugos vienen del norte (v. 2), de donde provenían las invasiones asirio–babilónicas capaces de destruir el reino. Son siete, seis con instrumentos de exterminio y uno con vestiduras sacerdotales de lino (cfr Ex 28, 42; Lv 16, 4); es decir, constituyen un número que indica totalidad y, al estar dirigidos por un sacerdote, se supone que están a las órdenes del Señor. Se está describiendo, por tanto, una destrucción absoluta y completa. Si estos hombres, como parece, simbolizan los ejércitos de Nabucodonosor, Ezequiel los presenta como instrumentos en manos de Dios y no como invasores perversos.
La gloria del Señor de Israel (v. 3) se eleva desde el Santo de los Santos para dirigir la operación de castigo y, sobre todo, como señal de que inicia el abandono de su lugar propio, el Templo. La señal (v. 4) es una taw, última letra del alfabeto que en hebreo antiguo tenía forma de cruz aspada y que recuerda la señal de Caín (Gn 4, 15). Significa que todos los signados escaparán de la muerte, pero no de las penalidades (cfr Ez 7, 16). Quizá son todos los desterrados, compañeros del profeta. San Jerónimo recoge una bella interpretación de Orígenes: Preguntados los hebreos qué significaba la taw, unos decían que, por ser la última letra de las veintidós del alfabeto, fue el último elemento que mostraba la perfección de aquellos que gemían y lloraban por los pecados del pueblo. Otros decían que era la señal de los que habían cumplido la Ley, que en hebreo se dice Torah. Otros, por fin, hablaban de los que habían creído en Cristo, puesto que la taw, en forma de cruz, anuncia proféticamente la señal con la que los cristianos serían signados en la frente al recibir el bautismo (Selecta in Ezechielem 9).
Profanar el Templo con víctimas (v. 7) o con cadáveres es el castigo más grave porque obliga al Señor a abandonarlo. De esta forma la futura destrucción de la ciudad es sólo una consecuencia de que todo está profanado.
Ez 9, 8 La intercesión era una de las funciones esenciales del profeta, como había hecho Moisés, el profeta por antonomasia (Ex 32, 11-14; Nm 14, 13-19). Así obraron también profetas importantes como Amós (Am 7, 2-3) o Jeremías, que en sus confesiones clamó al Señor en favor propio (Jr 12, 3; Jr 17, 14-18; Jr 18, 20-21), en favor de su pueblo (Jr 7, 16) y hasta en favor de los enemigos (Jr 15, 11). Pero ni Jeremías ni Ezequiel obtuvieron respuesta positiva a su oración, porque la decisión divina de castigo era ya irrevocable. Recuérdese la intercesión de Abrahán sobre Sodoma y la respuesta negativa del Señor (Gn 18, 16-32).
Ez 10, 1-22. El asedio de Jerusalén terminó en un pavoroso incendio que arrasó el Templo, el palacio real y las casas particulares (cfr 2R 25, 9). Ezequiel describe ese momento con lenguaje teológico, y lo hace coincidir con la salida majestuosa de la gloria de Dios que abandona el Santuario.
La primera escena (vv. 1-7) presenta al sacerdote, vestido de lino, encargado de tomar el fuego para incendiar la ciudad desde el mismo trono divino. La guerra de Jerusalén es interpretada, por tanto, como una purificación necesaria, realizada bajo las indicaciones del mismo Dios. La gloria de Dios (v. 4) se manifiesta aquí en medio de la nube de humo y del resplandor que brota del fuego que abrasa y purifica. Así aparece también en el relato de la vocación de Isaías (cfr Is 6, 6-7).
En la segunda escena (vv. 8-17) se describen los pormenores del trono de la gloria de Dios. Muchos detalles completan y aclaran lo expuesto en el capítulo primero. Los querubines, aquí mencionados hasta dieciocho veces, son los mismos seres animados del capítulo primero (Ez 1, 15); además de transportar el trono divino cumplen las órdenes del Señor, en concreto, la de entregar el fuego purificador al hombre vestido de lino (v. 7). Son, por tanto, criaturas descritas con caracteres fantásticos, que en Ezequiel simbolizan a todos los seres imaginables, extraños, pero sometidos al Señor, a quien sirven y obedecen con prontitud y delicadeza extremas.
La última escena (vv. 18-22) contiene la salida de la gloria del Señor del Templo. La fuerza de la descripción está precisamente en que no se detiene en los pormenores de la salida, sino que va detallando la comitiva de la gloria divina e identificando cada uno de los elementos que había visto junto al río Quebar: es la misma gloria del Dios de Israel (v. 19), los mismos querubines y seres animados (v. 20), con el mismo aspecto en el rostro y en las alas. Todos estos detalles reflejan la nostalgia y la desolación del vidente, que siente en lo hondo el abandono del Dios de Israel. Actualizando esta nostalgia de Dios, y de su gloria, San Gregorio Magno comentaba: Ya que no podemos ver la imagen de la gloria del Señor por medio del espíritu de profecía, debemos buscar conocerla continuamente y querer contemplarla asiduamente en la Sagrada Escritura, en los anuncios del cielo y en las lecciones del espíritu (Homiliae in Ezechielem prophetam 1, 8, 32).
Ez 11, 1-21. Componen este capítulo dos oráculos opuestos pero complementarios, pues ambos reflejan el juicio divino: el primero (vv. 1-13), de castigo contra los habitantes de Jerusalén; el segundo (vv. 14-21), de esperanza para los deportados de Babilonia. Entre ambos tiene lugar la muerte llena de significado de Pelatías, uno de los dirigentes de Jerusalén, y la intercesión sentida del profeta: ¿Vas a aniquilar por completo al resto de Israel? (v. 13).
Ez 11, 1-13. El oráculo contra los habitantes de Jerusalén pone de relieve el horror y la malicia de los que promovían toda clase de violencias y pecados confiando en la inviolabilidad de Jerusalén. Los veinticinco hombres y sus dirigentes destacados, Yaazanías y Pelatías, representan a los promotores de desmanes e idolatrías y a los que aconsejaban (v. 2) pactar con Egipto frente a Babilonia.
Esta ciudad es la olla y nosotros la carne (v. 3). Proverbio que indica abundancia y seguridad: Jerusalén es el recipiente amplio e invulnerable donde sus habitantes alcanzan madurez y bienestar. Pero el Señor cambia su sentido: dentro de la olla sólo hay víctimas por culpa de sus dirigentes, y estos mismos que se sentían seguros serán sacados fuera (v. 7) y perecerán a manos de extranjeros. La imagen de la olla de carne será utilizada de nuevo al anunciar el asedio inminente de Jerusalén (cfr Ez 24, 3-12).
La muerte de Pelatías, que irónicamente significa el Señor salva, confirma que el oráculo es inexorable, hasta el punto de que el propio vidente se estremece y se dirige al Señor en angustiada petición (v. 13).
Ez 11, 14-21. El oráculo dirigido a los deportados está lleno de esperanza al contraponer lo que pensaban quienes todavía permanecían en Jerusalén y lo que piensa Dios. Aquéllos consideraban que los deportados cargaban con el castigo por su alejamiento culpable del Señor, y que ese castigo llevaba consigo la pérdida del derecho a heredar la tierra (v. 15). El Señor, en cambio, asegura que Él sigue siendo el santuario en el que se hace presente entre los deportados (v. 16), y que, cuando termine el destierro, les entregará de forma definitiva la tierra de Israel (v. 17) y les concederá un corazón y un espíritu nuevos (v. 18).
Seré para ellos su santuario (v. 15). Ezequiel repite de mil maneras la presencia del Señor entre los deportados, insistiendo en la doctrina que ya había iniciado Jeremías: Dios no está obligado a hacerse presente únicamente en el Templo de Jerusalén (cfr Jr 7-8), puesto que su presencia estará siempre con sus fieles. Al señalar por poco tiempo indica que el destierro será breve.
Un solo corazón… un espíritu nuevo (v. 19). Las versiones traducen de distintas maneras. El griego y algunos manuscritos a los que sigue la Neovulgata leen: otro corazón. El texto subraya que no habrá divisiones entre los que se habían quedado en Jerusalén y los que vendrían de fuera. Este gran don de la unidad será evocado gozosamente en el Nuevo Testamento al describir la primitiva comunidad de cristianos que tenían un solo corazón y una sola alma (cfr Hch 4, 32). La imagen del corazón de carne, humano, sustituyendo al corazón de piedra insensible, expresa gráficamente la renovación total, interior y exterior (cfr Ez 36, 26-27), que alcanza al pueblo como colectividad y a cada individuo (v. 21). Y comenta uno de los primeros escritos cristianos: Dice esto porque había de manifestarse en carne y habitar en nosotros. En efecto, hermanos míos, templo santo es para el Señor la morada de nuestro corazón (Epístola de Bernabé, 6, 14-15).
Juan Casiano, al explicar que todo lo que es necesario para la salvación viene de Dios, se apoya en el texto de Ez 11, 19-20 en los siguientes términos: Incluso, el mismo temor de Dios, por el cual nos mantenemos cercanos a Él, nos viene infundido por el Señor. (…) Ezequiel dice: Les daré un corazón nuevo y derramaré en sus entrañas un espíritu nuevo. Ésta es la enseñanza profunda y clarísima de todo esto: incluso el inicio de la buena voluntad nos viene concedido por inspiración del Señor cuando nos atrae a la salvación, directamente o por exhortaciones de otro, o casi constriñéndonos. E igualmente de Él nos viene dada la perfección de la virtud. A nosotros nos toca sólo corresponder con vigor o con tibieza a este estímulo y ayuda de Dios, mereciéndonos así el premio o los castigos (Collationes 3, 19).
Ez 11, 22-24. La visión concluye situando a los protagonistas en los lugares correspondientes: La gloria del Dios de Israel que estaba en el interior del Santuario (cfr Ez 8, 4) abandona el Templo y Jerusalén, y se detiene en el monte que hay al oriente, es decir, en el monte de los Olivos, a la espera de poder entrar de nuevo en la ciudad cuando haya sido purificada por la devastación (cfr Ez 43, 2-4). Ezequiel, que había sido trasladado por el espíritu hasta Jerusalén (cfr Ez 8, 3), es devuelto por el mismo espíritu a su lugar entre los caldeos (v. 24). Allí pudo comunicar las palabras que el Señor le había mostrado (v. 25). Palabra y visión son los medios que Dios utilizó para transmitir su mensaje a los profetas. A ellos se refiere el comienzo de la Carta a los Hebreos cuando dice: De muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas (Hb 1, 1).
Ez 12, 1-Ez 14, 23. Las amenazas contra Jerusalén se han expresado hasta ahora con acciones simbólicas (caps. 4-5), con profecías severas (caps. 6-7) y con la visión impresionante de los delitos cometidos en el Templo (caps. 8-11). Sin embargo, ni los habitantes de Jerusalén ni los ya deportados parecen estar convencidos de que la catástrofe es inminente. Ezequiel en esta sección del libro sale al paso de esa resistencia a creer, anunciando, en primer lugar, la inmediata deportación del rey Sedecías (cap. 12), condenando luego las expectativas engañosas que propalaban los falsos profetas (cap. 13) y denunciando el error de algunas ideas religiosas en las que apoyaban su seguridad (cap. 14). Con estos oráculos se quiere motivar a los oyentes a convertirse y a confiar únicamente en el Señor que puede ayudarles en el destierro. Tal es el sentido de la fórmula repetida una y otra vez: Sabréis que Yo soy el Señor.
Ez 12, 1-28. La proximidad de la deportación definitiva, que ocurrió el año 587 a.C. (cfr 2R 25, 8-21), está aquí anunciada con cinco oráculos o acciones simbólicas, que comienzan con la misma fórmula: Me fue dirigida una palabra del Señor, diciendo (vv. 1.8.17.21.26). Los dos primeros se centran en la captura y deportación del rey Sedecías (vv. 1-16), el siguiente en la penuria de los deportados (vv. 17-20), y los dos últimos en la cercanía de esos acontecimientos (vv. 21-28). Son llamativas las acciones simbólicas del profeta para convencer a los oyentes de la veracidad de lo que se dice.
Ez 12, 1-16. La primera acción simbólica, la huida con equipaje de desterrado, contiene todos los elementos necesarios para provocar tristeza y añoranza porque la temida deportación es inevitable. Destierro se repite seis veces en cinco versículos; ante sus ojos, cinco; y casa rebelde, dos. Los preparativos se harán de día, pero la salida será vergonzante: de noche, con el rostro tapado, sin mirar la ciudad.
Lo simbolizado en Ezequiel se cumplirá en la persona de Sedecías (v. 10; cfr 2R 25, 2-7), que aquí no es mencionado por su nombre ni por su título de rey. Se le llama príncipe de Jerusalén, porque la catástrofe se cierne sobre la ciudad santa y sobre sus habitantes.
Extenderé mi red sobre él y quedará preso en ella (v. 13). La imagen de la red indica que la deportación es ante todo esclavitud. Y el uso de la primera persona subraya una vez más que el Señor mismo es el causante del destierro. La insistencia en la iniciativa divina lleva consigo una enorme esperanza, puesto que si Dios es quien castiga con el destierro, Él también salvará a su pueblo cuando la cautividad termine.
La importancia del resto que sobreviva (v. 16) está en que darán testimonio de sus pecados y su castigo ante los pueblos paganos, para que también ellos reconozcan al Señor. Esta interpretación positiva del destierro es propia del libro de Ezequiel.
Ez 12, 17-20. La segunda acción simbólica va dirigida a los habitantes más sencillos de Jerusalén, que tendrán que soportar la escasez de comida y bebida. Los poderosos sufren la vergüenza y el deshonor, los demás el rigor del hambre y la sed. Pero todos, también los que se quedan en Jerusalén, pagarán las consecuencias de su propia iniquidad (v. 19) para que también ellos aprendan a reconocer al Señor (v. 20).
Ez 12, 21-28. Los dos proverbios populares ridiculizan las exigencias de los que proferían amenazas nunca cumplidas. Ezequiel se desmarca de los profetas falsos a los que condenará más adelante (cap. 13), y afirma rotundamente que lo que anuncia el Señor no se refiere a tiempos lejanos sino a un futuro próximo: En vuestros días, casa rebelde, diré una palabra y la cumpliré (v. 25; cfr v. 28). Los desterrados, cuando comprueben que la destrucción del Templo y la deportación del rey se han cumplido, aceptarán los anuncios de esperanza que Ezequiel también proclama.
Ez 13, 1-23. Había hombres y mujeres que se arrogaban el título de profetas y propalaban falsas expectativas asegurando la inmunidad del Templo y de la ciudad. Causaban un enorme daño a los buenos israelitas, porque, embaucándoles con sus palabras halagüeñas, les impedían comprender el verdadero alcance del castigo divino y les cerraban el camino de la conversión. Ezequiel, como había hecho Jeremías (cfr Jr 23, 16-32; Jr 29, 20-28), desenmascara la falsedad de sus oráculos y condena sus prácticas de hechicería. Primero denuncia a los falsos profetas con severidad (vv. 1-16) y luego se enfrenta con las mujeres que con sus artes de magia embaucaban a los más humildes (vv. 17-23). Unos y otros, con sus engaños, esclavizan a sus oyentes; por el contrario la palabra de Dios, incluso la que pueda ser más exigente, genera y fomenta la libertad de los destinatarios (v. 23).
Ez 13, 1-16. Este oráculo denuncia a los falsos profetas en cuanto videntes de mentiras (vv. 1-7), y en cuanto propagadores de engaños (vv. 8-16).
Siguiendo su propio espíritu (v. 3) y no el del Señor. La característica esencial del profeta verdadero es actuar movido por el espíritu de Dios, como siempre hizo Ezequiel (cfr Ez 2, 2; Ez 3, 12; Ez 8, 3; Ez 11, 1.24). Los profetas falsos, al seguir su propio espíritu (cfr Jr 23, 16), hablan sin saber y profieren oráculos ineficaces y vacíos.
Como chacales entre ruinas (v. 4). Esta imagen enfatiza la mezquindad de esos profetas que se mueven a sus anchas entre las desgracias del pueblo (cfr Is 13, 22; Jr 9, 10; Jr 10, 22; Jr 51, 37). El verdadero profeta, en cambio, busca sólo el bien; es el centinela de Israel que anuncia y previene el mal (cfr Ez 3, 16-21). San Gregorio Magno se apoya en este pasaje de Ezequiel para exhortar a los pastores de la Iglesia con estas palabras: En tiempos tranquilos, en la guarda de la grey también el mercenario se comporta en general como el verdadero pastor; pero cuando viene el lobo, se ve con qué ánimo guardaba la grey. Y viene el lobo sobre la grey cuando cualquier injusto tirano oprime a los fieles y a los humildes. Aquel que parecía pastor y no lo era, abandona las ovejas y huye, porque teme el propio peligro y no se atreve a resistir a la injusticia. Y huye, no sólo cambiando de lugar, sino privando de apoyo al rebaño. Huye porque ve la injusticia y calla; huye porque se esconde en el silencio. De éstos ha sido dicho bien por voz del profeta: No habéis tomado la defensa, no habéis opuesto un muro para defender la casa de Israel, acudiendo a la batalla del día del Señor (Ez 13, 5) (Homiliae in Evangelia 1, 14, 2).
No tendrán parte en el consejo de mi pueblo (v. 9). Es decir, no podrán ser aceptados ni como dirigentes, ni como miembros ordinarios en el censo de Israel. Esta fórmula de exclusión refuerza la predilección del Señor por Israel, que en este capítulo es denominado mi pueblo hasta siete veces.
Paz, y no había paz (v. 10). Se sintetiza así el gran engaño que adormecía al pueblo impidiéndole reaccionar. También Jeremías había repetido el mismo grito de denuncia (cfr Jr 6, 14; Jr 8, 15; Jr 14, 13; Jr 23, 17) frente a los falsos profetas, que buscaban granjearse el afecto de sus interlocutores, sin importarles la verdad ni el bien de los suyos.
Mi pueblo edifica un muro y ellos lo revocan de cal (v. 10). La imagen del simple blanqueo refleja la falsedad de estos profetas. Jesús usará una imagen semejante para denunciar la hipocresía de algunos fariseos que eran como sepulcros blanqueados (Mt 23, 27). El profeta verdadero, como el médico, no puede conformarse con disimular el mal, sino que debe atajarlo. Tampoco el buen director de almas debe limitarse a comprender el mal.
Ez 13, 17-23. Este oráculo, dentro de su severidad, revela cierta comprensión. El Señor no condena a esas mujeres como hechiceras, ya que habrían sido castigadas con la muerte por idólatras (cfr Ex 22, 17; Lv 20, 27). Las censura por embaucadoras y por utilizar sus artes para engañar a la gente sencilla. El profeta se dirige a ellas como hijas de Israel y no como adivinas o con algún otro apelativo que podría haber resultado insultante. Parece que al denunciarlas con más suavidad busca su conversión y no su condena.
Por un puñado de cebada (v. 19). La necesidad no justifica el comportamiento de aquellas mujeres, aunque el profeta parece disculparlas de alguna manera. Los profetas falsos recibirán un castigo muy severo: Vosotros pereceréis… y sabréis que Yo soy el Señor (v. 14). Estas hijas de Israel sólo serán condenadas a no tener más visiones, y reconocerán al Señor cuando Él libre a su pueblo de sus engaños (v. 23). Oremos -dice Orígenes- para que Dios nos libre de tales maestros que, estén donde estén, hablan sólo según lo que espera el que les escucha, que hieren y dividen la Iglesia, que se parecen a los que buscan más su placer que amar al Señor (Homiliae in Ezechielem 3, 6).
Ez 14, 1-23. Los dos oráculos de este capítulo comienzan con la fórmula ya conocida: Me fue dirigida la palabra del Señor diciendo (vv. 2.12). El primero (vv. 2-11) denuncia con severidad la idolatría en todas sus formas, incluso la del falso profeta que se atreve a pronunciar vaticinios en nombre del Señor (v. 9). El segundo (vv. 12-23) sale al paso de la pregunta que se hacían los israelitas ante el desastre de la ciudad y del reino: ¿pagarán justos por pecadores? Y si quedan justos en Israel, ¿no bastará su justicia para salvar a todos? Ezequiel enseña con vigor la responsabilidad personal, que repetirá con otros matices en los caps. 18 y 33.
La presencia de los ancianos (v. 1), como sucedió en Ez 8, 1, realza la solemnidad de estos oráculos.
Ez 14, 1-11. La idolatría rebrota tanto entre los deportados como entre los que han quedado en Jerusalén. Lo peor es que unos y otros quieren compaginarla con el culto al Señor y acuden a Él a consultarle. San Juan de la Cruz hace una interpretación muy sugerente de estos versículos: Porque así lo profetizó Ezequiel en nombre de Dios; el cual, hablando contra el que se pone a querer saber por vía de Dios curiosamente, según la variedad de su espíritu, dice: Cuando el tal hombre viniere al profeta para preguntarme a mí por él, yo, el Señor, le responderé por mí mismo, y pondré mi rostro enojado sobre aquel hombre; y el profeta cuando hubiere errado en lo que fue preguntado, ego, Dominus, decepi prophetam illum, esto es: Yo, el Señor, engañé aquel profeta. Lo cual se ha de entender, no concurriendo con su favor para que deje de ser engañado; porque eso quiere decir cuando dice: Yo, el Señor, le responderé por mí mismo, enojado; lo cual es apartar él su gracia y favor de aquel hombre. De donde necesariamente se sigue el ser engañado por causa del desamparo de Dios. Y entonces acude el demonio a responder según el gusto y apetito de aquel hombre, el cual, como gusta de ello, y las respuestas y comunicaciones son de su voluntad, mucho se deja engañar (Subida al monte Carmelo 2, 21, 13).
Ídolos en su corazón (vv. 3.4.7). El término ídolos (gillulîm, en hebreo) abarca tanto a los dioses falsos cananeos venerados por los habitantes de Jerusalén, como a los babilónicos, adorados por los deportados. Puede indicar imágenes, estatuas, objetos, ritos o ceremonias que alejaban a los israelitas del Dios verdadero y los hacían impuros (cfr Ez 6, 8-10; Ez 20; 23). Con las expresiones erigir ídolos en su corazón y poner ante su rostro la ocasión de su iniquidad (vv. 4.7) Ezequiel lamenta y condena el pecado de idolatría en general y la impureza ritual consiguiente.
Ellos serán mi pueblo y Yo seré su Dios (v. 11). Fórmula típica de la tradición sacerdotal para referirse a la Alianza (cfr Ex 6, 7; Lv 26, 12). Aparece también en Jeremías (cfr Jr 7, 23; Jr 11, 4; Jr 30, 22; Jr 32, 38), pero es Ezequiel quien la usa más a menudo (Ez 36, 28; Ez 37, 27, etc.), para referirse a la restauración definitiva después del destierro. Pone de relieve el carácter indisoluble del pacto, de modo que, aunque los pecados sean muy graves y merezcan graves castigos, la Alianza seguirá en pie.
Ez 14, 12-23. En la destrucción de Jerusalén se salvarán los justos, pero no podrán beneficiarse sus familiares; los impíos serán condenados, pero no por eso lo serán sus hijos. La enseñanza sobre la responsabilidad personal (cfr caps. 18 y 33) está desarrollada en este oráculo con técnicas sapienciales. Se proponen cuatro casos semejantes, correspondientes a cuatro desgracias que resumen el asedio y destrucción de Jerusalén: hambre, espada, bestias feroces y peste. En cada caso se repiten el mismo planteamiento, el mismo desarrollo y la misma conclusión. Al final aparece con claridad la moraleja: el Señor tiene que infligir un castigo ejemplar a los israelitas que han pecado, pero quedará un resto que mantendrá las promesas y hará saber a las generaciones futuras que el Señor no actuó en vano contra Jerusalén (v. 23).
Noé, Daniel y Job. El primero es bien conocido por el relato del diluvio donde es denominado justo (cfr Gn 7, 1; Gn 6, 8); Daniel es probablemente el nombre de un antiguo rey cananeo del siglo XIV a.C., famoso por su rectitud y justicia, y conocido por la literatura de Ugarit. El libro de Daniel, escrito más tarde, utilizó el mismo nombre por su proverbial honradez. Job era también un personaje legendario, recordado en el libro que lleva su nombre como recto y justo (Jb 1, 1). Los tres coinciden en su conducta justa y en su origen no israelita. Seguramente Ezequiel, al nombrarlos aquí, pretende dar a su doctrina sobre la responsabilidad personal una proyección amplia, universal; y, en todo caso, reconoce que también fuera de Israel, los hombres pueden llevar una vida recta: La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones, hasta la proclamación universal del Evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las “naciones” como “Abel el justo”, el rey–sacerdote Melquisedec, figura de Cristo, o los justos “Noé, Daniel y Job” (Ez 14, 14). De esta manera la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en espera de que Cristo “reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos” (Jn 11, 52) (Catecismo de la Iglesia Católica, 58).
Al mismo tiempo, el pasaje queda como exhortación a mantener con fidelidad los compromisos con el Señor: Si ni siquiera tales justos, a pesar de su justicia, pueden librar a sus propios hijos, nosotros, si no guardamos el bautismo puro y sin mancha, ¿con qué confianza entraremos en el Reino de Dios?, ¿o quién será nuestro abogado si nos encontramos sin obras justas y santas? (Pseudo-Clemente Romano, Epistula II ad Corinthios 6, 9).
Ez 15, 1-8. La vid (cfr Ez 17, 6-10), tan abundante en Israel como en todo el mundo mediterráneo, es mencionada en la Biblia como imagen del pueblo elegido. Isaías tiene una bella canción de la viña, que expresa la predilección divina por Israel (Is 5, 1-7); otros profetas han visto en la vid frondosa o estéril el símbolo de las riquezas o las mezquindades de este pueblo (cfr Os 10, 1; Jr 2, 21; Sal 80, 9-17). Todos se han fijado en el fruto, abundante o escaso, dulce o agraz. Este poema, en cambio, se centra en la planta misma, en la inutilidad de su madera y el destino de los sarmientos para el fuego. Jesucristo se valió de esta misma imagen para explicar la necesidad de vivir unido a Él para tener unión con Dios: Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera como los sarmientos y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden (Jn 16, 5).
En la primera parte del poema (vv. 1-5) se describe poéticamente el escaso valor de las cepas y los sarmientos, y en la segunda (vv. 6-8) se aplican sus conclusiones a la ciudad de David. De esta forma, el poema viene a ser una reflexión dramática sobre la destrucción anunciada en los capítulos anteriores. Hasta aquí, Ezequiel había utilizado los recursos literarios comunes a los profetas: oráculos, visiones, acciones simbólicas, etc.; ahora se vale de esta composición poética para convencer a sus oyentes de que la destrucción es inminente e inexorable.
Ez 16, 1-Ez 19, 14. En estos capítulos Ezequiel expresa la condena de Israel y de Judá por los delitos y pecados que han venido acumulando, imaginándose un solemne proceso en el que las acusaciones se describen bajo alegorías diferentes. Comienza con la historia de la esposa infiel y malvada, que representa a Israel (cap. 16); sigue con la alegoría de las águilas, que simboliza el significado de la deportación: parece que Nabucodonosor destroza cuanto encuentra, pero el Señor entrará en acción poniendo en orden lo que había quedado desbaratado (cap. 17); en tercer lugar, con la figura del padre y el hijo, muestra de nuevo la doctrina de la responsabilidad personal (cap. 18); por último, la alegoría de la leona y sus cachorros viene a ser un lamento por la opresión de los deportados bajo el poderío de Babilonia (cap. 19).
Ez 16, 1-43. El profeta Oseas fue el primero que utilizó la metáfora de la esposa infiel para acusar a Israel (Os 1-3); Jeremías retoma la imagen del matrimonio para expresar la Alianza divina y su posterior ruptura por parte de Israel (Jr 2, 2). Ezequiel, aquí y en los caps. 20 y 23, es quien más desarrolla la metáfora. La esposa es Jerusalén, presentada con rasgos negativos ya desde el nacimiento (vv. 1-5), y rehabilitada y recompuesta como la mejor de las princesas (vv. 6-14). Sin embargo, fue infiel y cometió los adulterios más groseros con los imperios vecinos (vv. 15-34). Tantos detalles, en los que se mezclan realidad y metáfora, van preparando el veredicto implacable, la sentencia de las adúlteras (v. 38), según la cual la esposa infiel será víctima de los pueblos a los que adulaba (vv. 35-41). Pero el final no es la destrucción, como era de prever, sino el inicio de una nueva etapa. Ezequiel, que se dirige a los deportados, abre una vez más el horizonte de esperanza hacia la restauración final (vv. 42-43).
Ez 16, 1-5. Tu padre era amorreo y tu madre hitita (v. 3). Jerusalén, en efecto, había pertenecido a los cananeos hasta la conquista de David, entre los que cabe enumerar a los amorreos, pueblo semita (cfr Nm 21, 13), y a los hititas, provenientes de Asia Menor (cfr Gn 23, 16). Por encima de precisiones históricas (cfr Dt 7, 1 y par.), Ezequiel subraya el origen pagano de la ciudad sagrada para dejar claro que todas las cualidades y toda su dignidad provienen sólo del Señor. Los detalles reseñados en el v. 4 reflejan costumbres antiguas en los primeros cuidados a los niños recién nacidos. Con estos pormenores señala que Jerusalén, además de tener un origen oscuro, inició su historia en la soledad más absoluta.
Ez 16, 6-34. La acusación de infidelidad contra Jerusalén contiene la relación de los beneficios recibidos por parte de Dios (vv. 6-14) y los crecientes delitos de la ciudad santa, que muestran una y otra vez el abuso y malversación de lo que Dios le concedió (vv. 15-34). Aunque la acusación tiene base histórica, no pretende recorrer los acontecimientos del pueblo en detalle, sino resaltar su conducta infame y desleal.
Pasaba Yo por tu lado (v. 6). El paso de Dios tiene carácter salvífico para hacer de una criatura abandonada, la mujer más hermosa, envidiada por todas. Esta imagen la aplicará San Juan de la Cruz al paso del Señor junto a las almas (Cántico espiritual 23, 6), y desde esas expresiones se puede entender la relación del alma con Dios como una historia de amor. Así lo hacía Santa Teresa de Lisieux: Estaba en la edad más peligrosa para las chicas. Pero Dios hizo conmigo lo que cuenta Ezequiel en sus profecías: “Al pasar junto a mí, Jesús vio que yo estaba ya en la edad del amor. Hizo alianza conmigo, y fui suya… Extendió su manto sobre mí, me lavó con perfumes preciosos, me vistió de bordados y me adornó con collares y con joyas sin precio… Me alimentó con flor de harina, miel y aceite en abundancia… Me hice cada vez más hermosa a sus ojos y llegué a ser como una reina…”. Sí, Jesús hizo todo eso conmigo. Podría repetir esas palabras que acabo de escribir y demostrar que todas ellas, una por una, se han realizado en mí; pero las gracias que he referido más arriba son ya prueba suficiente de ello (Manuscritos autobiográficos 5, 47, r).
Pero tú, envanecida… te prostituiste (v. 15). La ruptura con Dios especialmente por el pecado de idolatría era ya designada como prostitución por los profetas que describen la Alianza bajo la imagen esponsal (cfr Os 2, 18-25; Jr 2, 2-3). Ezequiel acentúa los perfiles de este delito al señalar que, en vez de percibir salarios de sus prostituciones, era ella quien los daba a sus amantes, es decir, a otros dioses, y, lo que es más grave, les obsequiaba con los bienes que recibía del Señor (v. 33): así se comportó Jerusalén con Egipto (v. 26), con Asiria (v. 28) y con Babilonia (v. 29). El profeta muestra que, como la historia de Jerusalén no pudo ser peor, difícilmente se podría encontrar un castigo proporcionado a tanto delito. Sin embargo, al subrayar los aspectos negativos en la acusación, Ezequiel vislumbra la grandeza de la restauración que vendrá tras el castigo. En alguna ocasión, estas imágenes de Ezequiel se vieron también como una profecía de Cristo: La Hija de Sión pagó mal los beneficios de la bondad del Señor. El Padre la había lavado con su sangre, pero ella manchó a su hijo con salivazos. Dios la había vestido de púrpura; ella le puso unos vestidos de escarnio. Él la había coronado con una corona de gloria en su cabeza; ella le coronó de espinas. Él la había alimentado de leche y miel; ella le dio hiel. Él le había dado vino puro; ella le ofreció una esponja empapada con vinagre. Él la había introducido en sus ciudades; ella le arrojó al desierto. Él la había calzado con sandalias; ella le hizo caminar con los pies desnudos hasta el Gólgota. Él le había ceñido el pecho con zafiro; ella le traspasó el costado con una lanza. Cuando ella infligió ultrajes a los servidores de Dios y mató a los profetas y fue llevada cautiva a Babilonia, y una vez cumplido el tiempo de su castigo, ella volvió libre de su cautividad (S. Efrén de Nisibi, Commentarii in Diatessaron 18, 1). El Pseudo-Macario, por su parte, aplica este texto de Ezequiel a toda alma cristiana que ha sido infiel a las gracias divinas. Tras citar de modo libre y resumido Ez 16, 6-15, exclama: De este modo reprocha el Espíritu al alma que, en virtud de la gracia, había conocido a Dios; al alma que, purificada de los pecados precedentes, decorada con ornamentos del Espíritu Santo y constituida en partícipe del alimento divino y celeste, ha sido expulsada y apeada de la vida que había gozado, al comportarse indecorosamente, a pesar de su serio conocimiento, y no haber conservado la justa benevolencia y el debido amor hacia Cristo, su esposo celestial (Homiliae spirituales 15, 4).
Ez 16, 35-43. En los castigos anunciados (vv. 36-38) subyace la ley del talión: los pueblos y dioses a los que Jerusalén se entregó, serán sus verdugos; los crímenes de sangre exigen castigos de sangre (cfr Ex 21, 12; Lv 24, 17); el adulterio es castigado con la lapidación (Lv 20, 10; Dt 22, 23-24).
Los que has amado, y… los que has odiado (v. 37). El uso de términos opuestos es un recurso semita frecuente para indicar la preferencia por los primeros, aunque también se acepte a los segundos, en este caso los odiados. Así Jacob llama la amada a Raquel, y la odiada a Lía (cfr Gn 29, 31); y Jesús llegará a decir que quien no odia a su padre y a su madre… no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26).
Y aún no he obrado según tus crímenes (v. 43). El texto hebreo presenta una lectura diferente: ¿No has obrado crímenes mayores que tus abominaciones?. Sin duda, el texto ha sufrido deterioros y es difícil encontrar su sentido exacto. Nosotros hemos preferido seguir la versión griega y latina que es coherente con el contexto y refleja mejor la misericordia divina, incluso en el castigo.
Ez 16, 44-58. Siguiendo la alegoría de los miembros de una familia se compara la conducta de Jerusalén con la de Samaría y Sodoma, presentando a las tres como hermanas. Samaría había sido invadida por los asirios por culpa de su idolatría (2R 17, 5.17) y, mucho antes, a Sodoma la había devorado el fuego por culpa de sus gravísimas perversiones (Gn 19, 23-29). Pero Jerusalén ha superado en mucho los delitos de sus hermanas (vv. 47-48) y, por tanto, habrá de cargar con las consecuencias de sus crímenes (v. 58; cfr v. 43). Ezequiel, con estas alegorías, pone de relieve que los pecados de Jerusalén son especialmente graves porque es la ciudad predilecta del Señor (cfr Is 49, 14-16; Is 54, 6-7, etc.).
En el v. 49 se apunta la raíz de los vicios de Sodoma que degeneraron después en graves pecados: la vida ociosa, regalada y despreocupada. De ahí que en la tradición ascética se apuntara la huida del ocio como un remedio para conservar la virtud. Así lo recoge el Catecismo Romano, cuando señala los medios para vivir con integridad el sexto mandamiento del Decálogo: En primer lugar es necesario que huyamos totalmente del ocio, en el que, como escribe Ezequiel, vivían inmersos los habitantes de Sodoma, por lo que se precipitaron y cayeron en aquella vergonzosa maldad de la concupiscencia (Catecismo Romano 3, 7, 10).
Ez 16, 59-63. En las alegorías anteriores latía la promesa de la restauración final. En estos versículos el profeta concentra su esfuerzo en asegurar la Alianza eterna (v. 60) que el Señor establecerá con la ciudad una vez que haya sido purificada por el castigo. Ezequiel es quien con mayor claridad expone el valor purificador del destierro. Y lo que vale para aquellos hombres, vale para el alma cristiana: Por eso, como la vergüenza y la confusión están siempre con nosotros, si pecamos, pidamos de todo corazón a Dios que nos conceda luchar hasta el fin para poder afirmar la verdad con todas las fuerzas del alma y del cuerpo. Y si se presenta una ocasión que ponga a prueba nuestra fe -pues, como el oro es probado en el crisol, nuestra fe es probada por los peligros y las persecuciones-, incluso si se desata una persecución, que nos encuentre preparados (…) y que en esa preparación para el combate demostremos el amor que tenemos a Dios en Cristo Jesús (Orígenes, Homiliae in Ezechielem 10, 5).
Recordaré la alianza (v. 60). El juego de palabras recordar la alianza, recordar los caminos (v. 61), da más fuerza al mensaje de perdón: el pueblo, al rememorar su conducta, se avergüenza; el Señor toma la iniciativa, perdona, renueva la Alianza y en consecuencia, el pueblo reconoce sus pecados y se arrepiente. El mismo proceso aparecerá en la parábola del hijo pródigo, en la que el padre perdona al hijo antes de escuchar su arrepentimiento (Lc 15, 11-32), si bien Jesús pone el acento en la paternidad más que en la Alianza, y en la consideración de la persona más que en el pueblo entero.
Ez 17, 1-24. El capítulo mezcla historia y alegoría, en una composición literaria sencilla pero cargada de significado, en las tres partes en que puede dividirse: la alegoría de las dos águilas, redactada en verso (vv. 1-10); la aplicación, escrita en prosa (vv. 11-21); y, en tercer lugar, la restauración definitiva, simbolizada con la imagen del cedro eminente (vv. 22-24), compuesta también en verso.
Ez 17, 1-10. La historia antigua del pueblo antes de la monarquía ha quedado reflejada en los avatares de la esposa infiel, castigada primero y absuelta para siempre con la Alianza eterna. La historia inmediata, la que va de la primera deportación el año 597 a.C. a la segunda en el año 587, se presenta ahora bajo la imagen de las dos águilas. Teniendo presentes los datos de 2R 24, 8-2R 25, 21, pueden identificarse los elementos de la alegoría: la primera águila, de gran envergadura (v. 3), es Nabucodonosor; el cedro es Jerusalén, de donde el rey caldeo se llevó sólo una parte, un ramo, en la primera deportación; el renuevo de sus ramas (v. 4) es el rey Yoyaquín llevado a Babilonia, ciudad de mercaderes (v. 4), y tratado como prisionero real; la semilla de la tierra (v. 5) es Sedecías, tío de Yoyaquín, puesto en el trono de Jerusalén, la viña espaciosa (v. 6), que comenzó a rehacerse y a fructificar. Hasta aquí la parte positiva de esta historia.
La segunda águila, de grandes alas y abundante plumaje (v. 7), es el faraón de Egipto, bien Samético II o su sucesor, Jofrá, con quien Sedecías hizo un pacto traicionando el anterior acuerdo con Nabucodonosor (cfr Jr 37, 3-10). Por último, el viento ardiente (v. 10), que destruirá todo, es de nuevo Nabucodonosor, instrumento de la ira ardiente del Señor, que llevará a la ciudad santa a la ruina total.
Ez 17, 2 Formula un enigma, cuenta una parábola. Dentro de la riqueza de recursos literarios de la sabiduría semita asumida por los profetas, el enigma y la parábola ocupaban un lugar destacado. El enigma es como un acertijo con moraleja (cfr Jc 14, 12; Ha 2, 6) y la parábola es una historia sencilla que conlleva también una enseñanza práctica. Los profetas, y en especial Ezequiel, usan el término parábola en el sentido de proverbio (cfr Ez 12, 22-23; Ez 16, 44) y también en sentido de historia sencilla o fábula, como en este caso. Los Evangelios, herederos de esta tradición sapiencial y pedagógica, resaltan a Jesús proponiendo enigmas, proverbios, parábolas y todo tipo de recursos literarios, con los que hacía atractivo su mensaje.
Ez 17, 11-21. La interpretación de la alegoría subraya los elementos que podrían haber quedado más oscuros. Ezequiel da como clave para explicar la ruina de Jerusalén y el destierro a Babilonia la ruptura de la Alianza, a la que se alude cuatro veces en esta pieza. El rey Sedecías no ha sido capaz de mantener el pacto con Nabucodonosor (vv. 13.16.18) y, con ello, ha quebrantado la Alianza del Señor (v. 19). De esta forma el profeta enseña a los deportados que el Señor no ha fracasado ni ha dejado de cumplir sus promesas. Únicamente ha puesto el remedio imprescindible para que los bienes de la Alianza se suspendan temporalmente, pero sin que desaparezcan del todo.
Ez 17, 22-24. Los caps. 15 a 17 contienen diversas alegorías. Lo peculiar de esta imagen del cedro que describe la restauración final es la insistencia en la acción de Dios mediante la repetición explícita del pronombre de primera persona Yo (Yo voy a llevarme…, Yo, el Señor, he humillado…, Yo, el Señor, lo digo…). Algunos comentaristas han pensado que estos versículos podrían ser una interpolación tardía, pero el estilo del oráculo y su contenido esperanzador encajan perfectamente en el pensamiento de Ezequiel.
En él anidarán todas las aves (v. 23). Son las mismas palabras que el relato del diluvio usó para referirse a que todas las aves entraron en el arca. Se muestra así el carácter escatológico del oráculo: tras el destierro, como tras el diluvio, todo será radicalmente nuevo, si bien a partir de algo que existía ya con anterioridad. Por otra parte, al decir todas las aves, está enseñando la universalidad del futuro Israel. No es extraño por eso que nuestro Señor Jesucristo utilizara una imagen semejante para describir el Reino de Dios: el reino es como un grano de mostaza que crece y que llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas (Mt 13, 32).
Yo, el Señor, he humillado al árbol elevado (v. 24). El Señor, una vez más, es el protagonista de la historia del pueblo. Él es el autor de la vida, que da vigor a lo que está seco, y de la muerte, haciendo que lo más lozano perezca. Él se muestra inflexible ante los arrogantes que no le aceptan (cfr Ez 31, 10-14). El Nuevo Testamento repetirá de mil maneras el valor de la humildad: El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado (Mt 23, 12).
Ez 18, 1-32. La imagen paterno–filial es el marco que utiliza Ezequiel para seguir explicando el porqué de la catástrofe de Jerusalén y del destierro. En los capítulos anteriores ha mostrado que el Señor no fracasa en sus planes de predilección por Israel, sino que mediante el castigo oportuno se recompone la Alianza quebrantada. Ahora insiste en una lección crucial para los deportados: el Señor no es cruel ni injusto con ellos, como no lo es al permitir el sufrimiento entre los hombres.
La doctrina tradicional hacía más hincapié en la unidad del pueblo en un sentido tanto espacial -todas las regiones formaban Israel- como temporal -todas las generaciones eran el mismo pueblo-. Así el Señor se define justo y misericordioso cuando premia o castiga a las generaciones sucesivas (cfr Ex 34, 6-7 y nota). Pero Ezequiel da un paso muy importante al enseñar la responsabilidad individual: los deportados no han sido castigados por lo que hicieron sus antepasados, sino por sus propios pecados. Esta explicación del sufrimiento supone un gran avance, pero es aún incompleta y parcial, pues se ciñe a la circunstancia inmediata de los deportados. También el libro de Job planteará el problema del dolor del inocente y su respuesta resultará todavía insuficiente. Sólo en el Nuevo Testamento quedará aclarada la doctrina a partir de la muerte de Jesucristo en la cruz. Él sufre por los pecados de los hombres, Él muere para redimirnos, y nos enseña que todo sufrimiento, también el de un inocente, tiene valor redentor: Al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas -ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota- se traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres. Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 162).
Ez 18, 1-20. Para replicar al malévolo adagio de las agraces de los padres y la dentera de los hijos (cfr Jr 31, 29), Ezequiel propone un caso práctico, con tres generaciones: un padre justo (vv. 5-9) al que le nace un hijo violento y sanguinario (vv. 10-13) y de éste sale un nieto que es, de nuevo, justo y temeroso (vv. 14-20). La moraleja en todos los casos es la misma: El que peque, y no otro, morirá (v. 20; cfr vv. 4.13); sobre el justo recaerá su justicia y sobre el impío su impiedad (v. 20; cfr v. 9). Esta ambivalencia entre la imputación personal y colectiva del pecado constituyó un reto a la catequesis que lo exponía de la siguiente manera: La amenaza de Dios de extender sus castigos hasta la tercera y cuarta generación debe entenderse no en el sentido de que los hijos pagarán siempre las penas de las culpas de sus padres sino en el sentido de que es absolutamente necesaria una expiación (…). Por eso, no ha de verse una contradicción entre esta conducta divina y las palabras del profeta: el alma que peque, esa morirá (Ez 18, 4). San Gregorio, totalmente concorde con la doctrina de los Santos Padres, lo explica así: “Todo el que reproduce la maldad de su padre está también vinculado a su culpa. Mas el que no imita su maldad, no es portador de su carga moral. Y así el hijo malo de padre malo, no sólo paga las culpas propias, sino también las de su padre, no habiendo temido añadir a la perversidad paterna, contra la cual estaba el Señor, su propia maldad; es justo, por lo demás, que el que, a la vista de un severo juez, no se contuvo de seguir los pasos de un mal padre, sea obligado aun en esta vida a pagar las culpas del propio padre impío” (Catecismo Romano 3, Ez 18, 14-22).
Los pecados enumerados en cada caso -idolatría, adulterio, impureza, opresión, avaricia, injusticia (vv. 6-8; 11-13; 15-17)- pretenden resumir todos los preceptos del Señor, especialmente los contenidos en el llamado código deuteronómico (Dt 12, 1-Dt 26, 15) y en la ley de santidad (Lv 17, 1-Lv 26, 46). En esa época, además del Decálogo, eran familiares algunas listas de virtudes (cfr Sal 15, 2-4; Is 33, 15-16; Jr 22, 3-5; Mi 6, 8) y de pecados (cfr Ez 22, 6-12). También en el Nuevo Testamento se utilizarán listas parecidas (cfr 1Co 5, 11; Ef 5, 5) como instrumento eficaz de enseñanza de la moral. Se observa así que Ezequiel, como sacerdote, conocía las técnicas didácticas utilizadas en el Templo. Siguiendo esta tradición la Iglesia siempre ha recomendado que en instrucción catequética se empleen los medios más eficaces para que los fieles, de manera adaptada a su modo de ser, capacidad, edad y condiciones de vida, puedan aprender la doctrina católica de modo más completo y llevarla a la práctica (Código de Derecho Canónico, c. 779).
Ez 18, 21-32. Ahora se da respuesta a una cuestión que podría plantearse una vez asumida la responsabilidad personal: si el impío debe cargar con las consecuencias de su pecado, ¿hay lugar para el arrepentimiento? Ezequiel responde con acento emocionado en una de las fórmulas más bellas de la misericordia divina: ¿Acaso me agrada la muerte del impío…, y no que se convierta de sus caminos y viva? (v. 23; cfr Ez 33, 11). Si en la explicación de la justicia divina y el castigo hay un largo proceso hasta el Nuevo Testamento, la misericordia divina es diáfana desde el principio de la Revelación bíblica, puesto que Dios siempre está pronto a perdonar. En la historia de la espiritualidad cristiana se han escrito páginas bellísimas, salidas de lo más profundo del corazón, que exhalan confianza en la misericordia de Dios. Sirva como muestra la siguiente oración de un autor cristiano oriental de la iglesia armena: Tú eres el Señor de la misericordia: ten, pues, misericordia también de mí, pecador, que te ruego y te suplico en muchos suspiros y lágrimas. (…) ¡Oh Dios, benigno y misericordioso! Eres llamado paciente con los pecadores; incluso Tú mismo has dicho: Si el pecador se convierte, no pensaré más en su injusticia, en lo que cometió (cfr Ez 18, 21-22). Mira que he venido y me postro delante de ti: tu esclavo culpable se atreve a suplicar tu misericordia. No pienses en tantos pecados míos y no me desdeñes por mi injusticia. (…) Tú, Señor, estás habituado a usar de misericordia y de bondad, y a perdonar muchos pecados (Juan Mandakuni, Oratio 2-3).
Ahora bien, íntimamente unida al perdón de Dios está la conversión del hombre. Por eso, no es extraño que estos textos de Ezequiel se evocaran a la hora de afirmar la necesidad del sacramento de la penitencia -en todo tiempo, la penitencia para alcanzar la gracia y la justicia fue ciertamente necesaria a todos los hombres que se hubieran manchado con algún pecado mortal, aun a aquellos que hubieran pedido ser lavados por el sacramento del bautismo, a fin de que, rechazada y enmendada la perversidad, detestaran tamaña ofensa de Dios con odio del pecado y dolor de su alma. De ahí que diga el Profeta: Convertíos y haced penitencia de todas vuestras iniquidades, y la iniquidad no se convertirá en ruina para vosotros (Conc. de Trento, sess. 14, 1)- y de la verdadera contrición: La contrición, que ocupa el primer lugar entre los mencionados actos del penitente, es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Ahora bien, este movimiento de contrición fue en todo tiempo necesario para impetrar el perdón de los pecados, y en el hombre caído después del bautismo, sólo prepara para la remisión de los pecados si va junto con la confianza en la divina misericordia y con el deseo de cumplir todo lo demás que se requiere para recibir debidamente este sacramento. Declara, pues, el santo Concilio que esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja, conforme a aquello: Arrojad de vosotros todas vuestras iniquidades, en que habéis prevaricado y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Conc. de Trento, sess. 14, 4).
Ez 19, 1-14. Dos nuevas alegorías, la leona y la vid, sirven de marco para reflejar la catástrofe de Jerusalén. Ambas están en verso usando el ritmo de lamentación (v. 1). Este tipo de composición poética, con cadencia triste, difícil de reflejar en la traducción, se usaba en los ritos fúnebres. David compuso una bella elegía en honor de Saúl y Jonatán (2S 1, 17-27). Aquí es un lamento por Jerusalén, representada en la leona, que ha fracasado con sus dos reyes, sus cachorros: uno fue deportado a Egipto (v. 4), a saber, Joacaz, hijo de Josías, que fue llevado prisionero a Egipto por el faraón Necó II (cfr 2R 23, 32-33); otro fue llevado con cadenas a Babilonia (v. 9), es decir, Yoyaquín (2R 24, 1-17). Los dos reyes sufrieron el mismo castigo porque ambos hicieron lo malo a los ojos del Señor en todo (2R 23, 32; 2R 24, 9). Recibieron la pena de sus pecados, no la de sus antepasados. Ezequiel llora el destino final de estos reyes y la suerte de Jerusalén.
La imagen de la viña trasplantada y esterilizada (vv. 10-14) es muy querida por Ezequiel (cfr Ez 17, 5-10) y apropiada para reflejar la catástrofe de Jerusalén.
Ez 19, 1-9. El león servía como figura literaria para designar a los guerreros valientes y aguerridos (Gn 49, 9; Sal 22, 14.22) y en este sentido ha quedado plasmado en muchas pinturas que la arqueología ha descubierto. Pero en esta lamentación la alusión es irónica: el valor y el poderío que parecían adornar a los reyes de Judá era sólo aparente, la capacidad de desgarrar presas y devorar hombres (vv. 3.6) era puro espejismo. Los Santos Padres se apoyan en este poema alegórico para subrayar la brevedad del poder y la caducidad de la gloria humana.
Ez 19, 10-14. La historia azarosa de la vid es un fiel reflejo del Israel deportado, tanto del rey como del pueblo: lo más escogido, como viña frondosa (vv. 10-11), sufrió la violencia de la destrucción y del destierro, como una vid arrancada con furia (v. 12); ahora, ha sido llevada a un país inhóspito, es como una vid plantada en el desierto (v. 14), donde no puede dar fruto.
El final del poema es desolador porque no deja lugar a la esperanza (v. 14). Probablemente por tratarse de una elegía, Ezequiel se detiene en el final de una época, sin necesidad de anunciar la nueva, como hace en otras ocasiones.
Ez 20, 1-Ez 24, 27. La primera parte del libro de Ezequiel termina con un conjunto de composiciones que confirman la necesidad de un castigo sobre Jerusalén. Se repiten las acusaciones ya conocidas de ruptura de la Alianza e infidelidad, se incide en alguna de las alegorías más expresivas como la conyugal (el cap. 23 es un eco del cap. 16), y se emiten sentencias de condena inapelable. Con todo esto Ezequiel intenta remover el ánimo de los deportados para que, cuando vean cumplidas en Jerusalén estas amenazas, comprendan que también se cumplirán los oráculos de esperanza que él mismo proclamó y que están recogidos en la segunda parte del libro. El profeta, en su afán de explicar el sentido del destierro, llegará a ponerse a sí mismo como símbolo (Ez 24, 27), mostrando el significado de la muerte de su esposa y la curación de su mudez. A partir de la destrucción de Jerusalén, el profeta hablará sólo para consolar y abrir horizontes de esperanza.
Ez 20, 1-44. La historia de Israel está narrada con intencionalidad doctrinal, es decir, mostrando cómo actúa Dios dentro de la historia, eligiendo al pueblo, castigándolo cuando ha sido infiel y rehabilitándolo de nuevo para que el nombre de Dios no sea vilipendiado. El relato, elaborado a modo de juicio, contiene dos partes: la primera mira al pasado y es condenatoria, porque el pueblo siempre se comportó con impiedad (vv. 1-32); la segunda mira al futuro y está cargada de esperanza (vv. 33-44). Algunos comentaristas han defendido que esta segunda parte era una adición tardía para que la condena de Israel no pareciera tan radical. Sin embargo, la terminología y el estilo son semejantes en todo el capítulo, y la enseñanza también: el Señor es el protagonista de toda la historia, que hasta el destierro ha castigado al pueblo con severidad, aunque dejando un resto con capacidad de comenzar de nuevo; y a partir del destierro, una vez que el pueblo ha sido purificado, inicia una etapa nueva brindándole los mismos dones que a los liberados de Egipto. Con esta interpretación, Ezequiel enseña a los deportados que la historia es la mejor escuela para aprender que Dios está siempre a favor de su pueblo, también cuando castiga, pero sobre todo cuando alienta y promete los bienes imperecederos. Dios se manifiesta en su obra de la creación, pero también en sus obras en la historia: Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque Él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cfr Rm 2, 15), la “ley natural”. Ésta “no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación”. Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las “diez palabras” o sea con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales Él fundó el pueblo de la Alianza (cfr Ex 24) y lo llamó a ser su “propiedad personal entre todos los pueblos”, “una nación santa” (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (cfr Sb 18, 4, Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de la Alianza Nueva cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cfr Jr 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cfr Jr 17, 1). Entonces será dado “un corazón nuevo” porque en él habitará “un espíritu nuevo”, el Espíritu de Dios (cfr Ez 36, 24-28) (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 12).
Ez 20, 1-32. El comienzo de la sección es solemne por la indicación de la fecha y la mención de los ancianos. La fecha corresponde al año 593, es decir, dos años después de su vocación (Ez 1, 2) y uno después de la gran visión del Templo (Ez 8, 1). Los ancianos son los representantes de los deportados y en calidad de tales van a casa de Ezequiel para consultar al Señor. La narración de la historia viene a ser un juicio divino sobre la conducta del pueblo, como se desprende del uso de la primera persona. Está dividida en cinco etapas: los liberados de Egipto (vv. 5-10), la primera generación del desierto (vv. 11-17), la generación de los nacidos en el desierto (vv. 18-26), los contemporáneos de la monarquía (vv. 27-29), y finalmente los deportados a quienes va dirigido el oráculo (vv. 30-32). En cada etapa se repite la misma secuencia: elección y donación de bienes, pecado de rebeldía, proyecto de castigo y renuncia a ponerlo en práctica por respeto al nombre del Señor.
Ez 20, 5-10. La narración de las tres primeras etapas están basadas en las tradiciones del éxodo y recuerdan el nacimiento y primeros pasos del pueblo. En ellas se pone de manifiesto la iniciativa divina y su presencia activa. Ezequiel, pasando por alto el período patriarcal, sitúa el comienzo del pueblo en Egipto -en el país de Egipto (v. 5)- porque allí se les presentó, les juró su favor y, con grandes prodigios, les manifestó su Nombre: Yo soy el Señor, vuestro Dios (v. 5). Como enseña el Catecismo: En los momentos decisivos de su Economía, Dios revela su Nombre, pero lo revela realizando su obra. Esta obra no se realiza para nosotros y en nosotros más que si su Nombre es santificado por nosotros y en nosotros (Catecismo de la Iglesia Católica, 2808).
Ellos se rebelaron, fueron desleales e insumisos (v. 8). El Señor decidió castigarlos, pero no lo hizo en atención a su Nombre (v. 9). El nombre del Señor (cfr Ez 20, 9.14.22), que es santo (cfr Ez 20, 39), determina la suspensión de la sentencia dictada.
Ez 20, 11-17. La primera generación del desierto sigue la misma suerte. El Señor les dio los preceptos (vv. 11-12), y ellos se rebelaron (v. 13); entonces, el Señor decidió aniquilarlos (v. 13), pero no lo hizo en atención a su Nombre (v. 14). De todos modos, por los pecados cometidos en el desierto, ni Moisés ni los que iniciaron la peregrinación entraron en la tierra prometida.
La mención de los sábados (v. 12; cfr Jr 17, 19-27) refleja el interés del sacerdote Ezequiel (cfr Ez 22, 8.26; Ez 23, 38) para que los deportados observen las exigencias del sábado, como seña de identidad dentro del ambiente pagano de Babilonia: No es cosa sin misterio que entre los días de la semana Dios eligiese el séptimo. Él mismo llama a este día señal en Éxodo y en Ezequiel (…). El sábado significaba para los hombres, ante todo, la necesidad de dedicarse a Dios, de ser y mostrarse santos ante sus ojos cuando todo un día estaba consagrado a Él de modo especial, como testimonio de la particular necesidad de un culto de santidad y religión. Significaba también y conmemoraba la admirable creación del universo, hecha para alabanza y testimonio de Dios. Finalmente, significaba y recordaba a los judíos la prodigiosa ayuda divina con que fueron liberados de la esclavitud de los egipcios (…). El sábado es, además, señal y símbolo de aquel otro sábado espiritual y celeste que consiste en un santo y místico reposo del alma (Catecismo Romano 3, 4, 13-15).
Ez 20, 18-26. La segunda generación del desierto experimentó de nuevo el mismo proceso: el Señor volvió a darles sus preceptos y sus sábados (v. 20), ellos se rebelaron (v. 21) y el Señor decidió descargar sobre ellos su ira y exterminarlos (v. 21), pero no lo hizo en atención a su Nombre (v. 22). Sin embargo, como consecuencia de sus delitos (v. 24) el Señor les impuso normas que no dan vida (v. 25), incluso la inmolación de niños a Moloc (v. 26). Ya San Jerónimo (cfr Commentarii in Ezechielem, in loc.) explicó que este modo semita de hablar no significa que el Señor obligara a los israelitas a las prácticas idolátricas y monstruosas frecuentes entre los cananeos, sino que los abandonó a sus instintos más bajos y no impidió que cometieran las mismas aberraciones que sus vecinos (cfr 2R 16, 3; 2R 17, 17). San Pablo también explica los delitos de los paganos, atribuyendo a Dios el haberles castigado abandonándolos: Cuando demostraron no tener un verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a un perverso sentir, que los lleva a realizar acciones indignas (Rm 1, 28).
Ez 20, 27-29. Ya en la tierra prometida la situación no cambió mucho. Los israelitas, lejos de reconocer que el Señor los había introducido allí con gran poder (v. 28), se dejaron arrastrar por la idolatría y participaron en los ritos que los cananeos celebraban en los lugares altos. Aquí no se indica el castigo que merecen, probablemente porque será el destierro inminente a Babilonia. Pero se ridiculiza el culto en los lugares altos. El profeta utiliza un juego de palabras, difícil de recoger en la traducción, que debía sonar burlesco. Indicaba que el lugar alto reúne a mucha gente que acude en tropel, pero está vacío porque no es la morada de Dios.
Ez 20, 30-32. Los deportados que están escuchando todo esto no son víctimas de los pecados de sus antepasados, puesto que ellos han cometido los mismos delitos y la misma idolatría. Han caído mucho más bajo que sus padres porque están perdiendo la esperanza de que el Señor pueda liberarlos, y se ven condenados a ser como los paganos para siempre, adoradores del árbol y la piedra (v. 32).
Ez 20, 33-44. Frente a la falta de esperanza de los deportados, el Señor renueva su compromiso y anuncia una nueva etapa comparable sólo a la iniciada en Egipto. La historia de Israel, que comenzó con la liberación de la esclavitud de Egipto (Ez 20, 6), terminará de modo similar: también ahora el Señor sacará a los suyos de entre las naciones con brazo extendido (v. 33.34; cfr Ex 6, 6), los llevará al desierto (v. 35; cfr Ex 3, 18; Ex 4, 27), allí entablará querella con ellos (cfr Ex 17, 7) y finalmente, como en el Sinaí (cfr Ex 19-24), establecerá con ellos una nueva Alianza (v. 37). Tantas resonancias con los acontecimientos del Éxodo ponen de relieve la fidelidad de Dios que, lejos de aniquilar a su pueblo, lo rehabilitará y renovará de modo definitivo.
Los dones y el progreso anunciados se basan en los dos grandes pilares tan apreciados por Ezequiel: la santidad del Nombre de Dios (vv. 39.40.41) que garantiza la pureza e integridad de los repatriados, y el nuevo culto integrado sólo de ofrendas legítimas (vv. 40-41). La defensa del Nombre de Dios es proverbial en la tradición sacerdotal y, más aún, en el libro de Ezequiel: A pesar de la Ley santa que le da y le vuelve a dar el Dios Santo (cfr Lv 19, 2: “Sed santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios soy santo”), y aunque el Señor “tuvo respeto a su Nombre” y usó de paciencia, el pueblo se separó del Santo de Israel y “profanó su Nombre entre las naciones” (cfr Ez 20, 36). Por eso, los justos de la Antigua Alianza, los pobres que regresaron del exilio y los profetas se sintieron inflamados por la pasión por su Nombre (Catecismo de la Iglesia Católica, 2811).
Ez 21, 1-37. Continúa el juicio severo del Señor sobre Jerusalén con un bloque de oráculos de condena con las imágenes del fuego y de la espada. Los cuatro primeros comienzan con la misma frase: Me fue dirigida la palabra del Señor (vv. 1.6.13.23); el último, que no va dirigido contra Jerusalén, comienza con otra fórmula, profetiza y di (v. 33). La conclusión (vv. 35-37) canta la destrucción de la espada, instrumento de muerte que simboliza a Babilonia, como signo de esperanza para los deportados.
El entramado de oráculos muestra con tonos diversos la soberanía del Señor, el único que dirige los movimientos del invasor y el único que podrá salvar a los que han sufrido las estrecheces del asedio. Se pone de manifiesto que Dios busca el bien de los hombres aunque éstos no lo comprendan del todo: Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cfr Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra (Catecismo de la Iglesia Católica, 314).
Ez 21, 1-12. Son dos oráculos con una correlación intencionada. El primero, más alegórico (vv. 1-5), traza la trayectoria de un fuego que, de norte a sur, arrasará lo mismo al árbol seco que al verde. Es Babilonia que entra desde el norte arrasándolo todo. El segundo (vv. 6-12) explica el anterior; el fuego es ahora la espada, mostrando que la desgracia anunciada es una invasión bélica y no un desastre natural. Y el objetivo no es genérico, el sur, sino bien concreto, Jerusalén (v. 7). El árbol verde y el seco son en la explicación el justo y el impío (v. 9). Ezequiel una vez más se identifica con su pueblo en los gemidos por la inminencia de tantas adversidades (v. 12).
Ez 21, 13-22. Magnífico himno a la espada como instrumento en manos de Dios para llevar a cabo el castigo. Con tonos poéticos se describe la calidad de la espada (vv. 13-16) y el dolor del pueblo amenazado por ella (vv. 17-18); se presenta al profeta celebrando la eficacia de la espada, que multiplica sus golpes hasta cumplir su cometido cruel (vv. 19-20), y la satisfacción del Señor que ha completado el castigo (v. 21).
Hiere tus caderas (v. 17). Golpearse las caderas o los muslos era un gesto en los pueblos semitas para expresar dolor o duelo, como lo atestiguan algunos antiguos escritos; equivale a nuestros golpes de pecho.
Profetiza y bate palma contra palma (v. 19). El profeta tiene sentimientos encontrados y tras lamentar la ruina de Judá, debe mostrar alegría por haberse cumplido la sentencia de Dios. En este bello poema subyace la idea de que el destierro es castigo, pero es también purificación del pueblo. Así es la espada: instrumento de dolor, que en manos de Dios se transforma en instrumento de salvación. De modo análogo, en la Nueva Economía la cruz, que era expresión del más humillante tormento, es celebrada como fuente de salvación en el conocido himno litúrgico a la cruz, atribuido a Venancio Fortunato: Oh cruz fiel, árbol único en nobleza, ¡jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto! ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la vida empieza con un peso tan dulce en su corteza (Himno de la liturgia de Viernes Santo, Miscellanea 2, 2).
Ez 21, 23-32. La espada está ahora en manos del rey de Babilonia que ha de arremeter primero contra Jerusalén y luego contra los amonitas. Nabucodonosor pensaba que sus ataques estaban ordenados por el azar (v. 26), pero era el Señor quien lo dirigía. Los israelitas creían tener mala suerte (v. 28), pero era el Señor quien los castigaba por sus delitos. Resplandece una vez más la soberanía del Señor sobre los avatares de la historia.
El oráculo conserva los tres modos de practicar la adivinación entre los babilonios (v. 26): por las flechas del carcaj, mediante los penates o dioses domésticos, y por el examen del hígado de los animales sacrificados a los ídolos.
Ez 21, 33-37. También a los amonitas les ha llegado su hora (vv. 33-34), y de hecho su ciudad (la actual Amán, capital de Jordania) fue arrasada por Nabucodonosor unos años después de Jerusalén. El castigo de los amonitas era una señal más del cumplimiento de las profecías de Ezequiel; pero, sobre todo, era una señal de esperanza para los deportados.
