Montserrat Gas AixendriUniversitat Internacional de Catalunya (Barcelona, España)
La salud de una sociedad está directamente vinculada a la vitalidad de sus familias, ya que estas son el lugar primario donde se aprende el amor, la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. La familia no es solo un núcleo privado, sino una realidad que, trascendiendo lo individual, impacta en el bien común, haciéndola insustituible en la construcción de una sociedad justa. La familia actúa además como elemento de resistencia ante las crecientes fragmentaciones y crisis culturales que enfrentan las sociedades contemporáneas.
Desde la segunda mitad del siglo pasado, se han dado pasos significativos en la comprensión de la realidad familiar: hoy, por ejemplo, valoramos más el papel del amor personal y la libertad en la constitución de las relaciones conyugales, así como la igual dignidad y responsabilidad de mujeres y hombres dentro de la familia. Paradójicamente, la vida de las personas parece haberse alejado de sus fundamentos antropológicos más profundos: la vocación del ser humano a establecer vínculos duraderos de comunión con los demás, saliendo de sí mismo. Muchos países –especialmente en Occidente, con una influencia más o menos amplia en el resto del mundo– viven bajo una especie de «tiranía de la artificialidad» 1, en la que las leyes intentan redefinir qué es ser familia según las ideologías del momento. Estamos sumidos en lo que podría denominarse un “apagón antropológico” 2, marcado por un gran desconocimiento sobre quién es el ser humano y cuál es su destino. Benedicto XVI se refirió a este fenómeno como una gran «emergencia educativa» 3, en la que se evidencia una creciente dificultad para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia humana.
Junto a esta realidad, cabe señalar la rapidez con que, en las últimas décadas, están cambiando nuestras sociedades. Con la cultura, están cambiando los modos de vida de las personas y de las familias, hoy muy distintas de las de hace veinte o treinta años. Por ejemplo, la creciente irrupción de la tecnología en los hogares está desafinando las relaciones familiares. Los teléfonos inteligentes permiten que, estando físicamente presentes, se esté a la vez ausente mental y emocionalmente, permaneciendo cada uno inmerso en un mundo separado. Otro cambio importante tiene que ver con la plena incorporación de las mujeres al mercado laboral y con la implementación de las políticas de igualdad, que no solo están influyendo en el planteamiento de la conciliación del trabajo con la vida familiar, sino que están también transformando las propias dinámicas de las familias. Hoy las diferencias entre ser mujer y ser varón tienden a diluirse. Por una parte, cuesta más entenderlas en su vertiente positiva, como elementos de una complementariedad que enriquece la relación. Por otra, son una realidad en muchos lugares las denominadas “nuevas paternidades”: hombres que están más implicados en el hogar y en la educación de sus hijos. A la vez, las madres y los padres más jóvenes, en general, no tienen prejuicios y están abiertos al redescubrimiento de la verdad 4.
Todos estos cambios culturales no han ido de la mano de un cambio en la manera de ayudar a las familias, acorde con la nueva mentalidad y circunstancias. El actual contexto reclama un cambio de mirada hacia lo familiar. La cultura postmoderna se caracteriza, entre otras cosas, por creer que el ser humano se basta a sí mismo y no necesita de los demás para alcanzar la plenitud. Una de las principales consecuencias de este planteamiento es la soledad, que, como recordaba el Papa Benedicto XVI, supone una de las peores enfermedades de nuestro mundo 5, porque Dios no nos ha hecho para la soledad, sino para la comunión. El primer relato de la creación afirma que «no es bueno que el hombre esté solo» (Gen 2, 18). En el contexto de la antropología personalista se está abriendo paso desde hace algunas décadas la noción de acompañamiento. Dios ha querido que las personas alcancemos nuestra plenitud mediante el encuentro con otros. Cabe afirmar que el ser humano vive “desde otros”, lo que supone ser acompañado; y vive “para otros”, lo que implica acompañar. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitamos, más que nunca, descubrir que estamos destinados a acompañar y a ser acompañados 6.
La soledad que experimenta de modo radical el ser humano es una soledad que ahora afecta también a las familias, por lo que, del mismo modo que afirmamos que no es bueno que el hombre esté solo, cabría decir que no es bueno que las familias estén solas, y por eso necesitan ser acompañadas. El punto de partida para comprender la importancia que tiene actualmente el acompañamiento familiar es el conocimiento de cómo son hoy las familias en un contexto cultural que tiende a extenderse globalmente. Carlo Caffarra 7, gran impulsor de una nueva cultura de lo familiar, señalaba la importancia de cambiar la mirada «quitando de nuestros ojos las cataratas de las ideologías», para redescubrir las «evidencias originarias sobre la familia» 8. Quitar las cataratas de las ideologías significa identificar los elementos de la cultura postmoderna que han ido progresivamente poniendo en duda los fundamentos de las relaciones familiares.