Las últimas palabras del capítulo (vv. 35-37) reafirman que la espada, es decir, Babilonia, era sólo instrumento en manos de Dios y que será aniquilada más tarde. Dios es el único juez supremo que dicta sentencia contra Judá y Jerusalén, pero también contra Babilonia y contra los demás pueblos paganos, como quedará claro en los oráculos contra las naciones (caps. 25-39).
Ez 22, 1-31. Tres nuevos oráculos, ahora sin apenas metáforas ni alegorías, dejan al descubierto los delitos de Jerusalén y justifican la sentencia condenatoria del Señor. Los tres comienzan con la fórmula técnica: Me fue dirigida la palabra del Señor (vv. 1.17.23). El primero detalla los crímenes de Jerusalén (vv. 1-16); el siguiente (vv. 17-22) es más esquemático y extiende la condena a todo el país; y el último (vv. 23-31) apunta a los distintos estratos del pueblo: príncipes, sacerdotes, profetas, pueblo sencillo.
Ez 22, 1-16. La acusación grave contra la ciudad está enunciada al comienzo: Ciudad que en su interior derrama sangre (v. 3), y desarrollada en tres series de pecados (vv. 6-8; 9-11.12). En estas series el primero es derramar sangre y los demás están relacionados con los preceptos del llamado Código de santidad (Lv 17-26), y se refieren a la opresión y violencia. Todos han sido cometidos en ti (vv. 5.6.7.9.10.11.12), es decir, en Jerusalén, la ciudad santa. De ahí que la dispersión, el grave castigo, equivalga a una profanación ante las naciones (v. 16); pero conseguirá la purificación definitiva.
Ez 22, 17-22. La imagen del horno como crisol donde se purifican los metales preciosos era frecuente entre los profetas (cfr Is 1, 25; Is 48, 10; Jr 6, 29, etc.). Ezequiel, probablemente sin perder de vista el producto final, el metal purificado, se detiene en el acto más lacerante de la operación: Seréis fundidos en medio de la ciudad (v. 22). De este modo, aunque habla sólo de castigo, es decir, del asedio y destrucción de Jerusalén, se vislumbra el horizonte de esperanza cuando la ciudad quede purificada.
Ez 22, 23-31. Todos los miembros del pueblo son culpables y merecedores del castigo que se avecina. Han incumplido sus obligaciones: Los príncipes de la casa real y los mismos reyes debían procurar el bien de los súbditos (cfr Dt 17, 14-20) y no enriquecerse a costa de ellos (v. 25). Los sacerdotes debían observar con esmero las normas del culto, especialmente las del sábado (v. 26). Los jefes tenían la obligación de juzgar sin sacar provecho de sus sentencias (v. 27; cfr Dt 16, 18-20). Los profetas (cfr Dt 18, 9-22) debían transmitir sólo la palabra de Dios, no sus propias alucinaciones (v. 28). Finalmente el pueblo llano debía mantener la convivencia especialmente con los más desfavorecidos. El lamento final de no encontrar un justo o un intercesor que detuviera el inminente castigo (v. 30) es particularmente sentido, como un eco negativo de la intercesión de Abrahán por Sodoma (cfr Gn 18, 22-33).
Ez 23, 1-49. En la secuencia de condenas a Jerusalén y a todo Israel, Ezequiel retoma la imagen esponsal desarrollada en el cap. 16. En este caso hay un mayor interés por ceñirse a los acontecimientos históricos, condenando las alianzas peligrosas con pueblos paganos más que los abusos cultuales e idolátricos. De hecho, aun en contra de las leyes del Levítico (cfr Lv 18, 18), el Señor toma por esposas a dos hermanas, al estilo de Jacob, que simbolizan los dos reinos, el de Samaría, asolado el año 721 por los asirios (cfr 2R 17, 5-23), y el de Jerusalén destruido el año 587.
Los nombres de las hermanas quizá tenían un significado más profundo que hoy se nos escapa. Etimológicamente Oholá significa la tienda de ella y Oholibá mi tienda está en ella, indicando probablemente que el santuario, la tienda de Samaría, era ilegítimo, mientras que el de Jerusalén era el auténtico del Señor. Por otra parte, la crudeza del lenguaje usado en el relato indica que los delitos no pueden justificarse; son la causa de las catástrofes de ambos reinos. Y también queda reflejado el amor intenso de Dios por los habitantes de ambas ciudades.
Ez 23, 1-10. La etapa de las tribus en Egipto queda resumida en una frase tajante: Se prostituyeron en su juventud (v. 3; cfr Ez 16, 26). La prostitución -idolatría y pactos con naciones paganas- es el hilo conductor del relato: lejos de cesar, una vez establecidas en la tierra prometida, aumentó en Oholá, en Samaría, hasta que Asiria, que la tenía sometida con tributos infamantes, la invadió e hizo desaparecer (vv. 9-10).
Ez 23, 11-35. Los delitos de Oholibá, el reino de Judá, son enumerados con más detalle: son más graves porque Judá tenía ante sí la suerte del reino hermano, Israel, y porque el Señor le había mostrado predilección. Y además son más numerosos, pues Israel sólo hizo pactos con los asirios, mientras que Judá los hizo con los asirios, los babilonios y hasta con los egipcios.
La imagen de la copa llena de licor que se torna veneno (vv. 32-34) es frecuente para indicar la crudeza del castigo, que ha de sufrirse en su totalidad como se bebe la copa hasta las heces (cfr Jr 25, 14-29). El Apocalipsis alude al cáliz de la ira de Dios (cfr Ap 14, 10) para indicar el castigo escatológico que recaerá sobre los adoradores de la bestia, es decir, los idólatras.
Ez 23, 36-49. Después de la descripción de los delitos y castigos de los dos reinos simbolizados en las dos hermanas pervertidas, Ezequiel enuncia un nuevo veredicto, en esta ocasión más resumido. Es probable que el profeta o alguno de sus discípulos añadiera esta sección después de haber terminado el libro, dado que muchas frases son idénticas a otras del cap. 16; y, por otra parte, hay cambios de persona poco frecuentes en Ezequiel. Comienza hablando de las hermanas–reinos en tercera persona y en plural (vv. 36-40a); sigue en segunda persona y en singular (vv. 40b-41), luego en tercera singular (vv. 42-44), y termina en tercera persona y en plural (v. 45).
Los delitos denunciados son conocidos: adulterio, crimen e idolatría. Se insiste en que son especialmente graves porque se han cometido contra el Señor (v. 38). La descripción de los adornos (vv. 40-42) refleja las costumbres de las cortesanas disolutas, pero, ante todo, muestra que aquellos pecados habían sido pecados cometidos a sabiendas de su gravedad.
El castigo es el marcado por la Ley para las adúlteras: lapidación y muerte (cfr Ez 16, 38-40; Dt 22, 24). Sin embargo, Ezequiel señala una vez más que la finalidad del castigo es la regeneración -y sabréis que Yo soy el Señor Dios (v. 49)-, y reclama a los deportados la actitud de conversión: Así pues, queriendo que todos los que son objeto de su amor tengan parte en la conversión, lo estableció con su omnipotente voluntad. Por tanto, obedezcamos su magnífico y glorioso designio y caigamos de rodillas suplicando su misericordia y clemencia, y volvamos a sus gracias, dejando a un lado las preocupaciones inútiles, la contienda, y la envidia que conduce a la muerte (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 8, 5-9, 1).
Ez 24, 1-27. El asedio de Jerusalén es inminente, hoy mismo (v. 2), ya no hay lugar para detenerlo, aunque cabe interpretar lo que Dios quiere con él. Ezequiel entona un poema significativo bajo la alegoría de una olla de carne puesta al fuego (vv. 3-14), y explica el sentido de la muerte de su propia esposa, que viene a ser la acción simbólica más sentida de cuantas ha realizado (vv. 15-27).
Pero antes de nada se señala la fecha exacta de este oráculo, correspondiente al cinco de enero de 588 a.C., poco más de dos años después de iniciar los oráculos de juicio y de condena sobre Jerusalén (Ez 20, 1) y algo más de cuatro después de iniciar su vocación (Ez 1, 2). Esta datación del asedio coincide con la señalada en 2R 25, 1 y Jr 52, 4; pero en Ezequiel tiene especial importancia porque, al cumplirse, corrobora que él es un profeta verdadero y confirma que los anuncios de renovación posterior también se cumplirán.
Ez 24, 3-14. La olla repleta de carne, símbolo de abundancia (cfr Ez 11, 3.7), se transforma en este poema–parábola en símbolo de la destrucción total. La mejor carne, la más selecta, designa a los habitantes de Jerusalén que se sentían seguros dentro de la ciudad santa y cometían impunemente todo tipo de infamias (vv. 3-5); pero todos ellos, formando un guiso macabro, serán retostados hasta consumirse (vv. 9-10). En consecuencia, el recipiente, símbolo de la ciudad, mancillado de sangre y de herrumbre (vv. 6-8), necesitará calentarse al rojo vivo para quedar purificado. Las palabras finales (vv. 13-14) desvelan el sentido de la metáfora, por si aún quedaba alguna duda de que el asedio y la destrucción de Jerusalén eran necesarios para purificar la ciudad. La pureza en Ezequiel va más allá de la simple limpieza y hasta de la rectitud moral; tiene mucho que ver, como enseñan el Código de santidad (Lv 17, 1-Lv 26, 46) y la tradición sacerdotal del Pentateuco, con el culto, pues sólo cuando han desaparecido los pecados, y las huellas que dejan, se puede dar culto legítimo al Señor, único Dios. Es fácil por eso aplicar también la imagen al alma, que necesita de la purificación para ser agradable a Dios: Pues dice el profeta que para que se purifique y deshaga el orín de las afecciones que están en medio del alma, es menester en cierta manera que ella misma se aniquile y deshaga, según está ennaturalizada en estas pasiones e imperfecciones (S. Juan de la Cruz, Noche oscura del alma 2, 6, 5).
Ez 24, 15-27. La primera parte del libro termina con la impresionante manifestación de los sentimientos más íntimos del profeta a la muerte de su mujer. Todos aquellos acontecimientos, muerte repentina de la esposa, ausencia de duelo, dolor profundo y silencioso, son la suprema señal de lo que ocurrió con el asedio a Jerusalén. La esposa seguramente era todavía joven, la delicia de tus ojos (v. 16; cfr Lm 2, 4), y su muerte tuvo que ser repentina. Era símbolo del Templo, orgullo del pueblo, y nadie podía sospechar su destrucción. El duelo se hacía en correspondencia a la dignidad y aprecio del difunto (cfr 2S 1, 2; 2S 3, 31; 2S 14, 2; 2S 15, 30.32), pero hasta los más humildes solían cubrirse el rostro y participar así en los banquetes funerarios, en el pan de duelo (v. 17). Sin embargo, ni Ezequiel debía llorar a su esposa, ni los deportados debían dar muestras de tristeza, para significar que aquellas desgracias eran un asunto privado entre Dios y ellos.
La mención del nombre del profeta (v. 24), que no había aparecido desde el título del libro (Ez 1, 3), da a estos versículos un cierto aire conclusivo. Lo mismo ocurre con los vv. 25-27 que recuerdan que el mismo día de la muerte de su esposa llegará el fugitivo anunciando la destrucción de Jerusalén, y Ezequiel recuperará el habla (cfr Ez 3, 25-27 y Ez 33, 21-22).
Ez 25, 1-Ez 32, 32. Estos capítulos constituyen la que podemos llamar segunda parte de Ezequiel. Los Oráculos contra las naciones forman un elemento sustancial en los libros proféticos más importantes desde Amós, que fue el primero en proclamarlos (cfr Am 1-2), pasando por Isaías (Is 13-23) y Jeremías (Jr 46-51). En estos profetas reflejan el pensamiento y la orientación doctrinal del libro entero. En Ezequiel tienen rasgos peculiares: están colocados aproximadamente en el centro del libro, después de los oráculos de condena y antes de los de renovación. Van dirigidos contra siete naciones, número significativo que indica totalidad; en Amós también son siete. Los oráculos de Ezequiel excluyen a Babilonia, condenada en Isaías y Jeremías, y, en cambio, condenan a los pueblos que se opusieron al gran coloso caldeo. Seguramente se quiere sugerir que Babilonia actúa como instrumento del Señor, prescindiendo de sus métodos crueles. En la enumeración de los pueblos se sigue un orden temático más que cronológico: se comienza con cuatro que se mofaron de Israel y celebraron su caída (Amón, Moab, Edom, y los filisteos) y se termina con los que se creyeron superiores a los demás, y se enfrentaron a Babilonia (Tiro, Sidón, y, por encima de todos, Egipto).
La intencionalidad del profeta en estos oráculos contra las naciones es clara: quiere poner de relieve que Dios es el único soberano sobre Israel y sobre los demás pueblos; Él es quien mueve los hilos de la historia. Esta soberanía divina se opone, sobre todo, al politeísmo reinante: sólo el Señor prevalece, mientras que los demás dioses (Marduc, Baal, etc.), en quienes confiaban esos pueblos, no han sido capaces de defenderlos porque no son dioses verdaderos. Probablemente, con estos oráculos Ezequiel quiere transmitir un mensaje de esperanza a los deportados: destruir a los pueblos enemigos significa afianzar a Israel, a quien el Señor nunca abandona.
Ez 25, 1-17. Los cuatro pueblos denunciados en este capítulo fueron destruidos poco después de Judá, concretamente entre los años 586 y 570 a.C.; eran vecinos de Israel y enemigos acérrimos desde sus orígenes. Los amonitas aparecen ya en el libro de los Jueces oponiéndose a los israelitas (Jc 3, 13; Jc 10, 11); los moabitas aparecen unidos a los anteriores como fruto del incesto de las hijas de Lot (Gn 19, 30-38), y también se opusieron al ejército israelita desde el principio (Jc 3, 12-30; cfr nota a Jr 48, 1-47); los edomitas, descendientes de Esaú, son descritos como vengativos y toscos (Gn 25, 29ss.; cfr nota a Jr 49, 7-22), estuvieron en permanente tensión con los israelitas. Los tres pueblos estaban emparentados con los israelitas. Los filisteos, en cambio, provenían de Asia Menor y se habían establecido en el litoral mediterráneo, haciendo constantes tentativas por penetrar en el interior de Israel (cfr 2S 5, 17ss.; 1R 16, 16ss.). Fueron siempre considerados como extranjeros de distinta etnia.
Los oráculos de esta sección tienen un esquema parecido: descripción del delito (vv. 3.8.12.15) y promulgación de la sentencia, introducida por la expresión típica por eso (vv. 4.9.13.16). Son breves, contundentes, claros. Y terminan con la fórmula de reconocimiento: sabrán que Yo soy el Señor. Subyace, por tanto, un afán por explicar los sufrimientos y desastres de los pueblos paganos: todo esto ocurrió para manifestar el dominio supremo de Dios y conseguir que los pueblos lo reconozcan y confiesen. Es un rasgo, aunque imperfecto todavía, de la universalidad del mensaje profético, que extiende sus objetivos más allá de las fronteras de Israel.
Ez 26, 1-Ez 28, 19. Tiro era una ciudad–estado al norte de Palestina, entre los montes del Líbano y el Mar Mediterráneo. Era fenicia como Sidón, Biblos, etc.; estaba situada sobre una isla rocosa, perfectamente fortificada, pero su dominio se extendía también dentro del continente. Por su situación privilegiada era centro comercial del antiguo Oriente, allí se daban cita los mercaderes de las demás ciudades de Asia Menor y de los pueblos continentales. Nabucodonosor no llegó a conquistarla, pero tras sus ataques la dejó prácticamente destruida.
Ezequiel dedica a Tiro una serie de oráculos de condena en los que se mezclan sentimientos encontrados de alegría por su destrucción, de admiración por su fortaleza y por su influencia, y de desprecio por su rey ensoberbecido. Pero en las palabras del profeta queda de manifiesto que Dios es el único soberano y que tiene especial predilección por Israel.
Ez 26, 1-21. Desde el primer oráculo contra Tiro, Ezequiel se esmera en sus palabras y cuida los detalles: comienza señalando la fecha, año undécimo (v. 1), es decir, a finales del año 586, uno después de la caída de Jerusalén. A continuación, denuncia la burla que los de Tiro hicieron por la destrucción de la ciudad del Señor (v. 2). Por último, proclama la sentencia solemne en un oráculo dividido en cuatro partes introducidas con la misma frase: Esto dice el Señor (vv. 3.7.15.19).
Las dos primeras (vv. 3-6 y 7-14) anuncian la destrucción de lo que parecía inexpugnable y subrayan con ironía que la ciudad va a quedar totalmente arrasada, como secadero de redes (vv. 5.14). Las dos últimas (vv. 15-18 y 19-21) tienen el estilo de lamentación fúnebre ante la pérdida de algo tan preciado como Tiro. En todo este capítulo hay una cierta añoranza de la fortaleza, la prosperidad y la influencia de aquella ciudad.
Ez 27, 1-36. El oráculo segundo es una excelente elegía por la destrucción de Tiro bajo la imagen de una nave que naufraga. Consta de tres partes: la primera (vv. 1-11) ensalza en verso las cualidades, la riqueza y la belleza de un navío mercante construido con los mejores materiales de los pueblos de alrededor: cedro del Líbano, encina de Basán, bordados de Egipto, etc. La segunda, en prosa (vv. 12-25), enumera las mercancías y las ciudades con las que comerciaba. Resulta prolija, pero ese estilo recargado confirma el prestigio de Tiro y la admiración que despertaba. La tercera parte, en verso, es la más poética (vv. 25b-36): describe con pena el hundimiento de la nave (vv. 26-27) y enumera con detalle los lamentos de los pueblos vecinos ante tanta tragedia (vv. 28-36).
Ez 27, 8-15. Arvad (vv. 8.11) es una isla fenicia próxima a Tiro; por eso, este nombre parece preferible al desconocido Arad de la versión griega y de la latina. En el v. 15 la versión de los Setenta y las versiones latinas leen Rodas, en vez de Dedán (cfr Gn 10, 4 donde se menciona a los Dodanim).
Ez 27, 17 Judá e Israel aparecen aquí como dos pueblos más que comerciaban con Tiro sin especial importancia política o religiosa. Minit es una ciudad amonita poco relevante. Quizá por eso la versión griega y latina interpretan trigo excelente en vez de trigo de Minit.
Ez 28, 1-10. El oráculo va dirigido contra el rey de Tiro -el príncipe, en el lenguaje de Ezequiel-, pero dada la comprensión corporativa, según la cual el dirigente principal se identifica con su pueblo, incluye, como los anteriores, el reino entero de Tiro. Se condena el delito de soberbia, más patente en el rey, quien llegó a creerse una divinidad por su riqueza, sabiduría e influencia sobre los pueblos de alrededor (vv. 2-5). Se dicta una sentencia severa: morirá como cualquier hombre (v. 9), más aún como un incircunciso a manos de extranjeros (v. 10). El profeta deja traslucir que el orgullo es un pecado casi tan grave como la idolatría, puesto que la gravedad de todo pecado está en querer ser como dioses. El pecado se levanta sobre el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses” pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (S. Agustín, De civitate Dei 1.14.28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cfr Flp 2, 6-9) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1850).
Ez 28, 11-19. Los oráculos contra Tiro culminan con esta elegía en la que, como exige el estilo, se mezclan, y en este caso se contraponen, las cualidades más nobles con los delitos más viles. Hay en este poema alusiones claras al relato de la creación: el rey de Tiro, como el primer hombre, ha sido puesto en el Edén, colmado de riquezas y acompañado del querubín protector (vv. 14-16). Pero también pecó con delitos de violencia (v. 16), y fue expulsado por el mismo querubín que lo protegía. La expulsión del Edén es prototipo de todo castigo divino, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica, puesto que allí se dio el paso del paraíso de la libertad a la servidumbre de este mundo (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2061). En cambio, vivir los mandatos de Dios es hacer de uno mismo un jardín de delicias (cfr v. 13). Así lo apuntaba un antiguo escritor cristiano: Si os encontráis con estas enseñanzas [las del Verbo] y las escucháis con atención, conoceréis lo que Dios procura a quienes lo aman con rectitud, pues os habréis convertido en un jardín de delicias, habréis hecho brotar en vosotros mismos un árbol floreciente que ofrece todo tipo de frutos y estaréis adornados con frutos variados (Epistula ad Diognetum 12, 1).
Ez 28, 20-23. Sidón era la otra ciudad fenicia que pretendió levantarse contra Babilonia arrastrando consigo a Judá (cfr Jr 27, 3). Con este oráculo termina el juicio divino sobre los pueblos vecinos de Israel. No se menciona el delito, y la condena es genérica: peste y guerra. Sin embargo, habla expresamente del reconocimiento del Señor y de la manifestación de su santidad, que es la finalidad de los oráculos contra las naciones.
Ez 28, 24-26. Como colofón de estos oráculos de condena, Ezequiel piensa en Israel y señala el castigo de las naciones como el inicio de la restauración. La ruina de los pueblos, la desgracia de los deportados y la restauración definitiva tienen como autor al mismo Dios y como objetivo la manifestación de su santidad y el reconocimiento universal de su soberanía.
Ez 29, 1-Ez 32, 32. Egipto fue el gran imperio que había acogido a las tribus descendientes de Jacob, luego las maltrató y finalmente vio cómo salían liberadas por el poder de Dios. Estas tradiciones del Éxodo son el paradigma de los altibajos que tuvieron los dos pueblos, Israel y Egipto, en sus relaciones. Nunca fueron neutrales entre sí. Israel siempre salía perdiendo cuando pactaban, pero nunca pudo prescindir de entablar algún tipo de alianza. En los años inmediatos a la invasión babilónica, los reyes Joacaz (2R 23, 31-35), Yoyaquim (2R 23, 36-2R 24, 7), Yoyaquín (2R 24, 8-17) y Sedecías (2R 24, 18-20) pagaron muy caras sus aproximaciones a Egipto. Tanto Jeremías como Ezequiel desaconsejaron estos tratos de amistad y los interpretaron como traiciones al Señor.
En esta sección Ezequiel recopila siete oráculos contra Egipto, indicando al comienzo de cada uno la fecha de su proclamación: el primero (Ez 29, 1-16), el año décimo del reinado de Yoyaquín (588); el segundo (Ez 29, 17-21), el año vigésimo séptimo (571), es decir, es el más tardío de todos; el tercero (Ez 30, 1-19), el único no fechado, puede datarse con cierta probabilidad a finales del 587 o principios del 586; el cuarto (Ez 30, 20-26), el año undécimo (587); el quinto (Ez 31, 1-18), dos meses más tarde; el sexto (Ez 32, 1-16), el año duodécimo (586) y, por último, el séptimo (Ez 32, 17-32), quince días después del anterior. El número siete indica totalidad y da a entender que la sentencia del Señor es definitiva. Todos los oráculos son de los primeros años del destierro, excepto el segundo (Ez 29, 17-21), que hay que datar dieciséis años más tarde y que merece especial atención por explicar la caída de Egipto.
En el estilo recargado y barroco de todo el libro, el profeta enfatiza que, en la caída del coloso Egipto, Babilonia y su rey Nabucodonosor son instrumentos dóciles en manos del Señor, que es quien maneja los hilos de la historia y fija el día exacto de esplendor o de ruina. Especialmente en el oráculo más tardío (Ez 29, 17-21), el profeta sale al paso de una acusación grave: había anunciado la caída de Tiro (Ez 26, 3-14) y, en realidad, sólo se ha conseguido su sumisión a Babilonia. ¿Se ha equivocado el profeta, o ha fracasado el Señor que no ha conseguido su propósito? La respuesta supera la objeción: Tiro sufrió una severa sanción y perdió su grandeza y su identidad; y Egipto fue absorbido por Babilonia. En la explicación de estos hechos el profeta señala que el Señor ha premiado a Nabucodonosor con el país de Egipto por los riesgos que ha corrido en las batallas contra Tiro. Por tanto, lejos de fracasar en el castigo a cada pueblo, queda claro que el Señor dirige de tal manera la historia que su poder y su benevolencia resplandecen siempre.
Por último, y quizá es la enseñanza más relevante, Ezequiel fomenta entre los deportados la confianza exclusiva en el Señor, que terminará restableciendo a Israel y también a Egipto, el enemigo ancestral (Ez 29, 13-16).
Ez 29, 1-16. La altivez del faraón y del país de Egipto será completamente humillada, como un cocodrilo sacado del Nilo y abandonado en la estepa para pasto de aves rapaces. Probablemente Ezequiel se refiere al faraón Jofrá que murió el año 569, poco antes de que Nabucodonosor invadiera Egipto el 568-567 (cfr Jr 44, 30). La imagen del cocodrilo aplicada al faraón y tan desarrollada en este oráculo, está atestiguada en textos antiguos extrabíblicos. La restauración de Egipto (vv. 13-16) tendrá lugar después de cuarenta años, es decir, después de una generación. No será tan completa como la de Israel, puesto que no volverá a ser un gran imperio, pero de todos modos, este oráculo le abre un horizonte de esperanza y de sosiego (cfr Is 19, 16-25).
Ez 29, 17-21. Este breve oráculo, el último que pronunció Ezequiel el año 571 a.C., es una explicación teológica de la caída de Egipto: Nabucodonosor, que como instrumento dócil del Señor expuso su ejército en el ataque de la inexpugnable Tiro (cfr Ez 28, 1-10), recibe en compensación el país de Egipto. Con esta operación el orgulloso país del Nilo queda humillado puesto que se le considera inferior a la inexpugnable Tiro que ha conservado su independencia, aunque haya quedado maltrecha.
Ez 30, 1-19. El día del Señor es día de juicio y de condena para los impíos (cfr Am 5, 18-20; So 1, 14-18). Ezequiel repite las catástrofes escatológicas conocidas de los profetas anteriores, las aplica a Egipto, y añade su repercusión en los países del entorno. En este oráculo hay un interesante reflejo de la geografía política de aquel tiempo, aunque algunas de las ciudades resulten difíciles de identificar hoy. La enumeración de tantas ciudades paganas refuerza la soberanía del Señor, que domina sobre todas las naciones entonces conocidas. Y si el castigo es general, como prueba de la justicia divina, con mayor razón será general la salvación cuando todos reconozcan al Señor (v. 19).
Ez 30, 20-26. Con estilo reiterativo Ezequiel contrapone el hundimiento progresivo del ejército del faraón y el creciente fortalecimiento del babilónico.
Dispersaré a Egipto entre las naciones (v. 23). Sólo Egipto habrá de soportar el mismo castigo que Israel, el destierro. Aunque los profetas, en especial Jeremías y Ezequiel, tratan con dureza a Egipto, manifiestan que existe cierta solidaridad entre Israel y el país del Nilo no sólo en la desgracia, sino también en la restauración tras su destierro (cfr Ez 29, 13-16).
Ez 31, 1-18. El cedro, de gran altura, con ramas extendidas que dan densa sombra, de madera muy apreciada en la construcción de edificios, mástiles, cofres e instrumentos musicales, era muy abundante en el Líbano. El cedro con el que se compara al faraón es extraordinario, y supera a los conocidos en el mundo natural. Si se enfatizan sus cualidades es para subrayar el estrepitoso fracaso de la caída: la soberbia del faraón y su humillación fueron paradigma de su exaltación y castigo merecido. La descripción poética del cedro (vv. 3-9) introduce el juicio divino de Egipto y de su faraón (vv. 10-14), y la repercusión que su destrucción tuvo en las naciones de alrededor (vv. 15-18). La soberbia y el orgullo son denunciados, una vez más, como los pecados más graves que Dios siempre castiga, como recordará en el Nuevo Testamento el canto del Magnificat: Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes (Lc 1, 51-52).
Ez 32, 1-16. La elegía o canto fúnebre contiene, de ordinario, una alabanza de las cualidades de la persona, ciudad o nación desaparecida. En ésta, sin embargo, la alabanza se limita a comparar al faraón y a Egipto con un león (v. 2), o con el cocodrilo mitologizado (cfr Ez 29, 3-5), mientras que la descripción de la devastación y exterminio ocupa el resto. Puede dividirse la elegía en una primera parte, que describe la desaparición del dragón del Nilo (vv. 3-10), y una segunda, que desarrolla la aplicación de la metáfora a la caída de Egipto a manos de los babilonios (vv. 11-16). Como los oráculos anteriores, este canto está impregnado de gozo por el triunfo del Señor sobre los enemigos, aunque, al tratarse de una elegía, no se recrea en la humillación que supone la catástrofe de Egipto.
Ez 32, 17-32. Este canto fúnebre está fechado el año duodécimo, es decir, el 586 a.C., como el anterior (Ez 32, 1). Está construido literariamente sobre un esquema repetido, casi con las mismas palabras, para describir la suerte de pueblos famosos en tiempos pasados y desaparecidos por completo: Asiria y su capital Nínive, Elam como representante de los pueblos mesopotámicos, Mésec y Tubal, pioneros de Asia Menor, y finalmente fenicios y edomitas. La cadencia de las mismas expresiones refuerza la sensación de que el desenlace final es inevitable. Si aquellos pueblos terminaron en el seol (v. 21), en las profundidades de la tierra (vv. 23.24), Egipto, su faraón y sus huestes seguirán la misma suerte.
La fuerza doctrinal y hasta poética del oráculo parte de la pregunta retórica: ¿A quién superas en belleza?, es decir, en nobleza (v. 19). Y la respuesta irreversible: Desciende y yace con los incircuncisos (v. 19). El castigo mayor de Egipto consiste en equipararlo con los pueblos más crueles y más infieles.
A la vista de las desgracias anunciadas en los oráculos contra las naciones, los deportados se sentirían aliviados y reconocerían al Señor que les mantuvo vivos con la esperanza del regreso a la tierra y la renovación del pueblo entero.
Ez 33, 1-Ez 39, 29. Tras la destrucción de Jerusalén el año 587, Ezequiel cambia el tono de sus oráculos: no volverán a ser conminatorios en toda la tercera parte de su libro. A partir de ahora sólo hablará de esperanza, de renovación, de la vida que el Señor infunde al pueblo y a cada uno de sus miembros. Incluso literariamente queda reflejada la novedad de esta segunda etapa de su ministerio profético. A modo de introducción se repite la misión del profeta como centinela y portavoz de Dios (cap. 33); a continuación se reúnen los oráculos que hablan de purificar al pueblo y sus instituciones (caps. 34-36), y finalmente los que anuncian la revitalización del pueblo (cap. 37), incluso a través de una batalla escatológica contra los poderes del mal (caps. 38-39).
Una vez que se ha comprobado el cumplimiento de los oráculos más nefastos, Ezequiel tiene autoridad para asegurar los frutos de la misericordia divina. Se han desvanecido el orgullo patriótico y la falsa seguridad en el Templo; ahora hay que robustecer la confianza en el Señor que nunca ha abandonado a los suyos. La enseñanza sobre la misericordia divina vale para aquellos hombres y vale también para nosotros: Fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer, y no se acuerda de nuestra ingratitud, cuando nosotros, conociéndonos, queremos tornar a su amistad, ni de las mercedes que nos ha hecho para castigarnos por ellas; antes ayudan a perdonarnos más presto, como a gente que ya era de su casa y ha comido, como dicen, de su pan. Acuérdense de sus palabras (Ez 33, 11) y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle, que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir (S. Teresa de Jesús, Vida 19, 15).
Ez 33, 1-33. Los cometidos del profeta en la etapa posterior a la caída de Jerusalén, siendo los mismos que antes, presentan matices significativos: el profeta es, como antes, el centinela encargado de denunciar los peligros que amenazan la seguridad de la casa de Israel (vv. 1-9; cfr Ez 3, 16-21); también, debe ser consciente de la responsabilidad personal ante sus oyentes de modo que, aunque no le atiendan, él es responsable de advertirles (vv. 10-20; cfr Ez 14, 22-23 y Ez 18, 1-20). Además, y probablemente esto es lo más relevante de la nueva etapa, debe ser especialmente elocuente puesto que Dios le ha curado la mudez (vv. 21-22), para poder explicar el verdadero derecho a heredar la tierra (vv. 23-29) y proclamar su mensaje con la seguridad de quien habla en nombre de Dios (vv. 30-33).
Ez 33, 1-9. Como en un nuevo relato de vocación, Ezequiel retoma la imagen del centinela para exponer su condición de profeta. En el capítulo tercero (Ez 3, 16-21) se insistía en la obligación de avisar a sus oyentes; ahora desarrolla la metáfora del centinela en tiempo de guerra (vv. 2-6), haciendo hincapié en que tal misión es exigente y de gran influencia. En esta nueva etapa, el profeta sólo tendrá que amonestar al impío (vv. 7-9), porque se supone que el justo no volverá a desviarse de su camino.
Ez 33, 10-20. La enseñanza de la responsabilidad personal predicada antes de la caída de Jerusalén (cfr Ez 18, 1-32) partía del proverbio popular de los agraces y la dentera, como explicación del destierro. Ahora la enseñanza parte de la posibilidad de conversión: los deportados han aprendido que sufren el castigo por sus propias culpas, pero ¿podrán salir de esa situación de castigo? La respuesta está condensada en el mismo principio puesto en labios del Señor: No quiero la muerte del impío, sino que se convierta de su camino y viva (v. 11; cfr Ez 18, 23). De aquí se deduce que sólo los culpables son castigados, pero, sobre todo, que los culpables pueden convertirse. La conversión es el primero y principal objetivo del nuevo mensaje del profeta, y lo será también de la Iglesia: Hemos sabido que se niega la penitencia a los moribundos y no se corresponde a los deseos de quienes en la hora de su tránsito, desean socorrer a su alma con este remedio. Confesamos que nos horroriza se halle nadie de tanta impiedad que desespere de la piedad de Dios, como si no pudiera socorrer a quien a Él acude en cualquier tiempo, y librar al hombre, que peligra bajo el peso de sus pecados, de aquel gravamen del que desea ser desembarazado. ¿Qué otra cosa es esto, decidme, sino añadir muerte al que muere y matar su alma con la crueldad de que no pueda ser absuelta? Cuando Dios, siempre muy dispuesto al socorro, invitando a penitencia, promete así: Al pecador -dice-, en cualquier día en que se convirtiere, no se le imputarán sus pecados… (cfr Ez 33, 16). Como quiera, pues, que Dios es inspector del corazón, no ha de negarse la penitencia a quien la pida en el tiempo que fuere (Papa S. Celestino I, Cuperemus quidem).
Ez 33, 21-33. Al final del relato de la vocación del profeta, el Señor había impuesto a Ezequiel un periodo de silencio, hasta que un fugitivo le anunciara la destrucción de Jerusalén (cfr Ez 3, 22-27). Así ocurrió el año 586, según la datación que aquí se consigna (v. 21), es decir, un año aproximadamente después de la caída de Jerusalén. Durante ese tiempo de mutismo el profeta de Quebar pronunció los oráculos contenidos en caps. 5 a 24 del libro. Ahora recupera la libertad de palabra y esto significa que, además de pronunciar las palabras que Dios pone en su boca, puede dirigirse por cuenta propia a sus compatriotas deportados para animarles y transmitirles un mensaje de esperanza.
En primer lugar se dirige a los que han quedado agazapados en Jerusalén (vv. 23-29), que siguen considerándose los únicos herederos de la promesa de la tierra (cfr Ez 11, 14-21 y nota). El mensaje de Ezequiel es claro: todos han pecado y todos han de sufrir el castigo. Todos, en consecuencia, han de reconocer la soberanía y las decisiones de Dios ante quien nadie debe invocar derechos adquiridos.
Después, el Señor advierte al propio profeta (vv. 30-33) que los deportados, aunque acudan junto a él, no por eso van a ser dóciles a sus palabras; él deberá seguir hablando, le escuchen o no le escuchen (cfr Ez 2, 7).
Como una canción de amor (v. 32). Significa que los oyentes con frecuencia valoran la belleza del discurso y hasta la profundidad del mensaje, pero no asumen las exigencias que conlleva.
Ez 34, 1-31. La imagen del pastor para referirse a los dirigentes sociales y a los dioses aparece en algunos escritos sumerios y egipcios. En la Biblia se aplica con frecuencia a los reyes (1R 22, 17), quizá a raíz de David, pastor de ovejas (1S 17, 34; Sal 78, 70-72), y también al Señor (Sal 23, 1-6; Sal 80, 2-3). Los profetas, en especial Jeremías, acuden a la imagen del pastor cuando hablan de los que rigen, sean reyes o sacerdotes (cfr Jr 2, 8; Jr 10, 21; Jr 25, 34-36; Za 11, 4-17). En este primer discurso a los deportados, Ezequiel habla de los malos pastores, es decir, de los malos dirigentes que llevaron al pueblo al desastre del destierro (vv. 1-10) y, en contraste, del Señor, Pastor supremo que asume la responsabilidad de regir personalmente a su pueblo sin intermediarios (vv. 11-22), y del nuevo dirigente–mesías que Dios mismo pondrá al frente de los suyos: será el nuevo pastor, David, que conducirá al rebaño a los mejores pastos (vv. 23-31).
Jesús retomará esta imagen como muy adecuada para expresar su función mesiánica y salvadora (Jn 10, 1-18), y su cometido de Juez supremo y escatológico (cfr Mt 25, 31-46). Pero el Señor no sólo lo afirmó con sus palabras, también los hizo con sus gestos. Cuando en la multiplicación de los panes (cfr Mc 6, 33-44 y par.), Jesús reúne a los que le seguían porque estaban como ovejas que no tienen pastor (Mc 6, 34; cfr Ez 34, 5), y les alimenta con el pan y con la palabra de su enseñanza, está actualizando esta profecía de Ezequiel, en la que se prometía un nuevo rey, un verdadero pastor, y una Nueva Alianza. Él es, pues, el pastor que congrega a todos los hombres para llevarlos a la salvación: Él es quien, sin excluir a ningún pueblo, ha reunido en una sola grey las santas ovejas de todas las naciones que hay bajo el cielo, realizando cada día lo que prometió cuando dijo: Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor (S. León Magno, Sermones 63, 7). Y como enseña Juan Pablo II: La imagen de Jesucristo, Pastor de la Iglesia, su grey, vuelve a proponer, con matices nuevos y más sugestivos, los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo. Verificándose el anuncio profético del Mesías Salvador, cantado gozosamente por el salmista y por el profeta Ezequiel, Jesús se presenta a sí mismo como “el buen Pastor”, no sólo de Israel, sino de todos los hombres. Y su vida es una manifestación ininterrumpida, es más, una realización diaria de su “caridad pastoral” (Pastores dabo vobis, 22).
Ez 34, 1-10. Como es habitual en los oráculos de condena, primero se denuncian los delitos (vv. 2-6) y luego se formula la sentencia, introducida con el habitual por eso (vv. 7-10). Los dirigentes del pueblo (cfr Ez 22, 23-31), a saber, príncipes, sacerdotes, ancianos y profetas a sueldo han cometido los delitos de explotar a los súbditos y aprovecharse de ellos. Estas palabras deben ser una llamada al examen de conciencia y un continuo acicate para todos aquellos que ocupan un puesto de responsabilidad en las comunidades cristianas: En la Iglesia de Dios, el tesón constante por ser siempre más leales a la doctrina de Cristo, es obligación de todos. Nadie está exento. Si los pastores no luchasen personalmente para adquirir finura de conciencia, respeto fiel al dogma y a la moral -que constituyen el depósito de la fe y el patrimonio común-, cobrarían realidad las proféticas palabras de Ezequiel: Hijo del hombre, profetiza contra los pastores de Israel. Profetiza, diciéndoles: así habla el Señor Yavé: ¡ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! (…). Son reprensiones fuertes, pero más grave es la ofensa que se hace a Dios cuando, habiendo recibido el encargo de velar por el bien espiritual de todos, se maltrata a las almas, privándoles del agua limpia del Bautismo, que regenera al alma; del aceite balsámico de la Confirmación, que la fortalece; del tribunal que perdona, del alimento que da la vida eterna (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 81).
Ez 34, 11-22. Ezequiel enseña que es Dios mismo quien se constituye en pastor para su pueblo (v. 11), pastor solícito de sus ovejas: les pasa revista una por una, las atiende y las cuida (vv. 12-16). Además, la solicitud del buen pastor lleva consigo el ejercicio de la justicia (vv. 17-22): en la nueva etapa es más evidente que el amor divino y su misericordia no contradicen la condena de los impíos (v. 20), más aún, no habría verdadero amor sin justicia. Este bello oráculo resuena en labios de Jesucristo al exponer la alegoría del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (cfr Jn 10, 1-21), al enseñar que se identifica con el Padre celestial en la alegría de encontrar a la oveja perdida (cfr Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7) y al referirse al juicio final en la escena recogida por San Mateo (Mt 25, 31-46). San Agustín, en su sermón sobre los pastores, comenta: Él vela, pues, sobre nosotros, tanto si estamos despiertos como dormidos. Por esto, si un rebaño humano está seguro bajo la vigilancia de un pastor humano, cuán grande no ha de ser nuestra seguridad, teniendo a Dios por pastor, no sólo porque nos apacienta, sino también porque es nuestro creador. Y a vosotras -dice-, mis ovejas, así dice el Señor Dios: “Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío”. ¿A qué vienen aquí los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mezclados los machos cabríos, destinados a la izquierda, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. Él es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha (Sermones 47).
Ez 34, 23-31. Relevante oráculo mesiánico que añade matices importantes a la esperanza en un mesías–rey, tal como estaba anunciado en el Libro del Enmanuel de Isaías (cfr Is 6-12). El rey–mesías se llamará David (vv. 23-24) porque estará dotado de las cualidades del gran rey de Belén; será príncipe, es decir, no rey en el sentido político; será siervo de Dios, porque vendrá en humildad prescindiendo de ostentaciones. A nuevo rebaño (pueblo), nuevo pastor–mesías y Nueva Alianza, que lleva consigo las bendiciones contenidas en el Código de santidad (cfr Lv 26, 3-13) y la seguridad completa (cfr Jr 23, 5-6). Ezequiel no menciona la posibilidad de quebrantar esta Nueva Alianza porque la considera inviolable. Ni siquiera el impío, que quedará al margen de ella y no se beneficiará de sus frutos, podrá romperla.
Ez 35, 1-Ez 36, 15. Antes de hablar de Israel, el texto sagrado inserta aquí un oráculo de condena contra los edomitas -simbolizados en el monte Seír-, a pesar de que ya antes habían sido reprobados (cfr Ez 25, 12-14). Presenta así dos oráculos contrapuestos: la reprobación de Edom (Ez 35, 1-15) y la bendición de Israel (Ez 36, 1-15); a la maldición del monte de Seír contrapone la bendición de los montes de Israel.
Ez 35, 1-15. Los edomitas, descendientes de Esaú, estaban emparentados con los israelitas, descendientes de Jacob. Pero se mantuvieron siempre en tensión y en guerra. En este oráculo, usando como recurso literario la ley del talión, se les anuncia que serán víctimas de la espada por haber derramado tanta sangre de Judá (vv. 5-9); serán destruidos por haber intentado apoderarse de Israel y de Judá (vv. 10-12); por último, serán el escarnio de las naciones por haberse burlado de Israel (vv. 13-15). Sobre todo el v. 10 suena a blasfemia: Edom quiso apoderarse de Israel y de Judá estando allí el Señor, parece como si hubiera pretendido vencer al mismo Señor. Esto agrava su castigo.
Ez 36, 1-15. El oráculo de salvación sigue un esquema semejante al de condenación: describe el fundamento de la bendición e introduce la bendición misma con el habitual por eso (vv. 3.4.5.6.14). Pero hay una especial insistencia en señalar que es el Señor, y no el profeta, quien profiere las bendiciones, como se deduce de la repetición de la fórmula introductoria del oráculo esto dice el Señor (vv. 2.3.4.5.6.7.13).
Os daré mayores bienes que en vuestros inicios (v. 11). Alusión al origen del pueblo en el desierto, y al comienzo de la humanidad, antes de la irrupción del pecado, el periodo más feliz y fecundo.
Eres devoradora de hombres (v. 13). Parece que Canaán tenía fama de tierra belicosa desde antes de ser habitada por los israelitas (cfr Nm 13, 32-33). Ezequiel menciona esta imagen depravada para subrayar los bienes del nuevo Israel, en el que sus habitantes vivirán tranquilos.
Ez 36, 16-Ez 39, 29. En esta penúltima sección del libro, el profeta contempla la restauración de Israel con diversas imágenes. Los oráculos tienen un horizonte escatológico, más acentuado todavía en la segunda parte (Ez 38, 1-Ez 39, 29).
En su conjunto, las palabras del profeta son un canto a la esperanza, porque para el Señor no hay imposibles: es capaz de renovar a Israel (Ez 36, 16-38) dándole un corazón y un espíritu nuevos (Ez 36, 25); puede hacer que el pueblo vuelva de la muerte a la vida (Ez 37, 1-14); y la unidad entre el nuevo pueblo y su Señor será casi edénica (Ez 37, 15-28), tan admirable, que será asombro para los pueblos (Ez 37, 28). Los oráculos finales (Ez 38, 1-Ez 39, 29) presentan en un clímax dramático las distintas vicisitudes por las que pasa el pueblo hasta la restauración final. Parece que son los imperios los que guían el curso de los acontecimientos, pero únicamente el Señor domina la historia: al final su victoria será tan portentosa, que no sólo Israel, sino las naciones todas reconocerán al Señor.
Ez 36, 16-38. Estos oráculos que siguen anunciando la restauración–purificación de Israel, reflejan el núcleo de la doctrina de Ezequiel, a saber, que el Señor, único soberano, toma la iniciativa en la elección, en el castigo y en la restauración del pueblo. Los hombres tienen la obligación de aceptar los dones divinos, reconocer el dominio e independencia del Señor y tributarle el culto debido. Esta doctrina aparece en el anuncio de la restauración y el retorno a la tierra prometida (vv. 16-24), y en la promesa de renovación interior (vv. 25-38).
Hicieron impura con su conducta (v. 17). Las desviaciones y pecados del pueblo llevaban consigo la contaminación de la tierra prometida, el don más precioso recibido de Dios. El destierro, según la explicación de Ezequiel, fue necesario como castigo (v. 19), pero también como condición para devolver a la tierra su honor primero.
Mi santo Nombre, profanado entre las naciones (v. 22). Los pueblos paganos, al ver a los israelitas deportados, llegaban a la conclusión de que el Dios de Israel había sido vencido o, al menos, había fracasado en la protección de su pueblo. Significa la profanación del Nombre del Señor entre las naciones. El retorno, por tanto, era necesario como liberación del pueblo (v. 24), pero también como medio para rehabilitar el Nombre del Señor (v. 22). Esta teología del Nombre de Dios, sigue presente en el Nuevo Testamento, donde se incluye como petición en el Padrenuestro (cfr Mt 6, 9; Lc 11, 2), y de ahí a toda la tradición cristiana. El Catecismo del Concilio de Trento comentaba así estos versículos de Ez 36, 20-23: Son muchos los que juzgan la verdad de la religión y de su Autor por la vida de los cristianos. Según esto, quienes de verdad profesan la fe y saben conformar sus vidas con ella, ejercen el mejor de los apostolados, excitando en los demás el deseo efectivo de glorificar el nombre del Padre celestial (Catecismo Romano 4, 10, 9).
Quedaréis purificados (v. 25). Ezequiel presenta la renovación desde la perspectiva del culto, de modo que la aspersión del agua y los demás ritos de purificación son señal de una transformación interior más profunda. El texto quedó así como un anuncio de los efectos del Bautismo: El bautismo, ante todo, con divina eficacia remite y perdona todo pecado: el original, transmitido desde los primeros padres, y todos los demás personales, por graves y monstruosos que nos parezcan y que hayan sido de hecho. Esto había sido anunciado ya mucho antes por el profeta Ezequiel, a través del cual dice el Señor Dios: Os rociaré con agua pura y quedaréis limpios de vuestras iniquidades (Ez 36, 25) (ibidem 2, 2, 42).
Corazón nuevo… espíritu nuevo (v. 26). La renovación alcanza las disposiciones más íntimas (el corazón) y la motivación más profunda (espíritu). El principio vital que moverá a los israelitas será totalmente nuevo, de modo que la conducta será perfecta (v. 27), la Alianza no volverá a quebrantarse (v. 28) y la tierra, también purificada, será generosa en sus frutos (v. 30).
La iniciativa divina tan patente en el retorno y la renovación de Israel es muestra del amor desinteresado de Dios por su pueblo. Jesucristo asumirá esta doctrina en frases tan contundentes como las expresadas en el discurso del pan de vida: Nadie puede venir a mí, si no le atrae el Padre que me ha enviado (Jn 6, 44). Nuestra salvación -resume el Catecismo de la Iglesia Católica- procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque “Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4, 10) (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 620).
Ez 37, 1-14. La impresionante visión de los huesos secos que son revitalizados marca el punto decisivo en la restauración de Israel, que culminará en la unificación de los dos reinos (cfr Ez 37, 15-28). En un grandioso contraste entre muerte y vida, huesos y espíritu, se pone de manifiesto que la revitalización que Dios lleva a cabo va más allá de una reconstrucción material o un retorno territorial; supone más bien un comenzar de nuevo, un retomar la vida, tanto personal como social.
La visión propiamente dicha (vv. 2-10) se sitúa en una inmensa llanura (cfr Ez 3, 22-23), y responde a la inquietante pregunta sobre la suerte de los deportados: Están secos nuestros huesos y destruida nuestra esperanza (v. 11). Es una de las visiones de Ezequiel más conocidas y comentadas por su expresividad y por su sencillez para ser comprendida. El profeta la explica aplicándola a la destrucción–restauración de Israel (vv. 11-14), aunque los Santos Padres han visto en este texto destellos, aunque velados, de la resurrección de los muertos: Así pues, como se puede ver, el creador vivifica desde aquí abajo nuestros cuerpos mortales; y les promete además la resurrección y la salida de los sepulcros y las tumbas, y que les dará la incorruptibilidad (…); en esto se prueba que sólo Él es Dios, el que hace todas las cosas, el buen Padre que, por pura bondad, concede la vida a los seres que no la poseen por sí mismos (S. Ireneo, Adversus haereses 5, 15, 1). También San Jerónimo recoge un sentido semejante: No se habría puesto la comparación de la resurrección para significar la restauración del pueblo de Israel, si no se creyera en la resurrección futura, porque nadie deduce una certeza de cosas que no existen (Commentarii in Ezechielem 37, 1ss.).
Infundiré mi espíritu en vosotros (v. 14). El espíritu del Señor es, al menos, el poder de Dios (cfr Gn 1, 26) que lleva a cabo una acción creadora. Es también el principio de vida (cfr Gn 2, 7) que hace del hombre que lo recibe una criatura con vida; y es, sin duda, principio de vida sobrenatural. El mismo Dios, que con su poder ha creado todas las cosas, puede también revitalizar al pueblo deprimido en Babilonia y hacer al hombre partícipe de la vida divina. Esta promesa, como otras formuladas por los profetas (cfr Ez 11, 19; Jr 31, 31-34; Jl 3, 1-5), tendrá su cumplimiento pleno en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo venga sobre los Apóstoles: Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz (Catecismo de la Iglesia Católica, 715).
Ez 37, 15-27. El fruto más notable de la purificación del pueblo será la unidad. Con la acción simbólica de las dos tablillas, muestra Ezequiel que es Dios mismo quien llevará a cabo la unificación de la tribus que habían formado el reino del Sur, Judá, con las del norte, José-Efraím (v. 16); realizará una unificación tan eficaz, que no volverá a romperse, como había ocurrido tras el reinado de Salomón (cfr 1R 12, 20-33). Esta unidad es también figura de la unidad exigida por Jesucristo para el nuevo pueblo de Dios (cfr Jn 17, 21), esencial para cumplir el proyecto de salvación de los hombres, invitados a la unidad católica que prefigura y promueve la paz universal. A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 13).
Ez 37, 26 Una alianza de paz. Las últimas promesas del oráculo (vv. 24-28) tienen carácter mesiánico, como se deduce de la mención de David, rey y pastor (v. 24), y de la insistencia en que los bienes serán perpetuos, tanto la permanencia en la tierra (v. 25) como el establecimiento del Santuario (vv. 27.28). La paz (cfr Ez 34, 25) es el mayor bien mesiánico (cfr Is 9, 5), que supone la liberación de los enemigos externos, pero sobre todo, la relación estrecha con Dios y con el prójimo. Jesucristo llamó bienaventurados a los pacíficos (cfr Mt 5, 9). La paz de Cristo -enseña el Concilio Vaticano II- procede de Dios. Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios y, restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo, mató en su propio cuerpo el odio y, exaltado por la resurrección, derramó el Espíritu de Caridad en los corazones de los hombres (Gaudium et spes, 78).
Ez 38, 1-Ez 39, 29. Esta sección es la más escatológica del libro, puesto que gira en torno al juicio definitivo del Señor que condena a los culpables y salva a los elegidos. Ezequiel presenta una formidable batalla contra Israel, llevada a cabo por Gog, personaje que simboliza a los impíos que han atacado al pueblo elegido. Dios permitirá -ordenará, en el lenguaje bíblico- que el ejército potente de Gog y sus aliados caiga sobre Israel, debilitado tras el destierro. Pero cuando parece que el pueblo está a punto de desaparecer, Dios mismo intervendrá y hará recaer las desgracias físicas y los poderes cósmicos sobre el ejército de Gog, hasta hacerlo desaparecer. De este modo las naciones paganas reconocerán su soberanía (Ez 39, 21) y el pueblo, que había sido deportado, comprenderá su santidad (Ez 39, 25-29).
Esta batalla escatológica puede dividirse en cuatro etapas: el ataque de Gog (Ez 38, 1-16), la intervención de Dios como respuesta a esa embestida (Ez 38, 17-23), la victoria definitiva de Dios sobre Gog (Ez 39, 1-16), y el triunfo y el reconocimiento de Dios entre las naciones paganas y entre el pueblo (Ez 39, 17-29).
Ez 38, 1-16. Lo más significativo es la conducta desconcertante de Dios que, a pesar de que ordena un oráculo contra Gog (v. 3), lo toma como instrumento contra Israel (v. 7) y le proporciona un ejército bien pertrechado (v. 4). Aunque parece que el ataque es promovido por la ambición de Gog (vv. 10.14), el Señor deja claro que ha sido Él quien ha previsto todo para que todas las naciones le reconozcan (v. 16).
Gog, en el país de Magog (v. 2). No se ha encontrado ninguna identificación satisfactoria ni de este personaje ni de Magog que, según Gn 10, 2 sería un descendiente de Jafet. Lo más probable es que Ezequiel haya ideado dos nombres con asonancia legendaria para representar a todos los enemigos idealizados de Israel; ese país jafetita sería adecuado, puesto que los ataques más crueles siempre han venido del norte, especialmente de Asiria y Babilonia.
Después de muchos días (v. 8). Esta mención cronológica indeterminada es clave para entender que todo el oráculo es escatológico, es decir, se refiere al tiempo futuro en que Dios intervendrá de forma definitiva tanto para condenar como para salvar. A lo largo del oráculo hay varias expresiones parecidas: Aquel día (v. 10), al final de los días (v. 16).
El centro de la tierra (v. 12). En el lenguaje escatológico se idealizan hiperbólicamente los lugares y los tiempos; aquí se refiere a Jerusalén como ciudad cumbre y específica del tiempo mesiánico. La Carta a los Hebreos y el Apocalipsis hablarán de la Jerusalén celestial (cfr Hb 12, 22; Ap 21-22).
Ez 38, 17-23. La intervención de Dios está descrita con lenguaje escatológico: la expresión aquel día (vv. 18.19), la frecuencia del futuro en los verbos, las imágenes antropomórficas del celo divino, la fórmula el ardor de mi ira (v. 19), y la presencia de fenómenos atmosféricos terribles (vv. 20.22).
Ez 39, 1-16. El comienzo de este oráculo, al ser idéntico al del capítulo anterior (cfr Ez 38, 1-3), indica que el mismo Señor que atrajo a Gog para atacar al pueblo de Israel, lo atrae ahora para aniquilarlo, como señal de que el nuevo Israel no volverá a sufrir nuevos ataques de ningún pueblo. La destrucción se realiza en tres actos: primero (vv. 3-8), la muerte de todo el ejército sobre los montes de Israel (v. 4); luego la cremación de todas las armas como señal de que llega una etapa de paz (vv. 9-10); finalmente, la sepultura de todos los cadáveres (vv. 11-16). Esta última acción habrá de hacerse con minuciosidad para cumplir las leyes sobre la impureza (cfr Nm 19, 11-16; Lv 21, 1), sin contaminarse.
Durante siete años (v. 9). El número siete, tanto aquí como en el v. 12, no tiene valor cronológico, sino simbólico: indica que cremación y sepultura deben ser completos.
Valle de Hamón-Gog (v. 15). No se ha identificado este lugar: se supone que es simbólico e irónico, puesto que según su etimología significa: Escuadrón de Gog. La ciudad equivaldría a Los escuadrones.
Ez 39, 17-29. El reconocimiento definitivo del Señor se escenifica en un impresionante banquete sacrificial, en el que los seres vivos de la creación se alimentarán de la víctima sacrificada, el enemigo del pueblo, en honor del Señor (vv. 17-20). El banquete escatológico es figura de la soberanía del Señor sobre todos los animales invitados a saciarse con los despojos del ejército enemigo (cfr Is 25, 6-8). Ezequiel subraya el carácter sacrificial mostrando que las víctimas también dan gloria a Dios. El Apocalipsis (cfr Ap 19, 17-18) recoge esta misma imagen del festín escatológico y glorioso.
La última sección (vv. 21-29) resume la finalidad de la renovación de Israel anunciada en los caps. 33-39: la gloria y la santidad del Señor. Como don por excelencia de la renovación de Israel se anuncia la efusión del Espíritu (v. 29). Desde el Nuevo Testamento, la expresión se entiende como anuncio de la presencia renovadora del Espíritu Santo en el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, pues Él con diversos dones la une (…), la construye y dirige (…) y la adorna con sus frutos. Con la fuerza del Evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva sin cesar y la lleva a la unión perfecta con su Esposo (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 4).
Ez 40, 1-Ez 48, 35. La última visión del libro contiene la descripción detallada del nuevo Templo (caps. 40-43), la normativa sobre el nuevo culto (caps. 44-46) y la distribución del territorio en la nueva etapa (caps. 47-48). El estilo literario es diferente de todo lo anterior hasta el punto de que algunos comentaristas llegaron a pensar que había sido redactado por un autor posterior. Sin embargo, sus argumentos no son concluyentes. Además, esta teofanía extraordinaria completa la del río Quebar (caps. 1-3) y la del Templo profanado, en que la gloria de Dios abandona Jerusalén (caps. 8-11), y muestra la entrada solemne de la gloria de Dios en la ciudad santa y la toma de posesión del Templo.
La idea central de esta sección estaba ya presente en el libro, a saber, la necesidad de purificar y renovar a las personas, instituciones y hasta la misma tierra, porque sólo así es posible la relación con Dios, el Santo. La renovación, por tanto, más que una exigencia derivada de la Alianza, es una necesidad previa a la relación del pueblo con el Señor. Esta doctrina lleva una gozosa carga de esperanza para los deportados compatriotas de Ezequiel y para los lectores posteriores: Dios, siempre fiel a su palabra, no abandona a los suyos, aunque a veces las desgracias circunstanciales parezcan mostrar lo contrario.
Ez 40, 1-47. La descripción del nuevo Templo es tan minuciosa que resulta difícil de seguir. Sin embargo transmite el convencimiento de que se trata de una edificación perfecta como corresponde a la morada del Dios Altísimo.
El año vigesimoquinto (v. 1), es decir, el año 573 a.C., probablemente en abril, cuando comenzaba el año. Es posible que el profeta pretenda un momento religiosamente importante al señalar que la visión tuvo lugar cuando había transcurrido la mitad del periodo jubilar, que según Lv 25, 10 debería marcar la liberación de la tierra.
En una visión divina (v. 2). Así comienzan las visiones trascendentales del profeta (cfr Ez 1, 2; Ez 8, 3), aunque en el desarrollo de esta última tengan menos importancia las personas o las acciones y se recurra sobre todo a descripciones, con medidas y planos exactos. Sin embargo, por ser una visión profética, no cabe buscar una coincidencia ni con el antiguo Templo de Salomón ni con el reconstruido por Zorobabel (cfr Esd 5, 13-Esd 6, 16). Todos los datos son simbólicos y reflejan un Templo idealizado.
Me colocó sobre un monte muy alto (v. 2), el monte Sión, donde había de estar colocado el Templo. En realidad no es tan alto, pero Ezequiel no lo presenta en sus dimensiones geográficas sino en su simbolismo teológico, como había hecho ya Isaías: El monte del Templo del Señor se afirmará en la cumbre de los montes (Is 2, 2).
El hombre tenía en su mano una caña de medir de seis codos antiguos (v. 5). Expresión oscura si se pretende una medida exacta; de hecho, cuando algunas traducciones intentan trasladar las dimensiones al sistema métrico actual, encuentran muchas dificultades. En el texto se han mantenido los nombres de codos, palmos, etc., para no perturbar el carácter simbólico de la descripción. Ezequiel, con apariencia de exactitud, describe un Templo idealizado: una enorme explanada amurallada cuadrada (vv. 1-27); en su centro, un espacio también cuadrado y amurallado, unas diez veces más pequeño (vv. 28-47). En la parte occidental de este espacio está el Templo propiamente dicho, rectangular (Ez 40, 48-Ez 41, 26). Dentro del Templo hay un atrio, el santuario y el Santo de los Santos. En cada uno de los recintos amurallados o edificados las puertas tienen gran importancia en su disposición, en su construcción sólida y en su ornamentación. Las dimensiones de cada estancia y de cada sala son detalladas, pero cargadas de simbolismo; prolifera el número de siete escalones para subir de un piso a otro, y el de diez para acceder al Templo. Estos capítulos se prestan a una interpretación alegórica. San Gregorio Magno, que en sus Homilías sobre Ezequiel expresa sus intuiciones más brillantes sobre la interpretación de la Sagrada Escritura, ve en esta caña de medir una figura de las letras sagradas: La caña es una caña de medir, porque en la palabra sagrada, consignada por escrito para nosotros, reconocemos sus designios ocultos (Homiliae in Ezechielem prophetam 2, 1, 11).
El conjunto descrito viene a ser una edificación simétrica en tres estrados, perfectamente ensamblados, que transmiten la sensación de algo perfecto y bien terminado. Es como el edificio más sublime que puede pensarse, puesto que ha de albergar al único y verdadero Señor del universo.
Ez 40, 48-Ez 41, 26. El Templo propiamente dicho también está idealizado, pero consta de los tres elementos esenciales: el atrio o vestíbulo (Ez 40, 48-49), la sala grande o Santuario (Ez 41, 1-2) y el Santo de los Santos (Ez 41, 3-4). El atrio, ulam en hebreo, era más bien pequeño, pero flanqueado de pilastras o columnas cuadradas. Junto a la puerta de entrada había dos columnas redondas imitando las de bronce del Templo de Salomón (cfr 1R 7, 31-41). El Santuario, hekal en hebreo, era una nave amplia rectangular denominada también el Santo, qodes en hebreo; era la parte sagrada a la que sólo tenían acceso los sacerdotes; allí estaba la mesa de los panes y el altar del incienso. El Santo de los Santos, llamado también debir, era un recinto cuadrado donde se guardaba el Arca de la Alianza. Allí sólo entraba el sumo sacerdote una vez al año, el día de la expiación (cfr Lv 16, 2); Ezequiel, que era simple sacerdote, no entra, pero escucha por primera vez las palabras del guía que le indican el lugar: Esto es el Santo de los Santos (v. 4). La sobriedad de la descripción de estas tres estancias indica que eran bien conocidas por los oyentes del profeta por ser las más sagradas del Templo. En la renovación conservaron las medidas exactas como señal de su prestancia en el conjunto de la edificación.
La descripción y dimensiones de los muros del Templo y de las dependencias anejas (Ez 41, 5-16) simbolizan la grandiosidad de las edificaciones en las que no debería faltar de nada. El profeta se detiene en la decoración y mobiliario de las estancias interiores, especialmente del santuario (Ez 41, 17-26). Destaca el mueble de madera con apariencia de un altar (Ez 41, 22-23): todos los elementos de la visión están idealizados.
En el segundo volumen de sus Homilías sobre Ezequiel, San Gregorio Magno desarrolla la descripción del Templo como una imagen de la Iglesia. La Iglesia es una y universal -católica- como hay una sola y muchas estancias (Ez 2, 3, 12), están en ella los Padres del Antiguo y del Nuevo Testamento (Ez 2, 3, 16), y, sobre todo, vive de dos maneras: una en el tiempo, la otra en la eternidad; una penando en la tierra, y la otra recompensada en el cielo; una amasa los méritos, la otra disfruta de ellos. En las dos se ofrece un sacrificio: en la de aquí abajo, el sacrificio de la compunción, y en la de arriba, el de alabanza (…). Pero, aquí abajo, la carne será ofrecida como un holocausto de modo que, transformada en una eterna incorruptibilidad, no habrá ya nada ni nadie que diga “no”, nada que tenga que morir, y encendida por el amor de Dios, perseverará eternamente en la alabanza (Homiliae in Ezechielem prophetam 2, 10, 4).
Ez 42, 1-20. Las dependencias de los sacerdotes estaban adosadas al Templo y dispuestas en diferentes planos para que cada uno pudiera ocuparlas según su rango y según las tareas que tuviera que desempeñar en el Templo. En las más santas (v. 13), los sacerdotes comían y guardaban las porciones que les correspondían de los sacrificios, en concreto, la porción de las ofrendas vegetales (Lv 2, 1-3) y la del sacrificio por el pecado (Lv 6, 17-23) que se consideran cosas santísimas.
La descripción del complejo del Templo termina con la indicación de las medidas de su perímetro. Además de la grandiosidad del conjunto, Ezequiel subraya que hay un muro de separación entre las construcciones profanas y el terreno dedicado al Templo (v. 20), para indicar la dignidad y prestancia de todo lo relacionado con el Señor y con su culto.
Ez 43, 1-12. La visión llega al punto más importante: La gloria del Señor entró en el Templo por la puerta que da a oriente (v. 4), es decir, por el mismo lugar por donde había salido cuando abandonó el Templo y la ciudad (cfr Ez 10, 19; Ez 11, 22-23). De este modo la renovación del Templo y del pueblo queda completada hasta el punto de que no volverá a haber profanaciones ni impurezas (vv. 7-9).
Yo habitaré en medio de ellos para siempre (v. 9). La presencia de Dios es garantía de seguridad y de eficacia. Nuestro Señor prometió a los discípulos su presencia hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 20) y la Iglesia se desarrolla y se extiende por todo el mundo gracias a la presencia de Jesús y a la asistencia del Espíritu Santo: El Dios que buscamos no está lejos de nosotros, ya que está dentro de nosotros, si somos dignos de esta presencia. Habita en nosotros como el alma en el cuerpo, a condición de que seamos miembros sanos de él, de que estemos muertos al pecado. Entonces habita verdaderamente en nosotros (S. Columbano, Instructiones 1, 3).
Ez 43, 13-27. El altar de los sacrificios era uno de los elementos más importantes del Templo. Tenía forma piramidal y constaba de tres cuerpos superpuestos, más grande el de la base y más pequeño el último: reflejaba, en pequeño, las torres babilónicas o zigurats, que seguramente habían asombrado a los deportados.
El hogar del altar (v. 15). El término hebreo ari’el significa lugar donde se quema algo, en este caso, el ara donde se quemaban los holocaustos y donde se significaba que el hombre entra en contacto con Dios. El profeta Isaías aplica este nombre a Jerusalén (Is 29, 1-4) aunque lo entiende, según otra etimología, como león de Dios.
Los ritos prescritos aquí para la consagración del altar (vv. 18-27) no coinciden del todo con los del Éxodo (Ex 29, 35-37) o los del Levítico (Lv 8, 10-15). Ezequiel pretende señalar, por encima de las normas rituales concretas, el respeto que merece el culto divino y todo lo relacionado con él. De ahí la insistencia en la expiación, la purificación y la consagración (v. 26). También la liturgia de la Iglesia consta de múltiples ritos externos, pero no son lo esencial, puesto que a través de ellos manifiesta el misterio de Cristo y la naturaleza genuina de la verdadera Iglesia (…), de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad eterna que buscamos (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 2).
Ez 44, 1-31. La presencia de la gloria de Dios en el Templo modifica y da sentido a la participación de los miembros del pueblo en el culto que, a partir de ahora, será la siguiente: el príncipe puede permanecer en el umbral de la puerta de oriente, sin entrar en ella (vv. 1-3); todos los israelitas pueden entrar en el Templo, pero no los extranjeros (vv. 4-9); los levitas son servidores del Templo, pero no podrán ofrecer sacrificios (vv. 10-14); los sacerdotes, descendientes de Sadoc, ofrecen los sacrificios y, en consecuencia, serán más observantes de las normas rituales; percibirán el sustento de los demás israelitas porque su dedicación al culto ha de ser exclusiva (vv. 15-31).
La primacía del culto en el nuevo Israel es señal de la orientación religiosa del pueblo, que ha de buscar en todas sus actividades la gloria de Dios. En el Nuevo Testamento la enseñanza que aquí subyace quedará abiertamente expuesta, por ejemplo, en las palabras de Jesús en el sermón de la montaña: Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán (Mt 6, 33).
Ez 44, 1-3. La puerta oriental permanecerá cerrada para siempre, como señal de que la gloria de Dios, su presencia, no abandonará más el Templo. Los Santos Padres (cfr, por ejemplo, S. Jerónimo, Epistolae 48, 21) han visto en esta puerta cerrada un símbolo de la virginidad de María. El seno de la madre del Señor fue morada del hijo de Dios que nació sin quebrantar la entrada: Siendo tantos y tan sublimes los misterios de la concepción y el nacimiento de Cristo, no es de extrañar que la divina Providencia los preanunciara con admirables figuras y profecías. Son muchos los pasajes de la Escritura que los santos doctores han interpretado refiriéndolos a este misterio: recordemos entre otros aquella puerta del santuario que Ezequiel vio cerrada, aquella piedra arrancada por sí sola del monte, aquella vara de Aarón… (Catecismo Romano 1, 4, 10).
Ez 44, 4-9. Según algunos textos del Pentateuco se permitía a los paganos ofrecer sacrificios al Señor (Lv 17, 8-9; Nm 15, 13-14); también en el libro de las Crónicas se supone que Dios atiende a los extranjeros que se acerquen al Templo a rezar (cfr 2Cro 6, 32-33). Ezequiel, en cambio, se muestra más riguroso y no admite en el culto a nadie ajeno al pueblo. En esta normativa hay un empeño serio en preservar la pureza del culto con normas tajantes: no se admiten incircuncisos en la carne, ni incircuncisos de corazón.
Ez 44, 10-14. Según la tradición sacerdotal, los levitas estaban subordinados a los sacerdotes descendientes de Aarón (cfr Nm 3, 5-10), mientras que la tradición deuteronomista los igualaba (cfr Dt 18, 1-18). Después del destierro sólo los descendientes de Sadoc (v. 15), el sacerdote que se mantuvo fiel a David (cfr 1R 2, 26.35), desempeñaban las funciones sacerdotales; los demás miembros de la tribu de Leví les estaban sometidos, ejerciendo funciones secundarias. Ezequiel explica esta situación con motivaciones religiosas indicando que los levitas no fueron fieles y los sadoquitas sí. Una vez más, Ezequiel insiste en la dignidad y pureza del culto, en particular, de los sacrificios.
Ez 44, 15-31. Los sacerdotes encargados de los sacrificios y de estar, por tanto, cerca de Dios han de vivir escrupulosamente las normas referentes al vestido (vv. 17-19), a su porte externo, limpio y sobrio, (vv. 20-21) y a su matrimonio (v. 22). Serán especialmente delicados en relación con los cadáveres para no contraer impureza (vv. 25-27). Además de ofrecer sacrificios, estaban encargados de la enseñanza religiosa (v. 23) y de dirimir los pleitos (v. 24). Su subsistencia dependía exclusivamente de su servicio en el Templo (vv. 28-31), y no podían dedicarse a actividades lucrativas, mostrando la distancia entre lo profano y lo sagrado.
En la enseñanza de Ezequiel era poco cualquier esfuerzo para preservar de impurezas el culto, el Templo y todo lo referente al ritual de los sacrificios. De esta forma ponía de manifiesto la grandeza de Dios, su trascendencia y su santidad. Los escritores cristianos vieron en estas enseñanzas una pedagogía divina para conocer verdaderamente el ser de Dios: Así pues, daba al pueblo leyes relativas a la construcción del tabernáculo, a la edificación del templo, a la designación de los levitas, a los sacrificios y ofrendas, a las purificaciones y a todo lo demás del servicio del culto. Dios no tenía necesidad alguna de todo eso (…). Pero así educaba a un pueblo siempre propenso a tornar a los ídolos, disponiéndolo, a través de numerosas prescripciones, a perseverar en el servicio de Dios; por medio de las cosas secundarias lo llamaba a las principales, es decir: por las figuras, a la verdad; por lo temporal, a lo eterno; por lo carnal, a lo espiritual; por lo terreno, a lo celeste (S. Ireneo, Adversus haereses 4, 14, 3).
Ez 45, 1-Ez 46, 24. El nuevo Israel que nace después del destierro supone una reestructuración nueva del territorio (Ez 45, 1-8), una renovada medición de granos y líquidos (Ez 45, 9-17), y una nueva distribución de sacrificios según el oferente y la categoría de la fiesta (Ez 45, 18-25). La renovación afectará también a los distintos servicios sagrados del Templo (Ez 46, 1-15) y a la salvaguarda de las posesiones del príncipe (Ez 46, 16-24). La lectura de estas prescripciones resulta tediosa, pero en su insistencia refleja hasta qué punto lo antiguo ha perdido vigencia por impuro y, sobre todo, la voluntad del Señor por implantar instituciones y normas nuevas, dignas por su pureza y santidad.
Ez 45, 1-8. La distribución de la tierra que propone Ezequiel, dadas las condiciones orográficas de Israel, no pudo ponerse en práctica; pero refleja que las personas y las instituciones tienen mayor dignidad cuanto mayor es su proximidad al culto. Tal era el ideal. Las zonas más alejadas, las fronterizas, serán para el pueblo llano. En la parte central del país de Israel habrá una franja de unos veinticinco mil codos de ancho que pertenecerá a los sacerdotes, a los levitas y al príncipe. Esta franja se extenderá desde el Mediterráneo hasta el Jordán; y en el centro de la misma estará el Templo de Jerusalén.
Ez 45, 9-17. El príncipe, es decir, el dirigente del pueblo, puesto que con el destierro ha desaparecido la monarquía, conserva prerrogativas reales, y tiene la misión de ejercer la justicia y el derecho (cfr Sal 72, 1-2), pero su comportamiento ha de ser correcto, sin defraudar a los súbditos falsificando medidas y pesos (vv. 9-12). También debe ser ejemplar en el culto, aportando con generosidad las víctimas que le corresponden por su jerarquía.
La renovación afecta de forma directa a los que habían de dirigir al pueblo, que deberán poner especial esmero en el derecho y la justicia (v. 9). Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país (Catecismo de la Iglesia Católica, 1897).
Ez 45, 18-25. Las prescripciones para las fiestas también reflejan la preocupación por la pureza de los ritos y de los participantes en ellos. Solamente enumera tres: año nuevo, en primavera (vv. 18-20); la pascua, el catorce del mismo mes (vv. 21-24); y los Tabernáculos, el séptimo mes (v. 25). No menciona Pentecostés ni señala los acontecimientos que se celebran en cada una. En cambio, precisa con detalle los sacrificios que se debían ofrecer, en especial, los expiatorios. Todo el interés es salvaguardar la trascendencia de Dios y la santidad del culto en el Templo, por encima de otras costumbres y tradiciones festivas.
Ez 46, 1-15. Además de los sacrificios de las grandes fiestas, cada sábado, cada día de luna nueva y hasta diariamente estaban prescritos los sacrificios con minuciosidad. Es probable que la normativa de esta sección sea más un ideal que una realidad, si se piensa en la complejidad de los ritos y en la carestía de víctimas y ofrendas que debieron tener los israelitas durante la restauración. En todo caso, estas disposiciones ponen de relieve la importancia del culto como reconocimiento de la soberanía de Dios sobre todas las criaturas. La creación está hecha con miras al Sabbat y, por tanto, al culto y a la adoración de Dios. El culto está inscrito en el orden de la creación (cfr Gn 1, 14). “Operi Dei nihil praeponatur” (“Nada se anteponga a la dedicación a Dios”), dice la regla de S. Benito, indicando así el recto orden de las preocupaciones humanas (Catecismo de la Iglesia Católica, 347).
Ez 46, 16-24. Las posesiones del príncipe (vv. 16-18) no pueden cambiar de mano. En realidad tampoco las posesiones de los particulares, puesto que cada cincuenta años, al celebrarse el año de la remisión (v. 17) o año jubilar (cfr Lv 25, 1-22), todo debía volver al dueño originario. La certeza de que la tierra es donación divina evita el peligro de avaricia, estimula el trabajo para cultivarla y el respeto de los seres creados. La descripción de las cocinas del Templo (vv. 19-24), separadas del resto de las dependencias, reafirma la delicadeza para que ni siquiera la necesaria manipulación de las víctimas causara alguna impureza ritual (v. 20).
Ez 47, 1-12. La visión del torrente que mana de la fachada sur del Templo y llega hasta el Mar Muerto, revitalizando todo lo que encuentra a su paso, es una de las más expresivas del libro. Por su contenido recuerda la visión de los huesos revitalizados (Ez 37, 1-14): allí era el espíritu lo que daba vida a los huesos secos, aquí es el agua la que da fertilidad a las aguas muertas. La imagen del río recuerda el relato del paraíso (Gn 2, 10-14): allí eran cuatro brazos que adornan todo el jardín, aquí uno solo que más que adornar da vida. Aunque la visión contiene datos geográficos exactos, como la alusión al oasis de En-Guedí (v. 10), al Mar Muerto, o a la Arabá, toda ella tiene carácter simbólico y muestra cómo la renovación del Templo y del culto aportará toda clase de bienes al pueblo entero.
En el Nuevo Testamento hay un eco de esta visión en las palabras de Jesús que recoge San Juan: Si alguno tiene sed, venga a mí; y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, de sus entrañas brotaran ríos de agua viva (Jn 7, 37). Los Santos Padres unen este texto de San Juan con la visión de Ezequiel y ven en el manantial del Templo las aguas del bautismo, que brotan de Cristo que es la vida, o del costado de Cristo en el ara de la Cruz: Esto significa que nosotros bajamos al agua repletos de pecados e impureza y subimos cargados de frutos en nuestro corazón, llevando en nuestro espíritu el temor y la esperanza de Jesús (Epistula Barnabae 11, 10).
Ez 47, 13-23. El nuevo Israel tendrá también nuevas fronteras. Ezequiel, una vez más, se basa en datos geográficos exactos y tiene en cuenta los límites asignados en las tradiciones antiguas (cfr Nm 34, 7-12), pero presenta un mapa idealizado con fronteras amplias que nunca se dieron en la realidad.
Esta tierra ideal estará distribuida entre las tribus de Israel, pero sin excluir a los extranjeros (vv. 21-23). La acogida de extranjeros supone un gran avance, precisamente cuando se trata de compartir la tierra. San Jerónimo valora este gesto como extraordinario: Aprendamos de este capítulo que no hay diferencia entre Israel y los gentiles. Si el país ha de dividirse entre Israel y los extranjeros no hay duda de que es herencia de los judíos y de los gentiles, siempre que éstos se conviertan al culto del verdadero Dios (Commentarii in Ezechielem 47, 21ss.).
Ez 48, 1-29. La reorganización de las tribus también está idealizada. Todas reciben la misma extensión y ocupan su territorio según un orden jerárquico: el país estará dividido en tres grandes franjas horizontales. La del norte la ocuparán siete tribus, de forma que la de Judá sea la más próxima al recinto sagrado. La franja intermedia estará dedicada a los levitas y sacerdotes y a la ciudad que se extenderá a uno y otro lado del Templo, que ocupará el cuadrado central (cfr Ez 45, 1-7); y también habrá sitio para el príncipe y su familia. La franja más meridional la ocuparán las cinco tribus restantes, de modo que la de Benjamín, el hijo predilecto de Jacob, ocupe la zona más próxima al Templo.
Ezequiel muestra con esta distribución que el lugar más importante de la tierra prometida es el Templo, receptáculo y morada de la gloria de Dios. A su lado, además del espacio dedicado a todos los habitantes -la ciudad-, vivirán los escogidos para regir al pueblo y dar culto a Dios: sacerdotes y levitas, y el príncipe. A continuación, a un lado y a otro, las tribus escogidas por Dios, Judá al norte y Benjamín al sur. Y luego, todas las demás.
Algunos Santos Padres han explicado esta ordenación de la tierra santa idealizada como símbolo del establecimiento del reino mesiánico, que implantará un orden perfecto en el que todos los hombres reconocerán y alabarán al verdadero Dios, centro de la creación y de la historia. Pero para ello es necesario apartarse del mal: Así pues, ya que somos una porción santa, hagamos todo lo que es propio de la santidad, huyendo de la calumnia, de la unión infame e impura, de las embriagueces, de las revueltas y los deseos repugnantes, del adulterio abominable y de la soberbia repugnante (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 30, 1).
Ez 48, 30-35. A modo de apéndice, Ezequiel presenta el plano de la ciudad santa, que será un cuadrado perfecto con tres puertas a cada lado, dedicadas cada una a una de las doce tribus de Israel.
La nueva capital tendrá un nombre nuevo. Es probable que Ezequiel juegue con la asonancia: Yerusalaim, que podría entenderse como ciudad del dios Salem, cambiaría por Yehu-Samá El Señor está allí, o bien aquí. En todo caso lo importante es el sentido de la frase que cierra el libro: El Señor está aquí, puesto que resume el mensaje de Ezequiel: la gloria de Dios, que había abandonado el Templo y la ciudad y había acompañado a los deportados en Babilonia, se queda para siempre en la ciudad renovada y santificada.
Dn 1, 1-Dn 6, 29. Estos capítulos presentan la historia de Daniel en la corte de los reyes de Babilonia: primero en la de Nabucodonosor (Dn 1, 1-Dn 4, 34), después en la de Baltasar (Dn 5, 1-30), y finalmente en la de Darío el Medo (Dn 6, 1-29). Con estos tres reinados, puestos uno a continuación de otro de forma artificiosa, se abarca el período entero de la cautividad babilónica hasta la llegada de Ciro el Persa, que permitió el retorno de los judíos a su tierra (cfr Dn 1, 21). Los temas de fondo de esa historia son: 1) la protección divina sobre Daniel y sus compañeros; 2) la ayuda que ellos prestan a los reyes; 3) la fidelidad que mantienen en las pruebas a las que son sometidos a causa de su religión; 4) el reconocimiento del Dios de Israel por parte de aquellos monarcas paganos. En el conjunto del libro, los caps. 1-6 sirven para conocer quién y cómo es el Dios de Israel, y para identificar a Daniel, que será el receptor de la revelación acerca del fin de los tiempos. A la vez, estas escenas recogen un modelo de vida para los judíos de la diáspora que vivían integrados en una sociedad pagana. En este sentido son también de gran interés para la Iglesia que vive en medio del mundo y se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 1).
Dn 1, 1-Dn 4, 34. Nabucodonosor fue el rey que llevó cautivos a los judíos, y el más famoso de los reyes de Babilonia. Quizá por eso se concede a su reinado tanto espacio en el libro: para él interpreta Daniel dos sueños (Dn 2, 1-49; Dn 4, 1-34), y tres veces confiesa este rey el reconocimiento del Dios de Israel (Dn 2, 46-49; Dn 3, 98-100; Dn 4, 34). Cada episodio constituye, sin embargo, una unidad literaria en sí misma, y su secuencia nos hace ver las cualidades que adornaban a Daniel y a los judíos: sabios que tienen éxito en la vida social y al mismo tiempo permanecen fieles a su Dios afrontando las pruebas a las que son sometidos.
Dn 1, 1-21. Sirve de introducción a todo el libro. Se da razón de quién era Daniel y de cómo él y sus tres compañeros entraron al servicio de Nabucodonosor. Las indicaciones cronológicas del principio y del final del capítulo (vv. 1.21), además de dar unidad literaria al pasaje, muestran que la presencia de Daniel en la corte abarca todo el período de la cautividad babilónica, una forma de resaltar que Dios no abandonó a su pueblo en aquella situación.
Dn 1, 1-7. El año tercero del reinado de Yoyaquim corresponde al 606 a.C., y el asedio y saqueo de Jerusalén por Nabucodonosor tuvo lugar el año 597. El autor sagrado sigue sin duda noticias históricas imprecisas, y podemos sospechar que adelanta la fecha de la deportación para que así resulten con más aproximación setenta años hasta la vuelta, y se vean cumplidas las palabras del profeta Jeremías (cfr Jr 25, 11). Hemos traducido por guardias la palabra hebrea sarîs (v. 3), que designa genéricamente cualquier funcionario o guardia del palacio real, entre ellos, a los eunucos. El país de Sinar es Babilonia y así lo traduce la versión griega. Que un rey vencedor buscase colaboradores entre las familias nobles de los pueblos sometidos era una práctica habitual en el oriente antiguo con objeto de ejercer la administración más fácilmente.
Dn 1, 8-16. El autor sagrado se sirve aquí a su manera de las normas alimentarias judías (cfr 1M 1, 62), que hace extensibles incluso al vino, para mostrar que los efectos derivados del cumplimiento de la Ley judía son más excelentes que lo que pueda proporcionar la mesa del rey. Comer y beber de la mesa real sería, por otra parte, equivalente a participar de la comunión con sus dioses. Para aquellos jóvenes, mantener su identidad religiosa no era incompatible con la función para que se les preparaba. En esta misma línea, recordar a un cristiano que su vida no tiene otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios, no es separarle de los demás hombres (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 21).
Dios muestra su protección a través de las reacciones de los hombres, en este caso suscitando en el jefe de la guardia una actitud de simpatía hacia los jóvenes judíos (v. 9). Y es que los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino (Catecismo de la Iglesia Católica, 307).
Dn 1, 17-21. Aunque Daniel y sus compañeros son instruidos en la cultura caldea, la sabiduría no les viene de ella, sino de Dios que la otorga como un don (v. 17). Esa sabiduría abarca la comprensión de las cosas humanas y la inteligencia de las sobrenaturales, contenidas en las visiones y sueños que Daniel va a ser capaz de interpretar. El rey comprueba la superioridad de la sabiduría de Daniel y de los judíos, pero todavía no llega a reconocer de dónde procede. Lo hará más adelante (cfr Dn 2, 47). El lector judío o cristiano del libro sí sabe, en cambio, de dónde procede la verdadera sabiduría. La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo (cfr Sb 13, 1-9). Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cfr Sal 115, 15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él (cfr Sb 7, 17-21) (Catecismo de la Iglesia Católica, 216).
Resumiendo la actividad de Daniel y los tres jóvenes en Babilonia y entendiendo que era el Verbo de Dios quien les infundía aquella sabiduría comenta San Hipólito de Roma: Era el Verbo quien les hacía progresar en toda sabiduría y mostrarse testigos fieles en Babilonia para que por ellos lo que los babilonios veneraban fuese cubierto de oprobio, Nabucodonosor fuera vencido por tres niños, por la fe de ellos fuera alejado el fuego del horno, la bienaventurada Susana fuera arrancada de la muerte, y la vil pasión de los injustos ancianos puesta al descubierto. Tales son las victorias realizadas en Babilonia por estos cuatro jóvenes amados de Dios que poseían en el corazón el temor de Dios (Commentarium in Danielem 1, 11).
Dn 2, 1-49. La estructura literaria del pasaje contribuye a crear una tensión que se resuelve felizmente. Primero se describe una situación humanamente insoluble, ya que el rey pide algo imposible: que le adivinen su sueño (Dn 2, 1-12). Después interviene Daniel orando a Dios y adivinando el sueño e interpretándolo al rey (Dn 2, 13-45). Finalmente el rey reconoce al Dios de Daniel (Dn 2, 46-49). De esta forma queda patente hasta qué punto Dios da a Daniel capacidad para interpretar sueños (cfr Dn 1, 17), y cómo, mediante ese don, se produce precisamente la salvación de los sabios de Babilonia y el reconocimiento del verdadero Dios por parte del rey.
La cronología señalada al comienzo (Dn 2, 1) no cuadra con la expuesta en el capítulo anterior, que suponía al menos tres años de reinado de Nabucodonosor antes de que Daniel pasase a formar parte de los sabios del reino (cfr Dn 1, 5.18.20). Esto indica que el autor sagrado no ha querido preocuparse de las precisiones históricas y que, probablemente, recoge relatos ya existentes sobre Daniel como intérprete de sueños.
Dn 2, 1-12. Los sueños se consideraban en la antigüedad un medio de premoniciones divinas. El pasaje hace recordar los sueños interpretados por José al faraón de Egipto (cfr Gn 41, 1-36). Daniel aparece superior a José, pues no sólo interpreta el sueño sino que lo conoce por revelación divina, algo que, de otra forma, era imposible saber, tal como afirmaban los caldeos (Dn 2, 10-11). El término caldeos se encuentra junto a otros que designan a los profesionales de la adivinación -magos, astrólogos, adivinos- y como sinónimo de éstos. Quizá se debe a que, fuera de Babilonia, eran denominadas así personas que, procedentes de Mesopotamia, iban de una parte a otra ganándose la vida como adivinos o astrólogos. Ese arte estaba muy unido en su origen a aquella región. El reconocimiento por parte de aquellos magos de que sólo los dioses podrían descubrir aquel secreto (v. 11) da ya, de forma anticipada, la clave de lo que va a suceder. Es en definitiva un reconocimiento de los límites de la capacidad humana, pues la razón es capaz de descubrir dónde está el final de su camino (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 42).
Dn 2, 13-24. Aunque no parece que el rey hubiese consultado a Daniel, éste y sus compañeros van a participar de la misma suerte que los magos caldeos. No hay mucha lógica; pero lo que le interesa al narrador es mostrar la solidaridad de Daniel con aquellos magos y preparar la intervención de éste para que todos sean librados de la muerte. Hay una buena dosis de ironía en todo ello.
La intervención de Daniel consta de tres actos: primero una actuación sabia y prudente (vv. 14-16); después la oración (vv. 17-23); y, finalmente, la revelación del sueño al rey (Dn 2, 27-45). Daniel actúa prudentemente dirigiéndose primero al jefe de la guardia de forma parecida a como había hecho antes (cfr Dn 1, 8-16), y así obtener un plazo de tiempo. El lector puede suponer que obtiene ese plazo a través del jefe de la guardia, no yendo él mismo a visitar al rey (v. 16).
La oración sencilla y humilde de Daniel y sus compañeros obtiene lo que no puede alcanzar la inteligencia humana. Dios al iluminar la mente de Daniel en aquella visión nocturna le comunica el don de profecía; no así al rey, que sólo recibe imágenes en su mente (cfr Dn 2, 28.31). Daniel, consciente de aquel don divino, prorrumpe en una acción de gracias a Dios proclamando su soberanía en la naturaleza y en la historia, y su bondad para escuchar a quien le suplica como su Dios (vv. 20-23). El simbolismo de la luz (v. 22) indica aquí el conocimiento sin límites que Dios tiene de todo lo que existe y de lo que acontece y acontecerá.
Dn 2, 25-35. El conocimiento del sueño del rey no lo presenta Daniel como mérito propio sino como revelación del Dios del cielo, único capaz de manifestar los secretos que atañen al final de los tiempos (vv. 27-28). Así queda situado ya el ámbito de la revelación divina, objeto de todo el libro: el momento final de la historia humana, algo que está únicamente en los designios divinos. Lo mismo enseñará nuestro Señor Jesucristo cuando dijo que nadie sabe de ese día y de esa hora… (Mt 24, 36).
Daniel aprovecha la ocasión para llevar al rey al reconocimiento del Dios único, el Dios del cielo capaz de dar a conocer el sentido de la historia y de la vida.
De acuerdo con la trama de la narración, Daniel expone al rey primero el sueño (Dn 2, 31-35) y después la interpretación (Dn 3, 36-45). La visión del rey está llena de simbolismos. Las estatuas tienen en la Biblia connotaciones idolátricas, en cuanto hechas por manos humanas (cfr Ex 32), si bien ahora no aparece expresamente ese aspecto. Los metales van decreciendo en valor a partir de la cabeza de oro hasta los pies de barro. A ellos se contrapone la piedra y la montaña, símbolos de estabilidad y firmeza. La interpretación identifica a los metales con los distintos reinos retomando una imagen ya clásica. Hesíodo, un historiador griego de los siglos VIII-VII a.C., en su libro Los trabajos y los días ya había empleado esos mismos metales y en ese orden con el significado de épocas históricas (nn. 199-201), y algo parecido se encuentra en Polibio (Historia 38, 22) y otros autores clásicos. Ahora, en la visión de Daniel, aparecen los cuatro metales a la vez, como dándose al mismo tiempo, señal de que para Dios la historia forma una unidad.
La imagen de los pies de barro (vv. 32-33) ha suscitado en la lectura cristiana de este texto la consideración de la fragilidad humana, que porta, sin embargo, valores preciosos, divinos: ¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas -¡y qué criaturas!- hechas de barro, no sólo en los pies: también en el corazón y en la cabeza (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 181).
Dn 2, 36-45. La forma en la que Daniel habla al rey en los vv. 37-38 no es para adularle, sino para darle a entender que tiene un imperio glorioso porque Dios, el dueño de todo, se lo ha dado, y para mostrarle que su reinado y el esplendor de éste forman parte de los designios divinos. Los otros metales -la plata, el bronce y el hierro- representan, según se deduce del conjunto del libro, los imperios medo, persa y griego, si bien esta interpretación no aparece con toda claridad ya que la plata podría representar el imperio medo y persa conjuntamente. El reino dividido representado en el hierro mezclado con barro alude al imperio griego dividido a la muerte de Alejandro Magno (cfr Dn 11, 4) y a las alianzas matrimoniales realizadas entre los seléucidas y los lágidas (Antíoco II con Berenice, o Tolomeo V con Cleopatra; cfr Dn 11, 6.17), pero que no consiguieron la unidad entre ellos. Es en ese tiempo de confrontación entre seléucidas y lágidas en el que fue compuesto este pasaje y en el que se anuncia como final de los tiempos la instauración de un reino eterno mediante la acción divina, representada en la piedra que golpea los pies de la estatua y que llega sin intervención humana. No se dice ahora a quién se va a dar el reino, pero a la luz de Dn 7, 26 y de la indicación de que ese reino no pasará a otro pueblo (v. 44) se está suponiendo que se dará a los israelitas fieles.
La imagen de la piedra tiene una dimensión mesiánica en cuanto que es la mediación por la que va a ser instaurado el reino eterno y destruidos los anteriores. En esa imagen resuenan ecos de los profetas y de los salmos. Isaías habla de Dios como una piedra de tropiezo para Israel (cfr Is 8, 14), y en Sal 118, 22 el pueblo de Dios es comparado a la piedra desechada por los constructores que se ha convertido en piedra angular. En el Nuevo Testamento esa piedra es Cristo, y el reino que viene por Él es el Reino de Dios que será quitado a Israel para darlo a otro pueblo que rinda sus frutos (cfr Mt 21, 42-43); además, aquél sobre el que caiga esa piedra, advierte el Señor, será destruido (cfr Lc 20, 17-18). A partir de la interpretación cristológica de la piedra, algunos Santos Padres vieron bajo la imagen del monte del que proviene la piedra a la Santísima Virgen, y en la piedra desprendida sin intervención humana una imagen de la concepción de Jesús en el seno de María sin intervención de varón: En efecto, cuando Daniel dice como hijo de hombre al que recibe el reino eterno, ¿no da a entender eso mismo? Porque decir como hijo de hombre significa que apareció y nació hombre, pero pone de manifiesto que no es de germen humano. Y llamarle piedra desprendida sin mano alguna, eso mismo está gritando misteriosamente. Porque decir que fue cortado sin ayuda de mano alguna da a entender que no es Cristo obra de los hombres, sino del designio de quien le produjo, de Dios, Padre del universo (S. Justino, Dialogus cum Tryphone 76, 1).
El mensaje de la interpretación del sueño interesa al lector del libro, y no a Nabucodonosor que habría vivido unos cuatrocientos años antes. Anuncia que, tras los reinos de este mundo que se han ido sucediendo a lo largo de la historia, llegará un reino eterno instaurado por Dios mismo por encima de todas las posibilidades humanas. El lector cristiano ve aquí anunciado el reino de Cristo, si bien no se trata de un reino de carácter terreno y político sino espiritual, como afirmará Jesús ante Pilato: Mi reino no es de este mundo (Jn 18, 36).
Dn 2, 46-49. La escena está cargada de ironía y contiene una profunda enseñanza. Nabucodonosor, rey de reyes (Dn 2, 37), se postra ante Daniel, socialmente insignificante, y le trata como emisario divino. Al reconocer la absoluta soberanía del Dios de Israel, el rey es modelo para todos los gentiles, y al confesar que Dios revela los misterios a Daniel está proclamando la superioridad incomparable de la sabiduría que viene de Dios sobre la que tienen los sabios de su reino. Estamos también ante una crítica de las artes adivinatorias paganas, cuya inutilidad es reconocida por el mismo rey.
Dn 3, 1-100. Este relato presenta un tono muy distinto al de los anteriores, aunque también tiene como escenario la corte de Nabucodonosor. Ahora se trata del conflicto que surge entre los judíos adoradores del Dios único y los gentiles idólatras; algo parecido a lo que sucede en el cap. 6. Siguiendo el texto de la versión griega, que es el que sigue la Iglesia y el que figura en las traducciones católicas al uso, el pasaje puede dividirse en tres partes: en la primera se expone la negativa de tres jóvenes judíos a adorar la estatua erigida por el rey y su condena a ser arrojados al horno de fuego (Dn 3, 1-23); en la segunda, ausente en el texto arameo, se recogen las oraciones de los jóvenes en el horno (Dn 3, 24-90), y en la tercera se narra la comprobación del rey de que el fuego no les ha hecho daño y su reconocimiento del Dios de Israel (Dn 3, 91-100). La secuencia en la numeración de versículos en la tercera parte difiere por tanto en los textos griego y arameo. En la traducción seguimos la del griego, poniendo entre paréntesis la del arameo.
El conjunto del pasaje viene a mostrar que Dios es capaz de librar de la muerte a quienes están dispuestos a perder su vida antes que adorar a los ídolos. A la pregunta inicial del rey: ¿Qué dios os podrá librar de mis manos? (Dn 3, 15), corresponde la confesión final del mismo rey: Bendito sea el Dios de Sadrac, Mesac y Abed-Negó, que ha enviado a su ángel a salvar a sus siervos (Dn 3, 95).
Dn 3, 1-23. Las versiones griegas sitúan el acontecimiento el año decimoctavo de su reinado [de Nabucodonosor], que sería el 587, año en el que el rey tomó y saqueó Jerusalén. La estatua erigida vendría por tanto a conmemorar aquel evento. Sin embargo, el estilo solemne de la narración situando el episodio en la llanura central del territorio del imperio (Dura), la insistencia en repetir la lista de asistentes a la dedicación de la estatua y la de los instrumentos musicales, y, sobre todo, la dimensión universal de la proclama real, hacen pensar en un relato simbólico que quiere representar en esa estatua la idolatría como tal, y quizás incluso la imagen de Antíoco IV Epífanes. En cualquier caso se trata de una contraposición entre el absolutismo despótico del poder imperial que quiere imponer por la fuerza su programa religioso, y la fidelidad de aquellos jóvenes judíos a su Dios. Sorprende que Daniel no figure entre ellos; quizá porque se trata de un relato originariamente independiente del capítulo anterior, ya que, además, no es lógico que Nabucodonosor, tal como es presentado finalmente allí, actúe y hable ahora de esta forma. Con todo hay que hacer notar que la acusación no proviene del rey, sino de los caldeos que sí se someten completamente a las órdenes reales y que serán los que, como cuenta el autor con ironía, reciban el castigo (cfr Dn 3, 22.47-48). Los tres jóvenes representan frente a aquéllos la defensa de la libertad de conciencia y de religión mediante la resistencia pasiva a una orden que sobrepasaba la competencia del rey.
Dn 3, 16-18. La respuesta de los jóvenes al rey es modelo de la actitud ante Dios en los momentos trágicos y especialmente en el martirio: esperan que Dios les libre, pero aunque no lo hiciera, seguirían siendo fieles. Creían, gracias a la fe, poder evitar la muerte, pero añadieron aunque no nos librara para hacer saber al rey que también podían morir por aquel Dios al que adoraban (S. Cipriano, Epistolae 58, 5). No quieren forzar a Dios a que les salve, sino mostrar que se someten a su voluntad, no a la del rey. Es la actitud que muestra Jesús ante la pasión que se le avecinaba: Aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya… (Lc 22, 42).
Dn 3, 24-90. En esta sección, procedente de las versiones griegas como hemos dicho y que la Neovulgata traduce de la versión de Teodoción, se distinguen dos piezas poéticas: una de carácter penitencial atribuida sólo a Azarías (vv. 24-45), y otra, un himno de acción de gracias puesto en boca de los tres jóvenes (vv. 52-90). Cada una viene introducida por una descripción en prosa de la situación en el horno (vv. 24-25; 46-51). El episodio en su conjunto refleja que se cumplen las palabras que Dios había dirigido a Israel en Is 43, 2: …si andas por el fuego no te quemarás.
Dn 3, 26-45. Como es habitual en los salmos penitenciales, primero se proclama que Dios actúa siempre con justicia, incluso cuando castiga a su pueblo (vv. 26-28; cfr Sal 32). Después se reconoce que ha sido el pecado del pueblo lo que ha motivado justamente el castigo, incluso el de entregarlos al rey más perverso de toda la tierra, probable alusión a Antíoco IV (vv. 29-33). Finalmente se pide la intervención divina trayendo como argumentos la Alianza pactada con los padres (vv. 34-36), la humillación en la que se encuentra el pueblo y su arrepentimiento (vv. 37-41), y la bondad y el honor divinos (vv. 42-45).
Dn 3, 46-50. Se pone en contraste el daño sufrido por los caldeos y la salvación de los tres jóvenes por medio de la actuación del ángel del Señor. En otros pasajes del Antiguo Testamento el ángel del Señor representa el poder y la protección de Dios (cfr Gn 16, 7-11; Ex 3, 2; etc.); aquí aparece como una persona que hace el numero cuatro de los que están en el horno, de modo parecido a como el ángel que guía a Tobías se identifica personalmente (cfr Tb 12, 15).
Dn 3, 51-90. Este magnífico himno se inicia con unas alabanzas dirigidas directamente a Dios (vv. 52-56), continúa con una serie de invitaciones a unirse a esa alabanza (vv. 57-87), y, finalmente, expone los motivos por los que alaban y dan gracias los tres jóvenes (vv. 88-90). De esta forma la atención se centra primero en Dios mismo y su grandeza, después en sus criaturas celestes y terrestres, y por último en los favores concretos que realiza en bien de los que le temen.
Dn 3, 52-56. Llamar a Dios Dios de nuestros padres es común en las oraciones de alabanza (cfr v. 26), e implica el reconocimiento de las grandes obras que Dios ha realizado en el pasado en favor de su pueblo. La alusión al Templo y a los querubines sobrepasa aquí la referencia al Templo de Jerusalén y adquiere una proyección al cielo, morada de Dios.
Dn 3, 57-90. Las invitaciones, de forma parecida a como se hace en Sal 148, se dirigen primero a toda la creación (v. 57), luego a lo que hay en los cielos o firmamento (vv. 58-63), después a los fenómenos atmosféricos (vv. 64-73), a continuación a lo que hay en la tierra, culminando en el hombre (vv. 74-82), y finalmente a Israel y a las distintas clases de fieles (vv. 83-88). El himno concluye con la autoinvitación de los tres jóvenes a la alabanza y a la acción de gracias por la eternidad de la misericordia del Señor, expresión en la que se condensa la Alianza y que sirve de estribillo en Sal 136.
El ritmo del himno deja entender que, si bien todas las criaturas celestes y terrestres cantan la gloria de Dios por el hecho de existir, es a través del hombre y en la alabanza que su pueblo y quienes recitan el himno tributan a Dios, donde tal canto de la gloria divina adquiere voz y donde su gloria queda identificada con su misericordia que es eterna. A estos versos hace referencia el Concilio Vaticano II -la única vez que cita el libro de Daniel- para afirmar que uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador (Gaudium et spes, 14).
Este canto recibe el nombre de Benedicite y se recita en la Liturgia de las Horas los domingos y días festivos. También ha sido recomendado por la Iglesia como oración de acción de gracias después de la Santa Misa, ya que ésta rememora la máxima manifestación de la gloria de Dios, en Cristo.
Dn 3, 91-100. Aquí la traducción vuelve a enlazar con el texto arameo. Las versiones griegas introducen lo que viene a continuación diciendo que el rey oyó cantar a los jóvenes en el horno, y de ahí su admiración; el texto arameo sólo habla de la admiración de que estén vivos (v. 91). La salvación se ha realizado en el lugar mismo del tormento, adonde llega el ángel para acompañar a los tres jóvenes. Nabucodonosor lo comprueba desde fuera. Para la mentalidad politeísta del rey, el cuarto personaje con la apariencia de un hijo de los dioses (v. 92) es un ser divino; el autor del relato deja claro, sin embargo, que es simplemente un ángel (v. 95). Por medio de él manifiesta Dios su providencia. La asistencia divina, comenta Novaciano, no permitió que ni siquiera los vestidos de aquellos jóvenes se quemasen. Con razón sucedió todo esto, pues Dios mantiene todas las cosas y abarca todo, pero la totalidad del universo consta de cada una de las cosas. Por consiguiente la asistencia divina se extenderá a cada cosa, dado que su providencia abarca la totalidad de lo que existe (De Trinitate 8, 43).
Los Santos Padres vieron bajo ese hijo de dioses a Cristo, el Hijo de Dios. Daniel conoce al Hijo de Dios y conoce las obras de Dios. Ha visto al Hijo de Dios que regaba de rocío el horno; en cambio, respecto a las criaturas, cuando dice criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, no enumeró junto con ellas al Hijo, porque sabía que Él no es una criatura, sino que por medio de Él fueron creadas, de modo que es celebrado y superexaltado en el Padre (S. Atanasio, Epistulae ad Serapionem 2, 6).
La reacción del rey es narrada con una buena dosis de ironía: alaba precisamente que aquellos jóvenes hayan transgredido sus órdenes jugándose la vida, y les premia por ello. A los mismos a quienes se dirigía la perentoria orden de adorar la estatua dirige ahora el rey la orden de respetar al Dios de los judíos. El comportamiento heroico de los jóvenes, que habían aceptado el martirio, y su milagrosa liberación llevan al cambio de actitud en el rey.
La profesión de monoteísmo y el reconocimiento del reinado eterno de Dios, hechos por el rey en los vv. 98-100, se comprenden mejor como parte del capítulo siguiente en el que sigue hablando el mismo rey Nabucodonosor en primera persona. De ahí que en la versión griega de Teodoción estos versículos, que están por otra parte ausentes en la versión de los Setenta, aparecen como los primeros del cap. 4.
Dn 4, 1-34. Se narra un nuevo sueño de Nabucodonosor y la interpretación hecha por Daniel, tema similar al del cap. 2. Comienza hablando el rey, que expone su sueño a Daniel después de que sus adivinos no se lo habían podido interpretar (vv. 1-15); viene luego la interpretación hecha por Daniel (vv. 16-24); y, finalmente, el cumplimiento de la interpretación y la profesión de fe del rey en el Dios único (vv. 25-34). Lo que se cuenta tiene un cierto parecido con la enfermedad sufrida por Nabonid, el último rey de Babilonia antes de la invasión persa. En Qumrán se ha encontrado una obra titulada La oración de Nabonid, que atribuye a la idolatría de este rey una enfermedad que le hizo estar durante siete años alejado de la corte, pero después se arrepintió de sus pecados y fue curado.
Dn 4, 1-15. De nuevo se resalta la superioridad de la sabiduría de Daniel sobre la de los sabios de Babilonia, porque él tiene el espíritu de los santos dioses (v. 5), expresión que significa el espíritu de profecía tal como podía entenderlo un rey pagano. La versión de los Setenta sitúa el episodio el año decimoctavo de Nabucodonosor (cfr nota a Dn 3, 1-23). El árbol del sueño del rey tiene cierto parecido con el del oráculo de Ezequiel contra el faraón, que asemeja a éste a un cedro del Líbano que por engreírse en exceso fue talado y derribado (cfr Ez 31). Ahora en el sueño se destaca la grandeza y el carácter protector universal que tiene el árbol (vv. 8-9), y el aspecto de ejemplaridad que tendrá su caída, con el fin de que todos reconozcan que sólo el Dios altísimo tiene la soberanía absoluta (v. 14). Por el vigilante y santo del v. 10 ha de entenderse un ángel, y la expresión siete tiempos del v. 13 significa el tiempo cumplido.
Dn 4, 16-24. La turbación de Daniel al conocer el sueño (v. 16) deriva de que ya sabe cuál es la interpretación aplicada al rey; éste, en cambio, aparece ahora tranquilo porque no la conoce. La interpretación aplica al rey cada uno de los detalles del sueño y termina indicándole el camino para evitar la desgracia: la práctica de la justicia y de las obras de misericordia (v. 24). Daniel marca al rey el camino por el que todos aquellos que no conocen al Dios verdadero pueden alcanzar sin embargo la salvación: Dios en su Providencia tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer claramente a Dios pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 16).
Dn 4, 25-34. La narración de lo ocurrido a Nabucodonosor no es muy explícita. Sólo deja constancia de que el sueño y su interpretación se cumplen puntualmente, y de que el rey se convirtió al reconocimiento del único y verdadero Dios tras la experiencia de su desgracia. El narrador enfatiza la conversión del rey haciéndole hablar en primera persona a partir del v. 31, de forma que venga presentada como una confesión personal. San Jerónimo comenta: Si no hubiera alzado los ojos al cielo, no habría vuelto a su estado anterior. (…) Nabucodonosor entendió que había sufrido las penas durante siete años y por eso se humilló, porque se había ensoberbecido contra Dios (Commentarii in Danielem 4, 31 y 34).
Dn 5, 1-30. La estructura de este pasaje es similar a la de los caps. 1 y 2, dedicados a Daniel intérprete de sueños, aunque ahora se trata de una visión: se expone primero la visión del rey (vv. 1-12), después la interpretación de Daniel (vv. 13-28) y, finalmente, la reacción del rey y el cumplimiento de las palabras de Daniel (vv. 29-30). La contextualización histórica es a todas luces artificiosa: ni Baltasar era hijo de Nabucodonosor (v. 11), ni Darío el Medo le sucedió a su muerte (Dn 6, 1) (cfr Introducción, § 2). Pero presentando a Baltasar como hijo de Nabucodonosor, el autor sagrado crea la conexión con el capítulo anterior y da razón de la desaparición, por decreto divino, del imperio babilónico, es decir, de la cabeza de oro de la estatua (cfr Dn 2, 38). La dependencia que esta narración guarda respecto a la anterior, a la que cita (cfr Dn 5, 11-12.18-21), hace pensar que viene a completarla, presentando la actuación de Daniel con el último rey babilónico según el esquema del libro. El relato ilustra, además, lo afirmado en Dn 1, 17: que Daniel poseía el discernimiento de sueños y visiones. Tal don lo pone también Daniel al servicio de aquel rey sacrílego para moverle a conversión.
Dn 5, 1-12. La actuación sacrílega del rey y de su corte, así como su idolatría, hace de aquel Baltasar tipo de Antíoco IV Epífanes, que saqueó el Templo y robó sus objetos sagrados (cfr 1M 1, 20-24; 2M 5, 11-16). A los ídolos de materia inerte se contrapone la mano que escribe en el muro, signo del Dios vivo (vv. 4-5). Sorprende que habiendo sido nombrado Daniel jefe de los que tenían el oficio de interpretar sueños al rey (v. 11), no hubiese sido consultado antes (vv. 7-8). Pero tal forma de presentar los hechos responde a la trama literaria forjada por el autor sagrado para resaltar, una vez más, la superioridad de la sabiduría de Daniel sobre la de todos los sabios de Babilonia con su ciencia y sus artes mágicas. La capacidad que Daniel ha recibido de Dios (Dn 1, 17) es entendida por los gentiles politeístas como participación del espíritu de un dios que le hace similar a los dioses (vv. 11-14).
Dn 5, 13-28. El rey confía en los poderes sobrenaturales de Daniel y ofrece a éste sus regalos si pone aquellos poderes a su servicio (vv. 14-16); pero Daniel deja claro que no actúa por obtener ganancia personal. Pone al servicio del rey sus capacidades sólo para que el rey reconozca al Dios Altísimo, como hubo de hacer su padre herido por la desgracia (vv. 18-21). Por eso denuncia con toda claridad el pecado del rey (vv. 22-23) y le revela el juicio que Dios ha pronunciado sobre él en aquella visión (vv. 24-28).
Las palabras escritas por la misteriosa mano son cuatro según el texto masorético que repite la primera. Se trata de tres nombres de medidas o monedas orientales: la mina, el sequel y la media mina o paras. Daniel en su interpretación las relaciona con tres verbos que suenan de manera parecida: el verbo maná que significa medir, saqal que es pesar, y paras dividir. El último de los términos en el texto masorético está en plural -parsim-, de manera que suena igual que persas en arameo. Mediante este juego de palabras se anuncia el fin del reino babilónico y el advenimiento de los persas.
El juicio de Baltasar se produce no sólo porque no ha glorificado al Dios que le da la vida (v. 23), sino porque lo ha despreciado mediante el uso sacrílego de los objetos sagrados. Teodoreto de Ciro comentando este v. 23 señala que Daniel bien les enseña a los presentes que no deben adorar a lo que se ve sino al Demiurgo y Señor. Y por eso mismo condena la vanidad del rey, y le enseña que el gran cielo tiene como demiurgo al Dios invisible. “Tu -dice- has mostrado la altura de tu corazón pero no la del cielo, es decir, la altura del Dios del cielo y el Señor de todo lo creado. Pues si no estuvieses afectado de esa vanidad no habrías ordenado traer los vasos del Templo” (Interpretatio in Danielem 5, 23).
Dn 5, 29-30. El escueto final de la historia señala que el rey cumple la promesa que hiciera a Daniel (cfr v. 16) como señal de que considera verdaderas sus palabras. Pero sobre todo son verdaderas porque se cumplen (v. 30). No se dice que en la reacción del rey hubiera conversión y reconocimiento del verdadero Dios, como sucede en los capítulos anteriores y en el siguiente. Quizás así se quiere indicar que le sobrevino el castigo de forma tan inmediata, porque no se había convertido.
Dn 6, 1-29. Este pasaje, en línea parecida al cap. 3, refleja en primer lugar las pruebas que los judíos han de soportar para mantenerse fieles a su religión en medio de una sociedad pagana (Dn 6, 1-19), después la salvación que les llega de Dios (Dn 6, 20-25) y finalmente el reconocimiento del Dios de Israel por parte del monarca gentil (Dn 6, 26-29). Como en el cap. 5, también ahora el protagonista es Daniel, sin que ni siquiera sean mencionados sus compañeros. La narración no guarda conexión concreta con las anteriores; más bien aparece como una unidad independiente con la que se completa el ciclo de la historia de Daniel en la corte de Babilonia. El situar el hecho en tiempos de Darío el Medo, rey que no se puede constatar históricamente (véase Introducción § 2), le da asimismo el carácter de narración ejemplar acerca de cómo Dios salva a los que cumplen las exigencias de la religión judía.
Dn 6, 1-19. Daniel aparece plenamente insertado en el ámbito social y político de la sociedad en la que vive, habiendo alcanzado el puesto más relevante después del rey, gracias a su talento y a su lealtad. La conspiración contra él puede provenir de la envidia de los demás y quizá del hecho mismo de ser extranjero y judío. Le tienden una trampa de carácter legal: hacen que el rey, cediendo a la adulación, decrete una orden por la que yendo más allá de su condición de rey, se convierta durante treinta días en el único dios. Con esa ley el rey se obliga a sí mismo y va a ser víctima de ella misma cuando intente librar a Daniel. El judío Daniel no es ahora obligado a hacer algo contra su religión, sino más bien a no hacer lo que ésta le exige: orar a Dios mirando a Jerusalén (cfr 1R 8, 48). El procedimiento empleado por los acusadores de Daniel es perverso; manipulan al rey y a la ley, de forma que puedan acusar a Daniel de quebrantar la ley por motivos religiosos ya que no pueden hacerlo por faltar a las responsabilidades de su cargo.
La reacción de Daniel, que continuó sus prácticas de oración cuando se enteró del decreto (v. 11), ha sido destacada por los Padres como ejemplo de oración para el cristiano. Así lo entendió Orígenes: La recomendación orad sin cesar (Lc 18, 1) la podemos considerar como un precepto realizable únicamente si pudiéramos decir que la vida toda de un varón es una gran oración continuada. Una parte de esta gran oración continuada sería la que suele llamarse propiamente oración, que no debe hacerse menos de tres veces al día, como aparece claro por Daniel, que a pesar del peligro que le suponía, oraba tres veces al día (De oratione 12, 2).
Dn 6, 20-25. Que los leones no hagan daño a Daniel se debe a una intervención divina, una vez más, por medio de su ángel (cfr Dn 3, 49). Es el signo de la inocencia de Daniel ante Dios y, consecuentemente, ante el rey (v. 23). Y es el signo por el que el rey adquiere fuerza para actuar conforme a su ser de rey y establecer justicia (vv. 24-25). Mediante la fidelidad de Daniel a su religión, y la prueba en la que Dios ha manifestado su protección, queda al descubierto la perversidad de aquella ley, y el rey rectifica. El autor sagrado señala la causa del milagro: que Daniel confió en su Dios (v. 24). La descripción del castigo de los enemigos de Daniel responde a las costumbres de la época, queriéndose decir que fue el más severo.
San Agustín comenta que los leones respetaron a Daniel porque él fue fiel a Dios: Sométete al que está sobre ti y estarán por debajo de ti aquellos sobre los que fuiste puesto. Porque, ciertamente, por el pecado el hombre se quiere poner por encima de aquel bajo el que debería estar, se somete a aquellos sobre los que debería estar… Reconoce a aquel que está sobre ti para que te reconozcan los que están por debajo de ti, pues así cuando Daniel reconoció a Dios por encima de él, los leones le reconocieron a él superior a ellos (In epistolam Ioannis 8).
Dn 6, 26-29. El rey no duda en escribir un edicto contrario al que había firmado antes (cfr Dn 6, 10). Su tenor es semejante al que daba Nabucodonosor en Dn 3, 98-100. Así se muestra que tanto el rey babilónico como el rey medo habían reconocido al Dios de los judíos como Dios verdadero y único al que pertenece un reinado eterno. A tal reconocimiento han llegado por la sabiduría que Dios otorga a los judíos y de manera especial a Daniel, y por el testimonio de fidelidad a su religión que ellos dieron en medio de las adversidades.
Dn 7, 1-Dn 12, 13. Daniel pasa ahora de ser el intérprete de los sueños y visiones que tienen los reyes, a ser él mismo el receptor de la interpretación que un ángel o un ser celeste le hace de sus propios sueños (caps. 7-8), o de la lectura de la Escritura (cap. 9) o de una visión (caps. 10-12), y él mismo los pone por escrito. A Daniel se le revela el momento del fin que él había anunciado a Nabucodonosor al interpretarle el sueño (cfr Dn 2, 28). Pero ahora se trata de una revelación más concreta en la que la figura del opresor Antíoco IV, simbólicamente expresada, aparece claramente como la culminación del mal y el momento final de la historia presente. La sabiduría de Daniel, que antes era comprendida como un don de Dios para ser puesto al servicio de los reyes extranjeros, aparece ahora derivada de la revelación de Dios que habla a Daniel mediante mensajeros celestes, para que comprenda el sentido de la historia y para que, puesta por escrito, sirva de motivo de esperanza al pueblo elegido. La revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir si quiere llegar a comprender el sentido de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 14).
Dn 7, 1-28. Con este capítulo termina la parte del libro escrita en arameo y en él vuelven a aparecer elementos que ya encontrábamos en el cap. 2 con el que comenzaba esta parte. Entre estos elementos destaca la esquematización de la historia en cuatro períodos representados allí por metales y aquí por bestias, y la instauración al final de un reino eterno. De esta forma el presente capítulo es, por un lado, culminación de la parte escrita en arameo y, por otro, sirve de comienzo a la parte en la que Daniel recibe y escribe las revelaciones divinas, que continúa en hebreo. El capítulo octavo, en efecto, escrito en hebreo, vendrá a ser explicación del séptimo, y los restantes hasta el duodécimo son similares a estos dos por su contenido y estructura: primero se presenta la exposición que Daniel hace de su sueño o visión, y después la interpretación que recibe de un ser angélico. En este capítulo la exposición del sueño ocupa los vv. 1-14 y su interpretación los vv. 15-28. Visión e interpretación forman un mismo evento que Daniel pone por escrito señalando el principio (cfr Dn 7, 1) y el final (cfr Dn 7, 28). Así se fortalece la certeza del lector, que se apoya en lo que Dios ha revelado a Daniel y éste ha puesto por escrito.
Dn 7, 1-14. Ya en el cap. 5 los rasgos con que era presentado Baltasar dejaban entrever la figura del sacrílego Antíoco IV. No sorprende, por tanto, que este sueño de Daniel se sitúe el año primero de Baltasar, ya que el punto culminante de la profecía afecta a Antíoco IV. Indica que Dios va a realizar su intervención definitiva en el momento en que la impiedad está llegando a su culminación. En la visión aparecen dos escenas: las bestias que surgen del mar (vv. 2-8), y el juicio divino (vv. 9-14).
Dn 7, 2-8. El Mar Grande (el Mediterráneo) del que surgen las bestias, connota el mundo tenebroso y caótico. Aunque ya los profetas anteriores describían los imperios con figuras de animales -Egipto como cocodrilo (cfr Ez 32), Babilonia como águila (cfr Ez 17, 3) o como dragón (cfr Jr 51, 34)- en la visión de Daniel las formas de estos animales alados recuerdan las representaciones mesopotámicas. El león con alas de águila representa a Nabucodonosor, al que, derribado de su soberbia, se le devolvió el corazón de hombre (cfr Dn 4, 13.31); el imperio medo se compara a un oso dispuesto a atacar y el persa a un leopardo que se mueve con agilidad. La cuarta bestia no se parece a ningún animal, pero sus dientes de hierro la identifican con el imperio griego de Alejandro Magno y sus sucesores (cfr Dn 2, 40). Entre éstos, representados en la simbología de los cuernos, la atención se centra en Antíoco IV, el cuerno con ojos que profiere blasfemias. La gravedad de esos desafíos a Dios será puesta de relieve en Ap 13, 5 cuando se describe la bestia que recibe el poder de la Serpiente. La máxima perversión de los poderes de este mundo es el desafío a Dios y a sus leyes. Tomando las palabras del texto como profecía en sentido estricto, es decir, como lo que se habría de cumplir en el futuro, algunos Santos Padres vieron en ese cuerno al Anticristo del que volvería a hablar el Apocalipsis de San Juan (cfr Ap 13, 11-18; Ap 17, 16; Ap 19, 19-21).
Dn 7, 9-14. Es la escena del juicio divino. La simbología remite a Dios en su trono celeste, rodeado de gloria y de ángeles, dispuesto a juzgar y a castigar. Los libros simbolizan que Dios tiene presentes todas las acciones de los hombres (cfr Jr 17, 1; Ml 3, 16; Sal 56, 9; Ap 20, 12). A partir de una visión retrospectiva de la historia en la que parece prescindirse de la sucesión temporal -todos los reinos se ven al mismo tiempo-, el vidente señala que la sentencia sobre el cuerno blasfemo es más drástica y fulminante que la recibida por las otras bestias. A éstas se les concedió una prolongación de la vida (v. 12), es decir, que con su caída todavía no llegaba el final; con el juicio sobre el cuerno pequeño, en cambio, sí. Siguiendo a los profetas (cfr Dn 7, 10; Jl 3, 4; Ml 3, 19) y a Juan Bautista (cfr Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el juicio del último Día (Catecismo de la Iglesia Católica, 678).
El que viene en las nubes del cielo como un hijo de hombre y al que, tras el juicio, se le da el reino universal y eterno, es la antítesis de las bestias. No ha surgido del mar tenebroso como aquéllas, ni tiene aspecto terrible y feroz, sino que ha sido suscitado por Dios -viene en las nubes-, y lleva en sí la debilidad humana. En ese juicio el hombre parece recuperar su dignidad frente a las bestias a las que está llamado a dominar (cfr Sal 8). Tal figura representa, como se interpretará más adelante, al pueblo de los santos del Altísimo (Dn 7, 27), es decir, al Israel fiel. Sin embargo, también es una figura singular, como lo era el cuerno pequeño o el león con alas, y, en cuanto que se le da un reino, es un rey. Se trata de una figura individual que representa al pueblo. Ese hijo del hombre fue entendido como el Mesías personal en el judaísmo contemporáneo de Jesucristo (Libro de las Parábolas de Henoc); pero tal título sólo se une a los sufrimientos del Mesías y a su resurrección de entre los muertos cuando Jesucristo se lo aplica a Sí mismo en el Evangelio. Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cfr Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3, 13; cfr Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28; cfr Is 53, 10-12) (Catecismo de la Iglesia Católica, 440).
La Iglesia cuando proclama en el Credo que Cristo se sentó a la derecha del Padre confiesa que fue a Cristo a quien se le dio el imperio: Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Nicea-Constantinopla) (Catecismo de la Iglesia Católica, 664).
Dn 7, 15-28. La interpretación se centra en los protagonistas de la época en la que se redacta el libro de Daniel: los que van a recibir el reino, es decir, los judíos fieles o santos del Altísimo (vv. 18.27), y el cuerno que surge de la cuarta bestia, Antíoco IV, que blasfema contra Dios, persigue a los que cumplen la Ley y suprime los sábados y las fiestas (v. 25; cfr 1M 1, 41-52). Pero el tiempo de la persecución es limitado; tal es el significado de los tres tiempos y medio que, como mitad de siete -que significa la totalidad-, durará la persecución. La visión y la interpretación producen turbación en Daniel a causa de los sufrimientos que se están padeciendo y los que todavía quedan; pero, al mismo tiempo, guardar esas cosas en el corazón (v. 28) significa mantener la fe y la esperanza.
Dn 8, 1-27. Daniel continúa escribiendo y cuenta ahora otra visión, ubicada, como la anterior, en el reino de Baltasar (Dn 8, 1-14); luego también escribe la interpretación, recibida en este caso del ángel Gabriel (Dn 8, 15-27). Esta nueva visión desarrolla la última parte de la anterior: el imperio medo–persa desbancado por el griego, y la actuación de Antíoco IV. En ella se retoma la simbología de animales con cuernos, y la atención se centra con más fuerza en cuándo va a llegar el fin. Alienta así la esperanza de quienes están en medio de la persecución.
Dn 8, 1-14. El comienzo recuerda la visión de Ezequiel a orillas de un río (cfr Ez 1, 1-3), si bien aquí (v. 2) no queda claro si la visión tiene lugar después de trasladarse Daniel a Susa, o si se trata de que solamente se ve presente allí. Más bien parece que sea esto último. Es significativo que antes de acabar el imperio babilónico la visión se desarrolle en una de las ciudades de residencia de los reyes persas. Ese contexto geográfico sirve para acentuar el carácter profético de la visión que se referirá a la época persa, pues se parte de la caída del imperio medo–persa. Que este imperio viene significado en el carnero con dos cuernos, y que bajo el macho cabrío se ha de ver el imperio griego son datos claros, y así se dirá en la interpretación (cfr Dn 8, 21). Que tales animales hayan sido elegidos como símbolos de esos reinos porque, según una creencia, Persia estaba bajo el signo del zodíaco Aries, y Siria, tierra de los seléucidas griegos, bajo el de Capricornio, es una hipótesis sin mucho fundamento. Según los Setenta, no así en el texto hebreo ni en Teodoción, el carnero ataca dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales (v. 4), señal de su impresionante poder de expansión. De occidente en cambio viene Alejandro Magno, del que se destaca la rapidez de sus conquistas y su fuerza (v. 5): en efecto, el año 333 a.C. derrotó a Jerjes en Issos y en el 331 en Arbela.
La muerte de Alejandro y el reparto de su imperio entre sus cuatro generales, los diadocos -Macedonia para Filipo, Asia Menor para Antígono, Siria para Seleuco y Egipto para Tolomeo-, están claramente indicados en el v. 8. A continuación se describe la actuación de Antíoco IV Epífanes (v. 9-11). Es clara la alusión a sus campañas contra Egipto, Persia y la Hermosura, o la tierra de Israel (v. 9; cfr Dn 11, 16), así como a la profanación del Templo acaecida el año 176 a.C. (v. 12). Los vv. 10-11, en cambio, pueden entenderse en el sentido de que Antíoco, tras destruir las divinidades de otros pueblos, se alzó incluso contra el verdadero Dios y su Templo, o en el sentido de que atacó al pueblo de Israel (cuyos miembros serían llamados estrellas como en Dn 12, 3) matando a una parte de él e incluso al sumo sacerdote Onías III en el 171, de cuya muerte se le haría responsable (cfr 2M 4, 30.38). Esta segunda interpretación es la que se desprende de Dn 8, 24-25.
El número de tardes y mañanas que todavía ha de durar la desgracia (v. 14) es algo que ya se sabe en el cielo, pues está determinado y de ello hablan los ángeles (cfr Dn 12, 6-7), designados aquí como santos. La cifra resulta enigmática. Si al decir tardes y mañanas se alude al sacrificio vespertino y al matutino, serían 1150 días; si por tarde y mañana se entiende más bien un día serían 2.300 días. En ninguno de los casos tal cantidad corresponde a la de los tres tiempos (o años) y medio que serían 1260 días y cuyo simbolismo es claro (cfr Dn 7, 25). Quizá lo que se intenta es dejar al lector en la imprecisión del cuándo, como sucede en Dn 12, 11-12, o señalar que ese tiempo puede ser acortado.
Dn 8, 15-27. Para que Daniel -llamado aquí hijo de hombre (v. 17), es decir, hombre- pueda comprender, los seres celestes aparecen como hombres y hablan con voz de hombre. Así en la plenitud de la revelación Dios llegará a hacerse verdaderamente hombre. Responde a la admirable condescendencia de Dios ya que la palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres (Conc. Vaticano II, Dei verbum, 13).
Por vez primera en la Biblia aparece aquí el ángel Gabriel. Tiene el encargo de comunicar el designio de Dios. Ésta es su misión específica como se dirá más adelante en el libro (cfr Dn 9, 21) y como aparece en el Nuevo Testamento cuando lleva el mensaje a Zacarías (Lc 1, 11) y a María (Lc 1, 26). Respecto de los ángeles (cfr nota a Ex 23, 20-33) dice San Gregorio Magno: Hay que saber que el nombre de “ángel”, designa la función, no el ser del que lo lleva. En efecto, aquellos santos espíritus de la patria celestial son siempre espíritus, pero no siempre pueden ser llamados ángeles, ya que solamente lo son cuando ejercen su oficio de mensajeros (Homiliae in Evangelia 2, 34, 8). Y San Jerónimo comenta: Como la visión trataba de combates y de luchas entre reyes y sucesiones de reinos, Gabriel, que está a la cabeza de los combates, se ocupó de esta tarea. Gabriel se traduce por “fortaleza” u “hombre fuerte de Dios”. Por eso, en el tiempo en el que iba a nacer el Señor, y declarar la guerra a los demonios y triunfar sobre el mundo, vino Gabriel a Zacarías y María (Commentarii in Danielem 8, 16).
La interpretación de la visión no aporta mayor claridad que la que se percibía en sus elementos simbólicos; sin embargo, desvela la dimensión escatológica refiriéndola al tiempo del fin (v. 17), y se señala que la muerte del perseguidor será una acción divina sin intervención humana (v. 25). Éste es en realidad el aspecto de la visión que todavía no se ha cumplido. Mientras llega su cumplimiento, la visión ha de mantenerse en secreto (v. 26), es decir, ha de ser mantenida en la fe. Los muchos días que faltan pueden significar que las penalidades que habrá que sufrir van a ser muy grandes, o que no se sabe exactamente cuándo llegará el fin. En cualquier caso tras conocer la visión y ser profundamente afectado por ella, Daniel vuelve a su ocupación normal viviendo al mismo tiempo bajo la tensión que le ha producido (v. 27). Conocer lo que va a suceder no le lleva a abandonar su puesto, como la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar, la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 39).
Dn 9, 1-27. Ahora Daniel recibe la revelación no por medio de visión, sino a través de la lectura de la profecía de Jeremías, y su comprensión le viene por la interpretación recibida del ángel. Tras describir Daniel la situación en que se encuentra (vv. 1-3), dos motivos ocupan el contenido del pasaje: la oración por el pueblo (vv. 4-19) y la explicación angélica de las palabras del profeta Jeremías (vv. 20-27). De esta forma el pasaje viene a mostrar que para la comprensión en profundidad de la Sagrada Escritura se necesita una ayuda sobrenatural, como la que recibirán en su momento de parte de Jesús resucitado los discípulos que iban camino de Emaús (cfr Lc 24, 45).