La primera de estas “cataratas ideológicas” es una visión pesimista del proyecto familiar, percibido a menudo como un lastre para el éxito personal y profesional, o como un proyecto con escasas probabilidades de éxito. Desde esta óptica, las dificultades y crisis no se perciben como parte de la normalidad en el desarrollo de las relaciones personales, sino como patologías o fracasos. Las dificultades, que en el devenir de la vida de familia y de la relación de los esposos se afrontaban como “crisis de crecimiento”, se consideran hoy como motivos irremisibles de ruptura. La experiencia muestra, sin embargo, que las principales causas por las que hoy se rompen muchas familias no son en realidad irreparables.
Buena parte de este pesimismo antropológico proviene de la tendencia a presentar un “modelo ideal” de familia, que no existe en la realidad 9. Lo que encontramos en el mundo real son personas de carne y hueso, con limitaciones e imperfecciones, que intentan vivir lo mejor que saben y pueden su vocación familiar10. Es necesario, por tanto, partir de la comprensión de cómo son y qué necesitan las familias reales, y recuperar una mirada optimista y esperanzada ante las dificultades que entraña hoy sacar adelante el proyecto familiar, confiando en la fuerza intrínseca de los vínculos familiares y proponiendo modelos cercanos y realistas.
Junto al pesimismo, debemos también eliminar la “catarata” del individualismo. Muchos países viven inmersos en un contexto social en el que el ser humano se entiende como independiente y autosuficiente. La concepción individualista supone el desconocimiento, tanto en el plano intelectual como en el vital, de la verdad del hombre como “ser familiar”, llamado a la existencia por amor y destinado a amar, a través del don de sí11. Se produce así un rechazo inconsciente de la relacionalidad como medio para el desarrollo y la felicidad de las personas. También cuesta aceptar la situación de dependencia y de vulnerabilidad que implica toda relación humana. No podemos ignorar que el individualismo está hondamente presente en nuestras formas de vida cotidiana. Nadie es ajeno a su influencia. Muchas familias que no lo tienen como presupuesto teórico han ido, sin embargo, adoptando –quizá inconscientemente– formas de vida individualistas, profundamente contrarias a la esencia del amor familiar. Así, no es raro, por ejemplo, comprobar en los matrimonios –especialmente en los más jóvenes– una dificultad objetiva para trazar un proyecto real de vida común. Muchos ven el hecho de casarse “desde su individualidad”, como una suma o un añadido al propio ser, que puede mejorar la vida personal y quizá hacer feliz, sin comprender que el matrimonio es un proyecto “co-biográfico” a través de la común entrega y aceptación de los esposos. Algunas manifestaciones de esta mentalidad, que fragua en modos de vida concretos, se pueden observar hoy en no pocos hogares: apenas se comparten tiempos comunes en la vida de familia, no se prevén ni valoran los momentos de compartir mesa, celebraciones o cuidado de los enfermos, ancianos, niños, etc. Los esposos desarrollan a menudo relaciones profesionales y sociales paralelas: no comparten amigos, no ponen en común los bienes materiales, etc. Así se va desvirtuando y haciendo difícil o casi imposible una auténtica comunidad de vida y amor. Cuesta, en definitiva, comprender la importancia de los vínculos, que constituyen los pilares fundantes de lo familiar12. A todo lo dicho hay que añadir el obstáculo de la falta de herramientas para comunicar la verdad sobre la familia. Sigue siendo habitual utilizar un lenguaje voluntarista para explicar el proceso de amar, idioma que difícilmente se comprende hoy, ya que –sobre todo los jóvenes– “razonan con los afectos” más que con las facultades intelectivas13.
La emergencia educativa para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia14, junto a las actuales circunstancias culturales, reclaman una reflexión sobre la necesidad de formar de un modo, con una metodología y un estilo acordes con la cultura en la que vivimos que, como ya se ha dicho, ha cambiado significativamente en las últimas décadas. El Papa Francisco ha subrayado desde el inicio de su pontificado la necesidad de estar cerca de las familias, de un modo próximo y realista15. Hasta hace unos años, podía resultar suficiente ofrecer a las familias “una formación” para ayudarlas. Olvidábamos quizá que formar no es solo dar o recibir información. La formación integral requiere contar con la libertad que posibilita que cada persona –cada familia– descubra su protagonismo único. Evidentemente, la formación en este sentido más racional y discursivo sigue siendo necesaria, pero cabe afirmar que hoy ya no es suficiente.