Dn 9, 1-3. Situar literariamente el episodio después de la caída del imperio babilónico y antes del advenimiento del persa con el que se produciría la vuelta del destierro, supone pensar en un cambio de situación en medio del destierro. Esto haría más apremiante la pregunta de cuándo iba a acabar. Es lo que parece que el autor quiere indicar con esos datos históricos que, por otra parte, no parecen reales -Darío no fue medo, sino persa; ni hijo de Jerjes (Asuero), sino su padre- y corresponden al orden de la primera parte del libro. Tal inexactitud puede ser una argucia para que el lector no se fije tanto en la situación del destierro cuanto en el simbolismo que representa. La profecía puesta por escrito sigue teniendo vigencia siempre y en ella puede llevarse a cabo la búsqueda de lo que se quiere saber (cfr 2M 2, 1-15), también después de la vuelta del destierro, en tiempos de la persecución seléucida en la que se escribe el pasaje.
Dn 9, 4-19. Oración penitencial en la que Daniel se muestra solidario con el pueblo pecador e intercede por él. Reconoce que Dios ha actuado justamente enviando aquel castigo (vv. 4-8), pero recuerda que a Dios pertenece también el perdón y la misericordia (v. 9). Dios ha castigado según la Ley de Moisés (v. 13), pero Él, que sacó al pueblo de Egipto (v. 15), puede escuchar a sus siervos que le suplican apoyándose en sus grandes misericordias (v. 18). Así Dios hará honor a su Nombre (vv. 17.19). Comentando el v. 18 San Jerónimo señala: Se expresa según los sentimientos humanos de modo que cuando seamos escuchados parezca que Dios inclina su oído; cuando Dios se digne mirarnos, parezca que abre sus ojos; y cuando aparta su cara, parezcamos indignos ante sus ojos y oídos (Commentarii in Danielem 9, 18). Por otra parte, San Basilio hace notar que el ayuno prepara la revelación posterior: El sabio Daniel no habría percibido la visión, si no hubiera hecho que el alma tuviera más capacidad de discernir por el ayuno (De jejunio 1, 9). Oraciones penitenciales similares se encuentran en Esd 9, 6-15; Ne 9: Sal 51; Ba 1, 15-Ba 3, 8. La oración de Daniel, aunque situada en el destierro, tiene actualidad en todo momento. También para la Iglesia que abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 8).
Dn 9, 20-27. Ahora, según el relato, no se trata propiamente de visión, sino de anuncio angélico que tiene lugar en la tierra, si bien ambas cosas parecen identificarse. En realidad son dos formas distintas de expresar el mismo acontecimiento: la manifestación al hombre de un designio divino. La palabra de la que es portador el ángel procede de Dios, que había escuchado a Daniel antes incluso de culminar su oración. Dios conoce lo que necesitamos antes de pedírselo (cfr Mt 6, 8).
Los setenta años que Jeremías había predicho acerca de la duración del destierro (Jr 25, 11-14) se interpretan aquí (v. 24) como setenta semanas. Setenta, como siete, es el número simbólico del tiempo cumplido (cfr Dn 4, 20). Las setenta semanas se refieren según el ángel a setenta semanas de años, equivalente al tiempo que debe transcurrir entre el destierro y el fin que va a sobrevenir a la muerte de Antíoco IV. Se trata de cifras redondeadas en las que predomina el valor simbólico. Setenta veces siete o setenta semanas es el cumplimiento total y definitivo. Éste consistirá en la desaparición del mal y del pecado, la instauración de la justicia divina, el cumplimiento de todas las profecías y la consagración definitiva del Templo (v. 24). La expresión ungir el Santo de los Santos (v. 24) es punto culminante y denota la presencia para siempre de Dios en medio de su pueblo, en el Templo. También podría referirse al sumo sacerdocio. La dimensión escatológica de estas expresiones se comprende a la luz de la obra redentora y santificadora de Cristo, a quien Dios ha puesto como propiciatorio en su sangre -mediante la fe- para mostrar su justicia tolerando los pecados precedentes (Rm 3, 25).
El príncipe ungido con el que culminan las primeras siete semanas puede referirse a Ciro, llamado ungido (mesías) en Is 45, 1; de esta forma se estaría aludiendo a la duración del destierro: 49 años desde que Nabucodonosor tomó Jerusalén el 587 -en el que se habría pronunciado la profecía de Jeremías-, hasta el 538 en que se habría producido la vuelta por orden de Ciro. Ese mesías también podría referirse a Zorobabel, el príncipe descendiente de David que volvió con los desterrados y reedificó el Templo (cfr Esd 5, 2; Esd 6, 15). Algunos Santos Padres, sin embargo, vieron en este Príncipe Mesías a Jesucristo, y con razón, pues a Él se debe la liberación del nuevo pueblo de Dios.
Las sesenta y dos semanas que vienen a continuación aluden al tiempo que sigue a la vuelta del destierro, durante el que se reconstruyeron las murallas de Jerusalén (cfr Ne 6, 15-16; Ne 12, 27-43) y a lo largo del cual se llegó al comienzo de los dolores presentes en el tiempo del autor. Estos vienen marcados por la muerte del ungido suprimido (v. 26), acontecimiento que concuerda con la muerte del sumo sacerdote Onías III, el año 171 a.C. (cfr 2M 4, 30-38).
Tras las siete y las sesenta y dos semanas, queda una semana (v. 27) para que se cumplan las setenta. Es la semana final en la que a las desgracias producidas por Antíoco IV sucederá su muerte. El tiempo de Antíoco IV equivale a media semana, es decir, tres días y medio, que es lo mismo que un tiempo pasajero. Se resalta la actividad destructora de ese rey, el haber seducido a muchos judíos a adoptar las formas de vida helenistas y, sobre todo, el haber suprimido el culto judío e introducido en el Templo la estatua de Zeus Olímpico. La expresión abominación de la desolación evoca los antiguos baales o ídolos cananeos como algo despreciable, inmundo y causa de perdición para sus seguidores. Todavía queda un tiempo de sufrimiento, la última mitad de la segunda semana; pero el final del perseguidor está ya decretado. Tales son las palabras de esperanza que transmite Daniel desde la lectura y escrutinio de la Escritura, pues, como escribirá San Pablo: Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena (2Tm 3, 16-17).
Dn 10, 1-Dn 12, 13. Las revelaciones que recibe Daniel culminan con esta visión que viene presentada con todos los elementos propios del género literario de anuncios angélicos: circunstancias en que se produce (Dn 10, 1-4), reacción del vidente (Dn 10, 5-9), autopresentación del mensajero divino (Dn 10, 10-11, 1), revelación de lo que va a suceder (Dn 11, 2-Dn 12, 4), y revelación del tiempo y el modo en que sucederá (Dn 12, 5-13). El acento se pone ahora en la palabra dirigida a Daniel. La visión como tal sólo tiene por objeto presentar a los personajes que le hablan. Si en los caps. 2, 7 y 8 la historia era percibida bajo representaciones simbólicas, ahora se habla directamente de sus protagonistas, los reyes que se van sucediendo.
Dn 10, 1-9. El año tercero del reinado de Ciro (v. 1) correspondería al 536 a.C., cuando ya había sido decretada la orden de la vuelta del destierro, dada el año primero de ese rey (cfr Esd 1, 1; Esd 6, 3; 2Cro 36, 22). La visión se sitúa así después de la cautividad y al comienzo del período persa, que es el tiempo al que se va a referir el mensaje (cfr Dn 11, 2). Por otra parte, en la apreciación del autor del libro, desde el año tercero de Yoyaquim (606 a.C.; cfr Dn 1, 1) al tercero de Ciro irían setenta años, símbolo de que el ministerio de Daniel ha sido completado. Daniel se ha preparado para esta visión con oración y obras de penitencia, durante la Pascua y la semana de los ácimos. Es lo que se quiere indicar al señalar que sucedió el día veinticuatro del primer mes.
Daniel ve un ser celeste (v. 5), un ángel extraordinario, descrito con rasgos que recuerdan a los señalados por el profeta Ezequiel. Éste, en efecto, habla del hombre vestido de lino, para identificar al ángel que tiene el encargo de dirigir el castigo que han de recibir los israelitas según su conducta (cfr Ez 9, 1-7; Ez 10, 2), y emplea expresiones que retomará Daniel para describir los seres que rodean el trono de Dios como antorchas de fuego (cfr Ez 1, 13-14.27). Daniel enlaza así con las profecías de Ezequiel, como en el capítulo anterior lo hacía con las de Jeremías.
Daniel es el único destinatario de la revelación, aunque quienes lo acompañan intuyen de algún modo la presencia de lo divino (v. 7). Así se quiere indicar que no se trata de una representación subjetiva del profeta, sino de un suceso real. Algo similar sucederá en la visión que tuvo San Pablo en el camino de Damasco (cfr Hch 9, 7). Ante la visión Daniel se encuentra sólo y sin fuerzas, pues lo que se le manifiesta es desproporcionado al hombre (vv. 7-8). Siente un temor reverencial ante el ángel, ya que los ángeles superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello (Catecismo de la Iglesia Católica, 330).
Dn 10, 9-Dn 11, 1. Daniel es llamado hombre de las predilecciones (Dn 10, 11.19), como lo fuera ya en Dn 9, 23, indicándose de este modo su vocación y misión proféticas. Puesto que este ángel es portador de la palabra podemos pensar que se trata de Gabriel como en Dn 9, 23. Las palabras del saludo no temas anuncian ya que Dios es favorable, y pertenecen al leguaje propio de los anuncios angélicos (cfr Lc 1, 13.30). La visión que se va a revelar a Daniel ya estaba también preparada desde el momento mismo de la invasión babilónica sobre Jerusalén, tal como lo había dicho el profeta Habacuc: La visión aguarda su tiempo… si se demora, espérala (Ha 2, 3). Si el ángel se ha retrasado veintiún días en venir -el tiempo equivalente a las tres semanas de Dn 10, 2-, ha sido porque el ángel protector de Persia lo ha retenido queriendo impedir que la revelación del fin llegue a Israel. Bajo esta forma de hablar subyace la idea de que cada nación tiene un ángel que la protege. En la antigua mentalidad politeísta sería un dios; para el monoteísmo judío se transforma en ángel. Además de expresar la providencia divina sobre cada pueblo, aquí se deja entrever que lo que sucede en la tierra se desarrolla al mismo tiempo en el ámbito celeste superior, o dicho de otra forma, que es ahí donde se deciden los destinos de las naciones en la tierra. Miguel, por ser el ángel defensor de Israel, es el único que ayuda al ángel revelador, Gabriel, a llevar el anuncio de salvación hasta el pueblo elegido (Dn 10, 21). Miguel, cuyo nombre significa: ¿Quién como Dios?, pertenecía según la tradición de Israel a la jerarquía más alta de los ángeles y había sido el que, junto a Uriel, Ragael y Gabriel, había luchado y encadenado a los ángeles caídos. En Judas 9, donde se recuerda su lucha con el diablo disputándose el cuerpo de Moisés, se le llamará arcángel. Miguel es mencionado también en Ap 12, 7. Miguel significa: “¿Quién como Dios?” (…) Por esto, cuando se trata de alguna misión que requiere un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que sólo Dios puede hacer (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 2, 34, 9). La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, tiene asimismo al arcángel Miguel como su ángel protector.
La acción del ángel de tocar los labios a Daniel (Dn 10, 15-19) es similar a la que experimentan Isaías y Jeremías (cfr Is 6, 7; Jr 1, 9), con la diferencia de que ahora todo va encaminado a que Daniel pueda hablar con el ángel y reciba la revelación, mientras que en los otros profetas se orientaba a que hablasen al pueblo.
La revelación que Daniel va a recibir son los designios divinos sobre la historia; designios inalterables pues están escritos en el libro de la verdad (v. 21). La imagen de un libro en el que Dios tiene consignadas las acciones de los hombres para el juicio aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento (cfr Ex 32, 32-33; Sal 56, 9) y es un tema recurrente también en el Nuevo (cfr Ap 20, 12); pero ahora se trata de algo más, de los designios de Dios de cara al futuro. Es una forma de decir que el futuro ya está predeterminado en Dios.
Dn 10, 19 La Vulgata latina tradujo hombre de las predilecciones (cfr Dn 10, 11) por hombre de deseos (vir desideriorum): Se le llama adecuadamente varón de deseos a él que por la insistencia de la oración y la aflicción del cuerpo y la dureza del ayuno desea saber las cosas venideras y conocer los secretos de Dios (S. Jerónimo, Commentarii in Danielem 10, 19). La traducción es un tanto libre, pero ha originado unos desarrollos notables en la literatura ascética cristiana, muestra de lo cual es el libro Varón de deseos del Venerable Juan de Palafox. También San Josemaría Escrivá hacía uso de esta expresión del texto de Daniel aplicándola al afán apostólico del cristiano: Deja que se consuma tu alma en deseos… Deseos de amor, de olvido, de santidad, de Cielo… No te detengas a pensar si llegarás alguna vez a verlos realizados -como te sugerirá algún sesudo consejero-: avívalos cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los “varones de deseos”. Deseos operativos, que has de poner en práctica en la tarea cotidiana (Surco, 628).
Dn 11, 2-Dn 12, 4. La revelación que se hace a Daniel incluye el pasado (Dn 11, 2-20), el presente (Dn 11, 21-39) y el futuro (Dn 11, 40-Dn 12, 4) en una continuidad ininterrumpida. Todo se expresa en futuro como si fuese profecía de lo que va a acontecer. De esta forma el lector, viendo que la profecía se ha cumplido en lo que respecta al tiempo anterior que él conoce, confía en que se cumplirá también en lo que está por venir. Esta forma de proceder, llamada profecía tras los acontecimientos, pone de relieve la unidad del proyecto divino y que Dios es fiel a sí mismo y actúa según su palabra.
Dn 11, 2-20. Se revela primero (v. 2) la sucesión de los reyes persas -el cuarto podría ser Jerjes el Grande, que marchó contra Grecia el año 480- y luego la llegada de Alejandro Magno y sus sucesores (vv. 3-4). El rey del sur o de Egipto (v. 5) es Tolomeo I Soter, y el príncipe que se hará más grande que él es Seleuco I Nicátor (304-281), que, antes de crear su propio imperio en Siria y Babilonia, había sido aliado y capitán de Tolomeo. La alianza mencionada en en v. 6 se refiere a la que hicieron el rey del norte o de Siria, el seléucida Antíoco II Teos y Tolomeo II Filadelfo el año 252. Una hija de Tolomeo, Berenice, fue desposada por Antíoco, pero la esposa anterior de éste, Laodice, se vengó después envenenándolo a él y eliminando a la nueva esposa y al hijo que había tenido de Antíoco. El retoño del v. 7 es Tolomeo III Evergetes, hermano de Berenice, que subió contra el rey del norte, Seleuco II Calínico (247-226), hijo de Laodice, invadió Siria y se llevó un gran botín vengando la muerte de su hermana (vv. 7-8). Seleuco II contraatacó a Tolomeo entre los años 242 y 240, pero, derrotado, hubo de volver a Antioquía (v. 9). Sus hijos, Seleuco III Cerauno y Antíoco III el Grande, siguieron combatiendo a Egipto (v. 10), pero el rey de Egipto, Tolomeo IV Filopáter, derrotó a Antíoco III en la batalla de Rafia el 217 a.C. (vv. 11-12).
Antíoco III no desistió en su intento de dominar Egipto y, con ayuda de aliados, entre ellos algunos judíos, y aprovechando los desórdenes en Egipto y quizá las revueltas en Palestina, al subir al trono Tolomeo V Epífanes, inició una ofensiva que duró del 204 al 197 (vv. 13-14). En el 204 conquistó Gaza (v. 15) y en el 198 Sidón y Palestina, la tierra hermosa o del esplendor (v. 16). Planeó controlar también Egipto dando a su hija Cleopatra en matrimonio a Tolomeo V, pero no le dio resultado (v. 17). Aún intentó extender su dominio conquistando algunas ciudades griegas de Asia Menor y otras de Egipto, pero los romanos, a las órdenes de Lucio Cornelio Escipión, le derrotaron el año 189 cerca de Magnesia (v. 18). Revueltas en la zona oriental de su imperio (Babilonia y Persia) condujeron a Antíoco III hacia allí, y en el intento de saquear el Templo de Bel en Elimaida encontró la muerte a manos de los sacerdotes de aquel Templo (v. 19; cfr 2M 1, 11-17 donde se habla del templo de Artemisa en Nanea). A Antíoco III le sucedió Seleuco IV Filopáter que fue el que envió a su administrador general, Heliodoro, a saquear el Templo de Jerusalén (cfr 2M 3), siendo poco después, el año 175, asesinado por éste (v. 20).
El autor sagrado expone con detalle la historia de este período porque a partir de ella se comprende lo que va a suceder después: las campañas contra Egipto de Antíoco IV y la imposibilidad humana de alcanzar la paz entre Siria y Egipto.
Dn 11, 21-39. A Seleuco IV le sucedió Antíoco IV Epífanes, el despreciable del v. 21, usurpando el trono a Demetrio, hijo de Seleuco. Antíoco se fue imponiendo por la fuerza y por intrigas; incluso propició la muerte de Onías III, al que parece aludirse en el príncipe de una alianza del v. 22. Pronto se enfrentó también con el rey de Egipto, Tolomeo VI. En los años 170-169 organizó una campaña contra Egipto en la que hizo prisionero a Tolomeo, al parecer aprovechando la traición de sus ministros (vv. 25-26). Aunque trató a Tolomeo con fingida benevolencia por ser hijo de su hermana Cleopatra, en realidad se apoderó de los tesoros de aquel país, y no buscaba la paz que sólo había de venir en el tiempo previsto por Dios, el final (v. 27). Fue a la vuelta de esa primera campaña cuando asoló Jerusalén y saqueó el Templo (cfr 2M 5, 1-21), quizá con la excusa de poner orden en las peleas entre Jasón y Menelao por el sumo sacerdocio. Después se dirigió a Antioquía (v. 28). En el 168 emprendió su segunda campaña contra Egipto, pero tras algunos triunfos hubo de retirarse por la intervención de los romanos, llamados en el texto Quitim (v. 30; ver nota a Is 23, 1-18). Enfurecido, a su vuelta entró de nuevo en Jerusalén, saqueó lo que quedaba en el Templo, suprimió el sacrificio diario y erigió un altar dedicado a Zeus (vv. 30-31). Algunos judíos se pusieron de su parte atraídos por el esplendor del helenismo y por los sobornos del rey (v. 32); otros se mantuvieron fieles a su religión y animaron a otros a hacerlo incluso sufriendo la muerte y la persecución (v. 33); otros reaccionaron con la lucha de guerrillas, como los Macabeos (v. 34). El martirio soportado por la fidelidad a la Ley tiene un sentido: servir de purificación ante el momento final que ya está fijado (v. 35). En la perspectiva del libro el motivo de esperanza y de fortaleza es la llegada de ese momento, más que la lucha armada.
La impiedad de Antíoco IV llegó a su colmo al proponerse él mismo como dios -de ahí su sobrenombre de Epífanes, que hace relación a la epifanía o manifestación de un dios- y acuñando moneda en la que él aparecía con los rasgos de Zeus. Tal impiedad es para el autor sagrado el signo de que el final está cerca, pues colma la cólera divina (v. 36). Además Antíoco abandonó el culto a Apolo honrado por sus antecesores e introdujo el de Júpiter Capitolino o dios de las fortalezas. No respetó ni al verdadero Dios, ni a los dioses tradicionales de su pueblo (vv. 37-39).
Dn 11, 40-Dn 12, 4. Las palabras de la revelación hecha hasta ahora a Daniel se ajustan a los acontecimientos históricos; en este momento pasa a describir el tiempo final que se producirá en la historia tras la caída del perseguidor (Dn 11, 40-45), con la exaltación del pueblo y la salvación de los que hayan sido fieles (Dn 12, 1-4). Es el momento que constituye propiamente el objeto de la profecía pues pertenece al tiempo posterior a aquél en el que vive el autor sagrado. Para comprender su mensaje hay que tener en cuenta no tanto los detalles de cómo van a suceder las cosas, sino lo que realmente va a suceder. El cómo viene expresado proyectando al tiempo del fin lo que ha sucedido antes y viene sucediendo en el presente.
Dn 11, 40-45. El tiempo del fin seguirá a la desaparición del poder del mal, representado aquí en Antíoco IV. La muerte de éste se describe, en continuación con lo que ha sucedido antes, unida a otra campaña contra Egipto en la que alcanzará gran gloria (vv. 40-42), pero de la que, una vez más, tendrá que desistir por las noticias que le llegan de su propio país, y en su vuelta entrará de nuevo a la tierra de Israel donde le llegará el fin (vv. 44-45). Sucederá algo similar a lo que había sucedido otras veces, pero esta vez tendrá un desenlace definitivo. En la bajada a Egipto Antíoco IV asolará de nuevo Judea, mientras que dejará intactos los territorios vecinos, quizá porque éstos son sus aliados, enemigos tradicionales de los judíos (v. 41). Cuando esté en Egipto le seguirán libios y cusitas, es decir, los pueblos del este y del sur de Egipto (v. 43). A la vuelta hará ostentación de su poder desafiante plantando sus tiendas frente al Templo. Allí le llegará el fin (v. 45). Para nuestra valoración de la profecía no importa mucho que en realidad Antíoco IV muriese de otra forma -en Persia tras una horrible enfermedad (cfr 1M 6, 1-16; 2M 9, 1-29)-, pues lo que se anuncia es en definitiva la relación entre el fin del perseguidor y la salvación otorgada por Dios a su pueblo. El escenario de la muerte de Antíoco tiene aquí un sentido simbólico: le sobreviene en la tierra de Israel desde donde Dios va a implantar el reino eterno que se avecina; le sobreviene por tanto vencido por Dios cuando aquél quiere ocupar el terreno de Dios.
Dn 12, 1-4. La profecía concluye anunciando la salvación del pueblo de Dios por mediación de Miguel, el ángel protector de Israel. La imagen de los inscritos en el libro expresa quiénes son verdaderamente el pueblo de Dios: aquellos que Él considera tales debido a su fidelidad. No se habla ahora de un reino eterno en la tierra como en Dn 2, 44 y Dn 7, 14, pero se supone, ya que los que han muerto resucitarán, o bien para participar de él o bien para sufrir el castigo merecido. La nueva situación de unos y otros tendrá carácter definitivo, para la eternidad. La mayor gloria será para quienes hayan conocido y enseñado la Ley, para los maestros, y no tanto para los mártires. El libro de Daniel va más allá que los profetas Isaías y Ezequiel que hablaban simbólicamente del resurgir del pueblo en términos de una resurrección (cfr Is 26, 19; Ez 37). En Daniel, como en 2M 7, 14.29, la resurrección se entiende en sentido real: La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquel que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección (Catecismo de la Iglesia Católica, 992).
Por otro lado Daniel proclama la resurrección no sólo de los mártires, como sucede en 2Macabeos, sino de todos, pues tal es el sentido del término muchos. También la Iglesia a la luz de las palabras de Jesús cree que resucitarán todos los hombres que han muerto: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 29; cfr Dn 12, 2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 998).
Una vez más la revelación ha de guardarse en secreto (v. 4; cfr Dn 8, 26), lo que equivale a decir que sólo es accesible para aquellos a quienes Dios les concede conocerla. Pertenece a la fe.
Dn 12, 5-13. Comunicado lo que va a suceder, la atención se centra ahora en el cuándo. Quien lo revela (vv. 5-6) es el mismo ángel extraordinario que apareció al comienzo de la visión (cfr Dn 10, 5-6) y en el mismo escenario (cfr Dn 10, 4). Si no lo comunica directamente a Daniel, como lo anterior, sino a otro ángel, es porque se trata de un misterio que sólo se conoce en el cielo. Con la expresión un tiempo y tiempos y medio tiempo (v. 7), se está indicando que el tiempo que queda es limitado (cfr Dn 7, 25). Y aunque Daniel quiera conocer con precisión qué será lo último en suceder antes del fin, sólo obtiene como respuesta clara la invitación a la fidelidad en medio de la persecución (vv. 9-10). Todavía se le comunican dos períodos de tiempo. El primero de 1290 días a partir de la profanación del Templo (v. 11) supera en un mes los tres tiempos (años) y medio (1260 días), y quizá está indicando que, aunque sea un tiempo limitado, será más largo que lo que él se imagina. El segundo, de 1335 días, enmarcado en la bienaventuranza de los que sepan esperar, supone mes y medio más que el anterior y vendría a expresar la necesidad de perseverancia en la espera, aunque el fin tarde en llegar. Es posible que estos períodos respondan a adiciones posteriores al libro tras la muerte de Antíoco IV sin que hubiera llegado el fin. En cualquier caso los que mueren fieles, como Daniel, lo hacen esperando la resurrección final. San Ireneo señala que estas palabras fueron dichas a Daniel para que no se pensase que la promesa anterior (cfr Dn 7, 27) se refería a este tiempo, sino a la eternidad (Adversus haereses 5, 34, 2).
Dn 13, 1-Dn 14, 42. Estos capítulos, sólo conservados en griego como ya dijimos, sirven de colofón al libro de Daniel en la forma en que lo ha recibido la Iglesia. La unidad con el resto de la obra les viene dada por tener el mismo protagonista, Daniel, aunque ahora no aparece como intérprete de sueños o profeta visionario, sino como juez suscitado por Dios para salvar al inocente (cap. 13) y como sabio que pone en ridículo la idolatría de los paganos (cap. 14). En conjunto, y como final del libro, estos dos capítulos vienen a mostrar que la historia continúa y que en ella Dios hace justicia y desenmascara a los ídolos.
Dn 13, 1-64. La caracterización de los personajes y la descripción de las escenas han hecho de este episodio, junto con el de Daniel en el foso de los leones, el más popular del libro. Refleja un ambiente intrajudío y constituye una unidad narrativa en sí mismo, con toda probabilidad independiente en su origen de las otras historias. La versión de Teodoción sitúa el relato al comienzo del libro, como una presentación de Daniel, cuyo nombre significa precisamente Dios es mi juez. Por otro lado las diferencias entre el texto de los Setenta y el de Teodoción son notables: en éste se acentúa la inocencia de Susana y su salvación por la misericordia de Dios que escucha su oración; en aquél la perversidad de los ancianos jueces de Israel. Si a lo largo del libro se ha puesto de relieve que Dios conoce los secretos sobre el fin, ahora se resalta que conoce los secretos del corazón de cada hombre y juzga en consecuencia.
El episodio de Susana fue interpretado alegóricamente por algunos Padres de la Iglesia, como San Hipólito, que escribe: Susana hubo de sufrir de parte de los ancianos lo que todavía hoy se ha de sufrir de parte de los príncipes de Babilonia. Susana era la figura de la Iglesia, su marido Joaquín, la de Cristo. El jardín que estaba junto a su casa figuraba la sociedad de los santos, plantados como árboles fecundos en medio de la Iglesia. Babilonia es el mundo. Los dos ancianos representan en figura los dos pueblos que conspiran contra la Iglesia, el de la circuncisión y el de los gentiles. Las palabras fueron elegidos jefes del pueblo y jueces significan que ellos dan juicios injustos contra los justos (Commentarium in Danielem 1, 15).
Dn 13, 1-14. Se describe la situación en la que se va a plantear el drama: la vida de una familia judía bien acomodada y temerosa de Dios en el destierro. En Susana puede verse una representación de Israel. Por otra parte está la iniquidad de los que hacen de guías del pueblo. En esos dos ancianos puede haber una referencia a dos falsos profetas que cometían adulterio y que son denunciados en Jr 29, 21-23. Se destaca que es la lujuria lo que les hace perder la cabeza. Una obra atribuida a San Juan Crisóstomo donde se comenta este pasaje señala: Si ningún sentido se deteriora y corrompe, el alma se mantiene limpia y sin mancha. Pero si ocurre que se deja que la vista permanezca sin control y vague mirando alrededor (…), la ola furiosa del deseo entra por los ojos hasta lo más profundo del corazón, y enseguida, arrastrada por el huracán de las pasiones, se hunde en el pecado después de haber naufragado en la templanza (De Susanna, col. 591).
Dn 13, 15-44. La tensión del relato llega a su punto culminante con la condena de Susana. Puesta en el dilema de salvar la vida pecando delante del Señor, o morir siendo inocente y fiel a su marido, opta por lo segundo. Susana es modelo para el pueblo en las pruebas que éste ha de soportar. Ella no puede demostrar su inocencia ante los hombres, pero sí ponerla delante de Dios que conoce los secretos, y esperar (v. 42). ¡Cuántas veces la insidia de los envidiosos o de los intrigantes coloca, a muchas criaturas limpias, en la misma situación! Se les ofrece esta alternativa: ofender al Señor o ver denigrada su honra. La única solución noble y digna es, al mismo tiempo, extremadamente dolorosa, y han de resolver: prefiero caer inculpable en vuestras manos a pecar contra el Señor (Dn 13, 23) (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 68).
Dn 13, 45-64. Ante Dios no hay nada oculto -Él es todo ojo y nada de lo que se hace en el mundo se le esconde (S. Hipólito, Commentarium in Danielem 1, 33)- y Él juzga según la verdad, en este caso suscitando el espíritu de profecía -llamado aquí espíritu santo- en Daniel que, por su juventud, aparece contrapuesto a los ancianos. Daniel recrimina al pueblo por su aquiescencia irreflexiva y hace que se reabra el proceso, que se busque honradamente la verdad, sin dejarse llevar por la apariencia de autoridad de los jueces. El recurso empleado por Daniel para descubrir la verdad tiene carácter popular. Susana es reconocida por todos como la virtuosa y la esposa fiel a su marido. Así se convierte en símbolo de la fidelidad de Israel a su Dios. Si a lo largo del libro Daniel era estimado por los reyes extranjeros, ahora se señala que también lo es por su propio pueblo. Un motivo más para aceptar las revelaciones que se han dado por medio de él.
Dn 14, 1-42. Se unen dos relatos de carácter burlesco y popular, el del ídolo Bel (Dn 14, 1-22) y el del dragón tenido por dios vivo (Dn 14, 23-27), seguidos de otro similar al del cap. 6: Daniel arrojado al foso de los leones (Dn 14, 28-42). El conjunto viene a mostrar la ridiculez de la idolatría y, en contraste, la salvación otorgada por el Dios verdadero, el Dios de Israel. La Escritura recuerda constantemente este rechazo de los “ídolos, oro y plata, obra de las manos de los hombres”, que “tienen boca y no hablan, ojos y no ven…” Estos ídolos vanos hacen vano al que les da culto: “Como ellos serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza” (Sal 115, 4-5.8; cfr Is 44, 9-20; Jr 10, 1-16; Dn 14, 1-30; Ba 6; Sb 13, 1-Sb 15, 19). Dios, por el contrario, es el “Dios vivo” (Jos 3, 10; Sal 42, 3, etc.), que da vida e interviene en la historia (Catecismo de la Iglesia Católica, 2112).
Dn 14, 1-22. Los Setenta titulan este episodio: De la profecía de Habacuc, hijo de Josué, de la tribu de Leví, quizá para señalar así la unidad de todo el capítulo (cfr Dn 14, 33). En la traducción hemos seguido el texto de Teodoción. El narrador encuadra el pasaje en la corte del rey Ciro el Persa, que, en efecto, se anexionó Media después de derrotar a Astiages en Pasagarda el año 550 a.C. Lo que en realidad quiere mostrar es la relevancia de Daniel en la corte real, reinando un rey u otro. La fuerza del relato está en el monoteísmo de Daniel y en su astucia para descubrir el engaño de los sacerdotes a los que el ídolo reportaba pingües comidas: No quiere vencer con razonamientos sino con hechos (S. Juan Crisóstomo, Interpretatio in Danielem prophetam 14). Ahora no hay intervención divina alguna; sólo la sabiduría humana para descubrir dónde no está el verdadero Dios. Pero se puede entender, como hace San Cipriano, que Daniel habla movido por el Espíritu de Dios y por eso lo hizo con fe y libertad plenas (Epistolae 58, 5).
Dn 14, 23-27. En contraste con el ídolo Bel, fabricado por manos humanas, el dragón sí que come y bebe, signo para el rey de que es un dios vivo. La credulidad del rey queda ridiculizada por la forma en la que Daniel hace morir al dragón, sin espada ni estaca. No consta que en Babilonia existiese tal culto, aunque sí se servían de figuras de animales para representar a la divinidad. Tal puede ser el trasfondo de la historieta que destaca de nuevo la sagacidad de Daniel.
Dn 14, 28-42. No deja de ser irónico que los babilonios en vez de reconocer el engaño a que estaban sometidos, reaccionen contra Daniel que se lo ha desvelado. Su actitud muestra la irracionalidad de la idolatría y el influjo que ejerce llegando incluso a forzar al rey a actuar contra su voluntad. El foso de los leones es un duplicado del capítulo 6, si bien aquí se dramatiza más aún si cabe con la descripción del alimento y del ayuno de las fieras, y se muestra el modo imprevisible en que Dios salva. Del profeta Habacuc mencionado aquí no se sabe más que lo que cuenta esta historia. Sólo el nombre coincide con el profeta del libro de Habacuc. Quizás es introducido en la historia de Daniel para señalar la dignidad profética de éste, aunque en realidad el episodio parece inspirado en Ez 8, 3. Muestra cómo Dios se sirve de unos hombres para realizar sus designios de salvación respecto a otros, incluso de manera tan extraordinaria como la que cuenta la historia.
Os 1, 1 En este encabezamiento, redactado seguramente cuando el reino de Israel había ya desaparecido, se enumeran en primer lugar los reyes de Judá -incluyendo los años de corregencia, su cronología sería: Uzías (Azazías) (años 785-733), Jotam (759-743), Ajaz (743-727) y Ezequías (727-698)- y, después, un rey de Israel: Jeroboam II (788-747). La mención de cuatro reyes de Judá y uno solo de Israel sorprende porque por lo que sabemos parece que Oseas desempeñó su misión en el reino de Israel, y porque, situados en este reino, el libro alude también a episodios posteriores al reinado de Jeroboam II. Probablemente, el redactor, que dirige el libro a los habitantes de Judá, quiere de esa manera vincular a sus oyentes con la enseñanza del profeta; enseñanza que, por lo demás, tiene muchas semejanzas con la de Isaías, que sí es contemporáneo de los reyes de Judá que se mencionan.
Os 1, 2-Os 3, 5. Los tres capítulos que forman la primera parte del libro relatan con aplicaciones simbólicas la experiencia matrimonial de Oseas. Como en otros profetas -Isaías y el nombre de sus hijos (Is 8, 1-8), Jeremías y su celibato (Jr 16, 1-9), Ezequiel y su viudez (Ez 24, 15-24)-, el trance se convierte en símbolo: lo mismo que Oseas ama a la mujer infiel, Dios ama a su pueblo; de la misma manera que la fidelidad de Oseas alcanzará el retorno de la esposa, la fidelidad del Señor con Israel conquistará la vuelta de su pueblo hacia Él, el único Dios.
Pero de las vicisitudes narradas, el lector, guiado por las palabras del profeta, extrae otras enseñanzas. Descubre, en primer lugar, que Dios es fiel y misericordioso, no se cansa de amar ni de perdonar al pueblo pecador; pero descubre también que la Alianza de Dios con su pueblo no es un vínculo meramente jurídico, o de vasallaje como entre el señor y su siervo, sino un compromiso insertado en lo íntimo de Dios. Para expresar esa noción el autor recurre, entre otras cosas, al uso del término hesed: Cuando en el Antiguo Testamento el vocablo hesed es referido al Señor, esto tiene lugar siempre en relación con la Alianza que Dios ha hecho con Israel. Esta Alianza fue, por parte de Dios, un don y una gracia para Israel. Sin embargo, puesto que en coherencia con la Alianza hecha, Dios se había comprometido a respetarla, hesed cobraba en cierto modo un contenido legal. El compromiso jurídico, por parte de Dios, dejaba de obligar cuando Israel infringía la Alianza y no respetaba sus condiciones. Pero precisamente entonces hesed, dejando de ser obligación jurídica, descubría su aspecto más profundo: se manifestaba lo que era al principio, es decir, como amor que da, amor más fuerte que la traición, gracia más fuerte que el pecado (Juan Pablo II, Dives in misericordia, nota 52).
La lectura de estos capítulos puede desconcertar porque están entremezclados los contenidos biográficos de Oseas con lo que simbolizan -las relaciones entre Dios y su pueblo-, pero también porque resulta difícil descubrir el hilo cronológico que une los episodios: no se cuenta la historia entera de la experiencia matrimonial del profeta, sino sólo algunos episodios relevantes para el mensaje. Para solucionar estas dificultades se han propuesto diversas soluciones; a veces, incluso la de cambiar el orden del texto. Lo más razonable, sin embargo, es seguir el curso del escrito, teniendo presente que prácticamente en la lectura de cada frase deben entrar tres significaciones: a) la biográfica, referida a Oseas y a la mujer, que b) son símbolos del Señor y de Israel, y que c) son camino para descubrir el ser y los sentimientos de Dios hacia su pueblo y hacia los hombres. En estas condiciones, los capítulos pueden estructurarse en tres partes.
Comienza el libro con la narración del matrimonio de Oseas (Os 1, 2-9) y el nombre simbólico de los tres hijos. El sentido del pasaje es claro: Israel, como la mujer que toma Oseas, es infiel y el resultado de esa infidelidad se expresa con el nombre de los tres hijos: Israel es violencia, no es el Pueblo de Dios, no merece su compasión. Pero ésta no es la última palabra, ya que, enseguida (Os 2, 1-3), se anuncia un futuro que es la antítesis del anterior: Israel y Judá son grandes, son el Pueblo de Dios, y son compadecidos.
A continuación, una querella (Os 2, 4) contra la mujer infiel, que huye de su marido como Israel huye de su Señor, inicia dos pasajes discursivos en torno a los mismos motivos. En el primero (Os 2, 4-15) se narra el acecho del Señor a Israel, y en el segundo (Os 2, 16-25) el triunfo del Señor que conseguirá la vuelta a Él de Israel, la mujer descarriada.
Finalmente (Os 3, 1-5), en un relato escrito en primera persona, recoge la reconciliación del profeta con la mujer. Es el complemento biográfico del relato inicial (Os 1, 2-9), pero, más allá de su significación propia, subraya la significación del entero pasaje: la iniciativa siempre es de Dios, que con su fidelidad conquistará la conversión de Israel, como la fidelidad de Oseas conquistará la de la mujer infiel.
La continua implicación de los motivos matrimoniales con el de la Alianza hace de estos pasajes una enseñanza sobre la raíz más íntima del matrimonio cristiano: Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel, los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (Catecismo de la Iglesia Católica, 1611).
Os 1, 2-9. Este episodio de carácter simbólico marca el mensaje del libro. Dos motivos recurren en los comentarios a propósito del texto: el matrimonio del profeta y el nombre simbólico de los hijos.
El matrimonio del profeta ha sido interpretado por muchos como figurado, pues resulta difícil entender el mandato del Señor de tomar como esposa a una mujer de prostitución (v. 2). Se aplicaría al texto el principio general de San Agustín: Hay que ver como figurado en un discurso divino lo que no puede referirse en sentido propio ni a la honestidad de las costumbres ni a la verdad de la fe (De doctrina christiana, 3, 33). Es la orientación que toman algunos autores en la Edad Media, como Ruperto de Deutz, que interpreta el matrimonio de Oseas como una alegoría (cfr su Commentarii in prophetas minores), y la que siguen, en general, los autores judíos medievales al considerarlo una visión: así Ibn Ezra (Comentario a Oseas), y Maimónides (Guía de perplejos 2, 32-46).
Sin embargo, ni Oseas ni Gómer (v. 3) son nombres simbólicos, por lo que otros intérpretes piensan que se trata de un matrimonio real. Oseas tomaría como esposa a una mujer que ejerció la prostitución sagrada en los templos cananeos dedicados a la fecundidad. De esta manera se señalaría fácilmente el pecado de Israel, que faltando a su compromiso de Alianza con el Señor, se prostituyó adorando a otros dioses. En esta interpretación, los esfuerzos se dirigen a justificar la moralidad de las acciones de Oseas o del mandato de Dios. Así en Santo Tomás (cfr S.Th. I-II, q. 10, a. 8) y también en San Jerónimo quien, sin discutir directamente la cuestión de la realidad histórica del matrimonio de Oseas, exculpa simplemente al profeta: No hay que culpar al profeta mientras seguimos la narración, pues la meretriz se convierte a la honestidad; sino más bien hay que alabarlo porque ha convertido a una mala en buena; pues quien permanece bueno no se mancha si se asocia a uno malo, sino que quien es malo se convierte en bueno si sigue sus buenos ejemplos. De lo cual entendemos que el profeta no perdió su pureza por la unión con la fornicaria, sino que la fornicaria asumió la pureza que antes no tenía. Sobre todo porque el bienaventurado Oseas no obró por causa de lujuria, ni de deleite, ni por propia voluntad, sino que se aprestó a cumplir el mandato de Dios, de modo que lo que leemos como un comportamiento carnal probaremos que lo hizo espiritualmente de parte de Dios (S. Jerónimo, Commentarii in Osee 1, 3-4).
Una tercera interpretación -capaz de explicar el mandato de Dios, el matrimonio real de Oseas, y también la psicología del profeta- ha prevalecido últimamente. El matrimonio del profeta es real, pero la mujer no es una prostituta en el momento de casarse. El libro la denomina mujer de prostitución anticipando la infidelidad posterior de Gómer. Esta explicación es coherente con la imagen aplicada a Israel, al que eligió Dios antes de que pecase, y al que podía denominar rebelde a la vista de la apostasía posterior.
Sea cual sea la manera en que se interprete el matrimonio, el sentido es siempre claro: Israel ha sido infiel a la Alianza esponsal con su Dios, de la misma manera que Gómer lo ha sido con Oseas. Pero la infidelidad afecta también a los hijos; los hijos son denominados hijos de prostitución, porque mucho se ha prostituido el país apartándose del Señor (v. 2). Como dice el profeta más tarde, los que siembran vientos cosecharán tempestades (Os 8, 7): el abandono de su Dios por parte de Israel, hace que éste no pueda recuperarse, ni ahora ni después. De ahí también el simbolismo del nombre que se impone a los tres hijos (vv. 4-9), y que significan tres amenazas del Señor a su pueblo. El primer hijo, Yizreel (v. 4), hace recordar los asesinatos en el valle de Yizreel (2R 9, 14-26.30-37), perpetrados por Jehú, fundador de la dinastía del reino del Norte a la que pertenecía Jeroboam II, rey de Israel en este momento, y cuya estirpe acabó poco después, con el asesinato del rey Zacarías (2R 15, 8-12); además con la expresión quebraré el arco de Israel (v. 5) indica el fin del poderío militar (cfr Gn 49, 24; 2S 1, 18). Por tanto, con este nombre el Señor indica que abandona al país a su propia suerte, y que su final será el desastre. El nombre de la hija, No-Compadecida (v. 6), simboliza que el Señor no volverá a tener piedad del reino del Norte. Judá, por contraste, será compadecido por Dios (v. 7). El tercer hijo, No–mi–pueblo, simboliza, a su vez, la ruptura de la Alianza con el pueblo del Norte, Israel, al que el Señor tratará como si no fuera su pueblo (v. 9).
Os 2, 1-3. El oráculo anterior concluía con palabras de condena y éste promete una restauración. En la lógica de estos tres capítulos expuesta en el poema central (Os 2, 4-25) -según la cual Dios contesta a la infidelidad de Israel con fidelidad y misericordia consiguiendo así la reconciliación- estos versículos serían la continuación de Os 3, 1-5. El vaticinio anuncia una restauración gloriosa con la reunificación del pueblo en la tierra prometida (v. 2). Los nombres que se dan a los israelitas hijos de la reconciliación (v. 3) son los antónimos de los nombres de maldición (Os 1, 4.6.9). Ese horizonte de salvación es el que los escritores del Nuevo Testamento vieron cumplido en la obra de Jesucristo al formar el nuevo pueblo que es la Iglesia. Por eso, San Pedro mueve a los cristianos, provenientes del paganismo, a alabar a Dios porque los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia (1P 2, 10; cfr Rm 9, 24-26).
Os 2, 4-25. En este largo poema se contiene la clave de todo el libro de Oseas. Por una parte, porque explica el sentido simbólico del matrimonio del profeta contenido en estos tres primeros capítulos; por otra parte, porque resume, en los contenidos y en la forma, las secciones posteriores de oráculos. El poema comienza con una querella de Oseas contra su mujer, y por tanto del Señor contra su pueblo (v. 4), y concluye con un horizonte de restauración y bendición (vv. 16-25); la segunda y la tercera sección de oráculos también se inician con una querella del Señor contra su pueblo (Os 4, 1; Os 12, 3) y acaban con promesas de salvación. El mensaje de estos versículos es muy claro en el texto mismo. Israel, como la mujer del profeta, se prostituye adorando a otros dioses. El Señor la acecha y la castiga para que vuelva a Él (vv. 4-15). Pero es tan grande el amor que el Señor tiene por su pueblo que, a pesar de la infidelidad, se decide a conquistarlo de nuevo, a seducirlo, inaugurando así una época definitiva de esplendor en sus relaciones (vv. 16-25). La enseñanza sobre Dios de este pasaje es muy rica: la iniciativa es siempre del Señor que no permanece indiferente ante la infidelidad de los suyos; si los vigila y los castiga es para que vuelvan hacia Él. Además, el Señor siempre tiene un último recurso: es capaz de reanudar las relaciones con sus fieles y de renovar con ello la creación entera. Las imágenes usadas para describir esta restauración (vv. 16-25) tienen una densidad y una fuerza extraordinarias: su meditación será siempre un lugar para el verdadero conocimiento de Dios.
La primera parte del poema (vv. 4-15) comienza con unas palabras de querella contra la mujer infiel que ha abandonado al marido prostituyéndose. Sin embargo, el lector descubre enseguida que las palabras deben entenderse también como referidas a Israel y al Señor (vv. 1-9). Desde el v. 10, la perspectiva es ligeramente distinta, pues el motivo de fondo son las relaciones de Dios e Israel, aunque el lector tenga presentes las de Oseas con su mujer. De esta manera el autor sagrado consigue que se comprenda todo, las imágenes y las descripciones, en sentido simbólico, como referidas al Señor y a su pueblo. El ejemplo más claro de este proceder se percibe en las primeras palabras (vv. 4-5) que condensan el pasaje. Se declara que el matrimonio está roto: Ella no es mi mujer, ni yo soy su marido (v. 4), y se exponen el motivo -prostituciones y adulterios (v. 4) indican los adornos, tatuajes, amuletos, etc., con que solían distinguirse las prostitutas y las mujeres livianas (cfr Gn 38, 15; Pr 7, 10)- y el modo: despojar de vestidos a la esposa adúltera (v. 5) era un acto jurídico conocido en el antiguo Oriente (cfr Is 47, 2-3; Jr 13, 22; Ez 16, 37-39; etc.). Pero enseguida se pasa al plano de Dios e Israel: los israelitas acuden a los dioses cananeos de fecundidad, pero sólo hay un Dios creador de cielo y tierra que da la lluvia y la fecundidad. Ese Dios es el Señor que puede convertir a Israel en un desierto de tierra yerma (v. 5). Desde esta perspectiva se descubre que los delitos que condena aquí el profeta son de orden religioso. Reprueba las fiestas que se dedican a los dioses cananeos (vv. 13.15), y condena también el recurso a ellos: los israelitas piensan que el pan, el agua y los frutos de la tierra (vv. 7.11.14) son concesión de los baales, cuando en realidad son don del único Dios y Señor (v. 10).
La segunda parte del poema (vv. 16-25) habla decididamente de Dios y de su pueblo. Proclama para un tiempo futuro de salvación una combinación de la fidelidad inicial con una restauración ideal e inaudita. Se inicia (vv. 16-17) con la evocación nostálgica de la vida retirada en el desierto, durante el éxodo de Egipto, como época dorada en la que el Señor era el único Dios para su pueblo (v. 16: cfr también Os 11, 1-4; Am 5, 25). Por eso se evoca el valle de Acor (v. 17) que, desde cerca de Jericó, abre el acceso a la tierra de promisión. Allí ocurrió un suceso de infidelidad, castigado por Dios (cfr Jos 7, 24-26); por eso se le llamó valle de Acor, es decir, de la Desventura o desgracia; pero como es la entrada obligada a la tierra prometida, el Señor ha conseguido que ahora se le llame puerta de esperanza.
Después (vv. 18-25), el poema presenta la Nueva Alianza que se realizará aquel día (vv. 18.20.23). Se distinguen claramente dos tipos de contenidos: en segunda persona (vv. 18.21-22) se narra la Alianza esponsal, y en tercera persona (vv. 19-20.23-25), las consecuencias que tendrá la Alianza esponsal en toda la tierra. Condición primera de la Alianza esponsal es que Israel llamará a su Dios Marido mío y no Baal mío (v. 18). Baal, como palabra, puede significar dios y puede significar también señor o marido. Al querer ser denominado Marido mío, el Señor reclama una absoluta exclusividad y rechaza cualquier sincretismo religioso: el Dios de Israel no es un dios más, como los baales, es el único y exclusivo Dios. Esta exclusividad en el amor matrimonial, que se traslada a la Alianza, se especifica en los vv. 21-22: será perpetua, será en justicia y derecho, es decir, manteniendo Dios la ayuda singular a Israel (cfr Mi 6, 5; Jr 23, 6), y será en amor y misericordia; literalmente, el texto dice en hesed y rahamim, cubriendo así todos los matices del amor fiel (cfr nota a Is 49, 15).
En tercera persona (vv. 19-20.23-25), se expresan las consecuencias que tendrá esa Alianza renovada en la creación entera, que goza de la paz del Edén (v. 20), y en especial en la tierra de Israel (vv. 23-25). Quizás lo más significativo sea el uso del verbo responder: cuando Israel responda al amor de Dios (cfr v. 17), los cielos responderán a la tierra, y la tierra a sus frutos (vv. 23-24). Con eso se quiere decir que no habrá nada estéril, ningún anhelo por satisfacer; prueba de ello es el nuevo cambio de nombres (v. 25): los nombres de juicio se transforman en nombres de salvación.
Os 3, 1-5. El texto vuelve al relato biográfico, aunque esta vez se narra en primera persona. La cuestión que se plantea a los intérpretes en este pasaje es dilucidar si se trata de un matrimonio distinto del relatado en Os 1, 2-9, o es un nuevo relato del mismo matrimonio. Las dificultades estriban en la identidad de la mujer amada (v. 1) y en el pago de la dote (v. 2).
Probablemente la mujer amada de otro y adúltera se refiere a Gómer, la hija de Diblaim, de Os 1, 3 y no a una nueva mujer. La fórmula ama a una mujer (v. 1) no significa de por sí cásate con ella, por lo que no implica necesariamente un nuevo matrimonio. Tampoco el hecho de que aquí se le llame una mujer adúltera (v. 1) y que de Gómer se haya dicho que es una mujer de prostitución (Os 1, 2) hay que concluir que son dos mujeres distintas. En el plano psicológico, la identificación no presenta dificultad: en ambos casos expresa el amor del profeta a la mujer infiel que no merece ese amor. Si es la misma mujer, el pago de una dote (v. 2) resulta extraño. Se han propuesto variadas hipótesis, que no pasan de conjeturas poco convincentes. Lo más acertado sería seguir la imagen del relato: en la sociedad antigua, la esposa adúltera y separada del marido, habría de vivir de lo que le dieran sus amantes, como una prostituta, o volver a la casa paterna. El profeta, para enfatizar aún más su amor por la esposa infiel, llega a pagar una dote para recuperar su derecho sobre ella, en un gesto hiperbólico de generosidad amorosa.
En todo caso es evidente que, en el curso del texto de Oseas, este pasaje relata la reconciliación. La exigencia de la reconciliación es la fidelidad en el futuro, sin ningún tipo de compensación (v. 3). Pero inmediatamente se desvela el símbolo: la reconciliación requerirá, por mucho tiempo, la privación de apoyaturas humanas: ni rey, ni príncipe -como en los orígenes del pueblo elegido, antes de la monarquía-, sin cultos idolátricos, sin ritos adivinatorios (v. 4).
En su conjunto, estos tres capítulos del libro de Oseas constituyen un rico tratado del amor de Dios: De ese modo, heredamos del Antiguo Testamento -casi en una síntesis especial- no solamente la riqueza de las expresiones usadas por aquellos libros para definir la misericordia divina, sino también una específica, obviamente antropomórfica, “psicología” de Dios: la palpitante imagen de su amor, que en contacto con el mal, y en particular con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia (Juan Pablo II, Dives in misericordia, nota 52). Pero de la imagen esponsal de Oseas se deducirá mucho más en el amplio desarrollo que tendrá a través de la Biblia. La primera parte del libro de Isaías apenas la menciona (Is 1, 21), pero Jeremías la utiliza con hondura (Jr 2, 2; Jr 3, 1-13) y Ezequiel dedica dos bellas alegorías al mismo tema (Ez 16 y 23); también la segunda parte de Isaías presenta la restauración como la reconciliación de la esposa infiel (Is 50, 1; Is 54, 6-7). El Cantar de los Cantares recibirá su legitimación teológica precisamente de estas imágenes. El Nuevo Testamento sigue utilizando la imagen esponsal con mayor profundidad: Jesús es el Esposo, en labios de Juan Bautista (Mc 2, 19); el reino de los cielos se compara a unas nupcias (Mt 22, 1-14; Mt 25, 1-13); el matrimonio cristiano es sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 25-33). Pero en este último texto se dibuja ya un cambio significativo. En Oseas Dios ama al pueblo como un esposo apasionado a su mujer, en San Pablo, el esposo ha de amar a su mujer como Cristo ama a su Iglesia.
Os 4, 1-Os 11, 11. La sección se compone de un conjunto de oráculos agrupados por un criterio más temático que cronológico. Lo mismo que el poema central del libro (Os 2, 4-25), y que la última sección (Os 12, 1-Os 14, 9), se inicia con un pleito (Os 4, 1.4) y concluye con un anuncio de restauración final (Os 11, 1-11).
Un primer grupo de oráculos se refiere a la corrupción generalizada en el reino del Norte; van dirigidos contra los sacerdotes y profetas (Os 4, 4-8), el pueblo descarriado (Os 4, 9-19), los magnates y la misma casa real (Os 5, 1-7). Se denuncian pecados morales y religiosos referentes al culto idolátrico y sincretista. El profeta critica los pactos con naciones extranjeras (Os 5, 8-15), que conducen al orgullo y al olvido de Dios. Por eso, hace un llamamiento a volver al Señor con amor (hesed), no con meros ritos externos (Os 6, 1-7). Dios es el que puede remediar las desgracias, pero castiga los delitos pasados y presentes (Os 6, 8-Os 7, 12). Se concluye este apartado con un oráculo puesto en boca de Dios, que reprocha las infidelidades (Os 7, 13-16).
Una nueva agrupación de oráculos conforma los tres siguientes capítulos. Los motivos no son muy distintos de los evocados antes. Se recrimina la conducta política, religiosa y de ostentación de riqueza de reyes y magnates (Os 8, 1-14); se conmina a Israel con el destierro (Os 9, 1-6), por lo que el profeta es perseguido (Os 9, 7-9). Se recuerda el antiguo crimen de Baal-Peor (Os 9, 10-14; cfr Nm 25, 1-5) y la infidelidad más reciente del culto en Guilgal (Os 9, 15-17; cfr Os 4, 15). En Os 10, 1 hay un tímido anticipo de la canción de la viña de Is 5, 1-7, y de la parábola de los viñadores homicidas (cfr Mt 21, 33-44; Mc 12, 1-12; Lc 20, 9-19). Siguen amenazas contra los signos e instrumentos del culto idolátrico (Os 10, 2-10) y un reproche por el orgullo de Israel, que ha confiado en sus propias fuerzas y riquezas (Os 10, 11-15).
El conjunto acaba con un enternecedor oráculo de bendición (Os 11, 1-11) que resume la historia de Israel desde la paternidad de Dios. El profeta, que ha expresado la profundidad del amor del Señor por su pueblo con imágenes esponsales, acude ahora a imágenes paternales.
Os 4, 1-19. Dos llamadas a escuchar (v. 1; cfr Os 5, 1) enmarcan este capítulo como una unidad compuesta de varios elementos literarios y temáticos. En la primera estrofa (vv. 1-3), el Señor les pone pleito a los habitantes del país; en la segunda estrofa (vv. 4-8), el pleito se pone al sacerdote (v. 4) y al profeta (v. 5); finalmente (vv. 9-19) se anuncia el juicio y el castigo del sacerdote y del pueblo por sus pecados en el culto.
Los pecados del pueblo que se denuncian (vv. 1-2) son de orden moral y de dos tipos: faltas contra Dios (v. 1) y faltas contra el prójimo (v. 2); condensadamente, resumen casi las dos tablas del decálogo. Estas faltas se consideran tan graves que llegan a provocar la desolación de lo creado. A los sacerdotes, en cambio, se les reprocha que no enseñen la Ley de Dios al pueblo (v. 6); es más, desean el pecado del pueblo. Ése parece ser el sentido del v. 8: en efecto, según Lv 6, 18-19, el sacerdote, que ofrece a Dios el sacrificio que el pueblo presenta por el pecado, puede comer parte de la víctima; el texto censura que los sacerdotes, en vez de recriminar al pueblo por sus delitos, parece que estén aguardando a que el pueblo peque para tener así asegurado el alimento por la abundancia de las víctimas del sacrificio. El motivo común a los dos pleitos es la falta de conocimiento (vv. 1.6). Esta expresión -como sustantivo y en forma verbal- aparece muchas veces en Oseas y es como un resumen de su exhortación. En el poema del capítulo segundo sobre las relaciones del pueblo con Dios se decía que Israel, como la mujer infiel, se apartaba de su Señor, porque no le conocía (cfr Os 2, 10), y se le anunciaba para la época de restauración: conocerás al Señor (cfr Os 2, 22). El conocimiento de Dios es la percepción de la verdadera identidad del Señor, que lleva a un trato íntimo con Él y a manifestaciones de rectitud moral. Así pasó también al Nuevo Testamento: Nuestra fe tiene como ayuda el temor y la paciencia, y como aliados la longanimidad y el dominio de nosotros mismos. Si estas virtudes permanecen santamente en nosotros, en todo lo que atañe al Señor, tendrán la gozosa compañía de la sabiduría, la inteligencia, la ciencia y el conocimiento. El Señor nos ha dicho claramente, por medio de los profetas, que no tiene necesidad ni de sacrificios ni de holocaustos ni de ofrendas, cuando dice: ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios? (Epistula Barnabae 2).
En la última estrofa (vv. 9-19), se condenan sobre todo pecados referentes al culto. Se habla de delitos sexuales, pero se percibe que están enmarcados en faltas idolátricas, y probablemente también de sincretismo religioso, ya que los santuarios que se mencionan (v. 15) son santuarios del Señor, y las prácticas que se condenan son ritos cananeos. La advertencia a Judá del v. 15, la comentaba así San Jerónimo: La idea del pasaje es la siguiente: Israel, si una vez te has equivocado al arrimarte a las meretrices, de tal manera que cualquiera que hubiera llenado su mano o la del rey, ofreciéndole o entregándole regalos, era nombrado sacerdote de los dioses, al menos tú, Judá, que posees Jerusalén y tienes a los levitas según la ley y practicas los ritos del Templo, no debes seguir los ejemplos de fornicación de la que en otro tiempo fue tu hermana Oholá (cfr Ez 23, 4-5) y dar culto a los ídolos a la vez que a Dios. No entres en Guilgal, ciudad de la que leemos en este mismo profeta: “toda su maldad apareció en Guilgal” (Os 9, 15) y en la que Saúl fue ungido rey y donde el pueblo estableció su primer campamento al salir del desierto y fue purificado con la segunda circuncisión. Desde aquella fecha se multiplicaron en este célebre lugar las desviaciones a cultos opuestos. Y no subas a Bet-Aven, es decir, a la que antaño se llamaba Betel, porque, después que fueron colocados allí los becerros de oro por Jeroboam, hijo de Nabat, ya no se llama Casa de Dios, sino casa del ídolo (S. Jerónimo, Commentarii in Osee 4, 15-16).
Os 5, 1-15. Nuevo oráculo que comienza con la invitación a escuchar (v. 1): verbo frecuente en los escritos proféticos pero que en Oseas sólo se encuentra en Os 4, 1 y aquí. Las circunstancias precisas a las que alude el profeta nos son desconocidas, pero algunos indicios del texto nos permiten un acercamiento razonable.
La denuncia se dirige a los dirigentes del pueblo: los sacerdotes, la casa de Israel y la casa del rey (v. 1). La acusación es de prostitución (vv. 3.4.7), que en el lenguaje de Oseas equivale a idolatría: culto a otros dioses que no son el Señor. El sentir de Dios en las palabras del profeta es muy claro: Yo les conozco y ellos no me conocen (cfr vv. 3-4). El pecado por el que Israel no conoce al Señor, no se convierte a Él, es la arrogancia (v. 5) que se deriva de sus obras (v. 4): Israel confía en sus obras y no en Dios.
La segunda parte del oráculo (vv. 8-15) puede ofrecer más luces sobre este pecado. El oráculo parece que alude a las guerras fratricidas entre Judá e Israel (vv. 10-11), y a la inestabilidad de los monarcas de Israel que acudieron al emperador de Asiria para fortalecerse (v. 13; cfr 2R 15, 19). Pero en las condiciones del momento, tal como denuncia Oseas, el pacto no puede ser sólo político, sino que conlleva elementos religiosos (cfr por ejemplo 2R 16, 1-20). Por tanto, parece que el pecado denunciado no es la falta de fe, como en Isaías (cfr Is 7, 5-9), sino la indolencia, el sincretismo religioso: el Señor es un amante celoso, que no quiere compartir el amor de su pueblo.
El Señor anuncia el fracaso de esos pactos para que Israel le busque verdaderamente, no desde la arrogancia (cfr vv. 5-6), sino desde la necesidad (v. 15), con anhelo. Ésa es la enseñanza del pasaje y la que ha quedado en la tradición, también como motivo ascético: Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios: “Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro”. Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte (…). Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que Tú me enseñes, y no puedo encontrarte si Tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré (S. Anselmo, Proslogion 1).
Os 6, 1-7. La invitación a buscar al Señor con la que concluía el oráculo anterior (Os 5, 15), se sigue con la respuesta de estos primeros versículos (vv. 1-3): parecen las palabras del pueblo, conducido por sus representantes -el profeta o los sacerdotes- que, tras los fracasos (vv. 1-2), hace penitencia y vuelve hacia el Señor (v. 3). Sin embargo, el Señor, por boca del profeta, les dice que ese amor, que debe ser fiel -los vv. 4.6 usan la expresión hesed-, no es tal: es como el rocío y la bruma matinal, que despiertan con la aurora pero son incapaces de aguantar el peso del día y del calor. De ahí también la referencia, un tanto enigmática del v. 7: Adam puede referirse al primer hombre, pero también a una ciudad que estaba en la entrada de la tierra prometida, donde se detuvieron las aguas del Jordán para que el pueblo entrara en ella (Jos 3, 16); en uno y en otro caso el sentido es muy semejante: la transgresión de la Alianza tiene raíces profundas, casi en su inicio; la fidelidad sólo dura lo que el rocío de la mañana.
Frente a ello, el Señor les enseña en qué consiste el culto verdadero que Él quiere: amor fiel y conocimiento de Dios (v. 6). Las primeras palabras de este versículo han tenido mucho eco en la tradición cristiana, porque son expresión certera del culto interior a Dios, y porque aparecen más de una vez en la boca de Nuestro Señor Jesucristo (cfr Mt 9, 13; Mt 12, 7), como fundamento de su enseñanza que lleva a no juzgar para condenar, sino a salvar: Dios quería de los israelitas, por su propio bien, no sacrificios y holocaustos, sino fe, obediencia y justicia. Y así, por boca del profeta Oseas, les manifestaba su voluntad, diciendo: Quiero misericordia y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos. Y el mismo Señor en persona les advertía: Si comprendierais lo que significa: “Quiero misericordia y no sacrificios”, no condenaríais a los que no tienen culpa, con lo cual daba testimonio a favor de los profetas, de que predicaban la verdad, y a ellos les echaba en cara su culpable ignorancia (S. Ireneo, Adversus haereses, 4, 17, 4).
En el v. 2, la frase en dos días nos hará revivir, y al tercero nos levantará es un modo de indicar un breve tiempo. Algunos escritores cristianos desde Tertuliano vieron en esta frase una referencia a la sepultura y resurrección de Cristo; sin embargo, en el Nuevo Testamento nunca se cita a este propósito. No obstante, a la fórmula neotestamentaria resucitó al tercer día según las Escrituras (cfr por ej., 1Co 15, 4 y las palabras de Jesús en la aparición en el Cenáculo de Lc 24, 46) no podría negársele sin más algún fundamento en Os 6, 2 (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 627).
Os 6, 8-Os 7, 16. Dentro de las dificultades que conlleva discernir los diversos oráculos del libro, en esta unidad se pueden distinguir cuatro denuncias: dos oráculos genéricos de condena a los sacerdotes y a los príncipes por apartarse del Señor (Os 6, 8-11; Os 7, 13-16) enmarcan otros dos oráculos en los que se critican las intrigas palaciegas (Os 7, 1-7) y los pactos con naciones extranjeras (Os 7, 8-12). El motivo común a todos los oráculos es el olvido del Señor: ya sea en el culto, en la política o en la oración, Israel no tiene en cuenta a su Dios.
El primer oráculo (Os 6, 8-11) es una reprimenda a los sacerdotes, que son comparados a una banda de ladrones asesinos (Os 6, 9); Galaad es una región, aunque otras veces se identifica con el santuario de Betel. No se dice expresamente el pecado concreto de los sacerdotes, a no ser el genérico de idolatría con el que prostituyen a Israel.
El segundo oráculo (Os 7, 1-7) es un anatema contra los conspiradores y regicidas que tiene presentes las convulsiones de la época en el reino de Israel. En efecto, Menajem mató al rey Salum y se coronó él mismo como rey (años 747-737), a Menajem le sucedió su hijo Pecajías (737-735), pero un capitán de su ejército, Pecaj, lo mató y reinó en su lugar (735-732). Cuando el libro de los Reyes (2R 15, 13-31) narra estos sucesos emite sobre los reyes el mismo juicio que Oseas (Os 7, 7): ninguno de ellos respetó la Ley del Señor. Aquí, el profeta, en su denuncia, se vale de la alegoría de la cocción del pan: el panadero, esto es, el rey, desatiende el horno, es decir, a los magnates conspiradores, consintiendo de esa manera que la masa de pan, probablemente la situación del reino, se recaliente y corrompa.
El tercer oráculo (Os 7, 8-12) es una denuncia profética contra la política de pactos con pueblos extranjeros. Los contenidos son muy semejantes a los de un oráculo anterior (cfr Os 5, 1-15 y nota); el pacto político no se queda en una cosa externa sino que es una invitación al sincretismo y al olvido del Señor. Oseas se vale otra vez de una parábola: la de la torta sin dar la vuelta; la parte de abajo está quemada, mientras la de arriba no se ha cocido; es decir, las alianzas con Asiria y Egipto no sirven de nada, destruyen una parte de Israel y son inútiles a la otra; Israel se ha portado como una paloma ingenua (v. 11), que se ha ido en busca de extraños en vez de volverse a su Señor, que la cazará con la red y la castigará (v. 12). A los oídos de los contemporáneos de Oseas la imagen debía de ser muy expresiva, pues conocían y eran responsables de las circunstancias calamitosas concretas y del abandono de Dios en que habían incurrido. El profeta no es persona distante de los acontecimientos. Sus denuncias están cargadas de dolor. La lectura nos lleva al examen para descubrir si en nuestras vidas, colectiva e individualmente, no estamos cayendo en las mismas ingenuidades de la paloma sin cordura, si no sabemos ver la mano de Dios en los acontecimientos y circunstancias en que vivimos.
El último oráculo (Os 7, 13-16) parece una reflexión generalizadora sobre lo denunciado antes. Las expresiones de Oseas son muy ricas en contrastes: los israelitas se apartaron del Señor (v. 13), y se volvieron al que no sirve de nada (v. 16), se rebelaron contra su Dios (v. 13), pero como un arco que falla (v. 16). Confían en sí mismos y en lo que no es nada, y por eso causan risa más allá de sus fronteras (v. 16). En el fondo, su historia, muchas veces trágica, es la historia de las relaciones de Dios con los hombres, que, tantas veces, tomamos decisiones al margen de Dios y en perjuicio propio.
Os 8, 1-14. La unidad de este pasaje está marcada por dos verbos en imperativo (v. 1; cfr Os 9, 1). Una primera estrofa (vv. 1-7) presenta la orden de Dios a Oseas de hacer de heraldo del mensaje divino -toque del cuerno o trompeta- acerca del peligro que se cierne, como águila que revolotea, sobre la casa del Señor, probablemente el santuario de Betel (v. 1). Ante el peligro, el pueblo invoca (v. 2) ¡Dios mío!, y añade como mérito para ser escuchado que ellos le reconocen como su Dios: Nosotros, Israel, te conocemos.
Pero el Señor, a través del profeta, dice que eso no es verdad: Israel no le conoce porque ha rechazado el bien (v. 3). Dos pecados son los que condena el profeta: en primer lugar, actuar al margen de Dios, nombrando reyes y príncipes sin contar con Él (v. 4); en segundo lugar, fabricar ídolos de oro y plata. Sobre todo se enfatiza la fabricación del becerro de Samaría (vv. 4-5). Las acciones de Israel no son indiferentes. Por eso, con un proverbio -los que siembran vientos cosecharán tempestades- y una máxima de corte sapiencial anuncia el castigo (vv. 6-7).
El castigo anunciado en el v. 7 -ser tragado por extraños- se ve cumplido ahora en el primer versículo (v. 8) de la segunda estrofa (vv. 8-14). Ésta se centra en la denuncia de los pactos con naciones extranjeras (vv. 9-10) y en las consecuencias de idolatría que se derivan de ellos (vv. 11-13). El profeta comienza anunciando que de nada van a servir los pactos que busca Israel con potencias extranjeras, probablemente el tributo pagado al rey de Asiria (vv. 8-10). El sentido de estos tres versículos parece ser: Israel, que de por sí es un onagro, animal solitario y espantadizo, vivía libre; ahora busca pactos que atentan contra su propia naturaleza y no van sino a quitarle la libertad, teniendo que soportar la carga del rey de príncipes, esto es, del rey de Asiria (v. 10). A continuación, denuncia las consecuencias para el culto que tienen estos acuerdos políticos: se multiplican los altares, pero, al estar mezclados con ritos idolátricos cananeos, en vez de expiar los pecados, los multiplican (v. 11). Además, los mismos holocaustos que se hacen al Señor no le son gratos ya que no van unidos al cumplimiento de la Ley del Señor (vv. 12-13). Se renueva así la invitación al sacrificio interior expuesta ya en Os 6, 6: El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del sacrificio espiritual. “Mi sacrificio es un espíritu contrito…” (Sal 51, 19). Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior o sin amor al prójimo (Catecismo de la Iglesia Católica, 2100). Por ello, el profeta ve que Israel necesita una purificación, y de ahí la amenaza de volver a Egipto, es decir, a la situación de esclavos (v. 13).
El último versículo retoma el tema del olvido de Dios. Al construir palacios y fortalezas, Israel muestra que ha olvidado a su Hacedor, que no confía en Él: si Asiria devora parte del territorio (vv. 8-9), ahora el fuego de Dios devorará las fortalezas en que confiaba (v. 14). El olvido del Señor es un tema querido de Oseas: cfr Os 2, 15; Os 4, 6. En cambio, la amenaza de destrucción por fuego que Dios envía es tema repetido en Amós (cfr Am 1, 4.7.10.12; Am 2, 5).
Os 9, 1-17. El capítulo tiene cuatro estrofas en torno al anuncio de la deportación (vv. 1-6), al profeta como centinela de Dios (vv. 7-9) y a la decepción de Dios ante la infidelidad de Israel (vv. 10-14 y vv. 15-17).
Comienza el pasaje con un discurso del profeta relacionado con el capítulo anterior por el tema del retorno de Efraím (Israel) a Egipto (v. 3). La advertencia no te alegres, Israel (v. 1) contempla las fiestas de la recolección, impregnadas de ritos cananeos de la fertilidad, llamados por Oseas con el duro apóstrofe de salario de prostitución. Todo esto hará que Dios arroje a Efraím del país, la tierra del Señor (v. 3). En tierra extranjera no podrán ofrecer a Dios sacrificios en los días de las solemnidades (vv. 4-5), los instrumentos preciosos del culto al Señor, abandonados en la tierra de Israel, quedarán cubiertos por la vegetación salvaje (v. 6). Con lenguaje poético se expresa el grave pecado de idolatría, y el castigo que alcanzará a los israelitas y a los objetos con que se complacen en su culto.
El pasaje del profeta como centinela de Dios (vv. 7-9) es confuso en el texto hebreo; las versiones antiguas no lo consiguieron aclarar, y la traducción se enfrenta a dificultades que no siempre se pueden resolver. De todos modos, la idea central es clara: Oseas, como Amós y Jeremías, sufre la hostilidad de parte del pueblo, que no tolera sus denuncias y le llama necio y loco (cfr v. 7). La figura profética de Oseas es también en este aspecto un presagio de la de Jesucristo y de muchos santos que han de decir verdades que no gustan a quienes viven apartados de Dios. Es una llamada a la responsabilidad del hombre fiel, que ha de decir y hacer la verdad, pese a las contrariedades que le acarree.
Los últimos versículos (vv. 10-17) expresan la decepción del Señor ante su pueblo. Parecen un diálogo en el que hablan Dios (vv. 10.13.15-16) y el profeta (vv. 14.17). La idea de fondo del diálogo es clara: el Israel contemporáneo de Oseas es heredero y solidario del que pecó antes. A este propósito se recuerdan dos lugares: Baal-Peor (v. 10) y Guilgal (v. 15). El primero viene a ser prototipo de las graves infidelidades religiosas de Israel (cfr Nm 25, 1-5; Jr 11, 13); Guilgal es donde Saúl desobedeció al Señor y después se convirtió en ciudad de culto cismático; en este sentido ha sido mencionado ya en Os 4, 15. En ambos casos, el Señor ha sido hondamente decepcionado, por lo que castiga con dureza al pueblo; el profeta tiene los mismos sentimientos de decepción (vv. 14.17). Al final (v. 17), expresa que la suerte de Israel será parecida a la que tenía antes de la entrada en la tierra de promisión: vagar errante entre las naciones (cfr Jr 49, 5).
Os 10, 1-15. La unidad literaria del capítulo viene marcada por las dos imágenes correspondientes a las dos estrofas del oráculo: Israel era una vid frondosa (v. 1), Efraím era una novilla domada (v. 11). La mención de la desaparición del rey (vv. 3.7.15) da homogeneidad a las dos estrofas.
Los vv. 1-2 sirven de tesis al pasaje: cuanto más bienestar material se ha conseguido tanto más se ha corrompido (v. 1, referencia probable al reinado de Jeroboam II), hasta dividirse su corazón (v. 2, referencia al culto sincretista del Señor y del Baal cananeo). Los verbos incrementar (v. 1) y pagar (v. 2) están puestos en claro contraste. Las frases no tenemos rey (v. 3), el rey, como espuma sobre la faz del agua (v. 7), aluden a la inestabilidad de los reyes de Israel y a la ineficacia de la monarquía: desde la muerte de Jeroboam II el 747 hasta el 721, en que Samaría cae en manos de Asiria, se suceden seis reyes, que han sido juguete de ésta o han sido asesinados por el sucesor; bien puede decir el profeta que no tienen rey que gobierne. Las consecuencias de tal anarquía se mencionan en los vv. 4-8: palabrería, juramentos y pactos falsos, juicios injustos; por eso Asiria destruirá los lugares de culto de Israel, el rey desaparecerá, vendrá la desesperación. Los vv. 9-10 probablemente toman como fundamento la guerra fratricida de las tribus contra la de Benjamín para vengar el crimen de Guibeá (cfr Jc 19, 1-Jc 20, 48). Tanto el crimen como la guerra subsiguiente, en la que casi fue extinguida la tribu de Benjamín, debieron de ser para Oseas un suceso paradigmático de infamia y crueldad, que gravitaba en la historia posterior. El v. 8 es citado por Nuestro Señor en el encuentro con las hijas de Jerusalén camino de la cruz, cfr Lc 23, 30, y en Ap 6, 16, en el relato de la apertura del sexto sello. En su conjunto estos versículos enseñan la doble cara que presenta el progreso material: La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, una gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 37).
La segunda estrofa comprende un discurso en forma de parábola (vv. 11-13) y otro de reproches y amenazas (vv. 13-15). El primero evoca los comienzos de Israel, los años del desierto, como época dorada; el segundo exterioriza la decepción de Dios con alusión a hechos históricos recientes: asedio de Bet-Arbel por Salmán, rey moabita (v. 14), y cultos ilegítimos en Betel (v. 15). El motivo de fondo de la condena es el que recorre el libro: el pueblo ha confiado en sus propias fuerzas (cfr v. 13) olvidándose de buscar al Señor (cfr v. 12).
Os 11, 1-11. La segunda parte del libro de Oseas acaba con este oráculo enternecedor que resume una vez más las relaciones de Dios y su pueblo: el Señor es fiel, Israel no lo es, pero el Señor, por fidelidad a Sí mismo (v. 9), proclama de nuevo su bendición para el pueblo. El lector cristiano reconoce enseguida en el v. 1 un texto aplicado a Jesús en el Nuevo Testamento (Mt 2, 15).
La novedad del poema está en que si antes esta fidelidad se proclamaba bajo la imagen del esposo, ahora se hace bajo la imagen del padre: El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os 11, 1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos. Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada (Is 62, 4-5); este amor vencerá incluso las peores infidelidades; llegará hasta el don más precioso: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16) (Catecismo de la Iglesia Católica, 219).
El oráculo está puesto en boca del Señor -excepto el v. 10- para subrayar la implicación de Dios con su pueblo. Desde su origen (v. 1) el Señor amó a Israel como a un hijo, y desde el origen Israel fue un hijo rebelde (v. 2); el Señor le crió (v. 3), multiplicando los vínculos de afecto (v. 4) -literalmente con cintas de hombre, en contraste con las cuerdas para atar animales-, pero Israel es proclive a apartarse de su Señor (v. 7). Entonces, en un arranque de enojo, el Señor decide castigar a su pueblo y convertirlo en esclavo (vv. 5-6). Pero este enfado dura poco, porque, incluso cuando exasperado por la infidelidad de su pueblo el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 4).
Aquí es donde se expresa el alcance de la ternura paternal de Dios. Si en los capítulos iniciales el amor de Dios por Israel era comparado al amor loco y apasionado de un esposo por su mujer infiel, aquí se expresa con el amor imborrable de un padre por un hijo ingrato. El solo pensamiento de abandonar a Israel le rompe al Señor por dentro (cfr v. 8). De esta manera, el profeta nos enseña algo de la psicología de Dios: el amor de Dios por su pueblo, y a la postre por la criatura humana, reúne por superación los amores humanos, el amor paternal y el esponsal, que son sólo reflejos parciales del amor divino: Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las “perfecciones” del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre y las de un padre y esposo (Catecismo de la Iglesia Católica, 370).
El oráculo de salvación se completa en los versículos finales. Dios perdona a Israel, incluso invoca su trascendencia (v. 9) para confirmar el perdón. La riqueza del pasaje la comprendemos mejor si nos damos cuenta de que no se menciona todavía la conversión de Israel: tanto el amor primero como la reconciliación son iniciativa divina. La conversión (vv. 11-12) es resultado del amor previo del Señor.
El Evangelio de San Mateo (Os 2, 15) ve cumplida la profecía de Os 11, 1 en la huida y vuelta de Egipto de Jesús niño: según el evangelista, Jesús asume en su vida la historia de su pueblo, en Él Dios cumple las viejas promesas de renovación del pueblo de Israel.
Os 12, 1-Os 14, 10. La tercera sección del libro se inicia otra vez con un pleito (Os 12, 3) y acaba de nuevo con un oráculo de restauración (Os 14, 5-9). Los pecados que se condenan no son muy distintos de los que se han denunciado en la sección anterior: idolatría, pactos con naciones extranjeras, olvido del Señor en época de prosperidad, etc. Sin embargo, las circunstancias históricas parecen diferentes: mientras en la sección anterior se adivinaban los reinados de Menajem, Pecajías y Pecaj (años 747-732; cfr 2R 15, 13-31), ahora parece que se vislumbra el periodo final del reino del Norte, en la época del rey Oseas (732-724), poco antes de la caída de Samaría. Con todo, lo más significativo de la sección es el recurso a los orígenes del pueblo: Oseas recurre a la memoria histórica, para reprochar a sus conciudadanos que tienen la misma inconsistencia que su padre Jacob, que se valió continuamente de engaños (Os 12, 1-15); y para recordar al pueblo que su origen y su identidad están en la liberación de Egipto por parte del Señor, el único Dios (Os 12, 10; Os 13, 4).
Os 12, 1-15. Es una unidad bien trabada en la que se evocan hechos de la época patriarcal y se proyectan a la situación contemporánea para extraer enseñanza actualizada y viva. El texto es de gran importancia desde el punto de vista de la historia redaccional del Antiguo Testamento, pues siendo la predicación de Oseas muy antigua (mediados del siglo VIII), muestra conocer a fondo la historia de Jacob y de algunas tribus; en este aspecto, el libro de Oseas es relevante para la reconstrucción de la formación del Pentateuco.
Oseas siente profundamente la solidaridad de las antiguas generaciones con las presentes. Así, en los vv. 5-6 se dice que el Señor lo encontró en Betel y allí habló con nosotros el Señor, Dios de los ejércitos, cuyo Nombre es el Señor. El profeta considera que Dios habló en Jacob con todas las generaciones. Algunas versiones modernas, occidentales, corrigen con nosotros por con él, pasando por alto la mentalidad y la teología de la solidaridad que expresa el texto original, pues la profecía actualiza la acción pasada aplicándola al presente del escritor sagrado y trascendiendo de la singularidad del patriarca a la pluralidad del pueblo. Tal solidaridad será característica del Antiguo Testamento y desembocará también en el Nuevo. Un ejemplo, entre muchos, es la Carta a los Hebreos Hb 7, 9-10: Y, por decirlo así, también Leví, que recibe los diezmos, los pagó entonces a través de Abrahán, porque estaba ya en las entrañas de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro.
El argumento de este oráculo es relativamente claro: Israel es mentiroso y busca pactos con extranjeros (vv. 1-2), lo cual no es de extrañar, pues Israel es como su padre, Jacob, suplantador desde el seno materno (v. 4). También Israel, como su padre, lucha contra Dios, y después le pide la bendición (v. 5). En este contexto, el profeta alterna reproches, promesas de reconciliación y amenazas de castigo, con alusiones a hechos pasados y recientes (vv. 7-15), que articulan el desarrollo del discurso: inculpación a Canaán -con un juego de palabras con su significado de traficante (v. 8)-; reproche a Efraím (v. 9); referencia a la unicidad y majestad de Dios por medio de su nombre, el Señor (Yhwh, v. 10); y recuerdo de las iniquidades en la región de Galaad y en Guilgal (v. 12). Finalmente, una nueva evocación de Jacob en su huida al país de Aram (v. 13, cfr Gn 29) se pone en contraste con Moisés (v. 14), aunque sin mencionarlo por su nombre: le llama profeta (v. 14) porque por medio de los profetas el Señor trascendente guió y guía a su pueblo (v. 11). La conclusión de Oseas profeta es evidente: Efraím merece un castigo por sus culpas (v. 15).
Las circunstancias históricas que se vislumbran detrás del oráculo son muy semejantes a las expuestas en los oráculos anteriores: pactos con naciones extranjeras (v. 2), faltas contra los mandamientos (v. 7), apartarse de Dios en situación de prosperidad (v. 9), etc. Resulta extraña la mención de Judá del v. 3. Algunos autores piensan en una adición para actualizar la profecía de Oseas en el reino de Judá, desaparecido ya el de Israel.
Os 13, 1-Os 14, 1. El pasaje forma una unidad con cuatro oráculos de juicio y castigo. El siguiente oráculo (cfr Os 14, 2) comienza con una exhortación a la conversión. Los oráculos son: condena de Efraím por su idolatría (Os 13, 1-3); palabras del Señor que recuerda sus beneficios y castigará a su pueblo por la ingratitud (Os 13, 4-8); destrucción de Israel y desaparición de su monarquía, mediante dos interrogaciones retóricas que enfatizan la inexorabilidad del castigo (Os 13, 9-11); vaticinio de muerte y destrucción de Efraím (Os 13, 12-15) que concluye con una sentencia condenatoria (Os 14, 1).
Los dos primeros oráculos recogen la condena de pecados recurrentes en el Israel que contempla el profeta: la idolatría (Os 13, 2) y el olvido de Dios en la hora de la prosperidad (Os 13, 6). Frente a estas faltas, el Señor, ahora (Os 13, 4-5) como antes (Os 12, 10), proclama su derecho originario a ser el Dios de Israel: Yo soy el Señor, tu Dios, desde la tierra de Egipto. La fórmula empleada en este oráculo recuerda la que iniciaba los mandamientos del Decálogo (cfr Ex 20, 2 y nota; Dt 5, 6). Con ella se proclama un radical monoteísmo de Israel en el que está también en juego su identidad: si pierden a Dios pierden también su derecho a ser pueblo, vuelven al estado de esclavitud anterior al momento en que Dios se fijó en ellos. De ahí la importancia de conocer verdaderamente a Dios (v. 4): En esto consiste la sublimidad del hombre, su gloria y su dignidad, en conocer dónde se halla la verdadera grandeza y adherirse a ella, en buscar la gloria que procede del Señor de la gloria (S. Basilio, De humilitate 3).
Esta radicalidad del pecado de Israel -han faltado a su origen- explica también que la condena, que se expone en los dos oráculos siguientes, sea irremisible: Israel va a ser destruido (Os 13, 9), no tendrá rey (Os 13, 13), ni fruto del que gozarse (Os 13, 15); es más, su caída será sangrienta (Os 14, 1). Es posible que detrás de estos oráculos el profeta vislumbrase la inminente caída del rey Oseas (Os 13, 9-11) -en un juego de palabras irónico, pues Oseas significa Dios salva- y del reino de Israel, cuya capital es Samaría (Os 14, 1) en el año 721 (cfr 2R 17, 1-6). La segunda parte de Os 13, 14, con algunos cambios y con un sentido distinto al de este texto, es evocada por San Pablo (1Co 15, 54) para apoyar el triunfo de Jesucristo sobre la muerte.
Os 14, 2-9. El oráculo final retoma el movimiento que preside todo el libro de Oseas: a la denuncia de la infidelidad de Israel, le sigue una bendición del Señor. Así ocurría en el episodio de la vida de Oseas que abría el libro (Os 1, 2-Os 2, 3), en el poema central (Os 2, 4-25), y en la primera parte de los oráculos (Os 4, 1-Os 11, 11). La novedad de este oráculo estriba en que antes la salvación y el perdón se ofrecían por parte del Señor de manera espontánea y generosa, sin que a Israel se le pidiera nada; en cambio, ahora (vv. 2-4) el profeta le pide la conversión, para que Dios pueda curar su infidelidad (v. 5).
El oráculo deja que hablen el profeta (vv. 2-4) y el Señor (vv. 5-9). Las palabras del profeta son una exhortación a la conversión (v. 2) y una oración propia de una liturgia penitencial (vv. 3-4) en la que aparecen expresamente mencionados los pecados de Israel: la confianza en los pactos políticos antes que la confianza en el Señor, y el culto a los baales como si fueran dioses.
Las palabras del Señor (vv. 5-9) ofrecen benignamente la reconciliación al pueblo y el remedio contra su infidelidad. Después anuncian una era paradisíaca de amor entre el Señor y su pueblo expresada en imágenes sugerentes: el rocío, la fragancia del Líbano, el trigo y la vid representan los bienes que el Señor, y no los baales, concede a su pueblo; el Señor se presenta como un ciprés, siempre verde, para significar su estabilidad, su ausencia de caducidad. La conclusión del libro es así clara: ante el amor del Señor, el pueblo no puede sino corresponder: El amor del Esposo, mejor dicho, el Esposo que es amor, sólo quiere a cambio amor y fidelidad. No se resista, pues, la amada en corresponder a su amor. ¿Puede la esposa dejar de amar, tratándose además de la esposa del Amor en persona? ¿Puede no ser amado el que es el Amor por esencia? (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 83, 5).
Os 14, 10 La conclusión final del libro es de estilo sapiencial. Recuerda en parte a Dt 32, 4, Sal 107, 43 y Pr 4, 7. Invita a leer el libro actualizando su doctrina para el momento presente.
Jl 1, 1 Para San Jerónimo (cfr Prólogo al Commentarii in Ioelem), el lugar que ocupa el libro en la colección hebraica de los profetas menores, al principio, tras Oseas, unido a la etimología de Joel -según el mismo Doctor significa el que empieza-, no carece de sentido. También los estudiosos modernos ven en los libros de Oseas y Joel como una introducción a la colección: Oseas, profeta del norte, es el mensajero del Dios de misericordia y de amor por su pueblo, fiel a la Alianza con los patriarcas; Joel, profeta del sur, completa el mensaje con el anuncio de la efusión del Espíritu de Dios. Los dos libros son así un pórtico adecuado para toda la colección de los profetas menores.
Jl 1, 2-Jl 2, 17. Estos versículos constituyen la primera parte del libro. Son una invitación al examen y a la reflexión sobre las desgracias que ocurren. Un exordio (Jl 1, 2-4) reclama la atención sobre el discurso que sigue: es necesario pensar en el significado de la terrible plaga de langostas que ha azotado a todo el país, a los hombres y a los campos (Jl 1, 5-12). Si se consideran las cosas correctamente, la actitud no puede ser otra que la de conversión y penitencia (Jl 1, 13-14): los males acaecidos son presagio de la inminencia del día del Señor (Jl 1, 15). Sin la conversión no podrá remediarse la situación deplorable en que se debaten el pueblo y el país (Jl 1, 16-18). El profeta invoca al Señor para que se compadezca (Jl 1, 19-20).
El autor sagrado insiste en la inminencia del día del Señor, que será día de tinieblas y oscuridad (Jl 2, 1-2). La plaga de langostas se describe como la invasión de un ejército terrible (Jl 2, 3-11): recuerda la narración de la octava plaga -las langostas- de Egipto (cfr Ex 10, 13-15) y el lenguaje de la teofanía aterradora de Dios en el Sinaí (cfr Ex 19-20). Finaliza la primera parte con nueva llamada a la conversión a Dios, el único que puede salvar de la catástrofe (Jl 2, 12-17).
Jl 1, 2-12. Poema de lamentación y advertencia a las diversas clases y oficios de la sociedad. El profeta repasa la situación del país tras la plaga de langostas: el hecho presagia el inminente castigo divino por los pecados. Es difícil saber si los nombres que se citan en el v. 4 son cuatro especies de langostas o sólo fases de su desarrollo. Las cuatro invasiones son especialmente dañinas en un ambiente agrícola.
En el v. 8, se compara a Judá con una virgen vestida de saco, en luto y penitencia por el novio de su juventud que ha perdido: No otro se entiende sino Dios, que en Abrahán, Isaac y Jacob tomó para sí como esposa a una virgen, limpia de las manchas de la idolatría (…). De donde el Apóstol dice a los creyentes: Os he desposado con un solo esposo para presentaros a Cristo como una virgen casta (2Co 11, 2). Mientras esté el esposo con la esposa, no puede ésta ayunar (Mt 9, 15), ni plañir, ni mostrar con lágrimas el deseo del esposo ausente. Pero cuando le sea arrebatado el esposo, plañirá y llorará, y se envolverá de saco y cilicio y se ceñirá una soga por cinturón (S. Jerónimo, Commentarii in Ioelem 1, 8).
De todas formas, el profeta acude, sobre todo, a una imagen agrícola: el campo devastado, sin frutos, y no hay siquiera lugar para las ofrendas (v. 9). No es extraño que estas imágenes reaparezcan en los escritores espirituales para urgir a la responsabilidad: No se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión, contemplando quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo Jesús a sus discípulos: “la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe trabajadores a su campo” (Mt 9, 38). Como entonces, ahora siguen faltando peones que quieran soportar “el peso del día y del calor” (Mt 20, 12). Y si los que trabajamos no somos fieles, sucederá lo que escribe el profeta Joel: “destruida la cosecha, la tierra en luto: porque el trigo está seco, desolado el vino, perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la cebada. No hay cosecha” (Jl 1, 10-11) (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 158).
Jl 1, 13-20. En forma de poema, el profeta hace una llamada apremiante a la conversión y penitencia públicas para que Dios se apiade del pueblo y del país. Entrad, pasad la noche vestidos de saco (v. 13): son los términos con que se describe la penitencia de David por su hijo enfermo de muerte (cfr 2S 12, 16) y, en general, los signos de grave duelo (cfr 1R 21, 27, penitencia del rey Ajab). Que los sacerdotes se vistan de saco aparece también en Jdt 4, 14. Promulgad el santo ayuno (v. 14) -literalmente, santificad un ayuno- es un rito penitencial para mover a misericordia a Dios, mencionado también en otros lugares del Antiguo Testamento (1R 21, 9; Jon 3, 5-9).
El motivo fundamental de los actos de penitencia se expresa en el v. 15 con un juego de palabras: la inminencia del día del Señor se acerca como azote, shod, del Omnipotente, Shadday. Los vv. 16-18 muestran que el pueblo reconoce que ha merecido el castigo; así se prepara la oración del profeta que viene a continuación. En esa oración, Joel clama al Señor en representación de la comunidad (v. 19), pero de una manera significativa: no sólo es él, incluso las bestias del campo suspiran hacia el Señor en una oración muda.
Es significativo el hecho de que la exhortación a la penitencia se dirija en primer lugar a los sacerdotes (v. 13). Son ellos los que deben hacer duelo antes de promulgarlo para los demás: para los ancianos y para el pueblo entero (v. 14). Se refleja de esa manera lo que es una constante en la tradición bíblica y en la tradición de la Iglesia: a los ministros se les pide, antes que nada, que sean ejemplares: Los que han sido llamados a administrar en la mesa del Señor deben brillar por el ejemplo de una vida loable y recta, en la que no se halle mancha ni suciedad alguna de pecado. Viviendo honorablemente como sal de la tierra, para sí mismos y para los demás, e iluminando a todos con el resplandor de su conducta, como luz que son del mundo, deben tener presente la solemne advertencia del sublime maestro Cristo Jesús, dirigida no sólo a los apóstoles y discípulos, sino también a todos sus sucesores, presbíteros y clérigos: Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? (S. Juan de Capistrano, Espejo de los clérigos 1, en Liturgia de las Horas, Oficio de lecturas, 23.X).
Jl 2, 1-11. Literaria y temáticamente, estos versículos constituyen un único poema como lo indica el uso de la inclusión: hay una referencia al día del Señor en los vv. 1 y 11. En ellos se expresa, de modo poético, la presencia de Dios en medio de su pueblo, manifestada con majestad y poder singulares. El pasaje evoca el relato de la teofanía en el Monte Sinaí (Ex 19, 16-25; Dt 4, 9-14), aunque trae a la memoria otros textos proféticos (So 1, 15; Is 13, 8; etc.). El mensaje va dirigido a recordar la transcendencia y el poder del Señor, para preparar al pueblo a la conversión a Dios, que es el único que puede castigarle y librarle así de las angustias en que se debate.
Los dos primeros versículos son como una llamada de atención. El toque del cuerno o trompeta se utilizaba sobre todo en dos ocasiones: como alarma en caso de guerra, o para convocar a asamblea. Aquí, como en el pasaje paralelo de So 1, 15-16, se trata del primer caso. La llegada del día del Señor (v. 1) trae consigo el despliegue en son de guerra de un ejército terrible (v. 2). El Evangelio de Juan, en el prólogo (Jn 1, 5) y en otros pasajes (Jn 8, 12; Jn 13, 30; Jn 20, 1; etc.), recogerá estos motivos (v. 2) presentando la oscuridad y la noche como elementos hostiles a Cristo.
Los vv. 3-11 vienen a ser como un desarrollo de la primera visión de Jl 1, 6. Las imágenes y el lenguaje son propias del género apocalíptico. La comparación de las langostas con caballos (v. 4) aparece en otros textos del Antiguo Testamento (cfr Jb 39, 19-20) y la recogerá más tarde el Apocalipsis de Juan, en la visión del tañido de la quinta trompeta y descripción de la plaga de langostas (vv. 4-9; cfr Ap 9, 1-7). El temblor de la tierra y el estremecimiento de los cielos (vv. 10-11) tienen claro paralelismo con Isaías (Is 13, 13), lo mismo que el oscurecimiento del sol y de la luna (cfr Is 13, 10). La imposibilidad de soportar el día del Señor (v. 11) encuentra su paralelo en Na 1, 6 e influyó en el Apocalipsis de Juan (Ap 6, 17). Con estas imágenes vivas y audaces el escritor sagrado quiere poner de manifiesto la gravedad del pecado y la necesidad de la conversión. Son palabras que constituyen también un estímulo permanente para estar siempre preparados, pues no sabemos cuándo llegará ese día: La incertidumbre del juicio sirve para estar vigilantes por dos motivos. Primero, porque, no sabiendo si tardará tanto cuanto dure la vida del hombre, ambas incertidumbres le mueven a mayor vigilancia. Segundo, porque como el hombre cuida no sólo de su persona, sino también de la familia, de la ciudad, del reino o de toda la Iglesia, cuyo tiempo de duración no se ajusta al de la vida del hombre, tendrá que vigilar, puesto que hay que disponer bien todo eso para que el día del Señor no los coja desprevenidos (S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, Suppl. 88, 4).
Jl 2, 12-17. La primera parte del libro culmina con una exhortación general a la conversión. Comprende dos ámbitos: la llamada profética en nombre de Dios -oráculo del Señor-, y el oficio sacerdotal de celebrar ayuno y plegarias. El centro de toda la admonición es el v. 13 donde se expone qué es lo que sustenta la vigencia de la conversión: las cualidades de Dios -clemente y compasivo, lento a la ira y rico en misericordia, y se duele de hacer el mal-, y determinación sincera del hombre que conduce necesariamente a la conversión interior: Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos (v. 13). Así lo explicaba San Jerónimo al comentar el pasaje: Convertíos a Mí de todo corazón, y que vuestra penitencia interior se manifieste por medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas; así, ayunando ahora, seréis luego saciados; llorando ahora, podréis luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados. Y, ya que la costumbre tiene establecido rasgar los vestidos en los momentos tristes y adversos -como nos lo cuenta el Evangelio, al decir que el pontífice rasgó sus vestiduras para significar la magnitud del crimen del Salvador, o como nos dice el libro de los Hechos que Pablo y Bernabé rasgaron sus túnicas al oír las palabras blasfematorias-, así os digo que no rasguéis vuestras vestiduras, sino vuestros corazones repletos de pecado; pues el corazón, a la manera de los odres, no se rompe nunca espontáneamente, sino que debe ser rasgado por la voluntad. Cuando, pues, hayáis rasgado de esta manera vuestro corazón, volved al Señor, vuestro Dios, de quien os habíais apartado por vuestros antiguos pecados, y no dudéis del perdón, pues, por grandes que sean vuestros pecados, os perdonará por la magnitud de su misericordia (S. Jerónimo, Commentarii in Ioelem 2, 12ss.).
Jl 2, 17 Este versículo -que la liturgia de la Iglesia recoge para invitar a la penitencia el miércoles de Ceniza- es como la conclusión de la primera parte del libro: la conversión, unida a los actos auténticos de penitencia, es la que puede retraer a Dios del justo castigo y librar al pueblo de su aflicción. La expresión con la que se inicia la segunda parte del libro -El Señor tuvo celos por su tierra y se apiadó de su pueblo (Jl 2, 18)- indica la respuesta del Señor y el horizonte de salvación que se abre desde ahora: Dios no se deja ganar en generosidad, y -¡tenlo por bien cierto!- concede la fidelidad a quien se le rinde (S. Josemaría Escrivá, Forja, 623).
Jl 2, 18-Jl 4, 21. La segunda parte del libro tiene un contenido directamente salvífico. La piedad del Señor (Jl 2, 18) se manifiesta en el mensaje que el profeta ofrece de parte de Dios, como respuesta a la conversión: Respondió el Señor, y dijo a su pueblo (Jl 2, 19). Con esas palabras del Señor, el profeta alienta a Judá y a Jerusalén, diciéndoles que no tienen por qué temer, pues el Señor les librará de las desgracias y les dará toda clase de bienes terrenos, simbolizados aquí por la abundancia de los productos de la tierra: grano, vino y aceite (Jl 2, 19-27).
Pero el punto culminante estriba en que Dios derramará su Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos verán en sueños, y vuestros jóvenes tendrán visiones (Jl 3, 1). La efusión del Espíritu es señal definitiva de la llegada del día del Señor. Esta expresión recurre cinco veces (Jl 1, 15; Jl 2, 1.11; Jl 3, 4 y Jl 4, 14), cada vez con mayor intensidad. El día del Señor orienta a un horizonte escatológico variado: castigo de las iniquidades (Jl 1, 15; Jl 2, 1-3), manifestación del poder del Señor mediante prodigios en tierra y cielos (Jl 3, 3-4) y, sobre todo, el día del Juicio definitivo del Señor a todos los pueblos (Jl 4, 1-8).
Jl 2, 18-27. Este primer oráculo de la segunda parte implica la respuesta de Dios a la aceptación de la penitencia a que llaman los oráculos precedentes. Por eso constituye el exordio de la narración de la salvación. Si antes, el pueblo (Jl 1, 13-19), y hasta las bestias (Jl 1, 20), clamaban al Señor ante la plaga de las langostas (Jl 1, 2-12), ahora el Señor promete multiplicar con creces los bienes al pueblo (vv. 23.26), a los campos (vv. 24-25) y a las bestias (v. 22). Pero el más significativo es el versículo final: si antes se podían preguntar ¿Dónde está su Dios? (Jl 2, 17), ahora el pueblo puede contestar que Dios está en medio de su pueblo (v. 27). La invitación a la alegría (v. 21), unida a la presencia del Señor en medio de su pueblo (v. 27), trae a la memoria del lector cristiano el pasaje de la Anunciación a la Virgen (Lc 1, 26-33) donde efectivamente se ven cumplidos definitivamente los oráculos de salvación.
Jl 3, 1-5. Es el gran texto de la efusión del Espíritu. La expresión después de esto (v. 1) marca el paso de los bienes materiales descritos en los versículos anteriores (Jl 2, 19-27) a los bienes espirituales. La efusión del Espíritu implica unos dones carismáticos y proféticos antes que morales, que son su consecuencia. Es el cumplimiento de una antigua esperanza, apuntada en Nm 11, 16-30: Reúneme setenta hombres entre los ancianos [de Israel] (…) tomaré un poco del espíritu que hay sobre ti y lo infundiré sobre ellos (…) ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fueran profetas porque el Señor les hubiera infundido su Espíritu!. Esta esperanza se acentúa en Joel, ya que la efusión del Espíritu no tiene límites: ancianos, jóvenes, hasta siervos y siervas (v. 2). Y el Señor realizará de nuevo por medio de ellos prodigios (v. 3), como los realizados por los profetas propiamente dichos (cfr Dt 13, 2; etc.).
San Pedro ve cumplida esa promesa del profeta cuando el Espíritu Santo es derramado sobre los presentes en la reunión de la primitiva comunidad (Hch 2, 1-21). El texto de Joel sirve [a Pedro] para explicar de modo adecuado el significado del acontecimiento, del que los presentes han visto las señales: “la efusión del Espíritu Santo”. Se trata de una acción sobrenatural de Dios unida a las señales típicas de la venida de Dios, predicha por los profetas e identificada por el Nuevo Testamento con la venida misma de Cristo (Juan Pablo II, Alocución 8.XI.89). Por eso también, en la tradición de la Iglesia, este descenso a la tierra del Espíritu Santo es visto como una prolongación del descenso sobre Jesucristo en el Jordán: Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo. Y Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones (S. Ireneo, Adversus haereses 3, 17, 1-2).
Jl 4, 1-8. La restauración del pueblo de Dios comporta el juicio de las naciones que lo han atribulado. Así lo especifica el profeta con algunas naciones que limitan con la tierra de Israel por la costa del Mediterráneo (v. 4). Se les acusa de haber saqueado y hecho tráfico humano con el pueblo de Dios.
El profeta sitúa el juicio de las naciones en el valle de Josafat (v. 2). Josafat significa el Señor juzga. Un poco más adelante (cfr Jl 4, 14), el valle de Josafat será llamado el valle del Jarús, esto es, el lugar donde se dictará la sentencia contra las naciones. Se discute si Joel está pensando en un lugar concreto. Desde el siglo IV una tradición judía y cristiana (y más tarde también musulmana) lo identifica con la parte del valle del Cedrón que separa el monte de los Olivos del Templo de Jerusalén. El Cedrón, por otra parte, se convirtió en la literatura apócrifa en el valle del Juicio Final. Estas connotaciones escatológicas explican en buena medida la presencia de una gran cantidad de tumbas en ese lugar. Para otros autores, en cambio, el valle de Josafat indica un lugar más apocalíptico que geográfico. En todo caso, apunta siempre al juicio de Dios, y el juicio de Dios es siempre una llamada al arrepentimiento: Hermanos, ya que se nos ofrece esta magnífica ocasión de arrepentirnos, mientras aún es tiempo, convirtámonos a Dios que nos llama y se muestra dispuesto a acogernos. Si renunciamos a los placeres terrenales y dominamos nuestras tendencias pecaminosas, nos beneficiaremos de la misericordia de Jesús. Daos cuenta que llega el día del juicio, ardiente como un horno, cuando el cielo se derretirá y toda la tierra se licuará como el plomo en el fuego, y entonces se pondrán al descubierto nuestras obras, aun las más ocultas (Pseudo-Clemente, Epistula II ad Corinthios 15, 10-15).
Jl 4, 9-13. Proclamad la guerra santa. Literalmente sería santificad la guerra: la guerra era considerada una acción santa, que debía ser preparada por sacrificios y actos cultuales (cfr 1S 7, 8-10); incluso los soldados son llamados consagrados (cfr Is 13, 3). El v. 10 toma los mismos elementos que Is 2, 4 -espadas–azadas, lanzas–hoces- pero en sentido inverso: el pueblo debe pertrecharse de armas. El campo de batalla será de nuevo el valle de Josafat, lugar del juicio divino, y por tanto la victoria será para el Señor y sus fieles.
Jl 4, 14-17. Los versículos anteriores eran prácticamente una preparación para este oráculo final en el que se muestran el juicio y la victoria del Señor. El valle del Jarús, o de la Decisión, o del Trillo (v. 14), es el mismo valle que el de Josafat. El Juicio divino en el día del Señor es comparado a la siega, de ahí la posible traducción de Jarús por trillo. Tendrá el resultado conocido: el Señor salvará a sus fieles y destruirá a sus enemigos. El Catecismo de la Iglesia Católica se apoya también en este texto, junto con Dn 7, 10 y Ml 3, 19, cuando enseña la verdad del juicio final (cfr nota a Jr 51, 56), en el que Dios Padre pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último (Catecismo de la Iglesia Católica, 1040).
En el centro del oráculo están los vv. 16-17, cuando Joel ve al Señor habitando triunfante en Jerusalén, y protegiendo a su pueblo para el que es refugio y fortaleza (cfr Sal 46). Esa visión del Señor habitando en su Templo de Jerusalén se prolongó en la tradición bíblica y es probablemente una de las imágenes que están en la base de la expresión del cuarto evangelio cuando dice que el Verbo, que era Dios, habitó entre nosotros (Jn 1, 14). Del mismo modo, la expresión del v. 17, que hace de Jerusalén un lugar santo por el que no pasarán extranjeros (cfr también Is 52, 1; Jr 31, 40; Za 9, 8), dio lugar más tarde al muro de separación que prohibía a los extranjeros el paso al Templo propiamente dicho, bajo pena de muerte. Éste es el muro que simbólicamente ve derribado San Pablo con el sacrificio de Cristo, eliminando la separación entre judío y gentil, de modo que creó en sí mismo de los dos un hombre nuevo, estableciendo la paz y reconciliando a ambos con Dios en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad (Ef 2, 16). La pasión del Salvador hizo las paces entre la circuncisión y la no circuncisión. Pues el Salvador disolvió la enemistad que, como pared por medio, dividía la circuncisión de la no circuncisión, y a la no circuncisión de la circuncisión; ordenando que ni el judío reprobara al gentil presumiendo de la circuncisión, ni el gentil abominara al judío seguro de la no circuncisión, es decir, de su paganismo; sino que ambos renovados sigan la fe del Dios único en Cristo (Ambrosiaster, Ad Ephesios 2, 14).
Jl 4, 18-21. El libro concluye con una visión de la restauración del Israel escatológico en la era paradisíaca. Tres temas presentes en el libro de Joel recurren en estos versículos. A las desgracias -la plaga de las langostas, con el hambre y la desolación que llevan consigo- el profeta les opone ahora una visión edénica en la que Judá es un vergel, repleto de abundancia, de mosto y leche (v. 18). Las imágenes y temas se encuentran también en Is 30, 25; Ez 47, 1-12; Za 14, 8. El tema del agua viva será recogido luego por San Juan (cfr Jn 4, 10-15; Ap 22, 1). Después (v. 19), se expresa la venganza del Señor: frente a la fertilidad de Judá, Egipto y Edom, prototipos aquí de los enemigos de Israel, serán los que recogerán desolación.
Finalmente (vv. 20-21), la promesa de que ya no habrá más castigo de destierro -Judá y Jerusalén estarán siempre habitadas- y el bien más anhelado: el Señor habitará en Sión (v. 21). Es la conclusión de todo el libro de Joel. El texto es leído de modo transcendente por San Juan en la visión de la Jerusalén mesiánica que baja del cielo -Me llevó en espíritu a un monte de gran altura y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, reflejando la gloria de Dios (Ap 21, 10-11)- y es un trasunto de la esperanza humana trascendente.
Am 1, 1-2. Uzías, llamado también Azarías en otros lugares, reinó en Judá del 785 al 733 a.C. (cfr 2R 15, 1-7). Jeroboam II reinó en Israel del 788 al 747 (2R 14, 23-29). El terremoto al que se refiere (cfr v. 1) debió de ser muy fuerte: es mencionado, tiempo después, en Za 14, 4-5. Los arqueólogos -a través de las muestras que quedan en las excavaciones de Jasor en la alta Galilea- lo identifican con cierta nitidez en el estrato que corresponde a los alrededores del año 760.
El pasaje manifiesta la división entre el reino del Sur, Judá, y el del Norte, Israel. Este nombre aparece 23 veces en Amós para designar el reino del Norte; en una ocasión (Am 9, 14) indica al pueblo elegido en su conjunto. El v. 2 muestra que el Señor está presente de modo especial en Sión -es decir, en Jerusalén- y, desde Sión, Dios reina sobre todo el pueblo: sobre Judá y hasta el monte Carmelo, es decir, también sobre Israel.
Am 1, 3-Am 2, 16. Esta primera parte está integrada por ocho oráculos: seis contra las naciones vecinas, uno contra Judá y otro, más largo, contra Israel. Todos comienzan con la fórmula fija: Así dice el Señor, seguida de la otra, también constante: Por tres delitos de (…), y por cuatro, no le perdonaré. La breve frase no le perdonaré intenta traducir una expresión hebrea muy escueta, que indica la decisión divina de no revocar la sentencia dada.
En estos oráculos no se mencionan ni Asiria ni Egipto. Si, como la arqueología parece demostrar, el terremoto al que se alude al comienzo del libro sucedió hacia el 760, y la predicación del profeta comenzó unos dos años antes, el oráculo es congruente al no mencionar los dos grandes imperios, pues -aunque pronto lograrían recuperarse- por esas fechas estaban en período de decadencia, sin presionar en el entorno geográfico y político de Israel.
Am 1, 3-Am 2, 3. Seis oráculos contra las naciones que rodean a Israel y Judá. Se condenan delitos como la crueldad en las conquistas (Am 1, 3), la reducción a la esclavitud, o a la cautividad, de grandes poblaciones (Am 1, 6.9), la violación de pactos entre pueblos emparentados (Am 1, 9), la falta de misericordia con otro pueblo (Am 1, 11), la violencia con las mujeres (Am 1, 13), etc. El Señor castigará esas iniquidades de las naciones porque Él es el que juzga y gobierna, no sólo al pueblo elegido, sino a todas las naciones, como Señor de cielos y tierra y de la humanidad entera, según se proclamará más expresamente en Am 9, 5-10. La palabra hebrea que se ha traducido por delitos (pesha‘îm), connota la idea de rebelión: las naciones, al cometer tales delitos, se han rebelado contra el Señor.
En los dos primeros oráculos el juicio se dirige a los gobernantes. Así, en Am 1, 5.8 se repite la expresión se sienta en…. También podría traducirse aniquilaré al/los que habita/habitan en…, refiriéndose de esa manera al pueblo entero. Si embargo, la frase el que se sienta en el trono de… es paralela a la siguiente: el que empuña el cetro de…. Parece claro que, para Amós, las injusticias son, sobre todo, responsabilidad de los gobernantes. A los que tienen un compromiso civil les compete en primer lugar el deber de la justicia: Los que son o pueden llegar a ser idóneos para el difícil y, al mismo tiempo, tan noble arte de la política deben prepararse para él y procurar ejercerlo olvidándose de su propio interés y del beneficio venal. Actuarán con integridad de costumbres y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra el dominio arbitrario y la intolerancia de un solo hombre o un solo partido político; se consagrarán con sinceridad y equidad, más aún, con amor y fortaleza política, al bien de todos (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 75).
Am 2, 4-16. Contiene un breve oráculo sobre Judá (vv. 4-5) y otro sobre Israel (vv. 6-16). El oráculo de Judá tiene menos fuerza expresiva que los restantes, por lo que algunos piensan que debió añadirse después. Reprocha las transgresiones a los mandamientos de la Ley y la infidelidad a Dios, cayendo en la idolatría.
En cambio, el oráculo contra Israel (vv. 6-16) es extenso y expresivo. Alterna los delitos de Israel -y la condena correspondiente- con los beneficios recibidos por el pueblo. Los delitos a los que se refiere serán aludidos a lo largo del escrito (cfr Am 3, 1-Am 9, 10). Son principalmente las injusticias con el pobre -sinónimo de justo (cfr v. 6)- y el desvalido (vv. 6-7), el incesto o la idolatría (v. 7), y los desórdenes en el culto (v. 8). Frente a esos delitos, el oráculo recuerda los dones de Dios: la liberación de Egipto (v. 10), la donación de la tierra (v. 10) y la elección de nazareos y profetas para conducirlos (v. 11). Pero Israel es orgulloso e ingrato, y por eso recibirá el castigo merecido. El castigo será tan completo y tan rápido que ni los más veloces podrán escapar, ni los más fuertes podrán resistir (vv. 14-16).
En este orgullo de Israel se fijaba San Jerónimo cuando comentaba el v. 14 con una aplicación para los lectores. Le fallarán también las fuerzas, dice San Jerónimo, a quien confía en su fortaleza y no en la misericordia de Dios, según aquellas palabras de la Escritura: “Destruiré la sabiduría de los sabios y reprobaré la inteligencia de los prudentes” (1Co 1, 19; cfr Is 29, 14); no porque la verdadera sabiduría pueda ser destruida o reprobada la comprensión de la verdad, sino porque perece la sabiduría de quienes se creen sabios y confían en sus conocimientos. Asimismo, el bravo o el guerrero que no salvará su vida es aquel que no posee en modo alguno la armadura del apóstol. Tiene un escudo, pero no es el de la fe; tiene ceñidos los lomos, pero no con la verdad; viste una coraza, pero no es la de la justicia; lleva espada, pero no es la de la salvación. Esta clase de guerrero no santifica la batalla ni puede pelear las batallas del Señor (Commentarii in Amos 2, 13-16).
Am 3, 1-Am 6, 14. La segunda parte del libro, la más extensa, contiene reproches a Israel y predicciones de destrucción en castigo de sus delitos. Se compone de tres oráculos que comienzan con: Escuchad esta palabra… (Am 3, 1; Am 4, 1; Am 5, 1), y otros tres que contienen la expresión: Ay de los que… (Am 5, 7.18; Am 6, 1). En su contenido son un desarrollo del oráculo contra Israel con el que acababa la sección anterior (Am 2, 6-16).
Comienza esta parte con una nueva interpretación del sentido de la elección divina de Israel (Am 3, 1-8). Tal elección marca el tono de los oráculos. Los israelitas piensan que con sus peregrinaciones a los santuarios populares de Betel y Guilgal -donde presentan ofrendas voluntarias, sacrificios y diezmos (Am 4, 4-5) y se reúnen para celebrar las fiestas (Am 5, 21-25)- están cumpliendo sus obligaciones religiosas y tienen satisfecho a Dios. La situación de prosperidad material de que gozan en estos momentos confirma a los ojos de muchos la validez de la conducta que están siguiendo. El bienestar material es más acusado en el reino de Israel, aunque también, en menor escala, se siente en el reino de Judá, bajo el reinado de Uzías. Pero la riqueza material fue de la mano con las injusticias sociales: opresión de los pobres y desvalidos, separación de los ritos externos de culto y de la rectitud moral.
Éste es el contexto de la predicación de Amós y de sus denuncias proféticas: no pocos se están haciendo ricos, pero muchos más se están convirtiendo en pobres, cada vez más pobres; los poderosos y ricos explotan a los pobres y débiles, a quienes se les niega la justicia; la participación en los cultos de Betel y Guilgal -santuarios cismáticos respecto del Templo de Jerusalén-, hecha sin influjo interior y sin propósito de enmendar la conducta moral, es una autoseducción que lleva a confiar falsamente en Dios y a dar rienda suelta a los pecados e injusticias.
Am 3, 1-8. La elección de Israel está expresada en términos muy vivos. Amós no utiliza los términos de alianza o amor misericordioso de Dios por Israel, frecuentes en otros textos proféticos; pero el compromiso del Señor con el pueblo es excluyente: Sólo os conocí a vosotros entre todas las familias de la tierra (v. 2). Pero esa elección comporta también una responsabilidad especial ante Dios, a la vez que una providencia particular de Dios (cfr v. 3). Así comenta el versículo San Jerónimo: Y puesto que, dice, sólo os conocí a vosotros y sólo a vosotros os consideré míos, visitaré en vosotros a vuestras iniquidades. “A quien ama el Señor lo reprende, y castiga a todos los hijos que acoge” (Hb 12, 6). Dice muy acertadamente visitaré, y no castigaré, porque la visita de Dios es un castigo y una curación. Y visitaré, dice, todas vuestras iniquidades y pecados, para que no quede nada sin castigo y, a la vez, nada sin curación (Commentarii in Amos 3, 1-2).
Después, la enseñanza se completa con una reflexión sapiencial (vv. 3-8). El Señor dirige a Israel a través de sus profetas (v. 7). Todos los acontecimientos tienen una causa que no se percibe, pero de la que son una señal: cuando dos personas caminan juntas es señal de que antes se han puesto de acuerdo (v. 3), el rugido del león señala que ha cazado la presa o está a punto de hacerlo (v. 4), etc. De este modo la conclusión es clara (cfr v. 8): si Amós profetiza es porque el Señor ha hablado y el hombre tiene que hacerse eco de ello. En cierta manera este versículo habría que ponerlo en paralelo con lo que le dice Amós al sacerdote de Betel (cfr Am 7, 14-15): es el Señor quien le ha impulsado a profetizar, Él es quien ha tenido la iniciativa: El sentido literal de estas palabras es el siguiente: si cuando ruge el león todo tiembla y se estremecen todos los animales de la tierra, ¿cómo no vamos a profetizar nosotros cuando Dios nos ordena que hablemos y anunciemos al pueblo los tormentos que se avecinan? (S. Jerónimo, Commentarii in Amos 3, 3-8).
Am 3, 9-15. Los delitos y desórdenes de Samaría serán pregonados cerca, en Asdod -palabra que algunas versiones griegas y la Neovulgata traducen por Asiria-, y lejos, en Egipto (vv. 9-10). El profeta se dirige a aquellos potentados que viven en la opulencia: tienen casas grandes y lujosas para el invierno y para el verano (cfr v. 15), pero sólo almacenan rapiña y maldad (cfr v. 10); no son cuidadosos con el culto -los cuernos de los altares son unos salientes situados en cada esquina del altar que se untaban con la sangre de las víctimas- (v. 14), y no saben obrar con rectitud (v. 10). Por eso, anuncia un castigo: Israel será saqueado (v. 11) y reducido casi a la nada (v. 12). La imagen que utiliza el profeta -lo que conseguirá salvar el Señor es lo que puede conseguir salvar un pastor de la presa de un león, es decir, poco menos que un despojo- lleva a pensar que Amós pueda estar aludiendo al resto de Israel, un motivo recurrente en la predicación de los profetas (cfr Am 5, 3.15; Am 9, 8; Is 4, 3; etc.). A pesar de sus pecados, la destrucción de Israel, no será total, se salvará un resto con el que el Señor renovará el pueblo.
Am 4, 1-3. Oráculo breve y lleno de expresividad. La región de Basán era célebre por sus praderas y sus manadas de vacas y toros. Con el desplazamiento calificativo, el profeta ironiza sobre aquellas personas: ahora están felices, como vacas pastando en un prado exuberante, pero no se dan cuenta de que acabarán como los animales conducidos para su sacrificio, atenazados (v. 2), empujados fuera de su lugar (v. 3).
La expresión ‘adonîm del v. 1, puede traducirse por señores, amos, o también por maridos. San Jerónimo la traduce por señores e interpreta así el oráculo: El profeta se dirige a los príncipes de Israel y a todos los notables de las diez tribus, que se entregaban a los placeres y rapiñas, para que escuchen la palabra de Dios, puesto que saben que no son bueyes de arar sino vacas gordas del rebaño (…), no son animales destinados a las labores de campo, sino a ser sacrificados y comidos (Commentarii in Amos 4, 1-3). La mayor parte de los comentaristas piensan, sin embargo, que hay que traducir ‘adonîm por maridos. De esta forma, el oráculo se dirige a las mujeres de Samaría diciéndoles que son tan culpables de los pecados de injusticia como sus esposos (cfr v. 1).
Am 4, 4-5. Otro breve oráculo lleno de sarcasmo contra la falsedad del culto en los santuarios israelitas de Betel y Guilgal. En cada uno de estos dos santuarios, Jeroboam I (931-910) había colocado la estatua de un becerro de oro, con lo que consumó el cisma del reino de Israel respecto del Templo de Jerusalén (cfr 1R 12, 26-33). De ahí que se tuviera ese culto por idolátrico. Las palabras de Amós podrían ser una parodia de las prédicas de los sacerdotes de estos santuarios a los peregrinos. El profeta ironiza sobre las recomendaciones de los sacerdotes que buscan la pureza legal, pero que no se interesan ni por la rectificación de la conducta moral de los que asistían, ni por un culto sincero: ¡Pobre Israel! ¡Qué cerca tienes la cautividad! El ejército asirio ya está ahí. Haz lo que quieras, fornica libremente con los ídolos, para que cuanto mayor sea tu desvergüenza, más justa parezca mi sentencia (S. Jerónimo, Commentarii in Amos 4, 4-6).
Am 4, 6-12. El oráculo tiene un ritmo regular en el que cada una de las acciones de Dios se concluye con una frase que es como el estribillo de un poema: Pero no os convertisteis a Mí, oráculo del Señor (vv. 6.8.9.10.11). Las acciones de Dios que se narran -carencia de víveres, falta de agua, enfermedades y plagas en las cosechas, destrucción de las ciudades- recuerdan las plagas de Egipto, pero, sobre todo, señalan la soberanía divina sobre la naturaleza. Así, se enseña lo mismo que en las doxologías: Dios, el Señor de Israel, es el único que tiene poder sobre todo lo creado, y no Baal, o los dioses cananeos. Por otra parte, los castigos divinos tienen como fin la conversión. Al ver las desgracias, los israelitas deberían haberse convertido. Pero no lo han hecho: el pecado de Israel es el orgullo y la autosuficiencia, y por eso, ahora, debe prepararse para el juicio y el castigo del Señor (v. 12; cfr Am 3, 1).
Am 4, 13 Ésta es la primera de tres doxologías -o himnos de alabanza- que se encuentran en Amós (cfr Am 5, 8-9; Am 9, 5-6). En estos breves versos en forma de himno se canta la omnipotencia de Dios sobre todo lo creado, hasta las cosas que parecen más excelsas para el hombre. Al cantar la grandeza de Dios se convierten también en una confesión de la fe en el Señor. En el Nuevo Testamento se usó la misma forma literaria para confesar la divinidad de Jesucristo (Rm 16, 25-27; 2P 3, 17-18; etc.), y en la liturgia cristiana se utiliza muchas veces esta forma de alabanza a Dios.
En la primera parte del versículo se dice que el Señor es el que crea el viento. Como estas dos palabras -bara’, crear, y ruah, espíritu o viento- son las mismas que aparecen en el relato de la creación (Gn 1, 1-2) para designar la acción de Dios y al Espíritu de Dios, algunos herejes quisieron deducir del texto de Amós que el Espíritu Santo no era Dios sino un ser creado por Él y subordinado a Él. Tal vez por eso, aunque el texto en sí mismo parezca poco relevante, fue objeto de atención de los Padres de la Iglesia: San Atanasio, Dídimo el ciego, etc. Así lo recoge San Ambrosio: Los herejes suelen objetar que parece que el Espíritu Santo ha sido creado, porque muchos de ellos usan como argumento para apoyar su impiedad lo que Amós dijo del soplo de los vientos (…). Y para que sepas que se refirió a este espíritu [de tempestad], dice: consolidando el trueno y creando el espíritu, porque estos fenómenos son creados cuando se producen. Pero el Espíritu Santo es eterno, y si alguien se atreve a decir que es creado, no puede decir que es creado diariamente como los vientos (De Spiritu Sancto 2, 6.48-51).
Am 5, 1-9. Esparcidos a lo largo de todo este capítulo quinto se encuentran los temas más frecuentes en la predicación de Amós. Sin embargo, no se descubre un orden claro. Parece más bien que se han reunido aquí oráculos breves pronunciados en diversas ocasiones.
Estos nueve versículos se reparten en tres unidades. La primera (vv. 1-3) es una elegía o lamentación por la desgracia inminente de Israel. El pueblo, como en otros textos proféticos, es comparado con una virgen (cfr Is 23, 12; Is 37, 22), que contempla impotente su decadencia.
La segunda unidad (vv. 4-7), tiene un mensaje muy claro: por dos veces (vv. 4.6) se exhorta a buscar al Señor para tener vida. Este buscar al Señor se pone en contraste con buscar a Dios en los santuarios (v. 5). El profeta menciona dos santuarios cismáticos del norte -con los que hace un juego de palabras: Guilgal será como galah (ir a la cautividad), y Bet-El, Casa de Dios, será aven (o Bet-Aven, Casa de la nada, o de iniquidad: cfr Os 4, 15)- y, sorprendentemente, uno del sur, Berseba. Probablemente, lo que el profeta quiere enseñar es que la relación con Dios debe basarse en la sinceridad y no en los ritos. Y una muestra clara de la sinceridad a la hora de buscar al Señor es respetar el derecho y la justicia (v. 7).
La tercera unidad es una doxología (vv. 8-9), en la que se alaba a Dios, creador de los cielos (v. 8: Pléyades y Orión son dos constelaciones de estrellas, cfr Jb 9, 9), de la tierra y de todo cuanto ocurre en ella (v. 9). Además, su Nombre es el Señor (v. 8). La versión griega tradujo aquí el tetragrama del nombre divino por Pantocrátor para indicar con una sola palabra la omnipotencia y el señorío del Dios revelado: En Dios el poder y la esencia, la voluntad y la inteligencia, la sabiduría y la justicia son una sola cosa, de suerte que nada puede haber en el poder divino que no pueda estar en la justa voluntad de Dios o en su sabia inteligencia (S. Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 25, a. 5, ad 1; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 270).
Am 5, 10-17. Reaparece la denuncia profética de Amós contra Israel. El acento está puesto en las faltas contra el derecho en la puerta, es decir, en el tribunal -pues los juicios se celebraban en las puertas de la ciudad- (vv. 10.15), en el robo a los desvalidos (v. 11), en la opresión a los pobres y a los justos (v. 12) -a menudo estas palabras son sinónimas en Amós (cfr Am 2, 6)-, y en buscar, mientras tanto, el lujo sibarita (v. 11).
Por eso el profeta llama a la conversión (vv. 14-15). Los tonos de estos versículos son emotivos. Si un poco antes (cfr Am 5, 4.6), el profeta apremiaba a buscar a Dios para vivir, ahora enseña que esa búsqueda se debe dirigir hacia el bien (v. 14). Pero buscar el bien tiene una consecuencia muy concreta: implantar el derecho en el tribunal (v. 15). Si lo hacen así, el Señor terrible y todopoderoso -Señor de los ejércitos (vv. 14-15)- será para ellos el Dios de la misericordia: La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (Am 5, 24; Is 1, 17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cfr Lc 9, 23) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1435).
Al final, los vv. 16-17 sirven para introducir el tema del día del Señor, que viene a continuación.
Am 5, 18-20. El recuerdo de las acciones de Dios a favor de Israel fundaba la esperanza en un día en el que el Señor intervendría de nuevo para actualizar todas las promesas que había hecho a los patriarcas. Por tanto, en ese horizonte, el día del Señor era un día de salvación, un día de gracia y de gloria. Sin embargo, Amós (cfr también Am 8, 9-14), lo mismo que otros profetas (cfr Is 2, 11; Jr 30, 5-24; Jl 1, 15; Jl 3, 4; Jl 4, 1; So 1, 14-18; Ml 3, 19-23; etc.), cambia el sentido de ese día con un significado inesperado: el día del Señor será un día de juicio, de condena y de desgracia. A lo largo de la tradición profética, este motivo se fue precisando y enriqueciendo al mismo tiempo. Se fue enriqueciendo con descripciones de las señales que lo acompañarán, y se fue precisando en un sentido ambivalente: será de castigo para los pecadores, y de salvación para los justos. Las descripciones del discurso apocalíptico del Señor en los evangelios sinópticos (cfr Mt 24, 29-41 y par) tienen muy presentes estos anuncios proféticos.
El oráculo es muy expresivo. Su punto de partida es el anhelo de aquellos a los que se dirige. Éstos piensan en una manifestación gloriosa del Señor en su favor, y Amós ironiza sobre ello. Primero les dice que no será un día de salvación, de luz, sino de tinieblas, de ruina (vv. 18.20); después, con imágenes muy vivas, les proclama que su llegada será sorprendente y desagradable (v. 19): tan sorprendente y desagradable como ser atacado por una serpiente en la propia casa, o como caer en manos de un peligro mayor cuando se acaba de sortear el menor.
Am 5, 21-25. Un nuevo reproche (cfr Am 4, 4-5) contra la falsedad del culto meramente externo. El profeta presenta en contraste los cuarenta años en el desierto (v. 25) como época en la que no había sacrificios pero sí respeto por las virtudes y las leyes (v. 24). Las frases de Amós son duras y tendrán eco en otros textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. La doctrina de la necesidad de acompañar el sacrificio exterior con obras de justicia encuentra aquí, junto con los pasajes de Os 6, 6; Os 8, 13, uno de sus textos fundamentales. Como enseña Santo Tomás, todo el que ofrece sacrificio debe participar de él, porque (…) el sacrificio que exteriormente se ofrece es señal del interior con el que uno mismo se entrega a Dios. Participando del sacrificio externo, se significa que el interior se ofrece también (S.Th. III, q. 82, a. 4). De ahí que el único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación (cfr Hb 9, 13-14). Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 2100).
Am 5, 26-27. El pasaje es todavía objeto de estudio y discusión. Puede hacerse eco bien de antiguas procesiones israelitas con objetos sagrados, bien, como amenaza irónica, frente a la introducción en Samaría de cultos extranjeros. El v. 27 es ya la amenaza de un exilio, aludido vagamente -más allá de Damasco, la capital de Siria-, portando ídolos, falsedades que no les servirán de nada.