El documento Itinerarios catecumenales para la vida matrimonial, del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, aborda las modalidades de la formación para las familias, destacando que «no se trata tanto de transmitir nociones o de adquirir competencias, sino más bien de guiar y estar cerca de las parejas en un camino que se recorre juntos»16. El documento se refiere a la necesidad de formar acompañando a las familias, un planteamiento de gran riqueza, cuyo alcance está todavía por desplegar. Siguiendo la terminología de los Itinerarios, el acompañamiento es un “estilo” (es decir, una forma de actuar, más vital que conceptual o racional) que se debe aprender. Por eso se anima a que todos aquellos que acompañan «tengan una formación y un estilo de acompañamiento adecuados al recorrido catecumenal». En referencia al acompañamiento, se utilizan términos como «gradualidad», «acogida», «apoyo», «testimonio», «estar presentes», y además se habla de crear un «clima de amistad y confianza». Se cita, además, el «tono» general que se debe emplear en el acompañamiento: «debería ir mucho más allá de la advertencia moralista y ser, en cambio, propositivo, persuasivo, alentador y completamente orientado hacia el bien y la belleza que es posible vivir en el matrimonio»17. Esta propuesta es un buen punto de partida que reclama seguir avanzando –en amplitud y en profundidad– para llegar a mostrar, en la práctica, lo que significa acompañar a las familias en la Iglesia18.
Es conocida la afirmación de san Pablo VI, que decía que «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan», y que «si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio»19. El prelado del Opus Dei, Fernando Ocáriz, citaba este texto, añadiendo que «en la cultura contemporánea se precisan rostros que hagan creíble un mensaje»20. Es por eso necesario dar al acompañamiento un valor teológico y antropológico fuerte. El prototipo de todo acompañamiento es el que Jesús hace con los discípulos de Emaús21, donde se ve la transformación de sus vidas. El acompañamiento es una exigencia intrínseca del amor cristiano; no es una estrategia o un método, sino la participación en «la fuerza misma del Espíritu Santo, Caridad increada»22, porque Cristo quiere acompañar a todo hombre y lo hace mediante los cristianos23.
Acompañar significa, etimológicamente, compartir espacio y tiempo con otras personas. El término viene del latín cum-panis, que significa partir el pan. Indica entrelazar las cosas cotidianas de la existencia en la construcción de una vida, lo que denota en primer lugar que, para acompañar, hay que compartir la vida24. La esencia del acompañamiento radica en la presencia consciente para brindar apoyo a otra persona, sin imponer, controlar ni dirigir su experiencia, respetando su autonomía. Cabría destacar, entre otros, cuatro aspectos esenciales en la acción de acompañar, que pueden ayudar a comprender mejor su significado y alcance:
1º.- Acompañar requiere estar. El acompañamiento es una acción que puede realizarse de manera preeminente en aquellos lugares donde se reúnen, actúan y están las familias. Es decir, en las escuelas, en las asociaciones, en los espacios de ocio o de descanso, etc.
2º.- Acompañar implica establecer un vínculo. No hay acompañamiento sin vincularse y sin hacerse vulnerable en el vínculo. Esto es el fundamento antropológico del acompañamiento25. Por eso el acompañamiento no puede ser confundido con una táctica, con una metodología para realizar programas de éxito, o un recurso para resolver los problemas ajenos. Acompañar consiste en establecer una relación personal que, como tal, se basa en la confianza, que no se puede imponer, pero sí cabe ofrecer las condiciones para que sea posible.
3º.- Acompañar no es dirigir, ni sustituir al otro en la toma de sus decisiones, tratando de resolver sus problemas. Hasta hace unos años creíamos que, para ayudar a las familias, bastaba con ofrecer unas ideas sobre cómo deben hacerse las cosas, con un estilo que podríamos llamar “directivo”. Quizá en ocasiones hemos olvidado que la formación requiere contar con la libertad de las personas. Acompañar es mostrar, es enseñar a hacer, es también ayudar a descubrir los propios recursos para resolver las dificultades.