Am 6, 1-14. Con el tercer ¡Ay! (v. 1; cfr Am 5, 7.18) comienza la última sección de esta segunda parte. Se pueden distinguir dos fragmentos distintos, pero que coinciden en el motivo del reproche: la riqueza y el orgullo. El primero (vv. 1-7), es un reproche a los que viven de modo inconsciente (vv. 4-6), tanto en Sión como en Samaría (v. 1), poniendo su confianza en las clases dirigentes y opulentas de la primera de las naciones, es decir, el reino del Norte o Samaría. El sintagma la primera de las naciones (v. 1) es una ironía, que se contrasta con las amenazas que siguen: los que se ungen con los primeros ungüentos (v. 6) irán al cautiverio los primeros entre los cautivos (v. 7). El cargo principal es vivir lujosamente y con despreocupación de las desgracias de los demás, de la ruina de José. La advertencia no deja de tener vigencia en todos los momentos de la historia humana: Descendiendo a consecuencias prácticas y muy urgentes, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente (…). En nuestros días principalmente urge la obligación de acercarnos a cualquier otro hombre y servirle activamente cuando llegue la ocasión, ya se trate de un anciano abandonado por todos, o de un trabajador extranjero injustamente despreciado, o de un desterrado, o de un niño nacido de una unión ilegítima que sufre inmerecidamente a causa de un pecado que él no ha cometido, del hambriento que interpela nuestra conciencia recordándonos la palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40) (Gaudium et spes, 27).
El segundo fragmento (vv. 8-14) anuncia el duro castigo que les aguarda por su orgullo y por haber abandonado al Señor. El pasaje está expresado con rica y punzante retórica y con comparaciones ingeniosas. El v. 10 resulta difícil de entender, tanto por las expresiones usadas como por el lugar en el que está colocado; con todo, parece indicar que ni siquiera las manifestaciones de respeto religioso podrán salvar a Israel de la debacle. Lo-Debar (v. 13) es una ciudad de la tribu de Gad en la Transjordania: Jeroboam II, o su padre, Joás, la habían conquistado a los arameos; un motivo de gloria para Israel, pero ahora es gloria fatua según las palabras de Amós. La entrada de Jamat y el torrente de Arabá (v. 14) indican en otros textos (cfr Jos 13, 1-19) los límites, al norte y al sur, del territorio de Israel. El sentido del pasaje es claro: Israel está condenado, la primera de las naciones se verá oprimida en toda la extensión de su territorio por otra, que no se especifica, aunque aquí parece que Amós se refiere al imperio asirio, al que nunca nombra.
La meditación de la Biblia, por parte de los santos y los autores espirituales ha hecho que las expresiones de los libros sagrados se hayan convertido en más de una ocasión en cauce fecundo para la exposición de la doctrina. Así por ejemplo, el v. 12 en San Francisco de Sales: Hay corazones ásperos, amargados, agrios por naturaleza, que, a su vez, amargan y agrian todo cuanto asimilan; como dice el profeta convierten el juicio en ajenjo, juzgando siempre al prójimo con todo rigor y aspereza; éstos están muy necesitados de ponerse en manos de un buen médico espiritual (Introducción a la vida devota 3, 28).
Am 7, 1-Am 9, 10. Tercera parte del libro. Se compone de cinco visiones y una doxología, casi al final (Am 9, 5-6). Entremezcladas, se recogen otras notas importantes de la personalidad y la doctrina de Amós: el relato de su vocación (Am 7, 14-15), una descripción muy expresiva del día del Señor (Am 8, 9-14), etc. Se concluye con un anuncio de castigo (Am 9, 7-10) que, por contraste, prepara el esperanzador oráculo de restauración que cierra el libro.
Lo más sustancial de esta parte lo ocupan las cinco visiones de Amós, redactadas según un esquema literario bastante fijo, con mezcla de prosa y verso. Las visiones implican una ampliación del ministerio profético de Amós al ámbito del vidente. El mensaje de las visiones es claro: el Señor no puede ser aplacado ni mediatizado por cultos externos y cismáticos, que no penetran en la conciencia de los hombres ni les mueven a la conversión.
Am 7, 1-6. Las dos primeras visiones, la langosta y el fuego, presentan un esquema idéntico. Ante la imagen que le muestra el Señor, el profeta intercede y el Señor se arrepiente del mal anunciado. Al lector no puede dejar de llamarle la atención la razón que invoca Amós en su intercesión ante el Señor, y que tiene éxito: Israel ¡es tan pequeño! (vv. 2.5). Esta circunstancia recuerda el aprecio del Señor por los pequeños (Mt 18, 2-10 y par) y funda la importancia que tiene en la tradición cristiana saberse pequeño ante Dios: Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre… “El que sea pequeñito, que venga a mí”, dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu de amor dijo también que “a los pequeños se les compadece y perdona”. Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día “el Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho”. Y como si todas esas promesas no bastaran, el mismo profeta, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades de la eternidad, exclama en nombre del Señor: “Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre las rodillas os acariciaré” (S. Teresa del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. 9).
Por otra parte, el diálogo de Amós con el Señor permite ver los resortes de la oración verdadera: La oración es el reconocimiento de nuestros límites y de nuestra dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. (…) La oración es un diálogo misterioso, pero real, con Dios, un diálogo de confianza y amor. (…) La oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y de la misma historia en la perspectiva salvífica de Dios y de la eternidad (Juan Pablo II, Alocución 14.III.1979).
Am 7, 7-17. La visión de la plomada (vv. 7-9) pone al descubierto la corrupción interior del pueblo. El pueblo no es recto: es como una pared abombada que no resiste la medición con la plomada (v. 7). A partir de ahora, el Señor no va a pasar por alto las infidelidades, y lo que está torcido lo va a destruir (v. 9). Tal vez por eso el profeta ya no intercede, se limita a constatar lo inevitable.
La visión se completa con el relato del altercado de Amós con Amasías, el sacerdote del santuario de Betel (vv. 10-17). El sacerdote Amasías, secuaz del rey Jeroboam, ve en Amós un profeta peligroso para el orden establecido en el reino del Norte: no le interesa entender el mensaje de Amós, que es una denuncia de las injusticias y falsedades en las que Amasías está implicado.
Amasías denomina a Amós vidente, uno de los términos hebreos con que se llama a los profetas. Pero Amós no se considera a sí mismo un profeta al uso, un hijo de profeta (v. 14), esto es, perteneciente a un grupo o cofradía de profetas de los muchos que hubo en Israel, al menos desde los tiempos del rey Saúl (cfr 1S 10, 10-13; 1S 19, 20-24), ni es un profeta de oficio, al servicio de la casa real. La respuesta de Amós es clara: es un nôqer, un ganadero o boyero y cultivador (bôles) de sicomoros. Pero el Señor le envió a profetizar a Israel (v. 15). Amós, pues, era un hombre corriente -ni profeta, ni sacerdote- que recibió de Dios un mensaje inesperado que debía proclamar. La vocación, la llamada de Dios, es algo tan imperativo que nadie puede rehusar (cfr Am 3, 8), pero, al mismo tiempo, da fuerza y sentido a la existencia: la conciencia de Amós le lleva a estar por encima de las instituciones -el Templo o el rey- porque se sabe enviado por el Señor. Por eso, también se reserva la última palabra (v. 17). La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios. La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada, y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 45).
Am 8, 1-14. La cuarta visión, la de las frutas maduras (vv. 1-3), introduce una denuncia de injusticias (vv. 4-8) y una nueva descripción del día del Señor (vv. 9-14). Las tres cosas están muy relacionadas. En la visión, el profeta juega con los términos frutas maduras, qaytz, y fin, qetz (cfr v. 2). Indica así que el proceso de corrupción de Israel (vv. 4-8) ha llegado a su término, no hay vuelta atrás, y sólo cabe esperar el día de juicio del Señor (vv. 9-14).
A continuación viene la denuncia profética de las injusticias (vv. 4-8). Amós especifica con claridad las faltas: el fraude (v. 5) y la especulación con la necesidad ajena (v. 6). Apoyándose en éste y en otros textos (cfr Dt 24, 14-15; Dt 25, 13-16; St 5, 4), la catequesis de la Iglesia especificó los contenidos de la virtud de la justicia: No nos dediquemos a acumular y guardar dinero, mientras otros tienen que luchar en medio de la pobreza, para no merecer el ataque acerbo y amenazador de las palabras del profeta Amós: Escuchad, los que decís: “¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo, y el sábado para ofrecer el grano?” (S. Gregorio Nacianceno, De pauperum amore [Oratio 14] 24).
Al final (vv. 9-14) se recoge la segunda descripción del día del Señor (cfr Am 5, 18-20). El tema de las tinieblas de aquel oráculo aparece aquí desarrollado en forma de un eclipse (v. 9), pero además el profeta lo enriquece con otros motivos: el llanto y el sufrimiento (v. 10), el desfallecimiento de los que deberían estar en pleno vigor (v. 13) y, sobre todo, la búsqueda infructuosa de la palabra de Dios (vv. 11-12). Día terrible será aquel en el que no pueda acudirse a la luz de la palabra de Dios. Tal vez por eso, en la cuarta petición del Padrenuestro -danos hoy nuestro pan de cada día- se incluye también este significado: Hay hambre sobre la tierra, “mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (Am 8, 11). Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta cuarta petición se refiere al Pan de Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cfr Jn 6, 26-58) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2835).
En muchas ocasiones, los Padres, siguiendo el ejemplo de Cristo y de los Apóstoles, intentaron descubrir en los textos proféticos del Antiguo Testamento anuncios de la vida de Jesucristo. En este contexto, los vv. 9-10 aparecen en alguna ocasión como profecías de la muerte de Jesús y la destrucción de Jerusalén anunciada por Él (cfr Mt 24, 2 y par): Ahora bien, algunos profetizaban que un hombre, menospreciado y sin gloria y familiarizado con el sufrimiento (cfr Is 53, 3) y sentado sobre un pollino de asna (cfr Za 9, 9), vendría a Jerusalén, y presentaría su espalda a los latigazos y sus mejillas a los bofetones, sería llevado como oveja al matadero (cfr Is 53, 7), y le darían a beber hiel y vinagre (cfr Sal 68, 22), y sería abandonado de sus amigos y allegados (cfr Sal 27, 12), y extendería sus manos todo el día (cfr Is 65, 2); y sería objeto de risa y de insultos para los espectadores, y que se repartirían sus vestidos y echarían a suertes su túnica, y sería reducido al polvo de la muerte (cfr Sal 21, 8); y así profetizaban todo lo demás, como su venida como hombre y cómo hizo su entrada en Jerusalén, donde sufrió su Pasión y fue crucificado y sufrió todos los tormentos de los que hemos hablado (…). Pero los que dijeron en aquel día, dice el Señor, se pondrá el sol en pleno mediodía, y las tinieblas cubrirán la tierra en pleno día, y convertiré los días festivos en llanto y todos vuestros cánticos en lamentación (Am 8, 9-10), profetizaron claramente estas dos cosas: la puesta del sol cuando nuestro Señor fue crucificado, o sea a la hora sexta, y que sus días festivos según la ley y sus cánticos se convertirían en llanto y lamentación cuando fueran entregados a los gentiles (S. Ireneo, Adversus haereses 4, 33, 12).
Am 9, 1-6. Quinta y última visión, diferente de las anteriores. Dios no muestra la visión al profeta, sino que éste ve directamente al Señor, que le ordena destruir el santuario -probablemente se refiere al santuario de Betel- y la nación de Israel. Las imágenes son vivas y terroríficas: nadie escapará, aunque se esconda en sitios recónditos, lejanos e impensables.
En consonancia con el castigo, se describe la tercera y última doxología a Dios Creador y Señor del universo (vv. 5-6). El Señor es un Dios majestuoso dominador de todo lo creado. No hay ningún lugar, ni lejano ni profundo (v. 3), ni siquiera un lugar trascendente a los ojos (v. 2), que escape a su dominio.
Am 9, 7-10. Con dos preguntas de tono teológico–sapiencial (v. 7), puestas en labios de Dios, se deshace el orgullo de Israel: ellos son un pueblo más ante el Señor, como los etíopes, los filisteos o los sirios. A los oyentes de Amós estas palabras debieron de sonarles muy duras, escandalosas: ¿dónde quedan, entonces, los privilegios de Israel? Sin embargo, esta visión tan negativa de Amós debe completarse con la enseñanza que propone el profeta a continuación: cualquier nación pecadora será castigada, pero no haré desaparecer del todo a la casa de Jacob (v. 8). El Señor es el Juez de las naciones y dará a cada cual su merecido (vv. 9-10), castigará a los pecadores, también a los israelitas, especialmente a los que ponen la confianza en la mera pertenencia al pueblo (v. 10), pero anuncia una esperanza en medio de la desolación. El oráculo conclusivo es un desarrollo de esa esperanza con el horizonte de la restauración.
Con Cristo se hicieron realidad las palabras del v. 7, pues eliminó cualquier privilegio, haciendo a todos partícipes de una misma y altísima dignidad: Ya no hay diferencia entre judío y griego (…), porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús (Ga 3, 28; cfr Rm 2, 11; Rm 10, 12-13).
Am 9, 11-15. Frente a las imprecaciones que han dominado el libro, ahora aparece este oráculo de bendición. Comienza retomando la expresión con la que se describía el día del Señor, aquel día (v. 11), pero ahora en su vertiente de salvación para los justos. El oráculo puede ser un añadido, pues su contenido supone la caída del reino de Judá y de Jerusalén, la cabaña caída de David, cuya ruina se promete restaurar (v. 11) frente a Edom y todas las naciones (v. 12). Punto fundamental en la restauración es la fecundidad de la tierra de Israel (vv. 13-14), la vuelta de los cautivos (v. 14) y la promesa de que ya no será erradicado (v. 15).
Aunque el oráculo anuncia una época de bienestar, y en cierta manera definitiva, no figura en esa promesa ningún personaje mesiánico. Sin embargo, los Apóstoles actualizaron este texto viendo en él un anuncio de la universalidad de la salvación. Así lo expone Santiago el menor en el Concilio de Jerusalén: Cuando terminaron de hablar, Santiago contestó: “Hermanos, oídme: Simón ha contado cómo desde el principio Dios se dignó elegir entre los gentiles un pueblo para su Nombre. Con esto concuerdan las palabras de los Profetas, según está escrito: Después de esto volveré y reedificaré la tienda caída de David, reconstruiré sus ruinas y la levantaré de nuevo, para que busquen al Señor los demás hombres y todas las naciones sobre las que ha sido invocado mi Nombre. Así dice el Señor, que hace estas cosas conocidas desde la eternidad. Por lo cual estimo que no se debe inquietar más a los gentiles que se convierten a Dios” (Hch 15, 13-19). Y en las expresiones del Apóstol Santiago, los Padres vieron la continuidad entre las promesas del Antiguo y el Nuevo Testamento: De todo esto resulta evidente que no proclamaban a otro Padre, sino que proporcionaban una Nueva Alianza de libertad a los que de una manera nueva creían en Dios por medio del Espíritu Santo (S. Ireneo, Adversus haereses 3, 12, 14).
Ab 1, 7 La primera parte del libro consta de tres breves secciones: el título (v. 1a), el juicio decretado por Dios contra el orgullo de Edom (vv. 1b-4) y la escenificación de la caída de los edomitas (vv. 5-7).
En el título aparece el término visión, jazôn, que se emplea para designar la visión profética, incluida la audición de palabras de Dios (cfr Is 1, 1; Na 1, 1). Por eso, suele tener el sentido amplio de mensaje profético. San Jerónimo lo explicaba así: Por tanto, si después de la palabra visión se añaden las palabras que le fueron dichas y se ven con los ojos de la mente las palabras que suele percibir el oído, es lógico que el vidente, puesto que antiguamente los profetas se llamaban videntes, incluya en el título la palabra visión (Commentarii in Abdiam 1).
Después (vv. 1b-4), se recoge el juicio contra Edom. Las palabras del oráculo son casi idénticas a Jr 49, 14-16, aunque aquí tienen una gran expresividad. El oráculo consta de dos partes: el mensaje del Señor a las naciones (v. 1b), que encontrará su cumplimiento más tarde (vv. 5-7), y lo que se le dice a Edom (vv. 2-4). En el oráculo, el profeta juega con las palabras y los conceptos para dar fuerza a su discurso. El juego de palabras está presente en la frase el que habita en las grietas de las rocas (v. 3) que parece una alusión a Sela, o Petra, capital de Edom. Pero la significación se da, sobre todo, en los conceptos: piensan los edomitas que son grandes, y en realidad son poca cosa (v. 2), que están protegidos por vivir en alto, en lugares escarpados (v. 3), y que, por tanto, pueden observar lo que pasa allí abajo, con los demás -se entiende con Judá (cfr v. 11)- quedándose al margen, sin que les afecte a ellos (v. 4). Pero esto no es verdad. No se dan cuenta de que el Señor es el único que es grande y el único que vive realmente en lo alto. Respecto de Él, las demás cosas son pequeñas, bajas y pasajeras. Edom vive equivocado: su arrogancia, le ha engañado (v. 3). El oráculo no deja de ser una advertencia al orgulloso que no tiene como propias las necesidades de los demás: A Ti, que abates la altivez de los soberbios, que deshaces los planes de las naciones, que levantas a los humildes y abates a los orgullosos; a Ti, que enriqueces y empobreces; a Ti, que das la muerte y devuelves la vida. Tú eres el único bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne, que penetras con tu mirada los abismos y escrutas las obras de los hombres; Tú eres ayuda para los que están en peligro, salvador de los desesperados, criador y guardián de todo espíritu. (…) Te rogamos, Señor, que seas nuestra ayuda y nuestra protección: salva a los oprimidos, compadécete de los humildes, levanta a los caídos, muestra tu bondad a los necesitados, da la salud a los enfermos, concede la conversión a los que han abandonado a tu pueblo, da alimento a los hambrientos, liberta a los prisioneros, endereza a los que se doblan, afianza a los que desfallecen (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 59, 3-4).
Los vv. 5-7 (cfr Jr 49, 9-10) escenifican la caída de Edom significándolo con su antepasado: Esaú. Con imágenes vivas el profeta señala que la caída vendrá desde donde menos se espera -los antiguos aliados que ahora se aprovechan porque dicen que ya no hay cordura en Edom (v. 7)-, y cuando menos se espera: como el ladrón nocturno (v. 5). Finalmente, también le advierte que su ruina será total, quedará arrasado (v. 6), no subsistirá ni el rebusco, es decir, ni aquello que es tan poca cosa que no merece la pena detenerse a recoger (v. 5).
Ab 1, 8-14. El país de Edom estuvo sometido a Judá más de ciento cincuenta años: desde David (cfr 2S 8, 13-14) hasta Joram (2R 8, 20-22). La enemistad entre ambos pueblos hermanos -Edom (Esaú) es hijo de Isaac (cfr Gn 25, 19-34)- es proverbial en la Biblia, y los oráculos antiedomitas recorren los textos proféticos (cfr Is 34, 1-17; Ez 25, 12-14; Am 1, 11-12; etc.). Sin embargo, el profeta alude aquí a un momento significativo: cuando los babilonios conquistaron Jerusalén, los edomitas se unieron al ejército invasor y llegaron a establecerse en Judá (cfr Ez 35, 10).
El oráculo tiene dos partes: en la primera se anuncia el castigo a Edom (vv. 8-10) y en la segunda se exponen las faltas por las que Edom es castigado (vv. 11-14). Las dos partes están unidas por la expresión el día. En el día del Señor (v. 8) se castigará a Edom, porque el día de la desgracia de Judá (vv. 11-14) Edom no acudió en su auxilio.
La primera parte (vv. 8-10) ironiza sobre la sabiduría de los edomitas -por otra parte, conocida en la Biblia (cfr Jr 49, 7; Ba 3, 22-23; Jb 2, 11)- y sobre su valentía: Temán es un jefe guerrero, nieto de Esaú (Gn 36, 15). Su astucia y su sabiduría, dice el profeta, les han llevado a unirse a Nabucodonosor contra Israel; su valentía la han aprovechado para expoliar a sus hermanos. Pero el Señor no permanece ajeno a las desgracias de su pueblo, y por eso Edom recibirá por la astucia, vergüenza, y por la fuerza, muerte (v. 10).
La segunda parte (vv. 11-14) es una enumeración, en un clímax ascendente, de las culpas concretas de los edomitas, el día de la caída de Judá: se mantuvieron al margen (v. 11), es más, se alegraron de la desgracia de sus hermanos (v. 12), incluso, se aprovecharon de esa desgracia para expoliarles (v. 13), y, todavía más, les traicionaron y les asesinaron (v. 14). El profeta parece decir: si no se hubieran mantenido al margen, no se hubieran después alegrado de la desgracia, y no hubieran robado. El pasaje se convierte así en una enseñanza para dar importancia a lo pequeño. Las ofensas grandes han estado precedidas de descuidos en cosas aparentemente menos importantes: El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos leves hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión… (S. Agustín, In epistolam Ioannis 1, 6; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1863).
Ab 1, 15-21 La tercera parte del libro anuncia el día del Señor para todas las naciones (v. 15). El oráculo tiene dos horizontes: por una parte (vv. 15-16; cfr vv. 18-19), recuerda el castigo de los edomitas y, por otra (vv. 17-21), anuncia la restauración de Israel.
El anuncio del castigo a Edom parece que sigue las reglas de la ley del talión (vv. 15-16). Como en otros lugares de la Biblia, el espíritu de venganza que parece rezumar el poema debe aderezarse con el testimonio de justicia y del poder de Dios, que actúa a favor del inocente frente al opresor.
Más instructivas son la segunda y la tercera parte del oráculo. Allí, el profeta contempla varias cosas: la futura salvación en Sión de un resto (v. 17; cfr Jl 3, 5), la restauración de las casas de Jacob -reino de Judá-, y de José -reino de Israel- (v. 18), el castigo de Esaú (v. 18), y la expansión del pueblo elegido por la tierra prometida y por los territorios vecinos (vv. 19-21).
Los diversos manuscritos presentan variaciones y acomodaciones en los nombres de los territorios señalados en los vv. 19-20, y en algún caso, como la mención de Sefarad, no sabemos a qué se refiere. Sin embargo, el sentido del texto es claro: lo que dicen ambos versículos es que los israelitas del norte ocuparán sus regiones circundantes, y los del sur, paralelamente, las zonas vecinas. El oráculo se dirige así hacia el v. 21, en el que se viene a recordar la unidad de ambos reinos, de Israel y de Judá, centrada en el monte Sión, como en tiempos de David y Salomón. San Agustín, que lee a Abdías desde el espíritu abierto del Evangelio, explica: Aparece que el reino se ha cumplido cuando los salvados del monte Sión, esto es, los que creen en Cristo desde Judá, y que principalmente concierne a los apóstoles, subieron para defender el monte de Esaú. ¿Cómo lo defenderían sino por la predicación del evangelio, salvando a los que creyeron y liberándolos del poder de las tinieblas y conduciéndolos al reino de Dios? Eso lo expresó con coherencia añadiendo Y el reino será para el Señor. El monte Sión significa Judá, donde se predice que será la futura salvación (…); el monte de Esaú es Idumea, por la cual se significa la iglesia de los gentiles, a la que defendieron, como he explicado (De civitate Dei 18, 31). Para San Agustín, pues, Esaú son los gentiles necesitados de la salvación: la predicación del Evangelio los convierte de enemigos en hermanos, como eran desde el principio.
Si se acepta como marco histórico de Abdías la situación precaria y la insignificancia de Judá a la vuelta del exilio de Babilonia, se puede comprender que las aspiraciones territoriales que se manifiestan al final de Abdías sean modestas. Por encima de las dimensiones humanas se alza el canto victorioso de una esperanza más espiritual que terrena: El Reino será para el Señor, que expresa el término de la escatología israelita y de la historia humana.
Jon 1, 1-Jon 2, 11. La primera parte del libro es como una introducción a la segunda, que es donde se expone y desarrolla el mensaje más importante. La lectura de estos dos primeros capítulos nos informa acerca de dos aspectos trascendentales de la narración, referentes a la acción y a los personajes. En cuanto a la acción, los episodios explican cómo los designios de Dios se cumplen inexorablemente: Jonás no quiere cumplir la voluntad de Dios, pero la cumple a pesar de sí mismo, ya que al final (cfr Jon 3, 1-2) está como al principio (cfr Jon 1, 1-2); además, unos marineros han aprendido a invocar al Señor, el único Dios.
Pero esta parte sirve sobre todo para presentar a los personajes de la narración: Dios, los paganos y Jonás. El Señor, Dios de Israel, como bien sabe Jonás, es el Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra firme (Jon 1, 9), y es, además, el Justo, que no imputa sangre inocente, y que hace todo según su beneplácito (Jon 1, 14). Su dominio sobre los elementos animados (Jon 2, 1.11) e inanimados (Jon 1, 4.15), y sobre el destino (cfr Jon 1, 7) no hace sino corroborar con hechos estas afirmaciones.
Los marineros, paganos, son ejemplo de religiosidad y humanidad (cfr nota a Jon 1, 4-16).
Y, finalmente, Jonás es el personaje que da ilación al relato. Al principio se puede recibir una primera impresión negativa acerca de él si nos fijamos sólo en que huye del Señor (Jon 1, 3). Sin embargo, el texto no ahorra las notas positivas del profeta: Jonás no tiene reparo en confesar, con obras (Jon 1, 12) y con palabras (Jon 1, 9), que adora al Señor, el Dios del cielo y la tierra (Jon 1, 9). Es también un hombre piadoso: desde el vientre del pez reza al Señor (Jon 2, 2) con oraciones propias de un israelita agradecido (Jon 2, 2-10). Sobre todo, lo que define a Jonás, a juicio del autor sagrado, es la incongruencia: ahora (Jon 1, 9) confiesa que el Señor es el que domina el mar y la tierra y, sin embargo, quiere escapar de su presencia; después confesará que es misericordioso (cfr Jon 4, 2), pero pedirá para los ninivitas castigo y no misericordia.
Hay un último rasgo que define a Jonás. A pesar de su desobediencia al mandato de Dios, Jonás tiene algo de lo que carecen los marineros paganos: sólo él conoce al verdadero Dios y, por tanto, sólo él posee la solución cuando se presenta el peligro (Jon 1, 12.15). Si tenemos en cuenta que el nombre de Jonás significa paloma -un apelativo con el que otros lugares de la Biblia (Os 7, 11; Os 11, 11; etc.) designan a Israel-, podemos pensar que si los marineros simbolizan a los paganos, Jonás representa en cierta manera a Israel. El libro habla pues de la función de Israel en el mundo. Dice San Jerónimo a este propósito: Los doce profetas, encerrados en un único volumen, prefiguran cosas distintas de aquellas que revelan cuando son interpretados sólo a la letra (…). Jonás, paloma bellísima, prefigura la pasión del Señor; llama al mundo a la penitencia, y bajo el nombre de Nínive, anuncia la salvación a los gentiles (Epistulae 53).
Jon 1, 1-3. Comienza el libro con el envío fallido de Jonás. Los lugares y las circunstancias descritas no pueden ser más expresivos: Jonás es enviado a Nínive -la ciudad de la gran perversidad (cfr v. 2), como es conocida en la tradición bíblica (cfr Na 3, 1-4)-, pero se dirige al extremo opuesto, a Tarsis. Es posible que aquí con ese nombre el texto se refiera a Tartesos, colonia fenicia, al sur de España, pero puede también indicar alguna otra región del occidente lejano (ver nota a Is 23, 1-18). Si Nínive está al oriente de Israel, Tarsis está al occidente, pero, sobre todo, está lejos de la presencia del Señor (v. 3).
Jonás desobedece al Señor y lo hace sin sutilezas de ningún tipo. Pero el autor sagrado sí es más sutil: de hecho las acciones de Jonás parecen la antítesis de las de Jeremías, el profeta de las naciones (cfr Jr 1, 4ss.); y recuerdan más bien las de Caín: ambos, Jonás y Caín, se marchan lejos de la presencia del Señor (v. 3; cfr Gn 4, 13.16) y se irritan contra Dios (cfr Jon 4, 1-4; Gn 4, 4-7), aunque a la postre ambos son protegidos por Dios (cfr Jon 2, 1-2; Gn 4, 15): La huida del profeta puede ser referida en general también al hombre que, transgrediendo los mandamientos de Dios, se aleja de su presencia y se queda inmerso en el mundo, donde una tempestad de desdichas y los estragos del naufragio del mundo entero contra él, le obligan a advertir la presencia de Dios y a volver hacia Aquél del que había intentado huir (S. Jerónimo, Commentarii in Ionam 1, 4).
Jon 1, 4-16. La historia de Jonás en alta mar está dedicada a mostrar dos cosas: por una parte, descubre cómo el Señor puede ser también el Dios de los paganos; por otra, muestra de manera inequívoca las virtudes que adornan a estas personas aun sin conocer a Dios. El episodio presenta a los marineros como hombres religiosos: ante el peligro de zozobrar, no se limitan a aligerar la nave, sino que invocan a la divinidad. Pero esa religiosidad natural está llena de imperfecciones, y es sólo el camino para descubrir al verdadero Dios. Así lo presenta el hecho de que cada uno sea conminado a invocar a su dios (vv. 5.6), y la decisión de echar suertes para descubrir al que está en el origen de la desgracia (v. 7). Algunos autores paganos -como Horacio o Cicerón- testimonian esta creencia de la antigüedad, según la cual la presencia de un culpable en el barco era un peligro para el resto de los pasajeros (cfr v. 10). Pero los marineros no son sólo unos hombres religiosos, sino también humanitarios: cuando Jonás les propone que lo echen al mar para que se calme la tormenta (cfr v. 12), aquellos hombres no lo hacen e intentan ir a tierra firme remando (v. 13). Solamente cuando ya no tienen más remedio, echan a Jonás al mar (v. 15), no sin antes haber invocado al Señor para que no les tuviera en cuenta lo que les parecía un desatino (v. 14): ¡Grande es la fe de estos marineros! Se encuentran ellos mismos en peligro y piden por la vida de otro: saben que la muerte por el pecado es peor que la muerte física (S. Jerónimo, Commentarii in Ionam 1, 14).
El resultado de estas peripecias es la conversión de los marineros al Dios de Israel, y así pasan de rogar a su dios (vv. 5-6) a invocar al Señor (vv. 14-16); del simple temor (v. 10) al temor del Señor (v. 16). Además, acaban haciendo votos al Señor y ofreciéndole un sacrificio (v. 16), es decir, las mismas acciones que se propone Jonás cuando se ve salvo (cfr Jon 2, 10). Es fácil ver en todos estos rasgos un horizonte de salvación universal no disimulado: todos los hombres nobles pueden alcanzar la salvación de Dios; hasta en un barco se puede ofrecer un sacrificio al Señor.
Jon 2, 1-11. A lo largo del capítulo anterior se ha mostrado la Providencia de Dios en todas las acciones. Ahora se consuma esta providencia con Jonás, que es salvado del mar y conducido a tierra firme. Éste es el sentido del pasaje tanto en las vicisitudes que narra como en la oración de Jonás: el pez enorme (v. 1) no es un instrumento de castigo sino de salvación (vv. 3.7.10). En la tradición bíblica, el mar es presentado como lugar de las fuerzas enemigas del hombre, que sólo Dios puede dominar (cfr Jb 7, 12; Sal 104, 9; etc.), por eso en ocasiones se asimila también al seol (v. 3; cfr Jb 7, 9), el reino de la muerte del que no se puede volver (v. 7). Teniendo presente esta significación, la aplicación que Jesús hace del signo de Jonás (Mt 12, 40) para explicar su propia muerte y resurrección es mucho menos artificiosa de lo que podría parecer a primera vista: tampoco el seol, el reino de la muerte, pudo retener a Jesucristo en su seno más de tres días. Y la afinidad con el agua tal vez provocara que la historia de Jonás se utilizara en la liturgia bautismal. El cristiano también es sepultado en el agua bautismal y renace a la vida nueva en Cristo: Para llegar a una vida perfecta, es necesario imitar a Cristo, no sólo en los ejemplos que nos dio durante su vida, ejemplos de mansedumbre, humildad y paciencia, sino también en su muerte (…). Mas, ¿de qué manera podremos reproducir en nosotros su muerte? Sepultándonos con Él por el bautismo. ¿En qué consiste este modo de sepultura, y de qué nos sirve el imitarla? En primer lugar, es necesario cortar con la vida anterior. Y esto nadie puede conseguirlo sin aquel nuevo nacimiento de que nos habla el Señor, ya que la regeneración, como su mismo nombre indica, es el comienzo de una vida nueva (…). ¿Cómo podremos, pues, imitar a Cristo en su descenso a la región de los muertos? Imitando su sepultura mediante el bautismo. En efecto, los cuerpos de los bautizados quedan, en cierto modo, sepultados bajo las aguas. Por esto el bautismo significa, de un modo misterioso, el despojo de las obras de la carne (S. Basilio, De Spiritu Sancto 15, 35).
La oración de Jonás en el vientre del pez (vv. 3-10) es como un mosaico de textos que se toman prestados de diversos salmos, con pequeñas variaciones. La estructura es la típica de los salmos de acción de gracias: recuerdo de las angustias pasadas, relato de la salvación, y promesa de ofrecer los sacrificios y cumplir los votos correspondientes. Colocada en este lugar, la oración puede desconcertar un poco pues parece que encajaría mejor después, una vez que Jonás esté ya salvo, en tierra firme. Con todo, el sentido de la oración es perfectamente congruente con el contenido del episodio. Por eso, comenta Orígenes: Quien sabiendo de qué monstruo es figura el que engulló a Jonás (…), ese tal, si por una caída en la infidelidad, viene a parar al vientre del gran monstruo, que ore arrepentido, y saldrá otra vez de allí y una vez fuera, si persevera en observar los mandamientos de Dios, podrá (…) ser ocasión de salvación para los ninivitas de hoy día, que también están en riesgo de perecer, pues sintiéndose feliz por la misericordia divina, no querrá que Dios mantenga una actitud de dureza con los penitentes (De oratione 13, 4).
Jon 3, 1-Jon 4, 11. La segunda parte del libro tiene una estructura semejante a la primera: Dios y Jonás (Jon 3, 1-3; cfr Jon 1, 1-3), Jonás y los gentiles (Jon 3, 4-10; cfr Jon 1, 4-16); Jonás y Dios (Jon 4, 1-11; cfr Jon 2, 1-11). Sin embargo, el ánimo del lector está ya preparado para el posterior resultado de los acontecimientos: la efectiva predicación de Jonás y la conversión de los ninivitas. Por eso, el relato se dirige hacia el último capítulo, en el que se plantea y se resuelve la cuestión que lo provocó. El episodio es así una enseñanza práctica del alcance de la misericordia de Dios. Por tal razón fue evocado con ocasión de la polémica con los gnósticos que distinguían entre un Dios bueno, el revelado en el Nuevo Testamento, y el Dios revelado en el Antiguo Testamento: Mira que ha puesto delante el mejor título de Dios, es decir, que es paciente con los malos y rico en misericordia y compasión con los que reconocen y lloran sus pecados, como hicieron entonces los ninivitas. Si tal ser es un Ser muy bueno, tú deberás (…) conceder que no puede concebir el mal y esto porque, tal como lo admite el mismo Marción, el árbol bueno no puede dar frutos malos (Tertuliano, Adversus Marcionem 2, 24).
Jon 3, 1-4. Se renueva la misión de Dios a Jonás. Si antes desobedeció, ahora obedece. Tal vez la promesa de cumplir los votos que hizo en el seno del pez (cfr Jon 2, 10) fuera ésta: acudir a predicar en Nínive. Por lo demás, el éxito de la misión está asegurado, porque no depende de Jonás sino del Señor: tres días hacían falta para cruzar Nínive (v. 3), pero en uno solo (v. 4) se consiguen ya los efectos buscados (cfr Jon 3, 5).
Jon 3, 5-10. El relato de la conversión de los ninivitas parece escrito sobre la falsilla de otros textos bíblicos, especialmente del profeta Jeremías: Jeremías es el profeta de las naciones (Jr 1, 5) y Jonás es enviado a la cuidad prototipo de las naciones gentiles. También recuerdan al profeta de Anatot muchas expresiones de estos versículos: en el libro de Jeremías, Jerusalén es llamada la gran ciudad, como aquí se denomina a Nínive (Jon 1, 2; Jon 3, 2; cfr Jr 22, 8-9), y en ambos libros se encuentran giros comunes: que cada uno se convierta de su mala conducta, hombres y animales, del mayor al más pequeño (Jon 3, 5.8; cfr Jr 6, 13; Jr 8, 10; Jr 36, 3.7), etc. El pasaje recuerda especialmente la llamada al ayuno que hace Jeremías en tiempos del rey Yoyaquim. En Jr 36 se relata cómo el profeta anuncia desventuras, y proclama el ayuno para la conversión (Jr 36, 9), pero el rey Yoyaquim desoye el oráculo. También en Jonás se anuncian desventuras para Nínive, pero son los mismos ninivitas quienes, como si Dios hablara por ellos, convocan a un ayuno general (Jon 3, 4). Incluso es el mismo rey quien, con un vocabulario que recuerda al de los profetas (vv. 7-9; cfr Jl 2, 12-14), establece los ritos penitenciales. Pero hay todavía más: el rey de los ninivitas parece un buen conocedor de la doctrina bíblica, pues sabe (cfr Jr 36, 3.9) que las muestras de penitencia no llevan consigo, de manera automática, el cambio de conducta de Dios; él se convierte sinceramente y está a la espera de lo que haga Dios (v. 9). Y Dios se echa para atrás de su decisión al ver que aquellos hombres cambian de vida (v. 10). El episodio es un buen ejemplo de la doctrina de Jeremías (cfr Jr 18, 7-8).
El contraste entre los ninivitas y los israelitas está presente en el uso del texto que hace Jesús cuando compara a sus oyentes judíos con sus antepasados: Los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación en el Juicio y la condenarán: porque se convirtieron ante la predicación de Jonás, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Jonás (Mt 12, 41). No es extraño por eso que, en la tradición cristiana, los ninivitas hayan quedado como modelo de penitencia: Recorramos todos los tiempos, y aprenderemos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a él. Noé predicó la penitencia, y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 7, 5-7).
Y otro texto de un gran Padre de Oriente comenta: No consideres el poco espacio de tiempo que tienes, sino el amor del maestro. El pueblo de Nínive apartó de sí la gran ira de Dios en tres días. El poco espacio de tiempo que tenían no les disuadió, sino que sus almas ansiosas conquistaron la bondad del maestro y después fueron capaces de cumplir toda la obra (S. Juan Crisóstomo, De incomprehensibile Dei natura 6).
Jon 4, 1-11. Los ninivitas se convierten y el Señor se retrae del mal que pensaba hacer. Aquí podría acabar el libro, si el mensaje se limitara a la llamada que el Señor dirige también a los gentiles. Sin embargo, con el diálogo entre Jonás y el Señor, la narración da un giro sorprendente y se enriquece con nuevas significaciones: se pone de relieve el alcance de la misericordia de Dios, se enseña por qué algunos oráculos proféticos no se han cumplido, a pesar de haber sido pronunciados por verdaderos profetas, y se explican, en fin, las razones de la actuación del Señor.
Lo mismo que en el resto del libro, también en este episodio la enseñanza se desprende de los personajes. El más curioso, como en todo el libro, es Jonás. Había predicado en Nínive, pero parece claro que no esperaba que sus palabras surtieran efecto. Es más, aunque ha visto que Dios ha decidido perdonar a Nínive, en el fondo quizás está convencido de que la situación no se mantendrá: o bien los ninivitas volverán a las andadas, o simplemente el castigo de Dios se ha aplazado. Por eso se instala en las afueras a la espera de lo que sucediese en la ciudad (v. 5). El enfado de Jonás (vv. 1-4.8-9), que en un primer momento nos parece casi grotesco, tiene su explicación. Para distinguir las profecías verdaderas de las que no lo eran, el Deuteronomio daba el siguiente criterio: Si lo que dice el profeta en nombre del Señor no sucede ni se cumple, esa palabra no la ha pronunciado el Señor. El profeta ha hablado presuntuosamente: no le temas (Dt 18, 22). Por tanto, a los ojos de Jonás, el mandato del Señor y su posterior retractación lo han desautorizado como profeta.
El problema planteado es complejo y necesita algo más que una respuesta superficial; de ahí que el texto insista en la misericordia del Señor. Como antes -cuando Jonás pretendía huir de Dios, aunque sabía que el Señor era el creador de cielo y tierra (cfr Jon 1, 9)-, lo mismo ahora: Jonás sabe que la clemencia y la misericordia (v. 2) son las cualidades esenciales del Señor (cfr Ex 34, 6-7), pero no quiere experimentarlo en las circunstancias de la vida. Por eso, Dios recurre al ricino con el que le proporciona a Jonás una doble explicación, teórica y práctica, de su misericordia. El ricino es en primer lugar una muestra más de la misericordia de Dios, un modo de librarle del malestar y aplacar su cólera (v. 6). Pero en un segundo momento, el episodio del ricino se convierte en una especie de parábola. Si Jonás se apiada de una planta que le ha proporcionado un poco de bienestar (v. 10), ¿por qué Dios no se va a apiadar de aquellos ninivitas? Se podría pensar, con Jonás, que todo tiene un límite y un simple gesto de penitencia no puede ocultar que Nínive ha sido siempre una ciudad perversa (cfr Jon 1, 2). Y es aquí cuando el Señor da una razón más a sus argumentos para el perdón. En realidad, los ninivitas obran mal por ignorancia moral, porque no saben distinguir lo que hay entre su derecha y su izquierda (cfr Qo 10, 2), y son más de ciento veinte mil -literalmente doce veces diez mil-, es decir, una cifra simbólica que sugiere que los ninivitas son más parecidos al pueblo elegido de lo que podía pensar Jonás.
En este sentido, y a propósito del número de los ninivitas, comenta San Juan Crisóstomo: No menciona este número tan grande sin un propósito determinado. Lo hace para que aprendas que cada oración, cuando se ofrece en unión de muchas voces, tiene un gran poder (De incomprehensibile Dei natura 3).
Mi 1, 1 La presentación del profeta es muy semejante a la de Amós. No se nos dice el nombre del padre, como en otros profetas, sino su procedencia, Moréset, una de las ciudades amenazadas por la invasión asiria (cfr Mi 1, 14). Lo mismo que Amós (cfr Am 7, 14), parece que no era un profeta por tradición familiar -contra la venalidad de estos profetas profesionales lanza más tarde duras invectivas (cfr Mi 3, 5.11)-, sino por vocación, por una llamada específica del Señor que le impulsa a denunciar las injusticias y la falta de moralidad. El texto dice que vivió en tiempos de Jotam, Ajaz y Ezequías. No es posible datar ningún oráculo que se refiera de manera específica a la época de Jotam. Sin embargo, en Jr 26, 18-19 se recuerda que su predicación en tiempos del rey Ezequías tuvo éxito y consiguió el arrepentimiento del pueblo.
Mi 1, 2-Mi 3, 12. Estos capítulos constituyen una primera parte del libro. El comienzo del ministerio profético de Miqueas coincide, de un lado, con los años de la política expansionista de Asiria y su progresiva ocupación de los países de la ribera oriental del Mediterráneo y, de otro, con el final de la prosperidad material del reino de Israel o Samaría, más precisamente, de sus clases dirigentes. Samaría había intensificado sus relaciones comerciales y políticas con los reinos de Tiro, Sidón y Damasco; pero tales contactos habían introducido el influjo de las religiones y cultos de esos pueblos en detrimento de la religión de Israel. También el bienestar material había llevado aparejado el relajamiento de la vida religiosa y la corrupción moral. El resultado eran graves y extendidas injusticias sociales, que ya habían sido denunciadas duramente años antes por los profetas Amós y Oseas. En los comienzos de su actividad profética, la predicación de Miqueas se parece más a la de Amós que la de Oseas. El nuevo profeta clama contra los pecados del pueblo -especialmente contra las injusticias de sus dirigentes y contra los aduladores vaticinios de sus falsos profetas- y amenaza con el juicio del Señor, que como Rey universal castigará las iniquidades. Pero Miqueas no se dirige sólo a Samaría; la corrupción había llegado también al reino de Judá. Por eso el último versículo parece el resumen y el colofón de toda esta primera parte: de la misma manera que Samaría se ha convertido en un montón de escombros (cfr Mi 1, 6-7), así será con Jerusalén (Mi 3, 12).
Mi 1, 2-5. El profeta presenta en términos solemnes la teofanía o visitación (cfr Am 3, 14; Os 12, 3; Is 13, 11; Jr 44, 13) del Señor que, desde los cielos, se hará presente en la tierra para castigar las iniquidades de Israel y de Judá. Enfatiza el poder del Señor, su carácter de Juez supremo y su soberanía sobre toda la tierra y sobre quienes la habitan (v. 4). Comenta San Jerónimo: El Señor saldrá de su morada: el que es manso y benigno, por culpa vuestra, se ve obligado a tomar la máscara de la crueldad, que no es la suya (…). Por montañas y valles entendamos los príncipes y el pueblo (…). Todo esto ocurrirá por las iniquidades de las diez tribus, a las que llama Jacob e Israel, y por la prevaricación de Judá; porque Samaría fue la metrópolis de las diez tribus, y en Jerusalén, en el reino de Judá, fueron fabricados los lugares altos de los ídolos (Commentarii in Michaeam 1, 3-5).
El motivo de esta visita son los pecados de Israel y de Judá. El pecado de Israel es Samaría (v. 5) que, como explica después (cfr Mi 1, 6-7), se ha hecho idólatra. Por tanto, parece que se refiere a que todavía conserva los lugares altos (v. 5) donde se rendía culto a los dioses cananeos (cfr 2R 15, 35; 2R 16, 4). Más tarde, el profeta reprochará las faltas de justicia y de moralidad, pero aquí parece referirse únicamente a la idolatría. En todo caso, en su predicación, las dos cosas están unidas: es muy difícil conservarse íntegro sin fe en el único Señor, de la misma manera que la fe verdadera se traduce en una vida íntegra.
Mi 1, 6-7. El oráculo de Miqueas señala dos consecuencias de la caída de Samaría: la devastación y la ruina. Las palabras tuvieron su cumplimiento en la destrucción de Samaría, con el asedio y la conquista de la capital (722 a.C.) por los ejércitos asirios de Salmanasar V y de su hijo Sargón II. Las consecuencias fueron terribles: deportaciones en masa e importación de gentes extranjeras en el territorio. Desde entonces el reino del Norte, Israel, perdería su identidad. Los restos salvados de la población israelita huirán al reino del Sur, Judá, y se incorporarán de una u otra manera a la vida de este reino: Según el orden de los pecados sucede el orden de las penas. Primero pecó Samaría, fabricó ídolos y adoró becerros en vez del Señor: perecerá la primera. La destruiré cuando vengan los asirios y la convertiré en un montón de piedras (S. Jerónimo, Commentarii in Michaeam 1, 6-7).
Mi 1, 8-16. El pasaje tiene dificultades de interpretación, porque ha llegado mutilado y porque hay constantes juegos de palabras entre las ciudades que nombra -a veces de difícil identificación- y las acciones de lamento que le asigna a cada una. Por ejemplo, en el v. 10: No lo anunciéis (tgd) en Gat (gt); en Bet-Leafra (es decir, en la “Casa del polvo”) revolcaos en el polvo.
Sin embargo, el tono general del pasaje parece más claro. Es probable que el profeta se refiera a las campañas asirias: la campaña de Sargón por Palestina, en torno al año 710 a.C., y la posterior campaña de Senaquerib, el año 701, en la que asedió Jerusalén, aunque después tuviera que levantar el cerco precipitadamente (cfr 2R 18, 13-2R 19, 37). Para el profeta la caída del reino del Norte es como una herida (v. 9) para el pueblo elegido. Por eso se lamenta, y por eso llama a la penitencia (v. 16) y a aborrecer el pecado: el pecado que ha provocado la caída de Samaría (Mi 1, 6-7) y que ha pasado a la hija de Sión (v. 13). Es claro, como en tantos textos bíblicos, que lo que busca el Señor con las desgracias es la conversión. Así lo interpretaba Orígenes: Se dice que el Señor induce ciertas desgracias para convertir a quien tiene necesidad, y esto no es una afirmación completamente absurda; como no lo es que ha bajado la desgracia de parte del Señor hasta las puertas de Jerusalén (v. 12), desgracia que consistía en las penas infligidas por los enemigos, y que debían llevar a la conversión de los ciudadanos (Contra Celsum 6, 56).
Sin embargo, aunque la amenaza profética tardó todavía más de un siglo en cumplirse, se hizo realidad con la caída de Jerusalén a manos de Nabucodonosor: Y el mismo pecado, más aún, el mismo castigo del pecado que arrasó Samaría, llegará hasta Judá y hasta la puerta de mi ciudad, Jerusalén. Porque lo mismo que Samaría fue arrasada por los asirios, también Jerusalén será destrozada por los caldeos (S. Jerónimo, Commentarii in Michaeam 1, 6-9).
Mi 2, 1-5. Oráculo introducido por la interjección ¡Ay! contra las injusticias sociales de los poderosos que oprimen a los más pobres. Las denuncias de Miqueas son muy expresivas. Los poderosos parece que viven enteramente para el robo, la rapiña y el fraude: por las noches piensan cómo robar y por el día se dedican a ejecutarlo (vv. 1-2). Lo curioso es que estos hombres parecen hombres de fe, porque las palabras que el profeta pone en sus labios (v. 4) son un reconocimiento de que es el Señor quien da y quien quita. Las enseñanzas de Miqueas son aplicaciones prácticas del quinto y del décimo mandamiento que prohíben respectivamente la violencia y la injusticia y la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento (Catecismo de la Iglesia Católica, 2534).
El Señor anuncia el castigo por tales pecados: la opresión del destierro (v. 3) y el expolio de sus bienes (v. 4). Parece una aplicación discreta de la ley del talión, aunque al lector cristiano le evoca aquella sentencia de nuestro Señor Jesucristo: Con la medida con que midáis se os medirá (Mt 7, 2).
Mi 2, 6-11. Los versículos son un desarrollo de lo dicho antes. Aquellos hombres saben del valor de la locución profética y por eso le dicen (cfr v. 6) que no vaticine, no sea caso que ocurra lo que pronostica. El profeta les responde de cuatro maneras distintas: les dice que no ha menguado el Espíritu del Señor (v. 7), es decir, que el Señor no se ha olvidado del pueblo y habla a través de él, de Miqueas; les dice también que él no es un falso profeta que dice lo que los otros quieren escuchar (v. 11; cfr Lc 6, 26); y que si sus palabras son molestas, es porque ellos no son rectos y no porque las palabras no sean verdaderas (v. 7); finalmente (vv. 8-10), les propone tres ejemplos tan palmarios de las injusticias que cometen que no hacen falta más explicaciones. San Jerónimo comenta a este propósito: No os engañéis, casa de Jacob, y no digáis para vuestro mutuo consuelo: Dios es bueno; no llegará el cautiverio que tememos; porque su misericordia es muy grande y su espíritu es clementísimo; pero el que sale amplia y generosamente para todos, ¿sólo será corto y severo para nosotros? (Commentarii in Michaeam 2, 6-8).
Pero Miqueas no es un profeta de desgracias, sino de conversión. En medio de las calamidades, vislumbra la salvación. De ahí el significado de las preguntas del v. 7: a la vista del pasaje, se descubre que no ha menguado el Espíritu del Señor y que las palabras del profeta son acogidas por quienes actúan con rectitud; por tanto, también se enseña que no está maldita la casa de Jacob. El Señor está comprometido con su pueblo, como lo mostrará el siguiente oráculo.
Mi 2, 12-13. Nos encontramos aquí, de pronto, con una promesa diáfana de la restauración del entero pueblo elegido (v. 12), que sorprende en el contexto. El significado de las palabras es claro, pero en el libro pueden tener un doble sentido. En el contexto de esta primera parte de la obra, compuesta por denuncias, es posible entender estas palabras como dichas por los oyentes de Miqueas, a las que el profeta contesta con nuevos malos augurios (cfr Mi 3, 1ss.). Sin embargo, Miqueas es también un profeta de salvación: la casa de Jacob no está maldita (cfr Mi 2, 7) y, en prueba de ello, el profeta anuncia la futura restauración en términos muy semejantes a los de otros textos bíblicos: como un pastor que cuida de su rebaño (Mi 7, 14-17; cfr Sal 23, 1; Is 40, 11; Ez 34, 23; etc.). En todo caso, parece claro que Jesús entendió que esa promesa de restauración -incluso ampliada a los gentiles- se cumplió en Él cuando se denominó Buen Pastor: Yo soy la puerta de las ovejas (…) Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas (…). Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor (Jn 10, 7.11.16).
Mi 3, 1-12. En estos oráculos hay un tema general que se resume en los últimos versículos (vv. 11-12), que son además una recapitulación de todo lo tratado hasta el momento. En el v. 11 se elencan los pecados de los dirigentes -príncipes y sacerdotes- y de los profetas; en el v. 12 se anuncia el castigo: Samaría fue reducida a escombros (cfr Mi 1, 6), y lo mismo pasará con Jerusalén.
De los dirigentes se critica la venalidad (v. 11; cfr v. 1) y las injusticias con los menos favorecidos, en quienes ven sólo lo que puede redundar en la propia utilidad (vv. 2-4). La consecuencia es clara, tanto entonces como ahora (cfr v. 4): ¿cómo podrán ver al Señor esos tales? La piedad sin la justicia es imposible.
A los profetas les reprocha las falsas enseñanzas, que pronuncian por dinero y que extravían al pueblo (vv. 5.11). A ellos se les anuncia que se llenarán de vergüenza y confusión (v. 7) porque, sin visión ni revelación de Dios (v. 6), no tendrán nada que decir: su vida y su misión no tienen ya sentido alguno. San Gregorio Magno ve en el v. 5 una buena descripción de los malos pastores que son profetas que extravían a mi pueblo: como los predicadores réprobos que con sus juicios confunden a sus oyentes; mientras sus dientes tienen qué mascar pregonan paz, porque, en el apetito de su avaricia, mientras reciben dones terrenos de los pecados, les prometen la seguridad de la indulgencia divina (In librum primum Regum 1, 25).
Aunque en estas reconvenciones está presente el aspecto salvífico -el Señor todavía sigue actuando, pues esconde su faz a los injustos y su revelación a los profetas venales- donde mejor se deja ver la acción salvífica del Señor es en el mismo profeta, al que ha llenado de su espíritu para anunciar la justicia y el derecho (cfr v. 8). De esa forma, se anuncia lo que constituirá el tema de la segunda parte: el Señor no abandona a su pueblo.
Mi 4, 1-Mi 5, 14. Estos dos capítulos pueden ser considerados como la parte central del libro. El horizonte da un giro respecto de los tres capítulos anteriores. El hilo temático conductor es la consolación y la esperanza de la restauración en una era mesiánica. Algunos intérpretes conectan el optimismo de los oráculos de esta parte con el marco histórico de las excelentes reformas del rey Ezequías de Judá (años 716-686). El tema de fondo se vertebra en pequeñas unidades: las naciones vendrán al monte Sión (Mi 4, 1-5); el Señor reunirá en Sión a los dispersos de Israel (Mi 4, 6-8); también Judá sufrirá una prueba, pero será salvada (Mi 4, 9-14); anuncio del Mesías, que nacerá en Belén (Mi 5, 1-3); el Mesías liberará al pueblo del yugo asirio y conseguirá la paz (Mi 5, 4-5); el resto de Jacob en medio de las naciones será un pueblo fuerte (Mi 5, 6-8); y, finalmente, la purificación y el castigo por los pecados (Mi 5, 9-14).
La mayor parte de los oráculos vienen introducidos por fórmulas temporales: en los últimos días (Mi 4, 1), aquel día (Mi 4, 6; Mi 5, 9), entonces (Mi 5, 6), que proyectan los oráculos a un futuro escatológico; o bien, ahora (Mi 4, 9-14), que ve la salvación futura actualizada en el presente.
Mi 4, 1-5. Los primeros versículos son casi idénticos a Is 2, 2-4, y bastante parecidos a Za 8, 20-22. En su conjunto, el pasaje evoca lo que será el momento definitivo -en los últimos días (v. 1)- de renovación por parte de Dios. La acción, probablemente, hay que leerla desde el presente del v. 5: si el pueblo camina en los mandamientos del Señor, Jerusalén, y especialmente el Templo, serán el centro de confluencia del universo entero (v. 1) y todas las naciones acudirán a Israel para que les enseñe la Ley y la Palabra del Señor (v. 2). Cuando eso ocurra, se podrá decir que ya se ha instaurado la paz mesiánica: el Señor será el único juez reconocido (v. 3), ya no habrá guerras, y por tanto no serán necesarios los instrumentos de guerra -las espadas y las lanzas (v. 3)-, que pasarán por la fragua para ser utensilios de labranza. Cada hombre podrá gozar de la paz y la tranquilidad, en su casa y sin sobresaltos (v. 4).
Esta descripción de los tiempos mesiánicos tiene su eco en otros libros bíblicos, y de modo especial en el Nuevo Testamento. El contenido del v. 2, por ejemplo, es evocado en la conversación de Jesús con la samaritana, cuando Él le recuerda que la salvación procede de los judíos (Jn 4, 22). Pero la visión de Miqueas habla de la centralidad del Templo y de Jerusalén, y Jesucristo se denominó a sí mismo el nuevo Templo (Jn 2, 18-22). De ahí, y de otras muchas expresiones neotestamentarias, que los Padres vieran cumplidas en Jesús y en la Iglesia las promesas de este oráculo. Así Melitón de Sardes cuando dice: La Ley se convirtió en la Palabra y de antigua se ha hecho nueva -ambas salieron de Sión y de Jerusalén-. El mandamiento se transformó en gracia y la figura en realidad (De Pascha 45). Y San Jerónimo comenta: Apareció manifiesto lo que antes estaba oculto y preparado no sólo en los montes, sino sobre las cumbres de los montes, Moisés y los profetas, que de Él [Cristo] vaticinaron. Aunque escribieron cosas santas, las escribieron por comparaciones proféticas, en las cuales profetizaron la venida del Salvador, ante el cual los demás son humildísimos y de ninguna manera llegan hasta la cumbre de los montes. Será alzado sobre las colinas (v. 1), dice (…). Así, pues, a este monte que está preparado sobre la cumbre de los montes y alzado sobre las colinas, se apresurarán, o como se encuentra en el hebreo, afluirán todos los pueblos, esto es, a la manera de los ríos, se reunirán innumerables gentes. Se apresurarán los pueblos cuando crean igualmente partos y medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las zonas de Libia junto a Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes (cfr Hch 2, 9-10) (…). Venid, subamos al monte del Señor (v. 2): es necesaria la ascensión para que alguien pueda llegar a Cristo y a la casa del Dios de Jacob, a la Iglesia, que es la casa de Dios, columna y fundamento de la verdad (Commentarii in Michaeam 4, 1-5).
Mi 4, 6-8. Seguimos en el horizonte de los tiempos mesiánicos anunciados por la expresión aquel día (v. 6). Parece que el profeta tiene en la mente la desventura del destierro en Babilonia que anuncia a continuación (cfr Mi 4, 9-14). De ese desastre -el pueblo representado por ovejas maltratadas y cojas, un rebaño descarriado y desbandado (vv. 6-7)- el Señor, como buen pastor, sacará un resto del que hará una nación poderosa. Esa nación recuperará las glorias de antaño con un rey en Jerusalén.
Torre del rebaño (v. 8) no se refiere a un edificio concreto, sino que es un apelativo cariñoso que da el profeta al monte Sión. Por eso, la gloria mesiánica que después se promete a Belén (cfr Mi 5, 1-3) se anuncia ahora a Jerusalén.
Mi 4, 9-14. El vaticinio distingue entre la angustiosa realidad del presente (ahora, vv. 9-11.14), y los tiempos de la salvación y de la restauración en el futuro (vv. 12-13). La realidad de la prueba parece que alude a tres aspectos de la ruina del Reino de Judá y el posterior destierro en Babilonia: la caída del rey -v. 9, y probablemente se refiere también a él la expresión juez de Israel del v. 14-, la marcha hacia el destierro en Babilonia (v. 10), y la confabulación de las naciones para burlarse de Judá (v. 11).
El consuelo de la futura restauración tiene su base en que el Dios de Israel es el Señor de toda la tierra (v. 13). Por tanto, es el Señor mismo quien ha entregado a su pueblo y quien tomará partido por los suyos. La identificación de la Iglesia como el nuevo Israel de la restauración hizo que el pasaje se pudiera leer con sentido espiritual: Muchos pueblos demoníacos se reúnen contra la hija de Sión que es la Iglesia (…), se mofan de ella y se regocijan con la muerte de sus hijos, desconociendo los pensamientos del Señor e ignorando sus designios (…). Los reunirá, pues, como gavillas en la era para aventar con sus cuernos y triturar con sus pezuñas todo lo que parecían tener de espinoso y áspero, de vacío y ligero, y hacer ofrenda al Señor de grano limpio (S. Jerónimo, Commentarii in Michaeam 4, 11-13).
Mi 5, 1-3. El horizonte, entenebrecido por unos momentos en los versículos precedentes (Mi 4, 9-14), vuelve a abrirse alegre con el anuncio de un dominador, o gobernante en Israel, que ha de nacer, salir, de Belén, una ciudad de la región de Efrata (Gn 35, 16). Con frecuencia se distingue la región de su ciudad más importante (1S 17, 12), pero en algunos textos ambas se identifican (Gn 35, 19).
En el estilo típico de los oráculos de salvación abundan los contrastes: el rey anunciado tendrá comienzos humildes, puesto que nacerá en una ciudad pequeña (tan pequeña podría también traducirse como la más pequeña, v. 1), pero serán comienzos honrosos, puesto que Belén es la cuna de David y, por tanto, el lugar que confirmaba la pertenencia a la ascendencia davídica; será de origen muy antiguo, pero para percibir su presencia habrá que esperar a que dé a luz la que tiene que dar a luz (v. 2); se limitará a reunir a sus hermanos, pero su acción benéfica alcanzará los confines de la tierra (v. 3). Todos estos datos no pueden referirse al monarca contemporáneo al profeta, sino al futuro rey-Mesías. El texto contiene muchos elementos relacionados con los pasajes mesiánicos de Isaías (Mi 7, 14; Is 9, 5-6; Is 11, 1-4) y también con los que anuncian un futuro descendiente de David (2S 7, 12-16; Sal 89, 4).
La tradición judía vio en el texto de Miqueas un vaticinio mesiánico, como ha quedado reflejado en varios pasajes del Talmud (Pesajim 51, 1 y Nedarim 39, 2). El Nuevo Testamento contiene algunas alusiones claras, como la recogida en el Evangelio de San Juan, que muestra la opinión que tenían los contemporáneos de Jesús sobre la procedencia del Mesías: ¿Acaso el Cristo viene de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Cristo viene de la descendencia de David y de Belén, la aldea de donde era David? (Jn 7, 40-42); pero sobre todo en el primer evangelio se aplica este texto directamente a Jesús, nacido en Belén (Mt 2, 4-6): el evangelista modifica sutilmente la calificación de la ciudad de David (dice ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, en lugar de eres la menor… del texto de Miqueas), con la intención de ensalzar más la figura de Jesús-Mesías.
Siguiendo esta interpretación del Evangelio de San Mateo, la tradición cristiana ha visto en el pasaje de Miqueas el anuncio del nacimiento de Jesús en Belén. Son abundantes las explicaciones de los Santos Padres que intentaban convencer a los judíos de que Jesús es el verdadero Mesías esperado. Así lo mostraba Tertuliano: Puesto que los hijos de Israel afirman que nosotros erramos al recibir a Cristo, que ya vino, mostrémosles desde las mismas Escrituras que el Cristo anunciado ya ha venido (…). Era necesario que Él naciese en Belén de Judá pues así está escrito en el profeta: Y tú, Belén, no eres la más pequeña… (Adversus iudaeos, 13). San Ireneo, por su parte, escribía: A su vez, el profeta Miqueas dice también el lugar donde el Cristo debía nacer, a saber, en Belén de Judá, cuando se expresa así: Y tú, Belén de Judá, tú no eres insignificante entre los jefes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel. Pero Belén es también el país de David, de suerte que Él es de la descendencia de David, no sólo por la Virgen que lo ha dado a luz, sino también en cuanto que nació en Belén (Demonstratio praedicationis apostolicae 63).
Mi 5, 4-5. El Mesías que nacerá en Belén él mismo será la paz (v. 4), expresión más enfática que si dijera traerá la paz. Como consecuencia, Asiria, si viniere a nuestra tierra, será completamente vencida, ya que él nos librará de Asiria (v. 5). Se trata de una situación contrapuesta a la expresada en Mi 4, 9-14, que era de opresión por parte de Asiria. De manera semejante a como Egipto era la tierra prototipo de toda esclavitud, ahora Asiria se ha convertido en figura de nación opresora. El oráculo es, pues, anterior a la aparición de Babilonia en el horizonte histórico del pueblo elegido. Una lectura cristiana del pasaje descubre en él toda situación de tribulación del pueblo de Dios en su conjunto, o de cada fiel seguidor suyo, que esperan de su Señor la paz.
De Mi 5, 4 se hace eco Ef 2, 13-14: Ahora, sin embargo, por Cristo Jesús, vosotros, que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo. En efecto, él es nuestra paz: el que hizo de los dos pueblos uno solo y derribó el muro de la separación, la enemistad.
Mi 5, 6-8. Nuevo oráculo sobre el resto de Jacob entre las naciones (v. 7). El profeta atribuye a este resto de Israel creado por el Señor casi las mismas cualidades que al Señor. El resto será bendición -el rocío y la lluvia, son dones divinos (v. 6)- para quien le acoja; y maldición y desgarro -el león entre las bestias y el león joven entre un rebaño (v. 7)- para sus enemigos, de cuya opresión se desquitará.
Mi 5, 9-14. Se revelan más novedades para aquel día que inaugurará el tiempo escatológico: en primer lugar, la destrucción de las causas e instrumentos de la violencia (vv. 9-10; cfr Mi 4, 3; Mi 5, 4); en segundo lugar, anuncia la purificación de todo resto de idolatría y superstición: hechicerías y adivinos (v. 11); estatuas de los ídolos -pesilîm- y estelas -massebôt-, piedras o postes de los cultos cananeos al aire libre- (v. 12); cipos -aserás, bosquecillos para el culto de la fuerza generadora, cuya diosa era Astarté- (v. 13). Finalmente, Dios castigará las naciones que no hayan obedecido (v. 14): la restauración de Israel va tomando fuerza universalista.
Mi 6, 1-Mi 7, 7. Tercera parte del libro. En la oscilación de la obra entre reproches y anuncios de consolación, ésta es una parte de reproches. Los oráculos vuelven a notificar un juicio condenatorio de Israel y de Jerusalén. El libro comenzaba con una denuncia y un juicio de condena por las iniquidades de Israel y Judá (Mi 1, 2-Mi 3, 12), y seguía con el augurio de la restauración escatológica del reino de Dios, con el advenimiento del Mesías y la salvación del resto (Mi 4, 1-Mi 5, 14); ahora (Mi 6, 1-Mi 7, 7) se renuevan las denuncias de la conducta injusta e impía del pueblo. Pero el último versículo (Mi 7, 7) presenta al profeta confiando en Dios y esperando en Él. Como en un pasaje anterior (cfr Mi 4, 1-5) esta confianza es presagio de la última parte (Mi 7, 8-20) en la que las esperanzas de restauración encuentran su cumplimiento.
Las faltas del pueblo que censura el profeta son infidelidad y falta de agradecimiento al Señor (Mi 6, 1-5), defección en las virtudes (Mi 6, 6-8), especialmente en la justicia (Mi 6, 9-16), que han llevado a la desconfianza y a la traición (Mi 7, 1-6).
Mi 6, 1-5. Comienza la reprensión a Israel con la llamada a pleito (rîb) entre el Señor y su pueblo. Ésta es una forma literaria relativamente común (cfr Is 3, 13-15; Is 5, 3-7; Os 4, 1-3; etc.) en la literatura profética. Es como la representación de un juicio público donde el Señor es el demandante (v. 2), y los elementos de la tierra, los testigos (vv. 1-2). La fuerza de la exposición está en que los oyentes, el pueblo, son al mismo tiempo los demandados y los que deben emitir la sentencia (vv. 2-5). Es indudable que, ante el razonamiento del oráculo, todo oyente concluirá con el profeta en que, a partir de ese momento, procurará entender las misericordias del Señor (v. 5). Las razones que ofrece el Señor por boca del profeta se basan sobre todo en la memoria del origen del pueblo, y en lo que Dios hizo por ellos: con ese argumento introduce el núcleo de la fe de Israel (cfr Dt 5, 15). Es éste un motivo que debe estar también siempre presente en la fe cristiana: Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Recuerda que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios (S. León Magno, Sermones 21, 3).
El texto, especialmente los vv. 3-4, se ha hecho popular por formar parte de los Improperios que se cantan durante la Adoración de la Cruz en los oficios del Viernes Santo: Pueblo mío, ¿qué te he hecho…? (v. 3). En este canto, al texto fundamental de Miqueas se unen pequeños párrafos, que se alternan en el coro, tomados del Trisagio (Dios Santo, Dios Fuerte, Dios Inmortal), de Is 5, 1-5 y de algunos recuerdos de la historia de la salida de Egipto, que son actualizados en la liturgia relacionándolos con episodios de la Pasión del Señor. Esta celebración del Viernes Santo ha sido gran maestra para suscitar y mantener viva la conciencia de la ingratitud y de las ofensas del pueblo y de cada cristiano frente a los grandes beneficios y el inmenso amor de Dios. Constituye una magnífica invitación a que reconozcamos nuestros pecados y nos dispongamos a la conversión, colectiva y personal; de modo que cada cristiano que bese la Cruz de Cristo se aplique a sí mismo las palabras del profeta como palabras que Jesús le dirige directamente, porque, como dice San Francisco de Asís: Y aun los demonios no lo crucificaron; sino que tú, con ellos, lo crucificaste y todavía lo crucificas, deleitándote en vicios y pecados (Admonitiones 5, 3; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 598). La liturgia de la adoración de la Cruz resulta así un modo maravilloso de actualizar el oráculo profético de Miqueas a lo largo de la vida de la Iglesia y de cada alma cristiana.
Mi 6, 6-8. Constituye como una breve suma de la verdadera religión, que no consiste sólo en el culto externo, sino más bien en el sometimiento a Dios que lleva a vivir la justicia y la caridad con el prójimo (v. 8).
El v. 7 alude a la abominable práctica cananea de ofrecer los hijos al dios Moloc y a los baales, ya reprochada enérgicamente en otros textos bíblicos: En sus días [del rey Ajab de Israel], Jiel de Betel reedificó Jericó. Puso los cimientos sobre Abiram, su hijo mayor, y colocó las puertas sobre Segub, su hijo menor (1R 16, 34; cfr Lv 20, 2; Dt 12, 31; etc.). Tal vez estos pecados de los del reino del Norte se estaban introduciendo en Judá (cfr Mi 6, 16), como sugiere 2R 16, 3 y como señala claramente Jeremías: [Los reyes de Judá] llenaron de sangre inocente este lugar. Y edificaron lugares altos a Baal, para quemar a sus hijos en el fuego, como holocausto a Baal (Jr 19, 4-5).
Mi 6, 9-16. Es una condena divina de los pecados que se cometen en Jerusalén. Se subrayan las injusticias y los fraudes (vv. 10-11): el bat (v. 10) era una medida de capacidad de líquidos, equivalente a unos 21 litros, y la efah, una medida de capacidad de áridos, equivalente a un bat (cfr Ez 45, 11).
Pero, de la misma manera que la virtud engendra virtud, el pecado engendra pecado: la injusticia de los ricos les conduce a la violencia y a la mentira (v. 12). Por ello, el Señor anuncia un castigo: la esterilidad del trabajo (vv. 13-15). Pero también presiente que ni siquiera así conseguirá la enmienda. Por eso, como conclusión de toda la advertencia, aparece el v. 16. Los pecados de Jerusalén empiezan a parecerse a los pecados de Israel -Omrí (885-874 a.C.) y Ajab (874- 853 a.C.), reyes de Israel, eran bien conocidos por sus faltas contra la Ley del Señor (cfr 1R 16, 23-34)-, y el resultado no puede ser muy diferente: la destrucción del país y la deportación del pueblo a otras tierras.
Mi 7, 1-6. El pasaje parece el reverso de los bienes mesiánicos que se anunciaban en Mi 4, 1-5. Allí se prometían la paz, la tranquilidad y la fecundidad de la tierra (Mi 4, 3-4), y aquí se denuncian la guerra, la desconfianza y la infecundidad (vv. 1-3); allí se caminaba en el nombre del Señor (Mi 4, 5), y aquí se denuncian la injusticia y la doblez (vv. 3-4). Por eso, el profeta vislumbra la llegada del día del castigo (v. 4; cfr Mi 1, 2-5).
Los versículos siguientes (vv. 5-6) son de difícil interpretación. Es posible que sean una continuación de lo dicho antes (vv. 1-3), con lo que expresarían un aspecto más de la corrupción generalizada: se desconfía hasta de los amigos y de los familiares más íntimos. Sin embargo, pueden interpretarse también como puntualización de la confusión que acarreará el día anunciado. Así parecen entenderse en el Nuevo Testamento, cuando el Señor cita el v. 6 (cfr Mt 10, 35; Lc 12, 53) entre las señales de su venida a la tierra que es venida de confusión (cfr v. 4), pero también de salvación.
Mi 7, 7 El libro de Miqueas contiene denuncias y amenazas, pero es, sobre todo, un libro de anuncio de salvación. Las censuras de esta tercera parte concluyen con este versículo que no sólo expresa la actitud devota y esperanzada del profeta, sino que afirma la seguridad de que el Señor le escuchará.
Mi 7, 8-20. El libro concluye con unos preciosos oráculos en los que el profeta ve cumplidas las esperanzas de restauración. En este sentido, su contenido recuerda otros pasajes proféticos como los caps. 33 y 40-55 del libro de Isaías. El poema comienza dando la voz a Jerusalén que, desde la caída, expresa su confianza en que el Señor la levantará (vv. 8-10), y sigue con la promesa del Señor de que se reconstruirá la ciudad y se dilatará su gloria hasta ser el orgullo del mundo (vv. 11-13). Desde aquí los oráculos toman forma de plegaria: primero para pedirle al Señor que sea Él el pastor del pueblo (vv. 14-17), y después con agradecimiento porque es fiel a sí mismo, perdona los pecados y olvida las culpas pasadas (vv. 18-20).
Mi 7, 8-10. Probablemente, estas palabras hay que situarlas en el contexto del destierro: Jerusalén ha caído y está en manos de sus enemigos. Pero, para el israelita, que es una persona de fe, esta caída es consecuencia de los pecados, y por tanto el Señor la volverá a levantar cuando Jerusalén los haya purgado (v. 9). El Señor no permanece impasible ante la desgracia de sus elegidos y siempre les hace justicia (vv. 9-10); por eso espera, porque el Señor es mi luz (v. 8).
Las expresiones de desquite de los enemigos presentes en estos versículos difícilmente se podían compaginar con el mandato del amor del Señor. De ahí que, teniendo presente que el Nuevo Testamento llama enemigos del hombre al diablo y a la muerte (cfr 1Co 15, 26), este oráculo se pudiera leer alegóricamente como el triunfo del Señor sobre ellos: Porque, aunque recibió la muerte por nosotros, sin embargo resucitó y escarneció al enemigo, cuya victoria destrozó y cuyo aguijón de muerte quebró. Y nosotros, aunque en el mundo estamos apesadumbrados, y el enemigo se alegra de nuestra tristeza y nuestra contrición del corazón; sin embargo, al resucitar, destruiremos su alegría. Por lo que Miqueas dijo: No te alegres a mi costa, enemiga mía: si caí, me levantaré. Porque la resurrección disolvió las cadenas del enemigo, y su triunfo se expande hacia todas las cosas (S. Ambrosio de Milán, Enarrationes in XII psalmos 40, 34, 2).
Mi 7, 11-13. Tres consecuencias de la restauración de Israel: la reconstrucción de las murallas de Jerusalén y la expansión del país más allá del escaso territorio que ocupaba el reino de Judá antes de su caída (v. 11); la gloria de Jerusalén, que será el lugar donde converja el mundo entero para aprender del pueblo elegido (v. 12; cfr Mi 4, 1-2); finalmente, la desolación en los lugares donde no se respeta la Ley del Señor (v. 13). Salvadas las expresiones un tanto duras, es una descripción justa de la esperanza en el final del mundo creado. Como dice San Pablo, cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas (1Co 15, 28).
Mi 7, 14-17. Desarrollo de la esperanza de restauración, ahora en forma de plegaria al Señor. Lo que se le pide es una vuelta a los orígenes del pueblo: que repita los prodigios que asombraron a los gentiles (vv. 16-17) y les convencieron del poder del Señor (v. 16). Y además, que el Señor sea el único pastor del pueblo (v. 14; cfr Mi 5, 3) que ahora ocupa de nuevo toda Palestina como tierra fecunda. Basán y Galaad, en las orillas y altiplanicies orientales del Jordán, eran dos regiones célebres por sus ricos pastos.
Mi 7, 18-20. Los tres versículos finales del libro adquieren tono litúrgico: celebran con agradecimiento la misericordia del Señor. Ante las obras del Señor -el perdón y el olvido de los pecados (vv. 18-19), la fidelidad a las promesas a pesar de los pesares (v. 20)- el hombre fiel sólo puede agradecer y asombrarse: ¿Qué Dios hay como Tú? (v. 18).
Buena parte de los términos empleados en este breve himno final -resto, heredad, fidelidad, etc.-, ya han aparecido a lo largo del libro y son aquí recapitulados. Pero su significación se prolonga si consideramos cómo se retoman las palabras de Miqueas en el Benedictus de Zacarías. Allí se resume bien la esperanza de siglos del pueblo de Dios en la venida del Mesías, y su lectura puede reavivar la nuestra a la espera de la venida definitiva del Señor: Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, y ha suscitado para nosotros el poder salvador en la casa de David, su siervo, como lo había anunciado desde antiguo por boca de sus santos profetas (Lc 1, 68-70).
Na 1, 1 Es un título singular que no aparece en ningún otro libro profético. Únicamente es parecido el de Habacuc (Na 1, 1), señal de que probablemente ambos libros tienen la misma orientación y quizás el mismo origen. Oráculo (en hebreo masá) es un término que introduce los oráculos contra las naciones (cfr Is 13, 1; Is 15, 1; Za 9, 1) y significa no tanto un anuncio de castigo cuanto una lección: que el juicio del Señor alcanza a todos los pueblos, y que la ruina de los pueblos paganos es una enseñanza para Israel, que se verá libre de ellos por el amor del Señor. Visión designa una descripción poética con tintes escatológicos, que prefigura el juicio definitivo de Dios sobre sus enemigos. En este caso, la descripción de la caída de Nínive, capital de Asiria desde el reinado de Senaquerib. Libro de la visión, significa que, aunque todo haya sido previamente proclamado, se garantiza el cumplimiento de lo que se ve, como ocurre en Jeremías (cfr Jr 30, 2).
Elcós. Resulta difícil identificarla con exactitud. Entre las aldeas del norte no se ha encontrado ninguna que por su nombre o por su etimología pudiera coincidir con ella, y tampoco parece probable que Nahum formara parte de los grupos de israelitas deportados por Senaquerib. Lo más seguro es que la patria del profeta perteneciera a Judá, aunque tampoco puede precisarse más.
Na 1, 2-8. El poema es alfabético, pero está incompleto, porque únicamente contiene once estrofas, la mitad del alfabeto. Tiene características propias de un himno o salmo de alabanza a Dios, en el que los adjetivos califican a la persona del Señor (vv. 2a.3b), y los verbos relatan sus acciones extraordinarias (vv. 3b-4). De esta forma, la alabanza descriptiva se completa con la alabanza narrativa. Consta de tres secciones de alguna manera concéntricas: la primera presenta al Señor como celoso y vengador (vv. 2-3a); la segunda describe una magnífica teofanía en la que Dios se muestra entre fenómenos atmosféricos, tempestad, huracán y nubes (vv. 3b-6; cfr Ex 19, 16-25; Is 6, 1-10); la tercera vuelve, como al principio, a ensalzar cualidades divinas, en esta ocasión, la bondad, la protección y la misericordia (vv. 7-8a). Y el final enfatiza de nuevo el juicio y el poder de Dios, capaz de destruir a los enemigos (v. 8b).
Na 1, 2-3. Un Dios celoso y vengador. Con frecuencia Dios es definido como Dios celoso y misericordioso (cfr Ex 20, 5; Ex 34, 14) poniendo de relieve que en la retribución tan importante es la justicia como la misericordia. En el himno de Nahum, se subraya más la severidad del juicio con términos que al hombre de hoy le pueden resultar duros. Pero hay que tener en cuenta que la raíz hebrea que traducimos por venganza, vengar, vengador, aplicada con frecuencia al Señor (Sal 58, 11; Is 34, 8; Is 61, 2), no puede entenderse a la luz de la conducta humana. Propiamente equivale a restaurar el derecho quebrantado, o también reivindicar el derecho, y por tanto indica equidad en el juicio, si bien éste será inexorable.
Lento a la ira. Esta fórmula tan gráfica de la ternura divina es frecuente en los libros del Pentateuco y de los Salmos (cfr Ex 34, 6; Nm 14, 18; Sal 86, 15; Sal 103, 8; Sal 145, 8), mientras que en los profetas está ausente. Nahum recurre a las expresiones más tradicionales probablemente para poner de manifiesto que el castigo severo de Nínive no empaña la misericordia divina. Como han formulado los grandes teólogos, en Dios todas las cualidades forman una unidad: En Dios el poder y la esencia, la voluntad y la inteligencia, la sabiduría y la justicia son una sola cosa, de suerte que nada puede haber en el poder divino que no pueda estar en la justa voluntad de Dios o en su sabia inteligencia (S. Tomás de Aquino, Suma theologiae 1, 25, 5, ad 1).
Camina en la tempestad. El profeta reafirma la presencia sobrecogedora del Señor con palabras tomadas de la teofanía del Sinaí (cfr Ex 19, 16). De este modo confiesa la soberanía divina sobre toda la creación.
Na 1, 4-5. Con esta nueva alusión al éxodo (v. 4; cfr Ex 14, 16.21) se ensalza la iniciativa de Dios en la liberación de su pueblo, y con el retemblar de la tierra (v. 5) su poder y dominio sobre la creación entera. Los profetas interpretan los fenómenos naturales negativos (sequías, terremotos, etc.) como manifestación del juicio divino (cfr Jr 14, 3-7) y como signos de que Dios es incompatible con la injusticia y el delito y, por tanto, siempre prevalece sobre ellos. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas (Catecismo de la Iglesia Católica, 1040).
Na 1, 7-8. La bondad de Dios es una cualidad que los Salmos unen con la misericordia (cfr Sal 100, 5; Sal 135, 3; Sal 145, 9) y cantan en himnos rituales (Sal 34, 9). Nahum también ensalza la bondad divina reflejada en la protección de los que confían en Él y en la destrucción de los enemigos. Estos contrastes, frecuentes en lenguaje semita, son recursos para hacer hincapié en la predilección del Señor por los que le permanecen fieles.
Na 1, 9-Na 2, 1. Esta sección consta de elementos heterogéneos que en el proceso de composición podrían haber sufrido varias modificaciones hasta el resultado final que nos ha llegado. Algunos comentaristas la explican como un diálogo del profeta con israelitas y asirios: una parte estaría dirigida a los israelitas y a los asirios conjuntamente (Na 1, 9-10), otra sólo a los asirios (Na 1, 11.14) y otra sólo a los israelitas (Na 1, 12.13 y Na 2, 1). Pero tanto artificio literario resulta demasiado sofisticado en un autor del siglo VII a.C. Parece más bien que los únicos interlocutores eran los habitantes de Judá y de Jerusalén para quienes la destrucción de Nínive sería ocasión de reconocer el poder soberano de Dios y la predilección divina por su pueblo. En todo caso, los primeros versículos (Na 1, 9-10) son introductorios, y los demás (Na 1, 11-Na 2, 1) constituyen el anuncio e interpretación en lenguaje profético de la caída de Nínive que se relata a continuación.
Na 1, 9-10. La introducción es una consideración sapiencial en la que subyace el estilo de disputa bien conocido en los profetas. La pregunta retórica: ¿Qué tramáis contra el Señor?, en segunda persona del plural, y la explicación siguiente van dirigidas a los que interpretaban la inactividad de Dios como impotencia y como abandono de los suyos. La respuesta es contundente con el anuncio de la invasión y destrucción de la capital de Asiria. La imagen de los espinos y de los borrachos (v. 10) refleja la decadencia de Nínive y su inminente desaparición.
Na 1, 11-14. De ti salió, es decir, se marchó definitivamente el invasor que había venido con intenciones malévolas. Probablemente hace referencia al rey asirio Senaquerib que, como cuenta 2R 18, 13-2R 19, 37, invadió muchas ciudades de Judá el año 701 a.C., pero milagrosamente no llegó a apoderarse de Jerusalén. Éste sería quien maquina maldad (…) y aconseja perversidad (v. 11). La frase literalmente es consejero de Belial, personaje sin ley, identificado con el enemigo de Dios (cfr Ne 1, 11; Ne 2, 1) y tomado como personificación de la perversidad (cfr Dt 13, 14 y nota). El cambio del plural (v. 9) al singular (v. 11) es frecuente en el estilo profético: la ciudad es unas veces personificada y otras tomada como la suma de todos sus habitantes.
Na 1, 14 Este anuncio en segunda persona, masculino, se refiere al rey de Asiria. Aquí está retóricamente insertado a modo de cita literal para que los judíos escarmienten de la suerte de su enemigo más emblemático y emprendan un culto más fiel, sin idolatrías y sin imágenes prohibidas.
Na 2, 1 El mensajero en contexto bélico es el que viene desde el lugar de la batalla con buenas noticias (cfr 2S 18, 26; Is 41, 27), generalmente con el anuncio de la paz. En el libro de Isaías se repiten las mismas palabras en un contexto más universal, dentro del himno en honor al reinado de Dios (Is 52, 7), significando a un portavoz divino; aquí es más bien una metáfora. La paz, además del final de la guerra, indica la suma de beneficios otorgados por Dios al pueblo. De ahí la exhortación a celebrar una gran fiesta, probablemente una peregrinación a Jerusalén, porque el temido Senaquerib ha sido aniquilado. En el trasfondo de este anuncio, de tonos tan severos, se vislumbra el restablecimiento de la justicia que llegará en el horizonte escatológico cuando quede establecido el Reino de Dios, un reino de justicia, de amor y de paz (Misal Romano, Prefacio de Cristo Rey).
Na 2, 2-Na 3, 19. Tras la breve introducción que explica el sentido de la caída de Nínive (Na 2, 2-3), el poema sobre la invasión y destrucción de la capital de Asiria (Na 2, 4-Na 3, 19) tiene una gran fuerza poética, pues se mezclan los sentimientos de alegría, al ver cómo se desploma la ciudad enemiga, con las de asombro ante tanta violencia, y las de reconocimiento ante el juicio inapelable de Dios. El poema está construido con esmero, presentando la secuencia coherente de una invasión: el asalto de la ciudad (Na 2, 4-14), la descripción de los crímenes que han ocasionado la sentencia divina (Na 3, 1-7), la comparación ilustrativa con la destrucción de Tebas (Na 3, 8-11), la debilidad de Nínive tanto en sus plazas fuertes como en su ejército (Na 3, 12-17) y finalmente la elegía irónica por el rey de Nínive (Na 3, 18-19).
Na 2, 3 La majestad de Jacob. El profeta explica que la destrucción de Nínive, que se creía ella misma la ciudad más excelsa, tiene como objeto la restauración de Israel que alcanzará la majestad y la gloria que le pertenecen como pueblo elegido. Se aplican a Judá los nombres gloriosos del antiguo patriarca, Jacob e Israel, cuando el reino del Norte, Israel, ya había desaparecido. Con esta aclaración los aspectos más brutales de la descripción del asalto de Nínive han de entenderse como un modo de reflejar la predilección de Dios por los suyos, como canta el salmista: Pues su brazo no les dio la victoria, sino tu diestra, tu brazo y la luz de tu rostro, porque te complacías en ellos (Sal 44, 4).
Na 2, 4-6. Rojos son los escudos. En la traducción es casi imposible reflejar el colorido y el sonido estremecedor que refleja el texto hebreo. El profeta transmite la sensación de angustia de los ninivitas ante el avance del ejército formidable de los babilonios por las calles y plazas de la gran capital de Asiria.
Na 2, 8 La gran Señora, literalmente la que está en pie. Es un texto deteriorado que ha sido entendido de diversas maneras; por ejemplo la Neovulgata traduce la Hermosa. En todo caso, parece que se refiere a la estatua de Istar, diosa del amor y de la guerra, venerada especialmente en Nínive. Al ser destruida la efigie, sus hieródulas y sacerdotisas lamentarían ostensiblemente su desaparición.
Na 2, 12-14. La imagen de los leones campando a sus anchas refleja el poderío y la crueldad de los ninivitas. Es un magnífico contraste con las cenizas a que quedarán reducidos después de cumplirse el juicio divino, expresado con solemnidad: ¡Aquí estoy Yo contra ti! (v. 14). Esta fórmula que se repite más adelante (Na 3, 5) es típica de los oráculos de condena contra Israel o contra las naciones, especialmente en Jeremías (Jr 21, 13; Jr 50, 31; Jr 51, 25) y en Ezequiel (Ez 21, 8; Ez 29, 10; Ez 35, 3; Ez 38, 3; Ez 39, 1). Indica que la sentencia dictada es irrevocable y que se llevará a cabo.
Na 3, 1-7. La descripción contenida en estos versículos es intensa en todos sus elementos: crueldad de los asirios (v. 1), ferocidad de los babilonios (vv. 2-3), gravedad de la idolatría y los engaños de los ninivitas (v. 4) y, por último, juicio definitivo de Dios contra Nínive (vv. 5-7). La severidad de la sentencia divina prefigura el juicio final que el Catecismo de la Iglesia Católica describe con estas palabras: El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (Catecismo de la Iglesia Católica, 677).
Na 3, 8-11. No-Amón es el nombre de Tebas, capital del nuevo imperio egipcio, situada en el Alto Egipto. Había sido saqueada y ocupada el año 663 a.C. por el rey asirio Asurbanipal. El profeta lo recuerda con ironía como aplicando la ley del talión. Ahora los vencedores serán vencidos, los conquistadores conquistados, los destructores destruidos. Como ocurrió en Tebas también aquí serán cruelmente asesinados los niños como señal de genocidio total y como símbolo de brutalidad sin miramientos.
Na 3, 12-17. La debilidad de Nínive está descrita con imágenes apasionadas, cargadas de contrastes irónicos: sus fortalezas son como higos (v. 12), sus fornidos soldados como mujeres indefensas (v. 13), sus tropas numerosas como enjambres de langostas que, como vienen, se van sin hacer frente (vv. 15-16). El profeta parece disfrutar con esta pintura grotesca que pone de relieve la distancia infinita entre Dios omnipotente y soberano, y las criaturas que parecen fuertes, y no son nada.
Na 3, 18-19. La lamentación por la muerte del rey de Asiria nada tiene que ver con las elegías sinceras que solían entonarse por los difuntos importantes, por ejemplo, la que tributó David a Jonatán (cfr 2S 1, 19-27). Es más bien una sátira poética, breve pero incisiva: el rey asirio muere por desidia y abandono de los suyos, y se convierte en el hazmerreír de sus enemigos. A Israel le ha de servir como escarmiento para no desviarse, y como señal de la protección divina. Sólo Él le ha librado de sus enemigos.
Ha 1, 2-Ha 2, 4. En esta primera parte del libro se concentran el mensaje y las circunstancias históricas de la obra. Parece un diálogo entre el Señor y el profeta. Éste recurre al Señor para que intervenga en una situación de injusticias clamorosas (Ha 1, 1-4). La respuesta de Dios es sorprendente, pues anuncia que va a suscitar un pueblo terrible, cruel y violento, que no respeta más que a su propia fuerza (Ha 1, 5-11). Ante esta resolución, el profeta se desconcierta: ¿cómo es posible que, para purificar a sus elegidos, el Señor haya designado a un pueblo tan impío y desalmado? (Ha 1, 12-17). Pero, en su desconcierto, no desespera, sino que decide perseverar atento a la voz del Señor (Ha 2, 1). Y, efectivamente, el Señor le contesta diciéndole en palabras lo que antes le indicaba con gestos: todo tiene su tiempo; las dificultades derrumban al que no es recto, pero el que confía y espera, permaneciendo fiel, ése vivirá por su fidelidad (Ha 2, 1-4).
Ha 1, 2-4. El lamento ante Dios enumera los desastres que sufre el pueblo: iniquidades, violencia, robo, incumplimiento de la Ley, injusticias, etc. (vv. 3-4). Sin embargo, lo que le parece más grave al profeta es que el Señor permanezca impasible, y no actúe (v. 2). La fuerza de las palabras de Habacuc está probablemente en que no son un simple lamento sino una oración, porque la oración no debe ser artificial, sino vital: Le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y él siempre me entiende… Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría (S. Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, 25).
Ha 1, 5-11. El Señor responde al profeta diciéndole simplemente que Él sí actúa: no tiene más que mirar (v. 5). Lo que tiene que mirar es el poder de los caldeos, un pueblo que ha sido suscitado por el mismo Señor (v. 6). De este pueblo se enfatizan su crueldad y su eficacia en la guerra (vv. 6-9), su poderío (v. 10) y su orgullo (v. 11). La historia posterior mostrará cómo los caldeos destrozaron Judá y lo condujeron a la deportación en Babilonia el 587 a.C. Lo que no declara el pasaje es si vienen como instrumentos de Dios para resolver la situación o son sólo instrumento de purificación y castigo por los pecados. El profeta (cfr Ha 1, 12-Ha 2, 1) tampoco parece ver qué solución ofrece esta primera respuesta divina, pero está claro para todos el dominio del Señor sobre la historia, resaltado desde el v. 5. Éste es el sentido del texto que recogió San Pablo en su predicación en Antioquía de Pisidia (cfr Hch 13, 41) cuando advirtió a aquellos hombres que no despreciaran la gracia que se les ofrecía, pues el Señor había realizado lo más inauditola-resurrección de Jesucristo, y con ella la justificación- desde lo más inconcebible: la muerte ignominiosa.
Ha 1, 12-Ha 2, 1. Ahora se desencadena el desconcierto del profeta. Habacuc reconoce la soberanía de Dios que ha suscitado a ese pueblo para hacer justicia y para corregir (Ha 1, 12). Pero lo que no entiende no es el qué de la corrección, sino el cómo: ¿cómo es posible que el Señor, que es el Santo inmortal (Ha 1, 12), que no soporta el mal y la iniquidad (Ha 1, 13), haya elegido para la corrección a un traidor e impío (Ha 1, 13)? Y a continuación desarrolla en qué consisten la traición y la impiedad del invasor. Con la imagen de la pesca explica la traición: los hombres, los justos (cfr Ha 1, 13), son como los peces que viven en su habitat natural, el mar, y el invasor es como el pescador que con anzuelo, red y copo (Ha 1, 15) los apresa y los mata. Pero la traición se transforma en impiedad, ya que el invasor se alegra de sus obras, es más, adora a aquello que le da poder (Ha 1, 16-17; cfr Ha 1, 11). Es posible que en esta imagen se aluda a algunos pueblos de Oriente que ofrecían un sacrificio anual a su espada como imagen de su dios guerrero (Heródoto, Historia 4, 62), pero en la tradición bíblica es constante la asimilación entre la idolatría y la seducción del poder: La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a “la Bestia”, negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (Catecismo de la Iglesia Católica, 2113).
Pero el profeta es un hombre de fe: aunque no entiende, espera con atención (cfr Ha 2, 1), porque sabe que Dios no le fallará: Escucha -dice San Bernardo- las palabras del profeta Habacuc (…): Me pondré de centinela, en pie vigilaré, velaré para escuchar lo que me dice, qué responde a mis quejas. También nosotros, queridos hermanos, pongámonos de centinela, porque es tiempo de lucha. Adentrémonos en lo íntimo del corazón, donde vive Cristo. Permanezcamos en la sensatez, en la prudencia, sin poner la confianza en nosotros, fiándonos de nuestra débil guardia (Sermones de diversis 5, 4).
Ha 2, 2-4. Dios, como para darle la razón al profeta, contesta a sus preguntas. Lo primero que aclara el Señor es que cuanto dice se cumplirá: es posible que pase el tiempo, pero no su palabra (vv. 2-3). Y esto tiene sus consecuencias: esa espera será criba de fidelidad (v. 4).
Este último versículo -Se derrumbará el que no tiene alma recta, pero el justo vivirá por su fidelidad- es importante en la tradición bíblica, tanto judía como cristiana. Para algunos rabinos era el compendio de los 613 mandamientos de la Ley; para los comentaristas de Qumrán significaba que quien cumpliera la Ley se vería libre del juicio, y en el Nuevo Testamento se cita en varias ocasiones para significar la fuerza de la fe y la necesidad de la fortaleza.
Sin embargo, presenta dificultades en su vocabulario y una cierta ambigüedad que se refleja en las traducciones y en la actualización del texto en el Nuevo Testamento. La forma se derrumbará -que también se podría traducir se vendrá abajo, se volverá atrás- es traducción del griego más que del texto hebreo, cuya forma significaría más bien se engalla, se hincha. La Carta a los Hebreos (Hb 10, 38), cita este texto, desde la traducción griega, para exhortar a la perseverancia en la fe recibida: Mi justo vivirá de fe, y, si se volviera atrás, mi alma no se complacerá en él. Aunque el autor de la Carta invierte el orden de Habacuc, el texto de Hebreos profundiza en el mismo sentido expuesto por el profeta, actualizándolo en la vida de aquellos cristianos.
Del mismo modo, fidelidad traduce una expresión hebrea muy común (‘emunah) que significa estabilidad, fidelidad, fe. En Rm 1, 17 y Ga 3, 11, San Pablo cita la segunda parte del versículo de Habacuc -el justo vivirá de la fe- en sentido individual, para fundamentar la doctrina de la justificación por la fe sin necesidad de las obras de la Ley. Esta cita de San Pablo es la que ha dado enorme relevancia al texto del profeta en el ámbito cristiano.
La interpretación de San Jerónimo, contempla los dos horizontes del texto: el de los primeros destinatarios, y el del cristiano: Si tu fe duda y piensas que no va a venir lo que prometo, tendrás la gran culpa de desagradar a mi alma. Pero el justo que cree en mis palabras y no duda de las cosas que prometo, tendrá como premio la vida eterna (…). Manifiestamente, en estas palabras hay una profecía de la venida de Cristo. De donde la cuestión propuesta se resuelve: hasta que Él venga, la iniquidad dominará en el mundo y el juicio no llegará a su fin (Commentarii in Abacuc 2, 4). Pero el texto tiene forma de máxima, y por eso es de fácil actualización en la vida cristiana. Así, por ejemplo, como el Nuevo Testamento dice de San José que era justo (cfr Mt 1, 19), se le puede aplicar el texto de Habacuc como señal de que la justicia comporta la fe: No está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe (Ha 2, 4). Vivir de la fe: Esas palabras que fueron luego tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven realizadas con creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 41).
Ha 2, 5-20. Estos versículos parecen el contenido de la visión de Habacuc (cfr Ha 2, 2-3). Es un conjunto de oráculos bien construido, en el que, tras un exordio (vv. 5-6), se proclaman cinco imprecaciones contra el culpable. Todas están estructuradas de manera semejante: al ¡Ay! inicial le siguen un calificativo que designa al personaje imprecado y, normalmente, la razón del castigo. Al final (v. 20) se proclaman, por contraste, la santidad y la trascendencia del Señor, dueño del orbe y de la historia.
Las faltas que se condenan -robo, violencia e idolatría- son faltas morales de las personas, pero el contexto parece que las aplica a las obras del pueblo invasor, a los caldeos. De ahí la dificultad a la hora de identificar al destinatario del oráculo: ¿es el pueblo opresor, o los judíos pervertidos empezando por el rey? El texto no es claro, pero con esa ambigüedad sí afirma que las faltas de los pueblos no dejan de ser faltas morales de las personas. San Jerónimo lo explica también así: Todo lo que decimos de Babilonia y de Nabucodonosor, lo podemos decir del mundo, o del diablo, que es en verdad arrogante y soberbio, creyéndose algo, pero sin conseguir que nada llegue a su fin (Commentarii in Abacuc 2, 5).
Ha 2, 5-11. Es posible que la primera imprecación (vv. 6-8) tenga como trasfondo el tributo que Nabucodonosor hizo pagar a los países que controló, entre ellos Judá (cfr 2R 24, 1). También se reconocen en los vv. 9-11 unas palabras de Jeremías (cfr Jr 22, 13-17) contra el rey Yoyaquim de Judá. En todo caso, el común denominador a toda esta primera sección se expresa en el primer versículo: la riqueza traiciona (v. 5), porque degenera en robo (cfr v. 7), o en lucro injusto (cfr v. 9). Es más, al final, lleva a la necedad de la idolatría (cfr Ha 2, 18-20). La íntima relación entre estas notas, presente en toda la Sagrada Escritura, no pasó por alto a la catequesis cristiana: Os exhorto también a que os abstengáis del amor al dinero y a que seáis castos y veraces. Apartaos de todo mal. El que no es capaz de gobernarse a sí mismo en estas cosas ¿cómo podrá enseñarlas a los demás? Quien no se abstiene de la avaricia se verá mancillado también por la idolatría y será contado entre los paganos que desconocen el juicio del Señor (S. Policarpo, Ad Philippenses 10).
Ha 2, 12-20. Las imprecaciones tercera y cuarta (vv. 12-14 y 15-18) se refieren a la violencia. Al ir a continuación de las que se refieren a la avaricia, la conclusión del lector es que la avaricia lleva aparejada la violencia. Pero, como antes, el oráculo no es una mera denuncia, sino la proclamación, común a los profetas, del señorío de Dios sobre todas las cosas: no pasa nada que Él no sepa (v. 13, cfr Jr 51, 58; v. 14; cfr Is 11, 9), ninguna injusticia quedará sin reparar (v. 16).
El v. 18, al final de la cuarta diatriba, parece una introducción a la quinta (vv. 19-20), que versa sobre la idolatría. La prueba de que las cosas cambiarán, y serán como dice el profeta, está en que aquellos hombres, injustos en el fondo, veneran a idolillos, que no son sino un trozo de madera o de metal, sin ningún principio de vida. En cambio, su Dios es el Señor dueño de toda la tierra que impondrá justicia y silencio ante su sentencia.
El v. 20 viene a ser como la conclusión de los cinco ¡ayes!. Es muy parecido a Za 2, 17 y tiene eco en Ap 8, 1. El silencio, signo de máximo respeto, precede, a veces, a la palabra de Dios (cfr Sal 76, 9; Sb 18, 14; Is 41, 1; Lm 3, 26; So 1, 7).
Ha 3, 1-19. Dos notas tonales, al principio y al final, y las tres indicaciones de pausa (vv. 3.9.13) nos advierten que estamos ante un género literario distinto: una oración, pero que es como un salmo. Tras una invocación del profeta en la que canta los atributos del Señor (v. 2), se describe una teofanía, la presencia majestuosa del Señor sobre la tierra (vv. 3-15), y se narra la reacción del profeta reafirmándose en su confianza en el Señor (vv. 16-19).
Ha 3, 1-2. Un versículo redaccional (v. 1) y otro de preludio (v. 2) dan paso al salmo épico que sigue. Con todo, el v. 2 recoge una descripción de la majestad de Dios, un Dios poderoso en obras y en palabras, al que hay que temer. Pero, en su poder, es un Dios misericordioso; por eso el profeta le pide que se manifieste como poderoso soberano, una vez más, a favor de su pueblo. Tal declaración de majestad no podía pasar desapercibida en la tradición. San Beda, cuando comenta este salmo (Expositio in canticum Abacuc prophetae), se asombra ante la grandeza de Dios que se descubre en la Encarnación del Hijo. San Agustín, en cambio, cita el texto según la versión latina para explicar el asombro del hombre ante el universo, obra de Dios: Si osamos contemplar todas las cosas con una sola mirada panorámica, ¿no viene a nosotros lo que dice el profeta: Consideré tus obras y quedé espantado? (Enarrationes in Psalmos 118, 27, 1).
Ha 3, 3-15. Constituye, como hemos dicho, un salmo épico y las anotaciones del pasaje (vv. 1.3.9.13) indican un uso litúrgico en el culto del Antiguo Testamento. La teofanía está descrita en los términos grandiosos de las expresiones del éxodo, de la epopeya del Sinaí y de la conquista de la tierra. Sin embargo, no es fácil descubrir un orden cronológico. Temán y Parán (v. 3) designan respectivamente a la región de Edom y a un monte del macizo del Sinaí (cfr Dt 33, 2). Cusán y Madián (v. 7) estaban situados al noroeste de Arabia; los Jueces Otniel y Gedeón vencieron a estos pueblos (cfr Jc 3, 9-11; Jc 7, 1-25). Muchas expresiones, como abrir camino en el mar (v. 15), o que se paren sol y luna (v. 11), etc., evocan sin duda las acciones de Dios por las que el pueblo fue salvado (v. 13), es decir, liberado de la esclavitud y hecho dueño de la tierra prometida. Sin embargo, estas evocaciones están al servicio de la teofanía, de la manifestación de Dios en la historia de los hombres, como un fuerte guerrero, y como soberano del cosmos y de las fuerzas de la naturaleza. Obviamente, estas descripciones con las que se quiere expresar las teofanías ofrecen un buen argumento para explicar nuestra capacidad de hablar de Dios: Que Dios, que llena todo con su gloria, es omnipotente, lo confiesa en voz alta cualquier hombre y lo testimonia el profeta: su gloria cubre los cielos (v. 3) (…). Sabemos que existe un Dios, y sabemos también lo que no es Dios, pero aquello que es Dios y cómo es Dios no podemos saberlo. Pero, como Él ha tenido tan grandes muestras de bondad y de indulgente misericordia con nosotros haciéndonos conocer alguna cosa de Él, nos es dado comprender a través de esos beneficios que Él existe (S. Jerónimo, Commentarii in Isaiam 6, 1-7).
Ha 3, 16-19. Con una inclusión en el v. 16, que retoma el motivo de la escucha temblorosa del profeta (cfr Ha 3, 2), el salmo vuelve al tono de lamentación (v. 17), para concluir con un canto de esperanza en el poder y la salvación del Señor (vv. 18-19). El hombre de fe no desfallece en su esperanza; camina alegre por las alturas (v. 19) confiando en todo momento en Dios: Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios. Nuestra vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz que nunca se acaban, en un acto de acción de gracias desgranado a través de las horas (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 144).
So 1, 1 Sofonías (Tzefaneyah) es un nombre propio que aparece otras veces (Jr 29, 29; Jr 52, 24; Za 6, 10.14) en la Biblia. Significa el Señor esconde [o protege]. El título o encabezamiento menciona cuatro antepasados -algo inusitado en los libros proféticos-, seguramente para mostrar que Sofonías era un verdadero israelita, aunque el nombre de su padre -Cusí- pudiera hacer pensar que era etíope, cusita.
So 1, 2-So 2, 3. El libro de Sofonías oscila entre la visión particularista que afecta a Judá y la universalista que abarca a todas las naciones. Aquí, antes de anunciar el juicio y la condena de Judá (So 1, 4-So 2, 3), se denuncia la maldad de toda la tierra (So 1, 2-3). En el resto del libro, se sigue el mismo procedimiento. En la segunda parte (So 2, 4-So 3, 8), recogerá los oráculos contra las naciones para introducir el oráculo contra Jerusalén. Finalmente, el anuncio de las promesas de salvación (So 3, 9-20) también comenzará por la purificación de todas las naciones (So 3, 9-10), antes de cantar la gloria de Jerusalén.
En esta primera parte, se expresa la cólera del Señor por las injusticias de los hombres. Tras la amenaza a la creación entera (So 1, 2-3), el profeta denuncia los pecados de Judá: los cultos idolátricos (So 1, 4-6), las injusticias de los poderosos (So 1, 8-9), los abusos de los comerciantes (So 1, 10-11) y la insolencia de los incrédulos (So 1, 12). En sus censuras, el profeta ha advertido en varios momentos (So 1, 7.8.10) de la cercanía del día del Señor, y después (So 1, 14-18) lo presenta con imágenes desgarradoras: es día de ira, de angustia, de ruina, de desolación, etc. Pero el profeta no es un proclamador de malos augurios: su anuncio busca la conversión, el ejercicio de la justicia y la humildad, para ser así preservados de la ira del Señor (So 2, 3).
So 1, 2-3. La amenaza de destrucción universal es debida a la maldad humana. La descripción, muy breve, guarda cierto paralelismo con el relato que precede al diluvio universal (Gn 6, 5-Gn 7, 24). El pecado despoja al hombre de su dominio sobre las demás criaturas de la tierra (Gn 1, 26) y éstas quedan también asociadas a su castigo, pues existe una solidaridad entre todas las criaturas por el hecho de que todas tienen el mismo Creador, y que todas están ordenadas a su gloria (Catecismo de la Iglesia Católica, 344). Por esta solidaridad el pecado de cada uno repercute en los demás y en la creación entera. Se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero (Juan Pablo II, Reconciliatio et poenitentia, 16). De ahí que esta realidad deba constituir un estímulo a sentir la responsabilidad de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma que se eleva, eleva al mundo” (Juan Pablo II, Reconciliatio et poenitentia, n 16).
So 1, 4-6. El Señor hará desaparecer de Judá todas las idolatrías. Se mencionan tres cultos idolátricos. Baal es el nombre del dios cananeo, adorado por los fenicios y repetidamente condenado en la Biblia. El ejército de los cielos se refiere probablemente a los astros que eran objeto de culto en los pueblos de Mesopotamia; el libro de los Reyes nos habla de que el rey impío Manasés les había edificado altares (2R 21, 5) que más tarde destruyó Josías, el rey piadoso (2R 23, 12-13). Malcam, o Milcom, era el dios de los amonitas, pueblo que habitaba al este del Jordán. Finalmente, también se tiene como idolatría el abandono del Señor (v. 6). El pasaje encaja bien en los comienzos del ministerio profético de Sofonías (hacia el año 640), antes de la reforma del rey Josías (año 622), cuando aún perduraba el sincretismo religioso producido por la introducción de cultos extranjeros en Judá durante los reinados de Manasés (698-642) y de Amón (641-640). Pero, más allá de la significación puntual, el pasaje explica con claridad la dimensión religiosa del ser humano que, cuando se olvida del Dios verdadero, acaba por servir a los ídolos: En su comportamiento religioso, los hombres muestran también límites y errores que desfiguran en ellos la imagen de Dios: “Con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se pusieron a razonar como personas vacías y cambiaron el Dios verdadero por un ídolo falso, sirviendo a las criaturas en vez de al Creador. Otras veces, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, están expuestos a la desesperación más radical” (LG 16) (Catecismo de la Iglesia Católica, 844).
So 1, 7-13. Se impone el silencio porque se acerca el día del Señor y porque el Señor ha preparado un sacrificio (v. 7): es un silencio religioso, porque el día del Señor comporta un momento de juicio, y litúrgico, porque es el silencio que debe guardarse durante un sacrificio ritual. Tras la condena de la idolatría de los versículos anteriores, ahora se denuncia la corrupción moral: se amonesta en primer lugar a los jefes del pueblo que imitan las costumbres extranjeras hasta en el vestido (v. 8), a los sacerdotes, o a los encargados del Templo, que defraudan en el Templo del Señor (v. 9), a los comerciantes que se han convertido en traficantes (vv. 10-11), y a los cínicos, ateos prácticos, que actúan como si Dios no existiera (v. 12). El día del juicio manifestará la esterilidad de todas esas búsquedas vanas e inicuas del dinero (v. 13).
Así lo enseñaba el Cardenal John H. Newman: Las buenas obras nos siguen, las malas nos siguen; y ninguna otra cosa tiene valor, ninguna otra cosa es más que broza. El torbellino y la danza de los asuntos mundanos no es sino como el torbellino de la broza y el polvo, del cual nada resulta. Dura en el día, pero no se le encuentra a la noche. Y, sin embargo, cuántas almas inmortales gastan su vida en nada mejor que aturdirse en este torbellino de ideas políticas, de partido, de opiniones religiosas o de cómo ganar dinero, de todo lo cual nunca puede resultar nada. (…) Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia. Todo lo demás no tiene valor (Sermones, Domingo de Septuagésima).
So 1, 14-18. La estrofa es de un dramatismo impresionante. El lenguaje es aquí más apocalíptico y la visión más universal. El día del Señor (v. 14, cfr v. 7) se caracterizará por amargura, gritos, angustia, ruina, oscuridad y tinieblas, estruendo de trompetas, etc. (vv. 14-16). Siete veces se repite la palabra «día», acompañada de algún rasgo de calamidad, como si el profeta quisiera expresar la obra de la destrucción de Dios, contrapuesta a la de la creación (Gn 1, 3-Gn 2, 3). Es más, si en Gn 1, 31-Gn 2, 3 vio Dios que era bueno cuanto había hecho y lo bendijo, aquí (v. 18) Dios -parece decir el poema- acabará, en un solo día, «con todos los habitantes» de la tierra.
La presente estrofa del Dies irae ha tenido enorme eco en la liturgia de difuntos de la Iglesia de Occidente. A mediados del siglo XIII, glosando la traducción latina, se compuso el poema Dies irae, dies illa -atribuido al franciscano Tomas de Celano-, que se empleó como secuencia en las misas de difuntos desde el siglo XIV hasta la actual liturgia y sirvió para el canto final Libera me Domine en las misas de exequias.
San Jerónimo ve muchas conexiones entre So 1, 15-16 y la historia humana, aduciendo testimonios bíblicos y extrabíblicos: «En cuanto al día del Señor, bien lo refiramos al fin del mundo, o bien al final de la vida de cada uno, es manifiesto su sentido de que la voz del día del Señor es amarga, llena de violencia y de ira y de fuerte tribulación, pues incluso los que son santos se salvarán ciertamente, pero “como a través del fuego” (1Co 3, 15). Aquel día será día de tribulación, angustia, calamidad y miseria, en el cual dirán: “¡ay de nosotros! que somos unos miserables”. Será día de tinieblas, “pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz” (Jn 3, 20) y es necesario que al que odia la luz le cubran las tinieblas. Será día de nieblas y de torbellino: vendrá sobre él la tempestad del Señor y el sonido de la trompeta que el Apóstol significa al decir “al son de la trompeta final” (1Co 15, 52)» (Commentarii in Sophoniam 1, 15-16).
So 2, 1-3. A la denuncia y al aviso del castigo, sigue la llamada a la conversión. Aquí se acentúa con la práctica de la humildad, concepto repetido dos veces en el v. 3. Es la misma cualidad que se afirma más tarde del pueblo que salvará el Señor (So 3, 12), y la que proclamó más tarde Santa María porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48). Se abre así una puerta a la esperanza que recuerda otros pasajes de la Biblia: ¿Quién sabe si Dios se dolerá y se retraerá, y retornará del ardor de su ira, y no pereceremos nosotros? (Jon 3, 9). La humildad enciende la esperanza: Se llaman humildes de la tierra a los que con humildad de corazón buscan al Señor con la sumisión de una reverencia filial, los mismos que cumplen sus mandatos confesando sus pecados y buscando no cometerlos más, que buscan la justicia y la humildad rechazando a los soberbios y acogiendo a los que hacen penitencia (S. Buenaventura, Sermones dominicales 5, 6).
So 2, 4-So 3, 8. Lo mismo que otros profetas, Sofonías incluye aquí unos oráculos contra las naciones. Hay afinidades con otros textos proféticos (Is 13-21; Jr 46-51; Ez 25-32; Am 1-2; etc.). Sofonías menciona diversas naciones que han afligido al pueblo elegido desde los cuatro puntos cardinales: por el occidente (So 2, 4-7), las ciudades de la costa filistea; por el oriente (So 2, 8-11), Moab y Amón; por el sur (So 2, 12), los cusitas, etíopes, que se adueñaron de Egipto por una época; y por el norte (So 2, 13-15), Asiria. A semejanza de Is 10, 29-31 y Mi 1, 10-15, Sofonías anuncia las desgracias haciendo juegos de palabras entre los nombres de ciudades y los males que les vendrán. Al final (So 3, 1-8), el oráculo se dirige contra Jerusalén, ciudad rebelde a los designios de Dios (So 3, 1-5), que no ha escarmentado al ver las desgracias de los pueblos vecinos (So 3, 6-8).
So 3, 1-5. A los oráculos contra las naciones sigue ahora otro contra Jerusalén. Hay afinidad con Am 1-2. También presenta semejanzas con Is 1, 21-26: en ambos, las invectivas se dirigen contra los jefes de la comunidad: príncipes, jueces, profetas y sacerdotes (vv. 3-4). Si en So 2, 15 Nínive, capital de Asiria, es llamada ciudad bulliciosa, llena de orgullo, ahora Jerusalén es acusada de ser rebelde, prepotente, y de haber rechazado cuatro gracias: no escuchó la voz del Señor, ni aceptó la instrucción, no confió en el Señor ni se acercó a su Dios (v. 2). Pero, a diferencia del oráculo contra Nínive, el de Jerusalén termina con una luz de esperanza, porque, a pesar de todo, en medio de ella está el Señor y hará justicia (v. 5).
So 2, 4-15. Los primeros oráculos (vv. 4-11) se dirigen contra las naciones que han oprimido de alguna manera a Judá. El v. 10 resume la causa de su condena: Estas cosas les vendrán por su orgullo, porque ultrajaron al pueblo del Señor de los ejércitos y se engrandecieron a su costa. Pero el Señor cuida de su pueblo: es verdad que Judá ha sufrido de sus vecinos por causa de sus pecados, pero el Señor suscitará un resto (vv. 7.9) de su pueblo que vengará las agresiones y recuperará la tierra. En otros libros proféticos (cfr Is 10, 20-22; Is 11, 11; Is 3, 12; Am 5, 13.15; etc.), se designa como el resto de Israel a los que sobreviven a la catástrofe del día del Señor, a la purificación, porque siguen los mandatos del Señor y no están corrompidos. En Sofonías este resto de Israel es descrito (So 3, 12-13) como un pueblo manso y humilde, las mismas virtudes que en el Nuevo Testamento se dicen de Jesús (cfr Mt 11, 29) y de su Madre (Lc 1, 48): Quiso, pues, nacer de una virgen inmaculada, Él, el inmaculado, que venía a limpiar las máculas de todos. Quiso que su madre fuese humilde, ya que Él, manso y humilde de corazón, había de dar a todos el ejemplo necesario y saludable de estas virtudes (S. Bernardo, Homiliae super Missus est 2, 1).
De los otros oráculos (vv. 12-15), destaca el dirigido contra Nínive. El pecado de Nínive (cfr v. 15) es el orgullo, y su castigo, la desolación. De esa manera se prepara el oráculo contra Jerusalén cuyo pecado es el mismo.
So 3, 6-8. Ahora es el Señor quien habla. Los castigos a las naciones deberían haber servido de advertencia para que Judá se decidiera a corregirse (vv. 6-7). Sin embargo, ha actuado perversamente (v. 7). La maldad de Judá acarreará la ira del Señor, que arrastrará toda la tierra a la perdición (v. 8), en cierto paralelismo con el pecado de Adán, que introdujo el mal y la muerte en la tierra (Gn 3, 17-18). Como al comienzo del libro (So 1, 2-3), subyace aquí el concepto de la conexión de la conducta humana con el resto de la creación. El oráculo vuelve al lenguaje apocalíptico para expresar el juicio de Dios sobre la tierra, maldita por el pecado humano. El v. 8 es aducido por San Cipriano, para exhortar a conservar la paciencia en las persecuciones: Puesto que muchos, angustiados por el peso de las injurias o doloridos por los ataques de quien los persigue, desean ser pronto vengados, no puedo, en conclusión, callar que en los torbellinos tempestuosos de este mundo, en las persecuciones de los judíos o de los paganos y herejes, debemos esperar con paciencia el día de la reivindicación, y no debemos pedir con lamentos impacientes el castigo por los dolores que nos han infligido; en efecto, está escrito: Espérame, dice el Señor, en el día venidero de mi resurrección; porque mi decisión es congregar las naciones y reunir los reyes y derramaré sobre ellos mi ira (De bono patientiae 21).
So 3, 9-20. Sigue hablando el Señor, pero hay un cambio total de horizonte: de la destrucción a la salvación; aquí está la verdadera intención divina de los castigos. Primero anuncia la purificación de las naciones (vv. 9-10), que evoca por contraste la historia de Babel (Gn 11, 1-9). Los dispersos tras la confusión de las lenguas en Babel (Gn 11, 8), llamados en el v. 10 la hija de mis dispersos, volverán al Señor con ofrendas. Luego habla de la purificación de Judá (vv. 11-13), de la pervivencia de un resto humilde, que esperará en el Señor, actuará con justicia y reposará tranquilo. La consecuencia de la conversión de Judá e Israel será el gozo intenso en Sión (vv. 14-18a). El resto fiel es llamado hija de Sión e hija de Jerusalén (v. 14), en un cierto paralelismo con la hija de mis dispersos (v. 10). En el v. 14, cuatro imperativos convocan a la alegría: Canta de gozo, alborózate, alégrate, disfruta. La causa fontal del gozo es que el Señor estará en medio de Sión (v. 17) y con su presencia vendrán todos los bienes (vv. 17-18). Al final (vv. 18-20), la alegría de Sión se completa con el regreso de los deportados y la fama de Israel entre las naciones.
So 3, 9-10. A lo largo del libro (So 1, 2-3; So 2, 11; So 3, 6-8), el profeta ha ido poniendo de manifiesto la relación entre Judá y el resto de los pueblos. Ahora, cuando se inician los oráculos de bendición, se recoge una promesa de salvación universal. De ahí que el Concilio Vaticano II haya visto en este texto un anuncio profético del día en que los pueblos invocarán al verdadero Dios: Como afirma la Sagrada Escritura (…), juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol la Iglesia espera el día, conocido sólo por Dios, en que todos los pueblos con una sola voz invocarán al Señor y “le servirán bajo el mismo yugo” (So 3, 9) (Nostra aetate, 4).
So 3, 11-13. El oráculo tiene ahora acentos conmovedores. El profeta vislumbra un resto de Israel que se salvará y que será el centro de la restauración. Dios, mediante el profeta, se refiere a este resto como un pueblo humilde y pobre, pero la enumeración de sus cualidades (vv. 12-13) indica que pobreza y humildad no señalan aquí la condición social sino la actitud interna ante Dios. De hecho, estos términos -humilde y pobre-, a través de la versión de los Setenta, que los traduce por praüs (manso) y tapeinós (humilde), pasarán al vocabulario de la predicación de Jesús: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29; cfr Mt 5, 3.5; Mt 21, 5).
So 3, 14-18.a. Ahora la promesa se transforma en un canto de júbilo. El Señor, Salvador, viviendo en medio de su pueblo (v. 17), hace que todo sea alegría (v. 14) y no haya lugar para el temor (v. 16). El lector cristiano, al leer estos versículos no puede dejar de pensar en la escena de la anunciación a Santa María. También a María, la Virgen humilde (Lc 1, 48), se la invita a alegrarse (Lc 1, 28) y a no tener miedo (Lc 1, 30), porque el Señor está con Ella (Lc 1, 28). Y es que, realmente, con la Encarnación del Verbo, el Señor pasó a habitar en medio de su pueblo, y la salvación prometida se vio realizada.
So 3, 18b-20 Reaparece el tema del retorno: os haré venir, os congregaré, cuando haga volver vuestra suerte (v. 20), no ya para juicio condenatorio, sino para salvación. La purificación del resto implicará que recobre el renombre y la fama entre todos los pueblos de la tierra: es la misión universal del pueblo elegido que, con el ejemplo de su conducta recta, atrae hacia el Señor a los demás pueblos. En el horizonte de salvación, el gozo de tener al Señor presente en medio del pueblo y la reunión de todos los hombres se dan con la presencia de Cristo en medio de su pueblo, la Iglesia: Regocíjate y alégrate, Iglesia de Dios, gózate porque formas un solo cuerpo para Cristo. Ármate de fortaleza y llénate de júbilo. Tus aflicciones se han convertido en gozo. Tu traje de tristeza se cambiará por el de alegría. Ya queda atrás tu esterilidad y pobreza. En un solo parto diste a Cristo innumerables pueblos. Grande es tu Esposo, por cuyo imperio eres gobernada. Él convierte en gozo tus sufrimientos y te devuelve a tus enemigos convertidos en amigos. No llores ni te apenes, porque algunos de tus hijos se hayan separado de ti temporalmente. Ahora vuelven a tu seno gozosos y enriquecidos. Fíate de tu cabeza, que es Cristo. Afiánzate en la fe. Se han cumplido las antiguas promesas. Sabes cuál es la dulzura de la caridad y el deleite de la unidad. No predicas sino la unión de las naciones. No aspiras más que a la unidad de los pueblos. No siembras más que semillas de paz y caridad. Alégrate en el Señor, porque no has sido defraudada en tus sentimientos. Pasados los hielos invernales y el rigor de las nieves, has dado a luz, como fruto delicioso, como suaves flores de primavera, a aquellos que concebiste entre gemidos y oraciones ininterrumpidas (S. Leandro, Homilia in laudem Ecclesiae).
Ag 1, 1 Parece que el texto refleja el calendario y la cronología del imperio persa. El mes era lunar y, para aproximarse al año solar, se hacían periódicamente correcciones. La fecha que indica el texto se correspondería con el 29 agosto del 520 a.C. Las indicaciones cronológicas de Ageo pueden ser confrontadas con noticias que se encuentran en los libros de las Crónicas, de Esdras y de Zacarías.
La profecía se dirige a Zorobabel y a Josué, las dos autoridades, política y religiosa, del pueblo (cfr Esd 3, 2.8; Esd 4, 2.3). Zorobabel era nieto de Yoyaquín, el rey exiliado a Babilonia (cfr 1Cro 3, 16-19). San Mateo (cfr Mt 1, 12-13) lo incluye entre los ascendientes de Jesucristo.
Ag 1, 2-15. El primer oráculo recoge el mensaje de Ageo (vv. 2-11) y la respuesta positiva por parte de sus oyentes (vv. 12-15). Las palabras del profeta se destinan a los dirigentes del pueblo mencionados antes (Ag 1, 1) pero también al resto del pueblo (v. 14). En su oráculo, el profeta juega con tres conceptos: el momento, la casa, y la invitación a reflexionar. El punto de partida de la argumentación es la frase que va diciendo el pueblo: Aún no ha llegado el momento de construir el Templo del Señor (v. 2). El profeta ironiza sobre esta afirmación reprochándoles que para ellos ha llegado el momento de construirse una buena casa mientras dejan de lado la construcción del Templo -literalmente, el texto dice la Casa (vv. 2.4.8.9)- del Señor. Por ello, por dos veces (vv. 5.9), el profeta les invita a reflexionar sobre su conducta, y a comprobar que sus esfuerzos han sido ineficaces: mucho trabajo que no ha producido nada (vv. 6.9). Todo esto lleva a la conclusión del mensaje (vv. 9-12): la tierra no produce frutos por la desidia de los hombres con su Dios, que es el Señor de la naturaleza.
Este aliento del profeta para reconstruir el Templo puede parecer un mensaje pobre en medio de la altura moral que encontramos en los libros proféticos. Sin embargo, expresa una fe muy profunda: el pueblo, que tiene su origen en Dios, no podrá descubrir su identidad si no percibe a Dios en medio de él. Este sentido del texto queda declarado en el centro del oráculo: Yo me complaceré en él y seré glorificado (v. 8). La expresión hay que entenderla en el contexto de otros textos bíblicos que afirman la condescendencia de Dios con su pueblo: Porque el Señor ha elegido a Sión, la ha preferido como su morada: Éste es el lugar de mi reposo para siempre (Sal 132, 13-14). Una consecuencia lógica de esta realidad es que los hombres ofrezcamos lo mejor de nosotros a Dios, y que esa ofrenda se manifieste también en la belleza de la ornamentación de los Templos, ya que las artes están relacionadas por su naturaleza con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas. Y tanto más se dedican a Dios y contribuyen a su alabanza y a su gloria, cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras a dirigir las almas de los hombres piadosamente a Dios (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 122).
Los vv. 12-15 recogen la respuesta del pueblo. El texto reproduce una concatenación de acciones muy reveladora: los oyentes escuchan el oráculo y se llenan del temor de Dios (v. 12); Dios entonces se adelanta y les conforta con la promesa que han escuchado siempre los líderes de Israel, Yo estoy con vosotros (v. 13; cfr Gn 26, 3; Gn 31, 3; Ex 4, 12; Jos 1, 5; etc.); además, enardece su espíritu para que se pongan a trabajar en la reedificación (v. 14). Han pasado veinticuatro días (v. 15; cfr v. 1) desde las primeras palabras de Ageo, pero el Señor ha conseguido su objetivo. De su rica experiencia en el trato con Dios, Santa Teresa de Jesús dijo unas palabras que bien podrían aplicarse a este lugar: Como Él no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le dan; mas no se da a Sí del todo hasta que ve que nos damos del todo a Él (Camino de perfección 48, 4).
Ag 2, 1-15. La observación cronológica del v. 1 -correspondiente al 17 octubre del 520 a.C.- sitúa un nuevo discurso profético. Ha transcurrido menos de un mes de la fecha de Ag 1, 15 y da la impresión de que han trabajado intensamente, pero los resultados podían desanimar, sobre todo a los más ancianos que conocieron la magnificencia del Templo de Salomón (v. 3). Coincide con lo que nos dice el libro de Esdras: Cuando se pusieron los cimientos de este Templo delante de sus ojos, muchos de los sacerdotes, levitas y cabezas de familia ancianos, que habían visto el primer Templo, empezaron a llorar con grandes gemidos (Esd 3, 12). Por otra parte, la situación es lógica: no es lo mismo construir un Templo en una época de esplendor como la de Salomón, con las riquezas al alcance de la mano, que hacerlo ahora con las ciudades medio derruidas, los campos abandonados, etc. De ahí también el tono alentador del oráculo de Ageo: el Señor renueva las promesas del éxodo (vv. 4-5), cuando, de un grupo de esclavos, hizo una nación, y además promete para el nuevo Templo muchos más bienes que para el primero: si el Templo de Salomón se definía por su gloria (v. 3), el nuevo Templo estará lleno de gloria (v. 7), de mayor gloria que el primero (v. 9); además, será fuente de paz (v. 9), y centro de las naciones (v. 7; cfr Is 60, 7-11). El lenguaje de estos versículos es semejante al de los textos apocalípticos de otros profetas (cfr por ej. Is 2, 2; Am 5, 8; So 1, 4). El tono de las expresiones de Ageo hace que estos versículos pudieran interpretarse como una profecía de Cristo y de la Iglesia: La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la ley, o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras (…). En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por quien “podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu”; así lo declara el mismo Señor, cuando dice: “En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi templo” (S. Cirilo de Alejandría, Commentarius in Aggaeum 14).
Este tono mesiánico es más claro aún en el v. 7. En la frase: Vendrán los tesoros de todas las naciones, la palabra traducida por tesoros tiene un amplio campo semántico: la raíz hebrea, a la que pertenece el sustantivo, significa desear, querer, complacerse; en el uso del hebreo, el sustantivo viene a significar, lo deseado, las riquezas, los tesoros. La frase fue traducida por la Vulgata: Vendrá el Deseado de todas las gentes, lo que implica una alusión directa al Mesías; de ahí que el texto pasara a la liturgia del tiempo de Adviento, y fuera en la catequesis uno de los nombres de Cristo: Abre, Virgen dichosa -exclamaba San Bernardo- el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta (S. Bernardo, Homiliae super Missus est 4, 8).
Ag 2, 10-19. Los vv. 15-19 parecen convenir mejor como continuación del primer oráculo (Ag 1, 1-15); sin embargo, las dos partes (vv. 10-14 y 15-19) de este tercer oráculo están determinadas por un mismo marco temporal: El día vigésimo cuarto del mes noveno (vv. 10.18), es decir, el 18 de diciembre del año 520.
Comienza el oráculo con una forma literaria distinta: una consulta a los sacerdotes, custodios de la Ley de Dios, especialmente en cuestiones relacionadas con el culto (cfr Jr 18, 18). En el contexto de la reconstrucción del Templo, la cuestión entre lo consagrado y lo impuro (vv. 11-14) puede referirse a dos cosas distintas. Es posible que la impureza a la que se refiere el profeta es que el pueblo deja colaborar a los samaritanos en la reconstrucción del Templo (cfr Esd 4, 1-4) y de esa manera el Templo queda impuro. Pero lo más probable es que la acusación se refiera al mismo pueblo elegido y a su poco empeño por reconstruir el Templo. El profeta les vendría a decir que, sin el Templo reconstruido, por muy santos que sean los sacrificios que ofrezcan, se contaminan de la desidia, y quedan impuros. La obediencia a los mandatos es fuente de bendición.