4º.- Por último, acompañar no es una necesidad solo para los momentos de crisis. El acompañamiento debe plantearse como tarea que actuará de manera preventiva de las situaciones de conflicto. A pesar de todo, habrá momentos en los que las dificultades se acentúen, o una familia pase por circunstancias especialmente difíciles. Entonces, acompañar requiere partir de la base de que la crisis no es necesariamente un fracaso irreparable. Las crisis son siempre una amenaza, pero son también un reto y una oportunidad de mejorar, una ocasión de renovarse y descubrir nuevas facetas en las personas y en las relaciones.
El acompañamiento familiar es una llamada urgente para todos, especialmente en la Iglesia, que quiere llegar a las familias para que puedan descubrir la mejor manera de superar las dificultades que encuentran en su camino26. Ya se ha dicho que acompañar no consiste en realizar programas eficaces, sino en comprender que Dios quiere que nadie se sienta solo, lo cual constituye la misión fundamental de la Iglesia27. El Evangelio se nos ha transmitido mediante testigos, mediante otras personas que nos han acompañado en la vida. Además, la primera evangelización se realizó en las domus ecclesiae, en las iglesias domésticas como el lugar de acogida de los cristianos, donde encontraban un ambiente familiar. La pastoral de la familia en ocasiones parece limitarse a ofrecer una serie de “servicios espirituales”, cuando en realidad los fieles necesitamos, sobre todo, referentes creíbles y espacios donde compartir la fe. San Juan Pablo II entendió muy bien que no bastaba con decirles a los matrimonios lo que tenían que hacer, sino que había que acompañarlos. Por eso creó un grupo de matrimonios (Srodowisko), como “ambiente” de acompañamiento, buscando compartir tiempos con ellos; y en esa convivencia aprendían mucho unos de otros. Para poder acompañar con eficacia, la Iglesia necesita mostrar realmente que es familia28.
El Opus Dei, como parte de la Iglesia, es un instrumento querido por Dios para acompañar a las personas y a las familias en su camino de vida cristiana. Las enseñanzas de san Josemaría subrayan diversos rasgos y elementos en clara sintonía con la esencia del acompañamiento. En primer lugar, san Josemaría comprendió que la Obra es una pequeña familia dentro de la gran familia de la Iglesia. El espíritu de familia está hondamente radicado en la entraña del espíritu y de los modos de evangelización propios del Opus Dei. La experiencia de ser familia hace posible que nos acompañemos, al crearse auténticos vínculos personales de confianza entre los fieles de la Obra. Además, la consideración de la Obra como familia constituye una de las claves de interpretación de las enseñanzas de san Josemaría sobre la formación que se imparte, y más específicamente sobre el acompañamiento espiritual29. De alguna manera, todos los medios de formación, y el mismo trato fraternal entre los miembros de la Obra y las personas que participan en sus apostolados, constituyen un acompañamiento de tipo familiar. En efecto, el ambiente de amistad y fraternidad que se genera en esas actividades fomenta el crecimiento personal y espiritual, fortaleciendo también las relaciones familiares. A la vez, ese mismo clima puede y debe desplegarse en otros círculos más amplios en los que las familias se acompañan entre ellas, en procesos de crecimiento espiritual y humano.
Al inicio del nuevo milenio, san Juan Pablo II señalaba que todas las iniciativas apostólicas que surgieran en el futuro serían “medios sin alma” si no eran capaces de poner su centro en querer sinceramente a todas las personas, en «compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle[s] una verdadera y profunda amistad»30. El trato personal es un aspecto relacional que está en el centro del modo de hacer apostolado que san Josemaría encontró en los relatos evangélicos31. Las enseñanzas de san Josemaría sobre la amistad y confidencia aportan luz al significado real del acompañamiento cristiano. «En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor»32. San Josemaría entiende la amistad como una relación sincera «de tú a tú, de corazón a corazón»33. «Por vocación divina vivís en medio del mundo, compartiendo con los demás hombres –iguales a vosotros– alegrías y sinsabores, esfuerzos e ilusiones, afanes y aventuras (…). Necesita el hombre, necesitamos todos, hijas e hijos míos, apoyarnos los unos en los otros, para recorrer así el camino de la vida, convertir en realidad nuestras ilusiones, superar las dificultades, gozar del producto de nuestros afanes. De ahí la enorme importancia, no solo humana sino divina, de la amistad»34.
La familia es el primer lugar de acompañamiento, y su ámbito natural por excelencia. La tarea de los esposos cristianos consiste en acompañarse entre sí y en acompañar a sus hijos en el camino de la vida. Esta óptica implica un cambio de mentalidad al plantear la educación familiar: no se trata tanto de “hacer cosas”, sino de compartir realmente la vida. La familia es iglesia doméstica en la medida en que es capaz de realizar este acompañamiento cristiano de sus miembros, haciendo que nadie se sienta solo. Por otra parte, la familia está acompañada y es capaz de acompañar cuando ella misma se hace consciente de su propia vocación: ser, como comunión de personas, una luz para el mundo35. San Josemaría ha sido un instrumento decisivo para el redescubrimiento de la vocación cristiana en y a través de la vida familiar, ayudando a comprender que los vínculos personales que constituyen la familia son auténtico camino de encuentro con Dios. «Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar»36.
La familia es el ámbito natural para que la persona pueda llegar a crecer en todo su dinamismo: es escuela de amor y el “sistema” con el que enseña es la vida compartida, las mismas relaciones familiares37. El saberse querido sin condiciones es el mejor método para aprender la dinámica del don, que resulta tan desconocida a los hombres y mujeres de hoy: el amor de esposos que funda la familia, es también la mejor preparación remota de los hijos para emprender el camino matrimonial38.
San Josemaría se refiere al acompañamiento familiar cuando afirma que los padres son los principales educadores de sus hijos, sobre todo, sabiendo quererlos y dando buen ejemplo, puesto que educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son solo unos conocimientos o unos consejos más o menos acertados, sino un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta. Por ello el fundador del Opus Dei invita a los padres a ser amigos de sus hijos, a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable. Para eso es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos39. Este estilo educativo tiene como presupuesto el respeto por su legítima libertad. «Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos –de construirlos según sus propias preferencias–, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y –más de una vez– en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal»40.
San Josemaría acudía con frecuencia al ejemplo de los primeros cristianos. Le gustaba referirse a aquellas familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. «Pequeñas comunidades cristianas que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»41.Fruto de estas enseñanzas y de su impulso, han surgido y siguen surgiendo numerosas iniciativas. Entre ellas hay, por ejemplo, escuelas promovidas por familias42. El acompañamiento familiar en estos espacios educativos tiene una repercusión particular. Por una parte, estos centros son un “punto de apoyo” para las familias, desde los que se las puede ayudar a redescubrir su protagonismo educador y puede promoverse una formación familiar transversal. Además, desde el ámbito escolar puede ofrecerse apoyo a las familias para que los hijos no solotriunfen en lo profesional, sino para que sean capaces de llevar a cabo con éxito un plan mucho más importante: el proyecto familiar. Al mismo tiempo, la escuela es un ámbito natural en el que las familias pueden acompañar a otras familias. Otra iniciativa destacada son los centros y actividades de orientación familiar, que ofrecen formación, asesoramiento y apoyo práctico a los matrimonios; buscan fortalecer la unidad familiar mediante el diálogo y la comprensión mutua, promoviendo la construcción de hogares capaces de irradiar valores cristianos en la sociedad. Estas y otras iniciativas, como asociaciones familiares, son espacios en los que se puede propiciar el acompañamiento entre las familias.
De hecho, el acompañamiento familiar no ha de ser visto como un “método” o una simple acción, sino más bien como un cambio de perspectiva de amplio espectro, que puede realizarse en ámbitos muy diversos y admite concreciones muy diferentes, en función de la situación de las familias, la red de relaciones que tienen, etc. Como no existen familias ideales ni familias perfectas, en realidad todos necesitamos ser acompañados. Está al alcance de cada persona acompañar en lo ordinario con pequeñas acciones, que siempre dan fruto. Y también se pueden aprovechar los espacios de acompañamiento que cada uno tiene a su alcance, fomentando la confianza en la eficacia de los “muchos pocos”. Del mismo modo que la cultura del fracaso familiar y del divorcio no se ha impuesto a base de ideas, sino de prácticas (de malas prácticas, podríamos decir), una genuina cultura de la familia se tiene que reconstruir más con buenas prácticas –con estilos de vida– que con ideas abstractas.
En el futuro continuarán sin duda surgiendo otras muchas iniciativas por la familia, fruto de la creatividad y de la caridad cristiana que, inspirándose en las enseñanzas de san Josemaría, procurarán ser lugares de encuentro de familias, donde estas se sientan acompañadas y sean a su vez capaces de acompañar a otras familias.
1 Carlo Caffarra, “Fede e cultura di fronte al matrimonio”, en H. Franceschi (ed.), Matrimonio e famiglia. La questione antropologica, EDUSC, Roma, 2015, p. 26.