El texto supone que el pueblo ha obedecido y se ha puesto a reconstruir el Templo; por eso Ageo considera que ese día (v. 18) marca el comienzo de la etapa nueva. Ahora ya no se habla de la infecundidad de los trabajos y de la tierra (cfr Ag 1, 5-6.9) sino de la bendición de Dios (v. 19).
Ag 2, 20-23. En la misma fecha, se data el oráculo mesiánico para Zorobabel. Los vv. 21-22 son un eco de la promesa anterior sobre la futura gloria del Templo: la conmoción de cielos y tierra (v. 21; cfr Ag 2, 6), la paz frente a la guerra (v. 22; cfr Ag 2, 9) y el temor de las naciones (v. 22; cfr Ag 2, 7); sólo que ahora se concretan en Zorobabel (v. 23) que es siervo, elegido y sello del Señor. Este lenguaje empleado para hablar de Zorobabel es característico del futuro Mesías, y por eso pudo aplicarse a Jesucristo: Y como el mensaje es místico, se refiere al fin del universo, y por eso le mandan al profeta que hable exclusivamente a Zorobabel, que es tipo y antecesor de Cristo, porque ya hemos mostrado que Cristo tomó un cuerpo de la descendencia de David (…). Después de destruir tronos y poderes reinantes, cuadrigas y caballos y jinetes, ese día, dice el Señor omnipotente, tomaré a Zorobabel, hijo de Salatiel, siervo mío. Le llama siervo porque tomó un cuerpo humano y porque el Hijo se someterá al que se lo sometió todo (1Co 15, 28). Cuando todo esto se cumpla, Dios lo pondrá como un sello en su mano: el Padre lo ha marcado con su sello (Jn 6, 27), y es imagen del Dios invisible y forma de su sustancia (cfr Hb 1, 3). Pues a todo el que cree en Dios lo marcará con ese anillo (S. Jerónimo, Commentarii in Aggaeum 2).
Za 1, 1-Za 8, 23. Estos capítulos constituyen la primera parte del libro y recogen la predicación del profeta. Comienza por una llamada a la conversión (Za 1, 1-6), expone luego ocho visiones en las que Dios le desvela al profeta sus designios (Za 1, 7-Za 6, 15), y concluye con una aclaración sobre el ayuno (Za 7, 1-14; Za 8, 18-19) y vaticinios de salvación para Israel y todas las naciones (Za 8, 1-17.20-23). El centro de atención es la reconstrucción del Templo de Jerusalén y la organización de la comunidad bajo Zorobabel y Josué. El profeta da una palabra de ánimo y esperanza anunciando los bienes que Dios va a otorgar a Israel y a las naciones cuando venga a morar en su Templo. Al mismo tiempo exige al pueblo elegido una conducta justa y misericordiosa.
Za 1, 1-6. Se trata de un oráculo para el pueblo, presentado como locución divina dirigida al profeta. Responde a la forma de hablar empleada en los libros proféticos anteriores (cfr Is 1; Jr 1; Ez 1-3), y en él Dios insta a la conversión (v. 3) recordando lo que sucedió a los antepasados: no escucharon a los profetas y sufrieron el castigo del destierro (vv. 4-5); sólo entonces se volvieron al Señor (v. 6).
Za 1, 1-2. La indicación de tiempo corresponde al mes de noviembre del año 520 a.C., y sitúa la predicación de Zacarías dos meses después de la de Ageo (cfr Ag 1, 1).
Za 1, 3 Dios está siempre dispuesto a perdonar. Comenta San Agustín: A Dios no se le aleja ni se le trae; ni se inmuta cuando corrige ni hay mudanza en Él cuando reprende. Si está lejos de ti, es porque te alejaste tú de Él. Fuiste tú quien de Él se cayó, no fue Él quien se te ocultó. Ahora, pues, oye qué te dice: Volveos a Mí, que Yo me volveré a vosotros. En otras palabras: “Este volverme Yo a vosotros no es sino volveros vosotros a Mí”. Dios, en efecto, persigue a los que le vuelven la espalda e ilumina el rostro de los que le vuelven la cara. ¡Oh fugitivo!, ¿dónde huirás de Dios? (…) Él es tu juez; vuelve a Él y le hallarás padre (Sermones 142, 4).
Za 1, 5-6. Aunque los profetas ya hubieran muerto, la palabra que Dios pronunciara por medio de ellos sigue teniendo vigencia en todo tiempo. Por eso los antepasados pudieron reconocer más tarde que Dios había sido justo al castigarlos con el destierro, pues la palabra de los profetas era para ellos.
Za 1, 7-Za 6, 15. El autor sagrado pasa ahora a exponer la profecía de Zacarías, presentándola de nuevo como locución de parte del Señor (cfr v. 1), e inmediatamente introduce las palabras del profeta que habla en primera persona. Pero éste no proclama directamente lo que Dios le ha dicho, sino que cuenta ocho visiones acompañadas de las respectivas interpretaciones que le da el ángel del Señor. En ellas Zacarías contempla lo que ha sucedido, lo que sucede y lo que va suceder en la tierra respecto a los enemigos de Israel, respecto a Jerusalén, y respecto al príncipe del pueblo, Zorobabel, y al sacerdote Josué. Estas visiones las tuvo el profeta a mediados de febrero del año 519 y, según se expresa, todas en la misma noche. Es el tiempo en que, tras la vuelta del destierro el año 537, los judíos están reconstruyendo el Templo y organizando su vida religiosa y social bajo el gobierno de Zorobabel, príncipe de la dinastía davídica, y bajo la guía de Josué, sumo sacerdote descendiente de Sadoc.
Za 1, 7-17. La visión se refiere a la terminación del Santuario y al bienestar y prosperidad de los judíos en Jerusalén y en las ciudades de Judá. Esos objetivos no se habían conseguido aún porque, según ve las cosas el profeta, Dios había favorecido a las naciones vecinas de Judá en vez de favorecer a su pueblo. Pero llega el momento en que esto va a cambiar. Dios se va a irritar contra aquellas naciones que se sentían seguras e incluso iban contra los judíos (vv. 14-15), y va a volverse hacia éstos con piedad, concediéndoles lo que deseaban (vv. 16-17).
Ahora bien, ¿cuándo va a suceder eso y cómo conoce el profeta tal promesa divina? La respuesta es: Ya, porque en la visión el profeta contempla cómo llega a Dios el conocimiento de aquella situación desgraciada de su pueblo y ha decidido que el Templo y Jerusalén sean reconstruidos. El profeta recibe esa revelación a través de un ángel que forma parte de la visión: el hombre que monta un caballo alazán. El significado simbólico de los arrayanes en la hondonada no es claro. La hondonada puede significar el abismo o mundo tenebroso y caótico identificado aquí con el mundo de las naciones que han avasallado a Israel; los arrayanes, arbustos siempre verdes, podrían ser signo de la esperanza que se mantiene para los judíos aun en medio de aquel mundo. Los caballos de colores, o más bien los jinetes que supuestamente los montan, simbolizan a otros tantos ángeles. Éstos son los que informan de la situación al ángel del Señor (v. 11), el mismo que antes es designado como el hombre montando el caballo alazán (v. 8), y éste intercede ante Dios por Jerusalén y Judá (v. 12).
En ese gran ángel confluyen las funciones de revelar los designios divinos y de interceder ante Dios en favor de Israel. Unos siglos más tarde, en el libro de Daniel, esas funciones serán percibidas como propias de dos ángeles distintos: Gabriel, encargado de comunicar las revelaciones divinas (cfr Dn 9, 21) y Miguel, encargado de auxiliar al pueblo de Dios (cfr Dn 12, 1). Y con esas mismas funciones serán contemplados estos dos ángeles en el Nuevo Testamento: Gabriel anuncia los designios divinos a Zacarías y a María (cfr Lc 1, 19.26); Miguel lucha en el cielo contra el Diablo en defensa del hombre (Ap 12, 7). La imagen de los caballos como emisarios divinos sobre la tierra será retomada en Ap 6, 2-8; Ap 19, 11.
Za 1, 14 Los celos están motivados por el amor que Dios siente por su pueblo. Se trata de una forma de hablar atribuyendo a Dios sentimientos humanos para expresar que el amor de Dios a su pueblo es más grande que el pecado de éste.
Za 2, 1-4. Para que el pueblo de Dios llegue a tener prosperidad en la tierra a la vuelta del destierro es necesario que se vea libre de la amenaza de las naciones enemigas. Esa liberación se anuncia en la visión segunda. El número cuatro puede ser símbolo de los cuatro puntos cardinales, es decir, de todas las naciones, o puede aludir a Egipto, Asiria, Babilonia y Persia. Los cuernos simbolizan el poder y la fuerza (cfr Sal 18, 3; Ap 17, 12). Los artesanos representan a los defensores del pueblo: quizá potencias angélicas, o a los persas que permitieron a los judíos regresar de Babilonia. En cualquier caso, y aun manteniendo la duda en la interpretación de los símbolos, queda claro que en su visión el profeta comprende y anuncia que Dios libera a su pueblo.
Za 2, 5-17. Lo que ahora ve y oye el profeta concierne a la ciudad de Jerusalén. Ésta va a ser remodelada como ciudad abierta y sin murallas; será defendida por Dios mismo y de esa forma podrá acoger a muchos habitantes. El hombre con la cuerda de medir es un ángel igual que el que habla a Zacarías y el otro que le comunica el mensaje. La imagen de medir la ciudad a fin de que sea reconstruida viene tomada de Ez 40-42; Jr 31, 38-40, y continúa utilizándose en Ap 11, 1.
A la visión sigue un oráculo (vv. 10-15) en el que habla el Señor por medio del ángel. En él invita a los judíos a abandonar Babilonia y volver a la tierra. Recoge una llamada que se encuentra también en los profetas Isaías y Jeremías (cfr Is 48, 20; Jr 50, 8; Jr 51, 6). Quizás algunos se resistían a hacerlo. Dios promete que allí tendrán seguridad frente a las naciones porque son su pueblo amado -como la niña de sus ojos (v. 12)- y su ángel les defenderá. Además, Él pondrá allí su morada y muchas naciones pasarán a ser su pueblo (v. 14-15).
Presencia del Señor, seguridad frente a los enemigos y medio para que las naciones lleguen a ser pueblo de Dios, tales son las notas que van a caracterizar a Judá y Jerusalén a la vuelta del destierro. En este sentido está prefigurada la Iglesia. San Jerónimo, comentando el v. 8, señala: Todas estas cosas, según el sentido espiritual, se interpretan en la Iglesia, que es habitada sin muro, o como traduce la Septuaginta, katákarpos, es decir, con abundancia de todos los frutos, y tiene multitud de hombres y de jumentos (…). Los hombres y los jumentos se interpretan como dos pueblos, el de los judíos y el de los gentiles, porque los que viviendo conforme a la Ley llegaron a la fe de Cristo son llamados hombres; en cambio, nosotros, que siguiendo la idolatría estuvimos como en el desierto respecto de la Ley y en la soledad respecto a los profetas y recibimos su pasión, debemos ser llamados jumentos (…). Pero estos animales oyen la voz del buen pastor, y le conocen y le siguen (Commentarii in Zachariam 2, 4).
Za 2, 14 Esta invitación a la alegría, similar a la que hacía el profeta Sofonías (cfr So 3, 14) y a la que se reiterará más adelante (Za 9, 9), es repetida en el saludo del ángel Gabriel cuando anuncia a la Virgen que va a concebir en su seno al Mesías (cfr Lc 1, 28). Entonces se cumplen plenamente estas palabras pues ella es la madre de Aquél en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9) (Catecismo de la Iglesia Católica, 722). Juan Pablo II ve prefigurada a la Virgen María, Madre del Redentor, en el título de Hija de Sión de este versículo: Su presencia en medio de Israel -tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos- resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida “hija de Sión” al plan salvífico que abarca a toda la historia de la humanidad (Redemptoris Mater, 3).
Za 2, 17 Como se interpreta en el Catecismo de la Iglesia Católica esta frase significa un silencio de adoración amorosa (Catecismo de la Iglesia Católica, 2143). Es la actitud que habrán de tener todos los hombres ante lo que Dios va a llevar a cabo en Judá y en Jerusalén; para el cristiano, ante la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y lo que Dios hace con su Iglesia.
Za 3, 1-9. El Israel que ha vuelto del destierro y comienza una nueva andadura en Judá y Jerusalén ha de contar con un sacerdocio purificado y renovado. El profeta ve esa purificación realizada en el sacerdote Josué que volvió con los desterrados (cfr Esd 2, 2; Ne 7, 7). La ve en forma de un juicio en el que el Señor pasa por alto los pecados anteriores del pueblo, representados en las vestiduras sucias del sacerdote, y ordena revestir a Josué de santidad -vestidos de fiesta- y constituirle sumo sacerdote -diadema limpia-. Satán no es aquí el demonio, sino el ángel acusador y enemigo de los hombres, lo mismo que en Jb 1, 6. En otros lugares se esclarecerá que también es enemigo de Dios (cfr 1R 22, 22; Sb 2, 24). La Neovulgata, siguiendo la versión siriaca, traduce en el v. 2: El ángel del Señor dijo a Satán.
El sacerdote, renovado en santidad, debe distinguirse por cumplir la Ley del Señor, para, de esa forma, tener autoridad sobre el Templo y participar de la gloria de los ángeles (v. 7). El Señor anuncia también que la santidad de los sacerdotes presagia el advenimiento del Mesías, llamado aquí Brote (v. 8) como en Is 4, 2; Jr 23, 5; Jr 33, 15. Esa santidad de los sacerdotes y del pueblo es como la garantía de la proximidad de la era mesiánica que se espera a través de Zorobabel, descendiente de David. A ese descendiente se refiere el término brote (cfr Jr 23, 5), y probablemente también la piedra (v. 9) con siete ojos, símbolo de la plenitud de sabiduría e inteligencia (cfr Sal 118, 22-23; Is 8, 13-15; Is 28, 16; Dn 2, 34), aunque esa piedra podría también indicar el Templo. En cualquier caso, se promete una era de paz y felicidad simbolizada en estar juntos bajo la parra y la higuera (v. 10). El término brote, sin embargo, es traducido por los Setenta como oriente, y así aparece en la Vulgata: oriens. En el canto del Benedictus (cfr Lc 1, 78) se dará ese título a Jesucristo, pues Él es el Mesías descendiente de David y anunciado por los profetas: Él era el Oriente, es decir, el Sol de justicia. Surgió y nos iluminó a nosotros que vivíamos como en la oscuridad, y no sólo esto sino que a nosotros, que estábamos, como de noche y en el sueño, entorpecidos por placeres mundanos y teníamos los ojos de la mente oscurecidos, nos despertó a la templanza y nos volvió resplandecientes con su gracia (S. Cirilo de Alejandría, Commentarius in Zacchariam 3, 8-9).
El sacerdote Josué (cuyo nombre en hebreo es también Jesús) cubierto de sucias vestiduras ha sido interpretado por los Padres en sentido alegórico como representando a Jesucristo revestido de nuestra carne manchada: Tenía vestiduras manchadas, pues llevaba mis pecados; tomó nuestras vestiduras, para revestirnos del esplendor de la inmortalidad (S. Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII 5, 4).
Za 4, 1-14. En esta visión el profeta contempla la estructura social y religiosa del pueblo tal como Dios la quiere a la vuelta del destierro. El candelabro de oro significa la comunidad; las siete lámparas, la gloria de Dios sobre ella; y los dos olivos, el poder social y religioso representados, respectivamente, en Zorobabel y Josué. Zorobabel llevará a cabo la tarea de terminar la reconstrucción del Templo bajo el auxilio del Espíritu de Dios, y venciendo todas las resistencias simbolizadas en el monte excelso (v. 7). Así va a llegar una época extraordinaria de paz y alegría a pesar de la modestia de los comienzos, es decir, de los pocos medios con que contaban para la reconstrucción del Santuario. Tanto el sacerdote Josué como el gobernador Zorobabel estarán al servicio de la comunidad y de la gloria del Señor (v. 11). Ambos son llamados hijos del aceite (v. 14), que viene a significar ungidos. De aquella situación, interpretada de esta forma por el profeta, va a surgir la esperanza en la llegada de un Mesías sacerdotal y de otro davídico, tal como aparecerá más tarde en algunos escritos judíos que no pasaron a formar parte de la Biblia (cfr nota a Za 6, 9-15). Los Apóstoles de Jesús, en cambio, entendieron que Él era el Mesías davídico y el Mesías sacerdotal, si bien por la línea de Melquisedec (cfr Hb 5, 5-10; Hb 7, 1-3). En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Este era el caso de los reyes (cfr 1S 9, 16; 1S 10, 1; 1S 16, 1.12-13; 1R 1, 39), de los sacerdotes (cfr Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cfr 1R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cfr Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cfr Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cfr Za 4, 14; Za 6, 13) pero también como profeta (cfr Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey (Catecismo de la Iglesia Católica, 436).
Los santos padres interpretaron de formas diversas el simbolismo de los elementos de los que habla el pasaje. Así, sobre el candelabro de oro, dice Dídimo el Ciego que el ser todo de oro muestra que el candelabro entero con todas sus luces es espiritual e inmaterial y que sobre el candelabro todo de oro hay una lámpara: la luminosa doctrina de la Trinidad. Y dice también que en otro sentido el candelabro representa el alma y la carne que el Salvador ha asumido en su venida. ¿Cómo podría no ser del todo de oro aquel candelabro que no ha cometido ni conocido pecado, sobre el que hay siete lamparas, el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu del consejo divino y de poder, de conocimiento, de piedad, de temor de Dios?. En cuanto a los dos olivos escribe el mismo autor: Considera atentamente si acaso el estudio de las cosas espirituales y de los carismas del Espíritu Santo no sea el aceite que se recoge del olivo de la derecha, mientras el estudio del cosmos, de su estructura y de la organización providencial por parte de Dios no sea el aceite sacado del olivo de la izquierda… Pero según otra interpretación se piensa que el olivo puesto a la derecha de la lámpara sea la contemplación del Hijo de Dios, mientras el olivo de la izquierda alimenta la doctrina de la encarnación. En efecto, también éste ilumina, pero no como la contemplación que precede y que está a la derecha (Commentarii in Zacchariam 277-284). San Cirilo de Alejandría en cambio interpreta que el candelabro representa también a la Iglesia, tan honrada por el mundo, brillantísima por la virtud, tan sublime por los mandamientos del verdadero conocimiento de Dios. Sobre ella está la antorcha, esto es, Cristo, del que dice Dios Padre: Por amor de Sión no callaré… hasta que surja como luz su justicia y mi salvación sea encendida como una antorcha (Is 62, 1). (…) Los dos olivos, puestos uno a la derecha y otro a la izquierda de la antorcha simbolizan los dos pueblos dispuestos como en círculo alrededor de Cristo. Unos eran producto del olivo cultivado, es decir, de la sinagoga judía; otros brotaron del olivo silvestre, es decir, de la multitud de los paganos. Injertados en el olivo cultivado se hicieron partícipes de la savia de la raíz, como dice el bienaventurado Pablo (cfr Rm 11, 17) (Commentarius in Zacchariam 4, 1-3).
Za 5, 1-4. Al profeta se le da a conocer un nuevo rasgo de aquel pueblo que se está asentando en la tierra: en él no habrá pecadores, pues quienes cometan pecado serán destruidos. Dios quiere un pueblo santo. Éste es el significado de la visión. El libro (literalmente, rollo), de proporciones desmesuradas pues sus medidas son las mismas que las del pórtico del Templo de Salomón (cfr 1R 6, 3), contiene las maldiciones que recaerán sobre los pecadores. Éstos son tipificados en el ladrón y en el que jura en falso por el nombre del Señor -tercer y octavo mandamiento de la Ley-, es decir, abarcan al que perjudica al prójimo y al que falta al respeto al nombre de Dios. Teodoreto de Ciro ve que en estos dos pecados también se resumen todos, ya que van contra el precepto del amor a Dios y al prójimo: La transgresión del juramento es la principal impiedad: el que lo hace está privado del amor de Dios; y el robo muestra la maldad contra el prójimo: nadie que ama al prójimo se dispone a hacerle el mal (Interpretatio in xii prophetas minores 5, 4).
Za 5, 5-11. En la visión anterior se profetizaba que en la nueva situación el ladrón y el perjuro iban a ser destruidos; ahora se da a conocer al profeta que la maldad en cuanto tal, la iniquidad, va a ser alejada de la nueva comunidad de la tierra de Judá. El efah es una medida: un recipiente de unos veinte litros empleado para medir productos sólidos. Aquí se trataría de un efah agrandado, como el libro de la visión anterior, de forma que en él cupiese una mujer. Las dos mujeres con alas representan a ángeles, y el viento a la fuerza del Señor. Sinar es Babilonia, donde la Iniquidad iba a ser considerada una divinidad. Judá y Jerusalén, que son liberadas de la iniquidad, prefiguran a la Iglesia que espera que el misterio de la iniquidad sea quitado de en medio (cfr 2Ts 2, 6-8) para aparecer toda santa y radiante de la gloria del Señor (cfr Ap 21-22).
Za 6, 1-8. Esta octava y última visión se corresponde con la primera (cfr Za 1, 7-17), formando entre ambas un marco de inclusión literaria para todas las visiones. El parecido entre ambas está en los colores, si bien la función de los emisarios divinos -en la primera visión, jinetes, en la última, carros- es distinta: ahora vencen a las naciones opresoras de Israel. Los dos montes de los que salen los carros parecen ser el monte de los Olivos y el monte Sión, aunque también pudieran significar los montes que en la mitología babilónica constituyen la entrada a la morada de los dioses. En cualquier caso aquí indican que los emisarios son enviados por Dios. El norte representa a aquellas naciones tradicionalmente invasoras de Israel, ahora en concreto Babilonia; el sur representa a Egipto. El ángel comunica a Zacarías que el juicio sobre Babilonia ha hecho cesar la ira de Dios, refiriéndose sin duda a su caída bajo Ciro el Persa. Se trata de una forma de invitar a los judíos que todavía permanecieran en aquella región a volver a Jerusalén y colaborar en la reconstrucción de la ciudad y del Templo (cfr Za 6, 15).
Za 6, 9-15. Tras las visiones y como su culminación se introduce ahora una acción profética -la coronación de Josué- y un oráculo, al estilo de los antiguos profetas. Su contenido conecta con el de las visiones tercera y cuarta a propósito del sacerdote Josué y del brote o mesías davídico. El profeta ha de hacer una corona con la aportación de familias significadas -desconocidas por lo demás para nosotros- que habían retornado del destierro, y dejar la corona en el Templo como memorial de la coronación del sacerdote (v. 14) y estímulo para la vuelta de los judíos que todavía permanecían en el destierro (v. 15).
Hay cosas en este pasaje que contrastan con lo dicho en las visiones: allí el brote era Zorobabel, descendiente de David, y a él se le asignaba la terminación del Templo (cfr Za 3, 8; Za 4, 7-10); aquí sin embargo se llama brote a Josué y a él se la atribuye la terminación del Santuario. Para explicar esta anomalía se ha pensado que el texto original de Zacarías habría sido corregido y donde ahora pone Josué (v. 11) pondría antes Zorobabel. Es posible que haya sido así, o que el texto originariamente se refiriese a Josué y a Zorobabel y hablase de coronas en plural, como leemos en el v. 14 que en hebreo trae coronas en vez de corona. Pero también es posible que el mismo profeta hubiera visto más tarde las cosas de otra forma y que al escribir este oráculo por inspiración divina sólo pensase ya en el sacerdote Josué como el ungido del Señor que realiza al mismo tiempo funciones civiles en el gobierno del pueblo. No conocemos las circunstancias que motivaron la desaparición de Zorobabel reflejada en el texto actual de este pasaje; lo que sí aparece en cambio es que aquí la figura del sacerdote es presentada como punto de referencia de las expectativas mesiánicas.
A su derecha (v. 13), según la versión de los Setenta y la Neovulgata. El texto hebreo, en cambio, dice en su trono. La primera lectura parece ser una corrección posterior debida posiblemente a que, en la mentalidad judía de la época posterior a Zacarías, no encajaba que un mismo ungido fuese rey y sacerdote, a pesar de que esa unión se había dado en la antigüedad (cfr Sal 110). Sabemos, por ejemplo, que en Qumrán esperaban dos ungidos (mesías): uno con funciones de rey, descendiente de David; otro con funciones sacerdotales, descendiente de Aarón. Sólo en el Nuevo Testamento se aplicará explícitamente a Jesús el título de Cristo (Ungido) en cuanto Hijo de David (cfr Mt 1, 1; Mt 9, 27; Mt 15, 22; Mc 10, 47; etc.), y en cuanto Sacerdote eterno (cfr Hb 7, 17.21; etc.). San Cirilo de Alejandría comenta: Él es a la vez rey y sumo sacerdote; por eso está profetizado a través de dos personas el único Enmanuel (Commentarius in Zacchariam 6, 9-15).
Za 7, 1-Za 8, 23. Introducidas por una nueva indicación cronológica (que corresponde a diciembre del año 518 a.C.), se recogen ahora diversas enseñanzas del profeta Zacarías: dos oráculos sobre el ayuno (Za 7, 2-14; Za 8, 18-19) y diez vaticinios breves acerca de la era mesiánica, presentados todos menos uno con la frase: Esto dice el Señor de los ejércitos (Za 8, 1-17.20-23). El medio por el que el profeta recibe la revelación de Dios ya no es por visiones sino por locuciones, al estilo de los antiguos profetas. Zacarías recibe la palabra de Dios y la orden de hablar a todo el pueblo (cfr Za 7, 4-5). La situación es la misma que aquella en la que se le han dado al profeta las visiones: el pueblo que ya ha vuelto del destierro y ha emprendido la tarea de reconstruir el Templo. Pero ahora se plantea una cuestión nueva: cómo ha de ser la práctica del ayuno y qué es lo que el Señor ha hecho y va a hacer con su pueblo. La enseñanza del profeta en estos dos capítulos completa el mensaje de las visiones.
Za 7, 1-3. El autor sagrado deja constancia de la ocasión que motivó las profecías que siguen. Fue una delegación enviada desde Babilonia para preguntar a los sacerdotes del Templo de Jerusalén y a los profetas, entre ellos a Zacarías, si debían seguir practicando el ayuno que recordaba la destrucción de Jerusalén y del Templo el quinto mes del año 587 (cfr 2R 25, 8-10; Jr 52, 12-14), puesto que ya se había comenzado la reconstrucción. Betel es aquí el nombre propio de una persona y no el del antiguo santuario del norte. Aplacar el rostro del Señor significa volverle favorable haciendo lo que a Él le agrada. La respuesta concreta del profeta a la pregunta que se plantea se recoge al final de la sección (cfr Za 8, 18-19).
Za 7, 4-14. Antes de responder a los emisarios de Babilonia, Zacarías habla en nombre de Dios al pueblo que ha vuelto del destierro y a los sacerdotes del Templo. Quiere hacerles entender que cuando Dios los dispersó actuó justamente porque no habían cumplido lo que Él les pedía en el comportamiento con el prójimo. De esta forma el profeta les prepara para que entiendan lo que va a decirles a continuación en el capítulo siguiente: que Dios les hizo volver y les ayuda a reconstruir Jerusalén y el Templo por pura gracia y por su gran misericordia (cfr Za 8, 1-17). Ahora comienza advirtiéndoles que los ayunos que practicaban en el destierro -durante setenta años en números redondos, cfr Jr 25, 11-12; Jr 29, 10- para lamentar la destrucción del Templo y de la ciudad (el ayuno del quinto mes), y para llorar el asesinato de Godolías (el del séptimo mes, cfr 2R 25, 22-26; Jr 41, 1-3), no eran sinceros pues se buscaban a sí mismos, no a Dios (vv. 5-6). Deberían haber recordado qué era lo que Dios pedía por medio de los profetas en los tiempos anteriores al destierro, cuando se vivía en paz en toda la tierra prometida (v. 7). A continuación resume, también de parte de Dios (v. 8), lo que el mismo Dios había prescrito en la Ley con respecto a los necesitados (vv. 9-10; cfr Ex 22, 20-21), y recuerda que el pueblo no lo escuchó ni lo cumplió (vv. 11-12), por lo que vino la desgracia del destierro (vv. 13-14).
Za 7, 12 Las palabras de los profetas tienen autoridad porque hablan movidos por el Espíritu de Dios (cfr Ne 9, 30; 2P 1, 21). Así lo enseñaba San Justino: Cuando oís que los profetas hablan como en persona propia, no habéis de pensar que eso lo dicen los hombres inspirados, sino el Verbo divino que los mueve (Apologia 1, 36, 1-3).
Za 7, 13 Con gran expresividad pone en evidencia que Dios actuó justamente: hizo con su pueblo lo mismo que el pueblo con Él.
Za 8, 1-23. Los cinco primeros vaticinios, construidos en estilo poético (Za 8, 1-8), se refieren al amor de Dios a su pueblo (v. 2) y al cumplimiento de sus promesas de morar en Jerusalén (v. 3; cfr Is 1, 26) y hacer de ella una ciudad donde vivir en paz (vv. 4-5), a pesar de que les pareciera imposible a los que vuelven del destierro (v. 6), que -según estos vaticinios- no sólo van a ser los que fueron llevados a Babilonia, sino todos los judíos formando un solo pueblo de Dios (vv. 7-8). Los cinco vaticinios restantes (Za 8, 9-23) se refieren primero a la reconstrucción del Templo (vv. 9-13) porque el Señor se ha vuelto favorable (vv. 14-15), a la conducta que han de seguir -y en concreto al ayuno (vv. 16-19)- y al establecimiento de la era definitiva, en la que Jerusalén y los judíos serán instrumentos de salvación para los gentiles (vv. 20-23).
Za 8, 8 Se repite la fórmula de Alianza que empleaban con frecuencia los antiguos profetas: Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios (cfr Jr 30, 22; Os 2, 25; etc.). Zacarías la actualiza aquí refiriéndola a los judíos congregados en Jerusalén tras haber sido repatriados desde todas las naciones por las que habían sido dispersados.
Za 8, 9-13. La reconstrucción del Templo va a cambiar la situación del pueblo en la tierra y en su relación con los otros pueblos, porque desde el Santuario Dios dará prosperidad, paz entre los judíos, fecundidad de la tierra y estima por parte de las naciones. Pero para que eso se realice es necesario el esfuerzo y la colaboración de todos en la tarea, secundando lo que piden el profeta Ageo y el mismo Zacarías.
Za 8, 14-17. El Señor establece por medio del profeta los términos de un nuevo pacto con los retornados del destierro señalando lo que va a hacer Él (vv. 14-15) y lo que ha de hacer el pueblo (vv. 16-17). La conducta que ha de seguir el pueblo se resume en la veracidad, justicia y lealtad entre ellos. La exhortación del v. 16 es actualizada en Ef 4, 25 para significar la actitud del cristiano respecto a su prójimo.
Za 8, 19 El cambio de situación va a traer consigo un cambio en las celebraciones que se hacían con relación a los acontecimientos del destierro. Ahora van a ser días de alegría. A los ayunos mencionados antes se añaden el del mes cuarto, en recuerdo de la brecha abierta en la muralla por Nabucodonosor (cfr 2R 25, 3-4; Jr 39, 2), y el del mes décimo, en recuerdo del inicio del sitio de la ciudad (2R 25, 1; Jr 39, 1).
Za 8, 20-22. La nueva situación anunciada por el profeta se distinguirá porque entre las naciones se producirá un movimiento de búsqueda del Dios de Israel, del único y verdadero Dios. Todos encontrarán el favor divino en Jerusalén. Se cumplirá así la promesa hecha por Dios a Abrahán de que en él serían bendecidas todas las naciones de la tierra (cfr Gn 12, 3). Aquella situación prevista por el profeta para Jerusalén era figura de lo que iba a suceder en la Iglesia tras la venida de nuestro Señor Jesucristo.
Za 8, 23 El profeta expresa de esa forma tan gráfica el poder de mediación ante Dios que tendrán los judíos para que todos los hombres encuentren su favor. El número diez es símbolo de totalidad, y el nombre de judío significa aquí el habitante de Judea tras la vuelta del destierro (cfr Jr 32, 12). Diciendo que serán de toda lengua aquellos que se agarrarán al manto, ha puesto además de relieve claramente que aquel día la llamada a la bienaventuranza no estará reservada sólo a los israelitas, sino a todas las gentes dispersas por todo el mundo (S. Cirilo de Alejandría, Commentarius in Zacchariam 8, 23).
Za 9, 1-Za 14, 21. Los vaticinios del profeta sobre una nueva situación en Jerusalén y Judá expuestos en los caps. 7-8 dan paso a dos extensos oráculos en los que se describe cómo se va a implantar aquella era definitiva mediante el Mesías (caps. 9-11), y cómo se va a realizar el reinado de Dios (caps. 12-14). En torno a estos dos temas se han reunido piezas proféticas que parecen más bien anónimas, pues en ellas no aparece mencionado Zacarías ni se indican datos cronológicos. Los dos oráculos comienzan con la misma expresión: Oráculo. Palabra del Señor… (Za 9, 1; Za 12, 1), que aparece igualmente al comienzo del libro de Malaquías (Ml 1, 1). Puesto que tal construcción sólo se encuentra estas tres veces en el Antiguo Testamento, se piensa que con ella se presentaban tres piezas proféticas de las que dos habrían sido unidas a Zacarías, y la otra puesta bajo el nombre de Malaquías.
Za 9, 1-Za 11, 17. Este primer oráculo incluye dos proclamas proféticas: una sobre el advenimiento del rey mesías (Za 9, 1-Za 10, 12); otra sobre el rechazo del pastor bueno que intenta conducir al pueblo por caminos de fidelidad y de unidad (Za 11, 1-17). En la primera se hace al comienzo una descripción profética de la marcha triunfante del Señor que llega a Jerusalén desde las naciones del norte (Za 9, 1-8), después se invita a la ciudad a la alegría ante la llegada de su rey (Za 9, 9-10), y finalmente se proclama la restauración de Israel (Za 9, 11-17).
Za 9, 1-8. Comenzando por Siria (vv. 1-2a), pasando por Fenicia (v. 2b-4) y por las ciudades de los filisteos (vv. 5-7), el Señor llega a la tierra santa donde pone su morada y protege a su pueblo de cualquier invasor (v. 8). Esos países del norte, representados en las ciudades que se mencionan, van a pertenecer al Señor. En el caso de los filisteos incluso pasarán a formar parte del pueblo santo tras haber sido purificados de sus abominaciones, consistentes, según se deduce de lo que aquí se dice, en comer la carne con su sangre (v. 7), delito grave para los judíos (cfr Lv 19, 26; Dt 12, 16).
Za 9, 9-10. El profeta habla ahora directamente a Jerusalén (hija de Sión) y a sus habitantes (hija de Jerusalén) como representantes de todo el pueblo elegido. La invitación a regocijarse y cantar de júbilo es frecuente en el Antiguo Testamento para celebrar la llegada de los tiempos mesiánicos (cfr Is 12, 6; Is 54, 1; So 3, 14); aquí porque llega a Jerusalén su rey. Aunque no se dice expresamente, se entiende que es el descendiente de David, haciéndose eco de 2S 7, 12-16; Is 7, 14. Este rey se distingue por lo que es y por lo que hace. El término justo (sadiq) indica que cumple perfectamente la voluntad de Dios, y el término victorioso que goza de la protección y salvación divinas. Los Setenta y la Vulgata entendieron sin embargo que él era el salvador. Es además humilde, es decir, que no se exalta a sí mismo ni ante Dios ni ante los hombres. Su carácter pacífico se manifiesta en que no monta a caballo con manifestación de poder, como los reyes de tiempos del autor sagrado, sino en un borrico, como los antiguos príncipes (cfr Gn 49, 11; Jc 5, 10; Jc 10, 4; Jc 12, 14). Hará desaparecer las armas de guerra en Samaría y Judea (cfr Is 2, 4.7; Mi 5, 9), que serán un solo pueblo; además establecerá la paz en las naciones (v. 10). Los rasgos de este rey son semejantes a los del siervo del Señor del que hablaba Isaías (cfr Is 53, 11) y a los del pueblo humilde aceptado por Dios (cfr So 2, 3; So 3, 12). Nuestro Señor Jesucristo cumplió esta profecía cuando entró en Jerusalén antes de la Pascua y fue aclamado por la multitud como el Mesías, el Hijo de David (cfr Mt 21, 1-5; Jn 12, 14). El “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cfr Jn 18, 37) (Catecismo de la Iglesia Católica, 559). En sentido alegórico, Clemente de Alejandría entiende la referencia al joven pollino del v. 9 como una alusión a los hombres no sujetos al mal: No era suficiente decir sólo “pollino”, sino que ha añadido “joven”, para destacar la juventud de la humanidad en Cristo, su eterna juventud en la sencillez. Nuestro divino domador nos cría como a jóvenes potros que somos nosotros, los pequeños (Paedagogus 1, 15, 1).
Za 9, 11-17. Esta proclamación profética se dirige también a Jerusalén y a Judá considerados ahora como pueblo de la Alianza. La sangre del v. 11 recuerda el sacrificio que selló el pacto del Sinaí (cfr Ex 24, 8). Primero habla el Señor (vv. 11-13); después el profeta (vv. 14-17). Pero sus voces se funden en las mismas promesas: liberación y retorno de los desterrados (vv. 11-12), victoria del pueblo unido (Samaría y Judá) sobre los invasores y la concesión por parte del Señor de salvación y prosperidad. San Agustín, que veía en el v. 11 un anuncio de la remisión de los pecados que Cristo habría de obrar, interpreta el aljibe sin agua como la profundidad seca y estéril de la miseria humana, en la que no corren los ríos de la justicia, sino el fango de la iniquidad (De civitate Dei 18, 35). Yaván designa las gentes del Mediterráneo oriental, entre ellas a los griegos. Su mención en este pasaje hace suponer que esta segunda parte del libro de Zacarías fue compuesta tras la expansión griega de Alejandro Magno.
Za 10, 1-2. Estos versículos parecen un inciso con la recomendación de acudir sólo al Señor y no a los adivinos para pedir lluvia. Y se da el motivo: el Señor es el dueño de las nubes y providente con todos; los que emplean artes adivinatorias hablan falsedades para engañar al pueblo (cfr Jr 27, 9; Mi 3, 7). Sobre los terafim (ídolos), ver nota a Jc 17, 5.
Za 10, 3-12. De nuevo habla el Señor entremezclando su voz con la del profeta. Ahora para prometer que Él estará con Judá y Samaría (ésta viene designada como José o Efraím) haciéndoles fuertes. Judá tendrá preeminencia (vv. 3-6), y a ella se unirán los del reino del Norte que habían sido deportados por los asirios (cfr 2R 17, 5-6; 2R 18, 9-12). Esa vuelta y esa reunificación se describen como un nuevo éxodo de Egipto. Aplicada esta profecía a la nueva situación de la vuelta del destierro de Babilonia, está indicando que la nueva comunidad englobará a todo el pueblo de Israel, borradas las diferencias entre el reino de Judá y el del Norte que existían en los tiempos de la monarquía.
Za 11, 1-17. El tono de lamentación de este capítulo está en fuerte contraste con el del anterior, cargado de promesas, y más aún con la primera parte del libro en la que se anunciaba el final de la restauración del Templo y la era de paz en todo el Israel unido. El profeta ve ahora una situación distinta: la del pueblo dividido que rechaza a su pastor. Puede tratarse de los sucesos acaecidos entre la terminación del Templo el año 515 y la llegada de Nehemías el año 445, que encontró la sociedad y la ciudad en un estado lamentable (cfr Ne 2, 11-18). Es un tiempo del que han quedado escasas noticias en la Biblia, a no ser estos capítulos de Zacarías y las de los libros de Esdras y Nehemías. En esa época los descendientes de la dinastía davídica, cuyo último representante conocido es Zorobabel, desaparecen completamente, pasando la atención y el gobierno interno del pueblo a los sumos sacerdotes.
Za 11, 1-3. Dado su lenguaje metafórico no queda claro a quiénes se refiere el pasaje. Los árboles podrían significar las naciones enemigas de Israel, y los pastores y leones sus reyes. Pero las alusiones geográficas -el Líbano, Basán y la ribera del Jordán- inclinan más bien a ver en los árboles a José (Samaría) y a Judá, que los profetas presentaban también bajo la figura de árboles (cfr Am 5, 2; Is 14, 4-21). Esta lamentación adelanta en resumen el estado de desolación en que queda el país tras el rechazo del pastor bueno que se describe a continuación. Desde una lectura cristiana, se podría ver aquí una imagen del rechazo a Cristo, Buen Pastor y Rey del Universo, tal como estaba profetizado: ¡Rompamos sus cadenas, arrojemos de nosotros su yugo! (Sal 2, 3): Rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse. Si el Señor admitiera la componenda, si sacrificase a unos pocos inocentes para satisfacer a una mayoría de culpables, aún podrían intentar un entendimiento con Él. Pero no es ésta la lógica de Dios (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185).
Za 11, 4-17. Impulsado por el Señor, el profeta realiza un gesto simbólico cargado de significado. Se presenta bajo la figura del rey pastor de su pueblo, al que sus jefes están conduciendo a la muerte (ovejas de la matanza, v. 4). Quiere que en el país reine la benevolencia divina, que supone la fidelidad del pueblo y la unidad entre sus habitantes. Ambas cosas están representadas en las varas con las que apacienta el rebaño. Quizá llega a quitar de en medio una serie de jefes que provocaban las discordias; pero al final no puede más, su paciencia se agota y abandona su empeño en el pastoreo. Ese abandono viene significado con la ruptura primero de la vara de la Gracia (v. 10), es decir, el llevar al pueblo por caminos de fidelidad al Señor. Recibe un salario ridículo: el precio de un esclavo en los tiempos antiguos (cfr Ex 21, 32). El gesto de arrojar ese dinero al tesoro del Templo significa que el pastor representaba a Dios, y que es al mismo Dios a quien han desechado (v. 13). Entonces se quiebra también la unidad (v. 14) y, a continuación, simbolizado asimismo en la persona del profeta, Dios suscita un pastor inútil que abandona las ovejas y recibe la maldición del Señor. En el profeta y en el pastor bueno de la primera parte de la alegoría se ha de ver al rey legítimo, el ungido del Señor. Esta profecía se cumple cuando Jesús es entregado por Judas al precio de treinta monedas de plata, y así lo hacen notar expresamente los evangelistas (cfr Mt 26, 14-15; Mt 27, 3-10).
Este texto de Zacarías no ha pasado inadvertido a los Padres. San Gregorio Nacianceno lo aduce al tratar del oficio sacerdotal: Ésta es mi súplica que tengo por razonable. Y el Dios de la paz, que hizo de dos uno (cfr Ef 2, 14), que hace de nosotros un don para los demás, que pone al rey en el trono y alza de la tierra al pobre, levanta del estiércol al miserable (Sal 113, 7), que eligió a David como su siervo cuando, como último y más pequeño de los hijos de Jesé, pastoreaba los rebaños, y da a los anunciadores del Evangelio la palabra y la potestad para cumplir su misión, así Dios sostenga nuestra mano, nos guíe con su voluntad y nos acoja con honor, apacentando a los pastores y guiando a los guías, para que nos sea concedido conducir con inteligencia su grey no con el hatillo del pastor necio (Apologetica [Oratio 2] 117).
Za 12, 1-Za 14, 21. Esta sección, que constituye el segundo gran oráculo (cfr Za 9, 1), promete la restauración final de Jerusalén y Judá. Los vaticinios vienen introducidos con la expresión aquel día, repetida hasta dieciséis veces. Indica el día de la actuación definitiva de Dios, cuando Israel logrará la victoria total sobre sus enemigos (Za 12, 1-9), se realizará la conversión completa del pueblo a Dios (Za 12, 10-Za 13, 9) y se establecerá para siempre la gloria de Jerusalén como capital del reino de Dios en la tierra (Za 14, 1-4).
Za 12, 1-9. La referencia a la creación del mundo y del hombre por parte de Dios da solemnidad al oráculo y pone de relieve la omnipotencia con la que ahora Dios va a decidir el destino de su pueblo. Israel no significa aquí el reino del Norte sino todo el pueblo (v. 1). La idea conductora del pasaje es la victoria de Jerusalén y Judá sobre todos los pueblos de la tierra que las asediarán. Se habla primero de Jerusalén y luego de Judá como de dos entidades diferentes, dando la mayor relevancia unas veces a la ciudad (vv. 3-4), otras a la región (vv. 6-7). Incluso se percibe cierto antagonismo entre ambas, que podría ser reflejo de reivindicaciones de los habitantes del campo frente a los de la ciudad (cfr v. 7), o de enfrentamientos serios entre unos y otros por cuestiones políticas y económicas tras haberse roto la unidad. Para describir que ambas, Jerusalén y Judá, van a ser motivo de desgracia para sus enemigos se utilizan imágenes novedosas, tales como la de la copa ponzoñosa (v. 2) -aludiendo quizá a la copa de la ira de Dios en Is 51, 17-, la de la piedra de alzar que aplasta a quien intenta levantarla (v. 3), las del brasero encendido y la tea llameante que queman a quien se acerca a ellos (v. 6). Se señala la realización mesiánica en aquel día al presentar a la casa de David guiando al pueblo (v. 8) como lo hacía el Señor por medio de su ángel en el desierto (cfr Ex 14, 19; Ex 23, 20; etc.).
San Buenaventura se inspiraba en el v. 6 y en Is 31, 9 para comentar: Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión (Itinerarium mentis in Deum 7, 6).
Za 12, 10-14. El tiempo escatológico vendrá también marcado por un profundo arrepentimiento y penitencia Za 12, 1-9, y que llegan ahora a su culminación con la intervención de Dios en persona (vv. 1-5), el establecimiento de un orden nuevo en el tiempo y en la creación (vv. 6-11), el castigo de los enemigos de Jerusalén (vv. 12-15) y la peregrinación de todas las naciones al Templo (vv. 16-21).
Za 14, 1-5. Aquel día es ahora el día del Señor, es decir, el día en el que todo se resuelve con su intervención. Él es el que congregará a las naciones en torno a Jerusalén para que lancen el último ataque contra ella causándole daño (v. 2) y, como un guerrero, Él mismo saldrá a combatirlas (v. 3). El cuadro descrito en los vv. 4-5 es impresionante: tras aterrorizar como un gigante a quienes cercan la ciudad y hacerles huir -Asal (v. 5) es un pueblo en el valle del Cedrón al sudeste de Jerusalén-, entra con sus ángeles a tomar posesión de ella. El cumplimiento de estas profecías se proyectará en el Nuevo Testamento a la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo, cuando venga glorioso con sus ángeles (cfr Mt 25, 31; 1Ts 3, 13; Judas 14; Ap 19, 14).
Za 14, 6-11. Con la venida del Señor la creación será transformada. No habrá sucederse de estaciones, sino una primavera eterna; no habrá noche u oscuridad sino un día sin fin (v. 6). Jerusalén será un gran manantial de agua y desde ella reinará el Señor sobre toda la tierra; la región de Judá y Jerusalén se transformará en una gran llanura en la que se habitará en paz (vv. 10-11). Con estas imágenes se expresa la esperanza en que Dios al final establecerá su reino en este mundo, y en que la creación misma será maravillosamente renovada allí donde se encuentre el Señor. Las aguas vivas del v. 8 significan fecundidad y vida (cfr Ez 47, 1-12). A la luz de la economía cristiana entendemos que el simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento. (…) El Espíritu es, pues, personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado (cfr Jn 19, 34; 1Jn 5, 8) como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna (cfr Jn 4, 10-14; Jn 7, 38; Ex 17, 1-6; Is 55, 1; Za 14, 8; 1Co 10, 4; Ap 21, 6; Ap 22, 17) (Catecismo de la Iglesia Católica, 694).
Za 14, 12-15. En contraste con el favor otorgado a Jerusalén y Judá está el castigo de quienes les hicieron la guerra. Este castigo se describe con rasgos de una peste (cfr Ez 38, 22; Ez 39, 17-20) que, además de producir la muerte, crea tal pánico, que aun los vecinos se matarán entre ellos y las naciones se quedarán sin riquezas, pues serán llevadas todas a Jerusalén y Judá (v. 14). El significado de la primera parte del v. 14 no es claro: puede expresar que también Jerusalén y Judá lucharán entre ellas o que ambas están unidas en el combate final. Aquella peste afectará también a los animales (v. 15). Tal forma de describir el castigo pone de relieve el dominio de Dios sobre la vida de hombres y animales; nadie podrá huir de su mano aunque se encuentre lejos de Jerusalén.
Za 14, 16-21. El reinado de Dios en este mundo tendrá que ser reconocido por todas las naciones. En el lenguaje de la profecía esa necesidad se expresa en que todas las naciones, y especialmente Egipto, enemigo clásico de Israel, habrán de subir en peregrinación a Jerusalén por la fiesta de los Tabernáculos para obtener lluvia y librarse de las plagas. En la tierra santa todo estará consagrado al Señor o dedicado a su culto; pero será un culto sin afán comercial, puro. Así Dios, que puso los cimientos de la tierra y formó el espíritu del hombre (Za 12, 1), establece su reinado en la tierra y atrae hacia Él y hacia su Templo el espíritu de todos los hombres.
En el Nuevo Testamento se mantiene la esperanza que infunden estas profecías y se fundamenta e ilumina por Nuestro Señor Jesucristo. Con Él llega ya el Reino de Dios a este mundo (cfr Mt 4, 17; Mt 10, 7; Lc 10, 9; etc.); pero será en su segunda venida cuando se instaure plenamente, transformando la creación entera (cfr Rm 8, 16-30), venciendo y haciendo desaparecer a los poderes del mal (Ap 20, 10), y viviendo Él para siempre en medio de los hombres (Ap 21, 1-5). La imagen de una nueva Jerusalén gloriosa que baja del cielo tal como la describe Ap 21-22 completa la representación que ofrece el libro de Zacarías.
Ml 1, 1 Viene a ser el título de la obra, semejante al de Ageo y Zacarías. A diferencia de otros libros proféticos, no se expresan ni el patronímico ni la filiación del profeta. El nombre (mal’aki) no es nombre propio sino común. El oráculo se dirige a Israel, en vez de a Judá, nombre con el que el libro del Deuteronomio suele referirse al pueblo elegido (Dt 1, 1.38; Dt 2, 12; etc.). Lo mismo que los otros libros del Antiguo Testamento, Malaquías es comentado por los Padres con referencia a Cristo. Uniendo los diversos temas de la profecía, comenta San Cirilo de Alejandría: Al final, habla de la aparición de nuestro Salvador (cfr Ml 3, 1-2), porque entonces se ofrecerá a Dios un sacrificio puro e incruento (cfr Ml 1, 11) que cancelará las culpas de todos, el pecado será expulsado y los hombres serán reformados para una vida nueva (Commentarius in Malacchiam 1.1, 2-5).
Ml 1, 2-5. El amor de Dios por Israel recorre toda la Sagrada Escritura y, en especial, el libro del Deuteronomio (Dt 4, 37; Dt 7, 7-15; etc.). Esta tesis es contestada ahora por el pueblo: ¿En qué se nota tu amor? (v. 2). Malaquías se apoya ante todo en la afirmación de la elección singular y gratuita de Dios: Amé a Jacob y odié a Esaú (vv. 2-3). Después ofrece la argumentación. Una prueba clara de ese amor se descubre en hechos del pasado reciente, evocados en los vv. 3-4. Los edomitas, descendientes de Esaú (Gn 36, 1), habían sufrido la invasión de su territorio por parte de los árabes. La rivalidad entre edomitas e israelitas era ancestral. El libro de Abdías, por ejemplo, señala la alegría de los edomitas por el destierro de Israel. Por eso, desde el punto de vista israelita, la invasión del territorio de Edom es una bendición ya que favorece la restauración de Israel. Aún eso es poco. Por mucho que se empeñen los edomitas en restablecerse, el Señor es más grande y, lo que importa más, Él no cambia, sigue amando a Israel (cfr Ml 3, 6). El pueblo lo verá y se asombrará (v. 5).
Estos cinco versículos ofrecen así el fundamento de todo cuanto se dirá en el libro. En un contexto de apatía general del pueblo, el profeta les recuerda que el amor de Dios exige correspondencia. San Pablo (cfr Rm 9, 13) utilizará la frase de los vv. 2-3, para enseñar que la elección de Dios precede a los méritos. San Cirilo de Alejandría comenta así el pasaje: Dios eligió a Jacob, de quien desciende la estirpe judía, y rechazó a Esaú, pero no por capricho -pues Dios no es injusto ni emite ninguna sentencia inicua o infundada contra ningún mortal-, sino que, conociendo, en cuanto Dios, las acciones futuras y los sentimientos de ambos, retuvo como digno de amor al mejor, a aquel más devoto de Dios (…). Y el divino Pablo afirma que también nosotros, justificados por la fe, hemos sido santificados de la misma manera (Commentarius in Malacchiam 4).
Ml 1, 6-Ml 2, 9. La tesis del profeta radica en que el Señor es para ellos como un padre, pero ellos no honran al Señor como un hijo debe honrar a su padre (Ml 1, 6; cfr Dt 5, 16). Los sacerdotes preguntan entonces dónde están sus faltas (Ml 1, 6-7), y Malaquías les responde diciendo que profanan el nombre del Señor cuando, faltando a las leyes rituales (cfr Lv 22, 17-25), ofrecen animales tarados (Ml 1, 8-10.13-14). Frente a la mezquindad de esos sacrificios, que ofenden incluso al sentido común (cfr Ml 1, 8), el profeta anuncia un sacrificio universal y puro que sí agradará a Dios (Ml 1, 11).
La afirmación de la universalidad del sacrificio, y de su pureza aunque se ofrezca fuera del Templo de Jerusalén, sorprende en labios de un profeta de la restauración que, además, pone énfasis en el culto como manifestación de fidelidad a la Alianza. No es fácil pensar que se refiera al culto en la diáspora, ni cabe imaginar ningún tipo de sincretismo con otras religiones. Probablemente, con esas expresiones que marcan los contrastes, quiere señalar el valor relativo que tiene para el Señor el culto que se le tributa en Jerusalén; pero, más allá de las circunstancias iniciales, el oráculo mira a una situación ideal. Por eso, los primeros escritores cristianos entendieron este anuncio como una profecía del sacrificio de la Eucaristía: Reunidos cada domingo, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro. Pero todo aquel que tenga alguna contienda con su compañero, no se reúna con vosotros sin antes haber hecho la reconciliación, a fin de que no se profane vuestro sacrificio. Porque éste es el sacrificio del que dijo el Señor: En todo lugar y en todo tiempo se me ofrecerá un sacrificio puro, porque yo soy rey grande, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre las naciones (Didaché, 14, 1-3). Esta interpretación, que recorre prácticamente toda la Patrística, fue recibida en el Magisterio: Y ésta es, por cierto, aquella oblación pura, que no se puede manchar por indignos y malos que sean los que la hacen; la misma que predijo Dios por Malaquías, que se había de ofrecer limpia en todo lugar a su Nombre, que había de ser grande entre todas las gentes (Conc. Trento, Doctrina sobre el sacrificio de la Misa, cap. 1).
La segunda parte del oráculo (Ml 2, 1-9) es una exhortación a los sacerdotes. El profeta les reprocha que no honren al Señor (Ml 2, 1; cfr Ml 1, 6) y que conduzcan a muchos a tropezar con vuestra enseñanza (Ml 2, 8), o bien con la Ley -que de las dos maneras puede ser interpretado el texto- y, además, que hagan acepción de personas (Ml 2, 9); en definitiva, corrompen la alianza que el Señor hizo con Leví (Ml 2, 4-5; cfr Dt 18, 1-8; Dt 33, 8-11). Para que su ministerio sea eficaz (Ml 2, 2-3), el profeta exhorta a los sacerdotes a vivir las virtudes que descubre en Leví: el temor de Dios, la humildad, y la veracidad en el hablar (Ml 2, 5-6). Este último aspecto se subraya especialmente: el sacerdote no habla por sí mismo, es mensajero, mal’ak, del Señor, y sus palabras deben ser sabiduría de la Ley (Ml 2, 7). El Concilio Vaticano II evoca este texto, cuando recuerda la misión de predicar encomendada a los sacerdotes: El Pueblo de Dios se reúne, sobre todo, por la palabra de Dios vivo, la cual es muy lícito buscarla en la boca del sacerdote. Nadie puede salvarse si antes no ha tenido fe. Por eso los presbíteros, como colaboradores de los obispos, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios. Así, cumpliendo el mandato de Cristo (…) construyen y acrecientan el Pueblo de Dios (Presbyterorum ordinis, 4).
Ml 2, 10-16. La tercera disputa está en continuidad con la anterior (Ml 1, 6-Ml 2, 9). Si antes se reprochaba a los sacerdotes que hubieran profanado al Señor y a su nombre (Ml 1, 7.12), no guardando la alianza con Leví (Ml 2, 4-5.8), ahora se dice que Judá entero -el hijo y el nieto (v. 12), que otras versiones traducen: el testigo y el que responde, o bien, el que lo hace y el que lo consiente- ha profanado el Santuario y la alianza de Dios con los patriarcas (vv. 10-12).
Las dos faltas que se condenan hacen referencia al matrimonio en el ámbito de la Alianza. El profeta rechaza el matrimonio entre un judío y una extranjera -una hija de un dios extraño (v. 11)-, probablemente por el peligro de idolatría que puede darse en tal unión (cfr Dt 7, 3ss.). De la misma manera, fustiga con dureza a los que repudian a la mujer (v. 16). Aunque la Ley de Moisés permitía en ciertas condiciones el repudio de la mujer (cfr Dt 24, 1ss.), el profeta hace una encendida defensa de la alianza matrimonial: como Dios es testigo del compromiso que adquirieron los cónyuges al casarse (v. 14), no puede aceptar las ofrendas que le hace (v. 13) un hombre que, al mismo tiempo, no guarda fidelidad a la alianza esponsal; y, recogiendo la formulación del libro del Génesis (Gn 1, 27; Gn 2, 23), recuerda que los esposos son una sola cosa, y que tanto esta unión como la fecundidad matrimonial (v. 15) proceden del mismo Dios.
Los Padres de la Iglesia no dejaron de notar la fuerza de los razonamientos de Malaquías: A mi parecer, la expresión un solo espíritu [significa] que el hombre se ha unido carnal y espiritualmente a la mujer que se le ha dado según la Ley. Y como han llegado a ser un solo cuerpo, así de alguna manera, han llegado a ser también una sola alma, porque el amor los acerca y los une en la unanimidad de la Ley divina. Llama por tanto a la mujer parte del espíritu del hombre y como una parte de su alma, por la unión que da la unanimidad del amor en casi un único ser (S. Cirilo de Alejandría, Commentarius in Malacchiam 28).
En la cuestión del repudio y el divorcio, nuestro Señor se expresó con razonamientos que recuerdan en parte a los de Malaquías (cfr Mt 19, 1-12). En cambio, la invectiva contra los matrimonios mixtos de Malaquías se mueve cerca del exclusivismo de algunos pasajes de Nehemías (Ne 13, 23-27) y bastante lejos de la sensibilidad del libro de Rut, donde se relata cómo una mujer gentil puede convertirse al Señor y ser incorporada al pueblo.
Ml 2, 17-Ml 3, 5. Lo mismo que al comienzo del libro, aquí se plantea una cuestión de carácter general: ¿para qué sirve actuar de acuerdo con la Ley si los que hacen el mal son los que triunfan? La pregunta se propone únicamente desde la perspectiva de la retribución terrena (cfr Ml 2, 17), pero el profeta la resuelve desde otro punto de vista: anuncia un día de juicio en el que serán purificados el culto y los sacerdotes (Ml 3, 3-4) y se hará justicia a los oprimidos (Ml 3, 5); la justicia de Dios se cumplirá el día del Señor.
Sin embargo, la fuerza del oráculo no está tanto en el hecho del juicio del Señor como en el modo misterioso con que se lleva a cabo (Ml 3, 1-2), ya que, se dice, el mismo Señor soberano llegará a su Templo y su venida será terrible. Parece que, en realidad, se habla de tres personajes distintos: el mensajero que precederá la venida del Señor y que después, en el epílogo, se identifica con el profeta Elías (cfr Ml 3, 23); el Señor mismo; y el ángel -literalmente: el mensajero- de la Alianza. Al mencionar al mensajero que precede la venida del Señor (Ml 3, 1), es posible que el profeta esté pensando en el modo de proceder de los monarcas, que hacían anteceder a su llegada un mensajero que la anunciaba. Su papel sería semejante al indicado en Is 40, 3ss. Sin embargo, se menciona poco después al ángel de la Alianza. El término resulta ambiguo: puede referirse al mismo Señor; a un nuevo mensajero, que tiene un oficio semejante a Moisés, es decir, ser mediador de una alianza; o, finalmente, al mensajero mencionado antes, el que precede al Señor y al que, ahora, se le asigna una nueva función. Las expresiones quedan abiertas en su interpretación.
El Nuevo Testamento resolverá las ambigüedades al interpretar este texto. Los evangelios sinópticos (cfr Mc 1, 2), y Jesús mismo (Mt 11, 7-15; cfr Lc 7, 24-30), mantienen la identificación del mensajero que precede al Señor con Elías, y ven su cumplimiento en la figura de Juan Bautista. Con esta identificación, Jesucristo pasa a ser el Señor que viene a su Templo. Así lo entiende la Iglesia cuando en la liturgia de la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo (cfr Lc 2, 22-40) recoge el texto de Ml 3, 1-4 como primera lectura. Pero, como se muestra en muchos pasajes del Nuevo Testamento -por ejemplo, el episodio de la Transfiguración (Mt 17, 1-13 y par.)-, Jesucristo es también el mediador de la Nueva Alianza.
En la tradición de la Iglesia, la ambigüedad se vio también como una manera de indicar la doble venida del Señor: en la humildad de la carne, y en la gloria del fin: Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más majestuosa que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de sufrimiento; esta otra, en cambio, llevará la diadema del reino divino. Pues casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno, del Padre, desde toda la eternidad; otro, de la Virgen, en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero, silencioso, como la lluvia sobre el vellón; el otro, manifiesto, todavía futuro. En la primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles. No pensamos, pues, tan sólo en la venida pasada; esperamos también la futura (…). Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado. De ambas venidas habla el profeta Malaquías (S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses ad illuminandos 15, 1-2).
Ml 3, 6-12. Según la Ley (cfr Nm 18, 20ss.; Dt 14, 22ss.), la décima parte de los frutos de la cosecha se debía entregar al Templo para el sustento de los levitas. Valiéndose de un juego de palabras -los israelitas defraudan (‘aqab) el diezmo (vv. 8-9), porque son hijos de Jacob (v. 6), el que engaña (qaba’)-, el profeta fustiga a sus conciudadanos porque están incumpliendo esta ley de los diezmos, al menos en su integridad (cfr v. 10).
Es posible que una plaga de langostas hubiera devorado las cosechas (cfr v. 11) y que aquellos israelitas estuvieran simplemente esperando tiempos más fructíferos para cumplir todo lo establecido en la Ley. Pero el razonamiento del profeta, muy semejante al que podría hacer un escritor deuteronomista, es el inverso: si cumplen la Ley, las normas de la Alianza, el Señor les bendecirá, y hará que la tierra multiplique sus frutos (cfr vv. 11-12). La enseñanza no deja de ser actual: No caigas en un círculo vicioso: tú piensas: cuando se arregle esto así o del otro modo seré muy generoso con mi Dios. ¿Acaso Jesús no está esperando que seas generoso sin reservas para arreglar Él las cosas mejor de lo que imaginas? Propósito firme, lógica consecuencia: en cada instante de cada día trataré de cumplir con generosidad la Voluntad de Dios (S. Josemaría Escrivá, Camino, 776).
Ml 3, 13-21. Se plantea una cuestión muy semejante a la de la cuarta disputa (Ml 2, 17-Ml 3, 5): si los que practican la impiedad y tientan a Dios prosperan (v. 15), ¿para qué guardar los preceptos del Señor? (v. 14). La respuesta del profeta es, en parte, semejante a la dicha antes (cfr Ml 3, 2.5), pues anuncia un día de justicia en el que los impíos serán destruidos (vv. 19.21). Sin embargo, Malaquías es más explícito que antes en lo que se refiere a la suerte y a la retribución de los justos. El Señor no es ajeno a los cuidados y preocupaciones de los que le temen; más bien es como un rey soberano que anota en sus anales (cfr Est 6, 1-3) los méritos de los justos (v. 16). Por eso, el día en que el Señor se manifieste será para los que le temen un día de gloria y de felicidad inexpresable (vv. 20-21), porque ellos son los protegidos de Dios (vv. 17-18).
La expresión sol de justicia (v. 20), aplicada a la venida del Señor, encuentra su eco en el Nuevo Testamento en el Benedictus o Cántico de Zacarías (cfr Lc 1, 78). Por eso no es extraño que en la tradición cristiana se aplique a Jesucristo: El Señor ha venido ciertamente en la tarde de un mundo en declive y casi cercano al fin de su curso, pero con su venida, puesto que Él es el Sol de justicia, ha regenerado un día nuevo para aquellos que creen (Orígenes, Homiliae in Exodum 7, 8).
Ml 3, 22-24. Según la tradición bíblica, Elías no murió, sino que fue arrebatado en un carro hacia el cielo (cfr 2R 2, 11). Ahora (cfr vv. 23-24) Malaquías dice que Elías volverá antes del día del Señor, porque es el mensajero (cfr Ml 3, 1) que precede su venida. Esta idea se refleja en otros libros de la Escritura (cfr Si 48, 10) y estaba muy presente en tiempos de nuestro Señor Jesucristo. Así, por ejemplo, cuando después de la Transfiguración los discípulos se hacen conscientes de quién es Jesús, le preguntan: ¿Por qué entonces dicen los escribas que Elías debe venir primero? (Mt 17, 10). Y con la respuesta del Señor los discípulos comprenden que el Elías que había de venir no era otro que Juan Bautista (cfr Mt 17, 12-13).
De hecho estos tres versículos, que cierran el grupo de los libros de la Ley y los Profetas, son importantes para entender el episodio de la Transfiguración. Moisés (v. 22) representa al primer mediador de la Ley; Elías, a los profetas y será el último mediador (vv. 23-24). Además, tanto Moisés (v. 22; cfr Ex 33, 19-23) como Elías (cfr 1R 19, 1-14), vieron a Dios en el monte Horeb. Cuando Nuestro Señor se presenta transfigurado en el monte con Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén (Lc 9, 30-31), está indicando que en Él se cumplen la Ley y los Profetas, y que la Alianza que se consuma con su muerte y resurrección es la Alianza definitiva de Dios con los hombres. Además, aquí, en Jesucristo transfigurado, se les da a conocer de manera gloriosa Aquél cuyo Rostro buscan (Catecismo de la Iglesia Católica, 2583).